La máquina de contenido - Michael Bhaskar - E-Book

La máquina de contenido E-Book

Michael Bhaskar

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Beschreibung

Publicar es mucho más que hacer público algo. No basta con poner al alcance de los consumidores eso que llamamos "contenido": para que de verdad se publique, el contenido debe primero pasar una serie de filtros, luego ponerse dentro de un marco de referencia, conforme a un modelo, y finalmente debe amplificarse. Ese complejo mecanismo constituye lo que Michael Bhaskar denomina "la máquina de contenido". Aquí conviven los estudios clásicos de la historia del libro y la más ortodoxa teoría de la comunicación, el análisis de los nuevos modos de editar y de las fuerzas económicas y sociales que están transformando la lectura. Bhaskar propone una teoría de amplia aplicación que busca sugerir formas concretas para enfrentar el porvenir, y nutrir de argumentos y ejemplos históricos las reflexiones sobre el quehacer editorial.

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La máquina de contenido

Michael Bhaskar es el editor de la rama digital de Profile Books, una editorial inglesa que publica libros de historia, economía, divulgación científica y humor, estrechamente relacionada con dos revistas de alcance mundial: The Economist y The New Scientist. Eso significa que tiene a su cargo la estrategia global de las iniciativas electrónicas de Profile: desarrollo de nuevos productos y plataformas, ventas, marketing. En 2011 fue elegido como Young Creative Entrepreneur por el British Council y en 2012 participó como fellow en el programa internacional de profesionalización de la Feria de Fráncfort. La máquina de contenido es su primer libro.

La máquina de contenido.

Hacia una teoría de la edición desde la imprenta hasta la red digital

Michael Bhaskar

Traducción de Ricardo Martín Rubio Ruiz

Primera edición en inglés, 2013 Primera edición en español, 2014 Primera edición electrónica, 2014

Título original: The Content Machine. Towards a Theory of Publishing from the Printing Press to the Digital Network Copyright © 2013, Anthem Press.

Diseño de colección: Marina Garone Gravier Fotografía de portada: Alejandro Cruz Atienza Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2462-8 (ePub)ISBN 978-607-16-2215-0 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Nota del editor

Agradecimientos

Introducción: intermediarios útiles

1. El problema de la edición

¿Cuál es el problema?

El término en sí

Casos históricos

Medios de edición

Lo que no es la edición

Por qué necesitamos una teoría de la edición

2. Los desafíos del contexto digital

Orígenes de la edición digital

Cambio de contenido

Efectos de la red

El desafío digital

Derechos de autor

¿Aceptar el reto?

3. Cómo funciona el contenido

De contenedores a marcos

De motivaciones a modelos

Visión panorámica del contenido

4. El sistema editorial

Teoría de la edición y el circuito de comunicación

Filtrado

Amplificación I

Amplificación II

Amplificación III

El sistema de la edición

5. Modelos

Antecedentes

¿Afán de lucro?

¿Sin fines de lucro?

Cuatro enciclopedias: cuatro modelos compuestos

Riesgo, racionalidad, diversidad

6. Abordar problemas, enfrentar desafíos

Enfrentar el desafío

Conformación de mercados

De vuelta a lo “abierto”

Conformación del nuevo editor

Autodefinición

Epílogo

Conclusiones: dentro de la máquina de contenido

Bibliografía

Índice analítico

Nota del editor

El mundo del libro vive una nueva crisis, pero no sabemos bien de qué tipo. A los añejos factores que desde siempre han dificultado el avance de la edición —de la alfabetización insuficiente a la censura, del irresoluble laberinto de la distribución a la piratería—, se han añadido en las últimas décadas otros riesgos derivados de esa severa reinvención del mundo que viene produciendo la informática. Fantasmal, seductor, arrogante, el libro electrónico está transformando de manera severa la lógica esencial con la que, durante más de medio milenio, se han publicado los libros y hoy es imposible anticipar el resultado de esta metamorfosis. Si bien ya carece de sentido la pregunta de inspiración victorhuguina de si esto matará a aquello, aún permanece en las brumas de la incertidumbre el modo en que convivirán los libros impresos y los inmateriales. La crisis actual de los editores consiste precisamente en determinar cuáles de las funciones que han venido desempeñando tendrán sentido en el futuro digital; la angustia se incrementa porque pocas veces ese porvenir nos ha parecido tan inmediato.

A intentar comprender en qué consiste esa crisis se dedica la obra que el lector tiene en sus manos. Michael Bhaskar, editor de libros electrónicos él mismo, recorre los debates sobre la coyuntura actual de la edición y teje, con hebras provenientes lo mismo de la historia del libro que de estudios académicos sobre comunicación, lo mismo de las más abstrusas teorías literarias de hoy que de blogs de extrema fugacidad, un argumento sólido sobre la esencia de la función editorial, sin importar el medio de fijación al que se recurra. Es, pues, un ejercicio de abstracción que permite, sin recetas facilonas, plantar cara a los vientos de cambio que nos azotan. Bhaskar sabe que se puede sobrevivir como editor sin complicarse mucho la vida: basta hacer lo que se ha venido haciendo, por lo que la reflexión sobre la médula de ese quehacer parece superflua. Pero ante una normalidad interrumpida, nada mejor que identificar lo duradero para usarlo como puente hacia esa otra orilla —esa otra normalidad— de la edición digital.

No es frecuente hallar obras sobre la actual etapa de transición en el ámbito editorial que recurran con tanto acierto a una extensa bibliografía sobre la historia de la edición. Autores caros al Fondo como Robert Darnton o Elizabeth Eisenstein, y otros clásicos ajenos a nuestro catálogo como Roger Chartier, ofrecen casi sin quererlo un rayo de luz en este intento por iluminar el oscuro panorama al que se enfrentan los editores de hoy.

Es necesario señalar algunas decisiones tomadas al poner en español esta obra. En el original se juega a menudo con tres palabras íntimamente emparentadas: publish, publisher y publishing, sin plena equivalencia en nuestro idioma. La primera no plantea mayores retos: gran parte del contenido semántico de publicar coincide con ella y por eso empleamos ese verbo. Eso podría habernos llevado hacia un vocablo poco común, casi un neologismo, para la segunda: publicador; sin embargo, como la tercera se refiere a la edición como actividad y como industria, elegimos ese término y optamos por editor para la persona que se dedica al bello oficio que se estudia en estas páginas. Así, una frase como “Publishing is the world where publishers publish” quedaría “La edición es el mundo donde los editores publican”.

Dos palabras hechizas merecen también ser señaladas: autoedición se refiere a los sistemas y los procesos informáticos de edición asistida por computadora, mientras que reservamos autopublicación para esa actividad por la cual un autor publica su propia obra, sea impresa o electrónica.

El uso de la jerga de la comunicación y la historia del libro obligó asimismo a tomar algunas decisiones riesgosas: medium, media, media format son casi siempre medio, medios, formato (a secas), pero al hablar de las transformaciones del libro y la lectura ha sido frecuente el uso de soporte; así, en algunos pasajes optamos, forzando un poco la nota, por esta última.

Finalmente, sólo conservamos copyright cuando el autor se refiere al sistema jurídico imperante en el mundo de influencia anglosajona; en el resto introdujimos el concepto usual entre nosotros: derecho de autor.

Confiamos en que los lectores sabrán extender o acotar el significado de estas palabras según el contexto.

 

TOMÁS GRANADOS SALINAS

Agradecimientos

Agradezco a todos los que leyeron y comentaron las primeras versiones de este texto. Vaya en particular mi agradecimiento a Sharon Achinstein, Roy Bhaskar, Chris Bunn, Iain Millar, Angus Phillips, Padmini Ray Murray y William St Clair por sus detallados e invaluables comentarios. La edición digital vive en múltiples conversaciones y chats, debates por Twitter y, desde luego, en singulares discusiones cerveceras en la Feria del Libro de Fráncfort, que contribuyeron a conformar este libro. Gracias a Stephen Brough y Andrew Franklin, de Profile Books, por permitirme escribirlo; tanto a ellos como a mis colegas de la editorial les debo el espíritu que anima esta obra. El equipo de la British Library fue esencial para mi investigación y confirma qué institución tan irremplazable es. A Tej Sood, en Anthem, porque apoyó el libro con observaciones sobre su estilo y opiniones de principio a fin, le estoy muy agradecido. Rob Reddick y muchos otros en Anthem llevaron a buen puerto el proceso editorial con gran empeño. Por último, gracias sobre todo a Danielle, por todo.

 

 

La tecnología del editor de libros es tan anacrónica que puede decirse que casi no tiene una tecnología.

J. G. BALLARD

 

La edición no está evolucionando, se está rezagando. Esto se debe a que la palabra edición implica un cuadro de profesionales que se enfrenta a las increíbles dificultades, complejidades y gastos propios de hacer público algo. Eso ya no es un trabajo; es un botón: un botón que dice “publicar” y, cuando lo oprimes, ya está.

CLAY SHIRKY

Introducción: intermediarios útiles

¿Cuál es la diferencia entre estas palabras antes y después de que se publiquen? ¿Publicar ocurre en un momento concreto? ¿Es posible señalar el momento en el cual las palabras dejan de ser inéditas y se publican? ¿Qué es, a fin de cuentas, publicar?

No faltan las descripciones y opiniones sobre esto. Para John Thompson, los editores son “mercaderes de cultura” (o, como se refirió Ned Ward a Jacob Tonson, magnate editorial del siglo XVIII: “Mercader en jefe de las musas”); para Gary Stark, son “empresarios de la ideología”. Cass Canfield, presidente de Harper & Row y miembro de una generación de grandes editores estadunidenses que incluye a Bennet Cerf y Jason Epstein, es todavía más lírico: “Soy un editor, una criatura híbrida que contiene una mezcla de varias partes: una parte de soñador, otra de jugador, otra de hombre de negocios, otra de partera y otras tres de optimista”.

Un lugar común es el editor de dos caras, como Jano, con un ojo en la cultura y el otro en el comercio. El escritor y crítico Raymond Mortimer sostiene que la edición es “un arte, un oficio y un negocio”, para secundar la formulación de Émile Zola del artista visual que es a la vez poeta y trabajador. Para Richard Nash, la edición es “el negocio de hacer cultura”, mientras la editora Diana Athill la define como “un negocio complejo que compra, vende y fabrica o hace que se fabrique. Lo que compra y vende son productos de la imaginación humana, los materiales para hacer los libros y diversos derechos legales. Lo que fabrica nunca es lo mismo de un producto al siguiente” (Athill, 2000, 6). Hunter S. Thompson afirmaba que los editores son una combinación de negociantes y ejemplos de ineptitud, gente “notoriamente perezosa para hacer números, a menos que los acompañen signos de dólar”. Muchos han sido muy incisivos. El escritor de libros infantiles Maurice Sendak fue todavía más estridente: “Editar es una profesión escandalosamente estúpida. O se ha convertido en eso [...] nadie sabe qué hacen los editores. Me pregunto si siempre ha sido así”. El filósofo A. J. Ayer fue cáustico: “De haber sido poco listo, me habría dedicado a un trabajo simple como la edición. Es el trabajo más fácil en que puedo pensar”. Y fue Goethe quien vio a los editores como “cohortes del diablo”. Basten estos comentarios para entender que la edición siempre ha estado sujeta a interpretación.

Quizá, como era de esperarse, el comentarista más agudo fue Oscar Wilde, quien dijo con su inconfundible capacidad de síntesis: “Un editor no es más que un intermediario útil”.1

EMBAUCADORES Y HUMANISTAS,O POR QUÉ NECESITAMOS UNA TEORÍA DE LA EDICIÓN

 

La edición no se parece a la mayoría de las industrias. Debe lidiar con cuestiones de valores intangibles y morales. No es igual a las artes o las ciencias, pues se obsesiona con estados financieros y márgenes de utilidad. Publicar es algo extraño. Los libros son susceptibles de análisis en una escala industrial: con una inversión suficiente, un número determinado de ejemplares puede producir con seguridad rendimientos crecientes. No obstante, también son fenómenos culturales exclusivos o experimentales, como las bellas artes o el ballet, cuyas limitaciones de distribución forman parte de sus valores propuestos: el simbólico y el financiero.

La edición es la industria creativa por excelencia.2 Representa el potencial reproductivo de la imprenta, la primera tecnología de producción y distribución masivas de objetos culturales e intelectuales, que generó nuevos modos de organización alrededor del taller, del impresor humanista y de la “fijación tipográfica”. La propagación de la imprenta en toda Europa fue asombrosamente rápida y provocó revoluciones en la religión, la ciencia y la educación (Eisenstein, 1980). Podría decirse que, más que cualquier otro factor, la impresión y la edición crearon la propia modernidad. Incluso antes de Gutenberg, en los scriptoria medievales y en los grandes centros antiguos de conocimiento existían ya muchas funciones relativas a la edición; después de todo, desde entonces se producían libros (en formato de rollo). La edición ocupa un lugar único en la historia cultural y debemos preguntarnos qué efectos tuvo esto en otras industrias creativas.

Así, tenemos una extraña práctica pero también una antigua protoindustria que fungió como matriz para una de las áreas de crecimiento más rápido en la economía contemporánea. Ahora tenemos también una industria en crisis.

Por más perverso que pueda parecer, incluso haciendo a un lado los medios digitales, la edición está en crisis. De hecho, la edición siempre está en crisis. La actual presenta síntomas desagradables. El proceso de consolidación industrial fue desenfrenado. Nuevos métodos de trabajo y culturales desplazaron sutilmente las ortodoxias del Viejo Mundo. Las tiendas de cemento y ladrillo luchan por su supervivencia, sobre todo en las culturas angloestadunidenses.3 Los costos, de manera inevitable, continúan al alza. Son alarmantes las macrotendencias, como el declive de la lectura de formatos extensos, el auge de los medios alternativos y la presión sobre los tiempos de las audiencias, que no hacen más que empeorar. Disminuyen los catálogos de los editores comerciales y los editores académicos padecen los cortes presupuestarios de la educación superior, mientras los editores de textos educativos encuentran una competencia creciente en sus mercados.

Y entonces aparece el reto digital. Al centralizar poder, erosionar valor y romper los desgastados modelos de negocios sin dificultades, los editores quedaron atrapados en una carrera en la que intentan no rezagarse, superar los obstáculos y adaptarse al cambio. Los editores comerciales están atrapados, como los fabricantes tradicionales de computadoras, entre poderosos productores río arriba (es decir, autores y agentes literarios) y distribuidores y minoristas río abajo, como Amazon y Barnes & Noble. La ganancia reside en la combinación eficiente de ambos, lo que da origen a una vulnerabilidad estructural expuesta ahora por la red.

Nunca ha sido más fácil la autopublicación —ya sea de novelistas inexpertos o de académicos avezados—, lo que plantea cuestiones estratégicas no sólo para la industria sino, en primer lugar, para el significado de publicar. La edición es difícil para quienes son ajenos a ella porque ya es intensamente competitiva. En pocos sectores hay una inversión de capital intelectual equivalente con utilidades tan magras. En suma, conforme a los estándares de muchas industrias globales, pocos campos reúnen niveles similares de talento con resultados tan exiguos. De los antiguos gigantes mediáticos a los ágiles debutantes nativos de la red, los nuevos actores circulan a pesar de todo. Está por verse qué diferencias harán entidades asociadas como Thomson Reuters y Penguin Random House, o cómo crecerán los editores en los mercados emergentes. El cálculo editorial está cambiando en el mundo digital, con pocos obstáculos para ingresar, rápidas tasas de crecimiento y relaciones directas entre consumidores.

A través de los siglos, el cambio ha sido la norma para los editores, les haya gustado o no. De alguna manera las ventas de libros se mantuvieron en ascenso. No obstante, esto oculta oportunidades perdidas: al definir, erróneamente, su papel como productores de libros, los editores se colocaron una camisa de fuerza, perdieron la ocasión de incluir nuevos formatos y se marginaron. Quizá sea un resultado inevitable de la especialización y la segmentación del mercado. Quizá no. De cualquier manera, los editores necesitan una idea más documentada de su función, que les permita enfocarse en competencias esenciales en tiempos difíciles mientras elaboran una noción más amplia de sus actividades. En el futuro, tal vez reaccionen con más agilidad a los cambios tecnológicos y vean en ellos una oportunidad y no una amenaza. Es fácil ignorar las grandes cuestiones, pero esto deja a los editores sin una identidad clara, cuando tenerla nunca ha sido tan importante como ahora. La ausencia de definición deja a los editores muy expuestos a las veleidades de la historia y la tecnología.

En un plano más teórico, nuestro concepto de mediación está en conflicto. En un libro de Denis McQuail (2010) sobre estudios de la comunicación, ahora canónico, se enumeran algunas metáforas de la mediación: como ventana, espejo, filtro, puerta de entrada o portal, señal en el camino, guía o intérprete, foro o plataforma, como acto de divulgación, de interlocución. La mediación, al igual que la edición, es problemática y elusiva. Una teoría de la edición es una teoría de la mediación, acerca de cómo y por qué los bienes culturales requieren una mediación. Es la historia detrás de los medios más que una historia del medio en sí (libros o palabras en este caso), y desempeña un papel predominante para entender las comunicaciones.

La edición es una actividad, un modo de producción: es un trabajo arduo. Al mismo tiempo, tiene que ver con juicios, gusto, estética y ejercicio de la razón, así como con un uso considerable de recursos, financieros o de otra índole. Es todo menos algo sencillo. No obstante, en su mayoría, los libros sobre edición, historia del libro o estudios culturales parten de una comprensión de la edición sin cuestionarla. Si bien ésta se ha explorado con detalle, tanto en su historia como en el presente, no se ha teorizado adecuadamente.

La gente siempre buscará comunicarse. En la actualidad se publican más libros que nunca. Por un lado tenemos una necesidad humana, un sector en expansión y, con internet, un florecimiento general de las comunicaciones sin precedentes en la historia. La lectura de formatos extensos no ha muerto; por el contrario, está en sus años dorados. Tenemos también una industria, un juego de estándares y un modo de vida amenazados. ¿Qué está sucediendo? Necesitamos ir más allá de las descripciones anecdóticas, de los supuestos sin comprobar, de la propaganda industrial y de definiciones de diccionario no especializado para entender en verdad lo que significa publicar. Necesitamos verificar estos supuestos y ver, si es posible, qué concepto de edición surge.

Necesitamos más claridad. Con frecuencia, publicar se equipara con hacer público algo. ¿Es esto suficiente? ¿Se requiere que la edición sea siempre comercial, y en ese caso cuál es su relación con el capitalismo y la obtención de utilidades? ¿Debe la edición trabajar con la tecnología y el cambio tecnológico o en contra de ellos, y cómo? Los panfletos disidentes, la aplicación en red de The Financial Times, las sonatas de Bach y The Sims son, todos, materiales publicados. ¿Cómo es posible? Para comprender la edición, para imaginar cómo se las arreglará para sobrevivir y prosperar en un periodo de desafíos sin paralelo, necesitamos apreciar por qué ya había un problema antes de la tecnología digital.

Esto es relevante más allá de cuestiones teóricas o estratégicas. La edición de verdad importa. Está en el corazón de nuestra literatura y de nuestro conocimiento, de nuestra sociedad civil, de nuestras esferas públicas y nuestras discusiones políticas. La edición impulsa nuestras ciencias y fortalece nuestra cultura. La edición no es un medio pasivo; forma parte de nuestras vidas y sociedades, pues las moldea, las guía y, muchas veces, incluso las controla. Aunque rara vez examina su interior, la edición contribuye a definir nuestro mundo. A través del tiempo, esa combinación clásica de embaucadores y humanistas ha tenido un impacto sin parangón. Esto exige una mirada más atenta.

Desde mi punto de vista, una teoría de la edición debe considerar lo siguiente:

■ el carácter público e institucional de la edición, que explique qué es lo que hace público algo;

■ el papel de la edición como un acto de mediación;

■ las perspectivas históricas divergentes;

■ las formas divergentes de los medios de publicación;

■ aspectos como el riesgo (financiero), la relación con el contenido y la conformación del mercado, y

■ la historia de la edición y cómo influye en su vinculación con el entorno digital en la actualidad.

 

EL ARGUMENTO

Mi argumentación sugiere primero que la edición está lejos de ser algo sencillo. Pese a emplear a cientos de miles, incluso millones de personas en todo el mundo, comprender lo que constituye la edición no es tan fácil como parecería. ¿Cómo se compara la edición de videojuegos o música con la de libros, por ejemplo? ¿Cómo opera la larga historia de la edición y la rica diversidad actual en nuestras nociones de lo que ésta puede ser?

La edición digital, un ejemplo de lo que Clayton Christensen (1997) llamaría “innovación perturbadora”, sólo complica las cosas. Ahora que cualquiera puede publicar o convertirse en editor, ¿qué significa en realidad publicar? En multitud de materiales se discute cómo la tecnología digital ha impactado a la edición, pero expertos y ejecutivos suelen enfocarse en los avances más superficiales y de corto plazo. Si bien las cuestiones en apariencia importantes, como los formatos de los libros electrónicos y las tácticas de mercadotecnia digital, son sin duda dignas de interés, pasan por alto los aspectos fundamentales y de mayor alcance que se desprenden de la estructura de internet. Los fundamentos de la escasez y de la propiedad intelectual, la función de guardián, conector y mediador, están rodeados por fuerzas que a menudo los editores contemporáneos no entienden del todo.

Hasta que la edición perciba con claridad cómo el panorama tecnológico se convierte en un dilema de negocio medido en décadas, la práctica entera, tal como está constituida en el presente, irá agotándose. La edición no se desmoronará o saldrá de escena de golpe, como parecen pensar algunos partidarios de lo digital; la edición se contraerá poco a poco y se refugiará en su propia irrelevancia. Para quienes creemos que la edición desempeña un papel importante y útil en el mundo, ninguna de estas opciones resulta agradable.

El núcleo de mi argumentación elabora una teoría de la edición a partir de cuatro conceptos clave: marcos y modelos, filtrado y amplificación. Juntos constituyen la verdadera máquina de contenido. Parto de la premisa de que la edición nunca se separa del contenido. Dondequiera que se encuentre la edición, está el contenido. La conclusión es que una teoría de la edición surge de una teoría del contenido, y ahí es donde aparecen los marcos y los modelos. El contenido se enmarca —se empaqueta para su distribución y se presenta a un público— de acuerdo con un modelo. El concepto de marco y de modelo viene con cierto bagaje y abundantes detalles, cruciales para una comprensión completa del funcionamiento de la edición, que se explorará en los capítulos 3 y 5, respectivamente, junto con cuestiones propias de la relación de la edición con la tecnología y el comercio.

Sin embargo, el verdadero núcleo de la edición reside en el filtrado y la amplificación. Publicar tiene que ver con seleccionar. Incluso quienes recurren a la autopublicación filtran: después de todo, eligen una obra —a saber, una hecha por ellos mismos— para publicarla. Aun en su versión más incluyente, la edición implica un proceso de filtrado marginal. De no existir este proceso estaríamos simplemente lidiando con el medio mismo, y no con los editores dentro de ese medio. El proceso completo de enmarcado en realidad está diseñado para amplificar textos. La edición tiene que ver con la expansión, a partir de un prototipo con el que se producen múltiples copias. El modelo es la razón por la cual se busca la expansión, por la cual se quiere amplificar (por lo común por razones económicas, pero, como se demostrará, no sólo por ello). Si publicar significa algo, si el contenido público significa algo, es porque se apoya en la idea de la amplificación.

Por último, relaciono esta teoría o “sistema” de edición con el entorno digital en maduración. Algunas observaciones al inicio de esta introducción se desarrollan a detalle. El cambio en la conformación del mercado, la creciente aparición de nuevos modelos de propiedad intelectual, la idea de la curaduría y las estrategias derivadas de organizaciones nativas de internet se exploran como posibles respuestas al desafío de las redes digitales. No pretendo aplicar la teoría de manera instrumental, sino contribuir a una reflexión acerca de las profundas implicaciones en la deriva general de la edición. Si este argumento se propone algo, es que quede claro que la edición es algo complejo.

Los lectores que busquen argumentos actualizados sobre el entorno digital deben concentrarse en los capítulos 2 y 6. La mayoría de mis comentarios con miras al futuro acerca de la conformación del mercado, la edición como servicio, las licencias abiertas, la “edición esbelta”, la curaduría y el Nuevo Editor se encuentra en el capítulo 6. A quienes busquen el argumento principal acerca de edición, contenido, medios y economía editorial les servirán los capítulos 3, 4 y 5. Desde luego, en opinión del autor, la mejor manera de leer el libro es la tradicional: de principio a fin.

Por “edición” aludo sobre todo a la edición de libros. Sin embargo, cuando circunscribimos los significados de edición y limitamos nuestra comprensión a libros o textos, empobrecemos nuestra visión. De hecho, es difícil distinguir entre diversos tipos de edición. En este razonamiento, “edición” pende de una cuerda floja entre un enfoque estrecho sobre los libros y el amplio mundo de la “edición de contenidos”, que oscila entre ambos.

¿UNA TEORÍA DE LA EDICIÓN?

El estudio de los libros y de la edición es ahora una característica permanente y aceptada dentro del panorama académico. En pocos años, los estudios sobre la edición registraron enormes avances para explicar esta práctica cambiante. Para nombrar sólo a unos cuantos de los autores eminentes en esta área, John Thompson (2005, 2010) explora en detalle los modelos y el trasfondo de la edición angloestadunidense; Albert Greco (2005, 2007) investiga la compleja economía de las editoriales y los mercados del libro; Claire Squires (2007) dilucida los aspectos productivos de la mercadotecnia en la edición contemporánea; escritores como Miha Kovac (2008), Angus Phillips y Adriaan van der Weel (2011), junto con un grupo de blogueros, ofrecen miradas agudas sobre la revolución digital. Sin embargo, todavía existen vacíos en nuestros conocimientos y enfoques. Por ejemplo, el aún indispensable Oxford Companion to the Book (2010) tiene sólo una entrada para la voz “edición”, centrada en su función financiera, que demuestra cómo los avances en la historia del libro no se traducen necesariamente en una mayor valoración de la edición, sin la cual la historia del libro sería irreconocible.4

El estado del conocimiento sobre la edición ha sido, a pesar de los avances mencionados, en gran medida insuficiente. Su estatus como disciplina académica es todavía indefinido, y en ocasiones está poco desarrollado, atrapado entre áreas de estudio más extensas y establecidas, como la historia del libro y los estudios sobre ciencias de la información. En la década de 1980, el crítico literario John Sutherland definió nuestra comprensión de la edición como “un agujero en el centro de la sociología de la literatura” (Sutherland, 1988, 576). Para él era muy claro que no faltaba conocimiento histórico sino un enfoque más teórico: “la historia de la edición, mientras florece con un extraordinario vigor juvenil, carece de un marco teórico coherente” (Sutherland, 1988, 576). Fue más allá y planteó este caso —el proyecto de esta investigación— aún con más claridad:

La historia de la edición [...] parecería menos necesitada de una colaboración colectiva que de una nueva base teórica de la cual partir. Esa base es ajena a las teorías heredadas, centradas en el texto, y canónicamente exclusivas, en las cuales, por ejemplo, se basa el propio estudio académico de la literatura. Y sin una formulación teórica, investigar la historia de la edición muy rápidamente se hunde en casos arduos e intratables [Sutherland, 1988, 588].

Mucho ha cambiado desde que Sutherland escribió lo anterior, sobre todo la publicación de las investigaciones mencionadas, pero, como todo en la edición, los cambios van más despacio de lo que cabría suponer. Las incursiones teóricas, tan comunes en los estudios culturales y de las ciencias de la información, son todavía relativamente raras. El ensayo de Richard Nash (2013) “The Business of Literature” es un ejemplo insólito y bienvenido: polémico, lírico y reflexivo. Nash describe la edición como un agente radical involucrado no sólo en la publicación de libros sino en el marco del capitalismo y la cultura moderna. Simone Murray (2006), casi veinte años después que Sutherland, formula un reclamo sobre la precaria identidad de los estudios sobre la edición: donde debería ser crítica y contar con investigaciones profundas e intensivas, con frecuencia se queda en lo formativo o anecdótico.

Este estudio, siguiendo las investigaciones recientes sobre esta materia, se propone elaborar una “teoría de la edición”. Para algunos, el concepto y la idea pueden ser anatemas. La teoría tiene demasiadas connotaciones negativas, pues parece ser algo oscurantista, anacrónico y confuso, demasiado ajeno al toma y daca característico de la edición. Sin duda, este intento no trata de superar a nadie en las apuestas de inteligibilidad. Por el contrario, mi objetivo es recuperar lo útil de la teoría, para poder decir: “sí, un entendimiento de la edición dictado por el sentido común es perfectamente aceptable las más de las veces, pero también hay un valor en puntos de vista más complejos y matizados”. Tómese la figura del autor (o, mejor, del Autor) como analogía. Antes cada quien sabía lo que un autor hacía: escribía libros, y fin de la historia. Después surgieron algunos asuntos difíciles. Los “nuevos críticos” estadunidenses, como W. K. Wimsatt y Monroe Beardsley, empezaron a argumentar que lo importante eran las opiniones y las interpretaciones de los lectores; las intenciones del autor eran irrelevantes para nuestra comprensión de la literatura. Roland Barthes llevó la noción un paso adelante cuando proclamó la famosa “muerte del autor” y la primacía del lector en la construcción del significado.

Michel Foucault (1980) tomó un camino diferente con la “descentralización” del autor. ¿Cuál es —se preguntó— la obra del autor? Si tomamos la recopilación de los textos de cualquier autor, ¿se puede llamar a esto su obra? Si aceptamos que cualquiera es un autor, ¿entonces todo lo que escribe, todos los papeles, recibos, notas efímeras y triviales, también son parte de su obra? Lo que constituye la obra de un autor es, en una reflexión más profunda, más complicado de lo que habíamos pensado. En respuesta, Foucault describió la “función del autor”; los autores esencialmente tienen dos nombres idénticos, el nombre que utilizan en su “vida real” y su nombre como autor, que sirve para agrupar un conjunto de obras. De esta manera, incluso un conjunto de textos que casi seguramente no fueron escritos por la misma persona se agrupan en una función autoral, como hacemos con nombres como Hipócrates o Hermes Trismegisto.

En gran parte de la historia muchas obras, como los poemas épicos, no requieren de un autor: forman parte de una herencia común. Luego, en los siglos XVII y XVIII, cada vez fue más común preguntar “¿quién lo escribió?” Este creciente énfasis autoral coincide con el desarrollo del aparato legal de la propiedad intelectual; una vez que los autores eran dueños de sus textos, necesitaban una función autoral para identificarlos. En última instancia, Foucault piensa que la función del autor regula nuestro sistema de discurso, ordenado por el autor, como parte de nuestra era “burguesa”, que se caracteriza por el individualismo, la propiedad y el comercio.

La cuestión no es si Foucault et al. tienen o no razón, sino que sus argumentos enriquecen nuestra comprensión de la autoría. Hacen justicia a la increíble complejidad del mundo. Podemos aceptar o rechazar estos argumentos, pero no podemos hacer lo mismo en el sentido de que quizá la autoría no es tan simple como escribir libros, de que tanto los lectores como los escritores crean el significado y de que, en primer lugar, las sociedades al igual que los individuos son responsables de producir categorías como la autoría.

No necesitamos una teoría de la edición para emplearla como un complemento improvisado de la teoría literaria. No obstante, sí requerimos una teoría de la edición para explicar, en una coyuntura crítica, algo acerca de lo que es y hace la edición.5 En palabras del consultor editorial Mike Shatzkin (2012), “tratar de explicar la edición, o incluso entenderla, es todavía un gran reto”. Debemos seguir afrontándolo.

Éste es un trabajo de síntesis. Se basa en muchas ideas que he retomado de los analistas de la edición y que circulan en innumerables blogs, tuits, conferencias, revistas, libros y otros foros donde se discute el futuro de la industria y se plantea cómo puede responder al desafío digital. Este libro las coloca en un marco histórico y teórico más detallado. No se limita a lo que significa publicar sino a la relación entre la edición impresa y la digital, y cómo se condicionan entre sí. Estoy en deuda con importantes trabajos en una diversidad de campos: estudios sobre la edición y comentarios sobre la industria editorial, desde luego, pero también historia del libro, estudios sobre ciencias de la información, teorías culturales y literarias, estudios empresariales y financieros, historia y biografía, sociología y la extensa pero aún en ciernes literatura sobre el entorno digital. Éste es, sin duda, un estudio interdisciplinario y sinérgico. Es todavía un bosquejo, un ensayo en el sentido que daba Montaigne al término: una tentativa, parte de un debate en curso y no un análisis definitivo. Necesariamente es de largo alcance y acepto de buena gana la necesidad de hacer correcciones y revisiones de acuerdo con cada área.

Mi posición es la de investigador y practicante de la edición digital. Espero que esto me conceda tanto una visión panorámica como una detallada de los cambios que están ocurriendo en la edición.6 Al apreciar los cambios editoriales desde dentro y en ocasiones tratar de inducirlos, esta experiencia ha sido estimulante y en extremo instructiva. En sus oficinas, los editores digitales sienten la emoción y el riesgo de una nueva frontera, un viaje cuyo destino se desconoce. Quienes investigan la edición son afortunados; se trata de una industria increíblemente abierta y autorreferencial. Los editores, quizá debido a sus antecedentes académicos, están más preparados que otros para pensar, interpretar y comunicar lo que hacen, por qué y cómo. Este libro en parte consta de comentarios de la propia industria, sin —espero— aceptar a ciegas las creencias y autodescripciones cotidianas de una industria locuaz, inteligente y protectora de sus intereses. La reflexión y la conciencia de sí han sido compañeras constantes de los editores.

También evito confiar demasiado en la bola de cristal, pues consultarla a menudo es pecar de ingenuo. El futuro de la edición es uno de los temas centrales, pero eso no equivale a decir que x o y son el futuro de la misma. En el mejor de los casos, se analizan trayectorias de larga duración, algunas con ciertas probabilidades de éxito, aunque no esquivo algunas conclusiones estratégicas y prescriptivas. Como sucede con toda buena hipótesis, debe haber conclusiones verificables. Sobra decir que quienes aún buscan un análisis completo del negocio editorial, con respuestas sencillas acerca de lo que deben hacer en un mundo interconectado, sufrirán una decepción. Esto no significa que el trabajo sea inútil; sólo significa que no es útil si esperan los “10 pasos para el éxito editorial” o algo de esa índole. Si es que hay una fórmula mágica, qué daría yo por conocerla. Mi atención se centra en la longue durée: los editores como hierofantes culturales e informáticos, las grandes cuestiones sobre el comercio, la tecnología y el impacto de los medios digitales. Un sinnúmero de escritores le dicen qué hacer a los editores, y este volumen se inclina por un planteamiento más matizado y no tanto por uno puramente numérico. El análisis se concentra en lo que de manera general llamamos editores “tradicionales”. Por ejemplo, los ejecutivos en Twitter o Amazon difícilmente ven el futuro con la angustia existencial de quienes practican la “edición de árboles muertos”, como les gusta llamarla en el Silicon Valley. Creo que la edición, tanto la tradicional como la nueva, la impresa y la digital, es importante y aún ofrece un valor incalculable para el contenido, los generadores de contenido y el mundo en general. A pesar del entusiasmo y los avances de la tecnología digital, sería una gran pérdida si los editores de “árboles muertos” se convirtieran en editores igualmente muertos.

1. El problema de la edición

Imagínese una editorial. Ahí están los editores que leen manuscritos antes de debatir sobre sus virtudes en una junta de contrataciones. Tenemos el departamento de producción, el de ventas, el de mercadotecnia y publicidad; los encargados de editar, con sus correctores de pruebas, redactores, diseñadores, maquetadores y formadores de planas: el departamento de diseño con sus grandes pantallas e impresoras de color. Tenemos los mandos medios, con personal operativo, secretarias y estrategas, recursos humanos, departamento legal, equipo de soporte y mantenimiento técnico, y departamento jurídico. Hay también un ejército de colaboradores externos, desde lectores hasta quien vende café. La gran maquinaria externa de distribuidores, agentes de ventas y servicios de apoyo se oculta a la vista, y no obstante es esencial. Los límites departamentales en una editorial se han vuelto borrosos en tiempos recientes; por ejemplo, mercadotecnia y publicidad comparten responsabilidades en el manejo de las redes sociales de la empresa. Sin embargo, hay un flujo de trabajo más o menos claro, una ruta crítica que se abre camino a través de la estructura de la organización.

Un manuscrito recorre la ruta, al principio, como un tosco documento generado con un procesador de palabras. Termina como un texto completo, resplandeciente en virtud de los cuidados de muchos editores y diseñadores, disponible como un elegante ejemplar de tapa dura, con una camisa atractiva, exhibido en excelentes puntos de venta, con notas favorables en los periódicos de mayor prestigio, animadas charlas en internet y un lugar prominente y anticipado en las listas de los libros más vendidos. En algún punto de ese trayecto la obra se publicó. ¿Qué departamento, o qué persona, la publicó? Quizá se sienta la tentación de responder que fue el editor, ex officio, aunque, en realidad, dedica la mayor parte de su tiempo a limar asperezas dentro de su numeroso equipo y a cortejar a autores de renombre con grandes planes y anticipos aún más grandes; puede decirse que fue el editor, el individuo responsable de llevar el libro a la casa editorial, quien pule el texto y toma decisiones cruciales en cuanto a su presentación. Sin embargo, él no diseñó el libro, ni lo produjo ni lo llevó a las librerías o a la atención del público. ¿Necesitan los editores delegar, financiar o distribuir libros para ser editores? ¿Deben hacerlo todo, y en qué orden? ¿Es posible hacer sólo un par de labores? ¿Es necesario poseer un libro para publicarlo?

Desde luego, el asunto es que nadie publica el libro: la edición, esa extraña alquimia textual, tiene lugar a lo largo de toda la empresa y es la suma de sus actividades. La edición es esa peculiar, esquiva y sobre todo naciente propiedad de los editores. Entonces, ¿de qué clase de propiedad naciente se trata?

Antes de empezar, es menester considerar qué es la edición. Aun cuando no existía lo digital, ya había varios intentos de hacerlo. En primer lugar, por ejemplo, las definiciones y usos del término publicar cambian y entran en conflicto entre sí. En segundo, las situaciones históricas de los editores, que aún hoy se entienden como “edición”, de ningún modo pueden verse como una categoría única. En tercero, necesitamos ir más allá de la edición de libros hasta cubrir el espectro de las “publicaciones”, y cuestionar qué implica este estatus multimedia. Por último, es necesario analizar las operaciones de la edición en sí, hallar los aspectos que a menudo se consideran idénticos en todo tipo de edición, y determinar si en verdad lo son. Si se establece que estas funciones no se reducen a la edición en su conjunto, tenemos una aporía, un “hoyo negro” en el corazón de una actividad que emplea a millones de personas en el mundo entero, con una historia que se remonta a cientos, incluso miles de años. Extraña situación. Al seguir cada uno de estos hilos conductores podemos atisbar una teoría de la edición, una imposición menos extraña y difícil de manejar en tanto que se trata de un aspecto de esta área vital de nuestra vida cultural e intelectual.

¿CUÁL ES EL PROBLEMA?

Quizá los físicos de partículas necesiten una teoría de campo unificada, pero, ¿la edición? El asesor editorial Brian O’Leary sugirió algo así en la conferencia Books in Browsers, en San Francisco, cuando abogó por “una teoría de campo unificada para la edición” (véase O’Leary, 2011b). Las teorías explican el mundo al resolver anomalías evidentes. Son comprobables con base en algunos aspectos de la realidad. En primer lugar se parte de la idea de que algo necesita explicarse. Como profesión, en cierto sentido es análoga a la plomería o la enseñanza, y como industria, análoga a la automotriz o la embotelladora: no parece que la edición amerite una teoría o explicación propia. En su mayoría, las industrias o actividades comerciales se explican por sí mismas. Nadie ofrece una teoría de campo unificada de la industria embotelladora. ¿Por qué se necesitaría una de la edición?

O’Leary (2011b) elabora su teoría en respuesta a un problema nuevo: el impacto de la tecnología digital en las editoriales. Parte de la crítica al modelo de la “edición como contenedor”, en virtud del cual los editores llenan “contenedores”, o libros, con contenido, para venderlos después. En los contextos digitales, este modelo se resquebraja porque los recipientes tradicionales no funcionan en el movedizo mundo de navegadores y código; en cambio, es menester comenzar con contenido y su contexto (“la mezcla fundamental de contenido, investigación, vínculos en notas al pie, fuentes, antecedentes de audio y video, incluso los metadatos básicos que no van mucho más allá del título, todo etiquetado” [O’Leary, 2011b]). En lugar de ver el contexto como algo secundario frente a unidades físicas discretas, éste figura en un primer plano de la labor del editor cuando divulga textos a través de espacios convergentes, digitales, abiertos, libres, remezclados e interactivos. En palabras llanas, la teoría de campo de O’Leary sugiere que, con la llegada de lo digital, la que fue una industria de contenedores debe convertirse en una de contextos.

Es una buena teoría. No obstante, plantea una pregunta: ¿la edición sólo requiere una teoría posdigital? Más aún, ¿eso es en verdad una teoría? Una teoría de la edición debe explicar qué implica la labor editorial en la era digital; O’Leary explica lo que podría hacer y esboza una estrategia, pero no cuestiona si el modelo del contenedor explica a cabalidad la edición antes de lo digital. De hecho, los problemas de la edición son tan antiguos como la actividad misma.

La edición nunca fue algo sencillo. Tomemos un ejemplo, que exploraremos con más detalle a continuación. Con exactitud, ¿cuál es la diferencia entre una obra publicada y una inédita? Si reparto manuscritos entre la gente, ¿de alguna manera eso constituye una publicación? Durante mucho tiempo, ha habido separaciones entre la impresión y la edición, y, de hecho, entre las abundantes acciones que hoy se consideran básicas para la edición. La edición flota en algún lugar por encima de la producción y la divulgación de libros, pero no por encima de la impresión ni de la distribución, las ventas, el diseño, la producción editorial o la posesión de derechos, sino de una extraña amalgama conceptual de todo o nada de lo anterior. Cuanto más cerca se la ve, más se difumina la edición en una “no actividad” con límites borrosos. Si bien internet plantea un desafío existencial para la edición, incluso antes de la red la edición ya enfrentaba desafíos existenciales. No sólo necesitamos una teoría unificada de campo para la edición digital, sino para la edición en general.

En palabras de Raymond Williams (1983), publicar es una “palabra clave”. De acuerdo con él, las palabras clave son problemáticas, pues ocultan contradicciones y significados alternativos. Cultura es un ejemplo claro de palabra clave que, de manera extraña, abarca significados referentes bien al arte o a la sociedad, y que está muy conectada con ambas cosas. Si las palabras clave tienen que ver con conexiones con otras palabras clave, y en conjunto forman un compuesto, entonces consideremos algunas de las selecciones de Williams con la palabra edición en mente: estética, arte, capitalismo, trayectoria laboral, civilización, comercialismo, comunicaciones, consumidor, creatividad, cultura, culto, experto, ficción, industria, intelectual, literatura, masas, medios, mediación, popular, sociedad, tecnología, riqueza y trabajo, entre otras.

Un proyecto más reciente (Bennett, Grossberg y Morris, 2005) para actualizar la lista revela aún más asociaciones: público, celebridad, bien de consumo, ejemplar o copia, discurso, economía, educación, información, conocimiento, gerencia, mercado, red, representación, signo, texto, valor, virtual y escritura. Conectada de manera intensa e inestable, la edición suele carecer de lo que Williams denomina “esa arista adicional de conciencia” (Williams, 1983, 24). Designar edición y publicar como palabras clave no las inscribe en un mero juego lingüístico, sino que señala que esos problemas del lenguaje provienen de situaciones históricas reales. Para entender la edición, primero debemos entender su complejidad.

EL TÉRMINO EN SÍ

La palabra inglesa publish antecede a la invención de la imprenta en al menos 70 años, y más si se toma en cuenta el retraso de esa tecnología en llegar a Inglaterra. El uso más temprano registrado en el Oxford English Dictionary (OED) data de 1382 y proviene de la Biblia Wycliffite: “It is yhrd and with solempne Word puplyschid in the halle of the kyng” [Se ha oído y con solemne palabra se publicó en los salones del rey]. Los libros y productos culturales tienen menos importancia histórica que el sentido más amplio de hacer público, de declarar o de anunciar algo, un sentido más cercano a enviar un mensaje que a una industria. Otro ejemplo en el OED es de Queen Victoria, de Lytton Strachey (de 1921): “For the Queen, far from making a secret of her affectionate friendship, took care to publish to the world” [Pues la reina, lejos de mantener en secreto su cara amistad, se ocupó de hacerla pública ante el mundo]. Esto se refiere a publicar como proyectar un acto o estado emocional de forma directa; nada implica algún intermediario. La reina Victoria no sería editora en ningún sentido coloquial del término. En su mayoría, los primeros usos se referían a no ocultar algo, categorías en las que la edición difícilmente es un acto positivo en tanto que carece del sentido de mantener algo en secreto.

La palabra publish proviene del puplier anglonormando y de publier en francés medio, que con ambigüedad significan hacer público o dar a conocer, anunciar o proclamar; ambas palabras se remontan al latín puplicare, que significa hacer pública una propiedad o un lugar para disposición de la comunidad.* La historia de esta palabra se inserta en la vida pública europea. En el latín posclásico significa asimismo denunciar y tiene el sentido de “confiscar”. Roger Chartier documenta cómo la palabra significó leer una obra en público en Francia: “el significado más antiguo de publication como lectura ‘pública’ de una obra ante el príncipe, señor o institución a los cuales se dedicase” (Chartier, 1995, 33).1

Otro hilo conductor importante es institucional, por lo general relacionado con entidades eclesiásticas, jurídicas o políticas (Iglesia, ley y Estado). Así, se publicaría un testamento o un libelo, amonestaciones matrimoniales o edictos monárquicos, de una manera y con un significado que poco han cambiado con el correr de los siglos. Compare el testamento de Shakespeare tal como se registró en 1616: “Y revóquense todos los testamentos previos y publíquese éste como mi última voluntad y testamento”, con el de Robert Maxwell, citado en The Financial Times en 1992: “Yo, Robert Maxwell, residente en Heddington Hill Hall, Oxford, Inglaterra, por la presente hago, publico y declaro este anexo a mi última voluntad y testamento”. Ambos testamentos apelan a la publicación de una manera puramente institucional, fuera de la cual el uso carece de pertinencia; es decir, la institución misma supone y considera la publicación. Publicar es una acción sólo dentro de un contexto más amplio, y de este modo se aprecia en términos de un servicio o función dentro de ese contexto, algo que se refleja en la historia. Por ejemplo, en la Inglaterra moderna temprana, las publicaciones reales y eclesiásticas, desde proclamas hasta biblias, salterios y catecismos, fueron los dos monopolios más valiosos concedidos a los editores. A finales del periodo isabelino, ambos se fusionaron en la práctica en el lucrativo puesto de Impresor Real (posición que se remonta a 1541-1542), que permitía un control estricto de las publicaciones oficiales.

Sólo en el tercer nivel de la definición de publish nos encontramos con un ámbito de industria, como proceso: “preparar y emitir copias (de un libro, periódico, obra musical, etcétera) para su distribución o venta al público. También: preparar y difundir la obra (de un autor)”. Esto genera problemas interesantes, por ejemplo, entre la difusión de música (sonido) y libros (texto), así como cuestiones de procedimiento, a saber: qué implica difundir copias en un nivel mínimo. La inclusión de un autor, entre paréntesis, también es ilustrativa, pues implica que el acto de publicar es en esencia distinto del autoral, o de creación, a pesar incluso de que la relación con la autoría nos ate a ideas de individualidad y textualidad. Esta diferenciación está vigente en una forma moderna característica en Un diálogo sobre la herejía (1529), de Tomás Moro, obra escrita poco después de la era de los incunables: “Me dirijo ahora [...] al tercer comercio para publicar y colocar mi libro en la prensa por mí mismo”.

Aquí, publicar es distinto tanto de la autoría como de la venta de libros, y lo bastante distinto de escribir —en tanto que participación de autoría— como para ser notable; incluso, visto de manera explícita, es diferente de “colocar en la prensa”, lo que en ese entonces aún no quedaba claro. En un sentido muy diferente al de Strachey (1921), para Moro la publicación es algo activo, consciente e intencional, en contraste con un uso más pasivo en la tercera acepción del OED: “Hacer accesible o disponible en general, para su aceptación o uso (una obra de arte, información, etcétera): presentar al público o ante él; esp. hacer público (noticias, hallazgos de investigaciones, etcétera) mediante la prensa o internet”.

La prensa y el texto tienen privilegios tácitos. ¿Por qué debe ser así cuando la edición moderna adopta muchos más formatos?2

Sólo en este tercer nivel entra en escena la idea de un medio; a primera vista apreciamos un sentido prácticamente no mediado de edición; sin embargo, en cada paso hacia la comprensión del contenido, la mediación es fundamental. Parte del problema con “hacer público”, quizá la definición más común que se tiene de publicar3 es que no pone la mediación en primer plano: el acto de hacer público se asume casi como algo que sólo sucede, como si no requiriese un medio, o el proceso que sustenta dicho medio, en virtud del cual tiene lugar.

En un nivel básico, todos los diccionarios y definiciones son circulares; no obstante, en muchos casos la de publicar está marcada por una circularidad particularmente viciosa. Los “publicadores” publican; publicar es hacer público algo. De inmediato nos topamos con el escollo de una concepción insuficiente de “hacer público”. En su Dictionary de 1755, el doctor Johnson siguió un prototipo del argumento público cuando definió publicar como “presentar un libro al mundo”. Sentido común característico, sí, pero es una definición con la misma ambigüedad, de entrada, sobre lo que constituye “presentar al mundo”. Johnson también se atasca en una vaguedad poco útil.

He aquí un breve experimento mental: alguien escribe una novela y la deja en la banca de un parque. ¿Es una novela publicada? Digamos que se imprimen mil ejemplares y se dejan en mil bancas de otros tantos parques. ¿Y ahora? ¿O si un editor la compra, coloca miles de anuncios pero literalmente nadie compra un solo ejemplar? ¿En qué sentido se ha publicado esa obra? ¿En qué momento una carta o mensaje de correo electrónico deja de ser correspondencia privada para ser un texto público, publicado? ¿Cien o cien mil destinatarios? ¿O es absurda la idea de asignar un valor numérico a algo público, y, de ser así, qué distinción conceptual deberíamos aplicar? Si coloco el mensaje de correo electrónico en internet podemos suponer que se ha publicado, pero si nadie lo ve, ¿cómo va a ser más público que un mensaje de correo electrónico enviado a cien personas? ¿Es que acaso ser público es un estado del ser —el estado de ser público en sí— o es algo epistemológico —el estado de ser conocido, o incluso de ser conocido como público—?

Decir sin más “hacer público algo” no especifica prácticamente nada. Una manera de pensar al respecto es seguir la distinción que John Thompson (2010) plantea entre hacer una obra disponible para el público y dar a conocer una obra al público. Otra es acercarnos a la noción de público o audiencia. Sin embargo, aquí hay una barrera de argumentos acerca de lo que es un público, de dónde proviene, qué influencia ejerce, quién lo constituye y lo controla, etcétera. Teóricos sociales como Pierre Bourdieu (1996) y Bruno Latour (1993) sugieren de diferentes maneras que la idea de un “público” ha sido impuesta en el mundo, pero que no surge espontáneamente. Al afirmar que la edición se relaciona axiomáticamente con el público, creamos tantos problemas como los que resolvemos. La discusión oculta la plasticidad conceptual inherente a público, una palabra en discusión si alguna vez hubo alguna. Una definición de edición necesita un mejor concepto de lo que en realidad implica hacer público algo.

De vuelta al OED y sus acepciones de publishing, encontramos una etimología más breve y reciente: “1. La acción de dar a conocer algo públicamente; notificación oficial o pública; promulgación, anuncio público; 2. La acción o empresa de preparar y poner en circulación libros, periódicos, etcétera, para venta o distribución públicas; una instancia de esto”. En el primer punto regresamos al carácter institucional, donde la edición le compete a ciertas entidades sociales de las que depende, aunque, de forma crucial, se incorpora la idea de Thompson (2010) de dar a conocer; la recepción reviste igual importancia. Sin embargo, los productos culturales no están implicados en el primer nivel. En la segunda mitad de la definición vemos que los medios impresos aún predominan, y con una variante nueva —“empresa”— que introduce un matiz comercial explícito por vez primera. En otros contextos esto ocupa un lugar de honor,4 como en la siguiente descripción del Merriam Webster: “la empresa o profesión de la producción y circulación comercial de literatura, información, partituras o en ocasiones grabaciones o arte”. La participación comercial, la estructura gerencial y su acompañante, el riesgo financiero, son a todas luces fundamentales para esta definición, que tal vez refleje su origen estadunidense. Esta conexión capitalista contrasta con las entidades no mercantiles de la Iglesia, la ley y el Estado. Tenemos un carácter público multifacético y en conflicto.

Sin mencionar la producción, los derechos de autor, el contenido o los estilos de editar, hay un énfasis en lo público —pero sin una idea clara de lo que eso significa— y una noción de las instituciones sociales —aunque con un doble sentido que no logra iluminar ese carácter público—, las definiciones de diccionario, tanto las de origen noreuropeo como las latinas, tienden hacia una circularidad extrema.5 Estudie el diccionario lo suficiente y toda palabra tendrá un “compuesto de sentidos”, para citar de nuevo a Raymond Williams (1983). A mí me interesa la complejidad específica de publish y publishing, o sea de publicar y edición.6 Tras avanzar a través de capas de significados y residuos históricos, nos queda una buena cantidad de fricción semántica y un espécimen muy extraño.

Este análisis etimológico y lexicográfico esboza muchos de los conflictos que caracterizan a la problemática de la edición. Las herramientas estadísticas añaden un peso adicional. Pese a que reconozco sus limitaciones, el Google Ngram Viewer tiene una utilidad particular.

Figura 1.1. Usos de publish y publishing desde 1600 hasta ca. 2010

La figura 1.1 relaciona los usos de publishing, o sea “edición”, con los de publish, “publicar”, de 1600 a circa 2010. Nótense las fluctuaciones en el siglo XVII: inclusive con menos libros publicados y sin tendencias discernibles hay limitaciones para lo que esto nos revela. Publishing y publish están desfasadas. En la década de 1640, cuando se registró un gran aumento en la publicación de libros y, desde luego, agitación política por la Guerra Civil inglesa (Barnard y McKenzie, 2002; Feather, 2005), hay un enorme incremento en el uso de la palabra publish. Casi todo el siglo XVIII aparece, de manera un tanto inesperada, muy inactivo; en la era del café, en el esquema habermasiano tradicional, la esfera pública registra pocas menciones de ambos términos hasta la década de 1790, cuando se observa un auge en su uso. Esto corresponde a una segunda profusión en las novelas publicadas en el Reino Unido (Moretti, 2007),7 lo que indica una conexión entre la forma de la novela y la edición. Más o menos en esta época aparece la editorial moderna, como Thomas Longman y John Murray, a partir de otras secciones de la cadena de valor. Aunque inestables y mal definidos en el siglo XVII, la evolución estructural y la formación genérica permitieron que los términos publishing y publish entrasen en el léxico de formas que corresponden al uso contemporáneo. Son producto de las crisis del siglo XVII, a partir de sus usos institucionales. Por último, nótese que publishing supera a publish a mediados del siglo XX. ¿La industria, en su expansión, consolidación y profesionalización, devino monolítica y adquirió importancia para escritores y lectores?

Antes de la normalización de publishing y publish hay una fuerte relación entre estos términos y book, si bien el uso de este último aumenta con rapidez más o menos cuando Moretti (2007) observa la primera explosión de novelas publicadas, a mediados del siglo XVIII, para sustituir una asociación fácil entre book y publishing.

Es curioso que en la actualidad copyright se use más que publishing. El copyright, como veremos, es importante en la edición, pero parece que la desbancó incluso antes del ascenso del software de código abierto, y además internet fomentó una ola de profunda introspección. Otras formas de publicar han invadido el territorio tradicional de la edición de libros.

La historia de publishing y publish revela una actividad que, cuando se estudia con más atención, se manifiesta como un concepto proteico marcado por claras asociaciones que abarcan libros, novelas, medios impresos y medios en general, funciones públicas o de publicidad, instituciones y poder, negocios y dinero; pero estas asociaciones, en especial el área gris en torno a la idea de “hacer público algo”, permanecen ambiguas y sin explicación. Las palabras y sus usos cambian con el tiempo. Y lo hacen por buenas razones. Como sucede con las investigaciones de estas palabras clave, lejos de enterarnos de lo que es o hace la edición, nos quedamos con preguntas sin respuesta.

Figura 1.2. Usos de book y ebook

Figura 1.3. Usos de publish y copyright

CASOS HISTÓRICOS

Gracias a sus antecedentes extensos y distinguidos, cabría la tentación de afirmar que la edición en tanto que industria tiene un mayor sentido de la historia que ningún otro campo creativo. En mi experiencia, no es así. La memoria es corta; las preocupaciones actuales son de mayor importancia. Sin embargo, al examinar momentos en la historia de la edición se observa que, pese a semejanzas superficiales, nunca ha habido nada patente llamado “edición”. Aquí tomo tres ejemplos históricos en términos de la forma como se disolvieron ideas simplistas acerca de la edición.

1. Anton Koberger (1440/1445-1513)

Koberger fue un auténtico renacentista: erudito, impresor, editor, comerciante, empresario, líder cívico, lector, visionario de las preferencias estéticas y magnate regional. Nació en Núremberg, dentro de una familia que participaba en la política y, como Gutenberg, fue aprendiz de orfebre. Se encargó de la que fue quizá la imprenta más grande del siglo XV, y publicó obras de autores como Boecio, Duns Escoto, santo Tomás, san Agustín y san Jerónimo. En el siglo XV, editar e imprimir eran actividades prácticamente indistintas, con las funciones de producir un libro confundidas con la de publicarlo, si bien la encuadernación, la distribución y la venta eran por lo general actividades distintas. Koberger representó esta conjunción pero con ciertas variantes; por ejemplo, en ocasiones sólo trabajó como impresor y en otras, como editor y vendedor (o promotor de mercados). Hoy en día se le recuerda por producir uno de los incunables más importantes, el Liber Chronicarum o Crónica de Núremberg