La monarquía de los Habsburgo (1618-1815) - Charles W. Ingrao - E-Book

La monarquía de los Habsburgo (1618-1815) E-Book

Charles W. Ingrao

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Beschreibung

La diversidad geográfica y lingüística de la monarquía de los Habsburgo, en 1789, había sentado las bases de un sistema de gobierno europeo único, capaz de trascender su singular patrimonio cultural e histórico. Desafiando la noción convencional de una sociedad atrasada, el autor presenta el dominio de esta dinastía como una potencia militar y cultural de enorme influencia, y se detiene a analizar los factores sociales, políticos y económicos que la configuraron. Este volumen, firmemente establecido como el texto de referencia en su ámbito, incorpora las investigaciones más recientes y sugiere vínculos entre esa época compleja y a menudo desconocida y numerosos problemas de nuestra Europa contemporánea.

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Seitenzahl: 732

Veröffentlichungsjahr: 2020

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CHARLES W. INGRAO

La monarquía de los Habsburgo

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The Habsburg Monarchy, 1618-1815

© 2019 by Cambridge University Press

© 2020 de la edición española traducida por DAVID CERDÁ

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5299-3

ISBN (versión digital): 978-84-321-52300-6

Foto de cubierta: © Scala Archives. Retrato de Leopoldo II (anónimo), Galería de Arte Moderno, Florencia.

A Jonathan, Caroline y Michael

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PREFACIO

1. La peculiaridad de la historia austriaca

LA DIPLOMACIA Y LA FORMACIÓN DE LA MONARQUÍA

EL PROBLEMA DE LA DIVERSIDAD

LA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO Y ALEMANIA

¿CONFLICTO O CONSENSO?

EL PAPEL DE LA DINASTÍA

2. La guerra de los Treinta Años (1618-1648)

LA MONARQUÍA Y LA «CRISIS GENERAL»

LA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO DURANTE LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

LA DERROTA DE LOS HABSBURGO EN ALEMANIA

EL IMPACTO DE LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

3. Mirando al este: Hungría y los turcos (1648-1699)

LAS CONSECUENCIAS DE LA PAZ DE WESTFALIA

LA GRAN GUERRA TURCA Y LA RECONQUISTA DE HUNGRÍA

EL LEGADO DE LEOPOLDO I

4. Mirando al oeste: el Segundo Imperio de los Habsburgo (1700-1740)

LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA

MANIFESTACIONES DE GRANDEZA: EL GRAN BARROCO

TRAS LA FACHADA: EL GOBIERNO Y LA ECONOMÍA

MANIFESTACIONES DE FLAQUEZA: DERROTA Y DESENCANTO

5. El desafío prusiano: guerra y reforma del gobierno (1740-1763)

LA GUERRA DE SUCESIÓN AUSTRIACA

LA PRIMERA REFORMA DE MARÍA TERESA I (1749-1756)

LOS LÍMITES DE LA REFORMA

LA REVOLUCIÓN DIPLOMÁTICA Y LA GUERRA DE LOS SIETE AÑOS

6. Descubriendo al pueblo: el triunfo del cameralismo y el despotismo ilustrado (1765-1792)

LA SEGUNDA REFORMA DE MARÍA TERESA I

LA POLÍTICA EXTERIOR DURANTE LA CORREGENCIA

JOSÉ II Y EL DESPOTISMO ILUSTRADO (1780-1790)

LEOPOLDO II (1790-1792)

LA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO Y EL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN

7. La era de la revolución (1789-1815)

EL CREPÚSCULO DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1789-1794)

EL FRACASO DE LAS COALICIONES (1793-1805)

LA MONARQUÍA DURANTE LA ERA REVOLUCIONARIA

STADION Y METTERNICH (1805-1815)

8. ¿Declive o desmembramiento?

EL PAPEL DE LA DINASTÍA

¿CONFLICTO O CONSENSO?

EL PROBLEMA DE LA DIVERSIDAD

LA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO Y ALEMANIA

LA DIPLOMACIA Y LA FORMACIÓN DE LA MONARQUÍA

LA DEMOCRACIA Y LA DISOLUCIÓN

BIBLIOGRAFÍA

AUTOR

PREFACIO

EN EL CUARTO DE SIGLO TRANSCURRIDO desde la primera edición de este libro han aparecido un buen número de trabajos académicos. De ahí la emoción que me produjo que Cambridge University Press me invitase el año pasado a preparar una tercera edición. Dejando a un lado la multitud de contribuciones recientes por parte de los historiadores anglófonos y de Europa occidental, el lector encontrará en este volumen los trabajos de una nueva generación de académicos checos, húngaros y yugoslavos que ha tomado el relevo. En consecuencia, cada capítulo ha sido significativamente actualizado con los frutos de estas nuevas investigaciones. Buena parte del contenido tiene que ver con los territorios checos y la multitud de grupos étnicos que poblaron el externo sur de la monarquía. La obra también hace hincapié en la alta cultura de las élites de la monarquía, particularmente en su compromiso con las ideas ilustradas y la música del Alto Barroco, del periodo clásico y de los inicios del Romanticismo. Finalmente, el epílogo que apareció por primera vez en la segunda edición (capítulo 8) ha sido ampliado con creces para reflejar dos décadas de compromiso (y, en ocasiones, disenso) con la políticas norteamericanas en la Europa central poscomunista, incluidas algunas observaciones y análisis sobre el proceso de desmembramiento —que llevó un siglo— que condujo a la disolución de la monarquía.

A raíz del renovado interés de los lectores norteamericanos en los conflictos étnicos en los años noventa, conviene recordar las palabras de Neville Chamberlain en el momento álgido de la Crisis de Múnich, cuando lamentó la perspectiva de entrar en guerra por un «país distante» habitado por «personas de las que no sabemos nada». Naturalmente, el primer ministro hablaba de Checoslovaquia. Pero podría haber empleado perfectamente las mismas palabras para referirse a su conocimiento —o preocupación— sobre otros territorios y pueblos de la antigua monarquía de los Habsburgo. Ocho décadas más tarde, hasta el público formado de sociedades occidentales como Gran Bretaña y los Estados Unidos seguía sabiendo muy poco sobre la región, y todavía menos sobre su historia. No es algo que deba sorprendernos. Ni un imperio obsoleto ni los pequeños «Estados sucesores» que lo remplazaron pueden inspirar el mismo interés que las grandes entidades modernas como Francia, Alemania o Rusia. Con todo, incluso antes de su disolución en 1918, la diversidad de la monarquía hizo mucho más difícil comprenderla en su conjunto, desalentando así a cualquiera que se le ocurriese realizar las oportunas investigaciones. Una de las razones es que la monarquía estaba realmente compuesta por tres países diferentes a comienzos del siglo XVII, y cada uno de ellos albergaba una serie de sociedades menores y distintas. En muchos aspectos, siguieron siendo dispares a lo largo de su historia. Por supuesto, lo mismo cabe decir de otras sociedades europeas. No obstante, aunque es posible escribir historia soviética o rusa desde la perspectiva de la Gran Rusia, e historia británica desde un punto de vista inglés, los Estados componentes de la monarquía de los Habsburgo fueron demasiado numerosos, populosos y ricos como para ser ignorados, por los Habsburgo o por quienes estudian esta dinastía. Finalmente, la propia diversidad de la monarquía generó un buen número de problemas, muchos de los cuales demandaron soluciones diferentes de las aplicadas en los grandes Estados nación como Francia o Alemania. Por más fascinantes que resultasen, las peculiares condiciones de la monarquía y su excéntrico desarrollo hacen de ella una mala elección para quien quiera que busque un ejemplo «típico», conceptualmente nítido de la evolución de un Estado nación.

Y lo que es todavía más sorprendente y lastimoso: los pueblos que viven en el corazón de la contemporánea Europa —incluidos los germanohablantes de Alemania y Austria— están cada vez menos al tanto de su herencia común. La aparente timidez de muchos austriacos modernos puede explicarse por el prolongado estatus del país como una nación neutral entre potencias rivales. Pero también es cierto que los gobiernos de los diversos Estados sucesores —incluida Austria— se han esforzado durante un siglo por instalar en sus pueblos una nueva cultura política concebida según el modelo de la nación Estado de los vencedores de la Primera Guerra Mundial. Desafortunadamente, el proceso de imbuir a sus ciudadanos de orgullo nacional ha llegado invariablemente al coste de renunciar a comprender y aprender sustancialmente los complejos desafíos y logros de la enorme empresa danubiana que les precedió.

Este es el destino de los «perdedores» de las grandes guerras: la historia suelen escribirla sus adversarios. No obstante, ni la extinción final de la monarquía ni los complejos problemas que la aquejaron, y ni siquiera las agendas políticas corrientes de varios Estados sucesores debería impedir que la estudiásemos. A la altura de la segunda mitad del siglo XVIII no solo tenía el gobierno más innovador y el ejército más grande del continente, sino que también lideraba la educación pública y el mundo de la música. Si las décadas revolucionarias que siguieron dejaron al descubierto la podredumbre del Antiguo Régimen de Francia, también demostraron los considerables recursos militares, políticos, económicos y culturales de la monarquía de los Habsburgo, así como su notable durabilidad. En la pugna entre ambos sistemas, a la supuestamente «obsoleta» monarquía de los Habsburgo le tocó batallar en la mayor parte de las campañas terrestres, arrostrando las mayoría de las derrotas y, a pesar de todo, alzándose con la victoria final. La monarquía desempeñó un papel predominante para desactivar la Revolución francesa y erigir un sistema internacional que se mantuvo en pie hasta 1914. Cuando se vino finalmente abajo cuatro años más tarde, ya había superado al resto de grandes monarquías europeas tanto en longevidad como en continuidad dinástica, a pesar de tener más enemigos naturales y menos recursos con los que enfrentarlos. Y, como ahora sabemos, los problemas que hubo de afrontar no murieron con ella, sino que todavía persisten en nuestros días. De hecho, nuestra ignorancia sobre el modelo de los Habsburgo y su legado ha afectado negativamente a nuestra comprensión de las trágicas catástrofes humanas y demográficas de la Mitteleuropa de mediados del siglo XX.

Este libro nace del esfuerzo por superar algunos de estos obstáculos, presentando desde el principio varias generalizaciones que pueden contribuir a unificar y dar propósito a los hechos que conocemos, así como a la historia de la monarquía más allá de la fecha con la que se cierra este volumen, 1815. De acuerdo con el formato original de la colección de Cambridge a la que pertenece la obra, el resto del volumen complementará las narraciones al uso con generalizaciones y análisis adicionales que, esa es mi pretensión, ofrecerán a los lectores temas para el debate y dará material para la reflexión a estudiantes y académicos. Desde la primera edición me he esforzado por brindar a los temas sociales, económicos y culturales tanta atención como me fue posible, a pesar de la relativa escasez de material publicado sobre esta temática. Por el contrario, la cobertura de las campañas militares ha sido mínima, a pesar de su importancia inmediata para definir el curso de la historia de la monarquía. Por el contrario, me ha resultado imposible escribir un libro sobre la monarquía de los Habsburgo y los pueblos que gobernó sin dedicar mucha atención a las acciones políticas y diplomáticas de sus líderes. De hecho, dada la naturaleza altamente artificial de su Estado y su sociedad, el aparato estatal de los Habsburgo desempeñó un papel absolutamente decisivo y unificador en la determinación de prácticamente todos los aspectos de su historia, incluida su evolución social y cultural.

Si la monarquía de los Habsburgo es compleja, también lo es su nomenclatura. Para evitar confusiones, el texto se refiere a ella como «la monarquía» o «los dominios de los Habsburgo», reservando el término «imperio» y «Alemania» para las tierras y los pueblos del Sacro Imperio Romano. Solo hay dos excepciones: en el capítulo 4 aludo al «segundo imperio de los Habsburgo», que asimilo al gran conglomerado dinástico de Carlos V; en el capítulo 7, tras la creación del Imperio austriaco (1804) y la disolución del Sacro Imperio Romano (1806), la monarquía recibe finalmente esa denominación. Aunque la palabra «austriaco» es ocasionalmente empleada como adjetivo para referirse al ejército o la política exterior de los Habsburgo, «Austria» se emplea en cambio solamente para representar a aquellas provincias que comprenden los llamados territorios austriacos. Solo tras la creación del Imperio austriaco llega el término a comprender el conjunto de la monarquía de los Habsburgo. Tenemos otra exasperante ambigüedad en cuanto a la terminología de la monarquía en la doble connotación de las palabras «Hungría» y «Bohemia». Al referirme a la totalidad de las tierras de las coronas húngara y bohemia, a menudo empleo las expresiones «Gran Hungría» y «Gran Bohemia»; en cambio, «Bohemia propiamente dicha» y «Hungría propiamente dicha» («Hungría central») son expresiones que aluden solamente a los reinos individuales que responden a esos nombres. Por desgracia, no hay una solución sencilla al problema de los nombres de lugar. Dada la composición étnica mixta de Europa central, muchas de sus ciudades tienen dos o más nombres.

Escribir la primera edición de este libro fue, sin duda, el proyecto literario más difícil que he emprendido. La mayoría de los problemas surgieron de la presunción de que podía dirigirme a estudiantes universitarios, lectores corrientes y a mis colegas de la Academia en el mismo libro. El mayor problema era el espacio. Mientras que los editores de libros de texto y sus lectores exigen brevedad, los académicos ansían una integridad y una sensibilidad a los matices que solo pueden abordarse en un trabajo más extenso. Tratar de conseguir ambas cosas probablemente duplicó la cantidad de tiempo que me tomó completar la tarea. Con todo, le estoy muy agradecido a mi primer editor, Richard Fisher, por su disposición a ampliar la primera edición un cuarto más allá de lo que fijamos en el contrato, a Elizabeth Howard por permitirme agregar un epílogo a la segunda edición y, ahora, a Michael Watson por invitarme a preparar esta tercera edición que es incluso más completa. Si la primera edición fue un desafío difícil, investigar y escribir este volumen fue un placer absoluto.

El camino recorrido hasta llegar a esta tercera edición ha exigido sacrificar las notas al pie. Los límites editoriales en cuanto al número de notas hacen que sea imposible otorgar el crédito adecuado a todos los autores publicados cuyo trabajo consulté. Pronto descubrí en este proyecto que citar a algunos de estos académicos implicaría actuar con arbitrariedad y ser injusto con los que quedasen excluidos. Teniendo esto en mente, he duplicado el tamaño del apartado bibliográfico final para reconocer a aquellos académicos que han agregado tanto durante el último cuarto de siglo a nuestra comprensión de los primeros estadios de la monarquía moderna.

1. Los Habsburgo españoles y austríacos.

2. Las sucesiones española y austríaca.

1.

La peculiaridad de la historia austriaca

EL 9 DE JUNIO DE 1815, los representantes de las grandes potencias europeas se reunieron en el palacio imperial de Hofburg, perteneciente a los Habsburgo, para firmar el acuerdo de paz que ponía fin a las guerras napoleónicas. El acto final del Congreso de Viena no estuvo acompañado de fanfarria o celebración alguna. No obstante, cuando el último de los príncipes europeos y los otros cien mil visitantes que se habían congregado en la ciudad partieron de vuelta a sus países, no quedó duda alguna de la importancia de un tratado que contribuiría a definir el sistema europeo de Estados y a preservarlo de otra gran guerra durante los siguientes cien años.

Aunque los representantes de Gran Bretaña, Prusia y Rusia —e incluso la derrotada Francia— habían desempeñado un papel esencial en las negociaciones de paz, nadie había contribuido más a dar forma al curso de las negociaciones que los anfitriones austriacos. Y por buenos motivos. Aunque siempre ha estado de moda atribuirle a Wellington el mérito de haber derrotado a Napoleón en Waterloo, su destino había quedado sellado dos años antes, cuando Austria entró en la guerra. Fue el imperio austriaco el que aportó el mayor contingente al ejército aliado y su comandante en jefe a la primera conquista de Francia desde tiempos de los francos. Y fueron los objetivos de guerra del ministro de Asuntos Exteriores del emperador, Clemens von Metternich, los que establecieron las bases para el acuerdo final de paz. De hecho, el llamado Sistema Metternich que este dirigió desde Viena estaba destinado a dominar las políticas interiores y exteriores del continente hasta 1848.

Es a partir de este Congreso de Viena y la posterior Era de Metternich cuando comienzan los conocimientos sobre la historia de Austria de muchos estudiantes e historiadores. En general, asocian el éxito de Austria a su gran primer ministro, al tiempo que ven al imperio como un poder en decadencia destinado a la disolución en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, los historiadores que otorgan crédito (o critican) a Metternich por el sistema que ayudó a crear olvidan que él mismo se consideró un simple timonel que se limitaba a seguir los dictados de su soberano de la casa de Habsburgo. En realidad, Metternich se adhirió a muchos de los mismos principios que habían inspirado la política austriaca durante los últimos tres siglos. Además, nuestra toma de conciencia sobre el declive del imperio austriaco en el siglo XIX suele llegar al precio de nuestra ignorancia sobre su emergencia en el siglo XVII como una fuerza poderosa y por momentos innovadora que a menudo tuvo un papel preponderante en los asuntos internacionales y en la diplomacia de la coalición.

Pero la monarquía de los Habsburgo también era diferente de los otros grandes Estados y sociedades de Europa. Y lo era a causa del modo peculiar que tenía de conducir sus asuntos domésticos y exteriores, un modo que ha inducido a los historiadores occidentales a visualizarla como una especie de remanso europeo, una anomalía política cuya inmadurez estructural la condenó a un constante estado de crisis y decadencia desde los mismos comienzos de su historia. Solo si comprendemos la peculiaridad de la monarquía podremos entender cómo se ocupó con éxito de los problemas que estuvieron presentes desde sus albores y cómo no solo sobrevivió, sino que creció constantemente en tamaño, riqueza y fuerza hasta el punto de contar con el poder militar y la estabilidad doméstica necesarios para resistir y en último término vencer a la Francia revolucionaria.

Podemos identificar al menos cinco factores interdependientes que influyeron en la determinación del curso distintivo de la historia austriaca después de 1815, pero que ya eran evidentes al menos dos siglos antes: el impacto de la diplomacia geopolítica y de equilibrio entre las potencias; la diversidad e individualidad de los dominios de los Habsburgo; la estrecha identificación de la dinastía con Alemania; la medida en que dependía de lograr un consenso entre las élites nacionales y los aliados extranjeros; el papel clave de los propios monarcas para proporcionar continuidad y seguridad a su Estado.

LA DIPLOMACIA Y LA FORMACIÓN DE LA MONARQUÍA

Al considerar la historia temprana de la monarquía y su surgimiento como una gran potencia, es apropiado recordar la famosa observación del publicista del siglo XIX, František Palacký, quien dijo que, si la monarquía de los Habsburgo no hubiese existido, habría habido que crearla. De hecho, la monarquía se creó a principios de la era moderna y continuó creciendo en gran medida porque su desarrollo era consistente con las necesidades de la comunidad internacional. Es difícil subestimar el papel central que desempeñó la diplomacia dinástica en la peculiar evolución de la monarquía. La mayoría de los países como Inglaterra, Francia o España pueden vincular su aparición como Estados nación a una continuidad geográfica que promovió un grado sustancial de homogeneidad económica, política, cultural y lingüística. En gran medida, sus gobernantes y élites al mando se limitaban a cumplir funciones que habían sido predeterminadas en gran medida por esta realidad estructural subyacente. En cambio, los Habsburgo emplearon la política dinástica para aglutinar un conglomerado de dominios dispares, sobre los que luego superpondrían políticas interiores destinadas a proporcionar la continuidad de la que carecían esos territorios. No obstante, los Habsburgo también fueron impulsados por fuerzas geopolíticas que facilitaron en gran medida su éxito en el escenario internacional. Desde el principio hasta el final, el destino de su monarquía se vio afectado por la práctica europea de la diplomacia del equilibrio de poder, especialmente por la asistencia de los gobernantes y los Estados vecinos, que percibieron que era lo suficientemente fuerte como para ayudarles a resistir a los enemigos más poderosos, al tiempo que lo suficientemente débil como para no representar una seria amenaza a su propia seguridad.

Fue esta doble ecuación la que condujo a la elección del primer Habsburgo para la corona imperial alemana. Los príncipes alemanes que eligieron a Rodolfo I (1273-1291) lo hicieron en parte porque, siendo el señor relativamente oscuro de varios territorios de tamaño modesto del suroeste, se lo consideraba insuficientemente preponderante como para desafiar la posición del resto en el imperio. También valoraron su disposición para ayudarlos a repeler la amenaza que representaban los vecinos del sudeste de Alemania, Bohemia y Hungría. Cuando los ejércitos de Rodolfo mataron al rey bohemio en la batalla de Marchfeld (1278), aquel adquirió las tierras del sudeste alemán de su enemigo, incluido el ducado de Austria. A mediados del siglo siguiente, sus descendientes ya se habían elevado al rango de «archiduque» (ayudándose de un documento falsificado) y habían establecido su identidad como la Casa de Austria.

Pero la dinastía adquirió algo más que su identidad austriaca en la batalla de Marchfeld. Asumió entonces la posesión del flanco sudoriental del imperio, que estaba expuesto no solo a Hungría y Bohemia, sino a la creciente amenaza de los turcos otomanos. La posición estratégica de los territorios austriacos realzó la importancia de los Habsburgo como defensores de las fronteras de Alemania y ayudó a asegurar la elección de una serie de emperadores de los Habsburgo, comenzando con la sucesión del emperador Alberto II (1438–1440). Aunque el poder competidor de los otros príncipes alemanes debilitó en gran medida la administración imperial, la dinastía lo utilizó de manera efectiva para mejorar su prestigio y su perfil europeo. En un memorable acto de grandeza, el emperador Federico III (1440-1493) adoptó incluso el acrónimo de todas las vocales AEIOU para representar su presuntuoso, aunque profético lema: Austria Est Imperare Orbi Universo (Austria está destinada a gobernar sobre el mundo entero). Junto con la adquisición de las tierras austriacas, el control de los Habsburgo sobre la corona imperial también puso en juego un segundo factor geopolítico que ayudaría a determinar el curso de la historia de Austria hasta el final de la monarquía: una ubicación estratégica en Europa central que la expuso a enemigos potenciales y atrajo a un número aún mayor de solícitos aliados.

Ambos factores —la posición estratégica de los Habsburgo y su utilidad para lograr un balance de poder entre los vecinos— desempeñaron un papel decisivo en la repentina emergencia de la dinastía en la escena europea a finales del siglo XV. Hay que otorgar la mayoría del crédito individual al sobresaliente hijo de Federico III, el emperador Maximiliano (1493-1519), responsable de tres alianzas matrimoniales enormemente convenientes durante el medio siglo que fue de 1477 a 1526. Fue la primera de estas uniones en 1477, entre el por entonces joven príncipe Habsburgo y María, hija y heredera del duque de Borgoña, la que inspiró el famoso refrán:

Deja que los fuertes peleen las guerras.

Tú, Austria dichosa, cásate en cambio.

¡Lo que a otros Marte otorga,

a ti Venus te lo entrega!

Su autor, Matías Corvino, rey de Hungría y Croacia (1458-1490), estaba en situación de apreciar la buena fortuna de su rival Habsburgo. Había conquistado la mayoría de los territorios austriacos de los Habsburgo arrebatándoselos al padre de Maximiliano, y había llegado a hacer de Viena su capital en 1485. La brecha entre las pretensiones dinásticas de los Habsburgo y su impotencia marcial llevó a los vieneses a burlarse de Federico III con su propia versión de AEIOU: Aller Erst Ist Österreich Verloren (Austria ya lo ha perdido todo). Sin embargo, cinco años después, el imperio de Matías se vino abajo cuando murió sin hijos. Por el contrario, la progenie de Maximiliano y María heredó finalmente los territorios de los Habsburgo en el sur de Alemania y las propiedades de Borgoña en los Países Bajos, un área comercialmente rica. Esta doble herencia hizo que los Habsburgo pasasen de ser príncipes territoriales alemanes a convertirse en una dinastía europea de primer rango.

El segundo partido decisivo los transformó en una potencia mundial. Cuando Fernando de Aragón e Isabel de Castilla acordaron en 1946 casar a su hija Juana con el hijo de Maximiliano, Felipe «el Hermoso», no contaban con que los Habsburgo heredarían pronto el nuevo imperio español a cuya creación tanto habían contribuido ellos. Dos hermanos mayores y, finalmente, tres sobrinos iban por delante de Juana en la sucesión. Pero la muerte prematura de los cinco herederos hizo que le correspondiese a ella. Por lo tanto, sucedió que cuatro monarquías se concentraron en las manos de Carlos de Gante, el hijo mayor de Juana y su esposo Habsburgo, Felipe: Castilla y Aragón a través de la madre de Carlos; Borgoña (incluyendo los Países Bajos) y los territorios alemanes de la dinastía a través de su padre. Su elección en 1519 para suceder a su abuelo Maximiliano como el emperador alemán Carlos V (1519-1556) completó una fenomenal toma de poder dinástica que fue más allá de las amargas expectativas de Matías Corvino.

Los matrimonios borgoñón y español establecieron un conglomerado principalmente en Europa occidental que incluía no solo a España y los Países Bajos, sino también las extensas posesiones italianas de Aragón y el emergente imperio del Nuevo Mundo de Castilla. No pasó mucho tiempo antes de que Carlos V reconociese la orientación atlántica de su monarquía y situase a Castilla como su centro neurálgico. Dada la relativa lejanía de sus territorios austriacos, Carlos se los cedió a su hermano menor, Fernando, en 1521. Fue en este punto cuando las consecuencias de un tercer acuerdo matrimonial verdaderamente extraño en el que estaba implicado Fernando llevaron directamente a la creación de un segundo gran Estado de los Habsburgo arraigado en el centro-este de Europa. En 1506, el abuelo de los dos muchachos, Maximiliano, y el rey Vladislao Jagellón de Hungría y Bohemia llegaron a un acuerdo altamente especulativo que auguraba un matrimonio doble de Fernando con la hija de Vladislao, Ana, y de la hermana pequeña de Fernando, María, con el aún no nacido (pero, deseablemente, varón) hijo de la esposa embarazada de Vladislao. El posterior nacimiento del hijo y sucesor de Vladislao, Luis, permitió que se celebrasen ambas bodas, tras la conclusión de un pacto matrimonial más definitivo en 1515. Cuando el rey sin hijos Luis II murió luchando contra los turcos en Mohács en 1526, su viuda de Habsburgo María y su cuñado Fernando pudieron asegurarse de que este último sería elegido rey de Hungría y Bohemia.

Es fácil atribuir estas tres uniones increíblemente fortuitas al frenesí casamentero de Maximiliano I, quien en realidad planeó y concluyó muchas otras alianzas matrimoniales menos fructíferas durante su vida. Sin embargo, surgieron porque los socios dinásticos de Maximiliano compartían una preocupación mutua por la creciente amenaza que representaban las potencias rivales para el equilibrio de poder en la región. Al seleccionar a Maximiliano para su hija, el duque de Borgoña buscaba ayuda contra su enemigo acérrimo, el rey de Francia, que murió a manos de sus aliados suizos tres meses antes de la boda. La unión con España surgió del deseo de Fernando de Aragón de proteger las propias posesiones de su dinastía en Italia ante la sensacional conquista de la península por los franceses en 1494. Aunque no produjesen herederos varones, dos alianzas matrimoniales anglo-españolas posteriores también fueron motivadas por la histórica rivalidad de Inglaterra con Francia. Si Borgoña, España e Inglaterra contemplaban a los franceses como una amenaza para el equilibrio de poder en Europa occidental, los reyes Jagellón de Hungría y Bohemia —y las Dietas nobles que posteriormente eligieron a Fernando para sucederle como rey— actuaron por la necesidad de contar con la asistencia de los Habsburgo contra la implacable marcha de los turcos otomanos a través de los Balcanes. Una urgencia que quedó plasmada en la muerte del desafortunado Luis II; literalmente, Fernando tuvo que sacar la corona húngara del pantano en el que su rey la había sumergido mientras huía de los turcos en Mohács.

Surge la cuestión de por qué todos estos países pensaron que los Habsburgo eran unos socios tan deseables con quienes enfrentar estas variadas amenazas extranjeras. Una vez más, fue la ubicación central de los territorios austriacos y el Sacro Imperio Romano la que hizo que Maximiliano y sus sucesores fueran sensibles a la aparición de Estados agresivos a lo largo de los márgenes de Alemania, ya fuese al oeste, en Francia, al sur, en Italia o al este, en los Balcanes. Además, a medida que todos esos matrimonios daban sus frutos y se agregaban al patrimonio de los Habsburgo, se expandía constantemente el alcance de sus intereses geopolíticos y las necesidades de dotar a la dinastía de cierta seguridad, impulsando a esta en más direcciones hasta abarcar la mayor parte del continente. Por otra parte, aunque ahora eran la dinastía alemana predominante y aunque fuesen invariablemente elegidos para poseer la corona imperial, los Habsburgo austriacos nunca fueron considerados por los contemporáneos de Maximiliano como una gran amenaza para el equilibrio regional de poder como lo fueron los franceses o los turcos. Por lo tanto, eran aliados ideales, de acuerdo con el famoso dictum de Maquiavelo de que hay que aliarse siempre con las potencias más débiles contra las más fuertes. Los Habsburgo austriacos ya no volverían a obtener ganancias territoriales importantes de los matrimonios dinásticos. Pero las razones que habían convertido a Maximiliano en un socio tan dispuesto y deseable (la ubicación estratégica y central de las tierras austriacas y la utilidad de los Habsburgo austriacos como contrapeso benigno en la política de equilibrio de poder) permanecieron más o menos constantes en la política europea hasta el final de la monarquía en 1918.

EL PROBLEMA DE LA DIVERSIDAD

Obtener un imperio por herencia no era, en todo caso, algo que careciese de inconvenientes. Uno de los desafortunados legados de las alianzas dinásticas de Maximiliano fue la diversidad y la individualidad de los dominios que logró reunir. Como puede suceder en cualquier matrimonio de conveniencia, los sujetos de estas uniones a veces eran incompatibles, o al menos no estaban dispuestos a entregar sus derechos individuales y su independencia a la pareja dominante. De hecho, antes de que pudieran recibir el homenaje de sus nuevos súbditos, los Habsburgo siempre tenían que jurar respetar sus privilegios y autonomía, una delicadeza constitucional que habría sido innecesaria si los hubieran adquirido por conquista. Por lo tanto, los Habsburgo españoles y austriacos reunieron un patrón de dominios en mosaico en el que las propiedades de sus territorios componentes conservaban una identidad separada, así como un control sustancial sobre la elaboración y la aplicación local de la ley. Condiciones como estas contribuyeron a perpetuar el sentido de independencia de cada país de la corona a expensas de una identidad común y de la lealtad a la monarquía en su conjunto. Al final, estos resultarían ser defectos fatales que condenaron a los Habsburgo españoles a la destrucción en el siglo XVII, y también contribuyeron a la disolución de Austria-Hungría en el siglo XX.

Mientras que el imperio español estaba disperso por toda Europa y gran parte del mundo, los dominios de los Habsburgo austriacos tenían al menos la ventaja de ser geográficamente contiguos. Sin embargo, al entrar en el siglo XVII también fueron, en palabras de R. J. W. Evans, «no “un” Estado, sino una aglutinación levemente centrípeta de elementos desconcertantemente heterogéneos». La unión que hizo Fernando de Hungría y Bohemia con sus tierras austriacas había creado una configuración territorial esencialmente tripartita que aprovechaba vínculos económicos limitados al tiempo que era diversa lingüística, cultural y constitucionalmente. Gran parte de esta discontinuidad surgió de una engañosa territorialidad: con la singular excepción del Danubio, que proporcionaba un vínculo sólido entre partes de Hungría y Austria, la desafortunada configuración natural de los sistemas montañosos y fluviales periféricos de la monarquía había predeterminado en gran medida el desarrollo separado de sus tres componentes. Con todo, hay que decir que un siglo de gobierno de los Habsburgo había hecho poco para romper estas barreras.

Esta falta de homogeneidad era evidente incluso en los dominios austriacos, bohemios y húngaros de la monarquía (véase Mapa 1). Los territorios austriacos y otros alemanes que la dinastía había poseído desde la Edad Media eran de por sí poco más que un conjunto deslavazado de más de una docena de principados en gran parte autónomos que se extendían por gran parte del sur de Alemania. Pese al tiempo transcurrido, los Habsburgo habían hecho poco para fomentar una identidad común dentro de estos denominados territorios hereditarios, o Erblande. A su muerte en 1564, Fernando renovó una práctica común de sus predecesores Habsburgo al subdividir los territorios austriacos entre sus tres hijos. Esta partición permaneció hasta principios del siglo XVII. Además de Bohemia y Hungría, la línea principal de los Habsburgo contenía solo los dos archiducados danubianos de la Alta y Baja Austria o, para ser más precisos, Austria por encima de Enns y Austria por debajo de Enns (una ciudad que recibe su nombre del pequeño afluente del Danubio que separaba las dos Austrias). Directamente hacia el sur, una segunda corte de los Habsburgo en Graz gobernaba media docena de principados ubicados a lo largo de las franjas orientales de los Alpes: los tres ducados de Estiria, Carintia y Carniola, conocidos colectivamente como Austria Interior, junto con los mucho más pequeños principados adriáticos de Gorizia, Istria y Trieste. Finalmente, al oeste, un tercer archiduque de los Habsburgo en Innsbruck gobernaba los territorios austriacos más dispersos y aislados: situado en los Alpes y casi totalmente separado de las otros Erblande, estaba el Tirol; más allá se encontraban los Vorlande, o Austria Exterior, el condado contiguo e igualmente montañoso de Vorarlberg y aproximadamente un centenar de enclaves muy dispersos en el suroeste de Alemania que incluían las tierras ancestrales más antiguas de los Habsburgo. Por más geográficamente desarticulados que estuviesen estos territorios, tanto el Tirol como Austria Interior se vieron aún más fragmentados por la presencia de numerosos enclaves pertenecientes a media docena de príncipes-obispos imperiales.

Mapa 1: La guerra de los Treinta Años.

Aunque la mayoría de los dos millones de habitantes de los territorios hereditarios (1618) se dedicaban a la agricultura, sus economías comerciales eran muy distintas y en gran medidas independientes unas de otras. Los dos archiducados estaban estrechamente vinculados al comercio en el río Danubio, que los conectaba con Hungría y Alemania. Linz, capital de la Alta Austria, era uno de los principales centros comerciales y manufactureros de la monarquía, especializada en la producción y exportación de textiles, así como el transporte fluvial de vino y minerales de Hungría. Viena, capital de la Baja Austria, también estuvo en cierta medida involucrada en el comercio del Danubio, aunque poco a poco fue asumiendo su papel como centro administrativo de la monarquía. Por el contrario, la economía principalmente agrícola de Austria Interior también dependía en gran medida de la extracción de minerales clave. Estiria era uno de los centros más importantes del continente para la extracción y elaboración de hierro, mientras que Carintia y Carniola eran importantes centros de producción de plomo y mercurio, respectivamente. Aunque también utilizaba el Danubio como un conducto para sus exportaciones de minerales, gran parte del comercio de Austria Interior transcurría hacia el sur, hasta los principados del Adriático, cuyas economías estaban esencialmente influidas por su proximidad al mar y al norte de Italia. El Tirol y Austria Exterior prácticamente no tenían vínculos comerciales con el resto de los Erblande. En cambio, el Tirol servía como una ruta importante entre Italia y el sur de Alemania, a la que exportaba vidrio, seda y lo que extraía de sus propias minas de metales y sal a cambio de alimentos. Mientras tanto, la lejanía de las tierras de Austria Exterior hizo de ellas una parte integral de las economías de las tierras alemanas de Suabia y Alsacia que las rodeaban.

En última instancia, los Erblande serían definitivamente reunificados en 1665, tras la extinción de todas salvo una de las ramas familiares. No obstante, estas divisiones políticas, físicas y económicas animaron a todos y cada uno de los territorios hereditarios a desarrollar un sentido separado de lealtad regional y a concentrarse más en sus propios intereses egoístas que en los de otros territorios austriacos, o en los de la monarquía en su conjunto. Además, su individualidad se vio reforzada por el hecho de que retuviesen sus propias instituciones gubernamentales incluso después de la reunificación. Cada territorio estaba encabezado por un gobernador (Landeshauptmann o Landesmarschall) que era nominado por las Dietas y designado por la corona. Pero el poder real residía en las propias Dietas. Cada Dieta, o Landtag, disfrutaba de un derecho genuino para negociar con el gobernador sobre las solicitudes de la corona. Lo más usual era que simplemente estableciesen su propia agenda legislativa. Solo ellos eran responsables de aspectos como la construcción y el mantenimiento de las calzadas, la atención médica y el saneamiento, todos los niveles de la educación pública e incluso de las defensas regionales y la milicia. Excepto en el caso de los archiducados, estas Dietas también cobraban sus propios peajes y aranceles, acentuando así las duraderas divisiones entre los territorios hereditarios. Incluso cuando recaudaban dinero para la corona, estos territorios lo hacían redactando sus propias leyes fiscales y luego procediendo a recaudar a través de su propio ejército de funcionarios. Con la singular excepción de la Baja Austria, la burocracia de los Estados igualó o superó a la de la corona hasta bien entrado el siglo XVIII. En la práctica, el centro del poder de cada territorio no residía tanto en las Dietas como en los funcionarios a quienes estas designaban y pagaban, que funcionaban en todo momento, incluso cuando la Dieta no estaba en sesión. Al ser nombrado por las Dietas, incluso el gobernador tendía a ser al menos tan respetuoso con estas como lo era con la corona.

Finalmente, un paso más allá de los funcionarios de las Dietas estaban las provincias, la nobleza, cuya tarea —o privilegio— era hacer cumplir las leyes gubernamentales en su jurisdicción, o Herrschaft. En este nivel, los intereses provincianos siempre se imponían a las prioridades del gobierno en Viena. También era este el caso respecto a los numerosos obispos imperiales, cuyos enclaves del Tirol y Austria Interior gozaban de una considerable autonomía administrativa. Tampoco es que esos intereses se expresasen necesariamente en alemán. Puede que ciertos territorios hereditarios más al sur perteneciesen al imperio alemán, pero por lo general hablaban un idioma diferente. Gran parte del campo en Carniola, Estiria, Carintia y Gorizia era esloveno. La mayor parte de Istria hablaba croata, mientras que el italiano era la lengua dominante tanto en Trieste como en el Tirol del sur. También se podían encontrar lenguas romances más excéntricas a lo largo de las franjas occidentales del Tirol (romanche) y Vorarlberg (ladino). Sería engañoso sugerir que esta diversidad lingüística exacerbó de algún modo las divisiones políticas, económicas o culturales dentro de los territorios hereditarios. Las élites gobernantes y las ciudades en las que estaban las más importantes instituciones hablaban en todo caso alemán, excepto en aquellas áreas donde dominaba el italiano. Y hasta en tales casos el lenguaje era de importancia incidental, a menos que reforzase de alguna manera una mayor identidad histórica o política dentro de la clase dominante del país. No fue el caso en los territorios hereditarios. Sí se dio, en cambio, en Bohemia y Hungría.

Tanto Bohemia como Hungría eran reinos establecidos desde hacía más de quinientos años cuando los Habsburgo los adquirieron entre 1526 y 1527. Cada uno fue la creación de una tribu conquistadora: los checos eslavos, que tal vez llegasen a Bohemia ya en el siglo VI, y los magiares, un pueblo ugrofinés que subyugó a los pueblos eslavos y otros pueblos de la llanura húngara al final del siglo X. Aunque las dinastías nativas de ambas naciones se extinguieron a principios del siglo XIV, continuaron prosperando bajo una serie de gobernantes extranjeros electos, un proceso que culminó con la unión personal de los dos reinos bajo los reyes Vladislao Jagellón (1491-1516) y el malogrado Luis II (1516–1526). De hecho, siendo uno de los Estados más prominentes de Alemania y su único reino soberano, Bohemia había desempeñado un papel importante en los asuntos imperiales. Hungría también se había situado a la vanguardia de la defensa cristiana contra la amenaza otomana hasta la catástrofe de Mohács. De modo que ambos reinos ya gozaban de una identidad histórica bien definida cuando sus noblezas constituyentes eligieron a Fernando de Habsburgo como rey. Con todo, como ocurrió con los Erblande, su configuración natural fue de algún modo más compleja de lo que sus historias nacionales pudieran sugerir.

Justo al norte de los Erblande, los territorios de la corona bohemia consistían en cinco principados, pero se los visualiza mejor como dos regiones discretas. Una serie de montañas muy boscosas cubrían el terreno montañoso del reino de Bohemia y su vecino oriental, el Margraviato de Moravia. Solo avanzando hacia el norte a través de los pasos de las montañas de los Sudetes era posible llegar a la llanura del norte de Europa, en gran parte plana, y a los otros tres territorios de la corona de Bohemia: el ducado de Silesia y los demarcaciones más pequeñas de la parte superior e inferior de Lusacia. Aunque la insularidad montañosa de Bohemia y Moravia los hizo algo menos distintos, los cinco fueron entidades políticamente discretas, totalmente independientes entre sí. Silesia era más diversa si cabe, compuesta por no menos de dieciséis principados feudales, de los cuales solo seis estaban gobernados directamente desde Viena. Por otro lado, media docena de familias principescas gozaron de importantes privilegios judiciales y en la elaboración de leyes, privilegios que les otorgaron diversos grados de independencia del dominio de los Habsburgo. Casi la mitad del norte, la Baja Silesia estaba gobernada por dos dinastías nativas en buena medida autónomas, los Piast de Liegnitz, Brzeg y Wohlau, y los Podiebrad de Münsterberg y Öls; en el sur, una rama menor de la dinastía Hohenzollern gobernaba el ducado de Jägerndorf en la Alta Silesia con el estatus completo de príncipes imperiales.

Los cinco territorios de la corona bohemia estaban étnicamente mezclados. Había una mayoría de habla checa que incluía a casi toda la nobleza y que dominaba el centro de Bohemia y Moravia, mientras que una gran minoría alemana dominaba la periferia montañosa. Por el contrario, la nobleza de Silesia y las Lusacias hablaba alemán, al igual que la mayoría de la población de Silesia. Sin embargo, el sur de la Alta Silesia tenía una gran minoría polaca y una pequeña población checa a lo largo de la frontera bohemia. En cualquier caso, las Lusacias eran aún más peculiares, por ser el hogar de los sorbos, la nación eslava más pequeña de Europa. La distinción cultural y lingüística de los principados del norte no carecía de implicaciones políticas. Hasta 1616 Silesia y las Lusacias tuvieron una «cancillería alemana» en Breslavia que gozaba de cierta autonomía del gobierno bohemio en Praga. Incluso después de que fuesen suprimidos, los idiomas oficiales de los principados del norte siguieron siendo alemanes, a diferencia del checo que se hablaba en Bohemia y Moravia.

Lo que todos los territorios de la corona de Bohemia tenían en común era su riqueza humana y económica. En 1618, sus cuatro millones de habitantes los convertían en el componente más poblado de la monarquía, así como en uno de los más densamente poblados de Europa. Además, la escasez de suelo fértil había espoleado el desarrollo fabril en los cinco territorios de la corona. A principios del siglo XVII, Bohemia era uno de los principales productores textiles de Europa central. Las montañas de Bohemia y Moravia también eran importantes productoras de minerales, entre ellos el hierro, la plata y hasta dos tercios del estaño del continente. La propia Praga había aprovechado su ubicación estratégica para convertirse en un importante punto de tránsito para la exportación a Alemania de productos textiles y minerales producidos localmente, así como de ganado y cultivos de Austria, Hungría y Polonia, y de hierro de lugares tan alejados como Estiria. Silesia y las Lusacias eran igualmente territorios ricos, pero su lejanía jugaba en contra de una integración más plena en la economía de la monarquía. Aunque Silesia era el principal proveedor de textiles finos de Hungría, la mayor proximidad de la llanura del norte de Europa y los ríos Óder y Neisse que corrían a lo largo de su territorio inducía a los tres principados a comerciar más con Sajonia, Brandeburgo y Polonia que con el resto de la monarquía.

Durante el siglo XVI, Fernando y sus sucesores habían llegado a confiar en la riqueza superior de sus tierras bohemias para obtener la mayor parte de sus ingresos. A cambio, consideraron prudente no perturbar su autonomía política. Dejaron intactos los tesoros autónomos que recaudaban los ingresos de cada corona. También honraron el derecho de la nobleza indígena de ocupar puestos en el gobierno con funcionarios nativos. Su oficina ejecutiva central, la cancillería de la corte de Bohemia, estaba compuesta por nobles de habla checa que representaban a las provincias y residían en el Castillo Hradcany de Praga, incluso si la residencia de su rey Habsburgo estaba a trescientos kilómetros de distancia en Viena. Entre tanto, disfrutaban de poderes legislativos y administrativos más extensos que los reconocidos a los Erblande. El más notable entre ellos era el derecho tradicional de Bohemia a elegir un rey para todas las tierras de la corona tras la muerte de cada monarca, generalmente después de haber confirmado sus derechos y privilegios. No era un instrumento menor. Durante la revuelta religiosa husita de principios del siglo XV, Bohemia se negó a elegir al heredero del difunto rey y le impidió asumir el trono durante diecisiete años, hasta que tanto él como el papa reconocieron sus demandas para recibir concesiones constitucionales y confesionales especiales. Lo más destacado es que se eliminó la jurisdicción clerical de la Dieta; el control sobre los distritos administrativos locales, o Kreise, pasó de los jueces reales a los nobles capitanes de distrito (Kreishauptmänner); los fieles de Bohemia obtuvieron incluso el derecho a recibir la comunión de ambos tipos, un privilegio que no se extendió a otros católicos romanos hasta el siglo XX. Más aún, el legado husita del país y la supervivencia de la lengua checa en el seno de la élite gobernante bohemia y morava reforzaron el sentido de singularidad e independencia de los dominios austriaco y húngaro, así como de los propios Habsburgo alemanes.

En ningún lugar fue más fuerte el espíritu de independencia y la tradición de oposición a la corona en los dominios de los Habsburgo que en Hungría. Ubicada a lo largo de las fronteras orientales de las tierras austriacas y bohemias y fuera del Sacro Imperio Romano, Hungría constaba de tres entidades políticas diferenciadas, cada una con sus propios Estados, leyes y con una variedad de grupos lingüísticos. En el centro estaba Hungría propiamente dicha. La mayor parte del reino central comprendía una rica llanura formada por el Danubio y varios afluentes importantes. La única excepción notable estaba en el norte, la Alta Hungría (que coincide aproximadamente con la actual Eslovaquia), que quedaba atravesada por los Cárpatos occidentales. A principios del siglo XVII, el reino central tenía unos 1,7 millones de habitantes. En la medida en que es posible hacer generalizaciones, el campo hablaba principalmente magiar en la cuenca del Danubio, eslovaco y ruteno en los Cárpatos, y el idioma más frecuente en las ciudades era el alemán. Al suroeste, entre el río Drava y el mar Adriático, se encontraban los reinos croatas de Croacia y Eslavonia, estrechamente unidos, una región que aglutinaba a un cuarto de millón de personas que habían estado vinculadas con Hungría desde finales del siglo XII. Al este de la llanura del Danubio, en la estribación oriental de los Cárpatos, se encontraba el principado montañoso pero fértil de Transilvania. Transilvania era seguramente la tierra de la corona de mayor complejidad étnica. Sus aproximadamente setecientos cincuenta mil habitantes comprendían una mayoría campesina rumana, junto con las tres «naciones» políticamente protegidas representadas en su Dieta: los magiares; un pueblo estrechamente relacionado, los sículos, de habla magiar; y los «sajones», descendientes de colonos alemanes renanos que, como los sículos, habían ayudado a los reyes magiares a defender la frontera de Transilvania durante el Medievo.

Como fue el caso en Bohemia, el gobierno de los Habsburgo en Hungría estuvo caracterizado por las amplias libertades constitucionales de las que disfrutó, que fueron defendidas por una nobleza indígena orgullosa e independiente. El foco institucional de sus libertades estaba en la Dieta bicameral del reino y en su cancillería independiente, que reclamaban jurisdicción para todo el reino. Aunque la nobleza en su conjunto disfrutaba de un monopolio casi completo sobre todas las posiciones del gobierno, fueron los grandes terratenientes aristocráticos, o magnates, quienes se hicieron con la mayoría de los puestos ejecutivos clave en los tres territorios de la corona. El principal de ellos era el palatino, a quien la Dieta elegía para presidir tanto la cancillería como su propia cámara superior de magnates y altos funcionarios de la Iglesia. En Hungría propiamente dicha y Transilvania, la nobleza estaba dominada por los descendientes de la nación conquistadora original. Aunque el rumano todavía era hablado por unos pocos miembros de la nobleza más baja sin tierra de Transilvania, toda la nobleza eslovaca de la Alta Hungría se había magiarizado hacía mucho tiempo. Tras cinco siglos de unión con Hungría, también era posible encontrar aristócratas croatas magiarizados que habían adoptado el idioma y la cultura de su pareja dominante. Sin embargo, bajo el liderazgo de su virrey o debido a la prohibición, una Dieta unida croata-eslava guardaba celosamente la identidad y la autonomía separadas de su reino tanto en Hungría como en la monarquía en general.

Más allá de la clase de los magnates de la Gran Hungría estaba la pequeña nobleza del país, la aristocracia. Aunque gran parte de la aristocracia era relativamente pobre y a menudo carecía de tierras, también ejercía un poder considerable, tanto como la fuerza dominante en la cámara baja de la Dieta húngara como a nivel local, a través del control de los gobiernos de los condados de los tres territorios de la corona. Además, la nobleza en su conjunto disfrutaba de amplios privilegios individuales, incluida la exención de todos los impuestos y el ius resistendi, el derecho a usar la fuerza para resistir cualquier violación de sus libertades constitucionales por parte de la corona. Finalmente, las Dietas dominadas por los nobles de Hungría y Croacia disfrutaban del derecho de elegir a su rey, una vez más, generalmente después de una reparación de agravios. Y, como en el caso de Bohemia, esta no era una prerrogativa vacía.

Los Habsburgo lo aprendieron de primera mano poco después de Mohács, cuando la nobleza magiar quedó dividida acerca de la elección del sucesor del caído Luis II. Mientras que una Dieta húngara convocada por su viuda Habsburgo María recurrió a su hermano Fernando para conseguir protección contra los turcos, un cónclave rival de mayor tamaño rechazó la elección de un extranjero, eligiendo en su lugar al gobernador magiar nativo de Transilvania, Juan I de Zápolya. Pudo verse una división similar al oeste de Drava, donde la nobleza croata eligió a Fernando, mientras que una Dieta eslava se puso del lado de Zápolya. Aunque Fernando pronto expulsó a Zápolya del reino, su rival tomó la fatídica decisión de llamar a los turcos en su ayuda; los turcos regresaron a Hungría en 1529, esta vez para quedarse. A mediados de siglo, el sultán se valió del apoyo de la candidatura de Zápolya como pretexto para ocupar más de la mitad del país, incluyendo su histórica capital, Buda. La situación cambiaría poco en cincuenta años, a pesar de los esfuerzos de los Habsburgo por reconquistar Hungría en la llamada guerra de los Quince Años (1593–1606).

Así pues, Hungría no solo era a principios del siglo XVII un territorio diverso, sino también dividido. La rica llanura del Danubio situada en su centro estaba casi totalmente en manos turcas. Los Habsburgo retuvieron solo la Alta Hungría, junto con un estrecho corredor a lo largo de la frontera austriaca donde establecieron su nueva capital en Pressburg (Bratislava; Pozsony). Al otro lado del Drava, solo el tercio occidental del reino croata-eslavo, incluida su capital en Agram (Zagreb), quedó bajo el control de los Habsburgo. Hacia el este, Transilvania era técnicamente un protectorado turco, aunque logró preservar una tenue independencia, gracias a su relativo distanciamiento y a la habilidad de sus príncipes para contrarrestar las ambiciones de los Habsburgo y los turcos. Pronto adquirió las hechuras de un principado soberano al formar su propia Dieta legislativa y elegir a los príncipes, que evolucionaron rápidamente de su antiguo cargo de administradores reales a importantes actores en la política de Europa del este.

La invasión y posterior ocupación turca tuvo un efecto devastador en el país. Incluso en los mejores tiempos, los territorios húngaros de la corona habían constituido una unidad económica modesta que dependía en gran medida de la producción y exportación hacia el oeste de cereales, vino y ganado a través del puerto de Fiume (Rijeka) a los Erblande, Bohemia o Istria. La única excepción significativa al perfil agrario del país estaba una vez más en la montañosa alta Hungría, donde las ciudades mineras de habla alemana de los Montes Cárpatos producían la mayor parte del cobre de Europa, así como plata, oro y sal. Pero la partición del reino y la intermitente guerra que siguió interrumpieron el comercio y el desarrollo de las ciudades que dependían de él. Como resultado de ello, en 1600 las dieciséis ciudades reales que quedaban bajo el control de los Habsburgo albergaban tan solo a cuarenta mil personas. La guerra incesante también expulsó a decenas de miles de campesinos de la agricultura. Muchos se convirtieron en hombres de la frontera armados; adoptar un estilo de vida nómada de cría de animales o emplearse como soldados eran las únicas alternativas viables a la huida constante o al hambre. Esta es una muestra de las dificultades que enfrentó Hungría, que vio como gran parte de la población, incluidos muchos nobles, emigraba de las áreas bajo control turco, y también de las áreas más expuestas a ambos lados de la frontera entre los Habsburgo y los otomanos. La Alta Hungría fue la principal beneficiaria de este cambio demográfico, convirtiéndose en la región más densamente poblada del reino.

Incluso contando con la migración desde el sur ocupado por los turcos, los Habsburgo conservaban poco más de un millón de sus súbditos húngaros a principios del siglo XVII. La modesta contribución que un reino unido pudo haber hecho a la monarquía fue más que contrarrestada por la conquista turca. La Hungría real, tras quedar truncada, apenas estaba entonces en condiciones de ocuparse de su propia defensa y necesitaba contar con la asistencia de los otros territorios de los Habsburgo. A mediados de siglo, los territorios de la corona de Bohemia habían asumido esencialmente la responsabilidad financiera de defender la cercana Alta Hungría. Mientras tanto, lo que quedaba de Croacia-Eslavonia era tan débil que su Dieta autorizó a regañadientes a Fernando a forjar una Frontera Militar (Militärgrenze) a lo largo de la frontera turca para reasentar a los refugiados serbios —cristianos ortodoxos— de los Balcanes y emplearlos como soldados en la defensa frente a las incursiones turcas. Liberados de las atribuciones o las restricciones impuestas por los gobiernos locales, esta institución única y los Grenzer que la atendieron estaban destinados a proporcionar a los Habsburgo buena parte de la contribución militar húngara durante los dos siglos siguientes.

Es muy significativo que la Frontera Militar fuese creada, abastecida y gobernada en primera instancia no por el emperador, sino por el régimen de Austria Interior en Graz, que era el más expuesto a los embates turcos a través de Croacia. Este acto de delegación de la defensa regional de Hungría ilustra la naturaleza descentralizada de la autoridad de los Habsburgo a principios del siglo XVII. Durante su reinado, Fernando había establecido las raquíticas líneas maestras de un gobierno central en Viena. Se había confiado la formulación de políticas a un grupo de los asesores más cercanos del emperador, conocido como el Consejo Privado o Geheimrat. La administración de los ingresos «camerales» ordinarios de los dominios de la corona, los peajes y los derechos mineros, había pasado a ser responsabilidad del Tesoro de la Corte, o Hofkammer. Mientras tanto, el Consejo de Guerra de la Corte, o Hofkriegsrat, había sido establecido para manejar asuntos militares, y también la recaudación de impuestos extraordinarios, como la Contribución que las provincias votaron para apoyar al ejército. Pero, con su subsecuente subdivisión de los territorios hereditarios y la extensa autonomía de los regímenes bohemio y húngaro, tanto el Hofkammer como el Hofkriegsrat se vieron obligados a compartir funciones con sus homólogos en Graz, Innsbruck, Praga y Pressburg. El único órgano central que podía reclamar competencias para toda la monarquía era el Consejo Privado, que en todo caso no era más que un cuerpo consultivo sin medios burocráticos para hacer cumplir sus decisiones. Además, los tres organismos asumieron una organización conciliar que era popular en el sistema de gobierno español de los Habsburgo, pero que sufría con la consiguiente diseminación de la responsabilidad y del poder entre sus miembros.

Por supuesto, esta falta de unidad de la monarquía se manifestó de múltiples maneras. Una de ellas fue la ausencia total de una sola asamblea general de los pueblos de la monarquía. A mediados del siglo XVI, la inmediatez de la amenaza turca había permitido a Fernando llegar a un acuerdo con los Estados bohemios y húngaros mediante el cual acordaron elegir a los reyes de los Habsburgo siempre que la dinastía pudiera proporcionar un heredero legítimo. Sin embargo, sus pretensiones de independencia eran lo suficientemente fuertes como para resistirse a los intentos de que se reunieran fuera de sus propios reinos. Así, solo en tres ocasiones se reunieron representantes de hasta dos territorios de la corona de los Habsburgo: en 1530, cuando los Estados austriacos y húngaros se reunieron en Linz; en 1541, cuando los delegados de Bohemia y la mayoría de los territorios austriacos se reunieron en Praga; y en 1614, cuando los Estados austriacos y algunos húngaros se reunieron nuevamente en Linz. Por imperfectos que fuesen estos encuentros, representan el único intento de una reunión general de los pueblos de la monarquía hasta mediados del siglo XIX.

Esta falta de un esfuerzo unitario por parte de la monarquía también se reflejó en la posición ambigua de Viena. Los dominios de los Habsburgo no tenían un centro administrativo, económico o poblacional dominante. Praga, Pressburg, Graz e Innsbruck compartieron importantes funciones gubernamentales con Viena. Con 65 000 habitantes, Praga era aproximadamente del mismo tamaño que Viena. Incluso dentro de los archiducados, Linz era un serio competidor de Viena en virtud de la posición comercial superior de la que disfrutaba. El emperador Rodolfo II (1576-1612) trasladó la residencia imperial a Praga durante los últimos treinta años de su reinado. Aunque sus sucesores restablecieron la capital en Viena de modo permanente, lo hicieron sobre todo porque su ubicación central entre Praga, Graz, Innsbruck y especialmente Pressburg (que estaba a solo sesenta kilómetros río abajo) permitía un acceso más fácil a las otras capitales de la dinastía.

LA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO Y ALEMANIA

En última instancia, la monarquía no solo carecía de una Dieta común y de un centro administrativo, tampoco compartía una sola corona o título real. Los Habsburgo de los siglos XVII y XVIII llevaban una corona real en Bohemia, otra en Hungría y una serie de diademas menores en sus diversos dominios austriacos. Pero la dignidad que escogían era la corona imperial alemana y el título de emperador del Sacro Imperio Romano. Lo cual nos lleva a la pieza final y más compleja de este intrincado rompecabezas. Los territorios austriacos y bohemios pertenecían no solo a la monarquía, sino al Sacro Imperio Romano, y los Habsburgo eran sus líderes indiscutibles. A comienzos del siglo XVII, la dinastía había mantenido el título imperial sin interrupción durante casi dos siglos desde la elección de Alberto II en 1438. Tampoco vacilaban los Habsburgo en cuanto a su identidad alemana, una autopercepción que explica su gran dependencia de los alemanes del Reich tanto dentro como fuera de los Erblande para cubrir los altos cargos ministeriales y militares. Pero la nueva monarquía austro-bohemia-húngara que Fernando había reunido era muy diferente de la de su antepasado del siglo XV. Mediante su control de los territorios austriacos y bohemios, la dinastía gobernaba ahora directamente un tercio del imperio. No obstante, la adquisición de Hungría y la posterior invasión turca la habían lastrado con otros compromisos separados no alemanes que la forzaban cada vez más a desviar su atención y recursos de los asuntos imperiales. De hecho, la monarquía ya no era un Estado exclusivamente alemán, sino una combinación internacional que miraba tanto al este como al oeste. En todo caso, los Habsburgo estaban al mismo tiempo decididos a aferrarse a la corona imperial. A principios del siglo XVIII, el gobierno imperial todavía gozaba de prerrogativas, ingresos y prestigio limitados. Más importante aún, los Habsburgo valoraban especialmente su posición indiscutible como la principal dinastía alemana y continuaron tomándose este papel dominante muy en serio. Por lo tanto, siguieron buscando y defendiendo el gobierno imperial con la misma tenacidad con la que defendían sus derechos en los territorios austriacos, bohemios y húngaros de la corona.

Este intento bidireccional de la dinastía de administrar tanto sus propias tierras como los asuntos alemanes era comprensible, por más que al final quedase más allá de sus recursos. El hecho de que sus propios dominios fuesen tan diversos y desordenados hacía muy difícil gobernarlos, especialmente frente a amenazas extranjeras. Gobernar el Sacro Imperio Romano pasó a ser misión imposible. En parte, el problema estaba en el marco constitucional e institucional de Alemania, sin ser dicho marco mucho peor del que los Habsburgo tenían en sus propios dominios. El poder de cada emperador estaba limitado por su necesidad de ganarse el favor de aquellos príncipes alemanes que realmente elegían a cada nuevo emperador. Había siete de esos electores a principios del siglo XVII: los príncipes-arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, los príncipes laicos de Sajonia, Brandeburgo y el Palatinado, y el propio emperador como rey de Bohemia. En la práctica, los electores disfrutaban de una considerable influencia sobre cada emperador, tanto en el momento en que este presentaba su candidatura como cerca del final de su reinado, cuando crecía su ansiedad por asegurar la elección del heredero que había designado concediéndole el título de rey de los romanos.

Una vez elegido, las prerrogativas constitucionales del emperador eran virtualmente indistinguibles de las de muchos otros monarcas. En el centro del gobierno estaba la Cancillería de la Corte Imperial (Reichshofkanzlei