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Con viento favorable, la distancia desde Gaeta podía salvarse en apenas una jornada. Después de haber recibido la bienvenida en el viejo castillo que custodiaba la entrada del Reame, las galeras que transportaban a los virreyes hacia su nuevo destino, se adentraban en la región de la fábula, morada de los dioses y solaz de antiguos emperadores. Nápoles se hallaba en uno de los lugares más hermosos del mundo que, ya desde los tiempos en que era una colonia griega, había ejercido una irresistible fascinación en sus visitantes. Gracias a los virreyes, Nápoles se convirtió en una cantera de artistas que trabajaron intensamente para la corona española, y sobre todo, en el puente a través del cual la gran cultura de Italia llegó a la corte de Madrid y proporcionó la horma para modelar la imagen pública de los monarcas. La mirada italiana.
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Seitenzahl: 793
Veröffentlichungsjahr: 2015
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a mirada italiana
LA MIRADA ITALIANA
Un relato visual del imperio españolen la corte de sus virreyes en Nápoles (1600-1700)
Joan-Lluís Palos
Para A.G. que conoce la dureza de gestar
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Joan-Lluís Palos, 2010
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2010
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
publicacions@uv.es
Edición: Vicent Olmos
Diseño: Antoni Domènech
Ilustración de la sobrecubierta: Belisario Corenzio, Entra triumfante en Barcelona mcccclxxxx, fresco. Nápoles, Palazzo Reale, Galería.
ISBN: 978-84-370-8760-3
Índice general
Introducción: De juristas a pintores
Capítulo 1: Nápoles en la memoria
La morada de los dioses
El club de los elegidos
Esplendor y miseria
Capítulo 2: Un escenario italiano
El palacio nuevo de los virreyes de Nápoles
El orden y las ceremonias
Un imperio imaginado
Capítulo 3: La elocuencia de Alfonso el Magnánimo
Los historiadores complacientes
El ministro frente al espejo
El príncipe humanista
Capítulo 4: La invención de Fernando el Católico
El ocio y la ostentación
El tiempo alterado
El fundador de la monarquía
Capítulo 5: Las victorias del Gran Capitán
La fabricación del mito
La memoria custodiada
Apología del buen gobierno
Capítulo 6: Las batallas del viejo duque de Alba
Pintar historias
Productores de gloria
Pintar la guerra
Capítulo 7: El lugar de los virreyes
La restauración del dominio
La sala dei vicerè
La prueba del retrato
Capítulo 8: El viaje de Mariana
Mostrar y demostrar
Un relato para la celebración
Un relato para la argumentación
Capítulo 9: Patronos del pasado
Historias napolitanas
Discordias genovesas
Lenguajes caducos
Epílogo: Una corte virreinal
Sin noticias del rey
Una nueva Roma
Impostores
Fuentes y manuscritos
Bibliografía
Índice de imágenes
Índice onomástico
Introducción
De juristas a pintores
Cada día el mismo trayecto. Desde mi alojamiento en Via Crispi, casi enfrente de la que fuera villa de verano de Benedetto Croce, tomaba la dirección de Piedigrotta. A los pocos metros, torcía a la izquierda para enfilar la pronunciada pendiente de la Via dell’Arco Mirelli que, entre enormes esquelas (“E’ mancata all’affetto dei suoi cari Filomena Meoli, vedova Salemme...”) y ristras de ropa interior tendidas de uno a otro extremo, me conducía hacia la Riviera di Chiaia. Cada día los mismos cánticos procedentes del monasterio de las Carmelitas Descalzas, donde a esa hora de la mañana, la comunidad de religiosas celebraba la misa, siguiendo un modo particular de entender la clausura, con las puertas abiertas de par en par.
Ya en la riviera, tomaba el 140. A pesar de su desvencijado aspecto siempre me costó creer que aquéllos fueran los mismos tranvías desechados unas décadas antes en Barcelona. El trayecto, paralelo a la costa, entre viejos palacios y la Villa Comunale, el parque de recreo diseñado por Carlo Vanvitelli para Ferdiando IV en el último tercio del siglo XVIII, ofrecía una espectacular visión del golfo, con la imponente mole del Vesubio, siempre atento al discurrir de la agitada existencia que transcurría a sus pies.
Así que divisaba Castell dell’Ovo, la fortaleza medieval prodigiosamente engastada en un diminuto brazo de mar, sabía que había llegado mi parada. A través de las callejuelas del Borgo di Santa Lucia, el antiguo barrio de pescadores, ascendía la colina de Pizzofalcone, el monte Echia, donde se habían instalado los primeros pobladores de Parténope, con dirección a Piazza del Plebiscito. A los pies dejaba la dársena, cuya construcción a finales de la década de 1660 le había ocasionado tantas críticas al virrey Pedro Antonio de Aragón, ahora convertida en un puerto deportivo, escenario de la parásita existencia de los personajes de Ferito a Morte, la obra de Raffaele La Capria, sin duda uno de los momentos culminantes de la literatura napolitana del siglo XX.
Desde la plaza, enmarcada por el hemiciclo de treinta y ocho columnas que se abren desde la iglesia neoclásica de San Francesco di Paola, mi itinerario podía tomar diversas direcciones en función del objetivo de la jornada: la Biblioteca Nazionale, emplazada en una de las alas del palacio real, la Società Napoletana di Storia Patria, en el Maschio Angioino o, más allá, la Facoltà di Lettere en Via Mezzocanone donde encontraría a Giovanni Muto o el Istituto di Storia del Diritto e delle Istituzioni en Via Porta di Massa en el que, tan amablemente, Raffaele Ajello había puesto a mi disposición la nutrida biblioteca de textos legales napolitanos.
Discurrían los meses entre abril y julio de un año, ya lejano, de 1996. Por aquel entonces me encontraba hilvanando las últimas puntadas de mi estudio sobre los juristas catalanes del siglo XVII. Había viajado a Nápoles con la esperanza de encontrar nexos con i togati que, según había escrito Pierluigi Rovito, llegaron a organizar una verdadera Respublica dentro del sistema político del reino.
Ciertamente, desde las primeras conversaciones en su panorámica oficina de Castelnuovo, Giuseppe Galasso me había desengañando del empeño. Nápoles, me dijo, como muy bien acababa de estudiar Carlos J. Hernando, se había visto invadido por una ola castellanizadora durante el segundo cuarto del siglo XVI, coincidiendo con el gobierno del virrey Pedro de Toledo, que apenas había dejado vestigio alguno de los años en que los aragoneses impusieran su estilo.
Aun así, cada mañana recorría el mismo trayecto con la esperanza de encontrar alguna prueba que desmintiera lo que cada vez resultaba más evidente. Invariablemente, mi recorrido pasaba junto a la inmensa mole de ladrillo (más imponente todavía cuando se la divisaba desde el mar) del Palazzo Reale.
Lo confieso. Nunca llamó demasiado mi atención. Sabía que las salas de la biblioteca, aquel entrañable lugar donde los empleados apuraban sus cigarrillos en la sala de lectura y ninguna silla guardaba la proporción debida con la altura de las mesas, de modo que se pudiera trabajar con alguna comodidad, era el salón de baile del palacio. Más aún, llegué a pensar que si el resto del edificio era tan horroroso como lo que en ella podía verse, no merecería la pena el tiempo invertido en visitarlo. Y más, estando en una ciudad en la que, por muchas horas que dedicara, nunca conseguiría descubrir sino una pequeña parte de las fascinantes maravillas que ofrecía. fig. 0
Así llegó el final de mi primera estancia napolitana. El último día, después de haber conseguido cerrar las maletas y empaquetado las cajas con los libros, decidí dar mi último paseo por el centro, saborear un café más en Gambrinus y degustar una sfogliatela calda en Pintauro. Estaba seguro de que ese iba a ser mi último día en Nápoles, si no de toda mi vida, sí al menos durante mucho tiempo.
fig. 0 Nápoles, Palazzo Reale, fachada principal.
Casi sin proponérmelo me encontré dudando ante la verja del inmenso edificio de ladrillo rojo del que lo ignoraba casi todo. ¿Merecía la pena? Con escasa convicción adquirí mi entrada, crucé el cortile y encaré el apabullante escalón de mármol blanco, claramente concebido para impresionar a los visitantes, que conducía a la planta noble. Justo al final del mismo, a la derecha, se abría una sala de exagerados estucos y colores chillones con todo el aspecto de un teatro de conciertos. A continuación, una serie de estancias en enfilade recorrían, casi de un extremo a otro, la fachada principal. La verdad, con aquellos estridentes tafetanes cubriendo las paredes, los pesados cortinajes sobre las puertas pintadas de blanco y oro y su decadente mobiliario estilo imperio, todo me pareció bastante repulsivo. ¿Quién me iba a decir entonces que, con el tiempo, volvería a recorrer, física y mentalmente, tantas veces aquellas salas, y que llegaría a estar casi tan familiarizado con ellas como con las de mi propia casa? Pero, en aquel momento, mis sospechas se vieron confirmadas. No me había perdido mucho y estaba plenamente justificado haber pospuesto la visita hasta el último momento.
Sólo cuando al final del recorrido me encontré en una estancia de proporciones muy diferentes al resto, calificada por el escueto folleto de mano que me habían proporcionado a la entrada como Sala degli Ambasciatori, mi curiosidad comenzó a despertar. Estaba claro que las pinturas al fresco, compartimentadas en casetones, que cubrían toda la bóveda, pertenecían a una época distinta al mobiliario que la decoraba. Pero el escueto folleto parecía poco dispuesto a ayudarme. Esas pinturas, afirmaba, describían i fasti della Casa di Spagna. Pero, ¿a qué casa se referiría?
Mi interés fue en aumento al acceder a una pequeña pieza, casi contigua a la anterior, que por sus dimensiones daba a entender un uso de carácter privado. Las pinturas resultaban todavía más sorprendentes. Aquí, por fin, el folleto que tan pocos servicios me había dispensado hasta entonces, empezaba a ser algo más preciso: esas escenas, recién restauradas, habían sido pintadas por Battistello Caracciolo (no me importa reconocerlo, apenas sabía nada de él) y narraban la conquista del reino de Nápoles por el Gran Capitán. Ciertamente, para saber esto último no hacía falta consultar el folleto ya que la información había sido anotada por el propio pintor al pie de cada una de ellas de forma que todo el mundo pudiera leerla sin dificultad.
Sólo entonces, después de observarlas con algo más de detenimiento, caí en la cuenta de que al inicio del trayecto había atravesado otra sala decorada de forma similar, que en su momento me había pasado del todo desapercibida. Retrocedí. Efectivamente, la cubierta de esa habitación estaba organizada de forma semejante a la del Gran Capitán, con un tondo central circundado por cuatro escenas (una solución bastante habitual como llegué a saber más tarde) y narraba, como también podía deducirse de las leyendas situadas en la base de cada una de ellas, acontecimientos de la vida de un mismo personaje. Aunque, a diferencia de la anterior, su nombre no aparecía por ningún lado. Tiempo después llegué a saber que no era otro que Alfonso el Magnánimo, el primer monarca aragonés que había ocupado el trono napolitano.
¿Quién había encargado estas pinturas? ¿En qué circunstancias fueron realizadas? ¿Con qué objetivos? ¿Por qué, como resultaría lógico, sus promotores no aparecían retratados por ningún lado? ¿Podían ser consideradas como parte de un mismo programa? ¿Había alguna relación entre los temas que mostraban y la actividad asignada a cada sala? ¿Por qué unas estaban decoradas y otras no o, mejor dicho, lo estaban, pero con pinturas que, incluso un profano en la materia como yo, podía percibir que correspondían a una época muy posterior? Y, ¿por qué la información que se proporcionaba a los visitantes era tan imprecisa? Pero ya era demasiado tarde para plantear estas cuestiones. Mi estancia en Nápoles tocaba a su fin y, además, debía acabar de redactar un libro sobre el papel de los juristas en el agitado clima político de Cataluña durante las décadas anteriores a la revuelta de 1640.
Ya de regreso en Barcelona, estas cuestiones emergieron de nuevo en una conversación con Fernando Sánchez Marcos. “Podrías hacer un multimedia que propusiera un recorrido por esas salas de modo que te permitiera explicar el sentido de las pinturas en el contexto del proyecto constructivo del palacio”, recuerdo que me sugirió. Pero por entonces tenía que acabar mi libro sobre los juristas que, afortunadamente, se encontraba ya en su fase final.
No fue hasta el verano siguiente, de 1997, cuando, una vez concluido el dichoso libro, la idea de regresar sobre las misteriosas pinturas volvió a pedir paso. En el mes de septiembre tuve la fortuna de participar en uno de los encuentros más interesantes a los que nunca he asistido, la I conferencia internacional “Hacia un nuevo humanismo”, celebrada en Córdoba, con el objeto de glosar las aportaciones a la cultura española de los hispanistas anglo-norteamericanos. Volví a saludar a John Elliott, al que una generación de historiadores españoles y portugueses le estaremos siempre agradecidos, no solamente por sus libros, sino también por la posibilidad que nos ofreció de participar en el curso que había organizado en Santander durante el verano de 1991. Conocí a Jonathan Brown, que para mí era, por aquel entonces, principalmente, el co-autor de Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV. Y volví a encontrarme con Richard Kagan, que por aquellos años se encontraba trabajando en su estudio sobre las imágenes urbanas del mundo hispánico. Fue en ese punto cuando concertamos una estancia mía en la Universidad Johns Hopkins para la primavera siguiente. Mi objetivo consistía en darle un giro a la orientación de las investigaciones realizadas hasta ese momento. Después de años dedicados al estudio de las relaciones políticas y la historia institucional en la Cataluña de la Edad Moderna, sentía la necesidad de plantearme otro tipo de preguntas. Y la de cómo el arte había sido utilizado para transmitir determinadas visiones políticas me parecía un buen complemento de las que hasta entonces había afrontado sobre la función del derecho en la creación de las identidades colectivas.
De resultas de las horas pasadas en la biblioteca de JHU redacté un texto sobre el encuentro de los historiadores con las imágenes que me permitió disponer de un mapa en el que transitar. Ahora debía pasar a la investigación empírica. Y eso exigía regresar a Nápoles.
A través de Mauro Scarpelli, con quien había compartido alojamiento en la primavera de 1996, conocí a Attilio Antonelli. Una bendición. Desde su oficina de la Soprintendenza per i Beni Architettonici ed il Paesaggio di Napoli e Provincia, situada en el mismo Palazzo Reale, casi podían divisarse las salas donde se encontraban las pinturas. Para colmo de la fortuna, él mismo llevaba tiempo planteándose interrogantes similares a los que yo trataba ahora de responder. Pocos investigadores como Attilio están tan dispuestos a poner a disposición de sus colegas la información recopilada. Ahora sé que sin su ayuda este trabajo difícilmente hubiera abandonado el dique seco. Me puso en relación con los estudios de Adele Fiadino sobre la arquitectura del edificio, me ayudó a localizar a los autores de la época que se habían referido a él y me proporcionó reproducciones de las pinturas que, aunque de calidad modesta, me permitieron trabajar desde Barcelona, algo muy importante teniendo en cuenta que, casi con la única excepción de las de la sala dedicada a Gonzalo Fernández de Córdoba, nunca habían sido publicadas.
Juntos, dedicamos mucho tiempo a recorrer las diversas estancias del palacio y a aventurar hipótesis. ¿Quién era el monarca que protagonizaba los acontecimientos descritos en la Sala degli Ambasciatori (aunque entonces ya sabía que, en realidad, esa era una designación introducida muy posteriormente para calificar lo que inicialmente había sido una galería)? ¿Fernando el Católico? ¿Ferrante I de Aragón? ¿los dos? ¿Por qué en ese mismo lugar había recuadros dedicados a la reina Mariana de Austria, difíciles de encajar, tanto por el tema que trataban como por su estilo, con el resto? ¿Qué relación podía haber entre los escudos heráldicos que se encontraban en las esquinas de la sala del Gran Capitán y la historia que en ella se narraba? ¿Qué habría debajo de la capa de pinturas del siglo XVIII que a todas luces recubría otra anterior? ¿Cuál debería ser la sala dedicada a la memoria del duque de Alba, desaparecida con el tiempo y en la que, según los cronistas locales, se había desmayado Masaniello durante la revuelta de 1647?
Sólo en un punto las intuiciones de Attilio Antonelli resultaron no ser del todo ajustadas a la realidad. Su convencimiento de que el Archivo General de Simancas y la Biblioteca Nacional de Madrid custodiaban la respuesta a estas y otras cuestiones acabó en una completa frustración. O, al menos, hasta ahora he sido incapaz de encontrarla. A diferencia de otros palacios oficiales construidos o remodelados por la Monarquía Católica durante la primera mitad del Seiscientos, como el del Buen Retiro y el Pardo en Madrid o el de Coudenberg en Bruselas, éste parecía haber emergido en un clima de absoluto silencio documental. Un silencio roto tan sólo por algunas noticias sueltas en los textos de escritores napolitanos coetáneos como Giulio Cesare Capaccio, Antonio Bulifon, Carlo Celano o Antonio Parrino que, por otro lado, como resultaba obvio, se dedicaron a copiarse entre sí. Sólo el Archivo Ducal de Alba, en el que todo fueron facilidades por parte de José Manuel Calderón, tuvo alguna conmiseración de mí y me proporcionó noticias indirectas, aunque muy insuficientes, sobre el mecenazgo ejercido en este edificio por los dos condes de Lemos que pasaron por Nápoles y el V duque de Alba. Ante este panorama, ¿qué otra cosa podía hacer sino observar una y otra vez las pinturas para tratar de extraer a partir de ellas la máxima información posible? ¿Podría llegar a construir un argumento explicativo basado casi exclusivamente en las informaciones proporcionadas por las propias imágenes? Desde luego, no parecía existir otra salida. Y merecía la pena intentarlo.
Ciertamente, en los últimos años se había producido una intensa reflexión sobre las posibilidades documentales de las imágenes en la investigación de los historiadores. Todavía no había sido publicado Eyewitnessing, el libro de Peter Burke que tan útiles servicios ha prestado a todos los que han tratado de aventurarse por estos procelosos vericuetos. Pero disponía, eso sí, de un buen número de consideraciones que señalaban alternativas a seguir. Unas, herederas de la teoría de la deconstrucción, ponían el énfasis en la verbalidad de los artefactos visuales que podían ser considerados como textos capaces de formar tropos e hilvanar un discurso iconográfico, clasificable según sus mecanismos de significación, que el historiador debería desentrañar a fin de obtener información sobre el entorno en que fueron creados, algo que requería una familiarización previa con los métodos de la semiótica; otras apelaban, con distintas variantes, a lo que Roger Chartier había calificado como la restitución, esto es, la recreación del marco cultural, aunque algunos preferirían hablar de la cultura visual, en el que estas imágenes fueron creadas y, sobre todo, recibidas por sus contemporáneos. La teoría de la recepción, que los historiadores del arte habían tomado prestada de la crítica textual de Hans Robert Jauss, se convertía así en un instrumento heurístico de la máxima importancia. Unas y otras aceptaban la advertencia de Ernst Gombrich sobre el riesgo de la sobreinterpretación, es decir, la tendencia desmesurada a descubrir supuestos mensajes simbólicos tras la epidermis de las pinturas; una tentación casi inevitable cuando no hay nada más a lo que agarrarse. Vaya por delante: no estoy completamente seguro de haber sido siempre capaz de superarla.
Pero, desde luego, esta clase de consideraciones nunca resultaron tan prácticas como el ejemplo de los pioneros que, asumiendo el riesgo, habían desbrozado el bosque y abierto la senda para que otros pudieran transitarla. Este libro hubiera sido muy distinto sin tres lecturas que, en momentos diferentes de su elaboración, actuaron como verdaderos libros de cabecera: La Pesquisa sobre Piero de Carlo Ginzburg, The Embarrassment of Riches de Simon Schama y, claro está, Un palacio para el rey, que tanta influencia ha tenido entre los historiadores de mi generación que nos hemos interesado por el papel de las artes en las tareas de gobierno.
Aun con todo, a lo largo del texto he tenido que recurrir, con más frecuencia de la que hubiera deseado, a expresiones condicionales del estilo del “podría”, “podría haber sido”, “debería”, “es probable que” o el especulativo “tal vez”. Mi estrategia ha consistido en aventurar las hipótesis más plausibles a partir del contexto y la comparación, confiando en que los virreyes de Nápoles hubieran seguido pautas de actuación semejantes a las de otros gobernantes de su tiempo, fuera en el marco de la propia monarquía como, más aún, en el de las señorías y repúblicas italianas que tanto llegaron a admirar.
Quizá por todo ello, he tenido ocasión de contraer un número tan elevado de deudas de gratitud. Durante mucho tiempo, todos aquellos que aspiren a conocer mejor las prácticas culturales de los gobernantes españoles en Nápoles estarán en deuda con Carlos J. Hernando. Sus múltiples estudios sobre el tema, desde su libro de referencia sobre el virrey Pedro de Toledo, han supuesto un cambio de perspectiva y una ampliación de los horizontes. Las conversaciones con Isabel Enciso en la cafetería de la Biblioteca Nacional de Madrid, mientras ella ultimaba su investigación sobre el virreinato napolitano del VII conde de Lemos y yo consumía las horas en la frustrante indagación de inexistentes indicios, me permitieron descubrir a uno de los personajes decisivos en la configuración del edificio y, supuestamente, también de las pinturas.
A lo largo de un proceso tan prolongado de gestación, este libro ha sufrido no pocas caídas del caballo en el camino de Damasco. La cena en la Fonda del Senyor Parellada con Piero Boccardo, que había venido a Barcelona para empaquetar el Ecce Homo de Caravaggio, exhibido en la magnífica exposición celebrada en el MNAC, fue decisiva para empreder la pista de la trama genovesa. El descubrimiento de la serie de retratos de los virreyes del Perú durante una visita al Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia en Lima, me ayudó a comprender el sentido de un tipo de galerías que, en Nápoles como en la mayor parte de los virreinatos de la Monarquía Católica, habían desparecido con el tiempo. Le estoy agradecido a Víctor Velezmoro por haberme facilitado algunas de las referencias que tan útiles me han sido para su interpretación.
Las conversaciones con Vincenzo Pacelli, sin duda uno de los mejores conocedores de la pintura napolitana del Seiscientos, me permitió situar el trabajo de Belisario Corenzio y Battistello Caracciolo, los dos principales pintores que trabajaron en el palacio, en el contexto de las prácticas decorativas en la ciudad. Gracias a las facilidades que me proporcionaron los responsables del Archivo del Monte Manso, y a la colaboración inestimable de Laura Palumbo, pude consultar el único testimonio escrito que hasta el presente ha podido ser localizado del proceso seguido para la elaboración de algunos de estos frescos. Monseñor Justo Mullor, por aquel entonces presidente de la Pontificia Academia Eclesiástica, la Escuela Diplomática del Vaticano, me llevó de la mano hasta la Sala Regia de los Palacios Apostólicos, algo que para mí significó no solamente la oportunidad de contemplar unas pinturas directamente emparentadas con las del palacio napolitano, sino también (él sabe los motivos) una vivencia irrepetible. Con Diana Carrió recorrimos diversos palacios en Florencia y Génova y dedicamos no pocas horas a aventurar el posible sentido de sus pinturas. Gracias a sus dotes de persuasión, en esta última ciudad logramos franquear la entrada de varios edificios que, por su uso privado, no se encuentran abiertos a los visitantes. Mi agradecimiento en este punto se dirige especialmente a los propietarios de Villa Paradiso, la antigua residencia de los Saluzzo con su magnífico salón y las dos loggias adyacentes en las que Lazzaro Tavarone evocó algunas de las gestas militares de la monarquía de España.
Fue una inesperada sorpresa que mientras visitaba con Ángel Rivas la exposición “La Almoneda del Siglo” en el Museo del Prado aparecieran sus comisarios, John Elliott y Jonathan Brown, permitiéndome, una vez más, beneficiarme de su reputada maestría en el difícil arte de descifrar el sentido oculto de las imágenes. Como lo fue igualmente la posibilidad que nos ofreció Gabriele Finaldi de recorrer y discutir, en compañía de un selecto grupo de especialistas, “El palacio del Rey Planeta”, la muestra que, también en el Prado, trató de reconstruir el desaparecido ambiente del palacio del Buen Retiro y su famoso Salón de Reinos. Sin las facilidades que Ms Stans Elders me proporcionó durante mis diversas estancias en la Radboud Universiteit de Nimega, donde buena parte de este libro ha sido escrito, mi trabajo hubiera avanzado todavía más lentamente de lo que lo ha hecho. A través de su inseparable cámara fotográfica Laura Ladera me hizo ver, cuando pensaba que ya lo había visto todo, que Nápoles es, en realidad, inaprensible. Por su parte, Joana Fraga puso a prueba su habilidad y su paciencia al recopilar y tratar un buen número de las imágenes que acompañan al texto.
Este libro se ha podido beneficiar también, y no poco, de la posibilidad de discutir mis hipótesis en diversos foros. Ante todo, deseo agradecer a los estudiantes que participaron en el curso de doctorado sobre Iconografía y Propaganda en la Europa Moderna su resistencia a aceptar todo lo que les decía; ello me ayudó a constatar que muchas de mis afirmaciones eran conjeturas escasamente fundadas. Las diversas intervenciones de los participantes y los debates posteriores en el encuentro La Historia Imaginada, así como su generosidad para reflejarlas por escrito en el volumen publicado meses más tarde, me ayudaron a matizar algunas de mis consideraciones acerca del carácter propagandístico de las pinturas que estudiaba. María José del Río y Richard Kagan aceptaron el plazo tan breve de tiempo que les di para leer la primera versión de este libro. Sus útiles comentarios han contribuido sin duda a mejorarlo. Para ellos reservo un agradecimiento especial.
Cualquiera que tenga oportunidad de recorrer las largas galerías y las espaciosas estancias de los Palacios Apostólicos en el Vaticano, las residencias urbanas de algunas de las principales familias italianas del momento, en ciudades como Turín, Génova o Florencia, o villas campestres como la de Caprarola, fácilmente podrá concluir que esta clase de pinturas fue el resultado de un sistema de producción casi industrial. Quizá por ello, muchos historiadores del arte han tendido a tratarlas como una manifestación menor. Y, desde luego, las de Nápoles no son una excepción. Aunque haremos bien en no menospreciarlas, su principal interés no radica en su aspecto formal sino en su valor como testimonio de una manera muy precisa de entender la historia puesta al servicio de objetivos políticos concretos. En este sentido, el trabajo de los artistas italianos sirvió a los intereses de la monarquía de España casi en la misma medida que pudo haberlo hecho el de los esforzados mineros de los yacimientos americanos. Proporcionó el instrumento de comunicación adecuado para expresar los argumentos destinados a legitimar su posición hegemónica: la mirada italiana.
En su poema Al ver los mármoles Elgin, John Keats dejó dicho cuan indescifrable es la belleza del arte antiguo para el espíritu moderno, separado de ella por “el agitado océano” del Tiempo. A lo largo de este libro he tratado de restituir la mirada de los diversos espectadores que contemplaron las pinturas que cubrían las bóvedas del palacio de los virreyes de Nápoles, especialmente la de sus promotores. Confío que el océano del Tiempo no haya deformado excesivamente la mía.
Barcelona, Nimega y Nápoles, mayo de 2009
Capítulo 1
Nápoles en la memoria
Mientras se despedía de este mundo en 1653, la mirada acuosa del anciano conde de Benavente seguía clavada a uno de los cuadros colgados en su residencia de Valladolid. Mostraba una “vista de la ciudad de Nápoles con la entrada del conde don Juan” en un lejano día de 1603. Sin duda, una jornada memorable.1
La morada de los dioses
Con viento favorable, la distancia desde Gaeta podía salvarse en apenas una jornada.
Después de haber recibido la bienvenida de los embajadores de la ciudad en el viejo castillo que guardaba la entrada del Reame, las galeras que transportaban a los virreyes hacia su nuevo destino se adentraban en la región de la fábula, morada de los dioses y solaz de antiguos emperadores.2 Como dos grandes buques de color violeta, Ischia y Prócida parecían puestas ahí para custodiar la entrada del golfo. A medida que los viajeros se acercaban cambiaban de posición, como si de una escultura plantada sobre un pedestal giratorio se tratara. A poco de embocar el canal que las separaba del continente, la ruta doblaba el cabo Miseno. Y entonces sí: el escenario presidido por el Vesubio se ofrecía en todo su grandioso esplendor. Desde la distancia podía divisarse, como puntos diminutos clavados a sus pies, la corona de poblaciones, Portici, Torre del Greco, Torre dell’Annunziata, Castelammare, dispuestas a inmolarse bajo la lava cuando los designios del volcán así lo dispusieran. A su derecha, el golfo se cerraba con la península de Sorrento. Y frente a ella, la isla de Capri. El mejor lugar para aguardar la llegada de la muerte a juicio del emperador Tiberio.
Pero la ciudad seguía sin divisarse. Era como si jugara a ocultarse en el fondo de la rada emplazada tras la punta de Posillipo. Había que esperar. La primera noche la pasarían los recién llegados en Pozzuoli, el puerto anhelado por Eneas, en la imponente villa que don Pedro de Toledo se había hecho construir sobre la ladera que descendía hacia la playa, junto a las ruinas del templo de Neptuno y los palacios de verano de senadores y nobles romanos. Muy cerca también del lugar donde, según la tradición, san Pablo había desembarcado después de la terrible tempestad descrita en los Hechos de los Apóstoles. Ahí, mientras esperaban que concluyeran los preparativos del solemne ingreso, los nuevos virreyes oirían hablar de tantos lugares próximos, cantados por los poetas de la Antigüedad. De la gran ciudad de Cuma, de donde partieron los fundadores de Parténope, que un día se contara entre las principales del orbe y ahora era poco más que un campo de ruinas; de Baia (“nullus in orbe sinus Baiis praelucet amoenis” había escrito Horacio), y del puente, auténtico prodigio de la ingeniería, que el emperador Calígula había mandado construir para acceder al puerto ordenado por Agripa; de la villa de Cicerón o del enclave donde supuestamente se encontraba la tumba del poeta Virgilio, junto a la entrada de la tenebrosa grotta que atravesaba la colina de Posillipo y comunicaba Pozzuoli con Nápoles.
Y, claro está, también de visitar, como un turista más de los que, en número creciente, llegaban a la ciudad, las renombradas maravillas naturales que hacían de este solar de campos ardientes, Campi Flegrei, uno de los más renombrados del mundo: con el lago Averno, en el que Virgilio situó la entrada del infierno, en el fondo de un circo de montañas, siempre despidiendo sus pestilentes exhalaciones, la Grotta di Caronte donde todo ser vivo que se atreviera a penetrarla quedaba inmovilizado por los vapores que desprendía o la Solfatara, el volcán llano cubierto de cenizas y azufre, que lanzaba sus asombrosas fumarolas.
Estos eran, por otra parte, días de un ajetreado ir y venir de emisarios y pretendientes. Aunque antes de abandonar la corte en Madrid los nuevos virreyes habían recibido informaciones genéricas sobre la situación del reino e instrucciones secretas más precisas sobre lo que de su misión se esperaba, ahora se les presentaba la oportunidad de conocer directamente a quienes iban a ser sus compañeros de viaje en los años venideros: los miembros del Consejo Colateral, cuyo parecer tendrían que escuchar antes de resolver cualquier asunto de entidad; los del Sacro Regio Consiglio, la máxima instancia de apelación judicial, y los jueces de los dos principales tribunales, la Gran Corte de la Vicaria que administraba los pleitos ordinarios y los de la Regia Camera de la Sommaria con quien habrían de gestionar los siempre exiguos recursos económicos; los componentes del consejo municipal con sus seis eletti en representación de cada uno de los colegios o seggi en que la ciudad estaba organizada. Y por supuesto, los barones. Nápoles era la ciudad europea que albergaba entre sus muros una mayor concentración de nobles que, paulatinamente, habían permutado las incomodidades de la campagna por la vida ociosa y conspirativa en sus palacios urbanos. Aunque no todos ejercían responsabilidades en las tareas de gobierno, la mayoría tenía asignado un asiento en San Lorenzo Maggiore para asistir a las sesiones anuales del parlamento más complaciente que rey alguno pudiera imaginar. Si todo funcionaba como estaba previsto, cosa que dejaba de suceder con más frecuencia de la deseable, el nuevo virrey tendría, además, ocasión de departir con su colega saliente y, es de suponer que, entre agasajo y agasajo, intercambiar puntos de vista sobre las tareas inmediatas.
fig. 1.1 Francesco Rosselli (atribuido), Tavola Strozzi, 1472-1473, témpera sobre tabla. Nápoles, Museo de San Martino.
Nápoles se hallaba en un los lugares más hermosos del mundo que, ya desde los tiempos en que era una simple colonia griega, había ejercido una irresistible fascinación en sus visitantes. Nada tenía de extraño que se hubiera convertido también en uno de los objetos más deseados por vedutistas llegados de los más remotos lugares. Desde la famosa tavola Strozzi, con sus pululantes figuritas de presepe negociando en el molo engastado sobre el fondo de un abigarrado conglomerado de edificaciones, blancas, ocres y rosadas, coronadas por sonrientes colinas, a la incandescente visión de Didier Barra, pasando por la inquietante representación de Pieter Brueghel, de aguas color esmeralda y cielo cremoso sobre unas escarpadas colinas de coral o la engañosa geometría de los soberbios grabados de Antoine Lafréry y Alessandro Baratta, Nápoles se había convertido en uno de los escenarios urbanos más reproducidos de Europa. fig. 1.1 yfig. 1.2
fig. 1.2 Pieter Brueghel, El golfo de Nápoles. Roma, Galería Doria Pamphili.
Además, cuando desde mediados del siglo XVI se insertó en el circuito del Grand Tour, las guías para visitantes se convirtieron en un género de éxito garantizado. Algunas de ellas, como la de Pompeo Sarnelli, alcanzaron un número de ediciones sólo comparable a los devocionarios más populares. A nadie parecía importarle demasiado que, entonces como ahora, esta clase de libros, y las ilustraciones que los acompañaban, contuvieran una notable cantidad de lugares comunes que contribuían a enmascarar la realidad tanto como a mostrarla.
fig. 1.3 Didier Barra, Nápoles a vista de pájaro, 1647, óleo sobre tela. Nápoles, Museo de San Martino.
Vista desde la altura del vuelo de una gaviota, Nápoles parecía la proa de una enorme embarcación, con Castel Sant’Elmo coronando el puente de mando y Castel dell’Ovo, a los pies del macizo rocoso de Pizzofalcone, a modo de mascarón. A babor la riviera de Chiaia que la comunicaba con Capo Posillipo y a estibor la Corregge que conducía al puente de la Maddalena y el área del Vesubio. fig. 1.3 Aunque ésta era una forma adquirida recientemente. En la tavola Strozzi, pintada hacia 1470, tenía todavía una sola ensenada, dominada por las grandes edificaciones religiosas del siglo XIV como Santa Chiara, San Domenico, San Lorenzo Maggiore, Santa Maria la Nova, el Duomo y San Giovanni a Carbonara. Era todavía la ciudad modelada por los dominadores franceses, que habían ampliado el circuito de las murallas para incorporar el barrio marítimo y, sobre todo, construido un nuevo distrito oficial alrededor del muelle presidido por la impresionante fortaleza de Castelnuovo.
fig. 1.4 (1) Étienne Du Pérac, Antoine Lafréry, editor, Quale et di quanta importanza e bellezza sia la Nobile Cita di Napole, grabado, Roma 1566. Nápoles, Museo de San Martino. Recuadro naranja: recinto de la ciudad medieval; recuadro verde: ampliación de don Pedro de Toledo.
fig. 1.4 (2) Étienne Du Pérac, Antoine Lafréry, editor, Quale et di quanta importanza e bellezza sia la Nobile Cita di Napole, grabado, Roma 1566. Nápoles, Museo de San Martino. Perímetro rojo: Largo del Castello; perímetro azul: Quartiere degli Spagnoli; perímetro verde: Piazza del Mercato.
La ciudad no había vuelto a experimentar una ampliación similar hasta 1537 cuando el virrey Pedro de Toledo duplicó prácticamente su perímetro. fig. 1.4 (1) Los muros de poniente fueron demolidos para permitir el ascenso de las nuevas construcciones por la colina del Vomero en dirección a la cartuja de San Martino; se proyectó un barrio completamente nuevo, el Quartiere degli Spagnoli, de calles rectilíneas y casas uniformes, siguiendo las directrices de los campamentos militares, para alojar la numerosa guarnición de soldados; se trazó la Via di Santa Lucia para comunicar Castel dell’Ovo con Pizzofalcone y se abrió una nueva red viaria que unió el núcleo urbano con el cabo Posillipo facilitando así la expansión hacia la Chiaia, la línea costera ocupada hasta entonces por chamizos de pescadores.
Estas intervenciones inyectaron aire a la vieja ciudad y permitieron ganar espacios como el Largo del Castello, la amplia explanada utilizada en lo sucesivo para las paradas militares y las concentraciones religiosas. El hervor popular seguió sin embargo concentrado en la plaza del mercado, presidido por la iglesia del Carmine, en el extremo oriental, donde la ciudad se abría hacia el Vesubio. No por azar éste había sido el emplazamiento escogido para plantar el patíbulo “per giustiziari i trasgressori”. fig. 1.4 (2)
Longitudinalmente al foso de la muralla derruida, se abrió una gran arteria que en honor del virrey fue bautizada como Via Toledo. Tiempo después habría quien la consideraría como “la più bella strada di Napoli e dell’Italia”, por la multitud de palacios que la flanqueaban, por sus bellos comercios, donde podía encontrarse todo género de productos y “per la folla di un popolo numeroso”.3
Claro que no todo el mundo estaba dispuesto a valorar con la misma admiración la presencia de un popolo tan abundante. Cuando el conde de Benavente se hizo cargo de las riendas del gobierno, Nápoles era, con sus casi trescientos mil habitantes, la mayor metrópoli de Europa después de París. Desde los comienzos de la dominación española su población se había multiplicado por tres. Todas las medidas adoptadas, bajo la presión de los barones que veían como sus súbditos “desamparaban los lugares”, resultaron inútiles.4
La mayor parte de esta masa humana se arracimaba en el recinto delimitado por los antiguos griegos, entre las portas Reale, de Constantinopoli, San Gennaro, Capuana, Nolana y del Carmine, un dédalo de estrechos callejones seccionado por las tres vías paralelas, San Biagio dei Librai, Tribunali y Anticaglia, los antiguos cardos, atravesados todos por el decumano, que ahora era la Via del Duomo. Éste era un reducto ocupado por una mezcolanza en la que las ciudadelas monacales, protegidas del exterior por imponentes muros disuasorios, y las sólidas residencias baroniales se alternaban con inmundas madrigueras donde vivía hacinada la mayor parte de la gente. Para poder alojar la riada de menesterosos que a diario llegaban desde las provincias huyendo de la extorsión del baronaggio, los edificios habían ido ganando altura. Mientras que en Roma la media era de tres pisos, en Nápoles era fácil que se alcanzaran seis o siete. En las estrechas y sombrías callejuelas de esta zona de la ciudad, el sol tenía que hacer prodigios de contorsionismo para encontrar una rendija por donde colarse.
La promiscuidad física hacía que, si bien en Nápoles la vida no estaba menos jerarquizada que en otros lugares, hubiera más contacto entre las diferentes clases puesto que vivían más apretujados. Incluso la alta cultura se alimentaba de historias, canciones y representaciones populares como lo demostraba la obra de Giambattista Basile o el vigor demótico de los diálogos de Giordano Bruno.
Su puerto, el más activo de Italia, atraía una atareada comunidad de mercaderes y negociantes extranjeros que hacían de la ciudad un verdadero teatro de naciones: italianos provinentes de Génova, Florencia o Venecia, gentes venidas del otro lado de los Alpes, (alemanes, franceses, flamencos), del arco mediterraneo (griegos y albaneses) y de los más diversos lugares de Berbería, casi todos ellos organizados alrededor de sus respectivas iglesias nacionales. La afluencia constante de gentes del entorno, el tráfico marítimo internacional, las flotas pesqueras locales y la pléyade de agentes y ministros que merodeaban alrededor de la corte del virrey, hacían que la sociedad napolitana fuera heterogénea y estuviera menos aislada que la de cualquier otra ciudad del Mediterráneo. Sin duda alguna, Giulio Cesare Capaccio tenía razón: “Napoli è tutto il mondo”.5
El club de los elegidos
Los napolitanos eran un pueblo acogedor, orgulloso de su apertura a las personas e ideas de la más diversa procedencia y su particular modo de recibir a los visitantes ilustres. Los virreyes tendrían pronto ocasión de comprobarlo. Los preparativos del ponte del mare, que cruzarían para entrar en la ciudad desde la galera atracada en el molo angoino, habían mantenido ocupados a los responsables municipales desde el momento preciso de recibir la noticia de cada relevo. Al son de las salvas disparadas desde los tres castillos de la ciudad, Castelnuovo, Dell’Ovo y Sant’Elmo, la ceremonia discurriría según una liturgia pautada hasta el menor detalle. Con el ingreso oficial daba inicio un ciclo de festejos que alternaba el ritual de las recepciones con los saraos en el palacio virreinal hasta culminar con la ceremonia de juramento en el Duomo. En el momento decisivo, cuando el secretario del reino leyera en voz alta y solemne la cédula de nombramiento, todos se pondrían en pie, “quitándose los sobreros y haciendo acatamiento como si estuviera presente la persona Real”.
El lunes 21 de abril de 1603, después de haber prestado juramento, don Juan Alfonso Pimentel de Herrera, VIII conde-duque de Benavente, se convirtió en el vigésimo tercer virrey del monarca católico en sus dominios de Nápoles. Se ubicaba así justo en el centro de una serie que había comenzado en 1505 con Gonzalo Fernández de Córdoba y concluiría en 1707 con Juan Manuel Fernández Pacheco, duque de Escalona. Doscientos años que marcaron profundamente la vida en los territorios meridionales de Italia.
Aunque estaba previsto que los mandatos de los virreyes tuvieran una duración de tres años, esta norma se aplicó en la práctica con bastante laxitud. De hecho, fueron muy pocos aquellos que se ajustaron a este lapso. Durante los cien años anteriores a la llegada de Benavente, algunos habían cubierto periodos mucho más prolongados hasta el punto de que tan sólo tres de ellos, Ramón de Cardona (1509-1522), don Pedro de Toledo (1532-1553) y el duque de Alcalá (1559-1571) sumaban casi medio siglo de permanencia en el puesto. Aunque esta práctica tendió a moderarse con el tiempo, no fue infrecuente que algunos fueran renovados por un segundo mandato. El propio Benavente gobernó durante algo más de dos trienios, al igual que luego lo harían don Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos (1610-1616), don Antonio Álvarez de Toledo, V duque de Alba (1622-1629), don Ramiro Núñez de Guzmán, duque de Medina de las Torres (1636-1644), don Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda (1658-1664), don Fernando Fajardo y Álvarez de Toledo, marqués de los Vélez (1675-1683), don Francisco de Benavides, marqués de Santisteban (1687-1696) –el único que a lo largo del siglo XVII completaría un tercer trienio– y, finalmente, don Luis Francisco de la Cerda y Aragón, duque de Medinaceli (1696-1702).
Este era un cargo reservado a los más conspicuos personajes de las mejores familias. Aunque esporádicamente se acudió al servicio de los príncipes de la Iglesia, salvo el cardenal Granvela (1571-1575), el resto tuvo un paso fugaz: el cardenal de la Cueva apenas estuvo unos meses en 1558, el cardenal Borja lo mismo en 1620 y, si bien los cardenales Zapata y de Aragón estuvieron algo más de tiempo, el primero entre 1620 y 1622 y el segundo entre 1665 y 1666, ninguno completó ni siquiera un trienio.
Durante las primeras décadas después de la conquista pareció como si en los planes de la corona estuviera el de vincular el reino a la aristocracia de la Corona de Aragón, como lo prueban los nombramientos de Juan de Aragón, conde de Ribagorza (1507-1509), Ramón de Cardona (1509-1522), Carlos de Lanuza (1522-1527) y Hugo de Moncada (1527-1528). Pero si esta práctica respondía a alguna clase de conducta premeditada, lo cierto es que cambió radicalmente a partir de 1532 con el nombramiento de don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca del Bierzo. Don Pedro, no solamente ejerció, con sus 21 años al frente del gobierno, el virreinato más largo de todo el domino español en Nápoles sino que inauguró el periodo de hegemonía de la alta nobleza castellana que se prolongaría hasta su final y abrió las puertas a uno de los clanes, el de los Álvarez de Toledo, que más hombres aportaría, en conjunto, al cargo virreinal. Todo ello, unido a una serie de decisiones determinantes, cuyos efectos se prolongarían durante décadas, lo convirtió, si duda alguna, en el más influyente de todos los virreyes que pasaron por el reino. La impresionante escultura orante que cubre su sepulcro en la iglesia de Santiago de los Españoles continua siendo hoy día una referencia capital de este periodo de la historia del Reame. fig. 1.5
fig. 1.5 Giovanni Miriliano da Nola, Anibal Caccavello y Giandomenico d’Auria, Sepulcro de Pedro de Toledo en la iglesia de Santiago de los Españoles de Nápoles.
En el siglo y medio posterior a su muerte, la lista de los integrantes de la casa de Toledo incluyó nombres como los de su hijo Fadrique (1556-1558), el III duque de Alba (1555-1556) y su nieto, el V duque (1622-1629), otro Fadrique de Toledo (1671) y Fernando Fajardo y Álvarez de Toledo, marqués de los Vélez (1675-1683). Entre los linajes que aportaron más de un representante, se encontraron también dos duques de Osuna (1582-1586 y 1616-1620), dos duques de Alcalá (1559-1571 y 1629-1631), dos condes de Miranda o los hermanos Aragón, Pascual (1665-1666) y Pedro Antonio (1666-1671) que, además, ocuparon el cargo consecutivamente. Y por supuesto, los Lemos, padre y dos hijos que dominaron el panorama durante las dos primeras décadas del siglo XVII. La relación de Zúñigas que, entre ellos y ellas, recalaron en algún momento en Nápoles, incluiría, al menos a Juan de Zúñiga y Requesens, Juan de Zúñiga y Avellaneda, Manuel de Acevedo y Zúñiga, VI conde de Monterrey y las esposas del VI conde de Lemos y del conde de Benavente. Aunque, desde finales del Quinientos, ninguno tan bien representado como el clan de los Guzmán. El conde-duque de Olivares había nacido en Nápoles donde su padre fue, entre 1595 y 1599, el último de los virreyes de Felipe II. Sin duda ello contribuyó a persuadirle de la importancia de tener bien controlada esta parte de los dominios del rey. Así, en 1631 envió a su cuñado, el conde de Monterrey, que estuvo hasta 1636 cuando fue sustituido por su yerno, el duque de Medina de las Torres, que permaneció hasta 1644. Esta línea de conducta fue mantenida por su sobrino y sucesor en el valimiento, don Juan de Haro: en 1653 envió a don García de Haro-Sotomayor y Guzmán, conde de Castrillo, que se mantuvo en el puesto hasta que en 1658 fue reemplazado por otro miembro del linaje, don Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda. Antes de concluir la centuria, el clan todavía enviaría a otro de los suyos, don Gaspar de Haro, marqués del Carpio (1683-1687), que logró superar a todos sus predecesores en la gestión del lujo y la ostentación. Desde luego, éste era un club selecto en el que muchos eran los llamados pero pocos los escogidos.
Cuadro 1
Virreyes de Nápoles
1505-1507Gonzalo Fernández de CórdobaDuque de Sessa y Terranova1507-1509Juan de AragónCode de Ribagorza1509-1522Ramón de CardonaConde de Albento1522-1527Carlos de Lanuza1527-1528Hugo de Moncada1528-1530Filiberto de ChalonsPríncipe de Orange1530-1532Pompeyo ColonnaCardenal Colonna1532-1553Pedro de ToledoMarqués de Villafranca del Bierzo1554Pedro PachecoObispo de Jaén1555Bernardino de Mendoza (interino)1555-1556Fernando Álvarez de ToledoIII duque de Alba1556-1558Fadrique de Toledo (interino)1558Bartolomé de la CuevaCardenal de la Cueva1559-1571Pedro Afán de RiberaDuque de Alcalá1571-1575Antonio Perrenot GranvelaCardenal Granvela1575-1579Íñigo López de Hurtado de MendozaMarqués de Mondéjar1579-1582Juan de Zúñiga y Requesens1582-1586Pedro Téllez-Girón y de la CuevaDuque de Osuna1586-1595Juan de Zúñiga y AvellanedaConde de Miranda del Castañar1595-1599Enrique de Guzmán Conde de Olivares1599-1601Francisco Ruiz de Castro VI conde de Lemos1601-1603Francisco de Castro (interino)1603-1610Juan Alonso Pimentel de HerreraConde de Benavente 1610-1616Pedro Fernández de CastroVII conde de Lemos1616-1619Pedro Téllez GirónIII duque de Osuna1620Gaspar Borja y VelascoCardenal Borja1620-1622Antonio Zapata y CisnerosCardenal Zapata1622-1629Antonio Álvarez de Toledo V duque de Alba1629-1631Fernando Afán de RiberaIII duque de Alcalá1631-1636Manuel de Zúñiga y FonsecaConde de Monterrey1636-1644Ramiro Núñez de GuzmánDuque de Medina de las Torres 1644-1646Juan Alonso de Cabrera y EnríquezAlmirante de Castilla1646-1648Rodrigo Ponce de LeónDuque de Arcos1648-1653Íñigo Vélez de GuevaraConde de Oñate1553-1658García Avellaneda y HaroConde de Castrillo1658-1665Gaspar de Guzmán y BracamonteConde de Peñaranda1665-1666Pascual de AragónCardenal de Aragón1666-1671Pedro Antonio de AragónDuque de Segorbe1671Federico Toledo y Osorio (interino)Marqués de Vilafranca1672-1675 Antonio Pedro Álvarez OsorioMarqués de Astorga 1675-1683Fernando FajardoMarqués de los Vélez1683-1687Gaspar de HaroMarqués del Carpio1687-1696Francisco de Benavides Conde de Santisteban1696-1702Luis Francisco de la Cerda y AragónDuque de Medinaceli1702-1707Juan Manuel Fernández PachecoDuque de EscalonaCiertamente, en el momento de recibir el nombramiento, todos habían recibido indicaciones detalladas sobre lo que de ellos se esperaba. Cosa bien distinta es que tuvieran los medios y, sobre todo, voluntad de hacerlo. La altivez era mala compañera de la docilidad y, con no poca frecuencia, en Madrid había quien se desesperaba viendo el grado de libertad con el que podían llegar a actuar los virreyes. Aun así, dio la impresión de que algunos principios básicos fueron siempre respetados independiente de la personalidad y los intereses del ocupante del cargo en cada momento determinado. Al menos esto es lo que dedujo el clérigo y escritor inglés John Gailhard, que visitó la ciudad en los años centrales del siglo XVII. Ignoramos de donde extrajo la información pero, desde su punto de vista, estaba claro que “gli Spagnoli governano Napoli sulle base de queste poche regole”. La primera consistía en mantener una buena relación con el Papa, no solamente por motivos religiosos o de vecindad sino, y sobre todo, porque podía causarles no pocos problemas, “fomentando e sostenendo le insurrezioni”. La segunda en atizar las divisiones entre nobles y popolo y aun entre los nobles entre sí, ya que si los napolitanos estuvieran unidos podrían facilmente echarlos del reino; a fin de cuentas “aunque la grupa del caballo napolitano presenta muchas desolladuras, escribió, si pudiera concentrar todas sus energías conseguiría descabalgar de su silla al caballero” (anche se la groppa del cavallo napoletano presenta molte scorticature, pure, se potese dar fondo a tutte le propie energie, riuscirebbe a sbalzare di sella il cavaliere). La tercera pasaba por favorecer que los grandes patrimonios recayeran en manos de mujeres que pudieran ser casadas con nobles españoles”.6 Sorprendentemente, estos maquiavélicos consejos no hacían referencia alguna al que casi todos consideraban la principal dificultad del gobierno: la inestabilidad derivada de las grandes diferencias económicas entre sus habitantes.
Esplendor y miseria
Nápoles era la cabeza de una superficie organizada en doce provincias encajadas entre el Tirreno y el Adriático, los Abruzzo y el estrecho de Mesina: la Terra di Lavoro, los dos Principados, Citra y Ultra, la Basilicata, las dos Calabrias, Superior e Inferior, la Terra di Otranto, la de Bari, los dos Abruzzo, Citra y Ultra, el Condado de Molise y la Capitanata. Un conjunto de territorios que Plinio había bautizado, a la vista de la feracidad de su naturaleza, como la Campania felix. fig. 1.6
Si damos crédito a un observador del principios del Seiscientos, esta condición no había cambiado mucho desde la Antigüedad: “ninguno de cuantos reinos comprende el mundo tiene menos necesidad de lo ageno, ni quien mas envíe fuera de lo propio”, escribió en 1617 Cristóbal Suárez de Figueroa, que conocía bien el territorio por haber servido en varias de sus provincias. “Despacha almendras, nueces y anís hasta para Berbería y Egipto; azafrán para muchas partes; sedas para Génova y Toscana; aceite para Venecia y otros lugares; vinos para Roma; caballos y ganado diverso para diversas provincias. Apulia es el granero de Italia”. Aunque por encima de todas destacaba la Calabria, que bien podía considerarse el epítome de las riquezas naturales de Italia. Producía dátiles, algodón, cañas dulces, maná, almáciga, minerales de sal inexahustos, vinos de muchas diferencias y todos buenos, frutos de todas suertes, caballos de excelente raza, seda de toda perfección. El ganado, menor y mayor, pastaba en la Apulia en invierno y, como en Extremadura, ascendía en verano en búsqueda de los pastos frescos en los Abruzzo.7
A pesar de esto, la carestía en el reino es tan grande, había escrito diez años antes, en la primavera de 1607, el agente de Fernando I de Médici, “que comunidades enteras vienen a Nápoles y andan por las calles gritando: pan, pan, y han llegado tantos pobres que quiera Dios que no estalle la peste porque las personas mueren por las calles y no se toma ninguna medida”. En el discurso que un observador local, Fabio Frezza, dirigió al duque de Alba al inicio de su gobierno en 1623, éste era presentado como el más grave de los problemas que padecía la ciudad ya que “no puede haber en general cosa más odiosa a la multitud que los nobles y los grandes disfruten de tantas delicias y tengan tantos entretenimientos”. Si no deseaba tener que hacer frente a los disturbios callejeros, la primera preocupación de un virrey tenía que ser la de garantizar el aprovisionamiento de sus habitantes.8
Las autoridades intentaron paliar esta situación con diversos expedientes, algunos tan peregrinos como el de fundar colonias, al modo de los griegos y romanos de la Antigüedad, que permitieran desagüar el excedente demográfico a las islas vecinas de Ischia, Prócida y Capri. Cuando nada funcionabla, sólo quedaba la asistencia social. Los propios virreyes trataron de dar ejemplo organizando, en fiestas señaladas del calendario, banquetes para menesterosos en su palacio. Aunque no faltó quien trató de darle más consistencia a esta práctica de la caridad cristiana. Así, Pedro Antonio de Aragón fundó un hospital para los pobres “ch’ andavano medicando per la Città”. Aunque nunca estuvo claro si el verdadero objetivo era aliviar los males de la aterradora masa de menesterosos o protegerse de las alteraciones del orden público que ello provocaba. A fin de cuentas, “la miseria se ha multiplicado tanto en nuestro tiempo y los pobres han aumentado tanto que diez hospicios no bastarían para encerrar la mitad”.9
fig. 1.6 Mapa del reino de Nápoles con sus provincias.
No era de extrañar que ante una demostración tan colosal de incapacidad, los napolitanos se sintieran especialmente impulsados a elevar la vista a lo alto esperando el remedio que sus gobernantes nunca les proporcionarían. Entonces como ahora, la ciudad albergaba la mayor concentración de iglesias de Europa, por encima incluso de Roma. Muchos estarían dispuestos a defender que este era el resultado de la voluntad del cielo. La mayoría tenían su origen en signos milagrosos que nadie osaba cuestionar. Nadie creía tanto en los milagros como los napolitanos. Y en ninguna otra parte el calendario religioso estaba jalonado por el recuerdo de tantos acontecimientos extraordinarios. ¿Qué se podía esperar de un lugar cuyo santo patrón hacía cosas tan asombrosas como San Gennaro, el obispo decapitado en Pozzuoli durante la persecución de Diocleciano? Su sangre coagulada volvía a licuarse milagrosamente al menos dos veces cada año. En 1631 todos quedaron convencidos de que había sido su intercesión la que había logrado frenar el río de lava expulsada por el Vesubio justo en el Ponte della Maddalena, a las puertas de la ciudad. A partir de entonces, la sangre del mártir empezó a licuarse anualmente el día en que eso ocurrió.
Aunque era tanto el trabajo, que San Gennaro no se bastaba para proteger a los napolitanos. La lista de reliquias de los santos más diversos custodiadas en sus iglesias era tan larga como asombrosa: cabellos y leche de la Virgen, el dedo de san Juan Bautista, las piernas de san Andrés, un brazo de santa Catalina, la cabeza de santa Cristina. Ni que decir tiene que una religiosidad fundada en esta clase de convicciones se ajustaba mal a las directrices de la autoridad. Máxime si esta provenía de Roma. Los napolitanos no tenían nada que aprender de las engreídas autoridades romanas siempre empeñadas en imponer sus modos de comunicarse con la divinidad. En el convento de San Domenico Maggiore, el mismo en el que se había formado Tomás de Aquino, habían vivido también Tomaso Campanella y Giordano Bruno cuyo amigo, el dramaturgo y científico Giambattista Della Porta, uno de los pensadores más originales e incómodos de su tiempo, conocía bien, como los dos anteriores, el adusto rostro de los inquisidores. Sólo faltaba que los españoles vinieran ahora con la absurda pretensión de introducir su propia Inquisición. Los dos intentos de hacerlo, en 1510 y 1547, acabaron en violentas alteraciones del orden.
Resultaba inevitable que un mundo tan denso y variopinto como este generara niveles de conflictividad muy superiores a los de otros lugares. La corte de la Vicaria estaba permanentemente desbordada por la cantidad de pleitos que llegaban a sus oficinas y sus calabozos, en el antiguo palacio real de Castel Capuano, a reventar con los más de tres mil presos que, por término medio, alojaba durante las primeras décadas del siglo XVII. Sin duda, los tribunales constituían “un inmenso popolo di litiganti, di procuratori, d´avvocati e di giudici”.10 Una ciudad dentro de la ciudad. Sólo la Vicaria daba trabajo a más de quinientas personas. fig. 1.7 Más modesta, la corte municipal de San Lorenzo mantenía a unas ciento treinta. No era poco. Según algunos cálculos, en Nápoles se buscaban la vida unos mil notarios y alrededor de cuatro mil escribanos. En la gran peste de 1656 murieron dos mil novecientos trabajadores de la industria local más importante, la de la seda; pero también dos mil quinientos escribanos. Todo un indicador. Al menos desde el punto de vista cuantitativo, la calificación del sistema político napolitano como una “respublica dei togati” resulta de lo más ajustado a la realidad.11
El duque de Osuna pensó que el problema se solucionaba mediante una aplicación directa de la justicia; así, ordenó que le fueran presentados los detenidos para, después de escucharlos brevemente, dictar sentencias según su parecer. Este modo brutal de actuar le llevó a chocar con una de las tradiciones jurídicas más desarrolladas y sofisticadas del continente y contribuyó a alimentar la idea de la barbarie de los gobernantes españoles.
La incapacidad de este aparato hipertrofiado de control social para contener los estallidos periódicos de violencia popular resultaba manifiesta. Mucho antes de la revuelta que en 1647 estuvo a punto de poner punto y final a la dominación española en el reino, los virreyes habían tenido que hacer frente a manifestaciones de descontento que casi formaban parte del calendario local. Y aunque ninguna alcanzó la violencia de la de 1585, cuando el representante del seggio popular fue linchado en la iglesia de Sant’Agostino y posteriormente descuartizado por haber consentido una subida desmesurada del precio del pan a la vez que se autorizaba la exportación de trigo a España, los virreyes sabían que las condiciones para que eso ocurriera no habían variado demasiado. Fabio Frezza consideró que el carácter “inquieto, turbio y dispuestísimo a la sublevación” del pueblo napolitano, era la causa principal de que hubiera aceptado y luego rechazado tanto dominadores diferentes. Aquellos virreyes que lograran finalizar sus mandatos sin haber tenido que plantar soldados frente a la población local podían regresar satisfechos. Aunque, quizá, para muchos de ellos, las cosas podrían haber ido de otro modo si en vez de contemplar el espectáculo que se les ofrecía con las lentes de densos prejuicios hubieran observado directamente la realidad.
fig. 1.7 Autor desconocido, Il tribunale della Vicaria. Nápoles, Museo de San Martino.
Como buenos imperialistas, los españoles tuvieron una visión de los napolitanos saturada de tópicos. “En general no son aplicados al trabajo; resisten y sufren poco; son inclinados al ocio y vicio, a pasatiempos y deleites; conténtanse con poco y los que no tienen con que mantenerse dan en ladrones; así hay muchos y no poco sutiles”, escribió uno de ellos en 1617. Diez años más tarde, una relación dirigida al V duque de Alba volvía a incidir en el empleo de términos similares: “La gente napolitana guarda poca fe y menos palabra, es atrevida, fanfarrona y de gran presunción y si no se les pone bocado que sujete al primero, después ni aun con cabezal muy áspero entran en la escuela y disciplina. Son pleitistas, invencioneros y generalmente muy engañosos y no hay artificio que no usen quando han menester y después de recibido el beneficio tampoco se acuerdan que está en el mundo quien se lo hizo y saben por excelencia tener uno en la lengua y otro en el corazón”.12 Ni que decir tiene que esta clase de desprecios ayudaba poco a capturar la dimensión real de los problemas.