La memoria frente al poder - Jacobo Machover Ajzenfich - E-Book

La memoria frente al poder E-Book

Jacobo Machover Ajzenfich

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La literatura cubana del exilio, en un principio rechazada por la crítica y por los ambientes universitarios, más por razones políticas que intelectuales o académicas, ha acabado por ocupar el lugar que le corresponde. A través de la obra y del itinerario vital de tres escritores exiliados -Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas-, se afirma la especificidad de esta literatura, su relación con lo que se escribía en la isla, así como sus diferencias respecto a las otras expresiones literarias de la diáspora latinoamericana.

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Veröffentlichungsjahr: 2013

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LA MEMORIA FRENTE AL PODER

ESCRITORES CUBANOS DEL EXILIO: GUILLERMO CABRERA INFANTE, SEVERO SARDUY, REINALDO ARENAS

LA MEMORIA FRENTE AL PODER

ESCRITORES CUBANOS DEL EXILIO: GUILLERMO CABRERA INFANTE, SEVERO SARDUY, REINALDO ARENAS

JACOBO MACHOVER

Aquesta publicació no pot ser reproduïda, ni totalment ni parcialment, ni enregistrada en, o transmesa per, un sistema de recuperació d’informació, en cap forma ni per cap mitjà, sia fotomecànic, fotoquímic, electrònic, per fotocòpia o per qualsevol altre, sense el permís previ de l’editorial.

© El autor, 2001

© D’aquesta edició: Universitat de València, 2001

Il·lustració de la coberta: Gitana tropical, de Víctor Manuel (1929)(Museo Nacional de La Habana)

Revisió del manuscrit original: Eva Marí Campos

Producció editorial: Maite Simon

Fotocomposició i maquetació: Inmaculada Mesa Correcció: Pau Viciano

Disseny de la coberta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9206-5

A mis amigos

Néstor Almendros,

Reinaldo Arenas,

Gastón Baquero,

Manolo Granados,

Severo Sarduy,

Pancho Vives,

muertos en el exilio

ÍNDICE

Introducción

PRIMERA PARTE

MEMORIAS DE CUBA

I.  

LA HABANA MÍTICA DE GUILLERMO CABRERA INFANTE

 

1.

El descubrimiento

 

2.

El decorado: La Habana de Tres tristes tigres

 

3.

Más allá de las apariencias

II.  

EL PERIPLO COSMOPOLITA DE SEVERO SARDUY

 

1.

Presencias cubanas

 

2.

La fascinación por Oriente

 

3.

La teoría antes de la práctica

 

4.

Retorno a la semilla

III.  

EL MICROCOSMOS PROVINCIAL DE REINALDO ARENAS

 

1.

La huida

 

2.

La huida perpetua de Fray Servando Teresa de Míer

 

3.

La huida imposible

 

4.

Después de la muerte: Antes que anochezca

SEGUNDA PARTE

TIEMPO HISTÓRICO Y TIEMPO CIRCULAR

IV.  

G. CABRERA INFANTE: LA GEOGRAFÍA COMO SUSTITUTO DE LA HISTORIA

 

1.

El lenguaje de las imágenes invisibles

 

2.

La isla eterna

V.  

REINALDO ARENAS: LA HISTORIA COMO MALDICIÓN

 

1.

La desgracia de un hombre y de un pueblo

 

2.

Las distintas facetas de la esclavitud

TERCERA PARTE

LEJOS DE LA REVOLUCIÓN

VI.  

GUILLERMO CABRERA INFANTE: DEL SILENCIO A LOS MANIFIESTOS

 

1.

La culpa inicial

 

2.

Los cuerpos del delito

 

3.

El heraldo de las malas noticias

VII.  

SEVERO SARDUY: NEGACIÓN DE LO POLÍTICO

 

1.

El arquetipo del torturador

 

2.

José Martí reivindicado

VIII.  

EL POETA PERSEGUIDO: REINALDO ARENAS

 

1.

De un desfile a otro

 

2.

Discurso del poder contra sí mismo

 

3.

Una culpa moral: la confesión

 

4.

Un exiliado contra otros exiliados

 

5.

El manifiesto

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

ANEXOS

INTRODUCCIÓN

Cuando empecé a elaborar este estudio, sabía que iba a contracorriente. Se trataba entonces de afirmar la existencia de una literatura cubana del exilio, de subrayar su especificidad y su importancia en relación con lo que se escribía en la isla, así como las diferencias con las demás expresiones literarias de la diáspora latinoamericana. Desde entonces, el contexto ha cambiado. El exilio forzado de los intelectuales latinoamericanos ya no es sino un mal recuerdo. El de los cubanos aún sigue vigente.

Esta literatura, otrora rechazada por la crítica y por los ambientes universitarios, más por razones políticas que intelectuales o académicas, ha acabado por ocupar el lugar que le corresponde. Los libros de Guillermo Cabrera Infante y de Severo Sarduy se han convertido en objeto de estudio para cierta categoría de estudiantes y de investigadores, lo cual supone un reconocimiento merecido respecto a sus obras, a la vez amenas y complejas. Cabrera Infante ha sido galardonado con el premio Cervantes. En cuanto a Reinaldo Arenas, su autobiografía ha sido llevada a la pantalla con cierto éxito de crítica y de público.

Sin embargo, para algunos, esta consagración tan esperada llega demasiado tarde. Severo Sarduy está muerto, Reinaldo Arenas también. Guillermo Cabrera Infante, por suerte, sigue vivo.

Este estudio pretendía ser, al principio, un homenaje a tres escritores en pleno auge creativo que, con el tiempo, acabaron siendo mis amigos. Con ellos tuve ocasión de conversar, de mantener correspondencia y de colaborar en múltiples ocasiones. Si todo eso me unió a ellos, me impidió al mismo tiempo llevar a cabo un análisis distanciado y objetivo de sus obras.

Aún así, más allá de la desaparición física de dos de ellos, sus obras permanecen. Y a través de ellas, son sus vidas las que se muestran al desnudo. A menudo es la muerte la que permite vislumbrar el destino trágico de esos hombres que han tratado de disimular su angustia, su condición de exiliados, bajo un humor desbordante que les servía de máscara para ocultar su más íntima realidad. Tal vez por eso sus escritos estén más vivos que nunca.

* * *

Para realizar este trabajo, decidí recurrir a una crítica temática más que a un análisis textual de las obras, pues la diversidad de los géneros abordados por los tres escritores exiliados no se prestaba a una lectura única. Encasillarlos dentro de un estilo barroco o neobarroco hubiera resultado reductor. Aunque sus ficciones integran algunas de las características propias de esas corrientes, en ellas se podría inscribir también, de una manera un tanto abusiva y lineal, casi toda la literatura cubana, de la isla o del exilio. En lo que a los ensayos, artículos y manifiestos políticos se refiere, reducirlos a un concepto único hubiese sido inadecuado y totalmente forzado.

Los tres autores comunican a menudo entre sí a través de la escritura. Sus obras constituyen un diálogo a miles de kilómetros de distancia. La intratextualidad es otra constante generalizada. Las ficciones son una respuesta a los ensayos, precisando a veces olvidos y silencios y, a la inversa, los ensayos intentan darle un contenido teórico a algunas de las ficciones. Paulatinamente, las fronteras entre ensayo y ficción se van diluyendo y mezclando, así como, en ciertos casos, literatura y política o, más bien, elaboración literaria y panfleto.

En las condiciones en que fueron escritos, corregidos, censurados o perdidos, antes de ser por fin publicados, sus libros son el resultado lógico de una elaboración errática a menudo retocada. Por eso era necesario encauzar el análisis a través de esa evolución, al menos en lo que permaneció tangible, sin recurrir por ello a una crítica genética pura, válida si se hubiese tratado sólo de uno de ellos, imposible al querer encontrar puntos comunes entre los tres.

Un análisis sociocrítico también era inadecuado pues la mayoría de sus obras, aunque estén inscritas dentro de un contexto político único e identificable hasta el más mínimo de sus detalles, buscan alcanzar una universalidad que vaya más allá de la isla en cuya cuna nacieron. No obstante, el estudio del contexto es indispensable para lograr comprender las condiciones de la creación de sus textos y su verdadero alcance.

Así, el análisis literario atravesará la historia sin olvidar por ello la problemática del compromiso político ya que, sin lugar a dudas, lo político es a menudo consecuencia de la actividad creadora y no al revés.

Por los temas tratados, esos tres escritores se encontraron en el ojo de un ciclón que los superaba, confiriendo a sus escritos otra dimensión, ya fuera paródica o subversiva.

La memoria de un mundo desaparecido es el material básico de esa literatura. La búsqueda de un tiempo pasado es su meta. Los escritores cubanos exiliados han reivindicado su voluntad de recuperar aquel universo del que fueron despojados o que prefirieron abandonar. Pero lo que determinó sus vidas y las circunstancias en que fueron escritos sus libros fue la revolución. Resulta impensable ocultar la dimensión política pues es parte integrante de su literatura y de la personalidad de cada uno de ellos.

El exilio a posteriori determinó el alcance simbólico y ético de su creación literaria, así como de sus declaraciones públicas. La literatura publicada dentro de la isla al mismo tiempo no tenía ni podía tener características parecidas. El exilio condicionó el sufrimiento individual frente al entusiasmo colectivo. Pero, antes que nada, supuso la primera condición para escribir y pensar libremente.

* * *

En junio de 1961, tras una serie de encuentros en la Biblioteca Nacional de La Habana con los intelectuales cubanos, Fidel Castro pronunció la famosa sentencia, que se iba a convertir en la definición de la política cultural oficial: «Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada».1

Esas reuniones con los intelectuales eran el resultado de la polémica provocada por el documental P.M., de Orlando Jiménez-Leal y de Sabá Cabrera, el hermano de Guillermo Cabrera Infante, un corto que celebraba La Habana y la noche sin la más mínima referencia a la nueva moral instaurada por el régimen. La película fue prohibida. El suplemento cultural del diario Revolución, Lunes, que se veía envuelto en medio de la tormenta por la personalidad de su director, Cabrera Infante, y de sus colaboradores, así como por su línea política heterodoxa, fue definitivamente clausurado. En su discurso, Fidel Castro justificaba la censura contra P.M. Para que las cosas fueran aún más claras, volvía a repetir prácticamente las mismas palabras con un ligero matiz, una precisión importante pero apenas perceptible (nada se transformaba en ningún derecho), dirigida hacia los escritores y artistas que lo estaban escuchando: «¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas revolucionarios? Dentro de la revolución: todo; contra la revolución ningún derecho».2

Aquel año fue el de todas las definiciones, por ejemplo la del carácter socialista de la revolución, y de numerosas prohibiciones. A partir de entonces, los escritores, artistas y creadores en su conjunto iban a tener que tomar posición a favor o en contra de la doctrina política vigente, sin la más mínima posibilidad de crítica. Diez años más tarde, en 1971, estallaba el «caso Padilla».

A raíz de la publicación de su poemario Fuera del juego en 1968, Heberto Padilla fue objeto de ataques de una violencia extrema, sobre todo por parte de Lisandro Otero y de Leopoldo Ávila (seudónimo de José Antonio Portuondo), este último publicado en la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Verde Olivo, lo que equivalía a una condena oficial y a una seria advertencia para los que tuvieran la tentación de seguir por el mismo camino. Padilla había sido galardonado con el premio Julián del Casal, atribuido por un jurado en el que figuraba, entre otros, José Lezama Lima. En un principio, los ataques iban dirigidos contra Guillermo Cabrera Infante, quien ya se encontraba en el exilio, y contra Antón Arrufat, quien siguió permaneciendo en la isla. En 1971, Padilla fue encarcelado en la sede de la Seguridad del Estado, en Villa Marista, de la que sólo salió para pronunciar una terrible autocrítica pública en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) ante una asistencia compuesta por los principales intelectuales cubanos. El acto provocó un enorme escándalo internacional, que tuvo como punto de partida la protesta colectiva publicada por el diario Le Monde el 9 de abril de 1971 y firmada, entre otros, por Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Carlos Barral, Italo Calvino, Julio Cortázar, Jean Daniel, Marguerite Duras, Hans Magnus Enzensberger, Carlos Franqui, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, André Pieyre de Mandiargues, Alberto Moravia, Maurice Nadeau, Octavio Paz, Jorge Semprún y Mario Vargas Llosa. Algunas de esas firmas, sobre todo las de Julio Cortázar y de Gabriel García Márquez, desaparecieron del conjunto en el momento de la publicación de un segundo texto sobre el caso, publicado el 21 de mayo de 1971 en el diario Madrid.

Los que no habían entendido desde el principio el alcance de la advertencia inicial tuvieron que soportar las consecuencias de una represión radical de la libertad de pensamiento y de escritura.

El aviso, sin embargo, no constituyó la señal de partida para todos. Severo Sarduy se había ido de Cuba en 1959, mucho antes de las «Palabras a los intelectuales» de Fidel Castro. Guillermo Cabrera Infante esperó para hacerlo hasta 1965. Reinaldo Arenas, por su parte, solamente pudo abandonar la isla mucho más tarde, en 1980, de manera casi clandestina, aprovechando el éxodo masivo del Mariel. La relación respecto a la isla y al exilio no es la misma para esos escritores. Sarduy sólo vivió los prolegómenos de la experiencia castrista. Cabrera Infante fue uno de los principales representantes de la intelligentsia oficial antes de volverse uno de los portavoces de la disidencia. En cuanto a Arenas, fue casi siempre un marginal. Su existencia implicaba de por sí un cuestionamiento de la moral del régimen.

Él fue el único de los tres en conocer las cárceles castristas. En efecto, después de un período de entusiasmo hacia la revolución, fue víctima de un ostracismo feroz. Su rebelión desenfrenada lo llevó a tener que asumir cierta marginalidad, incluso en Estados Unidos, por su intransigencia frente al régimen y a algunos sectores del exilio que, a su parecer, mantenían cierta complacencia con el castrismo.

Una vez fuera de Cuba, los tres siguieron por caminos diferentes. El primero en irse, Severo Sarduy, se integró enseguida a los movimientos literarios de la vanguardia de su país de adopción, Francia. Guillermo Cabrera Infante, tras una breve estancia en Madrid, encontró en el exilio londinense la vía para conservar un contacto con los medios cinematográficos, ya que el cine fue (y sigue siendo) la primera de sus pasiones. Reinaldo Arenas, aunque hubiera decidido fijar su residencia en Nueva York, siguió ligado al epicentro del exilio cubano, Miami, y a la generación que se había exiliado hacia la Florida al mismo tiempo que él. Fundó, por cierto, una pequeña revista con un título emblemático, Mariel, marcando de esa manera una comunión política e intelectual con un movimiento colectivo de cubanos que huían de la isla en el mismo momento y por los mismos medios.

Lo que une a los tres escritores es más fuerte que lo que los separa. El exilio, más antiguo o más reciente, es lo primero que los caracteriza a todos. En realidad, no es más que la continuación de una larga tradición cubana, que incluye desde José María de Heredia hasta José Martí. Pero esta vez, el destierro es masivo, prácticamente forzado. La única alternativa entre el exilio y el silencio (la represión) es la sumisión, el canto épico siguiendo las directivas culturales del Partido Comunista. Algunos escritores, entre los más importantes, eligieron esa solución, creyendo de esa manera conservar lo esencial, su obra creativa anterior, o poder participar de lleno en el proceso revolucionario.

Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas no siguieron por ese camino. Prefirieron el individuo a la masa, la escritura en libertad a la cultura teledirigida, la marginalidad, el no-reconocimiento o inclusive la prisión a los puestos oficiales confortables. De hecho, fueron relegados hacia los límites de un exilio que veía la revolución cubana como un modelo, el lugar de convergencia de numerosos refugiados que huían de las múltiples persecuciones que se producían en otros países latinoamericanos. Resulta extraño constatar cómo ciertos exiliados decidieron apartarse de otros exiliados, al defender al poder revolucionario cubano en lugar de solidarizarse con sus víctimas. El exilio no fue una patria común para los cubanos y los demás fugitivos latinoamericanos.

En un principio, la presión a favor del castrismo era tan importante que los exiliados cubanos se vieron obligados a guardar silencio para no ser objeto de toda clase de anatemas y para poder publicar su literatura fuera de Cuba. Las editoriales, particularmente en España, estaban entonces en su mayoría identificadas con la causa revolucionaria.

Uno de los ejemplos más claros fue el de Carlos Barral, propietario de la editorial Seix-Barral, la más adelantada en cuanto a la publicación de las principales novelas del boom latinoamericano, quien proclamaba a los cuatro vientos su simpatía hacia la revolución cubana. En 1969, Guillermo Cabrera Infante escribía al respecto: «Carlos Barral leyó mi entrevista para escribirme una carta que quiere ser insultante y es solamente torpe. Más que torpe, ebria de celo revolucionario».3

En ese sentido, la concesión del premio Biblioteca Breve a Cabrera Infante quizás se deba a un malentendido. El manuscrito presentado al premio en su primera versión, bajo el título de «Vista del amanecer en el trópico», se inscribía como la continuación en línea recta de Así en la paz como en la guerra, con sus viñetas realistas y revolucionarias. La versión publicada en 1967, Tres tristes tigres,4 entraba en contradicción radical con esa tendencia. Resulta lícito, pues, preguntarse cuál de esos dos libros fue premiado. Eso explica, en parte, el importante retraso (tres años) que experimentó la publicación de Tres tristes tigres.

Hasta el estallido del «caso Padilla», los escritores latinoamericanos, con contadas excepciones, demostraron una fidelidad sin límites frente a las instituciones culturales de la isla, firmando innumerables manifiestos que tenían muy poco que ver con la literatura. La vía había sido trazada por Jean-Paul Sartre, acompañado por Simone de Beauvoir, en el transcurso de su viaje a la isla, en 1960. El filósofo le había otorgado un certificado de buena conducta a Fidel Castro y a los demás dirigentes revolucionarios. Retomadas por la prensa, sus declaraciones fueron adoptadas como reglas indefectibles por los intelectuales cubanos y latinoamericanos. No podía existir una verdadera literatura si no iba acompañada por un compromiso radical y a toda prueba. En relación con aquella posición generalizada, Guillermo Cabrera Infante declaraba: «Ya bastante difícil se hace todo para un exilado, y más todavía para un exilado cubano, y más para un escritor que es a la vez un exilado y un cubano».5

La dificultad provenía de la soledad y de la percepción del exilio cubano como un exilio ilegítimo. «Nadie escuchaba», declaraba uno de los testigos convocados por Néstor Almendros y Jorge Ulla en un documental que lleva ese mismo título, filmado en el exilio en 1988.

Poco antes, en 1984, el mismo Néstor Almendros había rodado con Orlando Jiménez-Leal, también en el exilio, otro documental sobre la represión contra los homosexuales y los intelectuales, titulado Conducta impropia, en el que Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, entre otros, brindaban sus testimonios. Algunos fragmentos de otros testimonios fueron retirados de la versión final de la película, entre ellos el de Severo Sarduy, publicado íntegramente en la sinopsis del documental. Se trataba en realidad de una interpretación psicoanalítica, bastante alejada de los objetivos políticos del documental: «Una revolución –valga la “hipótesis de trabajo”, como se dice– es como un psicoanálisis».6

Sarduy proponía, sin embargo, una crítica bastante radical de la represión sexual llevada a cabo por el régimen: «El estallido de la revolución instauró una imagen moralizante y seminal del macho; el héroe reproductor, el fecundador mítico, blandiendo un código de prohibiciones y de permisividades –muy pocas– que era, apenas traspuesto, el del cristianismo más rancio».7

Fue una de las pocas tomas de posición públicas de Severo Sarduy sobre la situación imperante en Cuba.

Durante los primeros años del proceso revolucionario, la opinión pública internacional no parecía muy atenta a lo que ocurría dentro de la isla, confiando más en las proclamas de los dirigentes del régimen que en las declaraciones de los intelectuales disidentes. Hay que señalar que, a veces, el discurso de ciertas voces del exilio, tanto por su simplismo como por su vehemencia, parecía calcado sobre el discurso oficial en cuanto al tono, aunque fuera todo lo contrario de éste. En plena guerra fría, el anticomunismo de la oposición cubana no admitía demasiados matices.

Por otro lado, la extrema concentración de los exiliados cubanos en la Florida no facilitaba la recepción de sus declaraciones políticas. Resultaba fácil, en efecto, criticar la influencia americana supuestamente ejercida sobre ellos y denunciar al que pretendiera criticar la revolución como un simple «agente de la CIA». Probablemente fuera ésa una de las razones que empujaron a Guillermo Cabrera Infante y a Severo Sarduy a elegir Europa como lugar de residencia. El aislamiento podía resultar benéfico, tanto para su creación literaria como para su credibilidad política.

Por eso las primeras declaraciones públicas de Cabrera Infante a la revista argentina Primera Plana produjeron un impacto tan grande. El escritor no podía asimilarse a una oposición que hiciera «el juego del imperialismo» o el de la anterior dictadura, la de Fulgencio Batista. En efecto, Cabrera Infante era considerado, antes de su ruptura, como uno de los jóvenes intelectuales con mayor porvenir dentro de la revolución. También había tenido que enfrentarse a una censura estúpida bajo Batista.

Uno de sus primeros cuentos, publicado en la revista Bohemia en 1951, «Balada de plomo y yerro», le había costado una convocación de la policía porque contenía obscenidades en inglés. Cabrera Infante fue condenado a pagar una multa y a dejar de publicar en la revista por un tiempo.

Él no fue el primero en adivinar la evolución represiva de la política cultural del castrismo. Otros la habían denunciado antes. Entre los exiliados de la primera hora, figuraban la cantante Celia Cruz, la antropóloga Lydia Cabrera, el poeta Gastón Baquero, el escritor Lino Novás Calvo, el director de Bohemia, Miguel Angel Quevedo, el cineasta Néstor Almendros y muchos más, que nunca creyeron en la revolución hasta el punto de cegarse voluntariamente.

Pero, proveniente de Europa por parte de un intelectual otrora considerado como «progresista», ese grito de alarma produjo un efecto considerable. Además, ciertos intelectuales latinoamericanos, reagrupados alrededor de la revista Mundo Nuevo, que se publicaba entonces en París, empezaban a tomar distancias en relación con la política cubana. Cabrera Infante acababa de abrir una brecha importante en el seno de una opinión casi monolítica.

Y eso que la crítica de esos escritores al régimen castrista era sólo, al principio, una crítica velada, apenas perceptible para el lector profano, al menos en lo que concierne la obra literaria en sí. Cabrera Infante afirma: «No hay libro más apolítico que Tres tristes tigres».8

Sin embargo, analizándola más profundamente, esa afirmación no es válida ni para Tres tristes tigres ni para De donde son los cantantes ni para El mundo alucinante. Esas novelas incluyen a veces simples alusiones, a veces alegorías más o menos claras de la opinión de Cabrera Infante, de Severo Sarduy o de Reinaldo Arenas acerca de la revolución cubana. Sólo que, en una especie de rechazo del compromiso sartriano, solamente aplicable en sentido único durante los años 60, se niegan a aceptar la preeminencia de lo político sobre lo literario. Lo político cubre un terreno independiente, implica otra forma de escritura, el artículo o la sátira. Pero, a medida que pasa el tiempo, las interconexiones se vuelven inevitables. Incluso puede ocurrir que la denuncia de la represión se sustituya a la ficción. Hasta el silencio puede ser una alternativa, como fue el caso para Severo Sarduy. Se puede hablar, en ciertos casos, de un arte de lo no dicho, de la elipsis, del silencio.

En privado, el sentimiento de todos esos exiliados era similar y su oposición al castrismo se fue radicalizando a medida que transcurría el tiempo y que la situación en la isla permanecía inmutable. La ficción era sólo una faceta de su actividad literaria. El ensayo, discretamente teórico o abiertamente político, iba a ocupar un lugar cada vez más importante en su obra.

Octavio Paz decía que el verdadero poeta era aquél capaz de mirarse a sí mismo y de aportar una mirada original sobre su propia creación. En ese sentido, Cabrera Infante, Sarduy y Arenas se podrían incluir en esa definición, ya que sus creaciones son constantemente revisitadas, reescritas bajo una u otra forma. Una recopilación de artículos o de viñetas se puede transformar en ensayos, una teoría científica sobre el Big Bang puede volverse un poemario, una autobiografía puede retomar, bajo una forma más directa y, en apariencia, más realista, todo lo que aparecía como ficción en las novelas anteriores.

Existe una gran diferencia entre Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, por un lado, y Reinaldo Arenas, por otro. Los dos primeros, exiliados desde los primeros años de la revolución, estuvieron en contacto permanente con todas las teorías literarias, rechazándolas a veces con un simple juego de palabras (Cabrera Infante) o usando de ellas sin ningún límite hasta llegar a ser, en ciertos momentos, prisionero de ellas (Sarduy). Por su parte, Arenas surge, por así decirlo, por «generación espontánea». Sus ficciones no obedecen a ningún esquema preestablecido. Se pueden notar ciertas convergencias en el estilo, algunas variantes del barroco o del neobarroco inherentes a la casi-totalidad de la literatura cubana, sobre todo en la necesidad de construir múltiples volutas antes de llegar al centro, al meollo del relato. Pero lo que forja la esencia del conjunto, de esos escritores tan distintos entre sí, es una imposición externa, un estado, que determina de manera parecida su relación con la geografía y con la historia, su recorrido personal e, inclusive, su concepción de la escritura.

El exilio brinda ese punto de vista común, ese conjunto coherente. El exilio determina su práctica de escritura. El exilio condiciona la memoria, única forma de conservar la tierra, la del nacimiento, la de la lengua materna, meros recuerdos de una vida anterior.

La memoria se propaga por caminos enrevesados. Por fragmentos, como si fuera indecente decirlo todo, contarlo todo. La nostalgia, utilización de los sentimientos con fines de reconocimiento por los demás, debe quedar rezagada. Si no queda más remedio, resulta más sencillo permanecer confinado en una soledad orgullosa. Para lograr vencer la incomprensión, el escritor debe proceder con medias tintas, mostrar solamente un aspecto de la realidad, el aspecto que, a primera vista, aparece como el más alejado del cataclismo político que provocó la salida, el éxodo colectivo e individual. El centro, el punto de partida, acabará por verse, pero después de una larga iniciación, una preparación sicológica indispensable para dar a conocer su propia verdad. Mientras tanto, otros paisajes, otros idiomas, otras formas de escritura habrán sido asimilados. El universo cubano ya no es un terreno virgen. Al contrario, está contaminado por influencias ajenas que impiden cualquier espontaneidad por parte de los exiliados más antiguos. La memoria, por tanto, requiere una prodigiosa elaboración. Necesita eliminar o integrar la otra realidad, la vida cotidiana en el extranjero. Finalmente, si tiene algún sentido hablar de barroco, sería el de dar innumerables vueltas para llegar a los fundamentos. De ahí un sentimiento de culpabilidad inconfesada.

El exilio cubano es absolutamente distinto, en lo que concierne a su recepción, de los demás exilios latinoamericanos. La desconfianza en relación con los fugitivos del régimen castrista era (y todavía es) la norma. Los exiliados de las dictaduras del sur del subcontinente, por ejemplo, rechazaban sistemáticamente a los que huían de Cuba, ya que apoyaban políticamente al régimen que los exiliados cubanos denunciaban.

Hacia fines de los años 80, sin embargo, algunos exiliados de otros países latinoamericanos analizaban tímidamente sus propias ilusiones en relación con la situación en Cuba, que siempre les parecía mejor que su propia dictadura. El chileno José Donoso, en su novela El jardín de al lado, adoptaba una mirada más irónica sobre el exilio de sus compatriotas: «los chilenos fuimos los héroes indiscutidos, los más respetados testimonios de la injusticia, los protagonistas absolutos en el vasto escenario de una tragedia que incumbía al mundo entero».9

Al mismo tiempo, en un libro impregnado de nostalgia complaciente, Primavera con una esquina rota, el uruguayo Mario Benedetti hacía participar a uno de sus personajes en las manifestaciones de repudio contra los miles de cubanos que se habían refugiado en la embajada del Perú en 1980: «Con voz estentórea y crudo acento montevideano, hacía vibrar una de las consignas que aquella jocunda multitud coreaba: “¡Pin, pon, fuera, abajo la gusanera!”».10

Frente a ese rechazo ímplicito o abierto (a menudo recíproco), los exiliados cubanos preferían identificarse con los que provenían de Europa del Este ya que, aunque su realidad geográfica fuera lejana, sus razones políticas les parecían infinitamente más cercanas. La problemática de Solzhenytsin, de Joseph Brodsky, de Milan Kundera, les resultaba muy parecida a la suya.

El centro de esos exiliados cubanos dispersos por Europa o por Estados Unidos es La Habana, aunque ni Guillermo Cabrera Infante ni Severo Sarduy ni Reinaldo Arenas hayan nacido en la capital. La Habana, a la vez paraíso e infierno, lugar propicio para la realización de las ambiciones intelectuales y también sinónimo de frustración, deberá ser abandonada, luego de conquistada. La ciudad será entonces objeto de un eterno retorno, nunca físico, más imaginario que real.

Cabrera Infante es el único en intentar captar la realidad por medio de constantes y difíciles ejercicios de la memoria, haciendo de La Habana una obsesión literaria de cada instante. Sarduy, en De donde son los cantantes, recrea una extraña Habana, una ciudad cubierta de nieve donde las balas surgen de todas partes. En Viaje a La Habana, de Reinaldo Arenas, es una urbe del futuro, de ciencia-ficción, a la que el protagonista regresa durante el siglo XXI. Curiosamente, todas esas recreaciones literarias parecen más cercanas a lo real que la propia realidad. Nada ha cambiado. O, mejor dicho, el tiempo se detuvo en el preciso instante de la salida, como en la foto de Jessie Fernández que ilustra la cubierta de La Habana para un Infante difunto. El exilio es también el culto al pasado.

Este trabajo no pretende ser un análisis exhaustivo sobre la literatura cubana del exilio. Algunos temas u obsesiones, algunos recursos estilísticos son comunes a esos tres escritores. Pero es difícil reagruparlos en una única denominación común que los encerraría en un marco demasiado estrecho. La unidad, un término del que desconfiaba, por peligroso, Octavio Paz, está presente en un destino común, el que los reunió a todos ellos antes de la muerte: el exilio, siempre.

1. Fidel Castro: «Palabras a los intelectuales» (junio de 1961), en La Revolución Cubana, México, D.F., Era, 1972, p. 363.

2. Ibidem.

3. G. Cabrera Infante: Mea Cuba, Madrid, Plaza y Janés/Cambio 16, 1992, p. 35.

4. G. Cabrera Infante: Tres tristes tigres, Barcelona, Seix Barral, 1967, p. 233.

5. Entrevista con el autor. Anexos, p. 229.

6. Néstor Almendros y Orlando Jiménez-Leal: Conducta impropia, Madrid, Playor, 1984, p. 135.

7. Ibidem.

8. Entrevista con el autor. Anexos, p. 232.

9. José Donoso: El jardín de al lado, Barcelona, Seix Barral, 1981, p. 32.

10. Mario Benedetti: Primavera con una esquina rota, Madrid, Alfaguara, 1982, p. 63.

PRIMERA PARTE

MEMORIAS DE CUBA

I.   LA HABANA MÍTICA DE GUILLERMO CABRERA INFANTE

El gran descubrimiento de mi vida fue la ciudad de La Habana. No solamente descubrí un cosmos, descubrí un hábitat y descubrí un mundo particular. Para mí eso fue decisivo.1

Fascinación de un adolescente que descubre, junto con la ciudad, una nueva forma de vida, nuevas costumbres, la música y la noche, y que hace suyo un lenguaje propio de la capital, operando una fusión casi total con ella, mucho antes de la ruptura definitiva causada por el exilio.

La Habana es el mito por excelencia, ya que es el lugar en el que todo está permitido, el lugar de la emancipación, un jardín de Edén donde se produce una verdadera explosión de los sentidos. La presencia de la ciudad se insinúa una y otra vez, sirviendo de marco a todas las locuras verbales. Es el decorado natural de la errancia de los personajes, que buscan en la noche la justificación de su existencia, de sus interrogaciones y de sus deseos.

Pero también existe La Habana vista desde el exilio, «ciudad-fantasma»2 o paraíso perdido, magnificada por la memoria, lejos del presente y de las presiones políticas. ¿Cómo recrear una ciudad mítica si no es mitificándola cada día más, convocando todo lo que los sentidos lograron conservar, arrebatándoselo a la distancia y a las barreras del olvido?

Entre esas visiones de una misma ciudad, la barrera es frágil, casi inexistente. Las superposiciones son permanentes y, a veces, resulta imposible distinguir lo que deriva de una reconstrucción imaginaria de lo que no es sino la recreación de una realidad experimentada. La escritura de G. Cabrera Infante es un constante vaivén entre esas distintas focalizaciones.

1. EL DESCUBRIMIENTO

Subí, subimos, lo que era para mí entonces suntuosa escalera. Era la primera vez que subía una escalera: en el pueblo había muy pocas casas que tuvieran más de un piso y las que lo tenían eran inaccesibles. Este es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol.3

Para el narrador de La Habana para un Infante difunto, la llegada a la ciudad significa, antes que nada, un ascenso. Ascenso personal antes que colectivo. La afirmación del yo aparece en primer lugar. La conciencia de pertenecer a un conjunto, a un grupo familiar, sólo se menciona en segundo lugar, casi con desgana, como vuelta a la realidad de ese preciso momento. Lo que aquí se expresa es una sensación única, individual. El resto, el contexto, es accesorio.

El descubrimiento de La Habana se desarrolla como en un cuento de hadas, pero un cuento en el que el palacio encantado es reemplazado por el decorado menos fastuoso de lo que va a ser «la casa de las transfiguraciones».4 La visión inicial sigue intacta, por lo menos a los ojos del adolescente provinciano que sube por primera vez la escalera.

Ascenso desde el pueblo natal, situado en la provincia de Oriente, a la capital, deseo de ascenso social también, sin duda. Pero aquí se trata de un sentimiento inconfesable, a causa del compromiso político y social de los padres del narrador (y del autor), su militantismo comunista.

En La Habana para un Infante difunto, apenas se menciona el contexto político, salvo en la descripción del universo familiar y del de los amigos que rodean a los padres. De ahí las precisiones sobre la adhesión política de la madre, quien ejerce cierta atracción física sobre otros militantes.

Era uno de los guajiros que mi madre en su celo de ganar prosélitos había convertido al comunismo, pero yo me temía que estaba en La Habana no por cuestiones de partido sino detrás de mi madre, que era entonces una belleza comunista.5

La visión del padre es diferente. Éste es a la vez el representante de la ortodoxia comunista y su víctima, por la condición material miserable que padece por imposición del partido.

... la afrenta de la ignominia a que era sometido mi padre a diario, él preso político por la causa comunista, creyente en Marx y en Engels y en Lenin y hasta en Stalin, disciplinado hasta la obediencia ciega, devoto hasta parecer humilde y militante hasta ser indiscernible en las filas del partido– es esta calidad partidaria que hacía que no repararan en él: era tan buen comunista que había logrado hacerse invisible.6

El compromiso ideológico de los padres sólo tiene una importancia relativa. A pesar de la mirada a veces irónica, a veces indignada, del narrador, todo queda subordinado a las peripecias sexuales, que son las únicas que cuentan en esta novela. Cabrera Infante establece una jerarquía precisa de los distintos aspectos de la realidad: el erotismo y la miseria son más importantes para el adolescente que los problemas políticos.

Las condiciones materiales son sumamente precarias. El «solar»7 (término derivado del de la antigua «casa solariega»,8 que ya no designa en absoluto la misma realidad) de La Habana Vieja resulta ser una versión degradada del palacio de los cuentos de hadas.

El elemento fundamental, el que desencadena los mecanismos de la memoria, el «recuerdo inaugural», como la «madeleine»9 de Marcel Proust, es la «escalera». La memoria trabaja en función de tres niveles sucesivos. El primero, el que queda grabado más allá de la realidad, se apoya en la visión de la «suntuosa escalera». No hay descripción en ese primer momento, sólo una impresión de grandeza y de belleza, casi de magnificencia y de gigantismo. Es la voluntad de sublimar lo real, de escaparle a un marco que, más tarde, se irá volviendo, por momentos, sórdido. El segundo es más explicativo y, al mismo tiempo, más sucinto. La «suntuosa escalera» se vuelve, simplemente, la «escalera». La sensación majestuosa se explica por contraste, ya que se trata de una novedad desconocida en el pueblo. El tercero, por fin, se vuelve más descriptivo («unas escaleras con escalones de mármol») a medida que la visión inicial va tomando cuerpo, apropiándose los detalles de la realidad, y se va precisando junto con el desarrollo progresivo de la memoria. En la obra de Cabrera Infante, las descripciones detalladas son pocas. Lo que importa son las sensaciones o las palabras que sirven para recobrar el pasado desaparecido.

La «escalera» es el único elemento recurrente, que se repite de manera casi obsesiva al inicio del relato, más que la ciudad, más que las mujeres, más que el lenguaje. Puede conducir a un lugar desconocido, al cielo, al paraíso o al infierno. En todo caso, es la espina dorsal del primer contacto, la vía elegida para la iniciación. El término aparece mencionado en múltiples ocasiones desde el principio de la novela.

Así mi verdadero recuerdo habanero es esta escalera lujosa que se hace oscura en el primer piso (tanto que no registro el primer piso, sólo la escalera que tuerce una vez más después del descanso) ...10

Más tarde, después de una larga vuelta por distintos lugares de La Habana y de varios vaivenes entre pasado y presente, la visión inicial, punto de arranque de la memoria y del relato, surge otra vez. Aquí cumple la función de resumen, a la vez punto de partida y de llegada, como si se tratara de un relato o, más bien, de una descripción, circular.

... el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca...11

La intención de Cabrera Infante es diametralmente opuesta a la de un Alejo Carpentier. En «La ciudad de las columnas»,12 Carpentier comienza su descripción de La Habana por una cita de Alexander von Humboldt, de principios del siglo XIX. Cabrera Infante, por su parte, da comienzo a su relato sin necesidad de referencias históricas. Su relación con la historia se manifiesta por un absoluto rechazo, al contrario de Carpentier, quien ve en la historia la culminación de la condición humana y en la historia latinoamericana un microcosmos de la historia universal.

En el plano arquitectónico, tampoco se trata de describir las maravillas coloniales de La Habana Vieja sino su aspecto menos presentable, «esa institución de La Habana pobre, el solar».13 La Habana de Cabrera Infante (al menos la de esta novela, ya que la de Tres tristes tigres ha creado una verdadera mitología nocturna) no forma parte de ningún circuito turístico. Es sobre todo sensual, su recuerdo se refiere exclusivamente a los sentidos, lejos de cualquier tipo de erudición, arquitectónica o histórica, sistemáticamente dejada de lado. La memoria, para ser lo más fiel posible, debe aparecer liberada de cualquier conocimiento superfluo, si no, correría el riesgo de ser una reconstrucción puramente intelectual, de volverse artificial. Por eso la mirada del narrador es interior. Asume su propia subjetividad sin la más mínima interferencia, sin ninguna necesidad de demostración fuera de la narración por sí sola, con una absoluta confianza en la memoria individual, la de los sentidos.

La visión de la «escalera» es tan recurrente por ser la huella visual de la entrada del niño en la adolescencia, del preciso instante en que comienza la iniciación del narrador. «Pero yo puedo decir con exactitud que el 25 de julio de 1941 comenzó mi adolescencia».14 ¿Por qué esa exactitud en cuanto a la fecha de lo que, en general, es objeto de un proceso más o menos largo, en que el paso de una etapa a otra se produce de manera imperceptible o inconsciente? Además, la llegada a la capital no significa en sí el punto culminante de la iniciación del narrador. La Habana para un Infante difunto es una novela iniciática, un bildungsroman, pero de un tipo particular. El narrador ya ha entrado en la adolescencia. Sus aventuras, sexuales sobre todo, no influyen realmente en la afirmación de su personalidad. La acumulación de sensaciones, de encuentros con muchachas ya mujeres o con mujeres todavía niñas, sólo cumplen la función de reafirmación de una ruptura brutal con el pasado, la niñez en el pueblo, cuando aún no había despertado la sexualidad.

Todo, entonces, es posible. En el corte con la niñez, en el inicio de una nueva era, intervienen, además de la visión, sensaciones inéditas, como el lenguaje, los olores y las luces de la ciudad.

1.1 El lenguaje

Yo hice un esfuerzo muy consciente –yo era un niño– para quitarme el acento de Oriente y dejar de cantar y dejar de usar las palabras que yo usaba como muletillas, que venían de la provincia de Oriente, y para aprender a hablar como hablan los habaneros. Y eso es lo único que yo creo haber conseguido totalmente. Que nadie, a partir de dos años después de mi llegada, pudiera sospechar que yo no era de La Habana. Y si eso no es decisivo ¿qué otra cosa puede ser decisiva?15

El lenguaje es la principal aventura presente en el conjunto de la obra de Guillermo Cabrera Infante (Mario Vargas Llosa lo define como un «diestro malabarista del lenguaje»).16 Pero ¿se trata de una simple recreación de una lengua hablada o de la libre exploración de un modo de expresión particular, en el que la oralidad sería el mero soporte de una escritura diferente, deliberadamente irrespetuosa de las normas y de las tradiciones literarias vigentes? Conviene aquí diferenciar La Habana para un Infante difunto, escrito a partir de lo que Cabrera Infante llamaba «el español posible»,17 de Trestristes tigres, verdadera orgía verbal que dinamita el lenguaje tradicional, así como de Exorcismos de esti(l)o,18 libro en el que los intentos de experimentación verbal llegan hasta el paroxismo. Albert Bensoussan, el traductor al francés de Tres tristes tigres, añoraba ese primer período al afirmar que la escritura de Cabrera Infante ya no era sino una «oraison funèbre»,19 algo así como un canto del cisne. El traductor se dejó engañar, sin duda, por una ilusión óptica. Los juegos verbales de Cabrera Infante están intrínsecamente ligados a su persona, aún cuando dejan de aparecer en primer plano. Pero los mecanismos de la memoria invocados para contar La Habana de los años 40, la de la adolescencia, requieren una construcción más sobria, más visual que verbal, más lineal sin duda y, sin embargo, más esencial.

«Aprender a hablar como hablan los habaneros». La lengua es un aprendizaje, un rito iniciático, tanto para el autor como para el narrador adolescente que penetra por vez primera en el mundo desconocido de La Habana. El habla de antes, una herencia provinciana, ya no sirve para designar el nuevo universo. Las expresiones son insuficientes, la ciudad exige otro léxico, el que ella misma se inventa con el fluir del tiempo. La lengua adquiere una dimensión mítica. Es la llave de la puerta de entrada a ese otro universo. Ciertas palabras cobran una resonancia mágica: por ejemplo «solar», a la vez lugar de vida y fuente del lenguaje, o «guagua»,20 a la que el autor dedica un largo paréntesis etimológico y que provoca una comparación hilarante entre el significado del vocablo en La Habana (el autobús) y el que tiene en Chile, Perú o Ecuador (el bebé). Apropiarse los nuevos vocablos es también una nueva manera de ver la realidad. Es una tarea esencial para el adolescente, el más difícil y fascinante de los descubrimientos. En La Habana para un Infante difunto, Cabrera Infante sólo cuenta el génesis de ese lenguaje, el que constituye la base de su otra novela, Tres tristes tigres: «La ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país».21

Los términos aquí empleados podrían también caracterizar al exilio. A fin de cuentas, La Habana ha sido solamente una etapa entre el pueblo y el exilio. Una etapa larga sin duda (alrededor de veinticuatro años), pero mucho menos larga que la del exilio londinense, iniciado hace ya más de treinta años. Las sensaciones provocadas por La Habana fueron interiorizadas en la literatura de manera recurrente, las del exilio londinense brillan por su ausencia, con contadas excepciones. Existe una diferencia extraordinaria entre las vivencias del momento y su traducción literaria, decenas de años más tarde: «Todo eso yo lo recordaré toda mi vida y, cuando lo estaba apreciando, no pensaba que lo iba a recordar tanto. Pero de todas maneras era decisivo para mí».22

El descubrimiento inicial de La Habana produce un choque verbal. El lenguaje, no obstante, no llega solo. Nace también de la necesidad de nombrar, de darles características especiales a las primeras sensaciones, entre las cuales figuran los olores.

1.2 Los olores

Ese olor, como el perfume que llevaba la primera prostituta con quien me acosté, era típicamente habanero y aunque el perfume de la puta tenía el aroma de lo prohibido, resultaba tentador y grato, este otro olor memorable que salía del cuarto podía ser llamado ofensivo, malvado, un hedor –el tufo del rechazo. Ambos olores son el olor de la iniciación, el incienso de la adolescencia, una etapa de mi vida que no desearía volver a vivir –y sin embargo hay tanto que recordar de ella.23

Cualquier iniciación conlleva el sabor de lo prohibido a la vez que el de la degradación, el descenso a los infiernos. La que vive el narrador de La Habana para un Infante difunto está marcada por dos etapas, a veces contradictorias, a menudo complementarias. La fascinación que produce el descubrimiento de la ciudad no implica que todo se vuelva color de rosa. La Habana no se deja idealizar. El paraíso perdido puede adquirir rasgos infernales.

El olor que desprende el «solar» es al mismo tiempo el de la miseria y el del sexo. El sexo constituye la mayor parte de las veces una escapatoria a la miseria, pero que se puede volver sórdida. La memoria sirve para sublimar la miseria material y la frustración sexual y transformarlas por medio del relato en aventuras cotidianas.

Las aventuras sexuales del narrador forman el hilo conductor de la novela. Pero éstas son, en un primer momento, sugeridas por sensaciones más inmediatas, que solamente en una segunda etapa se refieren a la sexualidad. Se trata de efluvios sensuales que activan la memoria del narrador, mucho después del primer contacto.

El primer contacto, por cierto, puede no ser agradable del todo, ya que produce «el tufo del rechazo». En otras palabras, el cuarto y la prostituta apestan, lo cual permite intuir que podría ser también el olor de La Habana Vieja. No hay ninguna idealización, pues. La temática de la degradación es una constante en la literatura cubana del exilio.

El trabajo de síntesis, de reelaboración efectuada con el tiempo por la memoria, va a transformar los olores nauseabundos del solar en el marco necesario para el nacimiento de la sexualidad. Atracción y repulsión forman un ciclo perfecto. Ambas se vuelven complementarias. El descenso (o la subida por la escalera) a los infiernos es la condición imprescindible al desarrollo de una sexualidad sin límites. La Habana realiza esa fusión de los olores, superando las prohibiciones y exacerbando las tentaciones. «Aroma de lo prohibido», «tufo del rechazo»: esas son las características memorables de lo que resulta ser el comienzo del recorrido iniciático del adolescente. El libro de G. Cabrera Infante es una novela iniciática en la que la aventura suprema no puede ser sino la sexualidad.

La memoria de Cabrera Infante es deliberadamente selectiva. Se esfuerza por incorporar sólo lo que proviene de los sentidos, excluyendo cualquier consideración de otro tipo, ya sea material o estética. Elimina cualquier naturalismo en la recreación de los sentimientos o de las situaciones. Fuera de los sentidos, nada parece tener existencia. Éstos van adquiriendo su propia autonomía. Por eso el lenguaje de La Habana para un Infante difunto requiere menos ornamentación que el de Tres tristes tigres, que es la novela de la apropiación de La Habana, antes de la pérdida definitiva del paraíso. En Tres tristes tigres, el escritor recurre a otra clase de elaboración, principalmente a nivel del lenguaje, porque de lo que se trata es de crear una ciudad a imagen y semejanza del (de los) narrador(es). En La Habana para un Infante difunto, es la ciudad la que forja al narrador, la que lo envuelve en sus redes: «Era la explosión de la vista, la explosión del olfato, del oído, del gusto».24 En la enumeración que hace Cabrera Infante de las sensaciones producidas por el descubrimiento de la ciudad, el olfato ocupa un lugar aparte. Se trata de la más inasible de ellas, la que la memoria puede sólo alterar en un grado menor, nunca decisivo.

El narrador de la novela no deja de subrayar la diferencia entre la realidad («una etapa de mi vida que no desearía volver a vivir») y la impresión grabada en el recuerdo, a pesar del tiempo y de la distancia («y sin embargo hay tanto que recordar de ella»). Los dos términos, casi antinómicos, se funden en una misma escritura, cuya función consiste en sublimar los aspectos más oscuros de esa realidad.

El recorrido iniciático empieza con la recreación de los olores. Su prolongación natural será el descubrimiento del sexo y del decorado más propicio a su desarrollo. Ese decorado es el que brinda su carácter excepcional a La Habana de aquella época, según Cabrera Infante: la vida nocturna.

1.3 Las luces de la ciudad

La gran aventura comenzada sucedía más temprano, en La Habana de noche, con sus cafés al aire libre, novedosos, y sus orquestas de mujeres (no sé por qué las orquestas que amenizaban los cafés del Paseo del Prado, al doblar del edificio, eran todas femeninas, pero ver una mujer soplando un saxofón me producía una inquietante hilaridad) y la profusa iluminación: focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos: luces haciendo de la vida un día continuo. Yo venía de un pueblo pobre y aunque la casa de mis abuelos quedaba en la Calle Real no había más que un bombillo de pocas bujías en cada esquina que apenas alumbraba el área alrededor del poste, haciendo más espesa la oscuridad de esquina a esquina.25

«La Habana de noche»: ése es el enfoque privilegiado en el conjunto de la obra de Cabrera Infante. Ahí es donde va a buscar la esencia de su inspiración, tanto en lo referente al lenguaje como a las sensaciones personales de todo tipo.

La visión de la vida nocturna en la capital se organiza alrededor de un doble contraste: por un lado, entre el pueblo natal y la ciudad, por otro entre La Habana de aquella época y la «ciudad-fantasma» actual. Los determinantes esenciales de ese contraste son las luces y el artificio. Es como la sensación experimentada por un recién nacido al ver las luces intensas y las sombras que se reflejan en las paredes y en los techos, formando extrañas figuras. Ni el decorado natural ni las consideraciones arquitectónicas aparecen como elementos determinantes para describir la ciudad. Lo importante es la iluminación, la profusión de luces: en una palabra, el artificio, que confiere a la noche una peculiar intensidad.

Entre el pueblo natal y la ciudad, el contraste es antes que nada cuantitativo. Al único «bombillo de pocas bujías» responde la enumeración exhaustiva de las luces que vuelven «profusa» la iluminación de La Habana. Profusión y artificio van parejos: todos los «focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos» le dan a la vida un aspecto diferente, mucho más intenso que el que tenía el pueblo. El artificio ensancha los límites de lo prohibido. Ese espacio infinito es característico de las dos novelas de Cabrera Infante, que constituyen cantos existenciales a La Habana de antes de la revolución.

El escritor acentúa el carácter ficticio, lúdico, ornamental, de las luces de la ciudad. Subraya el aspecto inútil, lo valoriza frente a la existencia, permanente, diurna, de La Habana. Las luces, por sí solas, realzan el significado de un edificio cualquiera perteneciente al universo diurno, cotidiano, incluso cuando se trata de un antiguo palacio.

Pero en La Habana había luces dondequiera, no sólo útiles sino de adorno, sobre todo en el Paseo del Prado y a lo largo del Malecón, el extendido paseo por el litoral, cruzado por raudos autos que iluminaban veloces la pista haciendo brillar el asfalto, mientras las luces de la acera cruzaban la calle para bañar el muro, marea luminosa que contrastaban las olas invisibles al otro lado: luces dondequiera, en las calles y en las aceras, sobre los techos, dando un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral o destacando un palacio que por el día se revelaría como un edificio feo y vulgar.26

El artificio no excluye una memoria fiel. Tampoco excluye la intensidad de la emoción, aunque esa emoción nunca se exprese directamente, ya sea por pudor o por convicción literaria. Al apartar cualquier mediación que no sea la escritura, la emoción encuentra un lugar en medio de las impresiones y de la memoria, provocando un sentimiento de intensa nostalgia, que aflora a pesar de todos los esfuerzos, conscientes o no, desplegados para domesticarla, para reducirla al mero papel de fuente de inspiración de la escritura.

La nostalgia es allí un mecanismo. Yo la he llamado en otro lugar «la puta del recuerdo». Yo permito que la nostalgia me explote o me exija algo a cambio, porque esa nostalgia me va a permitir la función del recuerdo total, o lo más total que exista, que sea posible. No porque yo tenga nostalgias o sufra de nostalgia por un sitio u otro determinado.27

A medida que pasan los años, Cabrera Infante va cambiando, como todo el mundo. La nostalgia ya no es un término impuesto sino un sentimiento perfectamente asimilado. Entre esas primeras declaraciones, hechas en 1984, y las que siguen, concedidas en 1995, once años han transcurrido. Once años de exilio, sin producirse el regreso a la isla, sin ninguna perspectiva de regreso a corto plazo. La nostalgia es hoy día más directa. Ya no se reduce a un simple mecanismo literario.

Cuando yo la admití como «la puta del recuerdo», estaba simplemente tratando de quitarle la verdadera importancia que tiene la palabra. Pero sí, no hay otra manera de enfocar lo que yo escribo sino como intensamente nostálgico. Ahora lo puedo expresar.28

Esa nueva afirmación conduce a otra oposición: la que denuncia Cabrera Infante, entre La Habana de la novela y la «ciudad-fantasma» de hoy. Durante los años posteriores a la revolución, La Habana se ha vuelto, en su opinión, una «ciudad generadora de poder político o de ideologías extrañas»,29 la antítesis exacta de lo que representaba para el narrador del libro en el momento de su descubrimiento inicial.

El trabajo efectuado sobre la memoria es voluntariamente parcial. Es ese trabajo el que decide lo que resulta memorable, lo que puede entrar a formar parte del cuerpo del relato y, también, lo que debe quedar fuera. Hay que recrear las sensaciones iniciales, las pulsiones primigenias, contra una realidad demasiado abstracta, demasiado opresiva. Es La Habana del pasado contra la del presente, la de la escritura, la de la realidad vuelta ficción, contra la de la ideología vuelta realidad. Sólo bajo esos presupuestos, gracias a la eliminación de cualquier intermediario entre la memoria y la escritura, La Habana de aquel entonces, la de la adolescencia, puede seguir viviendo. La del presente, inaccesible, vista desde el exilio, puede, por su parte, desaparecer para siempre.

1.4 Una summa erótica

Al igual que la memoria, el erotismo es uno de los temas recurrentes en la obra de Guillermo Cabrera Infante. Un erotismo sin tabúes, hedonista, sin límites ni frenos. La transgresión de lo prohibido no implica ni represión ni pulsión de muerte, sólo frustración, amor o dolor. Tampoco se enmarca en la continuación de una tradición libertina sino en la de cierta naturalidad descriptiva (de la misma forma que la escritura intenta, en Tres tristes tigres, captar la oralidad en su mayor espontaneidad), sin moralismo, por lo menos en apariencia.

Descripción de los cuerpos, de los juegos del amor, en una iniciación que llega a su apoteosis. Cuba, y en particular La Habana, es el punto de encuentro de todos los deseos. Cabrera Infante hace abstracción de lo político, de las imposiciones y desilusiones. Encuentra en el erotismo un tema susceptible de desarrollarse fuera de la realidad inmediata, un tema común a un gran número de escritores cubanos.

El relato erótico, por supuesto, no evoluciona fuera de un contexto. Los personajes de La Habana para un Infante difunto no viven en un mundo aparte. Al contrario, se ven inmersos en su tiempo y en su espacio. La ciudad siempre les sirve de marco y de estímulo a sus aventuras sexuales. En Tres tristes tigres, el erotismo, violento y fugaz, no estaba tan presente. A medida que la escritura va evolucionando, abandonando la experimentación verbal en aras de una mayor linearidad del relato, el erotismo ya no se insinúa, como en algunos fragmentos de «Ella cantaba boleros».30 Se transforma en la materia prima de la escritura, con todos sus excesos y todas sus variaciones. Ocupa la totalidad del espacio que ofrece la página en blanco para conjurar la muerte irremediable de los sentidos que significa el exilio.

1.5 La iniciación

El primer capítulo de La Habana para un Infante difunto, «La casa de las transfiguraciones»,31 es una sucesión de retratos, femeninos en su mayoría, pero también de los hombres que viven en los barrios populares de La Habana Vieja: Eloy Santos, viejo comunista como los padres del narrador, todos ellos fundadores del Partido Comunista en la clandestinidad, o Carlos Franqui, el amigo de toda la vida, futuro dirigente del Movimiento 26 de julio, futuro director del diario Revolución y, también él, futuro disidente en exilio. Los personajes que aparecen en esta novela bajo su propio nombre ya no están mezclados, como ocurría en Tres tristes tigres, con seres de ficción. Todos han tenido una existencia real.

Cabrera Infante se acerca en la medida de lo posible a la autobiografía en cuanto al entorno que frecuentó y que marcó su estancia habanera. El exilio prolongado le va restando importancia a la ficción. Ésta subsiste en la narración de las peripecias sexuales del narrador. No podía suceder de otra manera, ya que la memoria opera por selecciones más o menos voluntarias.

En los distintos solares ocupados por la familia, entre Zulueta 408 y Monte 822, empieza la iniciación sexual del adolescente o, mejor dicho, la continuación, en un primer momento, de las experiencias adquiridas en el pueblo, entre ellas la de la masturbación, cuyo instigador el protagonista no logra recordar. Su memoria graba sólo lo que le interesa. Más que los actos eróticos en sí, son los retratos los que importan, sobre todo los de las mujeres. Mujeres precoces, a menudo adolescentes, aproximadamente de la misma edad que el narrador, pero con suficiente experiencia como para ser sus iniciadoras.

La primera experiencia es una experiencia múltiple, favorecida por la absoluta promiscuidad del «solar» y por el privilegio que tiene el adolescente de ser el único varón del lugar. El objeto o, mejor dicho, el sujeto serán tres hermanas. Las tres son diferentes, física, moral y, por supuesto, sexualmente. Ester en primer lugar, la más joven, destinataria de un amor casto y más bien platónico. Luego Fela, prototipo de la «mulata caliente»,32 que va directamente al grano, sin sentimientos, sin preparativos eróticos de ningún tipo. Lo que busca Fela es exclusivamente el sexo, con la audacia que caracteriza, en la mitología cubana y en la que se ha ido construyendo alrededor de Cuba (que a veces llegan a confundirse), a la mulata. El cuerpo en todo su esplendor, sin reservas ni falso pudor. El sexo como único objetivo, sin amor. Emilia, la más vieja, ya mujer a los catorce años, es otra cosa. Se trata de una «muchacha complicada»,33 diferente de sus dos hermanas, seguramente porque resultó ser más blanca que ellas y porque existe, en Cuba, ese «culto a la mulata».34 A diferencia de Ester y de Fela, Emilia es más tímida. Pero, incluso en ella, el deseo se abre paso en forma violenta, sin preparativos: «No era un beso adolescente: más que una muchacha Emilia era una mujer».35

En La Habana para un Infante difunto