La música despierta el tiempo - Daniel Barenboim - E-Book

La música despierta el tiempo E-Book

Daniel Barenboim

0,0

Beschreibung

La música tiene la extraordinaria cualidad, entre otras, de ayudarnos a configurar nuestra idea del mundo. Por más que los puristas insistan en que lo personal, lo político, lo social y lo artístico no deben mezclarse, Daniel Barenboim recuerda en este inspirador texto que la escucha y el conocimiento de las músicas más variadas indica precisamente lo contrario. Apelando a su inquebrantable compromiso con la paz entre Israel y Palestina, examina el increíble potencial de la música para acercarnos, tender puentes y comprender al otro. «La música despierta el tiempo» revela así el fascinante poder del fenómeno musical no sólo para arrojar luz sobre la condición humana, sino también para dar respuesta a algunos de los mayores retos a los que hacemos frente. «Es el mejor libro sobre música que se ha publicado desde hace años. La categoría intelectual y humana de Daniel Barenboim se percibe en todo el libro y convierte al autor, no sólo en un gigante de la música europea, sino en la persona que mejor ha entendido la dimensión intelectual y espiritual de la música, y, por eso mismo, el papel que podría jugar en la formación de la ciudadanía de cualquier país». Jordi Llovet, El País (Quadern) «El pianista y director de orquesta se rebela contra los que mantienen que no hay que mezclar el arte con lo personal. Su compromiso (incluido el político) guía este libro, en el que el ensayo y la reflexión vienen apoyados por referencias con nombre propio». El Cultural «Estamos ante un conjunto de ensayos y reflexiones ciertamente estimulante. Porque a decir verdad Barenboim no sólo es un genial músico sino que es un pensador audaz, capaz de confrontarse con los grandes interrogantes que han ocupado a los más célebres filósofos desde hace siglos». Alejandor Martínez, Platea Magazine «Original ensayo recopilatorio que se convierte, de manera práctica, en la defensa de un ideario vital y profesional, además de un alegato apasionado a favor de la música, de su poder inmenso sobre el ser humano, tanto a nivel individual como colectivo». Cosme Marina, La Nueva España «Indudablemente, La música despierta el tiempo es un libro necesario para comprender que a través del prisma de la música la vida se vislumbra mejor. Como decía el célebre director de orquesta Leonard Bernstein, 'la música puede dar nombre a lo innombrable y comunicar lo desconocido' y parece que Barenboim está de acuerdo con esa filosofía de vida». Preslava Boneva, The Objective «La reflexión que predomina en este libro y, en realidad, en todo lo que Barenboim dice, escribe y hace desde hace ya una treintena de años, surge de la capacidad moral y la potencia transformadora de la música, que él está decidido a aplicar al avispero de Oriente Medio». Álvaro Guibert, El Cultural «Al margen de su visión particular de la música, los textos desvelan una visión del arte sonoro no sólo como afirmación, sino también como escuela de la vida». P. J. V., Diario de Sevilla

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 285

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



DANIEL BARENBOIM

LA MÚSICA

DESPIERTA EL TIEMPO

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS DE

FRANCISCO LÓPEZ MARTÍN Y VICENT MINGUET

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

PRIMERA PARTE EL PODER DE LA MÚSICA

Preludio

1. Sonido y pensamiento

2. Escuchar y oír

3. Libertad de pensamiento e interpretación

4. La orquesta

5. Historia de dos palestinos

6. Finale

SEGUNDA PARTE VARIACIONES

1. «Tengo un sueño»

2. Sobre Schumann

3. Edward Said en el recuerdo

4. «Me crie con Bach»

5. Sobre Wilhelm Furtwängler

6. Sobre Pierre Boulez

7. Sobre Don Giovanni

8. Sobre la Orquesta West-Eastern Divan

9. Sobre Mozart

10. Sobre la doble ciudadanía

A los músicos de la Orquesta West-Eastern Divan.

PRIMERA PARTE

EL PODER DE LA MÚSICA

PRELUDIO

El inicio de un concierto es más singular que el inicio de un libro. Cabría decir que el propio sonido es más singular que las palabras. Un libro está lleno de las mismas palabras que se utilizan de modo cotidiano, día tras día, para explicar, describir, exigir, discutir, rogar, entusiasmarse, decir la verdad y mentir. Nuestros pensamientos adoptan la forma de palabras; por lo tanto, las palabras escritas en la página deben competir con las palabras que hay en nuestra mente. La música dispone de un universo de asociaciones mucho más amplio precisamente por su naturaleza ambivalente: existe en el mundo, pero también fuera de él.

En el mundo actual, la música tiene una omnipresencia cacofónica en restaurantes, aviones y lugares parecidos, pero es justamente dicha omnipresencia la que representa el mayor obstáculo para la integración de la música en nuestra sociedad. Ninguna escuela eliminaría de su programa educativo el estudio del lenguaje, de las matemáticas o de la historia, pero el estudio de la música, que abarca tantos aspectos de estos campos e incluso puede contribuir a entenderlos mejor, a menudo se ignora por completo.

Éste no es un libro para músicos, ni tampoco para quienes no lo son, sino para espíritus curiosos que desean descubrir los paralelos entre música y vida, y la sabiduría que resulta audible para el oído pensante. Dicha sabiduría no es un privilegio reservado para músicos de gran talento que reciben formación musical desde una edad muy temprana, ni una torre de marfil, un lujo exclusivo para gentes acomodadas; a mi juicio, desarrollar la inteligencia del oído es una necesidad básica. Como explicaré en el capítulo «Escuchar y oír», podemos aprender muchas cosas de la vida a partir de las estructuras, las leyes y los principios inherentes a la música, tal como los experimenta el oyente o el intérprete.

Muchos de los temas que abordo en el libro han ocupado mis pensamientos durante décadas, y son el resultado de casi sesenta años de interpretación, instrucción y reflexión. En mi primer libro, Mi vida en la música, que, sin llegar a ser una autobiografía, tiene una vertiente autobiográfica, empecé a sondear esos asuntos. En el libro que escribí con Edward Said, Paralelismos y paradojas, exploramos las relaciones entre música y sociedad. Cuando en otoño de 2006 me invitaron a pronunciar las Conferencias Norton en la Universidad de Harvard, aproveché sin dudarlo la oportunidad de desarrollar mis ideas sobre las conexiones entre música y vida de modo más extenso, y este libro constituye una exploración más amplia de esas ideas.

1

SONIDO Y PENSAMIENTO

Creo firmemente que es imposible hablar sobre música. Se han propuesto muchas definiciones de la música que, en realidad, se limitan a describir una reacción subjetiva ante ella. A mi juicio, la única definición precisa y objetiva de verdad es la de Ferruccio Busoni, el gran pianista y compositor italiano, quien dijo que la música es aire sonoro. Se trata de una definición que lo dice todo y que, al mismo tiempo, no dice nada. Por otra parte, Schopenhauer veía en la música una idea del mundo. En la música, como en la vida, en realidad sólo es posible hablar sobre nuestras propias reacciones y percepciones. Si intento hablar sobre música, es porque lo imposible me ha atraído siempre más que lo difícil. Si esta empresa tiene algún sentido, intentar lo imposible es, por definición, una aventura, y me brinda una sensación de actividad que encuentro atractiva en grado sumo. Además, tiene la ventaja de que el fracaso no sólo se tolera, sino que es lo esperado. Por lo tanto, intentaré lo imposible y procuraré establecer algunas conexiones entre el contenido inexpresable de la música y el contenido inexpresable de la vida.

¿Acaso no es la música, al fin y al cabo, una mera colección de sonidos bellos? En un tratado muy adelantado a su tiempo en múltiples sentidos, Pensamientos sobre la educación, publicado en 1692, John Locke escribió:

Se cree que la música tiene ciertas afinidades con la danza, y mucha gente concede un gran valor a tocar bien algunos instrumentos. Sin embargo, alcanzar al menos un dominio moderado de su ejecución exige a los jóvenes derrochar tanto tiempo, y a menudo los obliga a frecuentar tan extrañas compañías, que muchos piensan que lo mejor sería librarlos de esa tarea. Y tan pocas veces he oído que entre los hombres de talento y de negocios a alguno se lo alabara o se lo estimase por su excelencia musical, que entre todas las cosas que cabe citar en una lista de logros me parece que ésta debería ocupar el último lugar.

En la actualidad, la música todavía suele ocupar el último lugar en nuestros pensamientos sobre la educación. ¿Es de verdad la música algo más que una cosa muy agradable o emocionante de oír y que, por su poder y elocuencia, nos ofrece herramientas formidables con las que podemos olvidar nuestra existencia y los quehaceres de la vida cotidiana? Por supuesto, a millones de personas les gusta llegar a casa tras un largo día de trabajo, poner algo de música y olvidarse de los problemas que han tenido que afrontar a lo largo de la jornada. Sin embargo, sostengo que la música nos brinda una herramienta mucho más valiosa, con la que podemos aprender cosas sobre nosotros mismos, sobre nuestra sociedad, sobre la política: en resumen, sobre el ser humano. Casi dos mil años antes que John Locke, Aristóteles tenía una concepción mucho más elevada de la música, a la que consideraba una contribución valiosa para la educación de los jóvenes:

Pues nos dedicamos a la música no sólo para aliviar la carga del pasado, sino también a modo de entretenimiento. ¿Y quién puede decir si, al tener este uso, no ha de tener también otro más noble? […] El ritmo y la melodía proporcionan imitaciones de la cólera y la bondad, y también del valor y la prudencia, y de todas las cualidades contrarias a ellas, y de otras cualidades de carácter que no difieren tanto de los afectos auténticos, como sabemos por nuestra propia experiencia, pues al escuchar tales sonidos nuestra alma experimenta un cambio […] Ya se ha dicho suficiente para mostrar que la música tiene el poder de formar el carácter y que, por lo tanto, ha de introducirse en la educación de la juventud.1

Examinemos en primer lugar el fenómeno físico que nos permite experimentar una obra musical, a saber, el sonido. Aquí encontramos una de las mayores dificultades a la hora de definir la música: la música se expresa a través del sonido, pero el sonido no es en sí mismo música, sino tan sólo el medio por el que se transmite el mensaje o el contenido de la música. Cuando describimos el sonido, a menudo lo hacemos en términos de color: hablamos de un color brillante u oscuro. Se trata de una apreciación muy subjetiva; lo que para uno es oscuro resulta brillante para otro, y viceversa. Sin embargo, el sonido tiene otros elementos que no son subjetivos. Constituye una realidad física que puede y debe observarse de modo objetivo. Al hacerlo, advertimos que desaparece al detenerse; es efímero. No es un objeto, como una silla, que podamos dejar en una habitación vacía y con el que nos encontramos al volver a ella, tal como la dejamos. El sonido no permanece en el mundo: se desvanece en el silencio.

El sonido no es independiente: no existe por sí mismo, sino que tiene una relación permanente, continua e inevitable con el silencio. En este sentido, la primera nota no es el comienzo, sino que surge del silencio que la precede. Si el sonido guarda una relación con el silencio, ¿de qué clase es dicha relación? ¿Domina el sonido al silencio, o viceversa? Tras una cuidadosa observación, advertimos que la relación entre sonido y silencio es el equivalente a la relación entre un objeto físico y la fuerza de la gravedad. Un objeto que se eleva desde el suelo precisa cierta cantidad de energía para mantenerse a la altura a la que ha ascendido. Si no le proporcionamos energía suplementaria, el objeto caerá al suelo, en virtud de las leyes de la gravedad. De modo muy parecido, si no prolongamos el sonido, cae en el silencio. El músico que produce un sonido lo trae literalmente al mundo físico. Asimismo, si no proporciona energía suplementaria, el sonido muere. Ésa es la esperanza de vida de una sola nota: es finita. La terminología no puede ser más elocuente: la nota muere. Y tal vez aquí tengamos la primera indicación clara del contenido de la música: la desaparición del sonido por su transformación en silencio es la manifestación de su ser limitado en el tiempo.

Algunos instrumentos, en particular los de percusión, incluido el piano, producen sonidos de los que decimos que tienen una duración predeterminada; en otras palabras, después de producirse el sonido, éste empieza a decaer de inmediato. En el caso de otros, como los de cuerda, hay formas de sostener el sonido durante más tiempo: por ejemplo, cambiando la dirección del arco de manera que dicho cambio sea lo bastante suave para resultar inaudible. En todo caso, sostener el sonido es un desafío contra la fuerza de atracción del silencio, que intenta limitar su duración.

Examinemos las diferentes posibilidades que presenta el comienzo de un sonido. Si hay un silencio absoluto antes de dicho comienzo, empezamos una pieza de música que interrumpe el silencio o se desarrolla a partir de él. El sonido que interrumpe el silencio representa una alteración de una situación existente, mientras que el sonido que surge del silencio es una alteración gradual de la situación existente. En lenguaje filosófico, podemos decir que ésta es la diferencia entre ser y devenir. El inicio de la Sonata «Patética», op. 13 de Beethoven2 es un caso evidente de interrupción del silencio. Un acorde concreto interrumpe el silencio y la música comienza.

El preludio de Tristán e Isolda es un ejemplo evidente de sonido que surge a partir del silencio.3 La música no comienza con el paso desde el la inicial hacia el fa, sino desde el silencio hasta el la. O, en el caso de la Sonata para piano, op. 109 de Beethoven,4 se tiene la sensación de que la música ha comenzado antes: es como si nos subiéramos a un tren que ya estaba en marcha. La música debe existir ya en la mente del pianista, para que, al tocarla, dé la impresión de que une algo que ya existía, aunque no fuera en el mundo físico. En la Sonata «Patética», el acento en la primera nota establece una ruptura muy clara con el silencio. En el op. 109, es imperativo no comenzar con un acento en la primera nota, porque éste, por definición, interrumpiría el silencio.

El último sonido no es el final de la música. Si la primera nota se relaciona con el silencio que la precede, la última debe relacionarse con el silencio que la sigue. Por eso resulta tan perturbador que el público, presa del entusiasmo, aplauda antes de que la nota final se haya desvanecido por entero: se trata del último momento de expresividad, precisamente el de la relación entre el final del sonido y el comienzo del silencio que lo sigue. En este sentido, la música es un reflejo de la vida, pues ambas empiezan y terminan en la nada. Asimismo, cuando interpretamos música es posible alcanzar un extraordinario estado de paz, en parte por el hecho de que podemos controlar, a través del sonido, la relación entre la vida y la muerte, un poder que, como es evidente, no se ha concedido a los seres humanos en la vida. Como toda nota producida por un ser humano tiene una cualidad humana, el final de cada una nos causa una sensación de muerte, y esa experiencia permite trascender todas las emociones que esas notas puedan tener en su breve vida; en cierto modo, nos hallamos en contacto directo con la atemporalidad. Cuando termino de tocar alguno de los libros de El clave bien temperado en concierto, tengo la sensación de que la obra es mucho más amplia que mi vida real, que he realizado un viaje a través de la historia, un viaje que empieza y termina en el silencio.

Una forma de preparar el silencio consiste en crear una tensión enorme antes de él, para que éste llegue sólo después de haber alcanzado un punto máximo de intensidad y volumen. Otra forma de abordarlo entraña una disminución gradual del sonido, de modo que la música se vuelva tan sutil que el siguiente paso posible sólo pueda ser el silencio. En otras palabras, el silencio puede ser más fuerte que el máximo volumen sonoro y más suave que el mínimo. Por supuesto, en las composiciones también existe el silencio total. Es una muerte temporal, seguida por la capacidad para revivir, para volver de nuevo a la vida. Así pues, la música es algo más que un reflejo de la vida: se enriquece por la dimensión metafísica del sonido, que otorga la posibilidad de trascender las limitaciones físicas, humanas. En el mundo del sonido, la muerte no es el final inexorable.

Es evidente que, si un sonido tiene un comienzo y una duración, también tiene un final, bien porque muere, bien porque da paso a la siguiente nota. Las notas que se siguen unas a otras operan obviamente dentro del inevitable marco del paso del tiempo. La expresividad musical procede del establecimiento de un vínculo entre las notas, lo que en italiano se llama legato, que significa ‘ligado’. Según ese principio, las notas no deben desarrollar su ego natural, volverse tan dominantes como para eclipsar la nota precedente. Cada nota debe tener conciencia de sí misma, pero también de sus propios límites; como vemos, las notas se rigen en la música por las mismas reglas que se aplican a los individuos en la sociedad. Cuando se tocan cinco notas legato, cada una lucha contra el poder del silencio, que pretende arrebatarle la vida, y, por lo tanto, guarda relación con la nota que la precede y con la que la sigue. Ninguna nota puede enfatizarse hasta el punto de pretender imponerse a las precedentes en lo que respecta al volumen; de lo contrario, desafiaría la naturaleza de la frase a la que pertenece. Un músico debe tener la capacidad de agrupar las notas. Este sencillo hecho me ha enseñado la relación entre un individuo y un grupo. Es necesario que cada ser humano contribuya a la sociedad de un modo sumamente individual; así, el conjunto es mucho más grande que la suma de las partes. La individualidad y el colectivismo no tienen por qué excluirse mutuamente; en efecto, juntos son capaces de enriquecer la existencia humana.

El contenido de la música únicamente puede articularse a través del sonido. Como ya hemos visto, las verbalizaciones no son más que una descripción de nuestra reacción subjetiva—que incluso puede ser fruto del azar—ante la música. Sin embargo, el hecho de que el contenido de la música no pueda expresarse en palabras no quiere decir que no exista; de lo contrario, las interpretaciones musicales serían de todo punto innecesarias, e interesarse en compositores como Bach, que vivieron hace siglos, sería impensable. Pese a todo, nunca debemos dejar de preguntarnos cuál es exactamente el contenido de la música, esa sustancia intangible que sólo puede expresarse mediante el sonido. No puede definirse sólo en virtud de su naturaleza matemática, o poética, o sensual. Todas ellas le pertenecen, al igual que muchas otras. El contenido de la música tiene que ver con la condición humana, puesto que los autores y los intérpretes de la música son seres humanos que expresan sus pensamientos, sus impresiones, sus observaciones y sus sentimientos más íntimos. Esta idea es válida para todas las obras musicales, al margen del período al que pertenezcan los compositores y a las evidentes diferencias estilísticas entre ellos. Por ejemplo, trescientos años separan a Bach y a Boulez, pero ambos crearon universos que nosotros, como intérpretes y como oyentes, volvemos contemporáneos. La condición humana puede ser tan grande o tan pequeña como cada cual elija que sea, y lo mismo cabe decir de las composiciones musicales.

El célebre director Sergiu Celibidache decía que la música no llega a ser algo, sino que hay algo que puede llegar a ser música. Lo que quería decir es que la diferencia entre el sonido—considerado en sí mismo o como un grupo de sonidos—y la música estriba en que, al hacer música, hay que integrar todos los elementos en un conjunto orgánico. Los elementos de la música no existen de forma autónoma: el ritmo no es independiente de la melodía, la melodía desde luego no es independiente de la armonía, y ni siquiera el tempo es un fenómeno independiente. A menudo creemos que, como algunos compositores nos ofrecen indicaciones metronómicas, lo único que debemos hacer es procurar comprimir todas las notas y su expresión en una cierta velocidad, olvidando que en realidad no escuchamos el tempo, sino la música a una velocidad dada. Si el tempo es demasiado rápido, el contenido es incomprensible, por la incapacidad del intérprete para tocar todas las notas con claridad o la del oyente para captarlas; si el tempo es demasiado lento, también resulta incomprensible, pues ni el intérprete ni el oyente son capaces de percibir todas las relaciones entre las notas.

En 1869, Richard Wagner escribió en su tratado Sobre la dirección:

La correcta comprensión del melos es la única guía para encontrar el tempo correcto; ambas cosas son inseparables: una implica y condiciona la otra. Como prueba de mi aseveración de que la mayoría de nuestras interpretaciones de música instrumental dejan que desear, basta con señalar que nuestros directores a menudo no logran encontrar el tempo correcto porque ignoran lo que es cantar.

Al describir la diferencia entre el carácter de los movimientos Adagio y Allegro en las sinfonías de Beethoven, añade:

Las lentas emanaciones de pureza sonora [en referencia al Adagio], por un lado, y una figuración rítmica cada vez más movida por el otro [en referencia al Allegro] sólo están sujetas a unos límites ideales, y en ambas direcciones la ley de la belleza es la única medida de lo posible. La ley de la belleza establece el punto de contacto en el que los extremos opuestos tienden a encontrarse y a reunirse.

Curiosamente, Wagner no habla de la melodía, sino del melos. La palabra melos aparece por primera vez en la poesía de Arquíloco de Paros en el siglo VII a. C.; allí se refiere a la música coral. Más adelante, Platón lo definió como la síntesis de palabra, tonalidad y ritmo, mientras que la definición de Aristóteles se acerca más a lo que nosotros entendemos por melodía. En la Política habla de tres variedades diferentes de mele: la ética, la práctica y la extática.5 Wagner nos enseña que el melos es el único criterio para escoger el tempo correcto, lo que significa que la decisión al respecto no depende de un factor exterior, como el metrónomo, e, igual de importante, que es la última decisión que debe tomar un músico. Sólo después de observar todos los elementos inherentes al contenido de la música puede el intérprete determinar la velocidad a la que cabe expresarlos. Por lo tanto, si la decisión se toma demasiado pronto, nos volvemos esclavos del tempo, mientras que, si se adopta al final del proceso de entendimiento, tendremos en consideración todos los factores. Como tantas cosas en la vida, la idoneidad de una decisión está vinculada de forma inevitable con el momento en que se toma.

La comprensión de la interdependencia de los diferentes elementos en la música exige una comprensión de la relación entre el espacio y el tiempo, o, dicho de otro modo, de la relación entre la sustancia musical y la velocidad. La velocidad, o el tempo, que pueden parecer factores exteriores a la propia música, tampoco son elementos independientes. La relación entre la textura y el volumen del sonido, por un lado, y la transparencia audible de la música, por el otro, determinan la velocidad adecuada. En la música tonal, para explicar el sistema musical empleado entre 1600 y 1900 y en la mayor parte de la actual música popular, es necesario entender que el ritmo, la melodía y la armonía pueden moverse a diferentes velocidades. Es posible concebir infinitas variaciones rítmicas sin que se produzca ninguna fluctuación armónica, pero es inconcebible que la armonía cambie sin que también lo hagan la melodía y el ritmo. La trinidad ritmo, melodía y armonía subraya la necesidad de un punto de vista individual, semejante al de un director de cine que coloca la cámara para que abarque lo que hay ante ella del modo que le parece apropiado. Según Nietzsche, «no hay verdades, sólo interpretaciones», pero la música no necesita interpretación alguna. Lo que exige es observación de la notación musical, control de su realización física y la capacidad del músico para fusionarse con la obra escrita por otro.

Nada existe fuera del tiempo: en la música, como en la vida, se da una conexión indivisible entre tempo y sustancia. La velocidad de una progresión armónica, como la velocidad de un proceso político, puede determinar su efectividad y, en última instancia, transformar la realidad en la que intenta influir. Por ejemplo, estoy convencido de que los Acuerdos de Oslo entre Israel y Palestina estaban condenados al fracaso—al margen de que fueran acertados o erróneos—precisamente porque la relación entre contenido y tiempo no era la adecuada. La preparación para las conversaciones de Oslo se desarrolló con excesiva premura. El proceso mismo, una vez iniciadas las conversaciones, fue muy lento y tuvo frecuentes interrupciones, lo que le brindó pocas posibilidades de éxito. El equivalente musical sería tocar una introducción lenta con excesiva rapidez y de modo poco concienzudo, y después interpretar el movimiento principal rápido con demasiada lentitud e interrupciones. Tanto en política como en música, la velocidad y la elección del tempo no son factores externos, sino elementos que cambian sin remisión la forma de lo que todavía está por llegar.

En música, todo ha de estar interconectado de manera constante y permanente; el acto de hacer música es un proceso de integración de todos los elementos que le son intrínsecos. Si no se establece la relación correcta entre velocidad y volumen, dicha integración no está completa y, por lo tanto, no cabe hablar de música en el pleno sentido del término. En música, todos los elementos han de estar interrelacionados. Por supuesto, existen diferencias estilísticas entre compositores: algunos medios de expresión, como la flexibilidad de volumen y de tempo, son posibles en Puccini, pero no en Bach. Sin embargo, la necesidad de vincular de manera orgánica los diversos aspectos de la música rige para todos los compositores, trátese de Bach, de Schönberg, de Puccini o de Wagner.

La «sensibilidad musical» puede definirse como la capacidad de sentir una inclinación instintiva o intuitiva por el sonido como medio de expresión. Sin embargo, dicha capacidad resulta insuficiente si no se la combina con el pensamiento. No hay emocionalidad sin comprensión en música, como no hay racionalidad sin sentimiento: aquí tenemos un nuevo paralelismo claro con la vida. ¿Cómo vivir con disciplina y pasión? ¿Cómo conectar nuestra mente y nuestro corazón? En música, expresamos la emoción dilatando o acelerando el tempo, cambiado el volumen, la calidad del sonido y la articulación, lo que implica alargar o acortar ciertas notas. Si la música puede definirse como sonido con pensamiento, entonces ninguno de estos recursos puede aplicarse a ciegas; la técnica debe estar al servicio de un propósito más alto, el que la música se exprese, y el intérprete ha de ser el maestro que coordine estos elementos logrando establecer una interconexión continua entre ellos, sin que ninguno sea independiente de los otros.

El pensamiento racional es también la fuerza motriz que nos permite examinar los atributos del coraje y de la ambigüedad en relación con la música. En Beethoven, un crescendo seguido de un subito piano no sólo exige la capacidad primero de incrementar el volumen y después de reducirlo de modo abrupto, sino también la de expresar el incremento de manera que el oído anticipe la llegada de un punto culminante en el volumen. Por lo tanto, la incertidumbre es un ingrediente necesario para la preparación del subito piano. Sin embargo, subito, en italiano, significa ‘repentino’, una desviación de lo esperado. El incremento del volumen requiere una preparación gradual y estratégica durante la duración del crescendo. La dificultad a la hora de ejecutar estas indicaciones reside en gran medida en la interdependencia entre la amplitud del incremento y el control de la velocidad. Si el sonido se incrementa demasiado rápido y de modo desproporcionado, será imposible llevarlo más lejos en las fases posteriores del crescendo; si no se incrementa lo suficiente, o bien no se logrará que dicho incremento se produzca en las fases posteriores, o bien será tan repentino que echará por tierra el crescendo. Por lo tanto, es esencial determinar por adelantado el nivel de volumen que uno quiere alcanzar en el punto culminante del crescendo, así como establecer el nivel de volumen del subito piano. Y también es necesario ser capaz de pasar sin titubeos desde el máximo volumen del crescendo hasta el mínimo volumen del subito piano.

En este punto se requiere coraje. El camino más fácil, desde un punto de vista musical y físico, dictaría una adaptación, consistente en realizar una imperceptible disminución del incremento para facilitar la transición desde el final del crescendo hasta el subito piano. En este caso, el valor dicta escoger el camino más difícil, incrementando el volumen sin tener en cuenta las consecuencias del carácter abrupto de la transición al subito piano, lo que no resulta muy distinto a caminar confiado hasta el borde de un precipicio y detenerse en el último momento. En relación con la producción del sonido, el coraje se define por la voluntad y la capacidad para desafiar lo esperado. Como dijo Arnold Schönberg: «El camino del medio es el único que no lleva a Roma». Cada intérprete debe encontrar en su interior la determinación necesaria para este proceso, y tal vez lo pueda lograr siguiendo el camino menos fácil también fuera del mundo del sonido.

Para hacer música es necesario adoptar un punto de vista determinado, que no se base en una perspectiva unilateral, puramente subjetiva, sino en otra basada en un respeto total por la información presente en la página impresa, la comprensión de las manifestaciones físicas del sonido y el entendimiento de la interdependencia de todos los elementos musicales: la armonía, la melodía, el ritmo, el volumen y el tempo. El respeto absoluto a la página impresa entraña la obediencia a lo que dice: tocar piano o suave cuando así lo indica y no cambiar por capricho a forte. Sin embargo, ¿hasta qué punto tiene que ser suave un piano? Esta sencilla pregunta ilustra la importancia de tener una idea formada respecto de la cantidad y de la calidad del volumen, que corresponden en este caso a un piano. Limitarse a tocar piano porque así lo indica la página impresa puede ser una señal de humildad, pero también un caso de pecado por omisión. Un músico siempre debe plantearse tres preguntas: por qué, cómo y para qué. La falta de capacidad o de disposición para formularlas resulta sintomática de una fidelidad irreflexiva a la letra y de una inevitable infidelidad al espíritu de la partitura.

Cuando Wagner comienza el preludio de Tristán e Isolda, la música emerge de la nada, y lo hace a través de una nota. Si escuchamos de modo atento e inteligente, podemos imaginarnos que esta nota pertenece a múltiples tonalidades. Eso crea una sensación de ambigüedad y expectación que es absolutamente esencial para preparar el famoso «acorde de Tristán» que aparece al comienzo del segundo compás. Si Wagner hubiera escrito el compás anterior con mayor grado de detalle y lo hubiera armonizado, la disonancia del acorde de Tristán no tendría el mismo efecto dramático. En lugar de ello, Wagner primero crea la sensación de hallarnos en tierra de nadie, desde un punto de vista armónico y melódico. A continuación, viene un acorde cuya disonancia no llega a resolverse del todo, sino que queda suspendida en el aire. Un compositor menos genial, que no entendiera hasta tal punto el misterio de la música, daría por supuesto que debía resolver la tensión que había creado. Sin embargo, precisamente la sensación causada por una resolución sólo parcial es lo que permite a Wagner crear una ambigüedad y una tensión crecientes a medida que se desarrolla ese proceso; cada acorde no resuelto supone un nuevo comienzo.

En la vida fuera de la música, la ambigüedad no es siempre un atributo positivo—por el contrario, suele ser una señal de indecisión y, en política, de falta de dirección firme—, pero en el mundo del sonido constituye una virtud, pues ofrece muchas posibilidades diferentes para elegir. El sonido tiene la capacidad de crear un vínculo entre todos los elementos, de modo que ninguno sea negativo o positivo por completo. En música, incluso el sufrimiento puede ser fuente de placer. Al fin y al cabo, los músicos experimentan un sentimiento de placer cuando tocan la marcha fúnebre de la Sinfonía «Heroica». El sentimiento es una expresión de la lucha en pos del equilibrio, y no podemos permitir que se manifieste desligado del pensamiento. Como nos muestra Spinoza, la alegría y sus variantes conducen a una mayor perfección funcional; la tristeza y los afectos relacionados con ella no son saludables y, por lo tanto, deberíamos evitarlos. Sin embargo, en la música, la alegría y la tristeza existen de modo simultáneo y, por lo tanto, nos permiten experimentar una sensación de armonía. La música tiene siempre un carácter contrapuntístico, en el sentido filosófico de la expresión, pues entraña una interrelación de voces independientes. Incluso cuando es lineal, siempre coexisten elementos que se oponen y que pueden llegar a entrar en conflicto. La música acepta siempre los comentarios de unas voces sobre otras y tolera los acompañamientos subversivos como antípoda imprescindible de las voces principales. El conflicto, la negación y el compromiso coexisten en la música de modo permanente.

La música no está al margen del mundo; puede ayudarnos a olvidarnos de nosotros mismos y, al mismo a tiempo, a comprendernos. Cuando dos seres humanos dialogan, uno espera a que el otro termine lo que tenía que decir antes de responderle o de comentar sus palabras. En música, dos voces conversan de manera simultánea, y cada una se expresa sin reservas, mientras que, al mismo tiempo, escucha a la otra. A partir de aquí, vemos la posibilidad de aprender no sólo cosas acerca de la música, sino también a partir de la propia música, en un proceso que dura toda una vida. A los niños puede enseñárseles orden y disciplina a través del ritmo. Los jóvenes que experimentan la pasión por vez primera y pierden todo sentido de la disciplina pueden ver a través de la música que ambas deben coexistir, pues hasta la frase más apasionada ha de tener un sentido del orden subyacente. Lo que, en última instancia, tal vez constituya la lección más difícil para los seres humanos—aprender a vivir con pasión pero también con disciplina, con libertad pero también de un modo ordenado—resulta evidente en cualquier frase musical.

Ya hemos examinado la indivisible conexión existente en música entre velocidad y sustancia, que no difiere de la interdependencia permanente entre contenido y tiempo: cómo influye el tiempo en el contenido, al permitir que los acontecimientos se desarrollen en una dirección determinada, y cómo, a su vez, el contenido influye en nuestra percepción subjetiva del tiempo. El placer hará que el paso del tiempo resulte más rápido desde un punto de vista subjetivo; el sufrimiento o la tristeza lo volverán más lento. El tempo rubato, expresión que significa literalmente ‘tiempo robado’, es precisamente la capacidad de otorgar al tiempo objetivo una cualidad subjetiva. La leve modificación exigida por el tempo rubato confiere tanto al músico como al oyente la capacidad de ignorar el tiempo objetivo, aunque sólo durante el lapso del tempo rubato. Al fin y al cabo, lo que determina la audibilidad y la transparencia en música es el oído; en consecuencia, a él le corresponde guiarnos en el tempo rubato para dotarnos de la fuerza moral precisa para devolver lo que robamos de manera inadvertida.

El arte del rubato estriba en introducir modificaciones imperceptibles en el tempo sin dejar de mantener una conexión con él, un pulso interno. Dichas modificaciones han de consistir en una exageración de ciertos elementos rítmicos, sin por ello alterarlos. Asimismo, hay que tener la precaución de emplear el rubato sólo por tiempo limitado, para no perder el contacto con el tiempo objetivo, que nunca se detiene. Por otra parte, desde un punto de vista moral, el «tiempo robado» exige su devolución llegado determinado punto. La dilatación de cierto pasaje o de cierto grupo de notas debe ir seguida de modo ineludible por un pasaje o por un grupo de notas ejecutados con mayor fluidez, de manera que la modificación del tempo sólo sea temporal, y un metrónomo que marcara el pulso durante el pasaje coincidiera al principio y al final de éste, pero no en el transcurso de la ejecución, del mismo modo que un reloj nos muestra el tiempo objetivo, con independencia de nuestra percepción subjetiva. Tal vez ésa fuese la razón de que Busoni dijera que la música está en el tiempo y, a la vez, fuera de él.

La modulación, el paso de una tonalidad a otra, afecta a nuestra percepción de lo que ya sabemos. En la Sinfonía «Heroica», Beethoven presenta el tema principal en la tonalidad de mi bemol mayor, pero en la recapitulación, cuando reaparece en la nueva tonalidad de fa mayor, ésta dota a la misma música de una perspectiva diferente. Es el mismo tema observado desde un punto de vista diferente. La modulación también se relaciona con la idea de tiempo: para lograr una perspectiva diferente en una tonalidad distinta, primero es necesario emplear una cantidad de tiempo suficiente para establecer la tonalidad principal de manera evidente.