La poética del acontecer - Gastón Soublette - E-Book

La poética del acontecer E-Book

Gastón Soublette

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Beschreibung

En este libro el autor propone desarrollar el discernimiento por analogía, que consiste en rescatar del inconsciente una vía clausurada de acercamiento a lo real. Una vía que estuvo abierta hace siglos para nuestros antepasados, pero que los imperativos de la empresa civilizadora occidental cerraron mediante una pedagogía unidimensional, en la que se formaron las masas ciudadanas desde el despuntar de la civilización industrial. El fundamento teórico de esta proposición procede de las investigaciones del psicólogo suizo alemán Karl Gustav Jung, quien, mediante la experimentación en la terapia, el desarrollo de una teoría psicológica del inconsciente, más una fuerte influencia oriental (Confucio), descubrió un paralelismo analógico permanente entre el acontecer psíquico y el acontecer objetivo: "Sincronicidad". De este modo, el binomio sujeto-objeto, que la lógica moderna había disociado, se reintegra como conciencia participativa, cesando la hegemonía de las verdades verticales y excluyentes, para dejar paso a una cosmovisión de relaciones y resonancias horizontales.

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Ch868

S719pSoublette, Gastón.

La poética del acontecer / Gastón Soublette.

2a. ed. – Santiago de Chile: Universitaria, 2018.

167 p.; 15,5 x 23 cm. – (El saber y la cultura)

ISBN Impreso: 978-956-11-2573-5

ISBN Digital: 978-956-11-2678-7

1. Prosa chilena.2. Literatura – Miscelánea.

I. t.

© 2007, GASTÓN SOUBLETTE ASMUSSEN.

Inscripción Nº 167.247, Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por

© EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.

Avda. Bernardo O’Higgins 1050, Santiago de Chile.

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,

puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por

procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o

electrónicos, incluidas las fotocopias,

sin permiso escrito del editor.

Texto compuesto en tipografía Palatino 10/14

Se terminó de imprimir esta

SEGUNDA EDICIÓN

en los talleres de Salesianos Impresores S.A.,

General Gana 1486, Santiago de Chile,

en febrero de 2018.

DIAGRAMACIÓN

Yenny Isla Rodríguez

DISEÑO DE PORTADA

Norma Díaz San Martín

www.universitaria.cl

Diagramación digital: ebooks [email protected]

A la memoria de Lola Hoffmann

ÍNDICE

Introducción

1 Del Mito del Paraíso

2 Del ver y el oír

3 De los ritos

4 Del paisaje

5 De la magia

6 De los ovnis

7 De la avispa azul

8 De la música para las personas

9 De la caverna ancestral

10 Del cielo

11 De la palabra

12 De la ciudad y su historia

13 Del discurso

14 De los ciclos de la historia

15 Del origen del lenguaje

16 De la respiración

17 De la 8ª Sinfonía de Mahler

18 Del acto de comer

19 De la madre y el hijo

20 De Charlie

21 Del ejército de Terracota

22 De Mao Tse Tung

23 De La Mafia

24 Del Führer

25 De la Iglesia

26 De la Belleza

27 De Heidegger

28 Del Zen

29 Del andariego

30 Del informe especial

31 De la soledad

32 Del 11 de Septiembre

33 De la corona

34 De la fotografía

35 Del asalto

36 Del basural

37 Del Juicio

INTRODUCCIÓN

La poética del acontecer es como la poesía que sucede; el verso natural que nadie escribe. Un nadie, eso sí, que es más alguien que nosotros. Un alguien que también es algo, pero un algo que es más que todo lo que se ve y se toca. La poética del acontecer tiene que ver con eso que llaman “destino”. Líneas de movimiento, senderos de itinerancia humana, que convergen hacia un suceso único, largamente preparado en las entrañas del que lo protagoniza o lo observa. Lo que guía los pasos del sujeto hacia la hora señalada y el lugar preciso, esto es, ese alguien o ese algo que juega con el espacio tiempo como ninguno de nosotros podría hacerlo.

Es una magia del suceder que ocurre en virtud de una ley que ninguna ciencia moderna ni arte útil considera para tratar con las personas y las cosas. La ley de analogía. Lo semejante que se atrae con lo semejante, mediante una gravitación universal más viva y misteriosa que la de Newton. Por eso el sabio dice: “Eso que piensas, eso te sucederá”.

Todo acontecer se rige por la ley de causa y efecto y por la ley de analogía. La primera aporta la explicación mecánica del hecho por el agente inmediato que lo provoca. La segunda aporta el contexto horizontal de todas las resonancias que armonizan analógicamente con el hecho, allende las fronteras del espacio y del tiempo, y dan razón de él mejor que toda explicación.

Cuando se vive en un mundo puramente causal, la ciudad humana expulsa como cuerpos extraños a su cuerpo, la poesía y el misterio. La verdad se hace vertical y absoluta. Se clava en el suelo como un poste. La urbe moderna erizada de rascacielos es una materialización analógica del absolutismo vertical de la mente moderna. También lo fueron las torres de las catedrales góticas, en especial las que sólo tienen una, en forma de aguja, como la de Ulm en Alemania, que mide ciento treinta metros. También los monolitos y columnatas triunfales de los emperadores, desde Trajano hasta Napoleón, son expresiones analógicas del absolutismo mental. También las columnas en cuya cima permanecían durante una vida esos místicos llamados “estilitas”, que tan mal entendieron a Jesucristo que creyeron seguir fielmente su evangelio viviendo encaramados en un poste de piedra. Su absolutismo místico fue tan insensato como el absolutismo político de Napoleón.

Pero la ley de analogía no es el invento de nadie. El hombre nace con la aptitud para entender al mundo por analogía, pero en el correr de los años esa aptitud se atrofia en el plano consciente y se refugia en los sueños. Por eso es que algunos que ya dejaron de ser niños pueden llegar a tener a veces la impresión de que sólo son felices soñando. Aunque la poética del acontecer puede ser una magia tan blanca como negra, pues la ley de analogía puede operar igual en un acontecer luminoso, como en un acontecer tenebroso. Existe por eso una poética satánica. Se puede dar vida poéticamente pero también se puede dar la muerte.

Por la ley de analogía se aproximan cosas que en apariencia son en todo diferentes. Los que tienen la aptitud de manejar bien esa ley entonces descubren la semejanza oculta que esas cosas pueden tener. Empezando por la simultaneidad. Cosas diferentes que se pueden asemejar sólo en el hecho de haber compartido en un suceso el mismo instante. O cosas muy distantes en el tiempo y el espacio pero que conviven simultáneamente en un mismo pensamiento. El que las evoca puede que tal vez no sepa por qué ha ocurrido eso, pero una observación atenta le hará descubrir luego que hay algo así como un patrón narrativo inconsciente que le permitió referirse a lo distante y próximo en los mismos términos.

Pero la observación humana, por lo general, está viciada; viciada por las proyecciones que el sujeto estampa sobre las cosas, es decir, sus propias pretensiones, las cuales ni siquiera le son propias, sino agregadas mediante una pedagogía elaborada por los hombres que suelen golpear y apretar fuerte. Es una estafa en la que toda la población de la tierra está implicada, porque el estafador suele operar como si su delito fuese un crimen perfecto, sabiendo, sin embargo, que nunca ha habido el tal crimen perfecto, y eso, porque los que apretan fuerte, saben, aunque así no lo parezca, que algún día terminarán por soltar. Eso, en lo que se refiere a la observación, pues la observación humana tiene el ojo enfermo por el deseo de apropiación y dominio. Tal es el sentido del antiguo refrán chileno que dice: “El ojo mira bien, si la mente no mira por él”.

Es preciso poner fin a ese propósito artero que define las cosas por proyección y apropiación. Sólo así se abrirá el ilimitado panorama de un mundo horizontal donde todo lo percibido, aún lo más lejano, es discernido por su semejanza con lo que se tiene más a mano, o convive en armonía con lo otro y distinto por características y funciones semejantes que los ecualiza en el sentido.

La analogía está en la mente del observador y sólo así se entiende que sea una característica de las cosas observadas. Por eso el buen manejo de la ley de analogía lo puede hacer sólo quien antes de observar el mundo, observa atentamente su propio corazón.

Gastón Soublette

1

DEL MITO DEL PARAÍSO

Alguien dijo que los mejores paraísos son los paraísos perdidos. En lo que a mí concierne pienso que los mejores paraísos son los que nunca hemos conocido. Habitados sólo en sueños, son como la reserva de un mundo que no pertenece al mundo del que somos parte. Hubo un buen ladrón y un fariseo converso a quienes se les concedió un breve anticipo de esa ventura.

Tenemos aquí, por una parte, un paraíso original, que es un ente de fe hebrea, cristiana e islámica, pero que también es memoria genética. Tenemos, por otra parte, un Reino de Dios que también es un ente de fe, pero que también es memoria futura o destino. Al primero se le puede llamar “modelo inicial”, y al segundo, “modelo terminal”. Ambas son cosas que el cielo gratuitamente da, antes del comienzo y después del término. En lo que se refiere a la “tierra prometida”, se la puede considerar como un anticipo y ayuda para entender que, a pesar de todos los horrores de la historia conocida, desconocida y por conocer, el milenario drama del género humano ha de tener un buen término.

Soy uno de esos que recuerda su infancia. El futuro y el olvido no han logrado hacer de mí un puro adulto de cuerpo presente. No es por nada que mi autor preferido es Lao Tse, el así llamado “viejo niño” y que en el único libro cuya autoría se le atribuye hay tantas referencias a los tiempos de la armonía original.

Nací en Antofagasta, ciudad del norte de Chile, en el año 1927 de la era cristiana. Un lugar que en ningún aspecto podría yo asociar con el paraíso. Cuando evoco mi estancia en ese desierto colonizado por salitreros y gringos prepotentes, no soy feliz, ni entonces ni ahora. Era esa una tierra sin espíritu. El que tenía le fue sustraído a fuerza de meter ahí la mala onda del monstruo que come arena y piedras, hecho del que sólo pueden dar cuenta los que nacen con el olfato y el pálpito para percibir eso que dejó impregnados de una sorda melancolía, los suelos, las montañas y las rocas. No era ese un lugar del mundo en que yo hubiese podido decir: “yo soy”. Iahvé-Elohim plantó un jardín al oriente en Edén donde puso al hombre que había formado del barro de la tierra, y ahí fue Adán en alma viviente. Eso es lo que quiero decir. En Antofagasta yo estaba en el desierto de Irak, Dios debía rescatarme de esa aridez, reconstruir su Edén, y ponerme en un jardín hecho a mi medida.

Por pura misericordia fui sacado de ahí, y mi frágil cuerpo de barro fue puesto en un jardín de maravilla llamado entonces “Viña del Mar”. A partir de eso todo fue distinto. Las huellas de las cosas vistas y oídas dejaron de ser fragmentos inconexos para volverse una secuencia continua que transcurre sobre un fondo de sentido y se extiende naturalmente de un día a otro para hacer de mí un viviente que se reconoce y descubre desde fuera hacia adentro y desde dentro hacia fuera.

Se dicen estas cosas de este modo en atención a la línea central de una existencia obsesionada por el mito del paraíso.

Una mano grande que contiene una pequeña. Una voz de registro grave que alterna con un graznido de pájaro. Así cogido de la mano de mi padre comencé a conocer el mundo. El antiguo fundo de la familia Vergara, fundadora de la así llamada “Ciudad Jardín”, fue el campo de mis primeras incursiones en el paraíso por conocer. Era yo ese niño de palo que al toque de su hada o estrella, comienza a moverse y a mirar por la ventana todo lo nuevo que le espera.

(Sin salir por la puerta, se pueden conocer los caminos del cielo, dice Lao Tse. Son grandes zancadas esos caminos, vistos desde arriba, como esas misteriosas líneas rectas, curvas o quebradas que se perciben en la superficie de los planetas vecinos. Itinerario de los ciclos y edades del tiempo que los humanos difícilmente entendemos).

Sin tomar el camino principal, por un atajo poco frecuentado del costado sur de esas tierras se llegaba a la parte trasera de la Quinta Vergara. Eran lomos de colinas que configuraban quebradas y hondonadas boscosas pobladas de palmas chilenas de grueso tronco. (Ciertos conjuntos de palmas datileras que suelen hallarse en el desierto de Irak, son los últimos vestigios del Edén que ahí hubo, entre un Tigris y un Eufrates, que hoy cubren las cenizas del olvido y la chatarra del infierno).

Una vertiente cristalina e inagotable corría en medio de una pequeña selva de peumos, pataguas, y bellotos, los que alternaban con las palmas y todo en pendientes, cimas, terrazas o desfiladeros.

Es un sueño el que usted está contando, diría el especialista. Está presente el padre (el espíritu) y está usted en su primera infancia. Está la mano en la mano que lo vincula a él. Está el mundo cubierto por un manto de belleza continuo y sin signos de deterioro. Es una fotografía, responde el paciente, que alguien nos tomó para dejar constancia o registro visual de que los humanos empezamos así de bien nuestra vida.

Esta era una profesora de primeras letras, de nombre Luisa Soza. Católica ferviente y devota de María, lo que no impedía que también fuera ella una buena conocedora de la Biblia y pudiera contar a manera de cuentos para niños eso que entonces llamaban historia sagrada.

Fue una buena manera de iniciar mi educación cuando ella abriendo su boca nos enseñaba diciendo: “En el principio hizo Dios el cielo y la tierra...” Extraigo de su repertorio la frase que me quedó sonando entonces hasta hoy, esto es, eso de que estaban desnudos y no se avergonzaban, pero que después de comer del fruto prohibido conocieron la ciencia, tuvieron miedo y se escondieron. En realidad, más que el paraíso mismo, fue la pérdida del paraíso lo que me impresionó.

Era algo que estaba ahí desde mucho antes, pienso yo, cuando nada hacía presagiar que una familia Vergara establecería en ese paraíso de peumos, pataguas, y palmeras, su palacio veneciano. Lo que motivó al fundador o descubridor, si se quiere, de Valparaíso, el caballero español don Juan de Saavedra, a darle a todo ese lugar un nombre vinculado al jardín de nuestra ventura original, esto es, el nombre de “valle del paraíso”. Antes fue la edad del sueño, cuando el soñar y el vivir eran una misma cosa. Pero yo nací después de la edad del sueño, mucho después, aunque alcancé a respirar el aroma de las últimas brisas de su atardecer. Por eso mi paraíso personal, la ciudad de Viña del Mar, era más bien un jardín de regadío. Pero originalmente fue mucho más que una gentil villa marítima, cuando las vertientes que bajaban por las quebradas emboscadas, cuya agua corre hoy por oscuros cauces subterráneos, llegaban libremente hasta el estero de Marga Marga, y los bosques de peumos y palmeras cubrían las colinas y las partes bajas donde después se trazó el diseño de la ciudad. Pero en los tiempos del sueño, cuatro arroyos surcaban el área salvaje.

Las imágenes oníricas son empréstitos obtenidos inconscientemente de la realidad visual. A causa de una intervención quirúrgica que restableció mi equilibrio biológico, una nueva corriente vital se desplazaba dentro de mí sin obstáculos, como si siempre hubiese estado ahí entre mis líneas de fuerza. El empréstito de la realidad visual en este caso fue evidente. Yo vi la vertiente que nace en la quebrada de la Quinta Vergara cruzar desde la calle Montaña hasta los márgenes del estero de Marga Marga. Su recorrido por lo que hoy es la plaza de la iglesia parroquial, la plaza Sucre y la plaza Vergara era entre peumos y palmeras, hasta su desembocadura en el estero. Pero el prodigio ocurría sólo para mí. Nadie se sorprendía de esa novedad y la gente transitaba por las calles como si lo que estaba viendo yo maravillado fuese normal y ordinario.

Pero el descubridor español preocupado de ejercer su derecho de conquistador no pudo abandonarse al sentimiento que hizo surgir en él este valle del paraíso por él bautizado. De vuelta al virreinato del Perú, en una cena con el virrey, contó su experiencia. Aparte de lo visto había quedado en él una sensación de algo más. Trató de decirlo pero no pudo. Después de una pausa el virrey cambió el tema de la conversación.

La ciencia de lo bueno y de lo malo engaña al hombre sobre el objeto del conocimiento. Empieza por enseñarle el simple hecho de que está desnudo, atemorizado y algo avergonzado también de haber cedido a su atractivo. Pero ese descubrimiento repentino, esa inesperada decepción, es la que genera la materia real de su sapiencia, esto es, el arte de vestir al desnudo. La ciencia de cubrir, no la de descubrir. Vestido y muro protector son la misma cosa, también vestido y cerrojo, paredón y lápida mortuoria.

Vestido y dignidad es noción propia de los hebreos y de los chinos. Griegos, romanos, celtas y germanos se muestran en cuero más fácilmente.

Saber qué es estar desnudo para dejar atrás la indignidad de las bestias, pero sin dejar de ser una de ellas. Vestir y embestir se parecen. El trágico historial de los pueblos indígenas desde el siglo xvi, sindica al hombre vestido y de tez blanca como el enemigo de la vida. Los sabios de sus comunidades lo sufren, lo meditan, pero no lo entienden.

Adán no es expulsado del paraíso, es él mismo el que busca en la estepa tórrida y lúgubre el destino que se aviene con su desamor. El ángel no hace más que ejecutar su autocondena, la que todo orgulloso se aplica a sí mismo encarnizadamente. (La torre de Babel y sus “gemelas”, consumidas por el fuego, por agentes preparados por sus mismos constructores, con aviones de sus mismas líneas aéreas, y carburante refinado por ellos mismos. Todo previsto y callado en un silencio digital de alta tensión, sin interferencia posible. La agresión terrorista que ellos, con inexorable justicia, tenían que administrarse).

Las células del cuerpo humano son unidades de información que conservan y archivan las experiencias de un remoto pasado de la especie. Pero hay algo más hondo. Un magma subterráneo que todos compartimos por igual. En él nuestra individualidad flota como una substancia en extremo inestable.

Con todo lo que pueda hoy decirse sobre la psicología personal y transpersonal, una diferencia apreciable se echa de ver en los hombres según esté o no esté activa en ellos la memoria de los orígenes. En la mayor parte de los hombres esa memoria se ha desvanecido casi por completo. Son los huérfanos de la antigua “tellus mater”. Las expresiones “recursos naturales” y “recursos humanos” los deja en evidencia. Esas expresiones suponen una agresión. La tierra agredida por el intelecto es sólo un recurso. El hombre agredido por la economía es sólo un recurso también. Pero la noción de recurso conlleva también la de emergencia. Se vive en estado de emergencia y a los recursos se recurre echando mano de un modo apremiante, como en la desesperada búsqueda de un salvavidas en la bodega de un barco que naufraga. Recurso, crecimiento, recesión y crisis, todo eso habla de apremios ilegítimos, entiéndase tortura de todos los seres que entregan la vida con dolor o sin él. Pero el paraíso olvidado por los huérfanos de la “tellus mater” aguijonea nuestro olvido con estadísticas. Esto se acaba a corto plazo.

Adolf Hitler y Heinrich Himmler eran hombres obsesionados por la nostalgia del paraíso, esto es, la Hiperbórea de los arios. Es como un canto de sirenas esa nostalgia. Puede causar la muerte por la fuerza succionante de la añoranza. Falta compensarla con el nervio que trasmuta en labor creadora esa energía que genera imágenes de maligna belleza. Las sinfonías de Mahler son una prueba ética de quien, gracias al don de la música, sobrevivió a la muerte por añoranza. La obra de Hitler no sobrevivió. Tomó él todas las providencias necesarias para asegurarse la consumación de la tragedia. Fue su obra de arte total. Doce años duró su tragedia. Doce son las tribus del Israel inmolado, doce los tonos de la Escuela de Viena, doce los golpes de timbal que ponen fin a la última sinfonía de Mahler. The rest is silence.

Una cierta distancia en la mirada y en el mismo corazón advierten al niño que en su caso, más nutrientes hay para él en su mismo ser que los que el mundo le ofrecerá para ser. La distancia obligada que da la experiencia de construir un mundo propio en el mundo, pero sin compartir la ideología del mundo. La distancia del corazón es también distancia de los sentidos. Así se percibe y se entiende la verdadera trama del juego de la vida.

Son las mismas cosas y las personas las que por su carga magnética se sitúan en la justa distancia que por su rango les corresponde. No es que uno busque la distancia, la distancia se establece por sí misma, y eso para que el sujeto se haga fuerte a partir de un inicial desvalimiento. Ese desvalimiento es compensado por la experiencia de la belleza, por la experiencia del misterio. El misterio de ser pero no ser del mundo.

En realidad las convicciones profundas son un lujo del que sólo pueden disfrutar los observadores.

Sigmund Freud sostiene que el niño, a medida que pasan los meses y los años, va sufriendo el embate de sucesivas decepciones. Algo como un contramundo le sale al encuentro para oponerse a su entusiasmo paradisíaco. Son órdenes de una legalidad que le va haciendo sentir que él no nació entero, y que el mundo no es un campo donde no haya trampas para su desgracia. Después llegará a saber por experiencia que nadie nace entero, esto es, con la integridad que le permitiría ejecutar un acto sin sufrir la adversidad de una reacción dolorosa. En el caso del autor de este texto, él sólo podía asimilar o asumir sus decepciones subiéndose a las ramas medianas de un árbol que había en el jardín de su infancia, como en los remotos tiempos nuestros “cromagnones” y “neanderthales” buscaban sobre los árboles ponerse al resguardo de los peligros y decepciones a que se veían expuestos en el nivel bajo. Por memoria genética se aman los árboles, los ríos y las profundidades y extensiones territoriales; por memoria genética también se teme a la oscuridad. Los depredadores que acechan en la noche sin que podamos verlos pero sí oírlos u olerlos quizá, lo que los vuelve aún más aterradores.

Hay también temores que emergen de las profundidades interiores (“Les puissances du dédans”) y que atenazan a los niños bajo la forma de“terror nocturno”. El que esto escribe sufrió de eso a los seis o siete años. Un pánico sin forma determinada. Sentía él que su espalda no se apoyaba en la cama. Algo como una congestión en la columna vertebral le hacía sentir que levitaba, y por eso sentía vértigo de altura. La serpiente Kundalini que tentaba e intentaba a esa tierna edad hacerle alcanzar alturas desde donde todo humano no puede menos que caer.

Paraíso quiere decir “jardín cerrado”, jardín plantado y protegido por el hombre. Decir que Dios plantó un jardín al oriente en Edén significa que fue su voluntad que los hombres lo hicieran. Edén viene de Edín, que en lengua sumeria significa estepa. En hebreo significa delicia. Entre la estepa y las delicias, se está queriendo decir con eso que los sumerios plantaron un jardín en la estepa, haciendo germinar frutales y cereales donde antes reinaba la aridez esteparia. Para eso canalizaron el agua del río Tigris, esto es la “corriente veloz” y la del río Eufrates, esto es, la “gran vasija”.

La tradición de los chinos dice que el paraíso estaba surcado por cuatro ríos. Eso dicen los chinos porque el prestigio del jardín sumerio de Edín llegó hasta sus oídos. De los cuatro ríos, Tigris, Eufrates, Fisón, y Guijón, mencionados en el Génesis, los dos últimos son canales de regadío. Otros sostienen que son réplicas celestiales de los dos ríos terrenales. Suscribo ambas interpretaciones.

Porque el Elohim del Génesis sufrió al parecer un insensible proceso de degradación en la mente del escriba. La redacción tardía de una antigua tradición oral se inficiona de los pensamientos con que los hombres se representan el mundo, aunque lo medular de un texto sagrado no puede ser alterado por circunstancias como esa. Los ángeles custodian el sentido, y siempre habrá en el mundo una porción esclarecida que tenga oídos para escucharlos. Con todo, es un hecho que el jardín de Edén de los hebreos coincide con una gigantesca obra de ingeniería hidráulica y agricultura. ¿No sería éste un modo velado de magnificar el genio creador del hombre por influencias paganas? ¿No sería también acaso una manera velada de menospreciar los trabajos de Elohim anteriores al sexto día?

Una actitud semejante se percibe en el Shu King “Sagrado libro de la Historia” de Confucio. Comienza este libro con un capítulo llamado Yao-Tien, referido a los últimos tiempos del reinado del emperador Yao, llamado el “grande” (2357-2283 a.C.). El diluvio había anegado gran parte del territorio del imperio y las aguas amenazaban con alcanzar las altas cumbres. De haber consultado entonces el oráculo de las varillas de milenrama el dictamen habría sido el de agua sobre agua, esto es, la duplicación del peligro. Signo nefasto para un soberano que se había esforzado por beneficiar a su pueblo solucionando en su favor grandes problemas, generados, no obstante, por sus mismos actos de gobierno. Notad eso.

Los diluvios son decretados por el cielo para exterminar a una raza carente de virtud. En el diluvio del Génesis pereció la raza de Caín, el hijo de la serpiente. En el diluvio chino pereció la raza del Caín mongólico llamado Tchi Yeu, monstruo que comía arena y piedras. Caín quiere decir “herrero”. Decir que Tchi Yeu comía arena y piedras es una manera metafórica de aludir al trabajo de extracción de minerales. Tchi Yeu era herrero también.

Nuestro parentesco con Caín no es por la sangre, es como nuestro parentesco con Abraham, es decir, por la fe. Es por creer en lo mismo que Caín creyó que somos sus descendientes. Porque es un hecho verificado que el diluvio del Génesis no logró exterminar enteramente a la raza de Caín. Dios no lo permitió para no correr el riesgo de exterminar a todo el género humano.

En el diluvio del Génesis las aguas se retiraron por sí mismas. En el diluvio chino su evacuación hacia el mar fue obra de un soberano llamado Yü, experto en ingeniería hidráulica. En el Time de New York se publicó un artículo en el que se hizo un cálculo para evaluar la magnitud de los trabajos que Yü tuvo que realizar para evacuar las aguas del diluvio (descritos en el Shu King de Confucio) y se llegó a la conclusión de que ni con todas las máquinas excavadoras, grúas y vehículos de carga que posee Estados Unidos se habría podido hacer el trabajo, de haber ocurrido el diluvio de Yao en el siglo xx. (Habría sido el diluvio de Mao).

Confucio comienza su Libro de la Historia con el diluvio para magnificar las empresas de las etnias que entonces demostraban tener una vocación civilizadora. El sistema de regadío del jardín sumerio de Edín pertenece a ese tipo de obras ciclópeas de la antigüedad.

Evacuar las aguas del diluvio para dejar al descubierto la tierra seca significa vencer el caos y establecer el orden (Y Dios dijo: “sepárense las tierras de las aguas”).

El redactor del Génesis toma por modelo el Jardín de la estepa sumeria conociendo la pericia tecnológica de los sumerios, aunque él sitúa ahí a la primera pareja humana desnuda, rememorando con eso el pasado paleolítico, cuando despuntó la inteligencia y el hombre instituyó los nombres para ordenar el mundo. El ver sin nombrar no ha de haber sido un ver claro y distinto para el hombre. Por eso el nombre trae un supuesto visual, y la imagen trae un supuesto verbal. No sabemos ya como era el mundo no delimitado por nombres.

De la confluencia del corazón y los objetos surgieron los nombres. El ver y el oír sirvieron de nexo. El corazón estableció la profundidad de campo de lo que es la instancia del ser ahí y la instancia del ser junto a. Significar por analogía. Saber de lo lejano por lo que se tiene al alcance de la mano. Ver y oír a cientos de leguas a través del orificio de la piedra horadada, porque se ha aprendido a servirse de ella. Se dice profundidad de campo en el sentido de continuidad de mi propio ser en la extensión del mundo y continuidad del mundo en mi propio ser.

Las dos risas, la inocente y la irreverente; más la mueca de la melancolía, son las tres máscaras del teatro de la vida. Porque la primera risa fue irreverente y causa de maldición. La tradición de los antiguos lo sindica como Cam, el mal nacido. Noé, su padre, se embriagó con el jugo fermentado del fruto de la vid y se durmió desnudo. Cam estimó en su frivolidad que ver a su padre despojado de las prendas que eran propias de su dignidad era un hecho para la risa.

Desnudez e indignidad, tal fue el nuevo criterio que el hombre adquirió luchando en la tierra de Nod contra la sequía y el hambre. Fue Caín el habitante de Nod el que primero concibió la vida como un problema.

La seriedad de esta historia es abrumadora; no hay lugar en ella para el hombre que ríe.

Lo artificioso comienza con la vocación civilizadora de algunas etnias prehistóricas. Por esa vía y al cabo de algunos milenios se llega al refinamiento aristocrático. El refinamiento nace primero del ceremonial. Se ofrece al cielo lo que no se ofrecería a los hombres. El sacerdote se refina; lo refinan los artesanos y orfebres del atuendo y la joyería. De la sabiduría sacerdotal derivan los patrones formales para los ornamentos. El príncipe se beneficia de la cultura sacra, y cuando las costumbres se relajan, se magnifica a sí mismo, y lo magnifican. Así se termina por ofrecerle lo que ni al mismo cielo se ofrecería. (Por eso el rey de reyes entra en su ciudad montado en un asno.) La malicia del que detenta el poder para hacer y deshacer aquí abajo como si el ojo de Dios estuviera ciego. Eso se llama adquirir divinidad por analogía, aunque después se termine muriendo miserablemente de viruela o peste negra.

El refinamiento aristocrático es como la sífilis, no se pasa nunca. Es herencia genética. Los nietos y bisnietos están contreñidos a ver el mundo como si lo miraran desde la ventana de un castillo.

Sir Francis Bacon creía que por el desarrollo de las artes útiles y el comercio, el hombre podía alcanzar la ventura original de que Adán gozaba en el paraíso. En ese supuesto se fundó la prosperidad del imperio reformado del Norte de Europa. Después ese imperio pasó su cetro al hermano mayor de América, que lo llevó a su perfección. Tal fue su “Isla de los Juegos”, su “Disney World”. Sólo faltaba el rito conclusivo del retorno. Tales fueron las inconfesadas razones para invadir Irak, esto es, el hermano mayor necesitaba hacer sentir su poder en el desierto que se extiende hoy entre los ríos Tigris y Eufrates, aunque sus aguas quedaran atestadas de desechos.

Cuando nos desprendemos de la mano de nuestro Padre y lo perdemos de vista por mucho tiempo, Él vuelve sobre sus pasos al fresco de la tarde y nos llama angustiado antes de que caiga la noche, pero ya nosotros no somos los mismos. Cuando el mundo se nos vuelve inhabitable, no es ya el Padre quien nos busca, somos nosotros quienes lo buscamos a Él, pero Él ya no es el mismo.

Suntuosas mansiones, algunas de las cuales aún se hallan en el lugar aunque no en su lugar, por eso del espacio tiempo, y lugares en el tiempo, esto es, el aliento del espacio cuando están vivos sus años y sus horas. Pero los años pasan y sólo queda el lugar para dar lugar a otro tiempo. La casa está ahí y hasta se percibe al pasar que aún hay eso que vulgarmente se llama mantención, pero los de la casa no están dentro ni fuera, ni siquiera lejos, pues su ser ahí se dio con otros seres que también estaban y eran en su ahí. Entonces la belleza corre el riesgo de ser aventajada por el tiempo, que busca, como nuevo que es, su nuevo espacio, el que fatalmente no ha de ser el que ha sido hasta el día en que de ahí salió el último de sus ausentes. La belleza, entonces, despierta de su trance onírico y es violada hasta morir por las dentelladas institucionales de la máquina demoledora.

La gentil villa marítima tenía el sello de eso que en referencia a las personas se llama distinción. Esa correspondencia entre lo bien construido y lo que está bien asentado en la raza. Bella apariencia y modales de gracia. Escuela de formación que nadie podría definir. Los pioneros se esforzaron para que sus bisnietos pudieran lucir como señores, con soltura de cuerpo para entrar y salir por esas puertas de madera labrada o cocheras para sus calecheso sus cabriolets.˘

Atribuir a la ciudad misma la gentileza de sus habitantes, aunque cabe pensar que fueron gentiles personas las que edificaron su belleza. Unas pocas docenas de miles de una raza única. Los distinguidos y afortunados señores y señoras de “Viña del Mar”, esos cuya distinción no siempre les permitió distinguir entre las exigencias de la justicia y las de sus propios intereses, pero que al menos supieron hacer ciudad cuando la ciudad los dejó hacer.

La aristocracia viñamarina era diferente, en todo diferente a las aristocracias de otras latitudes. Su etiqueta era coloquial y aleatoria. Improvisaba sus usos y costumbres sobre una base de virtud y señorío.

Don Agustín Ross Edwards salía a las ocho de la mañana de su villa Cornelia, en primavera, en pijama, bata de seda y pantuflas. Recorría pausadamente el tramo de la calle Álvarez que separa su residencia de la estación del ferrocarril de Viña del Mar, sin preocuparse de lo que dijeran o hicieran los transeúntes. Compraba el diario El Mercurio de Santiago, recién llegado, y volvía a su residencia, leyendo las noticias del país y del extranjero por la vereda sur de la misma calle.

Un nieto de don Agustín, que aún reside en la calle Agua Santa, decía en otros tiempos que el estreñimiento es un privilegio de la clase alta porque durante siglos los señores han cagado en sus cabinet de toilette, en tanto que los hijos del pueblo han cagado a pulso en cuclillas a campo abierto o escondidos entre las matas. También decía que las fecas de un caballero huelen más fuerte que las de un peón, porque el caballero es por lo general un gourmety come cosas elaboradas, en tanto que el peón come cosas simples, cuando no porotos.

La señora María Luisa Edwards Mc Clure de Lyon sale de su castillo San Jorge situado en la colina que da sobre la playa de Miramar, y camina a pie hasta la playa de Las Salinas, situada a unos siete kilómetros de su residencia. El camino es largo pero ella lo hace con entusiasmo para mantenerse en forma y sana. A la altura del kilómetro cinco le vienen ganas de orinar a doña María Luisa, justo donde se están levantando unas construcciones que requieren de mucha mano de obra. Ella entonces acuerda con los trabajadores que le construyan, en un sitio apartado y clausurado del lugar, una letrina especial para ella, la cual usó casi durante dos años.

Algunos miembros de la nobleza europea se maravillaron del señorío original de la aristocracia viñamarina. Era el protocolo de una raza elegida para vivir en el valle de Marga Marga una experiencia paradisíaca con la que no se soñó ni María Antonieta en su chaumièrey parque rústico de Versailles.

Gustav Mahler se refirió a su 4ª Sinfonía diciendo que era una representación del mundo como un eterno presente. Sólo los niños ven el mundo de ese modo, aunque la legalidad del clan les interrumpa su continuo de felicidad cada cierto número de horas. La interrupción, rutinaria, excepcional o violenta, entra así a formar parte de su rosario de decepciones; aunque el continuo dichoso demora unos años en desgajarse y desintegrarse definitivamente. Ese continuo dichoso con sus respectivas interferencias, es, en efecto, la 4ª Sinfonía de Mahler. Es por eso que esa sinfonía sonó siempre muy bien en Viña del Mar. Una transfiguración poética de la existencia. Pedir a la naturaleza que entregue el secreto de su belleza a fin de trabajarlo con manos humanas. La perennidad del instante para una utopía personal y social, como la sensación de un haber llegado al fin sin saber cómo ni porqué, pues ante toda utopía se está siempre en camino. Es el paseo en fiacre, en el Prater de Viena o en la Avenida Libertad de Viña del Mar. Es la voz blanca de un niño en clase de música. La sinfonía “clásica” de Mahler inseparablemente asociada a una sociedad feliz, con señoras de largos vestidos, pecheras de encajes y peinados altos, y niños de una belleza principesca.

La Viena de Franz Josef hizo resonar algo en el valle de Marga Marga. Cuando algunos parientes de Mahler huyeron de la persecusión nazi, una cierta frau Mahler, hermana del maestro, se refugió en Viña del Mar. Muy pocos supieron entonces que de esa familia se trataba precisamente. También el príncipe y la princesa de Starenberg, cuyo palacio se hallaba en la vecindad de la residencia de Anton Bruckner en Viena, se ubicaron en la casa del guardabosques del fundo Vergara. Por eso también tanto príncipe europeo solía pernoctar algunas semanas e incluso meses en Viña del Mar en los tiempos anteriores a mi nacimiento.

Fue un siglo de oro, de esos que infaltablemente dejan para la posteridad opulentas residencias y parques vacíos de personas y de voces, pero atestados de objetos lujosos que nadie se pudo llevar a mejor vida después de gastar aquí tan bellamente la vida.

Al fin sólo queda la ignorancia, el silencio, como una casa abandonada que sólo entonces supo de sí misma. Como ese espacio que dentro se abre en la extensión de lo vivido. Como ese aire claro que sostiene líneas, sostiene sombras y apariencia singular. Y venir a saberlo un día de súbita luz sobre páginas en blanco, por lo inesperado que se allega a devolvernos un aire respirado que no se alejó de nuestra vida. Como quien abre la ventana y de lo alto se ve viniendo al mismo sitio. Y es el jardín, el muro, el árbol, las paredes intactas de esa casa a la que soñando volvemos con la culpa, como si hubiésemos dado muerte a un niño, sin saber en verdad eso que vemos. Lámparas y ventanas de vieja claridad, el hilo conductor, la palabra que asimila nuestra vida a esa vida.

Y ahí están, como el encanto, los delineados personajes de estos desiertos episodios, como en el área monocrómica de una vieja fotografía tomada por una cámara de cajón, fuelle y placa de gran formato.

Yo viví en la vecindad de uno de esos palacios cuando sólo tenía dieciocho años. Fue la quiebra de la familia y de la empresa familiar que lo cerró, cuando un príncipe europeo se fue quedando ahí embriagado por los aromas del parque y las luces altas de los cristales en las noches de fiesta. El derroche y la alegría hicieron el resto.

Yo estudiaba en esos tiempos el romanticismo europeo y tocaba en el piano la Fantasía de Do Mayor de Robert Schumann, y era mi obsesión ese palacio aletargado en su propio abandono con mucha enredadera trepadora, en el extremo poniente de un parque de varias hectáreas, en plena ciudad, con caballerizas clausuradas y coches roñosos que nadie hacía rodar, y en los que pasearon los jóvenes y doncellas de la familia en los días de sábado, dejando las huellas de sus ruedas en esas avenidas de fina tierrecilla que fue el paño de suelo de las calles y plazas de la Viña del Mar antigua.