La música en el cine documental cubano - José Loyola Fernández - E-Book

La música en el cine documental cubano E-Book

José Loyola Fernández

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Beschreibung

Tema, música e imagen en estrecha relación expresada de manera innovadora en el cine documental de los realizadores seleccionados, centra la primera parte de este libro, que si bien no agota el tema, es un estímulo para los interesados en los estudios teóricos de cine. En la segunda parte, el autor expone el método que ha creado para develar "los puentes, los contactos, las afinidades expresivas, la imantación que el sonido le presta a la imagen para lograr el impulso emotivo y conceptual en la condición estética del cine", al decir de Francisco López Sacha, y que constituye, pues, una novedosa herramienta para análisis teóricos sobre el tema, cuya aplicación en la práctica es mostrada a través de la descripción de las secuencias musicales de los documentos escogidos. La obra culmina con varios anexos entre los que se destacan las entrevistas a los realizadores.

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Cuidado de la edición: Silvia Gutiérrez

Diseño de cubierta: Francisco Masvidal

Diseño interior y diagramación: Ana Ibis González

Realización electrónica: Alejandro Villar

© José Loyola Fernández, 2023

Sobre la presente edición:

© Ediciones ICAIC, 2023

ISBN: 9789593043809

Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos

Ediciones ICAIC

Calle 23 no. 1155, entre 10 y 12, El Vedado,

La Habana, Cuba

Correo electrónico: [email protected]

Teléfono: (537) 838 2865

Índice de contenido
Pasaje a lo desconocido
Motivaciones
Preludio
Concepción sonora en el Noticiero ICAIC Latinoamericano
PRIMERA PARTE . La música en el documental cubano
La música en el cine documental de Santiago Álvarez
La música en el cine documental de Rogelio París
La música en el cine documental de Rigoberto López
SEGUNDA PARTE Metodología para el análisis músico-fílmico
Análisis músico-fílmico
Posludio
Anexos
Anexo 1. Noticieros de cine en Cuba antes de 1959 56
Anexo 2. Noticiero ICAIC Latinoamericano 57
Anexo 3. Benny Moré
Anexo 4. Dámaso Pérez Prado
Anexo 5. Pablo Milanés
Anexo 6. Carlos Fariñas
Anexo 7. Premios del documental Yo soy del son a la salsa (1996)
Anexo 8. Entrevista a Santiago Álvarez
Anexo 9. Entrevista a Rogelio París
Anexo 10. Entrevista a Rigoberto López
Anexo 11. Entrevista a Daniel Diez
ANEXO 12. Entrevista a Freddy Moros
Bibliografía

Santiago Álvarez, Rogelio París

y Julio García Espinosa

in memoriam.

A Pablo Pacheco, siempre presente,

que me estimuló a crear este libro.

Agradecimientos especiales a:

Rigoberto López, Mercy Ruiz, Francisco Cordero,

Lázara Herrera, Freddy Moros,

Daniel Diez, Francisco López Sacha,

Norma Gálvez Periut, Xenia Fernández Rubiños,

Ela Egoscue, Niurka Valdés, David Armas,

Sara Vega, Carmen Rodríguez,

Lourdes María Quijano Hernández,

Silvia Gutiérrez, Francisco Masvidal y Ana Ibis González.

Pasaje a lo desconocido

Todoes música y razón...

José Martí

The music wont never stop

Chuck Berry

Tal vez el encuentro de un método artístico para evaluar la relación entre el sonido, la música y la imagen fílmica sea la contribución más importante de La música en el cine documental cubano. Santiago Álvarez, Rogelio París y Rigoberto López, extraordinario y original volumen de análisis crítico del compositor y musicólogo José Loyola. He titulado mi prólogo como el célebre programa televisivo que dirige Reinaldo Taladrid porque se trata de una audaz introducción a un universo apenas explorado, un viaje alucinante a los contornos, los puntos de unión, las vibraciones y las proposiciones del sistema musical dentro de la imagen icónico-mimética del cine, un verdadero pasaje a la acústica, el silencio, la construcción melódica y rítmica, la armonía y la intensidad de la música construida o colocada en la banda sonora de ese género particular. El resultado es este libro que comprende dos fases: una evaluación meticulosa y progresiva de la relación entre el tema, el trabajo musical y la imagen en una serie de documentales escogidos por su carácter innovador en términos de lenguaje musical y fílmico, y un método de acercamiento cualitativo en la develación de los puentes, los contactos, las afinidades expresivas, la imantación que el sonido le presta a la imagen para lograr el impulso emotivo y conceptual en la condición estética del cine.

El análisis músico-fílmico –denominado así por el autor–, constituye el aporte más sugerente a una relación de paridad que nace en 1927 con el cine sonoro y de la que no puede prescindir el fenómeno audiovisual desde entonces. Loyola estudia los antecedentes en el cine mudo y en la radio, y atisba una grieta en las formulaciones anteriores del uso de la música en esos medios, tratada a veces como apoyatura en vivo o como ambientación acústica en los primeros pasos del cine sonoro, de los noticieros radiales y cinematográficos, y revelada después, a través de algunas partituras originales provenientes de la vanguardia musical europea o de la aplicación directa de la música concebida exclusivamente para el cine, como un valor auténtico de cada filme en un apego mucho más efectivo a la verdadera función de la banda sonora dentro de la narración cinematográfica. A partir de entonces, el sistema sonoro y musical no acompaña a la imagen, sino que la recrea, la sustenta y la fortalece dentro del código fílmico.

En plena madurez audiovisual, desde los años sesenta, con un sonido sincrónico o con una sonoridad estilizada en el laboratorio, José Loyola puede añadir una nueva articulación –la música– al proceso diegético del filme, pues el sentido se completa hoy con la presencia inmanente del sonido, que representa para el cine su autonomía como arte y su multiplicidad semántica, la apertura de nuevos y definitivos códigos en la narración, la sensibilidad de una convención estética y tecnológica que se nutre del tiempo, el espacio, la iluminación, la fotografía y el montaje, la focalización y el movimiento de la imagen, y la existencia, al fin, de un narrador particular, ubicuo, omnipresente, que sin embargo puede estar oculto, si lo quiere, o puede verse y escucharse al mismo tiempo. Este tipo de narrador múltiple solo pudo completarse con la aparición del sonido.

A pesar de todos sus aciertos, el autor de este libro se ciñe a un campo, el cine documental cubano, quizás para advertir que solo estudia la parte del todo. Un estudio a fondo del uso musical en el cine de ficción puede partir de los hallazgos conceptuales de este libro, pero tendría necesariamente que abrirse a una exploración mucho más amplia que justifique esta relación en un género tal vez más dinámico, que tiene una fábula imaginada, una trama, un argumento a veces muy complejo, con actores, diseño de arte y locaciones ficticias transformadas por la luz, la decoración o la imaginación de los guionistas, directores y productores. Loyola se detiene en aquel proceso fílmico que toma la realidad como referente inmediato y directo, aunque al hacerlo, casualmente, escoge a tres creadores, Santiago Álvarez, Rogelio París y Rigoberto López, quienes han modificado el género con ingredientes del sonido, el montaje y la ficción.

Es decir, al realizar el género, sobre todo Santiago Álvarez, quien provenía de la televisión y pasó al cine como realizador del Noticiero ICAIC Latinoamericano, se pone una máscara y completa la imagen de lo real con la presencia poética del sonido. Loyola demuestra el salto extraordinario que representó para la historia del cine cubano la conversión del noticiero en un hecho documental, cada vez más íntimo, ganado por una sola noticia, amplificado hacia la línea monotemática con el amparo del montaje y la música. La selección de esta perspectiva le permitió al célebre director concentrarse en los recursos expresivos y no en la información. Álvarez puso en práctica el criterio de profundizar en la noticia, de darle un valor analógico y crítico, y, en muchas ocasiones, de convertir el suceso en una metáfora. Ese sería el primer paso para modificar el género, que pasa a ser poético y no meramente descriptivo. Álvarez elimina al narrador –fue un proceso de decantación, poco a poco, dándole mayor espacio a las imágenes en sí mismas, hasta el punto de sustituir la información noticiosa por la presencia del entrevistado o del personaje protagónico–, elimina la banda sonora convencional como música de fondo, muy asociada al periodismo aséptico y supuestamente objetivo, y se compromete con un montaje audaz, sorprendente, pleno de sugerencias emotivas, con el ambiente y con la yuxtaposición musical.

Loyola puede demostrar a lo largo de todo el libro el cambio que representó el carácter dramático de la música para la renovación estética del documental, evaluando ante todo tres clásicos: Now (1965), Hasta la victoria siempre (1967) y El tigre saltó y mató... pero… morirá… morirá…!! (1971). El analista descubre que ya no estamos en presencia del documental en vivo que toma la realidad in fraganti –como pregonaba Cesare Zavattini– sino de un acto de reconversión, de una construcción artística con materiales verídicos, recreados, apuntalados y transformados por la música. Con Santiago Álvarez asistimos al nacimiento simultáneo del videoclip –secuencia de acciones diversas sobre la base de una canción que narra una historia paralela y a veces opuesta a la sugerencia lírica–, de la canción fílmica, del documental de ficción y del audiovisual de estudio. Esta concepción revoluciona la técnica de composición del género, el uso de los instrumentos tecnológicos y la manera de presentar y desarrollar el tema. El análisis de Loyola, secuencia a secuencia, de los valores musicales y fílmicos demuestra de una vez por todas que, Álvarez crea una poética fílmica absolutamente ligada al ritmo, la armonía, el tono melódico y la disposición del sonido, y como resultado, una dramaturgia muy suya avant-gard, para resaltar los valores culturales y políticos que son la expresión conceptual que se desprende de estos propósitos.

El método, en este caso, sobrepasa sus fines. La necesidad de persuadir, convencer y conmover al espectador con este tipo de apoyatura artística, coloca al realizador a las puertas de un cine político sumamente atractivo, verdaderamente movilizador. Loyola lo percibe y orienta sus ideas en esa misma dirección. La manera en que desmonta la relación músico-fílmica resulta pionera dentro del análisis cinematográfico entre nosotros. Aunque la segunda parte del libro está dedicada por completo a este tópico, ya en las exposiciones iniciales es visible la necesidad del autor de valorar paso a paso la integración de la música a la imagen para definir un discurso que privilegia el sonido como parte esencial del documento fílmico. Loyola enfatiza que el valor dramático está dividido a partes iguales entre la imagen icónico-indicial y el sustento sonoro, entre lo que vemos y lo que escuchamos y sentimos en una ritmática especial, en una conjunción de factores artísticos colocados en paralelo, en yuxtaposición o en contrapunto en relación con la línea argumental, sin los cuales sería imposible alcanzar las metas estéticas del filme. Esto equivale a decir que la propia estructura de la pieza cinematográfica está intervenida por la banda sonora y el uso de la música en ella.

Este hallazgo nos permite comprender mejor el impacto que tuvo en su época el trabajo de Santiago Álvarez, y el nivel de aceptación y popularidad de estos procedimientos, en momentos cruciales en que se fundaba un nuevo cine en todo el continente. De modo que la interpolación e integración de la música en la imagen le dieron carta de ciudadanía a la obra inicial de este singular creador, al punto de fomentar una escuela que nace en el noticiero, pasa al documental y se integra a la ficción en el cine cubano de otros directores como Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa, Manuel Octavio Gómez, Nicolás Guillén Landrián y Alejandro Saderman, entre los más sobresalientes.

Como resultado de estas búsquedas, iniciadas desde muy temprano en el noticiero y el cine documental cubanos, nace también una necesidad de testimoniar los valores culturales presentes, una realidad cultural sumamente definitoria para nosotros, los cubanos: la música popular. Desde el sepelio de Benny Moré, Santiago Álvarez desarrolló también esa línea temática –así como sus discípulos Rogelio París y Rigoberto López, quienes se iniciaron a su lado–, y hacia el final de su carrera artística se entrega a ella con verdadera devoción y filma el Concierto mayor con Pablo Milanés, La isla de la música y Del gesto al ritmo, sus grandes contribuciones a este tipo de cine musical y etnográfico, donde la música es el tema y el propósito, y aparece como protagonista absoluta.

En términos de estilo, y en esa línea, Álvarez ha llegado al sosiego y a la decantación de los logros artísticos de su primera etapa, ha logrado un equilibrio y una madurez que le permiten un proceso de integración más invisible, con énfasis en el encuadre y la composición fotográfica, diríamos, con énfasis en la textura, un proceso más vinculado a una mirada contemplativa, que incluye demoras intencionales en las tomas y una presencia de la música como valor terapéutico y como proyección exterior de nuestra identidad. Creo que esta fase se inició en realidad mucho antes, pero no en él, sino en su discípulo Rogelio París, quien, en 1964, realizó Nosotros, la música, con esos criterios de estilo, verdadera obra maestra del cine cubano, y al cual tributa el propio Álvarez al incluir algunos planos de esta obra en sus documentales posteriores.

Entramos así en la propia música como producto expresivo y como propuesta argumental. Aquí radica, a mi juicio, la grandeza de este camino, que no es otro que el reconocimiento de la música como prueba raigal de lo que somos. Loyola descubre este sendero apenas explorado en nuestros estudios de cine, y lo magnifica, nos hace comprender que era un camino consciente, bifurcado en estilos diversos, después de Santiago Álvarez y Rogelio París, y utilizado a retazos por otros creadores, y que tuvo su colofón impredecible en la primera escena de Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, con un Pello el Afrokán enloquecido sobre las tumbadoras en el frenesí bailable de María Teresa, en ese pasaje de pura identidad en el sonido cubano de esa obra capital colocada todavía entre las cumbres del cine contemporáneo.

Entonces podemos concluir que la música cubana aparece como historia evidente o subrepticia, se amplía a las concepciones electroacústicas en Historias sumergidas, gracias al talento de Carlos Fariñas y al ensamble logrado por Rogelio París, e infiltra la fotografía, la edición, la diégesis argumental, y retorna, de un modo radical, en Yo soy del son a la salsa, de Rigoberto López, obra de espléndida madurez dedicada a la historia de nuestra música bailable, en Cuba y fuera de Cuba. Obra inclusiva de extraordinaria belleza que cristaliza y propone una visión auténtica de nuestra identidad, sin prejuicios ni tabúes de ningún tipo, tal y como lo había realizado Santiago Álvarez en sus orígenes, cuando tomó piezas musicales cubanas, música beat, rock and roll, folk rock, blues, jazz y suites de carácter sinfónico para decirnos, entre otras cosas, que estas variantes musicales conformaban también la banda sonora de los sueños, de las grandes utopías de la revolución latinoamericana.

El libro se completa con los delicados estudios que realiza Loyola de esta fase de la música en el documental cubano, y con la inclusión de una serie de entrevistas de sumo interés para conocer cabalmente las fuentes y las propuestas de directores de cine, músicos y musicólogos ante el fenómeno estudiado. La integración de estas tres partes pasa por el examen músico-fílmico, por el corazón de este volumen analítico. Es posible que el carácter minucioso de la investigación, el proceso de análisis secuencia a secuencia y las descripciones inevitables demoren el resultado de la lectura, pero son imprescindibles para conocer a fondo la participación de la música en el cine. Si algo debo resaltar es este método, que asume su objeto de estudio con absoluta nitidez y que explora con suficientes garantías ese maridaje entre la imagen y el sonido. Con ello quiero decir, además, que aunque este libro puede ser leído y disfrutado por cualquier lector, en realidad está escrito y pensado para los especialistas, los estudiantes de música y de cine, los artistas que hacen posible la mágica comunión de todas las fuerzas que garantizan el hecho cinematográfico.

Quizás debiera añadir que agradezco la paciencia investigativa de su autor, la calidad de este testimonio y la objetividad de este documento crítico de obligada consulta desde ahora para iniciar la tentativa imposible de demostrar las cualidades secretas del arte, colocadas siempre más allá de cualquier análisis. Con este libro nos acercamos un poco más a la inefable convicción de que el arte es una cima que crece mientras tratamos de alcanzarla. Pero nuestro deber es intentarlo. La música está ahí, como la imagen, como la poesía, que es, de acuerdo con Horacio, la prueba más verídica de nuestro paso por la tierra. Tenemos, al fin, uno de esos libros que lo demuestran, y ahora, por favor, si no es molestia, saque usted sus propias conclusiones.

Francisco López Sacha

Infanta y Manglar, 27 de agosto de 2016

Motivaciones

El cine ha sido siempre una de mis mayores atracciones artísticas y una motivación principal, en orden después de la música. Primero, mi afición y abordaje empírico, segundo, el estudio académico y por último, el dominio profesional del arte de la orquestación fueron estimulados gracias a la música compuesta y orquestada por los grandes maestros para los filmes, que desde niño escuchaba cuando mis padres me llevaban a las matinés de los domingos, en Cienfuegos, mi natal ciudad. En esos momentos maravillosos, apreciaba en la tanda infantil –que en realidad era una tanda para todas las edades– la propuesta de un dibujo animado y el noticiario –que era el documental de entonces–. A continuación, disfrutaba la película de ficción, que por aquellos tiempos podía ser un oeste, una aventura o un policiaco –o de pistoleros, como se le solía llamar–, donde abundaban en sus contenidos las acciones espectaculares de persecuciones a caballo, en autos, disparos, peleas con caídas acrobáticas aparatosas y otras peripecias típicas de la época de los años cuarenta y cincuenta. También aparecía en el programa, una comedia que podía ser del clásico cine silente –protagonizado por Charles Chaplin o por los Hermanos Marx– o del gustado estilo de Oliver Hardy y Stan Laurel –los popularmente conocidos como el Gordo y el Flaco.

Estas producciones, que en mayoría abrumadora eran de origen norteamericano –aunque de vez en cuando exhibían comedias mexicanas de Cantinflas y Tin Tan, y dramas musicales argentinos protagonizados por Libertad Lamarque o Hugo del Carril–, presentaban ejecuciones de partituras magistralmente compuestas y orquestadas. Los programas, además de hacerme disfrutar de los filmes, como a todos los espectadores infantiles y adultos, llamaron mi atención desde temprano gracias a la magnificencia sonora que emanaba de la pantalla y la ilustración musical de la trama, en dependencia de si se tratase de un animado o de uno de los géneros de ficción.

Los dibujos animados o “películas de muñequitos”, en el lenguaje infantil, despertaban particularmente mi interés. Se trataba de los personajes fantásticos de Walt Disney, aquellos animales simpáticos e increíbles, con sus supertravesuras virtuales, que rebasaban los marcos de lo real para estimular nuestra imaginación más temprana. Pero no eran sus acciones fabulosas lo único que me hacía “víctima” de su atracción, incluía la seducción de la música que apoyaba sus peripecias, ilustraba cada movimiento con sonidos y efectos característicos, que eran imitados por los instrumentos musicales, algunos de los cuales me recordaban sonoridades familiares, que mi oído identificaba con las de la Banda Municipal en las retretas dominicales del parque, u otras que sonaban en la Orquesta Aragón. Todo este mundo colorido de imágenes fílmicas y orquestaciones magistrales se realizaba con instrumentos acústicos.

Aquí vale la pena comentar, que después llegó la época de la electrónica en la música, en la cual prevaleció una sonoridad muy moderna, casi cósmica, a través de la incorporación de equipos electroacústicos y de informatización en los estudios fílmicos y de grabaciones.

Hoy en el cine existe un regreso a las sonoridades acústicas. Las orquestaciones actuales en los dibujos animados de las grandes realizaciones cinematográficas, internacionalmente utilizan la sonoridad acústica sinfónica, en coexistencia con las electroacústicas y digitales; es decir, lo arcaico y lo moderno. Algo similar ocurre con las producciones de ficción y los documentales. Son ejemplos convincentes, los filmes: La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas y música de John Williams; El padrino (1972), de Francis Ford Coppola y música de Carmine Coppola; JFK (1991), de Oliver Stone y música de John Williams; Parque jurásico (1993), de Steven Spielberg y música de John Williams; Aventuras de Indiana Jones (1984), de Steven Spielberg y música de John Williams; Titanic (1997), de James Cameron y música de James Horner; El pianista (2001), de Roman Polanski y música de Wojciech Kilar; Fahrenheit 9/11 (2004), de Michael Moore y música de Jeff Gibbs; y Estado de sitio (1972), de Constantin Costa-Gavras y música de Mikis Theodorakis.

En cuanto a mi relación con la música de gran elaboración estética y orquestal, es preciso apuntar que durante mi infancia, al no tener acceso a audiciones o conciertos de música sinfónica –con excepción de las retretas de la Banda Municipal–, la referencia a este tipo de sonoridades me llegó a través del cine. Sus resonancias fueron creando un condicionamiento acústico e instrumental, que con la fuerza irradiante de ese monumental medio masivo, repercutió de manera indirecta en mi formación, contribuyó a desarrollar mi universo sonoro e imaginación orquestal –pletórica de colores, timbres, intensidades dinámicas, formas, masas armónicas instrumentales y vocales, contrastes, equilibrios y tensiones dramáticas–. Con el decurso de los años, la influencia del cine fue decisiva para despertar y orientar en la dirección correcta, la senda luminosa que condujo a la aparición del compositor.

Una etapa importante de un contacto más consciente con el cine tuvo lugar a comienzos de los años sesenta, cuando a partir de la política cultural de la Revolución y de su institución emblemática el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), se promovió la extensión cultural del cine-debate. En ese periodo se estimuló un mayor conocimiento del arte cinematográfico. La práctica de esa fórmula para profundizar en el mundo del celuloide fue muy efectiva y atractiva. No quedé al margen de los beneficios del cine-debate y participaba en los que tenían lugar en los cines de mi ciudad, lo cual contribuyó a consolidar aún más las nociones iniciales e incentivó un mayor acercamiento al séptimo arte.

Ya desde el umbral de mi vida profesional, los arreglos musicales que realizaba reflejaban, en cierto sentido, la tendencia a aproximarme al estilo de una “orquestografía” fílmica, sobre todo en las partes instrumentales dedicadas a las cuerdas y en el tratamiento casi épico e ilustrativo de las armonizaciones. Entonces decidí estudiar con profundidad la música y opté por una beca en la Escuela Nacional de Arte, donde pude alcanzar un alto nivel académico en la ejecución de la flauta y realizar el sueño de recibir clases de composición y orquestación.

Más tarde, ya graduado, se me presentó la oportunidad de elevar mi nivel musical y cultural, gracias a la obtención de una beca para estudiar en el extranjero. La suerte me favoreció con creces, pues el país que me tocó fue Polonia, una potencia artística y cultural, fundamentalmente de la música y del cine.

En la tierra de Fryderyk Chopin, Krzysztof Penderecki, Andrzej Wajda, Jerzy Kawalerowicz, Zbigniew Cybulski y Roman Polanski, compositores y realizadores eminentes, se ensancharon mis horizontes culturales y mis expectativas relacionadas con la música en el cine. Residí durante un año en la ciudad de Lodz, sede entonces del Estudio de Lengua Polaca para Extranjeros, y allí recibí un curso preparatorio de idioma polaco. En esa localidad se encuentra la famosa Escuela de Cine y Televisión (Szkola Filmowa). Gracias a ello me relacioné con los estudiantes de ese prestigioso centro y en ocasiones frecuenté algunas conferencias de cineastas y profesores polacos, presencié ejercicios académicos y filmaciones, invitado por mis colegas. Finalizados los estudios preparatorios de idioma, me trasladé a Varsovia.

En esa metrópoli, las oportunidades de ampliar los conocimientos y satisfacer mis apetencias en la esfera de la música para el cine, se vieron coronadas al relacionarme con compositores cuyo segmento principal de especialización era crear para las películas. Tuve la suerte de formar parte de un grupo de músicos que trabajábamos como instrumentistas permanentes en las grabaciones para el maestro Jerzy Maksymiuk, director de orquesta y compositor, uno de los creadores de música para los filmes más solicitados en los años setenta, al igual que el destacado compositor Wojciech Kilar, quien tuvo a su cargo años después la música de la película El pianista, de Roman Polanski.

La cercanía a Maksymiuk me permitió un contacto más profesional y aprender a manejar aspectos esenciales de la creación musical para ese medio de comunicación audiovisual, lo cual me ayudó a profundizar en el universo sonoro del cine y abordar la problemática y los detalles de los procesos de la música en el filme, en distintos géneros cinematográficos. Asimismo, me relacioné con Kilar y años después, ya en Cuba, participé en la organización de su viaje a La Habana, con motivo del Festival Internacional de Música Contemporánea, desde mi función de dirigente en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

En Polonia –donde permanecí diez años, en dos periodos de seis y cuatro– me interesé no solo por los géneros de ficción y animación, sino también por el documental.

Mis conocimientos tuvieron su culminación cuando regresé a Cuba y el maestro Manuel Duchesne Cuzán, en su condición de director del Departamento de Música del ICAIC, me llamó a componer para los filmes de animación. Ahí puse a prueba mis facultades creativas con la música para varios filmes de dibujos animados de los realizadores: Hernán Enríquez, Mario Rivas, Miguel Vidal y Cecilio Avilés.

Participar directamente como compositor en el equipo de realización de filmes, me permitió introducirme en las complejidades, los detalles y los procesos del maravilloso y atractivo universo sonoro específico del séptimo arte, sobre todo, desde la óptica de su aplicación en Cuba. Además, estimuló en mí la lectura de literatura sobre cine. A partir de ese momento, comencé a interesarme por la investigación y las teorías orientadas hacia la música en el cine. Y si bien como compositor creé música para obras de animación, como teórico, mi campo de indagación comienza por concentrarse en el cine documental.

Sin embargo, la inmersión en ese contexto no es fortuita, parte de que el director de uno de los dibujos animados para el cual compuse música, me dijo que Santiago Álvarez se había interesado y escuchado gustosamente el tema de introducción del animado Dos historias, y que solicitaba permiso para utilizarlo en uno de sus documentales. Aunque no se materializó la idea, la sola opinión de ese gran cineasta del documental fue un estímulo extraordinario para mí como creador y, al propio tiempo, provocó que comenzara a fijar más mi atención en sus documentales y en los de otros realizadores de ese género.

A lo anterior contribuyó de manera aún más intensa la estrecha amistad y vinculación de trabajo durante muchos años con Octavio Cortázar en la UNEAC, donde ambos éramos vicepresidentes. Sobre todo, en el periodo en el cual este experimentado cineasta idea, prepara, organiza y funda el Centro de Desarrollo del Documental Hurón Azul, que conservó ese nombre hasta abril de 2008. A partir de mayo de ese año y con posterioridad al fallecimiento de su fundador, se rebautiza con el de “Octavio Cortázar”.

Después me llegó la invitación de Lázara Herrera, directora de la Oficina Santiago Álvarez, para que participara en el XII Festival Internacional de Documentales “Santiago Álvarez” in Memoriam, del 7 al 13 de marzo de 2011, en Santiago de Cuba, copatrocinado por el ICAIC. En ese encuentro ella me invitó para que también participara en el Coloquio del Festival de Documentales,que se celebraría en marzo del año siguiente. Surgieron así, los primeros trabajos y escritos sobre esa temática, entre cuyos resultados está el presente texto acerca de la música en el cine documental.

Particularmente, me ha motivado la grandeza creativa de un cineasta excepcional como Santiago Álvarez, que logra sobresalir en medio de ese bosque prolífero del cine de ficción que nos rodea, y sin embargo se impone hasta alcanzar un lugar cimero en el documental. Es en el contexto de ese cine que resalta, en toda su magnitud, el genio artístico de este realizador.

Por otra parte, suscitan mi interés varios aspectos del cine documental, en especial el tratamiento de la música en la obra de Santiago Álvarez. En ese sentido, con este trabajo nos hemos propuesto contribuir al estudio y la profundización en su filmografía, para lo cual se hace imprescindible resaltar y dar a conocer aspectos aún ignotos o poco analizados que estimulen la divulgación de su obra entre especialistas, estudiantes de cine y arte en general, y cinéfilos.

En el proceso de estudio de la obra de Santiago Álvarez nos hemos percatado de lo importante que resulta abordar, tomando como fundamento la teoría musical, un análisis científico que revele y demuestre el papel de la música en los documentales de este realizador y sus aportes, desde una óptica axiológica. A su vez, este estudio nos ha conducido a resaltar cómo los elementos utilizados por Santiago Álvarez a través de la música, influyen y convierten al Noticiero ICAIC Latinoamericano, de vehículo de información periodística, en una obra de arte.

Al propio tiempo, suscitó nuestro interés la obra de otros realizadores, entre los cuales se destacan Rogelio París y Rigoberto López, cineastas que han hecho importantes aportes al documental. Cada uno desde diferentes enfoques creativos, lo cual añade componentes inéditos que necesitan el correspondiente análisis desde la teoría de la música vinculada al cine. Ello ha influido en la selección de estos dos creadores con el objetivo de emprender un estudio musicológico acerca del primer gran documental sobre la música cubana, realizado por el cineasta Rogelio París y otras obras relevantes de este autor, donde el arte musical alcanza una dimensión protagónica. Igualmente, nos lleva a destacar la importancia del cine documental de Rigoberto López, en el cual se proyecta una visión innovadora y de profunda agudeza sobre la temática musical. Asimismo, nos permite develar sus conexiones con la literatura y, en especial, el acercamiento a los textos de Leonardo Padura fundamentados en la música popular cubana.

Preludio

No hay que olvidar que el antecedente del actual cine cubano surgió con vocación de documental.

Julio García Espinosa

Un largo camino hacia la luz

La música y el cine

Desde que las fotos fijas evolucionaron hacia imágenes en movimiento, es decir, pasaron a convertirse de imágenes fotográficas en fílmicas, se produjo un cambio que se reflejó en todas las artes y en la estética de cada una en particular. El surgimiento de lo que comenzó a denominarse séptimo arte tuvo una incidencia notable en el desarrollo de las artes plásticas o artes visuales, el teatro, las manifestaciones danzarias, la literatura y la música. Esta última, en especial, logró incorporarse de manera inseparable al cine. Su inclusión influyó de manera destacada en un mayor nivel de apreciación y disfrute estético de la obra cinematográfica. Asimismo, transformó la concepción del arte de las imágenes, pues consolidó los fundamentos que lo convirtieron en representación audiovisual. En lo adelante, los análisis de las teorías fílmicas se enriquecieron al entrar la música como otro elemento, que coadyuvó a enfoques más profundos e integracionistas.

Recordemos que en sus inicios el cine aparece como una sucesión de imágenes sin sonido, hasta que en su evolución alcanza un estado técnico que posibilita colocar en el celuloide una pista o banda que incluye el entorno sonoro de la naturaleza y el hombre. Antes de este paso trascendental, el filme como manifestación artística solo se apreciaba en la reproducción de representaciones fotográficas en movimiento, a partir de las cuales el espectador tenía que imaginar los efectos sonoros sugeridos por las secuencias aparecidas en la pantalla. El único sonido que se escuchaba era el zumbido permanente que emanaba del proyector.

Con el fin de suplir la ausencia de la sonoridad ambiente y hacer amenas las funciones públicas, las representaciones visuales se hacían acompañar de reproducción musical externa, por intermedio de una pianola o piano que ejecutaba in situ un músico durante la proyección del filme en la pantalla, ya fuese su temática integrada por una trama narrativa estrictamente documental o de carácter dramático –comedia o tragedia–. El pianista intentaba ilustrar el contenido del filme, y según la trama, la música podía ser lírica en las escenas de amor, rápida en las secuencias de persecución, ruidosa en las tormentas o imitaba los truenos con efectos. Es así como comienza el maridaje inseparable del arte musical y el arte cinematográfico. La partitura de “sonorización” externa la seleccionaba el músico, según su nivel técnico instrumental, su propia apreciación de la puesta en pantalla y su cultura musical. Hubo pianistas que hicieron, en el periodo del cine silente, una verdadera especialidad del acompañamiento sonoro del filme. Es así como las primeras apariciones sonoras en su relación con el cine surgen en forma de música extradiegética.

La especialista ucraniana Zoia Barash se refiere a estos aspectos de los inicios de la música en el cine, y cita un fragmento del libro de Sofía Golavskaia Notas de una actriz de cine, con una breve descripción del teatro del cinematógrafo en Moscú.

En la esquina del callejón Afanasievski se abrió el teatro del cinematógrafo o, como lo llamaron entonces, el “teatro eléctrico”, con el pomposo nombre De París. Vale la pena describirlo. Directamente desde la acera, una escalera empinada y estrecha conducía a un vestíbulo siempre atestado de gente, angosto y sofocante, lleno de sillas vienesas. La sala era larga y estrecha. Los bancos delanteros, donde un asiento costaba 25 kopeks, estaban pintados de verde. Atrás, las caras y crujientes sillas vienesas, de 40 kopeks. A la derecha de la pantalla, un piano viejo y descascarado. Una pianista canosa tocaba con dedos débiles y desobedientes la misma melodía cada día, que poca relación guardaba con lo que sucedía en pantalla. Habitualmente eran valses y polcas.

Y más adelante Zoia Barash añade:

Fue, posiblemente, el mismo teatro eléctrico visitado por León Tolstoi. Cuenta su amigo, el músico Aleksandr Goldenveiser, que el gran escritor estaba “asombrado porque el espectáculo, acompañado por un piano destartalado, era absurdo, y no entendía por qué el público llenaba hasta el tope numerosos cines y encontraba en ello un placer”.

Con ello se demuestra cómo desde los inicios de la cinematografía, la música era considerada un elemento imprescindible, cuando aún no se había resuelto tecnológicamente el problema del sonido en el cine ni el de la aparición de la banda sonora. En ocasiones, el contenido cinematográfico se ilustraba también con efectos sonoros rudimentarios. El analista polaco Lech Pijanowski lo describe así:

Detrás de la pantalla o al costado de esta se ubicaba un empleado del cine, quien en determinado momento disparaba con una pistola de juguete, imitaba el ladrido de un perro o restallaba un látigo. Eran medios muy primitivos, por lo tanto, se hacía un esfuerzo por grabar el diálogo de los actores y todo el sonido del filme en un disco para gramófono y reproducirlo durante la proyección. Este experimento no siempre era acertado, la sincronización de los movimientos de los labios de los actores y las acciones en la pantalla resultaba técnicamente muy difícil con el disco y costosa.

Este hecho cultural –primero, la vinculación de la música con el cine como ilustración externa, y más tarde su presencia como parte integrante dentro de la obra fílmica– constituye uno de los aspectos de mayor interés y más apasionantes de la historia de la música, a partir del siglo xx. Sobre el último aspecto, la aparición de la música y otros elementos sonoros en el filme, Pijanowski nos revela lo siguiente: “En su más amplia significación el sonido en el cine es la parte acústica del filme, todo aquello que está grabado en la banda sonora, lo que escuchamos durante el visionaje del filme, es decir, el diálogo o comentario, la música y los efectos sonoros”.

Lo explicado nos ayuda a comprender en realidad cómo tiene lugar el sonido en el cine, sobre todo para enmendar falsas definiciones que escuchamos en los medios de difusión masiva o en la prensa plana, expresadas o escritas por algunos periodistas y repetidas miméticamente por ciertos “especialistas”, de las cuales se hacen eco hasta los propios músicos, al desvirtuar el concepto de banda sonora para referirse solo a la música compuesta para el filme. Quizás se piense que expresado así adquiere mayor jerarquía: “componer la banda sonora de la película”. Sin embargo, la banda sonora contiene todo el conjunto de sonidos de la obra fílmica, tal y como aparece fundamentado en el párrafo anterior. También el concepto acertado de banda sonora es abordado por un productor de los medios tan experimentado como el cubano Norberto Abreu Lizaso, al referirse a la estructura de un guion de producción, en el caso de la televisión, pero que vale para el cine por su afinidad y tomando en consideración que la banda sonora apareció primero en la pantalla grande. “A la derecha aparecerá la descripción de la banda sonora, con las entradas de la música, los textos, los efectos sonoros y todas las indicaciones que orienten al editor y al musicalizador”.

Después de interiorizar las verdaderas definiciones de los dos especialistas que hemos tomado como ejemplo, se llega al criterio de que quienes desvirtúan el concepto de banda sonora denotan desconocimiento e incultura cinematográfica acerca de los elementos integrantes de la técnica del cine, y peor aún, desinforman al público.

La revolución que ocasionó la aparición del cine sonoro, en 1927, influyó en una mejor y más profunda apreciación del arte musical desde la óptica axiológica. La transformación de la música al pasar de elemento de ambientación externa a parte intrínseca del filme, contribuyó al desarrollo de ambas manifestaciones artísticas en dos líneas: la evolución estética del cine y una nueva concepción de la música. El resultado fue la fundamentación de un arte audiovisual. En lo adelante, el cine fue otro.

No obstante, el hermanamiento de ambas manifestaciones puede, en cierto sentido, apuntar hacia un enfoque en que el cine y la música funcionen como unidad cerrada en un bloque compacto de expresión audiovisual. Sin embargo, la praxis y las características de ambas artes aseguran la coexistencia de lo general y lo particular, de las analogías estéticas y los contrastes de los medios de expresión, lo cual conforma la estructura artística integral, y al mismo tiempo la existencia independiente dada por las particularidades tecnológicas que definen cada manifestación. Se trata de dos lenguajes artísticos diferentes, aunque estén unidos en un mismo soporte tecnológico, que podría definirse como paralelismo audiovisual integral o paralelismo integral de comunicación audiovisual. De ahí que, al separarse, conserven esa independencia de identidades que tiene lugar cuando una ilustración sonora pervive y toma fuerza fuera de la pantalla, aunque en su origen haya sido ideada como obra única, con una concepción holística.

La historia del cine nos ofrece ejemplos memorables sobre la independencia de identidades, entre los cuales se hayan filmes tan reconocidos como: Candilejas (1952), de Charles Chaplin con música del propio realizador; Casablanca (1942), de Michael Curtiz con música de Max Steiner; La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas con música de John Williams y Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy con música de Michel Legrand, donde prevalece la música diegética. La gran cantidad de versiones grabadas a través del tiempo en fonogramas que contienen estas joyas musicales, confirma la validez de la autonomía del lenguaje de comunicación, desgajado de su tronco original: el filme. A estas particularidades hace referencia Rudolph Arnheim, en su fundamentación teórica.

[…] la combinación de diferentes medios –por ejemplo, imagen en movimiento y palabra hablada– no puede justificarse por el simple hecho de que en la experiencia de la vida cotidiana hay elementos visuales y auditivos estrechamente vinculados y, a decir verdad, inseparablemente combinados. Es necesario que haya motivos artísticos para esta combinación: debe servir para expresar algo que no pudiera decirse con uno solo de los medios. Comprobamos que una obra de arte compuesta solo es posible, si se integran en la forma de paralelismo estructuras completas producidas por los medios. Naturalmente, esta “doble vía” solo tendrá sentido si los componentes no se limitan a transmitir la misma cosa. Deben complementarse en el sentido de ocuparse en forma diferente del mismo tema. Cada medio debe tratar el tema a su modo y las diferencias consiguientes deben estar en armonía con las que existen entre los medios.

Un fenómeno a la inversa tiene lugar cuando un realizador adapta a un filme la música de una obra famosa ya compuesta con anterioridad a la existencia del audiovisual. También la historia del cine nos presenta casos memorables, tales como: el filme Amadeus (1984), de Milos Forman, basado en la música de Wolfang Amadeus Mozart, y Traviata (1987), de Franco Zeffirelli, con música de Giuseppe Verdi.

Por otra parte, la incorporación de la música como uno de los elementos sonoros en la pantalla cinematográfica, no solo estimuló la creación fílmica como arte, sino que además, incentivó el interés de los estetas e investigadores del nuevo arte audiovisual, en una época de constantes aportaciones a la evolución creativa y a las fundamentaciones modernistas en la esfera de lo estético. El cine no estuvo ajeno a las corrientes vanguardistas en las cuales estaban sumergidas las artes y la literatura. Se debe recordar que el cine fue un terreno propicio para la experimentación sonora de las vanguardias musicales. La música concreta, la electrónica –ambas devenidas posteriormente música electroacústica– encontraron en el filme un partener magnífico para la sonorización de las ideas compositivas, con el manejo de los conceptos tempo fílmico, tempo musical. Incluso, el cine influyó en modos de creación-reproducción que trataban de acercarse fuera de la pantalla a la síntesis artística propia de aquella, con la aparición del arte de la multimedia.

Acerca de estos fenómenos de la creación y la teoría del cine y la música, se refiere la investigadora polaca Alicja Helman en su libro La pantalla sonora.

Los creadores y teóricos del cine, sobre todo en los años veinte, frecuentemente se inclinaban a buscar las leyes y normas estéticas del nuevo arte fuera de este. Eso sucedía principalmente en relación con la pintura y la música. La vanguardia francesa propuso incluso unos términos especiales: “música visual”, “sinfonía visual”, “cinegrafía” para definir acciones inspiradas por la música, que significaban distintos experimentos en la esfera del cine absoluto, abstracto, puro y poético. Los creadores y teóricos de la vanguardia veían en la música la ejecución de formas sonoras subordinadas a las leyes del ritmo, libre de toda mezcla extramusical, en una palabra, el ideal del arte puro. A ese ideal intentaron llevar el arte cinematográfico, el espectáculo “impuro”, subestimado, por lo tanto no reconocido como arte. El punto de partida era el hecho de que el cine, al igual que la música, es un arte que tiene lugar en el tiempo, cuyas normas están determinadas por el ritmo.

Se buscaron analogías entre las formas musicales y las cinematográficas, dirigidas hacia las sonatas fílmicas, fugas o poemas sinfónicos. Germaine Dulac comparaba el Círculo de los tormentos, de Gance con un poema sinfónico, y Bulliremos veía en la Intolerancia de Griffith las reglas de la fuga.

En realidad, únicamente el Círculo… y puede que Fiel corazón, de Epstein llenaron, fragmentariamente, los postulados de la vanguardia: el terreno de sus realizaciones era sobre todo los filmes de corto metraje.

Las apreciaciones de Alicja Helman acerca de la inserción en el cine del espectáculo de divertimento –que ella denomina “impuro”– nos recuerda cómo en el periodo que se centra en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, abundaban los filmes donde el espectáculo de cabaré y ese ambiente, con parroquianos y empleados, ruletas y juegos de azar, se convertía, si no en el centro, en una parte importante de la trama, en el lugar donde en múltiples ocasiones se producía el desenlace de las secuencias trágicas. Las cinematografías norteamericana, mexicana y argentina, constituyen una demostración de esas situaciones dramatúrgicas en nuestro continente. En esa misma línea aparecen filmes en los cuales se explotan variantes del espectáculo musical, tales como el teatro musical y el espectáculo circense. Pero fuera del entorno continental americano, también tienen lugar intentos de este cariz estético, tal y como acontece en un periodo del cine polaco, con la aparición de obras del corte de La vida es hermosa, de Tadeusz Makarczynski, muy famoso en su tiempo. El filme es un estudio construido de fotos documentales de archivo, contrapunteadas con fragmentos de obras musicales en estas combinaciones. “Precisamente de ellas –una música alegre de cabaré y un montón de cadáveres en un campo de concentración nazi, o una explosión atómica y la canción C´est si bon–, nacen reflexiones alarmantes sobre el mundo de nuestros días”.

El cine documental

Cuando de manera general y repentina pensamos en el cine como arte, la primera referencia apunta hacia el género ficción como imagen más universal que prevalece por sobre cualquier otra interiorización, a fuerza de las imposiciones de la programación de las salas cinematográficas o por la práctica que la producción y el consumo ha creado en el gusto artístico del espectador, independientemente de las influencias que marcan las preferencias genéricas debido a las características comprensibles del drama fílmico. Sin embargo, el documental, génesis en la existencia de este arte integral, queda situado en una segunda mirada en el pensar axiológico, lo cual se profundiza en la medida en que su apreciación se traslada a esferas de menor conocimiento especializado. Este pensamiento, que encierra cierta subvaloración no declarada, a veces no totalmente consciente, merece ser rectificado en aras de conocer verdaderamente qué es el cine como arte.

El género documental, el más antiguo, que en los inicios del cine surgió como imagen fotográfica en movimiento y sin sonido, recogió en la cámara cinematográfica las incidencias del entorno natural, la obra del hombre y su vida existencial. En su evolución ha desarrollado distintas variantes con una gama de subgéneros que abarcan todas las posibilidades de apresar audiovisualmente y narrar con su lenguaje específico la realidad circundante. A la vez, el documental fue creando las premisas que derivaron en un arte más especulativo e imaginario como lo es el cine de ficción.

No obstante los límites a los que lo ha llevado la programación que se practica internacionalmente, el documental prevalece como uno de los géneros más importantes en la historia del cine, ha demostrado y demuestra su relevancia y necesidad sociocultural. Evoluciona conjuntamente con el desarrollo social y artístico para convertirse en un arte cada vez más consolidado. Encuentra y se perfila en distintas modalidades, tantas como permite la creatividad de sus realizadores y el avance y descubrimiento de nuevas tecnologías, fuentes infinitas de su evolución.

En cuanto a la importancia del documental, sus componentes y fundamentos teóricos como arte, abundan diversos e interesantes enfoques, acerca de los cuales se han referido distintos especialistas e investigadores de esta temática, cuyas reflexiones, estudios, análisis y definiciones, constituyen una gran contribución al desarrollo del pensamiento fílmico; a la comprensión de los procesos, sus complejidades y desafíos; y a una mayor profundidad en el concepto más contemporáneo del arte del documental.

Es de enorme valor el criterio de un especialista como Pijanowski, para el cual el documental posee los siguientes atributos.

Es un género fílmico, en el cual no intervienen actores y no se presentan acontecimientos inventados o de ficción; es un filme realizado durante el transcurso de hechos reales, in situ, en el lugar donde tienen lugar los acontecimientos, con la participación de las personas que toman parte verdaderamente en ellos y no por necesidad del filme. Por lo tanto, el documental es, ante todo, en su más amplia acepción, un tipo de reportaje en pantalla, un relato sobre los hechos y personajes reales.

En el contexto del cine documental existen otros enfoques que en ocasiones resultan polémicos, pero que bien merecen una reflexión. Están presentes en el concepto de la evolución del filme documental como información periodística y su tránsito a obra de arte, o sea, de cine informativo a cine de arte. Es casi ineludible en la contemporaneidad plantearse esta disyuntiva que enriquece su presencia y necesidad existencial, sobre todo cuando se establecen estados comparativos con otros géneros cinematográficos, debido a la práctica de una corriente dramatizada del documental, desarrollada por algunos cineastas. Así lo reflejan los trabajos de algunos autores reconocidos en la esfera de la teoría del cine.

No cuesta mucho trabajo establecer una línea práctica divisoria entre el documental y otras formas cinematográficas. Pero cuando intentamos trazar la línea divisoria, nos encontramos con que no ha sido hecha con exactitud. El documental tiene, con frecuencia, una estructura narrativa; la acción puede ser inventada o escenificada, y, a veces, la interpretan actores profesionales. Se puede discutir si el documental con estas características es un documental “verdadero”. Pero, ¿dónde ponemos la línea divisoria? Si excluimos el uso de material ordenado o escenificado, el documental se limita a la observación de hechos que tienen lugar sin ningún arreglo previo o planificación por parte del realizador. […]

Mientras que es fundamental distinguir entre la ficción y los hechos, no podemos limitar el campo del documental a los reportajes hechos en el acto. Para ser exactos, el filme informativo no es un documental auténtico; los grandes artistas que han desarrollado la forma no se ocupan principalmente de transmitir información “tratamiento creador de la actualidad”. La función interpretativa, que acompaña la observación fiel, se expresa en forma creativa por medio de la habilidad de la imaginación humana para planear y organizar lo que ha visto por el ojo, darle forma, significado y pasión.

El Mégano: su influencia en el cine documental revolucionario

A partir de las primeras expresiones del cine sonoro en Cuba, comienza una etapa signada por películas de escasos valores artísticos, bajo la influencia del comercialismo como tendencia prevaleciente en la creación cinematográfica, sobre todo en los años cuarenta y cincuenta del siglo xx.

Se instauró un modelo de cinematografía que erosionaba el raciocinio cultural del cubano, y promovía el mal gusto y el consumo de novelones audiovisuales cercanos a folletines radiales con imágenes, y espectáculos cabareteros filmados, según la moda de una época donde el centro de la trama de un dramatizado fílmico desembocaba habitualmente en un centro nocturno, con gánsteres, coristas, magnates en busca de diversión, ruletas de juego y otros personajillos y utilería característica, o bien aparecían estampas típicas del teatro bufo.

Durante estos veinte años, la mayor parte de la producción estuvo signada por el folclorismo, la música y el teatro popular vernáculo, o imitaba el melodrama mexicano y los folletines radiales: Romance del palmar, Estampas habaneras, y otros […] Las décadas de los años cuarenta y cincuenta abundan en numerosas coproducciones con México, de bajo costo y escaso relieve artístico.

Esa situación despertó la inconformidad de los jóvenes creadores que buscaban una salida hacia otros horizontes estéticos que irrumpieran en las pantallas cubanas, a fin de transformar el entorno contaminado de un comercialismo artístico veleidoso, frívolo.

La película El Mégano, fue la respuesta a esas inquietudes. Surge como un intento serio de crear un auténtico, un verdadero cine cubano, que reflejase los más altos valores estéticos de una incipiente vanguardia revolucionaria en lo estético y en lo sociopolítico, representada por jóvenes intelectuales inspirados por la corriente más influyente del cine europeo de los años cincuenta: el neorrealismo italiano con su avanzada de realizadores famosos en aquellos momentos. Y es el género documental, el que primero da la clarinada que compulsa, incita y sirve de foco aglutinador de ese evento inicial, para atraer a los hacedores de grandes sueños y futuras realidades en la esfera cinematográfica del país.

El Mégano, con guion y realización de Julio García Espinosa (1926-2016), es el primer proyecto de negación de un arte audiovisual basado en el divertimento dramático-comercial en boga, y constituye la búsqueda de nuevos senderos y elevadas cumbres conducentes a crear un cine axiológicamente más representativo de las profundas apetencias artísticas y sociales latentes en un pequeño grupo de intelectuales de esa década.

Si repasamos los nombres de esa vanguardia artística, interesada en promover un cine nacional –además de Julio García Espinosa– resaltan personalidades tales como: los cineastas Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Alfredo Guevara y José Massip, el compositor Juan Blanco y el pintor Servando Cabrera Moreno, quienes confluyeron en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, organización donde se agrupaba la avanzada de la intelectualidad creadora en aquel periodo. Dos de estos realizadores desarrollaron una exitosa carrera fílmica, a partir de la década de los sesenta: Gutiérrez Alea y Massip; el primero, en el género ficción y el segundo, en documental y ficción.

Con un gran peso genérico de documental y matices de ficción, El Mégano aborda las duras faenas que ejecutan los campesinos de una zona pantanosa al sur de la antigua provincia La Habana, para encarar el proceso de hacer carbón vegetal. Al mismo tiempo, constituye un testimonio de la vida de esa gente trabajadora y humilde, víctima de la explotación a que los sometía el sistema político-económico imperante. Devela crudamente las vicisitudes que afrontan para sobrevivir en un medio tan desfavorable para esos hombres y sus familias.

Como parte del equipo de realización, participaron otros cineastas entre los que se destacan el camarógrafo Jorge Haydú y el productor mexicano Manuel Barbachano, más los ya mencionados Juan Blanco, compositor, y Servando Cabrera Moreno, artista de la plástica que elaboró los dibujos del filme.

Hasta cierto punto, en El Mégano está la génesis que derivó en la fundación, años más tarde, del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), bajo la dirección de Alfredo Guevara, con la participación destacada del propio Julio García Espinosa y otros cineastas que integraron el equipo de realización del filme precursor y generador del gran salto hacia una cinematografía nacional organizada y trascendente.

No es fortuito que el ICAIC se cree en 1959, con una de las primeras leyes que establece el gobierno revolucionario. Un año más tarde se funda el Noticiero ICAIC Latinoamericano, dirigido por Santiago Álvarez, de extraordinaria importancia para la formación de documentalistas y realizadores durante varias décadas.

El realizador Julio García Espinosa.

La música y el cine documental cubano

Cuba, su realidad natural, el hombre y su obra, han sido plasmados en el cine documental como en ningún otro género cinematográfico, en gran medida, gracias a las especificidades de sus medios de realización. El cine cubano posee un catálogo muy extenso de obras documentales de altísimo valor artístico, científico y técnico, que abarca prácticamente todas las esferas de la vida natural, sociocultural y existencial. En este complejo y rico universo temático, la música ocupa un lugar privilegiado, en unos casos como elemento fundamental de la banda sonora, y en otros, como protagonista de la trama secuencial sobre la cual se asienta el audiovisual. Esta última arista reviste una gran importancia para el acercamiento y la comprensión cabal del papel de la música popular cubana en esta rama del cine. Existen diferentes y valiosas apreciaciones acerca de ella, pero el ilustre etnólogo don Fernando Ortiz, acucioso y profundo investigador de la música folclórica y popular cubana, así como de sus raíces, definió, muy acertadamente, la significación de esa música para el país y su trascendencia universal. Con su prosa profundamente científica y al mismo tiempo poética, expresó:

Otro don de Cuba al mundo ha sido y es su música popular. Engendro de negros y blancos; producto mulato… la más genuinamente… esas músicas mulatas, que se dan en Cuba como las palmas reales… creaciones exclusivas del genio de su pueblo[…]

Los cubanos hemos exportado con nuestra música más ensoñaciones y deleites que con el tabaco, más dulzuras y energías que con el azúcar. La música afrocubana es fuego, sabrosura y humo; es almíbar sandunga y alivio; como un ron sonoro que se bebe por los oídos, que en el trato iguala y junta a las gentes y en los sentidos dinamiza la vida.

Estas virtudes del arte musical cubano enunciadas por Ortiz fueron captadas, sostenidas e interiorizadas por Santiago Álvarez en su extensa e importante obra cinematográfica y por otros realizadores, entre los que se destacan, en distintos periodos, Rogelio París y Rigoberto López.

Más de cincuenta años de existencia del cine cubano apuntan hacia el documental como la manifestación genérica que más y mejor refleja el acontecer y desarrollo de la música cubana, y muy en particular las expresiones populares y folclóricas, que son las que mayor peso tienen en la filmografía nacional. En esto coincide el investigador y ensayista cubano Leonardo Acosta.

En términos generales, la producción documental que aborda como temática la música o las figuras de grandes creadores y/o intérpretes, se ha centrado en nuestra música popular, a pesar de que no faltan documentales sobre el Ballet Nacional y su máxima figura, Alicia Alonso; sobre nuestro patrimonio danzario folklórico y nuestra danza moderna, o sobre la guitarra clásica y el importante movimiento guitarrístico cubano. Pero sin lugar a dudas, la música popular ha tenido la primacía en la obra de los documentalistas.

Lamentablemente, en las décadas anteriores a los años cincuenta, e incluso en parte de los sesenta, el audiovisual de la gran pantalla dejó escapar la posibilidad de inscribir o registrar en imágenes y sonido acontecimientos musicales, agrupaciones y personalidades importantes y emblemáticas, cuya ejecutoria es irrepetible. Por tanto, se han perdido en su momento histórico específico unos cuantos paradigmas que han liderado el hecho y la evolución de este arte cubano. El cine de ficción, bastante tardíamente, se ha ocupado de reivindicar o plasmar con la variedad inmensa de su lenguaje y recursos tecnológicos, la riqueza de conjuntos y personajes que han marcado y marcan el universo sonoro del país. Son escasos los filmes que narran la vida y obra de músicos famosos o que incluyen en la dramaturgia de la pantalla grande a cantantes, intérpretes y compositores. Entre esos filmes de ficción se hallan: Los pájaros tirándole a la escopeta (1984), del director Rolando Díaz, que tiene como protagonista musical del drama a Juan Formell y su orquesta Los Van Van; Zafiros, locura azul (1997), del realizador Manuel Herrera, que cuenta la historia del carismático conjunto vocal de la primera mitad de la década de los sesenta; y El Benny (2006), dirigida por Jorge LuisSánchez, que realiza un intento –bastante controvertido– de relatar la vida y obra del famoso cantante cubano Benny Moré, conocido por el sobrenombre artístico del Bárbaro del Ritmo. Son algunos ejemplos de música diegética en el panorama fílmico cubano.

Gracias al cine documental, una parte importante de la historia de la música cubana ha logrado salvarse en imagen y sonido para la posteridad y puede ser apreciada por las generaciones que no tuvieron la oportunidad de conocer –y disfrutar en su momento– a las grandes personalidades y agrupaciones musicales del país de la música. Al mismo tiempo, constituye un apreciable material para aquellos que aún conservan el recuerdo de los instantes de gloria artística de los que dejaron una profunda huella en sus vivencias culturales y de divertimento. Es en el contexto de ese cine que resalta el genio artístico de Santiago Álvarez, la originalidad y búsqueda de lo trascendental de Rogelio París y el talento fílmico-literario de Rigoberto López.

En el caso de Santiago Álvarez, la plasmación de una obra tan trascendental no llega a la pantalla de manera inesperada ni es fruto de una idea repentina, constituye la maduración de profundas reflexiones de su autor y es fruto de una extensa y rica trayectoria artística. En cuanto a Rogelio París, es el resultado de sus indagaciones en la esfera de la música y los espectáculos, en el afán insistente de recoger y perpetuar lo mejor de la memoria histórica del sonido cubano. La tríada seleccionada se completa con el virtuosismo intelectual, artístico y la visión de Rigoberto López para penetrar en ese tupido bosque, o dicho de otra manera, el monte tropicalísimo de la música popular cubana.

Este estudio pretende enrolar a todos los interesados: especialistas, estudiosos, cinéfilos, melómanos y lectores ávidos de nuevas aventuras culturales, en un largo viaje por los senderos maravillosos del acontecer sonoro que ofrece el variado, interesante, atractivo, mágico, enigmático y complejo mundo de la música cubana y sus esencias más auténticas. Penetremos en ese místico universo.