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La revolución musical que aconteció en el Imperio austrohúngaro (1867-1918) puede considerarse única. Géneros tan distintos como la opereta, la música de la Segunda Escuela o las tradiciones posrománticas unieron sus fuerzas en un conglomerado singular que, bajo el sello común de "Austriahungría", seguimos admirando y conociendo. El presente estudio la analiza desde una perspectiva contemporánea para comprender mejor su impacto y trascendencia.
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Seitenzahl: 39
Veröffentlichungsjahr: 2017
Por Alfonso Lombana Sánchez
www.austriahungria.eu
Las referencias a las sociedades interculturales son frecuentes hoy en día. Al margen del debate acerca de las ventajas y de los inconvenientes de la diversidad, parece relativamente claro que como resultado de la heterogeneidad pueden surgir en un territorio resultados artísticos de gran calidad. La fusión de culturas propicia una visión más completa del mundo, así como una herencia de tendencias más diversas que en las sociedades unitarias, y esto repercute positivamente en las manifestaciones artísticas.
Un buen ejemplo de esta evolución lo tenemos con el Imperio Austrohúngaro (1867-1918), una institución que abrigó múltiples variantes nacionales dentro de una única frontera. En el Imperio austrohúngaro, tras una convivencia pacífica de varios años, nació un sinfín de creatividad y una vida artística singular. Y si bien el sueño político del conglomerado plural austrohúngaro se vio frustrado con la Primera Guerra Mundial, tal extinción política no supuso una cesura cultural, pues “Austriahungría” siguió permaneciendo unida. La proliferación del arte, de la literatura, del cine o, naturalmente, de la música –que es lo que nos ocupa aquí– había sido fructífera antes de la disolución de 1918 y lo siguió siendo después.
En pocos sitios como en Austriahungría asistimos a ejemplos tan claros del efecto positivo de la diversidad como motor de una creatividad imparable. Y en este sentido, la música es un buen ejemplo claro para demostrarlo.
La calidad de la producción musical y su variedad fueron en los años austrohúngaros una tendencia prácticamente sin igual en Europa. El cambio de siglo del XIX al XX, que se suele considerar como una transición entre dos épocas diferentes –un encuentro de ayer y hoy– trajo consigo fructíferas consecuencias. En esta época “finisecular” vieron la luz las vanguardias en primera instancia, pero también tuvo lugar una especie de “revisión” de las tradiciones formales vigentes.
A efectos prácticos, esta “creatividad finisecular” se tradujo en una clara realidad: la aparición de toda una serie de nuevas tendencias, muchas veces fieles a lenguajes architradicionales; un nuevo “arte” de viejos muebles para nuevos nervios, como dijo el escritor Hugo von Hofmannsthal.
Esta tendencia, que por cierto se ha radicalizado en lo que hoy entendemos como “postmodernidad”, es principalmente la razón de ser de cualquier revolución consensuada. Los albores del siglo XX, que abrigaron una revolución cultural en sí, lo hicieron respetando la tradición precedente, alabándola y reutilizándola. Por ello, resulta cuanto menos curioso afirmar que la modernidad no fue en sí tan “moderna” como suena. Esto, que se puede apreciar en muchos aspectos, llama sobre todo la atención en la producción musical, donde ayer y hoy se fusionaron entonces en un conglomerado único, haciendo insuperable el ejemplo “austrohúngaro”.
La convivencia de diferentes autores y estilos en Austriahungría permitió un inicio, esto es, el asentamiento de una piedra angular para la postmodernidad, pues el camino marcado por los finiseculares europeos lo seguimos andando aún hoy, más de un siglo después.
La modernidad, por tanto, abrió un camino nuevo horadando la tradición hasta su esencia y creando a partir de ella un lenguaje rompedor que sigue resultándonos nuevo y moderno, pero a un mismo tiempo –dada su esencia tradicional– familiar y conocido.
El punto de unión de ese lenguaje –tradicionalmente moderno o modernamente tradicional– es justo lo que en esencia diferencia a compositores como Johann Strauß o Arnold Schönberg, pero también lo que los une. Veamos las razones para ello.
La revolución de la música austrohúngara
Con frecuencia se recurre al círculo de compositores de la Segunda Escuela de Viena para recordar su impacto y alabar su renovación dentro del mundo de la música clásica. En muchos casos, incluso, se los reconoce como los pilares fundamentales para la música del resto del siglo XX. Sin embargo, para muchos oyentes actuales, su música sigue siendo todavía –más de un siglo después– demasiado “moderna”, ¿por qué? Sin duda, porque no se ha terminado de entender bien.
Este hecho, constatable y discutible, exige no obstante una consideración más detallada, así como una respuesta. Y esta respuesta no debe conformarse con decir que la Segunda Escuela de Viena marcó una nueva época, pues no lo hizo del todo, ya que su “modernidad” fue no más que una “fidelidad” a la tradición con un lenguaje “diferente”. Pero vayamos por partes.
Por Segunda Escuela de Viena se conoce en la historia de la música la revolución e innovación acontecidas a comienzos del siglo XX en torno a Arnold Schönberg y a una serie de compositores que lo secundaron. Esta revolución, sin embargo, no aconteció en garajes ni en salas alternativas, sino que para su difusión se organizaron conciertos en lugares representativos y con orquestas de primera, como aquel homenaje a Gustav Mahler organizado por el propio Schönberg en el Musikverein de Viena el 31 de marzo de 1913. Si bien la memoria de este concierto, que ha pasado a la historia como el “Watschenkonzert”, ha intentado hacer de él un fracaso de la Segunda Escuela, lo cierto es que en la algarabía que se armó en la sala de conciertos –donde se lanzaron hasta sillas–hubo muchos defensores que apoyaron esta nueva música.
En el programa figuraban obras de Schönberg, Berg, Webern o Zemlinsky –rompedores sin duda–, pero solo como prefacio a los Kindertotenlieder