La palabra que construye el mundo - Pier Paolo Pasolini - E-Book

La palabra que construye el mundo E-Book

Pier Paolo Pasolini

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Beschreibung

Con la misma brillantez que exhibió en sus facetas de poeta, novelista o cineasta, Pier Paolo Pasolini fue también una de las puntas de lanza de la crítica literaria de su generación. Los textos seleccionados en el presente volumen fueron escritos entre la década de 1940 y los últimos años de vida del autor y, si bien la mayoría aparecieron en distintos periódicos, semanarios, revistas y otras publicaciones de la época, algunos permanecieron inéditos hasta mucho después de la muerte de Pasolini. Con el hilo común de la creación literaria como objeto de análisis, en ellos osciló entre siglos y géneros, entre estocadas perentorias y elogios inesperados, desde el estudio de la poética de Dante hasta la denuncia de la mezquindad de la industria editorial y cultural de su tiempo. Capaz de brindar píldoras sorprendentes sobre figuras contemporáneas y clásicas, pero también de legar reflexiones inmunes al desgaste de la temporalidad, este libro es una nueva ventana al universo de «un intelectual literalmente irreprimible» –como lo definió Paolo Mauri– que, medio siglo después de su desaparición, «todavía puede enfadar a más de un lector». «De los libros interesa todo excepto el valor y la autenticidad. Interesa lo que representan socialmente, solo eso. De un libro se habla porque la moda, la editorial, el director del periódico quieren que se hable de él. Por los libros ya no se tiene amor, ni siquiera interés cultural».

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Seitenzahl: 267

Veröffentlichungsjahr: 2025

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I. PIENSO EN LOS MUNDOS METAFÍSICOS…1

 

 

El sentimiento estético no tiene un origen común. Recuerdo que en mí la poesía nacía, cuando era un niño y luego un adolescente, como deseo de expresarle mi vida a los demás. Algunas experiencias marginales (pureza, religiosidad) aparecieron en mi vida a la hora de la verdad, en el espacio infinito y real de mis sentidos. La poesía no tiene un origen común, cada poeta reconoce en su poesía, sencillamente, unos hábitos irrepetibles. La poética estudia problemas técnicos, es decir, la lucha entre el poeta y el lenguaje. Esta lucha es, sencillamente, un sentimiento de desasosiego y de ira contra la lengua usual no solo de la gente, sino también la del poeta, quien normalmente se limita a utilizar a lo largo de su vida unas pocas palabras, y siempre las mismas. «Luna», «juventud», «ilusión» en el caso de Leopardi; ver, zephirus, coelum en el de Virgilio… La inspiración, que en los últimos años de la estética se ha convertido en palabra nefanda, es el momento de la vida en el que aquellas pocas palabras suenan con más intensidad, como si fueran ahora, solo en este momento de mi vida, verdaderamente nuevas. Se vuelven a escribir entonces con mano trepidante y luminosa, con la ilusión de ponerlas finalmente en el orden absoluto, tras el cual mi vida interior (que está comprendida en esas pocas palabras) será cumplidamente comunicada a los demás.

Creo que cualquier otro empeño en las cuestiones de forma, de lenguaje poético, pertenece a una actividad inferior del poeta. Los problemas de musicalidad, de rima, de pureza, de color, de organización, de alejamiento, de totalidad, son problemas vanos que tienen ocupada la mente del poeta cuando está acabado y razona movido por la sensibilidad y por la inteligencia, que tiene (por naturaleza) extraordinariamente agudas. Sobre todo, la sensibilidad. Y como las sensaciones son infinitas y nos recorren el cuerpo agolpadas, el poeta conoce las innumerables cualidades que tienen y, para todas y cada una de ellas, las palabras o los juegos de palabras. Y en ello se recrea el poeta; esto, sin embargo, no lo hicieron ni Virgilio ni Leopardi. Lo que para Baudelaire era la imaginación, para nosotros es la sensación: la perfección extrema y terrible de los sentidos, que mantiene al poeta siempre fuera de sí, en la cima de sí mismo. Innumerables palabras, pues, podría dedicar el poeta a su delicada vida de sentidos, memorias, afectos e inteligencia. Pero sabe que esas pocas palabras pretenden de él toda la cura, toda la ambición, porque solo con ellas, esas pocas, es posible comunicarle a los demás algo de sí mismo.

Pienso en los mundos metafísicos que construye la palabra en Mallarmé, en Rimbaud. Pero son mundos absolutos en el comienzo de la búsqueda, pues en los resultados definitivos podrían ser otros. El mundo que debe construir la palabra es este: este en el que ahora vivo. La diversidad es poca entre el mundo de un hombre y el mundo de otro hombre, pero es más difícil construir un mundo que está a un metro de la realidad que en los espacios metafísicos.

El problema del conocimiento es, en el fondo, como la mayoría de los hombres ingenuos lo concibe. La materia se redime en una perfección incompleta. Perfecto es un árbol, perfectos son mis ojos, el árbol ha sido visto, mis ojos lo ven. La relación tiene, pues, un sumo y natural equilibro, y la realidad de ese árbol debe ser pensada desde el punto de vista de la perfección de la materia. Si, luego, para cada cual el mundo y la realidad se presentan de manera dispar, esto sucede solo por una diferente disponibilidad del amor. Es, entonces, el afecto diferente, que liga al hombre al mundo, lo que crea un mundo diferente para cada uno de los hombres. Expresar esta ligera, aunque capital, diversidad de afecto (que en el poeta se enriquece con infinito número de sensaciones) es el objeto de la poesía.

¿Era necesario que yo naciera en mí? ¿Podría haber sido otro? Si mi madre se hubiera unido a otro hombre, ¿quién sería yo? Antes de que yo naciese, ¿qué había de mí si ahora soy infinito? En el haber devenido yo «yo mismo», el mundo todo ha tomado vida. Y me repugna ser el fruto de un ininterrumpido caso de generaciones. Pero basta con la gratitud (en el despertar de un sueño, en el ver —en un prado— mi cuerpo), basta con la gratitud por lo que me rodea para distraerme de aquel primer sentimiento, o sea, del estupor de haber nacido. Pero hay algo «sólido» en nosotros que se me escapa. Misterio, lo llaman, eterno, sombra, vacío… Nosotros, los de hace un año, los de hace un instante, no somos sino sustancia incorpórea que existe en el aire de la memoria. Sin embargo, a pesar de todo, hay en nosotros una solidez que resiste tranquilamente a las turbulencias que lo envuelven. Tenemos, por ejemplo, el sentimiento de satisfacción que da haber expresado bien una noción, una imagen sobre los argumentos que deberían constituir nuestro llanto perpetuo, es más, nuestra anulación.

La grandeza de la palabra, pero también sus limitaciones, consiste en hacer serenos los sentimientos.

II. LOS NOMBRES O EL GRITO DE LA RANA GRIEGA2

 

 

La infinidad que sentimos por doquier, pero más aún en nosotros mismos, alcanza siempre un límite sensible. Llega a un límite tras el cual poder abandonarse, callar. Los cuerpos, es decir, todo lo presente, son el límite. Quien advierte o siente en sí aquel infinito dentro del extenso desierto que es su vida, quien se siente un límite o una sombra del espacio que hay más allá de las dimensiones habituales (pero experimentable en todo momento) no puede ver en aquel una luz o un sentido cualquiera. Debe sentirse atrapado, si acaso, por un horror hondo e irreparable, pues no se trata solo de infinito, de luz (palabras son, al fin y al cabo, o, como mucho, extensiones); atrapado por lo desconocido sin lugar, ni situado ni extenso, del que somos límite, del que, no obstante, somos conscientes. La consciencia es un límite más, y dónde se encuentra este límite, si no es quizá en las lindes de nuestra vida, es indemostrable. Pero nuestra vida linda a cada instante, y muestra continuamente un contraste absoluto entre donde «estamos» y donde «no estamos». Tras la atónita luna, tras las nubes, tras las hojas, tras las aguas indiferentes, tras los ojos humanos se extiende la infinidad, pero «invinciblement caché dans un secret impénétrable».3 Los hombres no podemos aferrarla sino en un instante desesperado y recaer luego en la resignación inanimada a la que nacer hombres o, en todo caso, nacer, estar vivos, nos ha destinado.

Pero ese instante nos da el sentido de nuestro inmenso origen, nos reconoce vida, nada más; vida que tiene forma animada y situada en una consciencia especial. Pero ¿de dónde nace aquel instante de claridad inhumana? De todo, decía: la luz, el sonido, los objetos. Y aun añado, y no es todo, la palabra, el tenue vínculo que nos une, a los hombres, en la superficie de aquel no-ser que se extiende por doquier a nuestro alrededor, dentro del cual el cuerpo no puede (¿cómo podría?) desaparecer conscientemente. Y no me refiero a la palabra poética que lleva a la «quietud en la luz»,4 que es otra cosa, sino a la palabra humana tal y como se ha originado en nosotros, en los sentidos, en el ignoto y fulmíneo mecanismo del intelecto.

«Más allá» es una expresión utilizada comúnmente para significar la ausencia en la vida presente, en el estado corpóreo. Pero si vamos más allá del ligero resplandor que ante la repetición de las «aes» nos hace vibrar los sentidos, y colorea con significado demasiado habitual las tres sílabas, entonces, veremos cómo cobran vida y asumen un sentido absoluto gracias al vívido sonido o color en el cual consiste, y que es el límite del infinito. Pulchritudo tam antiqua et tam nova.5 En realidad, ¿en qué consiste la vida si no es en un estar «más aquí»? Y se trata, de nuevo, de una linde, de un confín demasiado fácilmente superable para que uno de los dos estados pueda parecer, realmente, diferente del otro. El más allá no está solo al final de la vida, sino que está cerca de nosotros a cada instante. Cerca, pero ¿dónde? El problema es establecer la verdadera dimensión de dicha cercanía. En la terrible precisión de la expresión «más allá» radica su belleza, la belleza que promueve en nosotros la resignación, nos agita y nos lleva a aquel instante profético. Es una aureola de infinito que hace amadas las palabras.

«’´Εμπυρα χαλκοαρᾶν», dos palabras griegas que desconozco,6 límites a un infinito que resuena entre las espirales de las sílabas. La primera palabra, que no sé qué significa, llena un espacio, es algo perfectamente terrenal. Llena el espacio con tres sílabas vaguísimas, su belleza deriva del llevar acento en la primera sílaba, del encuentro suavemente sonoro de la μ y de la π… ¿Qué decir de la tenue blancura de la ípsilon, del temblor imperceptible de la «ro»? En el modo de alargarse que tiene la palabra se hace nuestra, humana. Como cosa sensible es el límite de una infinidad cuya dimensión, a pesar de resultar impensable, no puede llamarse espiritual porque son los sentidos los que la advierten. ’´Εμπυρα representa una vida desconocida, y es perfecta como un simulacro: tienen las sílabas indudablemente la brillantez del mármol, y me refiero a πυρ, tan nítido y luminoso. Tiene el gesto agraciado, de simulacro (para ser exactos), con los brazos en alto… Tiene también algo de empíreo, con un cielo fabuloso sobre la Acrópolis en uno de esos días realmente vividos en la tierra, cuando otros también estaban vivos; y en ella se conservan los ecos habituales de una vida que entonces era la única, la verdadera y, como tal, imperfecta. Y todavía más aparece esta vida en χαλκοαρᾶν, palabra plebeya, vigorosa. La voz de un ateniense muerto resuena en ella, entre las sílabas sin hendiduras, entre las vocales largas y el χ y el κ acerados. Abre, la plúmbea χαλκοαρᾶν, la puerta que conduce al infinito, soportando el peso de algún afecto o de algún gesto terrenal.

[Νεφέλη], nube. La palabra griega dibuja claramente, pero no presupone. La pureza de las sílabas es en verdad marmórea. [Νεφέλη] tiene el color del alabastro y un soplo de viento, pero no presupone nada, es la imagen de lo que para los griegos era νεφέλη y para nosotros nube, que es una cosa infinita. Pero «nube» o «nimbo», ¿no tienen un significado engañoso para nosotros? Nos hace pensar en lo oscuro, en lo que es contrario a la luz, en el pecado. [Νεφέλη] es purísima, como la luz. Erra segura por los cielos y la mueve un [ἄνεμος] sensible y una perfecta necesidad. Las palabras griegas afilan la realidad desnudándola, es decir, despojándola de lo caduco. Νεφέλη es la nube hermosa. Nube, para nosotros, es un concepto confuso, mezcla lo oscuro con la perfección de blancura y de formas. Entre ὕδωρ y agua, entre Σικηλία y Sicilia, entre νέκταρ y néctar… hay la misma diferencia. Los nombres griegos tienen luz, los sustantivos en romance tienen color; los griegos sonido, los romances melodía; los griegos perfectos, los romances perplejos; los griegos soleados, los romances nublados. Los aqua,Sicilia,nectar latinos son paganos, y por eso semejantes a los griegos, pero tienen una menor semejanza fantástica con las cosas reales.

Que los griegos fantasearan acerca del infinito está demostrado: ’Απείρων, άπειρέσιος se encuentran con frecuencia en Homero. La α que denota privación indica una condición completamente diferente de aquella a la que estamos acostumbrados. Pero en el espacio y en el tiempo. Y así es el infinito para los hombres verdaderamente tales, a quienes el cristianismo no ha dado una segunda naturaleza pero que, conservándose esencialmente paganos, han salvaguardado su desnuda unidad. Leopardi:

 

… interminati

«spazi» di là da quella, e sovrumani

«silenzi», e profondissima quiete…7

 

Y el ateo Pascal: «Ces deux abîmes de l’infini et du néant».8 Espacios, abîmes: es el infinito de los sentidos, pagano; es lo único que podemos entender sin desdoblarnos. (Pero, como cristianos, otro es el infinito que nos atormenta, y no va más allá de las cosas, sino que está dentro de ellas, está en nosotros, y el límite no es un seto, sino que está, repito, en la dimensión pavorosa que no escapa a los místicos…). Y los nombres griegos, y los latinos, no presuponían aquel infinito nuclear que en los nombres romances o cristianos se abre inexpresable. Hay en aquellos una infinidad más dulce, de espacios y de milenios, pero aún mejor es decir de infinidad poética. ¡Cuánta poesía hay en έρως, que es amor poético! No sé qué violencia sopla desde aquellas sílabas apretadas, qué suave violencia. Respira una violencia que fue deseo humano, y que todavía lo es, y que las rojas sílabas devuelven a los sentidos como cosa caduca y dulcísima. No sé si se trata de la forma sanguínea de la ω o la ρ breve, rápida, o esa ς susurrante, pero es cierto que nos invade un temblor con aquella palabra roja que es deseo de nombre, que es una inquietud arcana y febril. Y las innumerables memorias amorosas se alzan como serpientes en el corazón, el descontento irremediable, la sana libido del hermoso cuerpo ajeno, los miembros perfectos, el seno, los brazos, el gesto; y los tiempos y lugares infinitos del amor. Todo esto es un anhelo del nombre que nos nace dentro pero que después, realmente, nos consume en el «tiempo irrecuperable». ¿Cómo nacieron los nombres? ¿Es verdad que no hay palabra sin imagen? ¿Son o fueron las palabras imágenes? Quien se pregunta todo esto no tiene presente que en las palabras anida la misma infinitud que hay en nosotros y en todo lo terrenal. Es indudable que la dulce «c» representa lo que luce. Así, la palabra «luce» es imagen de lo que es la luz. Pero hay también algo de música o, por mejor decir, de sonido. Y la imagen está ligada a aquel sonido. Así, en la palaba «acedía» hay algo de luz. Y en «reciente» hay luz: «Al resplandor de la reciente luna».9

Y es verdad que se limita la inenarrable infinidad de los nombres si los declaramos imágenes, si son también sonido, si son también concepto, si son también afecto. Pero no es menos cierto que «en ninguna de las lenguas de las que podemos estudiar la historia existe un vocablo abstracto del que, si sabemos la etimología, no se resuelva con una metáfora». Pero también aquí hay que distinguir para que, a fuerza de distinciones, se pueda llegar al indistinto infinito. Μεταφέρω, «llevo más allá», ¿en qué consiste la metáfora sino en esto? Pero los medios son diferentes. Y cada una de las palabras nacieron de manera diferente, por mucho que todas sean una metáfora. ¿De dónde nació «madre», mother,mère, etcétera? Es cierto que no es imagen ni música. Es, sustancialmente, sonido, murmullo, como si hubiera nacido de los labios inconscientes del hombre-niño. Las imágenes se le atribuyeron más tarde, pero son imágenes falsas, sentimentales. Así, «melodía» es todo música, y «horror» es todo imagen. Ahora bien, si por diversión nos esforzamos en inventar una palabra para una realidad o un concepto que no tienen nada de ambos, ¿qué buscaremos dentro de nosotros? Una metáfora pura, o sea, una cosa prodigiosa, enorme, que solo la divinidad natural de nuestra mente puede inventar. Las palabras son, pues, metáforas naturales, y consisten en llevar más allá. De hecho, por un lado, tenemos la naturaleza incognoscible de las cosas; por el otro, la nuestra, y las palabras abren la increíble relación entre los dos mundos, llevan las cosas más allá de su dura existencia, las llevan en nosotros. ¿Por qué yo ante el cielo digo «cielo» y así me parece que lo conozco? Pero, por supuesto, no me hago ilusiones de que tal conocimiento sea algo seguro: solo sé que el único modo de sentirlo cercano es llamarlo «cielo». Y no puede ser una relación tan incierta y absurda si yo no puedo llamarlo absolutamente de otro modo, y así desde hace milenios; y antes era «cœlum». No habría conocido jamás el azul, el «ser» azul, el tender al azul, el no-ser-yo-azul, si no hubiese tenido esta palabra que, sin ser la linde en la que acabo yo y en la que empieza el cielo, es, con todo, una salvación natural en la inhumana búsqueda de aquel límite.

III. LA INSPIRACIÓN EN LOS CONTEMPORÁNEOS10

 

 

La intervención de la razón en el escribir poesía es a veces un impulso persuasivo, consciente, hacia lo irracional. Se sabe que abandonarse al sentimiento (a la inspiración) es una ebriedad privada cuyos límites morales o estetizantes están más acá de la poesía porque en ella no interviene la crítica. La presencia de la crítica mientras se escriben versos es algo verdaderamente delicado, por cuanto debe ser esta la que sugiere la sintaxis, las imágenes, los atributos, etcétera, que no destruyan —con su naturaleza material y, por tanto, serena, imperturbable— la severidad y el compromiso moral de la confesión. Es evidente que con «crítica» o «razón» me refiero a la conciencia poética sobre la que fue Baudelaire el primero en detenerse. Tras la conciencia, lo racional se libera diligentemente, deviene un nuevo mito bastante diferente del que para los románticos era la «ingenuidad». La liberación sucede —es natural— de manera diferente según los poetas. El œil double de Verlaine le sugiere al autor «les lueurs musiciennes», el «sommeil noir», etcétera; es decir, su musical escarpolette.11 Es inútil hablar del valor de dicha conciencia en Mallarmé y en Valéry. Lo destacable del proceso es la renuncia y la desestima de la inspiración por cuanto el alejamiento del poeta de su «vicisitud» está preestablecido y no se debe al sentimiento que podrían aducir los románticos con este fin, la ironía, sino a una rigidez crítica, al sentido de lo absoluto que todo lo invade, la voluntad de Eupalino. La presencia de este elemento nuevo, la conciencia de la poesía destruye las ilusiones románticas, anula la irracionalidad que estuvo siempre latente en la poesía anterior, y que se había hecho presente, más que en otros autores, en las obras primitivas, tan anheladas por los románticos, y tan mal comprendidas. Lo irracional de los poetas puros es lo que está más cerca de la poesía «de los orígenes» como la entendía y describía Vico. No significa nada que tal irracionalidad sea, ahora, consciente. La analogía es un hecho probatorio de la naturaleza de inspirados que tienen los poetas puros en cuanto, aunque postulada y aceptada por la voluntad, nace de un mecanismo irreversible de la fantasía, y el poeta debe pasar por un momento de ceguera para descubrir fuera del mundo, del que es —pasablemente— consciente, una relación entre dos imágenes o conceptos que la costumbre no concatena. Este testimonio que el proceso poético de la analogía nos presta tiene un valor, naturalmente, en el mundo empírico, cuando no se presuponga una noción general de la poesía y se la entienda, sencillamente, como presencia: presencia material. Y lo consiente que, con el proceder del descubrimiento de la poesía pura, se desarrolla el concepto de la poesía como técnica, que es, exactamente, el que determina la devaluación del «poeta inspirado».

Novalis, Coleridge, Shelley, Keats descubren como búsqueda en sí el medio del arte, la palabra, que es sonido y color. Burke lo había ya pensado: «La poesía es siempre reemplazar cosas con sonidos».12 Y Novalis: «La expresión por medio de sonidos y de signos es una abstracción digna de ser admirada, con cuatro letras se me muestra a Dios».13 Y Shelley: «Hay una relación doble de los sonidos con los pensamientos y con las cosas que estos representan […]. Una percepción —precisa Anceschi en Autonomía y heteronomía del arte—14 del orden de esta relación fue siempre vista como común a una percepción del orden de los pensamientos. Hay una especie de “relación constante” entre pensamiento y música, entre palabra y sonido». A reflexiones igual de remotas y casi hermenéuticas los empujaba un compartido furor poeticus, es decir, una idea anormal de la belleza. Y Keats dice por boca de todos: «… Es que, para un gran poeta, la idea de belleza domina sobre cualquier otra consideración o, incluso, induce a nada cualquier otra consideración». Dedicar la vida a la literatura, adelgazar el propio pensamiento en finezas poéticas extremas, adentrarse aventurero en las regiones del espíritu, ¿acaso no demuestran la «autonomía» real de estos poetas? Y, por ende, en buena parte, la inspiración poética de su poesía. Es cierto: reconocer el medio poético como algo completamente diferente y, al mismo tiempo, aislable, tangible, significaba separar —aunque no del todo conscientemente— la poesía de otros hechos espirituales y, en el fondo, del espíritu. Cuando Novalis, en los fragmentos, piensa que hay que escribir como se compone música y propone inventar las leyes de una «Fantasía» que exprese las razones universales de la belleza de las palabras; o cuando Wordsworth se dedica a «adaptar a las leyes de la métrica una selección del lenguaje real de los hombres en un estado de vivida sensación»; o Coleridge paragona la iluminación reveladora y renovadora de la poesía con «el imprevisto encanto que los accidentes de luz y sombra extienden sobre un paisaje conocido y familiar», vemos que todos estos poetas están inmersos en un estado que no es humano, o lógico, o filosófico, sino puramente poético. Y se podría identificar este trabajo práctico, el indistinto detenerse en la técnica, con lo que Shelley definía «poesía en sentido estricto [ristretto]», afinamiento extremo del medio expresivo, que acababa por distraer tanto al poeta que lo hacía devenir, también a él, el verdadero, el único escopo del poetar. Shelley no podía alcanzar, naturalmente, el concepto de pureza, pero ya, en secreto, quizás, veía en la poesía en sentido estricto trabajo creativo, elección de palabras, el único y dulce fin. Y fue así como los poetas románticos le allanaron el camino a Baudelaire, a Mallarmé… Al poner así las cosas, ¿no es advertible algo patológico en el nacimiento de la noción de autonomía, de la poesía en sí? (No olvidemos que de los poetas de pleno siglo xix nacerá, por otros conductos, el decadentismo. Y léase a este respecto el definitivo libro de Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura contemporánea).15 De hecho, nacía de un error, de una pasión. Y como la antinomia entre autonomía y heteronomía es, fatalmente, un dilema universal y no contingente del espíritu —y, como tal, irresoluble en teoría, pero perfectamente resoluble momento por momento—, he aquí que aquellos poetas caían con toda naturalidad desde lo fantástico, lo delirante, el apartado deseo de pura belleza, hasta una filosófica y convencional declaración de la moralidad del arte, reconociendo en ella una parte, no del todo el espíritu humano. Se trata de las habituales e inevitables idas y venidas de un polo al otro de la antinomia y que se repiten en todos los poetas y, que, además, se alternan en las épocas literarias bajo el aspecto de movimientos estéticos. No obstante, gracias a Edgar Allan Poe, la enfermedad inoculada en el medio del que se sirve la poesía está ya en estado avanzado y, con Baudelaire, se avía para transformar completamente el medio en fin. «… Hemos llegado a que, a fuerza de escrutar en sí la conciencia del arte, hemos acabado por meter la mano en algo grave, algo que se está acurrucado en el fondo y que el arte no consigue contener en sí más de lo que el mundo no puede contener a Dios» (J. Maritain).16 De esta reflexión se puede constatar cuán lejos estamos de la concepción de la poesía como ausencia (recuérdense algunas páginas de Carlo Bo), concepción que se presenta a primera vista como la extrema y coherente consecuencia de la poesía pura. Para nosotros, la poesía de Mallarmé no está en la página blanca, en el blanco eterno de la página, en el cielo intacto…, sino en su palabra. Y la poesía es en verdad «nuestro más verdadero presente»,17 sí, pero en cuanto somos terrenales y aquella es presente, tangible, res extensa. El esfuerzo de los poetas que vienen después de que la «poesía empieza a perder conciencia de sí misma en cuanto poesía» no se encamina hacia el silencio; va, al contrario, hacia una rendición extraordinariamente perspicua del valor sensible de la palabra. Véanse —testimonio ejemplar— las reelaboraciones de Ungaretti y, entre otras, las siguientes y nitidísimas frases de Eugenio Montale: «Obedecí a una necesidad de expresión musical. Quería que mi palabra fuera más adherente que la de otros poetas que había conocido».18 Era natural, pues, que se mirara con una sonrisa al poeta inspirado, como se mira a quien poniéndose en manos de una ingenua irracionalidad cayese con más facilidad en los defectos de los que lo irracional parecería, por el contrario, protegerlo; es decir, el discurso lógico, el moralismo, etcétera.

Pero tenemos razones suficientes para pensar que los poetas puros, hasta Ungaretti, se benefician de la ayuda de la inspiración por cuanto el sentimiento de la poesía pura, de la página blanca que violar, es también un sentimiento y, como tal, es susceptible de distensiones y de tensiones. Como se ve, pues, juzgamos positivamente a aquellos poetas con un argumento usado habitualmente para demostrar su error, que consistiría —tras el rechazo de todos los sentimientos por ser «impuros»— en confiar la poesía a otro sentimiento, el teórico de la poesía pura, «impuro» también este, por tanto. Pero si no fuera así, Bo tendría razón y el silencio sería en verdad su poesía. Reconocemos, pues, en aquel sentimiento un aspecto de la inspiración, porque puede alcanzar un acmé, una especie de furor poeticus que consiente la escritura, una escritura particular cuyo irracional acaba tamizado por la razón. Tamiz que, no obstante, está fatalmente limitado: no es casualidad que Valéry escriba que el primer verso de un poema es un regalo del cielo. De la presencia de la inspiración (el «hombre del saco» de Ungaretti y, de palabra al menos, de todos los modernos), cuando por inspiración se entienda agudizar la esperanza de poderse aproximar a la pureza, deriva la posibilidad de antologar la obra de uno de estos poetas, selección que, otramente, no sería ni siquiera concebible. Incluso Ungaretti (como Pascoli, D’Annunzio, etcétera) enumera sus «momentos felices». Ahora bien, lo verdaderamente difícil es definir en qué consisten, a menos que no queramos limitarnos a ciertas justificaciones habituales; por ejemplo, que se trate del resultado de una larga experiencia. Menos pedestre sería centrarse en la «serenidad» que los colaboradores de la revista La Ronda han descubierto en Leopardi (y que Contini bautiza «alegría»), pero, como se ve, la cuestión no se resuelve con haber adoptado un nombre más exacto. Nos tienta, en un clima freudiano, recordar una teoría de Havelock Ellis que atribuiría a nuestra sensualidad un movimiento periódico de tensión y de distensión, y no nos faltaría tampoco el coraje, por supuesto, si fuésemos expertos en esta materia, para vincular a dicha periodicidad la eficiencia de la inspiración. Quien acostumbra a escribir versos, por lo demás, demuestra a priori una disponibilidad a la selección de palabras. (Es la poesía entendida como técnica, como materia, la poesía que Shelley juzga «en sentido estricto», lo que nos importa; para que en verdad las palabras «adherentes», casi en sentido físico, sucedan a las palabras puras). ¿La inspiración sería, pues, un estado, casi físico, de estar dispuesto a reconocer en las sílabas algo vigoroso, corpóreo, es decir, su virginidad, su equivalencia con lo real?

Nos parece bastante satisfactorio, si lo interpretamos en el ámbito concreto de la escritura. Si no es así, como Valéry a propósito de Mallarmé, abolido el concepto romántico de inspiración, deberemos hablar de una iluminación (¿anterior a la técnica?) que no sería más que una inspiración pagana, como los clásicos le pedían a las Musas. Así, el primer verso concedido por Dios sería sencillamente el salto de la primera versión del poema, la que nace de la presión que ejerce un sentimiento humano y no estético. En definitiva, no sabremos nunca cómo se creó La siesta de un fauno o El cementerio marino porque las primeras redacciones acabaron quemadas por la conciencia. Por el contrario, se nos aparece clara la historia de «Infinito» de Leopardi, y es una historia verdaderamente significativa. Primero, la ola de los sentimientos, la emoción, busca una forma falsamente filosófica e «Infinito» se titula «Sobre el infinito» («Oh, cuán jocunda cuanto querida me fue esta yerma orilla»), luego moralizante, y se llama «La naturaleza», y es verdaderamente la redacción sentimental, la versión-desahogo:19

 

Siempre adorada mi solitaria orilla,

di por qué de mis ojos huyes la mirada

del encantador y mágico efecto

que Natura concede a las criaturas…

 

Por último, tras un breve apunte en prosa, muy puro, tenemos la última versión de «Infinito», que es sencillamente lírica, sin más pretensiones. Así, mientras en las primeras redacciones, que, en el sentido consumado de las palabras, son inspiración, tenemos versos filosóficos, moralizadores (o sea, racionales) en la versión definitiva, que revela una calma inmensa, casi una impasibilidad fatal, se desencadena todo lo irracional de la poesía: música, ritmo, inefabilidad. Es esta segunda inspiración, no sentimental, sino propiamente «poética», la que no ha dejado de ser válida y que espera aflorar a la conciencia de quienes acostumbran todavía a relegarla, en el peor sentido, entre los ídolos profanados (sconsacrati).

IV. BENEDETTO CROCE Y LA POESÍA PURA20

 

 

Hace muchos años que Croce manifiesta desestima por la poesía pura. Estos días se lee en Il Messaggero (19 de noviembre de 1950) un artículo en el que lo confirma. Si nos acercamos al asunto sub specie æternitatis, lo que significa sin referirnos a los nombres y a los ejemplos más actuales y comprometedores, tal y como se acostumbra a hacer, no hay duda de que Croce acaba por tener razón. Por otro lado, los críticos que se han erigido en defensores de la poesía pura, en dura polémica con Croce, están hipotecados por el hecho de ser también «crocianos» o, en el caso contrario, de no tener a sus espaldas la poderosa obra del filósofo napolitano. Así pues, lucha desequilibrada. Con todo, en los serenos artículos de Croce se aprecia que este, cuando escribe del asunto, no está completamente sereno. Podría decirse que hay en él un sentimiento como de reserva hacia las aptitudes críticas si las emplea para estudiar el objeto incierto que es la poesía contemporánea: la sospecha de no estar a la altura, al menos en parte —como efectivamente sucede—, de la capacidad de registro que tiene la nueva palabra poética. Hay en él casi una exasperación que le produce ver alejarse las novedades que, desde hace unas décadas (o sea, desde que alcanzó la madurez humana y filosófica), se han impuesto en los ambientes literarios mejor cualificados de Europa.

Creemos que en la crítica que hace Croce a la poesía contemporánea hay un defecto, un roto en algunos puntos del lúcido tejido de su lengua. Un roto debido más a involuntaria contrariedad y fastidio que a la falta del orden mental y expositivo que es su valor más importante. Croce, y parece increíble, cae en ingenuidades lingüísticas que él, pensamos, no dudaría en definir como pseudoconceptos. Un ejemplo:

 

Eso es: Croce no ha demostrado, con el rigor que le es característico, que sea verdad que la palabra de estos poetas carece de la virtud que le es propia, de la expresión del alma. Tomemos, pues, la locución, genérica a decir verdad, «expresión del alma» por lo que significa generalmente, o sea, «contenido» en oposición a «palabra» o pura forma.