La mejor familia - Nicola Marsh - E-Book
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La mejor familia E-Book

NICOLA MARSH

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Beschreibung

Podía ser el padre que su hijo necesitaba... y el marido que ella merecía Aimee, empresaria de éxito y madre soltera, tenía todo lo que deseaba y lo que más quería era a su pequeño Toby. Pero ahora el niño estaba enfermo y ella necesitaba a la única persona que había creído que no volvería a ver: el padre de Toby, Jed. Al abandonar a Aimee cinco años atrás, Jed había creído estar haciendo lo que debía. No había sospechado que ella estaba embarazada ni había imaginado el daño que le haría al marcharse. Ahora había encontrado a su familia e iba a luchar para recuperar el tiempo perdido.

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Seitenzahl: 217

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2006 Nicola Marsh. Todos los derechos reservados.

LA MEJOR FAMILIA, N.º 88 - julio 2013

Título original: Found: His Family

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3454-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

A Aimee Payet le encantaba el chocolate; saborear su textura cuando se deshacía en la boca, beberse su deliciosa dulzura y amasar los pegajosos pedacitos de gloria con sus dedos ágiles cuando elaboraba otra obra maestra para Pastelería Payet, el negocio que regentaba con éxito desde la muerte de sus padres, dos años atrás.

Ese día, sin embargo, ni siquiera el chocolate podía aliviar esa profunda sensación de fatalidad que se cernía sobre ella como una nube tormentosa a punto de descargar.

Miró el reloj, tal y como llevaba haciéndolo cada cinco minutos en la última hora, con el estómago cada vez más encogido a medida que se iba aproximando la hora del cierre.

Jed le había dejado un mensaje diciéndole que estaría allí a las seis; y si no había cambiado, estaría allí en punto.

Y el mundo se derrumbaría a su alrededor.

–¿Aimee?

En cuanto pronunció su nombre los últimos cinco años se desvanecieron, y su voz le hizo sentir una familiaridad que le robó el aliento.

No debía ser así. Había superado sus sentimientos, había continuado con su vida y había formado un hogar para ella y su hijo. Una vida que no incluía a Jed Sanderson, su primer amor, su amor del pasado. Una vida donde no lo había necesitado... Hasta ese momento.

Esbozó una sonrisa superficial mientras por dentro sentía un miedo horrible por lo que tenía que decirle.

–Hola, Jed. Gracias por venir.

Las palabras le salieron en tono débil, como si las oyera a través de la espesa niebla que a veces llegaba de la Bahía de Port Phillip y cubría Melbourne con su densidad verdosa.

–¿Estás bien? –le preguntó él.

No. Quería gritar que nada iba bien, y que después de que le dijera la verdad nada volvería a ir bien nunca.

Aimee vio la preocupación reflejada en sus ojos color ámbar; el color del caramelo caliente. Unos ojos que la habían cautivado desde que los había visto, años atrás.

Ojos que pronto se llenarían de dolor y rabia cuando le hablara de Toby. Y de lo que quería para él.

–Bueno, no estoy en mi mejor momento –reconoció finalmente ella mientras bajaba la vista para inspeccionarse las uñas, que se había comido hasta la cutícula gracias a la horrible noticia que le habían dado sobre Toby hacía un par de días.

–¿Por qué no te sientas y te saco algo de beber?

Al momento siguiente él había dado la vuelta al mostrador, le había agarrado del brazo y la conducía a una mesa de un rincón.

–No lo entiendes... –empezó a decir ella mientras se apartaba un poco de él y se mordía el labio de abajo para no echarse a llorar–. Necesito cerrar antes de ponernos a hablar.

–Deja que lo haga yo.

Fue a la puerta, le dio la vuelta al cartel tras el cristal y echó el cerrojo. El suave chasquido del metal resonó en su cabeza mientras se daba cuenta de pronto de su situación: estaba encerrada en la tienda con Jed, el hombre que le había roto el corazón; la persona a la que no había querido volver a ver mientras viviera. El padre de su hijo.

La gente pasaba por delante de los escaparates que iban del suelo al techo en su tienda de Acland Street, la calle más transitada de St. Kilda a cualquier hora del día o de la noche. Aimee los miró con rabia, deseando poder ser como ellos, sin ninguna preocupación en el mundo. Jed había sido parte de su pasado, y de pronto, gracias a la crueldad del destino, podría convertirse de nuevo en parte de su presente .

–Me ha sorprendido mucho saber de ti después de tanto tiempo –dijo él mientras se apoyaba contra la barra, tan apuesto con su traje de raya diplomática de diseño y su cabello rizado a la altura del cuello de la camisa, tal y como lo había llevado siempre–. Una carta urgente me pareció un tanto formal. Siendo tan urgente, podrías haber llamado.

No, imposible. El no derrumbarse después de la cita del doctor había sido ya bastante difícil sin tener que escuchar después la voz de Jed, una voz que la habría juzgado y censurado al decirle la verdad; una verdad que lo haría derrumbarse.

–No, necesitaba verte. Esto no se puede decir por teléfono.

–Me tienes intrigado.

Él sonrió, un gesto sencillo que le iluminó los ojos con calidez. Similar a lo que había sentido cuando él la había agarrado del brazo para conducirla hasta la mesa, momento en que le había trasmitido una sensación de seguridad que ella no había sentido desde que había abrazado a su padre por última vez.

Pensó en sus padres y deseó que estuvieran allí. Toby y ella los necesitaban tanto…

Cuántas veces había elevado aquella oración silenciosa desde que sus padres habían fallecido inesperadamente en una tormenta. Demasiadas veces como para contarlas y, de nuevo, llegaba sin ser anunciada.

Si sus padres hubieran estado vivos, no estaría a punto de mantener esa conversación con un hombre a quien no había querido volver a ver. Podrían haber sido donantes, tras las pruebas pertinentes, y habría habido bastantes posibilidades de que uno de ellos pudiera haber sido compatible y que todo hubiera ido bien.

En lugar de eso había tenido que contactar con Jed por pura desesperación y, aunque finalmente estaba allí, ella no tenía ni idea de si acabaría ayudándola. En una época, había creído conocerlo a la perfección.

Sin embargo, se había equivocado.

–Antes de que te desmayes, ¿quieres que te traiga un café? Entonces me podrás contar eso que te tiene tan preocupada.

Ella negó con la cabeza, pensando en lo extraño que se le hacía que Jed estuviera sirviéndole en su propio local.

–Si alguien necesita un golpe de cafeína, eres tú –dijo él mientras la miraba de arriba abajo con expresión astuta, como si pensara que fuera a desmayarse de un momento a otro.

–Me vendría bien –respondió ella, demasiado cansada como para resistirse, demasiado preocupada como para discutir.

Además, él tenía razón. Necesitaba algo que le tonificara el cerebro, que se le había quedado parcialmente obstruido desde que el médico le había dado la terrible noticia.

–¿Te importa si me tomo uno? A mí tampoco me vendría mal.

–¡Pues claro! Adelante. Lo siento, tengo la cabeza en otro sitio.

–No te disculpes. Con leche, ¿verdad?

Ella asintió, y lo observó mientras manejaba la cafetera como un profesional. Vestido así, lo imaginaba con su ejército de subordinados sirviéndole cualquier tipo de café que él pidiera a cualquier hora del día.

Y sin embargo allí estaba él, aparentemente a gusto detrás del mostrador de Pastelería Payet. La palabra «irreal» no empezaba a describir aquel extraño encuentro que estaba a punto de ir a peor. A mucho peor.

–Toma el pastel que te apetezca.

Aimee sabía que debería haberse levantado, pero de pronto era consciente de que el letargo que sentía desde hacía unos días parecía haberse cebado en ella cuando finalmente se había sentado.

Pararse no era bueno. Estar ocupado era la clave; la clave para no derrumbarse. Se trataba de no pensar en el pasado, ni en el futuro. Así era como había sobrevivido durante los últimos días, así había luchado para olvidarse de Jed y criar a su pequeño Toby, y así era como siempre había sido la fuerte de la familia.

Una familia que había sido diezmada por la tragedia, una familia que en ese momento eran sólo Toby y ella. Y Jed, si los ayudaba.

Sin embargo, en ese momento, por muy fuerte que tratara de ser, le gustaba que para variar alguien se hiciera cargo, aunque ese alguien fuera el último hombre del mundo a quien se habría acercado si hubiera podido elegir.

–Gracias, pero estoy un poco a dieta.

Se dio unas palmadas en el estómago después de dejar dos humeantes tazas de café y sonrió. Y por primera vez después de recibir el diagnóstico de Toby, Aimee también sonrió.

Su leve sonrisa le resultó extraña a su ser, como cuando había estirado los músculos durante la primera sesión de Pilates que había hecho en su vida; y sin embargo sintió que respondía. ¿Quién habría imaginado que Jed le haría sonreír de nuevo después de lo que habían pasado, de lo que se habían dicho el uno al otro al final?

Pero su sonrisa se desvaneció como había llegado. ¿En qué había estado pensando? Toby se estaba muriendo y ella estaba perdiendo el tiempo sonriéndole a Jed. Necesitaba continuar con lo que quería decirle, que era convencerlo para que la ayudara. Su momentáneo lapso tenía que deberse a la ansiedad, una reacción puramente nerviosa a una situación que amenazaba la vida de su hijo y al papel que Jed haría. Al menos eso esperaba ella.

–¿Lista para hablar?

Ella asintió y dio un sorbo de café, que le quemó la lengua. Bien, tal vez así se le quitarían las ganas de echarse a llorar sobre su hombro.

–Sea lo que sea, debe de ser algo horrible para que te hayas decidido a llamarme después de tanto tiempo.

Ella lo miró por encima del borde de la taza. Unas pocas canas en su cabello negro y las finas arrugas que surgían del borde de los ojos añadían seriedad a la cara de chiquillo que un día había amado.

Aunque había salido con chicos en la universidad, nada más poner el pie en Dunk Island y entrar en el restaurante donde le darían su primer trabajo desde que se había diplomado en pastelería francesa, se había enamorado de Jed. Enamorada de la cabeza a los pies.

Su unión había sido mágica antes de que sus sueños se hubieran desvanecido.

Dejó de pensar en los inútiles recuerdos y se dirigió a él.

–Necesito tu ayuda.

Tenía que decirlo del modo más sencillo y breve posible, del modo más directo, exponerle los hechos y apelar a su bondad; aquella bondad de la que le sabía poseedor a pesar del modo en que la había rechazado años atrás.

–¿Con qué? –hizo una pausa y la miró con aquella mirada profunda que tan sólo él sabía hacer al tiempo que su confiada sonrisa le causaba más nerviosismo–. Ya sabes que soy una persona a quien le gusta apoyar a los demás.

–Sí, claro... ¿Como por ejemplo el apoyo que me prestaste cuando terminamos nuestra relación?

¿De dónde había salido aquello? ¿Por qué su tono era tan acusador, tan rabioso, como si todavía le importara?

Él bajó la mirada instantáneamente, bloqueando la afectividad, poniéndole límites como siempre hacía cuando no quería responderle.

–Querías algo que yo no podía darte en ese momento.

–¿Que no podías o que no querías?

–Qué más da –dijo con la misma expresión obstinada que había utilizado siempre, y que despertó el mismo rencor que llevaba alimentando todos esos años.

–¿Qué más da? Supongo que ésa sería tu opinión.

Él negó con la cabeza al tiempo que adoptaba una expresión tensa.

–¿Para esto me has arrastrado hasta Melbourne? ¿Para apalearme por algo que ocurrió hace más de cinco años? ¿Que terminó hace cinco años?

–No, hay algo más.

De pronto ella se desinfló, molesta de haber permitido que él la afectara tanto. Lo que había ocurrido entre ellos había terminado hacía mucho tiempo. Lo había superado y había continuado con su vida. ¿Para qué remover el pasado sabiendo que sólo sería en detrimento suyo? Necesitaba llevárselo a su terreno, no enfrentarlo a ella.

–Dímelo.

Ella tragó saliva y levantó los ojos hacia él.

–Mi hijo está enfermo –le soltó, tratando de ahogar las lágrimas por la injusticia.

¿Por qué no se había puesto ella enferma? Ella era fuerte; podría soportarlo. Había soportado perder a Jed, o a sus padres. Ella era dura, lo había soportado. Pero Toby... El niño tenía toda la vida por delante. Su precioso niño acababa de cumplir cinco años, pronto empezaría a ir al colegio, se había metido en un programa de atletismo y tenía una alegría de vivir que la mayor parte de los días la ayudaba a sonreír y a olvidarse un rato de los problemas.

Pero cuando se había vuelto letárgico, pálido y le habían empezado a salir moretones inesperadamente en los brazos largos y delgados, ella se había dado cuenta de que le pasaba algo. Una visita al médico y unos cuantos análisis le habían confirmado que sufría una leucemia linfoblástica aguda. El tipo de enfermedad que mataba, la clase de enfermedad que su precioso e intrépido muchacho no tenía derecho a contraer.

–¿Tienes un hijo?

Él arqueó una ceja, dotando su expresión de una comicidad que no encajaba en absoluto con la situación.

Era también su hijo. Debía decírselo inmediatamente, pero en lugar de eso dio un sorbo de café posponiendo lo inevitable durante unos minutos más mientras trataba de calmarse.

¿Cómo decírselo? ¿Directamente, o poco a poco? Había ensayado aquella conversación más de cien veces desde que él había respondido a aquella oración silente. Sin embargo, en ese momento no era capaz de hablar.

–Es un niño encantador.

Alto como él, y con los ojos grandes, del mismo color caramelo que los suyos.

–Acaban de diagnosticarle una leucemia.

Hizo un gesto vago con la mano, preguntándose si lo habría pillado.

Por la expresión compasiva de su rostro, parecía que sí.

–Lo siento. Será horrible para ti.

Él estiró su brazo como para agarrarle la mano; pero Aimee se retiró como un conejo asustado, volviendo a sentir hacia él la misma desazón de siempre. Si verlo de nuevo tenía un efecto tan fuerte sobre ella, acabaría derrumbándose si a él se le ocurría tocarla para consolarla.

Él no dijo ni una sola palabra, aunque Aimee vio la sorpresa reflejada en sus ojos, y sintió pesar por lo mucho que se habían distanciado. Habían sido una pareja invencible, la pareja que había provocado náuseas a todo el mundo por su romanticismo continuo; la pareja que no podía dejar de besarse y acariciarse continuamente. La pareja eterna.

Pero, tal y como ella había averiguado del modo más duro, nada duraba para siempre.

Aspiró hondo y se lanzó por un camino sin retorno.

–Toby necesita un trasplante de médula y yo no soy compatible.

–¡Córcholis! –se pasó la mano por el cabello negro y de punta–. ¿Necesitas mi ayuda? ¿Es por dinero? ¿Necesitas empezar a buscar un donante? ¿Recaudar fondos? Puedo conseguir que la cadena de televisión ayude. Puedo...

–Necesito que tú te hagas la prueba.

Ya estaba, lo había dicho por fin, aunque hubiera sido con una especie de grito estrangulado y que Jed tuviera que echarse hacia delante para oírla bien.

–¿Yo? Pero yo no soy familiar suyo... –su voz se fue apagando, como si de pronto empezara a vislumbrar lo que ella quería decirle–. ¿Cuántos años tiene Toby?

–Cinco.

Ella alzó la cabeza y lo miró a los ojos; no estaba avergonzada de la elección que había hecho.

Si ya entonces Jed no había querido casarse con ella, ¿cómo habría podido llevar la paternidad? Los padres eran personas en las que se podía confiar, estables, como el padre sorprendente que siempre la había apoyado en todo; no los hombres que no podían ser lo bastante sinceros con sus novias como para comprometerse para toda la vida.

Lo mirara como lo mirara, había hecho lo correcto ocultándole la verdad a Jed cuando se había enterado de que estaba embarazada. Él había continuado con su vida, y ella había hecho lo mismo. Él se había convertido en el presentador más sexy de Australia; ella tenía una profesión de éxito, un negocio floreciente y un hijo que no cambiaría por nada del mundo. Toby era feliz. Ella era feliz. Y entonces Dios había ido a arrebatarles toda aquella felicidad.

–Cinco –repitió él en tono monótono, como si no entendiera–. Pero eso quiere decir...

–Es tuyo.

Ella se dejó caer sobre el respaldo y se abrazó el estómago como si quisiera protegerse, al tiempo que un sinfín de emociones se debatían en el rostro de Jed.

–¿Cómo?

–Toby es tu hijo –repitió ella, momentos antes de romper a llorar.

Desde que había visto a Jed había tenido ganas de llorar.

–Mi hijo... –pronunció Jed en voz baja, como si quisiera probar el sonido de las palabras, antes de que la ira que ella había estado esperando surgiera a la superficie con explosión fiera–. ¿Mi hijo? ¿Pero qué demonios está pasando aquí?

Capítulo 2

Jed observó a Aimee, sin apartar la mirada de su rostro ni un segundo. En cualquier momento le gritaría algo como «te lo has tragado» y se echaría a reír, con aquella risa burbujeante que tanto le había gustado años atrás; la risa que había ahuyentado todos sus problemas. Claro que entonces había tenido muy pocos.

–Mira, sé que es una enorme sorpresa, un susto... Y créeme, no te habría implicado si no estuviera desesperada, pero...

–¡Basta! Un momento.

Se puso de pie tan deprisa que la silla cayó al suelo con un golpe seco. Jed tuvo que controlar las ganas de pegarle una patada.

No sólo la mujer que en el pasado había querido más que a su vida acababa de anunciarle que era padre, sino que para colmo de males le decía que era la última persona a la que habría acudido de no haber estado desesperada.

¡Padre!

Cerró los ojos mientras la palabra se repetía en su pensamiento como un viejo disco rayado.

¿Cómo podía ser padre cuando ni siquiera sabía serlo? ¿Cuando ello sólo acabaría en desastre?

Había intentado ser un padre para Bud; pero sólo había que ver cómo había salido. Ni hablar. La paternidad no era para él. Algunos hombres no estaban hechos para toda esa responsabilidad, y él era uno de ellos.

–Jed, sé que esto es duro para ti pero por favor, intenta dejar a un lado tus sentimientos y piensa en Toby.

Abrió los ojos y miró a la mujer que llevaba cinco años mintiéndole, una mujer que, durante un segundo de locura después de leer su urgente mensaje, había creído que podía sentir todavía algo por él. Qué broma. Desgraciadamente, no le entraban ganas de reírse en aquel escenario tan extraño.

–No te atrevas a hablarme de sentimientos, porque francamente, no tienes ni idea.

–Estás enfadado –dijo ella mirándolo con sus ojos color avellana de expresión comprensiva.

Él sintió ganas de dar un puñetazo a la pared más cercana. No quería comprensión, maldita fuera. Quería respuestas, empezando por saber por qué ella le había privado de la oportunidad de saber que tenía un hijo.

–Pues claro que estoy enfadado.

Puso la silla derecha y se sentó, mientras se pasaba la mano por la cara como para borrar los últimos minutos.

–En realidad, enfadado no es suficiente para describir lo que siento. ¿Dios mío, cómo has podido ocultarme algo así?

Ella se puso pálida y levantó los ojos de mirada acongojada hacia él.

–¿Habría sido distinto?

–¿Distinto para quién? ¿Para nosotros?

Su mudo asentimiento provocó que una cascada de rizos rubios le cubriera parte de la cara; pero no antes de que él viera el brillo de las lágrimas.

Maldición, odiaba las lágrimas. Le hacían sentirse desconsolado, y en ese momento no quería sentir nada que no fuera rabia hacia ella. No merecía su compasión. No merecía el intenso y casi visceral impulso que sentía de abrazarla y consolarla.

De pronto se dio cuenta, y su furia se encendió de nuevo.

–¿Por eso empezaste a hablar de matrimonio? ¿Sabías que estabas embarazada antes de que rompiéramos y no me lo dijiste?

–¡Por supuesto que no!

Sus mejillas se sonrosaron un poco, acentuando las motas doradas de sus ojos; esas mismas motas que ella había visto brillando de pasión, de emoción.

–Entonces, ¿cuándo fue? ¿Cuándo te enteraste?

Ella se llevó la mano a la boca; y el gesto que años atrás le había parecido tan tierno, en ese momento le resultó fastidioso.

–Después de que rompiéramos. Yo ya había regresado a Melbourne y había empezado a trabajar aquí cuando me di cuenta.

–¿De qué? ¿De que estabas a punto de dar a luz a un hijo que no tenía padre? ¿De que habías tomado una decisión que afectaba a los dos sin consultármelo a mí?

–Pero no te afectaba a ti. Tú no estabas. ¡Ni siquiera ibas a estar!

Ella respiraba con agitación y tenía los ojos brillantes. Golpeó la mesa con la mano, haciendo vibrar las tazas y los platillos.

–No tienes derecho a cuestionar mi decisión. Tuviste la oportunidad de construir un futuro conmigo, de tener la vida que siempre habíamos planeado juntos, pero te echaste atrás. ¡Tú! ¡No yo! ¿Por qué iba a arriesgarme a que te echaras atrás también con mi hijo?

–Nuestro hijo –la corrigió automáticamente, pestañeando con sorpresa mientras el peso de sus acusaciones le aplastaba el corazón como una enorme losa.

Ella tenía razón. Había dejado atrás lo mejor que le había pasado en la vida, aunque no por elección propia. Había tenido que apartar a Aimee de su vida para salvarla del escándalo que habría destrozado su relación.

En aquel entonces había tomado su decisión, la única elección que le quedaba, y sin embargo allí estaba, cuestionando lo que Aimee había elegido hacer; haciéndole pasar un mal rato cuando en realidad tenían cosas mucho más importantes de las que hablar, como por ejemplo tratar de salvarle la vida al niño.

–Con esto no vamos a llegar a ningún sitio –dijo Jed mientras se tragaba la amargura que nacía de la injusticia de todo ello–. Háblame más de Toby.

La tensión se desvaneció, y Aimee se recostó con cansancio sobre el respaldo de la silla mientras en su rostro se dibujaba de nuevo aquella expresión de disgusto.

–¿Estás seguro de que estás preparado para asimilarlo?

Maldita fuera, ¿por qué clase de hombre le tenía ella? ¿Por el hombre cobarde y débil que había sido su padre? No, él no se parecía en absoluto a su querido padre, al hombre que le había costado el futuro junto a la mujer que tenía delante.

–¿Qué es lo que quieres que asimile? ¿Mi paternidad? ¿El hecho de que Toby está enfermo? ¿O que me mentiste y que jamás podré perdonártelo?

En la mirada de Aimee se reflejó una sombra de dolor, un destello de dolor intenso que le hizo sentirse culpable. Pero esa culpabilidad no le duró mucho. Sus emociones eran demasiado fuertes, demasiado intensas, demasiado destructivas como para darle cancha a Aimee.

Ella lo veía como la última opción, como a un hombre que no había merecido saber que tenía un hijo de no haber sido porque éste se encontraba en una situación de vida o muerte, y la verdad le dolía mucho y le daba ganas de contestarle mal también.

–No quiero tu perdón, quiero tu ayuda –dijo ella.

Su despecho le resultó sorprendente. Teniendo en cuenta lo pálida y nerviosa que estaba, Jed habría imaginado que se derrumbaría allí mismo.

–Eso es, estás desesperada –se burló mientras se apartaba de la mesa y se acercaba a la ventana, odiándose a sí mismo por tratarla así, pero incapaz de evitarlo al mismo tiempo.

Una necesidad profunda y perversa de castigarla lo abrumaba; un deseo irrefrenable de hacerle pagar por no haberle dicho a su hijo que tenía padre, por no confiar lo suficientemente en él.

–Lo siento –sintió la suave caricia de su mano en el brazo y se retiró con brusquedad.

Necesitaba mantener las distancias para que no le diera por hacer algo que resultara aún más inesperado, como por ejemplo salir por la puerta y no volver la vista atrás jamás.

Aunque a Aimee no le resultaría tan inesperado. Sin duda ella creería que él iba a echar a correr. Otra vez.

Miró por la ventana sin ver, fijando la vista en un niño que iba con su padre. Muchas veces había visto una escena parecida, pero jamás le había afectado como en ese momento. Tenía un nudo en el estómago sólo de pensar que tenía un hijo que no sabía nada de él; sólo de repetirse que jamás sería buen padre, que jamás haría lo que debía hacer un padre.

Aunque Aimee no le estaba pidiendo que fuera un padre para Toby. Ella sólo quería que se hiciera una prueba para ver si podía ser donante para su hijo. De algún modo, eso le hizo sentirse todavía peor.

Ignorando la tensión en el estómago, Jed se volvió hacia ella.

–Soy capaz de aguantarme la rabia. En este momento, dime lo que necesito hacer por Toby.

Ella estudió su expresión un instante, aparentemente satisfecha de lo que veía.

–De acuerdo. No tenemos mucho tiempo, así que me he tomado la libertad de concertar una cita con el médico esta tarde para que te hagan una prueba y para que le hagas todas las preguntas que quieras.

Su presunción, el asumir que dejaría todo y la ayudaría después de cómo habían terminado, lo fastidió más que nada.

Necesitaba más tiempo. Tiempo para adaptarse a la bomba que acababa de lanzarle, tiempo para poder entender la realidad de lo que significaba ser padre. Tiempo para controlar la rabia callada que le provocaba ganas de explotar de nuevo.

Sin embargo, las palabras que ella acababa de decirle fue lo que penetró aquella bruma de sentimiento:

«No tenemos mucho tiempo...»