La palabra del médico - Ignacio Di Bártolo - E-Book

La palabra del médico E-Book

Ignacio Di Bártolo

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Beschreibung

"Me decidí a escribir este libro por mi doble condición de médico y de paciente. En mi vida profesional, tuvo enorme importancia la comunicación oral. En este libro, hay dos capítulos que resumen las técnicas que pueden aprenderse para la actividad docente y social de los profesionales de la salud. Sí, doctor, no lo dude, este libro es para usted. Si tiene conocimientos y experiencia, podrá cotejarlos con los del autor y con la mejor bibliografía contemporánea. Debo aclarar que en los últimos años viví la experiencia de ser un enfermo grave. Como tal, fui protagonista de la comunicación, pero como paciente. Descubrí entonces el enorme valor de la palabra del buen médico que muchas veces cura, pero siempre alivia, consuela y acompaña al enfermo en su camino. Necesito decirles a los pacientes lo que deben esperar de su médico, porque en algún momento de sus vidas eso será esencial. Por eso, los destinatarios finales de este libro son los médicos y los pacientes, las dos caras de una comunicación donde se privilegia el valor de la palabra. Está tan mal hablar sin tener nada que decir como no hablar cuando se tiene algo que decir.

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Ignacio Di Bártolo

La palabra del médico

En la intimidad del consultorio

En la actividad docente

En la vida social

Al final del camino

Di Bartolo, Ignacio

La palabra del médico / Ignacio Di Bartolo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-534-5

1. Oratoria. 2. Capacitación Profesional. I. Título.

CDD 808.51

Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere

© Libros del Zorzal, 2017

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a:

<[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com.ar>

Índice

Prólogo | 5

Capítulo 1.

La palabra del médico en la intimidad del consultorio | 9

Capítulo 2

La palabra del médicoen la actividad docente | 23

Capítulo 3

La palabra del médico en la vida social | 114

Capítulo 4

La palabra del médico al final del camino | 143

Prólogo

Es la primera vez que escribo lo que voy a contar. Alguna vez lo hice en mis cursos de grupos reducidos, pero no figura en ninguno de mis libros anteriores. Diría que recién ahora comprendo cómo ese episodio cambió mi vida.

Hace muchos muchos años, yo era un chico de 11 como cualquier otro del barrio de Caballito. Mi casa (Pedro Goyena 1438) estaba sólo a media cuadra de la farmacia de mi padre, en la esquina de Pedro Goyena y Puan. Haciendo cruz con la farmacia estaba, y sigue estando, el colegio de Puan, primaria del Estado adonde concurríamos todos o casi todos los chicos del barrio. Yo era un buen alumno, aunque no el mejor, porque ese siempre fue Carlos Cambiano. Pero yo tenía algunas ventajas sobre él; la más importante era que mi padre fue durante muchos años el presidente de la Cooperadora. Quizá como una manera de homenajearlo, siempre elegían a su hijo –yo mismo– para hablar o recitar poesía en las fiestas patrias. Limpito, prolijo, estudioso y con esa ventaja, era el caballo del comisario. Pero nadie se dio cuenta de que en quinto grado no era el mismo. Ni limpito, ni prolijo, ni responsable como antes. Me dieron igual el primer papel en una fiesta patria. No me preparé lo suficiente. ¡Qué papelón! El más grande de mi vida. Unos quinientos alumnos formados frente a las gradas, todos los maestros rodeando a mi padre, el único vestido de civil sin guardapolvo. La sonrisa de todos ellos se congeló al primer titubeo en la poesía. No podía continuar. Era inútil que un amigo intentara soplarme. Un murmullo que se transformó en carcajadas invadió a la multitud. Miré a mi padre. Estaba todo colorado. Apenas pude bajar la escalera temblando. No fui a mi formación, me escapé del colegio y me encerré en mi cuarto de mi casa de enfrente. No salí en todo el día. Nadie tocó a mi puerta.

Fue una experiencia muy dura para un preadolescente. Sin embargo, jamás pensé que cambiaría mi vida.

Nunca más alguien me pidió que hablara en público. En el segundo año de residencia médica en el Hospital de Clínicas, cuyo jefe era el profesor Juan P. Garrahan –presidente de la Sociedad Argentina de Pediatría y autor del libro Medicina infantil, texto universitario en toda América Latina–, me tocó desarrollar un tema vinculado a la deshidratación del lactante, que en esa época era novedoso y complicado. Como es de suponer, después de mi lejana y triste experiencia mi preparación de la charla fue óptima. No me imaginé que, a poco de comenzar, se iba a sentar en primera fila el Dr. Garrahan.

La clase salió magnífica. Mi experiencia era la de muchos días con sus noches de la residencia. El temor (¿o el respeto?) al auditorio estaba dominado por la responsabilidad extrema de mi preparación. Hoy sé muy bien que el 70% del éxito de una conferencia depende de la preparación.

Según los comentarios, fue excelente. Al Dr. Augusto Giussani, mi maestro y amigo personal, el Dr. Garrahan le pidió mi nombre y la manera de contactarme.

Así fue la historia. Un año después, en una de esas siestas imprescindibles después de una guardia tremenda, mi esposa me despertó diciendo: “Te llama Garrahan”. Convencido de que era una broma, se me encendieron todas las neuronas. ¡Era él! Me citó en un lujoso hotel de Buenos Aires y me ofreció ser su único acompañante en el cargo de jefe del Departamento de Pediatría del Hospotal Alemán.

Estábamos en 1962, y mi vida cambió desde entonces. Durante tres inolvidables años, compartimos con los pediatras del Alemán, el Dr. Enrique Rottman y el Dr. Federico Velten, la inquietud de formar un Servicio de Pediatría nuevo e independiente del poderoso Servicio de Obstetricia y Ginecología.

El único objeto de contar esta historia es el de entrar en el detalle de por qué me llamó Garrahan. Mi formación no era distinta a la de los otros residentes, pero ¡hablaba mejor! Él venía a romper estructuras. Necesitábamos entrar a la sala de partos, tener una nursery independiente, habilitar un sector de internación pediátrica, convertirnos en un centro de difusión académica de la pediatría. Para todo había que convocar, discutir, conseguir la atención, buscar sponsors, recibir a los mejores de cada especialidad dentro de la pediatría, escribir artículos de difusión científica, etcétera.

Tres años después, murió Garrahan. Conservo como una reliquia su felicitación con signos de admiración después de un debate con los obstetras para hacernos cargo de la reanimación de los recién nacidos en la sala de partos.

El Hospital Alemán fue mi segundo hogar. A veces, el único. Y fue lo mejor que pudo pasarme en mi vida profesional, que me permitió gozar de una actividad médica honesta, digna y gratificante.

Pero lo que quiero rescatar aquí es que saber hablar en público me cambió la vida. Mucho tiempo después, en 1980, comencé a enseñarles a mis colegas lo que había aprendido de esta actividad en la vida y en los pocos libros de entonces.

Tampoco imaginé que la oratoria se convertiría en una segunda vocación. Los cursos se multiplicaron inesperadamente: sociedades científicas, empresas, universidades, políticos, militares, religiosos, oradores sociales. Todos querían aprender a hablar en público. Algunos también nos acompañaron en la tarea de enseñar; destaco al Dr. Carlos Llabrés, que de manera desinteresada abordó el tema del lenguaje gestual en nuestros cursos. Con él creamos la Academia Privada de Oratoria Profesional (apoc), que cuenta con catorce profesores.

En forma personal, comencé a escribir sobre oratoria en la década de 1990. Llevo cinco libros publicados y este es el segundo dedicado a los profesionales de la salud, con la actualización imprescindible que debe hacerse del tema.

Este libro será viejo dentro de siete años.

Capítulo 1.

La palabra del médico en la intimidad del consultorio

Estoy escribiendo estas páginas en julio de 2017. Este año viví con relación a mi salud un cimbronazo que superó todas las veces –que fueron varias– en que encaré de cerca la posibilidad de morir. Hoy estoy sano. El 18 de mayo festejé con un brindis esta inesperada e indescriptible sensación de bienestar y felicidad.

Quiero transcribir textuales las palabras que pronuncié en esa oportunidad en el Centro de Radioterapia del Hospital Alemán:

En una Navidad de hace diez años, Dorita y yo solos, tomados de la mano, mirábamos el río y la luna. Llorábamos en silencio. Acababan de darme el diagnóstico de mi biopsia: cáncer de próstata.

Desde entonces, después de un tratamiento fallido en una institución médica de primer nivel en el país, pagué año tras año la dolorosa hipoteca de controlar su evolución, que fue agravándose.

Llegó el límite. La sentencia es fácil de imaginar. Pero en ese momento supe de este nuevo y revolucionario adelanto científico: SBRT (Stereotactic Body Radiation Therapy).

Hace diecisiete años que me retiré del Hospital Alemán, después de cinco décadas de trabajo. Fue mi segundo hogar. Y aquí salió el sol. Entramos en el país de las maravillas. Todo el mundo sonriente, hasta los pacientes en la sala de espera. Me dieron hora con Carmen Castro; me sentí su padre, su hermano. Le conté mi angustia, mi abandono, mi desorientación, y encontré en su palabra la posibilidad de cambiar mi pronóstico. Me sentí protegido, seguro, feliz.

Vinimos contentos al tratamiento. Ariadna Ledesma y todo el servicio –Victoria, Pablo, Matías, David y Nahuel– fueron y serán nuestros amigos.

Aquí se cumple el postulado del viejo maestro de la medicina del mundo: “Curar cuando se puede. Si no se puede, aliviar. Si no se puede, consolar. Si no se puede, acompañar”.

Conmigo dieron vuelta las palabras... Me acompañaron, me consolaron, me aliviaron y me curaron. Reconforta saber que la medicina puede ser la manifestación más pura del amor humano.

No quiero abundar en detalles, porque está muy lejos de mí y del Hospital Alemán transformar este trabajo escrito con el corazón en una herramienta de marketing promocional.

En realidad, este episodio de mi vida es el responsable de mi inquietud por escribir sobre la importancia de la palabra del médico en las distintas manifestaciones de su actividad profesional.

Tengo ante mí una copiosa bibliografía sobre el tema. Sin embargo, prefiero dejar que fluya con libertad mi pensamiento. No sé si esos textos merecen atención; lo que es indudable es mi experiencia: cinco décadas pasé en la intimidad de mi consultorio recibiendo y compartiendo con miles de pacientes sus inquietudes y sus desvelos. Calculo, sin posibilidad de error, que atendí entre ocho mil y diez mil pacientes, lo que da un número de cuatrocientos mil a quinientos mil consultas, sin tener en cuenta mi actividad hospitalaria.

Hoy puedo repasar mi vida, registrar mis aciertos y mis errores, y hasta puede servir para compartirlos con los del lector.

Siempre estuvo en primera línea de mis objetivos obtener la confianza de mis pacientes y transmitir la credibilidad de mis intenciones para con ellos. Los padres de mis pequeños pacientes –soy pediatra– sabían que mi comunicación con ellos se hacía a través de una total honestidad. Jamás vi a un paciente si no era necesario, ni siquiera cuando tenía pocos o ninguno en toda la tarde. El teléfono bastaba para aconsejar y tranquilizar. Siempre y a cualquier hora, en forma personal o después con ayuda de asistentes; jamás abandoné a un enfermo a su suerte. También, sin ningún reparo ni temor, fui capaz de decir “no sé”. Si podía, lo resolvía estudiando el tema, pero, con más frecuencia, derivando al enfermo hacia quien fuera un especialista.

No creo que por todo esto tenga mérito o merezca especial respeto. Tengo fe en mis colegas al asumir que la gran mayoría cumple con estos elementales principios de la medicina. Lo que quiero transmitir es que esa confianza y esa credibilidad han sido siempre mi carta de triunfo. Asimismo, puedo afirmar que jamás atendí a pacientes irrespetuosos o desconfiados. Y si recuerdo a algunos de ellos, es porque fui yo el que decidió no continuar atendiéndolos.

Considero que la comunicación médico-paciente es un elemento clave para su relación. Los gestos y las palabras correctamente empleadas y atentamente escuchadas adquieren valor terapéutico y se convierten en un factor clave en la estrategia asistencial. Nadie da lo que no tiene. Si sé, transmito seguridad. Si soy sincero, genero confianza. Si merezco respeto, brindo tranquilidad.

Por eso contrasta la importancia vital que tiene el tema con la poca atención que habitualmente se le dispensa en los ámbitos académicos en nuestro país.

Conscientes de que el éxito de cualquier entrevista clínica depende de la calidad de la comunicación médico-paciente, en muchos países es una de las competencias básicas de la formación médica.

Con el uso de habilidades de comunicación efectiva, se busca aumentar la precisión diagnóstica, la eficiencia en términos de adherencia al tratamiento y la construcción de un apoyo para el paciente. El foco de la entrevista no está centrado en el médico ni en el paciente, sino en la relación entre ambos.

No se trata únicamente de mejorar los aspectos psicológicos de la atención. Existen estudios que demuestran con claridad que mejorando la comunicación también mejoran los resultados fisiológicos. Un estudio clásico es el headache study, realizado en neurología ambulatoria, en el cual se demostró que el factor más importante en la mejoría de la cefalea crónica no es un diagnóstico claro ni la indicación de medicamentos eficaces, sino la percepción del paciente de que ha tenido oportunidad de contar su historia y de discutir en profundidad sus preocupaciones y creencias (estudio prospectivo de un año, Universidad de Ontario).

La revisión sistemática realizada concluyó que un mayor acuerdo y comprensión de la importancia de la comunicación con el médico mejoraba en forma notable la adherencia de los pacientes al tratamiento.

En realidad, para los médicos que nos hemos dedicado a la docencia universitaria resulta sencillo actualizar un tema con la bibliografía disponible. El aporte de Internet ha sido de gran utilidad cuando se saben elegir los trabajos disponibles cuyo origen ha sido cuidadosamente seleccionado. Ya no hacen falta las largas y dificultosas jornadas en la biblioteca de la facultad. Por eso no quiero abusar de aquello que está con facilidad a nuestro alcance. Me parece que es más importante recibir y transmitir experiencia.

Mi vida profesional está dividida en dos etapas fáciles de reconocer: antes y después de la aparición en Argentina de los seguros prepagos.

En la primera etapa, fui creciendo despacio, pero firme. Los pacientes llegaban por conocimiento (amigos, compañeros de estudio) o por recomendación “boca a boca”, como suele llamarse ahora en las empresas.

En esa época, tocaba el timbre de mi consultorio aquel que buscaba un médico con nombre y apellido. El profesional se sentía distinguido y apreciado por la elección. La comunicación se establecía con una base de respeto y consideración mutua que se prolongaba mucho más allá del tiempo que duraba una consulta. El compromiso del médico era una responsabilidad irrenunciable y a tiempo completo. Yo, como pediatra, asumía el cuidado de la salud de los niños de esa familia.

Al comenzar la década de 1980, empezó el cambio: al principio despacio, pero cada vez más notable. Ya no se elegía un médico con nombre y apellido, sino que se escogía entre los que figuraban en la “cartilla” de la institución que los protegía. Esa misma intitución ofrecía la posibilidad de una visita a domicilio o a una sede propia a su alcance todas las horas del día. Se desvirtuaba de esta forma aquel contrato o acuerdo que se sellaba en el consultorio privado con un apretón de manos, mirándose a los ojos. Ahora ese contrato empezaba al entrar y terminaba al salir.

Añoro aquella primera época que muchos jóvenes nunca conocieron.

Está claro que no todo es tan así. Hay médicos muy reconocidos cuyo nombre y apellido no figura “en cartilla” y son buscados por su prestigio. Además, en muchos casos, nuestro compromiso trasciende nuestra obligación y asumimos la atención de los pacientes más allá de lo obligatorio.

En la actualidad, la mayoría de las veces los médicos están condenados a respetar la tiranía del tiempo. Quizá el principal escollo que debe superarse para privilegiar la comunicación del médico con su paciente es el factor tiempo, que siempre apremia.

Si queremos mejorar la comunicación en medicina, tenemos que resolver el problema de cómo disponer de un sistema que permita que los clínicos cuenten con el tiempo necesario para aprender, manejar y mantener la habilidad de interactuar con sus pacientes. Es preocupante considerar que el sistema presiona para lograr mayor eficiencia numérica. Las consultas son habitualmente demasiado cortas para efectuar bien el trabajo desde la perspectiva de la comunicación médica.

De esta manera, tenemos que afrontar situaciones conflictivas debido a que la racionalidad ética ha sido desbordada por la racionalidad material. Ante esta realidad, la medicina no tiene soluciones definitivas. Por ahora, los médicos tenemos más preguntas que respuestas. Se nos hace necesario conciliar la más humana de las ciencias, la medicina, con la más fría e impersonal de las ciencias sociales, la economía.

Actualmente, la comunicación eficaz es considerada como una de las competencias básicas de la educación médica. Recién en las últimas décadas los trabajos sobre el tema han configurado una sólida base de evidencia científica, gracias a la cual se han determinado las habilidades indispensables para una comunicación efectiva y se ha establecido de manera fehaciente que pueden ser enseñadas y, por lo tanto, aprendidas.

La mayoría de las escuelas de medicina en Estados Unidos y Europa incluye, dentro de la formación de pre y posgrado, un entrenamiento formal de las habilidades de comunicación. En América Latina, los mejores trabajos publicados sobre el tema son de las universidades de Chile.

No hay un camino rápido para mejorar la comunicación con los pacientes.

Abrumados como estamos casi todos los médicos por la necesidad de administrar el tiempo para actualizarnos en nuestra especialidad, descuidamos la responsabilidad de no haber profundizado el estudio de la comunicación eficaz con los pacientes. Siempre se consideró que podría lograrse con la naturalidad espontánea con que se consigue en la vida social.

En realidad, recién en el año 2000 la Asociación Americana de Escuelas de Medicina publicó un informe especial sobre la comunicación médico-paciente. En ese trabajo, concluyó que toda facultad de Medicina debería realizar una evaluación formal de la calidad de la comunicación de sus estudiantes. Registrarla, mantenerla y mejorarla debería ser una tarea de posgrado.

Las técnicas y los instrumentos que han demostrado ser más eficaces en el aprendizaje son el feedback docente, el rol playing sin y con pacientes simulados y la observación y videograbación de la consulta con pacientes reales.

En nuestras universidades, debería enfatizarse la necesidad de una enseñanza formal y sistematizada en comunicación. De esa manera, se lograría en el alumno la inquietud que sobre el tema puede concretarse cuando le toque en la práctica la asistencia directa con los pacientes. Todos conocemos el valor que tiene la residencia en los primeros años de la vida profesional. En esta época, cobra una importancia primordial la tutoría escalonada año a año por sus pares y sus jefes.

Para el éxito de esta tarea educativa, se requiere más que una simple capacitación técnica; es necesaria también toda una filosofía desde diversas perspectivas del saber humano para obtener un comportamiento más responsable del médico con su paciente.

Nadie comprende mejor a un enfermo grave que otro enfermo grave. Considero que nadie mejor que ellos puede transmitir su experiencia positiva o negativa a los médicos jóvenes y, también, a muchos de los mayores, ayudándolos a comprender el valor de su palabra en la intimidad del consultorio. Un médico seguro, sonriente, empático y comprensivo tiene un valor incalculable en la compañía, el consuelo, el alivio y, muchas veces, la curación del paciente grave. Que su palabra tiene propiedades terapéuticas ha sido repetidamente probado en la bibliografía profesional.

Es quizá por mi doble condición de médico y de paciente que fui espectador, a lo largo de mi vida, del cambio en la comunicación entre ambos experimentado en los últimos años. El paso del modelo paternalista al autonomista se hizo cada vez más notorio y universal. La evolución de este fenómeno fue muy bien estudiada y eficazmente propiciada por Pedro Lain Entraigo, médico, historiador y filósofo, en numerosas publicaciones.

El cambio en la comunicación médico-paciente afectó a los tres elementos involucrados:

1. El enfermo, que tradicionalmente había sido considerado como receptor pasivo de las decisiones que el médico tomaba en su nombre y por su bien, se fue transformando en un ser humano con derechos bien definidos y capacidad de decisión autónoma sobre los procedimientos diagnósticos y terapéuticos que se le ofrecen y que ya no se le imponen.

2. El médico paternalista y protector inobjetable se fue transformando en un asesor digno de respeto que pone a consideración de sus pacientes sus conocimientos y consejos, pero que no asume las decisiones que estos toman.

3. La relación clínica pasó de ser bipolar y vertical a horizontalizarse y adaptarse a las relaciones propias de sujetos adultos en sociedades democráticas. El médico propone, pero es el enfermo el que dispone.

Al hacerse posible disponer de su propia salud, el paciente asume una responsabilidad que está por encima de sus conocimientos. Busca entonces información urgente y descontrolada que puede llevarlo por caminos equivocados y, a veces, peligrosos.

La salud de una persona es un hecho esencial en su vida y, por lo tanto, prioritario. El volumen informativo que puede manejar desde su casa es enorme. Internet, los diarios, las revistas y la televisión generan espacios dedicados a temas médicos complejos en general con simplificaciones adecuadas a su público y, muchas veces, peligrosas. Es así que con frecuencia el paciente se presenta ante su médico haciendo preguntas específicas sobre los métodos de diagnóstico y las conductas terapéuticas. En muchas oportunidades, cuestiona las decisiones de un profesional competente. El argumento es: “Si está en los medios, debe ser cierto”. En nuestro país, ha habido casos trístemente célebres de conductas inducidas por informes falsos, en el mejor de los casos sin reales intenciones. El Dr. Nelson Castro (conocido médico y periodista) afirmó textualmente en la Academia de Medicina: “Es de fundamental importancia que las instituciones médicas dediquen tiempo y estructura para atender el tema de la comunicación masiva en medicina” (Boletín del Consejo Académico de Ética en Medicina, año 3, núm. 1, 2004).

En esa reunión, en la que tuve la oportunidad de participar, se insistió en que el profesional se preocupe por lograr la máxima credibilidad y confianza por parte de sus pacientes. La palabra del médico en la intimidad del consultorio debe tener mucho más valor que la que se escucha en los medios masivos de comunicación irresponsable.

En este momento, paseo la mirada sobre mi escritorio y veo la cantidad de libros y artículos que me apoyan en esete trabajo. Naturalmente, también están mi notebook y mi tablet, que son más veloces para todas las búsquedas vinculadas al mismo tema: la comunicación médico-paciente. Hace ya muchos años que me retiré de la práctica clínica que ocupó toda mi vida de adulto. Obsesionado por la bibliografía actualizada, muy pocas veces me detuve para estudiar la comunicación interpersonal. Desde hace ya décadas conozco los trabajos de Howard Gardner y sé qué es una de sus llamadas inteligencias múltiples. También sé que si de alguna de ellas dispongo, sin duda es esta la que se destaca. Siempre me tocó, muchas veces sin desearlo ni buscarlo, liderar los grupos humanos de similares inquietudes religiosas, sociales, profesionales o deportivas.

Como un buen pintor sin escuela alguna, descubrí que me relacionaba bien con mis primeros pacientes. Les ofrecía a ellos mi natural sinceridad y respeto y recibía de ellos credibilidad y confianza. Esto mismo aumentaba mi responsabilidad asistencial.

Pintaba bien, como aquel artista sin escuela.

En mi currículum ya dice que enseñé durante muchos años el valor de la palabra. Me distinguieron con el título de presidente honorario de la Academia de Oratoria. Pero recién ahora que escribo sobre la palabra del médico reconozco que su buen uso es una habilidad que puede aprenderse y que tiene una enorme significación en la comunicación con los pacientes.

Creo que no puede haber entre los humanos una actividad más profunda, intensa e importante que el diálogo de un paciente con su médico. No será siempre así, pero sin duda, en algunos momentos importantes de su vida, usted lo percibió. De allí lo relevante de reflexionar sobre los medios y modos de la comunicación íntima en el consultorio, tanto en su vertiente verbal como no verbal, que siempre está sustentada sobre otros componentes: sentimientos, emociones, creencias, esperanza o desaliento, temores, expectativas, inseguridad o confianza respecto a la persona del médico. No importa sólo lo que se dice, sino también cómo se lo dice. Está claro que esto se aplica tanto a uno como al otro de los dos partícipes del diálogo en lo que va más allá de lo verbal.

Es mucho lo que podemos aprender. Este mensaje está sobre todo dirigido a los médicos jóvenes que no aprecian la trascendencia de la comunicación verbal y gestual, mirando al paciente a los ojos y escuchándolo con la máxima atención exponer sus inquietudes y el motivo de su consulta. El consultorio debe ser un recinto inviolable, un diálogo íntimo y personal que no debe ser perturbado ni interrumpido. Es un ideal difícil de cumplir, pero posible de mejorar.

Si se fortalecen las habilidades en la comunicación médico-paciente, los resultados son fáciles de reconocer: se logran entrevistas más eficaces respecto a la precisión diagnóstica y mejora la satisfacción del enfermo, de la adherencia terapéutica, del alivio de los síntomas y de los resultados clínicos.

Suzanne Kurtz, autora de un trabajo muy bien documentado (Revista Médica de Chile, núm. 138, 2016) sobre el tema de la comunicación, relata que a lo largo de los años la gente le ha preguntado a menudo: “Si usted tiene que decidir entre un doctor con habilidades de comunicación efectiva y uno con competencia clínica, ¿a quién elegiría?”. La respuesta es: “No tendríamos que elegir, deberíamos exigir ambas competencias en un solo médico”.

La consulta clínica en la práctica

Para establecer una rutina de trabajo en el consultorio, es necesaria una compenetración de todos los participantes: pacientes, familiares, profesional y asistentes. Con rapidez, el paciente comprende cuál es esa rutina y, con total libertad, la comparte o cambia de médico.

Veamos el ideal de un equipo que cumple con las metas y principios básicos de una comunicación efectiva.

Estructura de la consulta1

Inicio de la sesión

Interrogación del médico (anamnesis)

Examen físico

Explicación y planificación

Cierre de la sesión

Al iniciar la sesión, el médico se presenta y saluda al paciente, escuchando con atención su nombre. La primera impresión de ambos es muy importante. Estudios muy serios (Ambady, Gladwell) demuestran que bastan de 5 a 10 segundos para llevarse una impresión de una persona, que no varía cualquiera sea el tiempo que se prolongue.

Y no existe una segunda primera impresión. De la parte que nos toca a los médicos, son la sonrisa y la pulcritud las que se destacan. Un profesional seco y descuidado no tiene posibilidad de respeto sólo por su ciencia. El saludo (apretón de manos, beso) y la vestimenta ya dependen de sus características personales, lo mismo que el tuteo, cada vez más frecuente.

La anamnesis debe realizarse sentados uno frente al otro, mirándose a los ojos (cuidado con prestar más atención a la computadora) y dando muestras claras de escucha interactiva. Que no se hable de otra cosa que no sea la inquietud del paciente y el motivo de su consulta. Las reuniones de amigos se hacen fuera del consultorio.

Las preguntas necesarias y pertinentes las hace el profesional después de escuchar al enfermo. Es conveniente que antes de examinarlo haga un breve resumen de lo que registró e interpretó.