La política del modernismo - Raymond Williams - E-Book

La política del modernismo E-Book

Raymond Williams

0,0

Beschreibung

En definitiva, el modernismo pudo durante más o menos otra década mantener una truculenta sobrevida en la teoría cultural y su producción estética asociada. Pero si, en un sentido más sustancial, fue sustituido, ¿qué lo reemplazaba? ¿Cuáles eran los contornos y políticas de ese nuevo momento "posmoderno" putativo? Dos preguntas se condensan aquí, una descriptiva y una prescriptiva: de qué modo el capitalismo tardío en general llevaba a su extremo su momento de modernismo elevado, pero también de qué modo debemos nosotros, críticos socialistas de ese orden, bosquejar una cultura activa que trascienda las ambivalencias del propio modernismo. Dos preguntas, pero un solo motivo político —el populismo— y una sola tecnología cultural —la televisión— se sitúan en el centro de las reflexiones de Williams. Gran parte de lo que ahora llamamos posmodernismo es, desde su punto de vista, una simple continuación del modernismo, las viejas formas de extrañamiento y los gestos esbozados en los viejos centros metropolitanos, pero ahora tolerados e incluso activamente cultivados por la misma burguesía a la que alguna vez habían escandalizado, las antiguas formaciones integradas ahora a un capitalismo que por su lado había mutado a su propio rumbo "paranacional"

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 474

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Acerca de Raymond Williams

Raymond Williams nació en Gales el 31 de agosto de 1921. Fue uno de los cuatro padres fundadores de los Estudios Culturales, junto a Richard Hoggart, Edward P. Thompson y Stuart Hall. Estudió en el Trinity College de Cambridge, y fue profesor de arte dramático en la Universidad de Cambridge entre 1974 y 1983. Su libro Cultura y sociedad, publicado por primera vez en 1958 y luego traducido a diversos idiomas, marcó la trayectoria intelectual de toda una generación de sociólogos, historiadores y estudiosos de la cultura. También publicó Televisión; El campo y la ciudad y Marxismo y literatura, entre otros. Williams formó parte de la mítica revista marxista inglesa The New Left Review, editada inicialmente por Stuart Hall y luego por Perry Anderson. En diciembre de 1987 fue invitado a dar una conferencia en Oxford sobre la política del modernismo. El 14 de enero de 1988, en carta a su editor, Tony Pinkney, manifestaba su deseo de asistir. En esa carta, además, comentaba sobre la futura publicación de dos nuevos ensayos. Doce días después, Raymond Williams falleció en Essex, Inglaterra. El texto de la conferencia nunca fue escrito.

En La política del modernismo se rastrea, a través de diversos textos, que incluyen una conferencia inédita en conjunto con Edward Said, el sentido de aquella "política del modernismo" que Williams ya tenía en mente pero que nunca llegó a escribir.

Página de legales

Williams, Raymond La política del modernismo / Raymond Williams. - 1a ed .Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ediciones Godot Argentina, 2017.Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Constanza Gho. ISBN 978-987-4086-39-6

1. Filosofía Contemporánea. 2. Teoría Política. 3. Estudios Culturales. I. Gho, Constanza, trad. II. Título.

CDD 190

ISBN edición impresa: 978-987-4086-26-6

La política del modernismoThe politics of modernismRaymond Williams

© 1989 by Verso Books

© TraducciónConstanza GhoCorrecciónHernán López WinneIlustración de Raymond WilliamsJuan Pablo Martínezwww.martinezilustracion.com.ar [email protected]ño de tapa e interioresVíctor Malumián

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, 2018

Índice

Origen de los textos

Modernismo y teoría cultural

¿Cuándo fue el modernismo?

Percepciones metropolitanas y la emergencia del modernismo

La política de la vanguardia

El lenguaje y la vanguardia

El teatro como foro político

Epílogo a Tragedia moderna

Cine y socialismo

Cultura y tecnología

Política y políticas: el caso del Consejo de las Artes

El futuro de los estudios culturales

Los usos de la teoría cultural

Apéndice. Medios, márgenes y modernidad.

Lista de páginas

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

56

57

58

59

60

61

63

64

65

66

67

68

69

70

71

72

73

74

75

76

77

78

79

81

82

83

84

85

86

87

88

89

90

91

92

93

94

95

96

97

98

99

100

101

103

104

105

106

107

108

109

110

111

112

113

114

115

116

117

118

119

120

121

122

123

124

125

126

127

128

129

130

131

132

133

134

135

136

137

138

139

140

141

142

143

144

145

146

147

148

149

150

151

152

153

154

155

156

157

158

159

160

161

162

163

164

165

166

167

168

169

170

171

172

173

174

175

176

177

178

179

180

181

182

183

184

185

186

187

188

189

190

191

192

193

194

195

196

197

198

199

200

201

202

203

204

205

206

207

208

209

210

211

212

213

214

215

216

217

218

219

220

221

222

223

224

225

226

227

228

229

230

231

232

233

234

235

236

237

238

239

240

241

242

243

245

246

247

248

249

250

251

252

253

254

255

256

257

258

259

260

261

262

263

264

265

267

269

270

271

272

273

274

275

276

277

278

279

280

281

282

283

284

285

286

287

288

289

290

291

292

293

294

295

296

297

298

Hitos

Cover

Página de copyright

Página de título

Índice

Contenido principal

Colofón

Origen de los textos

“¿CUÁNDO FUE EL MODERNISMO?” fue una conferencia presentada en la Universidad de Bristol el 17 de marzo de 1987; el texto fue reconstruido por Fred Inglis, profesor de Educación de esa universidad, a partir de sus propias notas y de las notas para la conferencia usadas por Raymond Williams. “Percepciones metropolitanas y la emergencia del modernismo” fue publicado por primera vez bajo el título “The Metropolis and the Emergence of Modernism” [“La metrópoli y la emergencia del modernismo”] en Edward Timms y David Kelley (comps.), Unreal City: Urban Experience in Modern European Literature and Art, Manchester University Press, 1985. “La política de la vanguardia” y “El teatro como foro político” se publicaron por primera vez en Edward Timms y Peter Collier (comps.), Visions and Blueprints: Avant-Garde Culture and Radical Politics in Early Twentieth-Century Europe, Manchester University Press, 1988. “El lenguaje y la vanguardia” fue una conferencia dictada en el ciclo “La lingüística de la escritura” en la Universidad de Strathclyde, entre el 4 y el 6 de julio de 1986, y posteriormente publicada en Nigel Fabb, Derek Attridge, Alan Durant y Colin MacCabe (comps.), The Linguistics of Writing: Arguments between Language and Literature, Manchester University Press, 1987. “Epílogo a Tragedia moderna” fue publicado en la edición revisada de Modern Tragedy, Verso, 1979. “Cine y socialismo” fue una conferencia dictada en el National Film Theatre, en Londres, el 21 de julio de 1985; se publica aquí por primera vez. “Cultura y tecnología” es el capítulo cinco de Towards 2000, Chatto and Windus, 1983. “Política y políticas: El caso del Consejo de las Artes” fue la Conferencia Conmemorativa W. W. Williams de 1981, dictada en el National Theatre, en Londres, el 3 de noviembre de 1981, y fue publicada por primera vez en el folleto The Arts Council: Politics and Policies, Arts Council of Great Britain, 1981. “Los usos de la teoría cultural” fue una conferencia dictada en el ciclo “El estado de la crítica”, organizado por Oxford English Limited en el St Cross Building, Oxford, el 8 de marzo de 1986; fue publicado por primera vez en New Left Review número 158, julio-agosto de 1986. “El futuro de los estudios culturales” fue una conferencia presentada ante la Asociación de Estudios Culturales en North East London Polytechnic el 21 de marzo de 1986; el texto es una transcripción editada de la grabación de la conferencia. “Medios, márgenes y modernidad: Raymond Williams y Edward Said” es una transcripción editada de una conversación que formó parte de un ciclo de conferencias sobre estudios culturales, estudios de medios de comunicación y educación política, que se desarrolló en el Instituto de Educación de Londres en 1986.

Modernismo y teoría cultural

INVITADO EN DICIEMBRE DE 1987 a dictar la conferencia de apertura en un congreso próximo a realizarse sobre “La política del modernismo”, Raymond Williams respondió, el 14 de enero de 1988: “Me gustaría mucho dar la charla sobre ‘Marxismo y modernismo’ en Oxford el 7 de mayo”. Y agregaba: “Tengo dos nuevos ensayos sobre el modernismo que están por publicarse en Visions and Blueprints [Visiones y planos]”.1 Los ensayos fueron de hecho publicados algunos meses después, pero el texto de la conferencia nunca fue escrito ni enviado, pues doce días después de aceptar la invitación, Raymond Williams murió a la edad de 66 años en su casa en Saffron Walden.

Ya era evidente hacía cierto tiempo que Williams estaba trabajando en torno al modernismo y la vanguardia. Un conjunto de cinco “hipótesis” especulativas sobre la naturaleza de las formaciones vanguardistas apareció en 1981 en Culture [Cultura]; unos breves e incisivos análisis acerca del modernismo y su destino paradójico en la época del capitalismo “paranacional” figuran en “Beyond Cambridge English”, incluido en Writing in Society [Escribir en sociedad].y en Hacia el año 2000. En 1985, Williams aportó un ensayo fundamental sobre “La metrópoli y la emergencia del modernismo” al volumen Unreal City: Urban Experience in Modern EuropeanLiterature and Art [Ciudad irreal. La experiencia urbana en la literatura y el arte europeos modernos], donde encontró un equipo intelectual con el cual colaboraría nuevamente en Visions and Blueprints. Nadie que estuviera presente en la conferencia sobre “El estado de la crítica” en Oxford, en 1986, podrá olvidar la resonante pasión de su reclamo por una “discriminación de modernismos” (para tomar prestada una vieja expresión de Frank Kermode); el propio artículo “Los usos de la teoría cultural” representaría entonces la separación de las “formas reduccionistas y desdeñosas” respecto de lo genuinamente exploratorio y experimental. Ese mismo año, Williams presentó “El lenguaje y la vanguardia” en un congreso en Glasgow. En ese período aparecieron también algunas reseñas de libros relacionados, como “Una vez más, el realismo” sobre los Ensayos sobre realismo de Lukács en 1980, y “El lenguaje extrañado del posmodernismo”, en 1983. Y finalmente “La política de la vanguardia” y “El teatro como foro político” fueron publicados de manera póstuma en Visions and Blueprints en la primavera de 1988.

Pero tras la prematura muerte de Williams, en un principio no estaba clara la magnitud de este corpus de trabajo, y parecía probable que los ensayos que he enumerado fueran absorbidos de manera poco sistemática en las diversas recopilaciones de los escritos de Williams que inmediatamente comenzaron a prepararse. Solo tras el descubrimiento, entre sus papeles y notas, de un plan detallado para un “posible libro” sobre La política del modernismo quedó finalmente claro el alcance y la unidad de este, su último proyecto, y pudieron rescatarse sus componentes de la distribución entre varios potenciales grupos de Ensayos escogidos: uno de estos planes se reproduce en este volumen. No obstante, estos planes hicieron surgir diversos problemas editoriales. El corpus textual existía en su mayor parte, aunque la redacción final de un texto clave sobre “El desarrollo de los estudios culturales” nunca llegó a realizarse; en particular, las reflexiones de Williams acerca de la publicidad como última morada del modernismo no fueron nunca completamente desarrolladas. Por otro lado, y de manera más central, el primer capítulo y el último —el alfa y el omega de las reflexiones de Williams sobre el modernismo, titulados respectivamente “El modernismo y lo moderno” y “Contra los nuevos conformistas”— parecían no haber sido escritos. Sobrevive un conjunto de notas de la conferencia “¿Cuándo fue el modernismo?”, y parece probable que se trate de un borrador de ese primer capítulo; pero de la conclusión no queda más que su intrigante título.

La pérdida de ese ensayo es lamentable, pues priva a este volumen de la formulación polémica decisiva de un caso intelectual en el que se trabaja a lo largo del libro. Desde que Edward Thompson propuso, en su reseña de Cultura y sociedad, el concepto de “modo pleno de lucha” como una mejor definición de la cultura que el concepto de Williams de “modo pleno de vida”, se ha afirmado a menudo que Raymond Williams era demasiado generoso a nivel moral y político (y también demasiado abstracto a nivel estilístico) como para ser un polemista eficaz. Pero lo errónea que resultaba esa presunción puede constatarse aquí en la sostenida intensidad y la vehemencia de “Los usos de la teoría cultural”; el hecho de que “Contra los nuevos conformistas” no exista es sin duda una suerte para los blancos de su argumentación, que probablemente hubieran percibido la justicia de la autodescripción de Williams como un “bastardo frío y recio” por momentos.2 Pero el “conformismo”, como sugiere globalmente La política del modernismo, refiere a un intento de ruptura o un diagnóstico del modernismo que de hecho anida secretamente en el seno de sus propias categorías tardías: un ejemplo de esa “incorporación” trágica que para Williams se concentra decisivamente en las obras de Henrik Ibsen. Hemos decidido en consecuencia incluir en este volumen el epílogo a la edición de 1979 de Tragedia moderna, que captura al menos ese costado específicamente literario de cualquier crítica del “nuevo conformismo”, y demuestra de manera soberbia de qué modo los radicalismos dramáticos que se felicitan a sí mismos suelen quedar atrapados por las mismas estructuras de sentimiento que sus presuntos oponentes. Y será una tarea de esta introducción extender este argumento a la teoría cultural. Pues La política del modernismo insiste en que el modernismo como fenómeno histórico y cultural no puede de ningún modo ser captado por los tipos de teoría literaria que, en una circularidad que se sirve a sí misma, nacieron realmente de sus propios procedimientos y estrategias; y el libro, en consecuencia, debe entenderse como una poderosa intervención temática al tiempo que como el estudio de un caso histórico local en alguna sociología general de la cultura.

En 1983, Williams anunció pomposamente que “el período de ‘modernismo’ consciente está llegando a su fin”3; pero si ese era el caso, ¿cuándo había comenzado? ¿A quiénes incluía? ¿Era la “vanguardia” uno de sus sinónimos, una de sus subsecciones o una alternativa a él? ¿Y qué es un modernismo “consciente”? ¿Podría existir uno inconsciente? Como han señalado críticos de diversas tendencias, el modernismo es el más frustrantemente inespecífico, el recalcitrantemente menos pasible de periodización de todos los principales “ismos” o conceptos artísticos e históricos. Al meramente anunciar la corriente vacía del tiempo mismo, el modernismo en un sentido comienza cuando la (a)temporalidad estática, mítica o circular de la “comunidad orgánica” termina; y el momento trágico, disociador —como muestra Williams en su investigación finamente mordaz del “escalador” de las retrospectivas de las sociedades orgánicas en El campo y la ciudad— es sujeto de una regresión infinita. Sin duda, todas las innovaciones estéticas son percibidas como asombrosamente modernas en su propio momento histórico, incluso a pesar de que se presenten a sí mismas con el polémico lema del “retorno a los orígenes”. Sin embargo, cuando esa novedad tan ineludible, subproducto meramente formal de una innovación estilística cuya sustancia deriva de otras fuentes (religiosas, sociales), se abstrae como contenido con derecho propio —la forma se convierte en sustancia, la matriz se presenta, paradójicamente, como su propio material— ingresamos sin duda en la época del “modernismo consciente”.

Pero los límites de esta época demuestran ser perturbadoramente elásticos. Un modernismo “consciente”, por definición, conlleva una teoría de su propia modernidad, eufórica o depresiva según el caso. En el primer caso, el arte debe representar, tanto en el tema como en la forma, el estimulante dinamismo de una sociedad postradicional que barre bruscamente con los remanentes restrictivos del feudalismo y libera no solo la ciencia y la industria sino también las posibles experiecias del ser individual. Es cierto que un dinamismo de ese tipo puede presentar aspectos tanto destructivos como vigorizantes; pero sus mismas devastaciones tienen tal magnitud “histórico-mundial”, tal intensidad interna sin precedentes, que un arte que le da la espalda a una turbulencia semejante se condena, con ese mismo gesto, al academicismo más gris. Esta ideología del modernismo ciertamente captura mucho de lo que encasillaríamos con ese rótulo: la poesía de Baudelaire, de quien Williams escribe en El campo y la ciudad que “el aislamiento y la pérdida de conexión fueron las condiciones de una nueva y vívida percepción (...), un ‘derroche de vitalidad’, un mundo instantáneo y transitorio de ‘alegrías febriles’ (...) un nuevo tipo de placer, una nueva ampliación de la identidad, en lo que él ha llamado bañarse en la multitud”;4 o el famoso toque de diana de Rimbaud, “il faut être absolument moderne”; o la representación en el “fluir de la conciencia” de Joyce y Woolf de las identidades perceptivas de la vida urbana contemporánea, simultáneamente fragmentadas y multiplicadas; el “Renuévalo” de Ezra Pound; y, lo más ruidoso de todo, el futurismo italiano y ruso, del cual es representativo el Primer Manifiesto Futurista de Marinetti: “Hasta hoy, la literatura ha exaltado la inmovilidad reflexiva, el éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso ligero, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo”.5

Pero este recorte cronológico, desde aproximadamente 1850 hasta 1920, no puede sostenerse. La celebración del dinamismo, la delirante multiplicación de las posibilidades del ser, preceden y suceden de manera sustancial esta fase particular. William Wordsworth, después de todo, no había leído a Marinetti ni a Maiakovski cuando registró nada menos que una embriagadora expansión “postradicionalista” de la psique en los primeros versos de “El preludio”:

La tierra está ante mí. Con corazón

alegre y sin temer la libertad,

contemplo. Y aunque sea solo alguna

nubecilla quien guíe mi camino,

extraviarme no puedo. ¡Al fin respiro!

Pensamientos e impulsos de la mente

me asaltan...

Una vez que el modernismo se define esencialmente como aceleración, la exploración romántica de los peligros y las posibilidades del desarraigo cultural (la “libertad”) y su sujeto infinitizado, se transforman inmediatamente en modernismo, incluso con su notable carencia de motocicletas y máquinas bélicas marinettianas. Pero también, en el otro extremo del espectro cronológico, representa mucho de lo que por lo demás consideramos posmodernismo. Cuando Deleuze y Guattari declaran en El Anti-Edipo que “una caminata esquizofrénica es un mejor modelo que un neurótico tendido en el diván del analista”,6 claramente se sitúan dentro de la problemática del flâneur de Baudelaire o de la señora Dalloway de Woolf, que vaga descentradamente por el centro de Londres. Las “corrientes” y las “desterritorializaciones” son términos de otra jerga para la “belleza de la velocidad” o las “marchas multicolores y polifónicas de las revoluciones”; y el enemigo que inmoviliza no es ya el establishment italiano del arte sino el Edipo freudiano. El modernismo, en resumen, se ha convertido desde esta perspectiva en un perpetualismo que abarca virtualmente el abanico completo de la modernidad posfeudal; en caso de apuro, incluso Edmund, Goneril y Regan, de Shakespeare, podrían entrar en esa bolsa.

“¡Que vengan pues los alegres incendiarios con los dedos carbonizados!”. Así le hablaba Marinetti a la nueva generación futurista a la que quería dar existencia. Pero en un segundo “modernismo consciente”, los incendiarios ya habían llegado; habían incendiado las bibliotecas y desviado canales para inundar los museos, habían destruido normas estéticas en nombre de una “cultura de masas” banalizada. Esta segunda ideología modernista en ocasiones se confunde con la primera en función de sus valores primordiales —la intensidad, la calidad—, pero considera que estas virtudes deben ser defendidas frente a los principios de la nueva civilización (industrial, democrática, de “masas”), y no liberadas por esta. El modernismo, en este sentido, es reactivo, no representativo en el modo futurista: aún comprometido con lo “multicolor” y “polifónico” (aunque ciertamente rehuiría el término “revolución”), los ve amenazados por las presiones “normatizadoras” y grises de su entorno contemporáneo. Cuanto más gris se vuelve ese mundo, más escabrosa se vuelve su propia retórica apocalíptica, hasta el extremo donde T. S. Eliot ve en la cena de frijoles enlatados de su secretaria en La tierra baldía (“saca comida de las latas”) una amenaza mortal a la Gran Tradición que nos ha sido transmitida desde Homero. El modernismo y la modernidad son por entonces mortales enemigos, no hermanos de sangre.

Como señala Raymond Williams en varios de los ensayos que siguen, esta posición social tiende a persistir como una proposición acerca del lenguaje: el lenguaje “cotidiano” es un cliché, unidimensional, abstracto; y el lenguaje “poético” intentará frente a esto abocarse a las formas complejas y experimentales en un esfuerzo por revitalizar la percepción. También este argumento capta mucho de lo que convencionalmente anudamos como “modernismo”: Flaubert y su Diccionario de lugares comunes, el estilo infinitamente intrincado del último Henry James, la afirmación de Eliot de que el poeta debe “forzar, dislocar si es necesario, el lenguaje para mostrar su sentido”,7 la “desautomatización” del formalismo ruso, las dislocaciones narrativas de los últimos capítulos de Ulises o de las novelas de William Faulkner. Dentro de la oposición binaria entre el lenguaje cotidiano y el lenguaje poético (o fábula y trama en términos de ficción), son posibles diversos tipos de política cultural. La obra modernista puede destruir las expectativas lingüísticas automatizadas: (1) porque la percepción renovada es un fin en sí mismo kantiano (formalismo ruso); (2) porque al mostrar las normas sociales como algo constituido históricamente obtenemos el poder de cambiarlas (Brecht); (3) porque al destruir las “falsas” totalidades —digamos, el realismo—, el texto le brinda al lector acceso a aquellas que son “verdaderas” (la subestructura mítica de Ulises o de La tierra baldía). Pero el valor de uso de estas hipótesis modernistas en función de una periodización literaria es discutible. Al igual que sucede con su contraparte futurista, el Romanticismo es absorbido de inmediato: Coleridge y Shelley habían hablado de “despojar a los objetos comunes del velo de la familiaridad” mucho antes de que Victor Shklovski soñara siquiera con la ostranenie; Goethe y Schiller le daban vueltas a la degeneración del lenguaje un siglo y medio antes de que T. S. Eliot, en Cuatro cuartetos, plagiando una expresión de Mallarmé, anunciara su intención de “purificar el dialecto de la tribu”. Y es bastante evidente que la dislocación formal sigue caracterizando, desde el nouveau roman francés en adelante, a muchas obras que tal vez queramos ahora llamar posmodernas.

Con esto queremos decir (como insistirá Williams) que el modernismo no puede periodizarse recurriendo a sus ideologías internas —ni siquiera si reconocemos que las posiciones “representativas” y “reactivas” delineadas arriba son semiverdades que deben ser sintetizadas, mitades gemelas adornianas de una práctica modernista integral a la que, sumadas, no equivalen del todo. Pero si su “interior” fuera tan traicionero, los historiadores culturales marxistas se inclinarían enseguida, en una aplicación violenta de la máxima de que “el ser social determina la conciencia”, a saltar a un “exterior” absoluto y situar allí los orígenes del modernismo.

La versión mejor conocida del argumento es la de György Lukács y Jean-Paul Sartre: cuando el proletariado de París se encaminó militantemente a las barricadas de 1848, se desembarazó de la tradición literaria clasicista o realista antes de apoderarse de la Guardia Nacional, o en el mismo movimiento.8 Cuando la burguesía, bajo la presión de la clase obrera, abandonó su papel “histórico mundial” antifeudal, su producción artística o ideológica cayó también en una declinación terminal o “decadencia”. De Baudelaire en adelante, pero de manera acelerada con los abigarrados “ismos” estéticos de nuestro propio siglo, la literatura recorre las estaciones de su “degeneración” modernista; y la tarea de la crítica socialista es entonces retrotraerla a su gloria pasada realista o representativa, aunque ahora sobre una nueva base de clase. Mientras la novela realista muestra la interacción dialéctica entre la individualidad y la política dentro del período “heroico” de la burguesía, de activa autoconstrucción social, en el clima helado posterior a 1848 la dialéctica realista se divide en una subjetividad exacerbada (digamos, El grito de Munch) y una objetividad extrema (Zola, el documental, el fotorrealismo). Y fue este análisis de la “disociación de la sensibilidad” modernista el que presentó Raymond Williams en “El realismo y la novela contemporánea”, en La larga revolución, de 1961: la novela de la subjetividad evanescente y de la “fórmula social” —Las olas y Un mundo feliz— se confrontan mutuamente, de manera impávida, al borde de un gran abismo, como lo hacían Zola y Mallarmé según Lukács.

Pero el “caso de 1848” tal vez tuvo más incidencia en Roland Barthes, puesto que en El grado cero de la escritura (1953) Barthes presentaba un mecanismo de crisis interna literaria más específico que el “declive” de época de Lukács y, esencialmente, le atribuía al proyecto modernista que le siguió un sesgo más positivo que el que tendían a otorgarle tanto Lukács como Sartre. Cuando la burguesía ataca despiadadamente a las masas parisinas, la demanda de una emancipación universal construida sobre la ideología burguesa y el iluminismo se enfrenta con sus propios límites sangrientos: “En adelante esa misma ideología solo aparece como una entre otras posibles; lo universal se le escapa, pues superarse implica condenarse”.9 La universalidad se ha encarnado en la “transparencia” lingüística de la escritura clásica, una écriture que alguna vez se había identificado a sí misma con la Naturaleza, la Razón, “las cosas como son”, pero que ahora estaba manchada por la sangre del proletariado. La experimentación modernista formal, al espesar, tergiversar y dislocar el medio, se hace cargo de esta “culpa” de la literatura en la misma medida en que se resiste a ella; es (con permiso de Lukács) más contestataria que sintomática.

Estas han sido, grosso modo, las fases de su evolución: primero, una conciencia artesanal de la factura literaria, refinada al punto del doloroso escrúpulo (Flaubert); luego, la heroica voluntad de identificar, en una única materia escrita, una literatura y una teoría de la literatura (Mallarmé); luego, la esperanza de eludir de algún modo la tautología literaria al posponer incesantemente la literatura, declarando que uno va a escribir y haciendo de esta declaración literatura (Proust); luego, la puesta a prueba de la buena fe literaria al multiplicar al infinito, deliberadamente, sistemáticamente, los significados de una palabra sin que se atenga jamás a un sentido de lo que es significado (surrealismo); finalmente, e inversamente, la rarificación de esos significados al punto de intentar alcanzar un Dasein de lenguaje literario, una neutralidad (aunque no una inocencia) de la escritura: me refiero aquí a la obra de Robbe-Grillet.10

Pero la misma prolijidad de esta breve reseña enseguida devela sus límites. Es demasiado específica de una única tradición nacional como para servir de teoría general del modernismo; en Gran Bretaña, después de todo, los levantamientos de 1848 condujeron a una poderosa reafirmación de la escritura clásica en Matthew Arnold y George Eliot, no su desintegración flaubertiana en “problemáticas del lenguaje”.11 En segundo lugar, dejando de lado el enorme impulso inicial del proceso total desencadenado por las insurrecciones de 1848, este relato del modernismo es tan internalista como los que se resumen más arriba, fundados en sus propias ideologías; la evolución, luego del cataclismo inicial, es puramente autogenerativa. Por otro lado, no parece factible para Barthes establecer una subperiodización significativa de lo “moderno” en esta época, aunque su propia enumeración, en la que el surrealismo mismo como movimiento colectivo inmediatamente se destaca de los otros proyectos estéticos individuales, lo reclama. Por consiguiente, incluso en las más refinadas formulaciones de Barthes sobre el tema, la teoría de 1848 se vuelve demasiado externa para el modernismo que él pretende explicar, pues simplemente registra un baño de sangre político en el inicio de lo que por lo demás sigue siendo una serie literaria autónoma. 1848 no representa una alternativa genuina de las ideologías que sobre él mismo propone el modernismo; su naturaleza se acerca más a la de su imagen espejada, el truculento exterior de sus pulcros interiores. Y lo que fuera que se haya modificado en la cultura europea tendrá entonces que ser pensado a través de modelos de temporalidad y una formación social mucho más compleja que esa “totalidad expresiva” que lleva a Lukács y a otros a ver hasta la última pequeña imagen poética mutar obedientemente en el instante mismo en que se alzan las barricadas.

La incansable fortaleza de la obra de Raymond Williams a lo largo de varias décadas consistió en evitar ese tipo de punto muerto binario que esbocé aquí en el campo de las teorías del modernismo; la conjunción más persistente en los títulos de sus libros ha sido, precisamente, y, en un intento por reunir las piezas dispersas del rompecabezas de nuestro ser social. Muchos de los términos que más lo preocuparon ligan de modo fecundo en una única categoría las posiciones arraigadas de campos por lo demás enfrentados: “cultura”, el conjunto de actividades intelectuales y artísticas, pero también “un modo de vida”; “literatura”, un recorte privilegiado de obras creativas pero también, en su viejo sentido del siglo XVIII, el campo completo de la escritura; “tragedia”, lo que ejemplifican Antígona y Rey Lear, pero también “un desastre minero, una familia calcinada, una carrera truncada, un accidente en la carretera”.12 Ese hábito mental tan teórico fue siempre, desde luego, producto de una experiencia social plena más que un hábil truco intelectual; y es posible que el mejor reflejo de ello sea la temprana denuncia de Williams respecto del modernismo. Pues como estudiante en Cambridge, a fines de la década de 1930, vivía en una subcultura política intensamente modernista en torno al Club Socialista de la universidad, que en esa época se vinculaba con un modernismo radical socialmente más amplio, que he descrito en otro sitio.13 Sean cuales fueran las distinciones que más adelante creyera necesario hacer entre las diversas vanguardias, todas ellas, en este punto, parecían condensarse en una iconoclastia cultural y política optimista. En el ámbito de la literatura, Ulises y Finnegans Wake eran “los textos que más admirábamos”. En cine, “la admiración por El gabinete del doctor Caligari o Metrópolis era, virtualmente, una condición para entrar al Club Socialista”, pero “también nos fascinaba el surrealismo”. En música, “el jazz era otra de las formas que considerábamos importantes”.14 Esta orientación modernista tampoco se abandonó en el inmediato período de posguerra. La lectura compulsiva que Williams hacía de Ibsen (“hasta que, por unas pocas y necesarias semanas, tuvieron que detenerme”) abrió un interés por el drama moderno que duraría toda la vida; e Ibsen no era tanto un modernista, una posición específica dentro del modernismo, como la gama completa en una única obra extraordinaria de todas sus posibilidades ulteriores. Inventor de esa primera forma crucial burguesa disidente, el naturalismo (al que Williams, en este volumen, llama también “naturalismo modernista”), y más tarde de ese modo de “simbolismo” dramático mediante el cual los gestos del naturalismo hace ademanes a todo aquello que excede el imperturbable encierro de sus salones burgueses, el propio Ibsen provoca finalmente, con Cuando los muertos despertamos, una ruptura hacia el expresionismo. Por otro lado, fue un encuentro con el pensamiento social de la corriente principal del modernismo angloamericano lo que disparó lo que ahora consideramos el interés más definitorio de Williams. Las Notas para la definición de la cultura de Eliot, de 1948, le hicieron recordar forzosamente la perplejidad lingüística del Cambridge de posguerra, cuando “constaté que me preocupaba una única palabra, cultura”;15 y esta deuda hacia Eliot se registra luego en la esfera dramática con la estimación excesiva de su “ruptura” con el naturalismo en Drama from Ibsen to Eliot [El teatro de Ibsen a Eliot].en 1952.

Pero mientras Raymond Williams ponderaba el modernismo de estas diversas maneras, el capitalismo de posguerra lo ponía en práctica en el “brillante futurismo” de la “sociedad de consumo elegante que sería la nueva forma del capitalismo” a partir de la década de 1950.16 Con la combinación del dinamismo futurista con el frío tecnopastoralismo de la Bauhaus o Le Corbusier, tal consumismo condujo a Richard Hoggart en The Uses of Literacy [Los usos de la alfabetización].a formular diatribas contra “los aspectos más frívolos del modernismo”, “la repugnancia de sus chucherías modernistas”, “el impertinente desparpajo barato de mascadores de chicle y el diseño racional”,17 e incluso hizo retroceder a Williams a lo que podríamos llamar su fase “lukacsiana”. No obstante, ahora mismo es necesario limitar la analogía con Lukács —una analogía persistente en las discusiones sobre la obra de Williams—. Pues aunque Williams defendía el realismo clásico en La larga revolución y anunció que la crítica al modernismo en The Meaning of Contemporary Realism [El sentido del realismo contemporáneo] “merecía el análisis más minucioso”, también declaraba sin rodeos que “estaba fundamentalmente en desacuerdo” con Estudios sobre el realismo europeo y que consideraba el argumento de La novela histórica de Lukács “difícil de aceptar tal como está planteado”.18 Y es evidente que los detallados estudios sobre una “cultura en expansión” en La larga revolución —la educación, la prensa, el público lector y, un año después en Communications [Comunicaciones], la radio y la televisión— contradicen implícitamente la nostalgia cultural de “El realismo y la novela contemporánea”. Esta contradicción estructural deriva luego en una virtual formulación explícita en su análisis de “La historia social de las formas dramáticas”, y de un modo que nos lleva al corazón de sus reflexiones posteriores en La política del modernismo. Pues Williams ve el realismo dramático, en el drama social naturalista de John Osborn y sus jóvenes iracundos, como parte del problema, y no de la solución. En contraste:

el dinamismo, del cual la técnica cinematográfica y el teatro expresionistas han sido maestros, con la asociación de la música y la danza contemporáneas, y un lenguaje dramático más diverso, son a mi criterio los elementos que corresponden a nuestra verdadera historia social.19

Yo diría que es el cine lo que representa para Williams el medio modernista preponderante; y esta predilección estética fundamental, que ahora debe ser demostrada, tiñe decisivamente toda su teorización posterior sobre el tema.

“Más que nada los films”, escribió Williams, recordando con cariño el Cambridge de los años 1939 a 1941. “Virtualmente toda la subcultura era cinematográfica. Eisenstein y Pudovkin, pero también Vigo y Flaherty”.20 En 1948 escribió el guion de un film documental para Paul Rotha sobre las revoluciones agrícola e industrial, aunque el film en sí nunca llegó a realizarse. En 1953 planificaba un film con Michael Orrom —“un intento de reformular una leyenda galesa particular en términos de la situación contemporánea”—, aunque este proyecto tampoco llegó a realizarse. La reescritura de Drama in Performance [El drama en la representación] de 1968, con su capítulo culminante sobre Cuando huye el día de Ingmar Bergman, afirma vigorosamente la preeminencia del cine como medio dramático contemporáneo; y gran parte de la reflexión que sustenta esta idea deriva del “manifiesto” que escribió Williams junto con Orrom en 1954: Preface to Film [Prefacio al cine]. Como crítica ampliada del cine naturalista, incluso en su disfraz “modernista” de montaje eisensteiniano, este libro tomaba sus modelos estéticos positivos en los films expresionistas alemanes de la década de 1920. Pese a ciertas reservas, El gabinete del doctor Caligari, Metrópolis, La muerte cansada, La última carcajada son los films que mejor representan la noción de Williams de “expresión total” (una conclusión, se creería, preestablecida por el término mismo); y Orrom insiste en que “nuestra tarea es aplicar los principios establecidos en estos films a los sentimientos dramáticos de hoy en día”.21 El cine se presenta entonces como telos de los grandes dramaturgos naturalistas: lo que Ibsen imaginaba en Peer Gynt, o Strindberg en Camino a Damasco, solo sería técnicamente posible con las “imágenes en movimiento” del siglo XX. Y Williams vuelve a pensar entonces todo el modernismo a la luz del cine. Woolf y Joyce también, pareciera, son cineastas manqués;.pues su fragmentaria “corriente de la conciencia” está “profundamente relacionada con varias formas características de la imaginería moderna, de modo notorio en la pintura y especialmente en el cine, que como medio abarca gran parte de su movimiento intrínseco”.22

Esta última cita, sin embargo, pertenece a El campo y la ciudad, donde se produce un quiebre decisivo respecto de las posturas estéticas de Preface to Film. Pues aunque el libro anterior es una defensa de la “abstracción”, la “estilización” y la “formalización”, sigue aferrado a un firme organicismo residual; integración es un término que aparece al menos con la misma frecuencia que las tres sonoras palabras que he mencionado. Orrom aborda estos problemas en su crítica del montaje. Este método de “choque” o “edición de ‘impacto’” crea, desde su punto de vista, “un sentimiento de conmoción generalmente indeseable”, rayano en un mero “truco técnico”, incluso una “debilidad desintegradora”; en esta moda cinematográfica “nunca se establece una relación espacial adecuada”. En oposición a todo esto, “la expresión cinematográfica demanda movimiento y fluidez”:

Para lograr “fluidez”, el nuevo concepto se introduce desde el seno de la expresión del viejo; comienza como una pequeña parte del primero y gradualmente lo eclipsa. Pero el nuevo se presenta desde un punto de referencia dentro del viejo. Este es precisamente el método que debe usarse en el cine para evitar los perturbadores sobresaltos de la edición.23

Es claro que Williams compartía estas posturas, si se tiene en cuenta la cercanía de esta retórica con sus propias preocupaciones en ese período: la defensa de Edmund Burke en Cultura y sociedad, cuya “circunspección” y sentido de “dificultad” emergen de una reverencia a las texturas comunitarias orgánicas de evolución lenta, en contraposición a los innovadores racionalistas (los futuristas del momento) que borrarían lo viejo en nombre de lo “nuevo” de un solo golpe; o el método narrativo de Border Country [Campiña de frontera], cuya edición “entrecortada” entre el pasado del padre y el presente del hijo se relaciona precisamente con un fracaso social de lo nuevo en encontrar “su punto de referencia dentro de lo viejo”.

Pero en las dos décadas que separan Preface to Film de El campo y la ciudad, la concepción de Williams de la naturaleza inherente del cine como medio se modifica de manera decisiva. En “Cine y socialismo”, en este volumen, Williams señala que “los primeros públicos del cine estaban compuestos por miembros de la clase obrera de las grandes ciudades del mundo industrializado”; pero esto, así expresado, aún podría ser una mera conexión externa entre un medio y un sitio. Sin embargo, ya en Second Generation [Segunda generación], donde el cine se usa como metáfora, se sugiere una relación más poderosa entre este y la modernidad urbana; cuando Peter Owen regresa a Oxford en auto, las escenas al costado del camino “aparecían momentáneamente en una pantalla (...) Como en el tránsito, en estas imágenes aisladas la mayoría de las personas eran conocidas, con una rápida decisión sobre la relevancia para uno mismo, en la serie rápidamente cambiante”.24El campo y la ciudad teoriza luego sobre aquello que se había percibido en los pulsos de la ficción. La cita que inicié antes continúa: “hay de hecho una relación directa entre el film, especialmente en su desarrollo mediante la edición y el montaje, y el movimiento característico de un observador en el entorno cercano y heterogéneo de las calles”.25 Lejos de desnaturalizar el film, el montaje se vuelve ahora su esencia misma; o, más bien, es la esencia del film no tener esencia, responder como medio únicamente a la fugacidad desorientadora de la ciudad moderna. El cine secreta la ciudad en su forma misma desde mucho antes de haberla anunciado como tema explícito (Metrópolis y sus sucesores); y, en rigor, incluso si no la aborda específicamente. Pero si el cine es el modo modernista definitivo, entonces el modernismo podría situarse, no en el “interior” de sus ideologías autovalidantes ni en el “exterior” de un trauma político del orden de 1848, sino en la zona intermedia de la experiencia urbana, en una solución no precipitada, en una “estructura de sentimiento” que no ha asumido aún la forma relativamente formalizada de la doctrina estética o del acto político.

La postura de Williams del momento recuerda los intentos de Walter Benjamin de situar los orígenes del modernismo en “París, la capital del siglo XIX”. La afirmación de Benjamin de que “el dadaísmo intentó crear por medios pictóricos (y literarios) los efectos que el público busca en la actualidad en el cine” anticipa la propia percepción de Williams de los imaginarios dramáticos prefigurativos de Ibsen y Strindberg; y también para Benjamin, en las grandes ciudades modernas “la experiencia del shock se ha vuelto la norma” y “en un film, la percepción en forma de shock se ha establecido como principio formal”.26 Sin embargo, no es en definitiva la tecnología del siglo XX, sino la poesía lírica del siglo XIX lo que resulta central en la teoría del modernismo de Benjamin; y su enfoque en Baudelaire tiene entonces al mismo tiempo sus límites y sus múltiples iluminaciones. Pues el modernismo es en Baudelaire más una cuestión de tema que de forma. Es cierto que el poeta francés declaró una vez en relación a ese género indeterminado, el poema en prosa, que era “hijo de las grandes ciudades, de la intersección de sus miríadas de relaciones”,27 pero en Las flores del mal, los medidos cuartetos rimados del poema lírico tradicional sobreviven intactos. Es posible que tanto Baudelaire como Proust intenten (según afirma Benjamin) producir de manera sintética una experiencia (Erfahrung) auténtica, pero el primero lo hace en seis prolijas estrofas y el último en poco más de dos mil páginas; una teoría del modernismo que parta de Baudelaire definitivamente no puede contemplar la especificidad de esos extraordinarios proyectos modernistas posteriores. Si no aparece la cuestión de las formas, tampoco lo hace la de las formaciones, una ausencia más crucial aun en términos del propio materialismo cultural de Williams: audaz pionero, Baudelaire es en virtud de ese mismo hecho distinto de los grupos vanguardistas militantes que lo sucedieron.

La elaboración por parte de Benjamin de una teoría general del modernismo a partir de Baudelaire, su identificación de “problemas de percepción y de observación que conducen a problemas de escritura, que refieren entonces a fenómenos sociales” era desde el punto de vista de Williams “una sofisticada forma tardía de idealismo” y el “menos interesante” de los modos de análisis cultural de Benjamin.28 En rigor, corría el peligro de ser absorbido precisamente por aquello que requería ser analizado. Aunque Benjamin mantiene en el caso de Baudelaire una distancia crítica adecuada respecto de la estética del shock que constituye la modernidad de su tema, y reconoce en la doctrina de las correspondances un indicador del “precio por el que se ha obtenido la sensación de edad moderna: la desintegración del aura en la experiencia del shock”,29 su enormemente influyente ensayo “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” tiende a fetichizar justamente ese tipo de experiencia; el “aura” estética, que en la obra de Baudelaire es el recuerdo de una prehistórica promesse de bonheur, es allí casi completamente elitista, pasiva e ideológica. Por otro lado, el modernismo del tipo baudelaireano se expande más allá de cualquier especificidad histórica posible, a pesar del acento inicial en una fase única de la historia parisina: abarca igualmente Las flores del mal de 1857, la primera redacción de En busca del tiempo perdido de Proust entre 1909 y 1912, y las estéticas potencialmente antifascistas de fines de la década de 1930. Para quienes en las décadas de 1960 y 1970 refrendaron de manera acrítica las posturas benjaminianas o brechtianas, su dominio se extiende claramente mucho más. Pero en este punto regresamos a los inextricables dilemas de la periodización con los que comenzamos, y hemos llegado una vez más a la “perpetuidad” que habíamos señalado como característica de las propias ideologías internas del modernismo.

No obstante, no puede decirse que El campo y la ciudad del propio Williams sortee con éxito los problemas que había identificado acertadamente en Benjamin. Intenta de manera implícita periodizar el modernismo (una palabra que de hecho nunca se usa), pero solo puede hacerlo en términos de un modelo binario de ascensión y caída; se convierte así en víctima del tipo de crítica que Perry Anderson expuso en New Left Review sobre Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman. Para El campo y la ciudad, al igual que para Berman, los grandes “modernistas” de principios del siglo XX no son, paradójicamente, en modo alguno, modernos. La verdadera modernidad estética captura las ambigüedades indisociables de la vida moderna en la ciudad: sus liberaciones y disociaciones simultáneas, su extraña conjunción de aislamiento existencial e intensa proximidad, incluso solidaridad social. Mientras Berman encomia la comprensión multifacética de la modernidad en Goethe, Marx y Baudelaire, los héroes de Williams son Blake, Wordsworth y Dickens, autores sensibles a las contradicciones constitutivas de “disolución social en el proceso mismo de conglomeración” en contraste con “las visiones tardías, más totalizantes del período posterior a 1870”.30 En esta etapa cultural, que es otra versión del “interregno” insatisfactorio de Cultura y sociedad, la ambivalencia productiva inicial se divide “en una estructura más simple: la observación indignada o aborrecida de los hombres en general; el reconocimiento excepcional o autoconsciente de unos pocos individuos”.31 Esta división es luego absorbida por la forma misma de los artefactos modernistas en la disociación dentro de La tierra baldía o Ulises, esos grandes prototipos del modernismo urbano del siglo XX, entre textura y estructura, entre la subjetividad agudizada, incluso patológica, y los mitos estáticos y absolutistas que gobiernan esos textos. El argumento corre en paralelo a la afirmación de Berman de que, luego del apogeo de su triunvirato decimonónico, sus sucesores “avanzaron a trompicones hacia polarizaciones mucho más rígidas y totalizaciones planas”, con una ambivalencia genuinamente modernista que se disgrega en el tecnopastoralismo futurista o lecorbusiano y el Angst expresionista o eliotista.32

Esta periodización del modernismo como “decadencia y caída” está acompañada en El campo y la ciudad por un viraje metodológico no anunciado. En efecto, mientras las situaciones sociales de Blake, Wordsworth y Dickens se descomponen en el análisis literario de sus textos, con lo cual se esbozan los procedimientos que Williams más tarde incorporará en la teoría del “materialismo cultural”, los pasajes de Eliot, Woolf y Joyce simplemente son arrojados ante nosotros como “palabras en la página” práctico-críticas, sin referencia alguna a las extremadamente diversas formaciones culturales y situaciones de sus autores. El (no nombrado) modernismo que aquí se critica es un constructo textual tan inmanente como aquel celebrado en algunos de los trabajos de Benjamin sobre Baudelaire. Su análisis no ha pasado aún de lo formal a lo formacional, y por lo tanto debemos aplicar a El campo y la ciudad las reflexiones metodológicas de Williams sobre Benjamin y Baudelaire. Pues de las tres “etapas” o métodos empleados en Libro de los pasajes de Benjamin (1. identificar rasgos urbanos y luego esbozar sus implicancias culturales; 2. identificar formaciones sociales y tipos sociales, rastreando sus medios a través de un análisis económico y sus modos de observación y de escritura mediante un análisis cultural; 3. identificar problemas de percepción y de escritura relacionados con fenómenos sociales) solo es “en la primera y en la segunda etapa” donde Benjamin es “tan indispensable como brillante”.33 Esto nos lleva a una última reflexión sobre El campo y la ciudad. Gran parte del libro se centra en el lenguaje de la literatura inglesa, familiar en trabajos previos de Williams. Su impulso inicial proviene de la ideología de Leavis sobre el poema inglés de la casa solariega, e incluso al trasladarse a la época moderna su enfoque sigue siendo estrechamente el de la literatura inglesa: Balzac, Baudelaire y Dostoievski se consignan a un único párrafo de un libro de cuatrocientas páginas. Únicamente el capítulo “La nueva metrópoli” trasciende este marco nacional; pues “uno de los últimos modelos de ‘ciudad y campo’ es el sistema que conocemos como imperialismo”.34 El análisis de Williams salta, en un sentido, de Blake, Wordsworth y Dickens a Wilson Harris y James Ngugi, de Inglaterra al tercer mundo, en una única y audaz extensión de la imaginación cultural y la afinidad política. Lo que falta entonces, ante todo en términos de una teoría del modernismo, es Europa. El sentido más simple de “nueva metrópoli” —no un sistema mundial sino las mutaciones internas de las capitales europeas como resultado de tal sistema— está efectivamente ausente en el libro.

Es este silencio el que Williams intenta compensar en este volumen con “Percepciones metropolitanas y la emergencia del modernismo”; en el proceso, provee un nuevo “marco” para la polémica en New Left Review entre Anderson y Berman sobre el modernismo. Williams apunta aquí a periodizar el modernismo rastreando los efectos de un imperialismo cultural dentro de Europa que va a la par de su dominación del resto del mundo. El modernismo es innovación formal tanto como tema baudelairiano, pero en este caso, y de manera crucial, esas formas mismas tienen bases formacionales, no en los bohèmes o flâneurs del París de mediados del siglo XIX sino en las “funciones inmigrantes metropolitanas” del Londres, el Berlín, la Viena, el París, el San Petersburgo de principios del siglo XX.35 La inmigración es uno de los temas que más ha ocupado la imaginación de Williams: Matthew Price, en Border Country, estudia los movimientos de población hacia los valles mineros galeses en el siglo XIX, y tanto él como la familia Owens de Second Generation representan un gran cambio demográfico que se aleja de ellos en el siglo XX. De la ficción, el tema de la inmigración migra a la teoría cultural; y para Williams es en una generación de inmigrantes “provinciales” hacia las grandes capitales imperiales donde las formaciones vanguardistas y sus formas distanciadas, “extrañadas”, encuentran su matriz. El cubismo podría bien ofrecer el ejemplo más gráfico, fundado como lo estuvo en la reunión de Guillaume Apollinaire (nacido Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzki) y los españoles Picasso y Juan Gris en París en la primera década del siglo XX. Si la inmigración define en este sentido la nueva base social del modernismo, la paradoja del movimiento es que representa simultáneamente el canto de cisne de las viejas tecnologías culturales: la escritura, la pintura, la escultura, el teatro, las “pequeñas revistas”. El cine ocupa entonces una posición paradójica dentro de la modernidad cultural, a la que le asesta un golpe mortal en el mismo instante en que da a luz a sus potencialidades estéticas más íntimas. Puesto que aunque como medio está fundado en la experiencia de “shock” modernista dentro de la metrópoli, salta casi inmediatamente detrás y más allá del modernismo, lo que les da solo un brevísimo instante a los directores clásicos del cine mudo para hacer realidad sus potencialidades experimentales “inherentes”. En un sentido, el cine anuncia la sustitución del modernismo metropolitano en sus aspectos de distribución masiva (más tarde plenamente realizados en la televisión), en la que la dicotomía modernista de civilización de masas / cultura minoritaria da paso a las relaciones culturales aún indefinidas de la “metrópoli transmisora moderna”. Pero, en otro sentido, a medida que avanza hacia sus propias nuevas etapas tecnológicas de sonido y color, el cine da una voltereta detrás del modernismo, al reinventar tan meticulosamente un pasado realista de este último en la dominación del medio por parte de Hollywood que después de la Segunda Guerra Mundial toda una nueva corriente de modernismo de auteur debe intentar una vez más que el cine regrese “a sí mismo” y arrastrarlo nuevamente a ese siglo XX del que una vez fue el mismísimo epítome.

Podemos resituar la crítica de Perry Anderson sobre Todo lo sólido se desvanece en el aire en este marco más amplio. El ataque de Anderson a la versión indiferenciada del modernismo de Berman propone que este “puede ser entendido como un campo cultural de fuerza triangulado por tres coordenadas decisivas”: (1) la persistencia de clases aristocráticas o agrarias dominantes hasta 1914, cuyos análogos culturales eran el aletargado academicismo estético contra el que se rebelaban las vanguardias, pero también los códigos, los valores y los motivos aristocráticos que estas invocaban como crítica de las relaciones sociales burguesas; (2) la aparición de tecnologías clave de la segunda revolución industrial en economías relativamente retrasadas; (3) la proximidad de la revolución social, especialmente después de la Revolución Rusa de 1905. En suma, el modernismo “surge en la intersección entre un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semiindustrializada y un movimiento obrero semiemergente o semiinsurgente”.36 Dentro del nuevo sistema mundial cuyos nodos eran las grandes metrópolis imperiales, encuentran su lugar estos desarrollos, que en la enumeración de Anderson tienen un cierto aire ad hoc. Ya en El campo y la ciudad Williams señalaba que aunque la aristocracia había perdido mucho de su poder real, “su imaginario social seguía predominando”;37 en la época de los imperialismos competitivos no había fuente de ideología nacionalista más potente o “visceral”. Y en La política del modernismo la tensión latente entre las percepciones “aristocráticas” y proletarias de lo “antiburgués” se ven como un determinante clave de los destinos políticos posteriores de las vanguardias. La segunda y la tercera coordenadas de Anderson también ocupan un notable lugar central en la fase metropolitana, donde dos “capas” de modernidad urbana se fusionan productivamente en modos que ya no podemos siquiera imaginar. La Gran Depresión de principios de la década de 1870 reforzó la visión urbana del “barrio bajo clásico” de donde había surgido el socialismo como movimiento de masas, que constituía, en palabras de Williams, “la respuesta humana de la ciudad a la gran inhumanidad de la ciudad y del campo por igual”;38 hacia la década de 1890 la amorfa “multitud” baudelairiana había dado paso a las filas multitudinarias y disciplinadas de los partidos de la Segunda Internacional. Pero el renacimiento económico mundial de mediados de la década de 1890, que alimentaba innovaciones en los transportes e investigaciones sobre la aplicación de la electricidad a la industria, inauguró una nueva etapa de planificación urbana con la que se abordaron algunos de los peores horrores del barrio del siglo XIX y se discutieron visiones utópicas de descentralización urbana (la “ciudad jardín” de Ebenezer Howard especialmente). Como causa y efecto de esta renovación, surgió también toda esa serie de inventos y productos —vestimentas, zapatos, vajilla, papel, comida, bicicletas de producción masiva; pero también autos, aviones, teléfonos, radios— que parecía anunciar una nueva época de la humanidad y de la cual, para el cubismo al menos, la torre Eiffel se convirtió en su símbolo más preminente. Pero mientras hoy la revolución y los productos de mercado, el activismo político y la novedad tecnológica, la responsabilidad y el hedonismo “posmodernista” constituyen rígidas oposiciones binarias de las que apenas podemos imaginar cómo salir, para la metrópoli de principios del siglo XX estaban fructíferamente conectadas: la producción masiva es “democrática”, la tecnología barre con los resabios feudales y el socialismo liberará un dinamismo apresado por el capitalismo. De ahí que Anderson hable de “la alegría de los primeros autos y películas”, y que John Berger haya etiquetado conmovedoramente a los cubistas como “los últimos optimistas del arte occidental (...) Pintaban los buenos presagios de un mundo moderno”.39 Estos inmigrantes de culturas “provincianas” traen consigo un recuerdo de relaciones sociales precapitalistas que, al parecer, la última tendencia de la innovación capitalista probablemente restaurará casi por sí sola: las máscaras africanas de Picasso y la torre Eiffel de Delaunay entre ellas pasan por alto toda la época burguesa.

Pero si Williams ha analizado el modernismo en el eje diacrónico, ¿no debería también hacerlo en un eje “sincrónico”? Sin dudas, esa línea no corre sin solución de continuidad desde el vértigo urbano de Wordsworth en el Libro IV del Preludio hasta nuestros días, sino que corresponde a “la metrópoli imperial y capitalista como forma histórica específica”; ¿pero qué ocurre entonces con la distinción entre modernismo y vanguardia, que ciertamente ya era operativa, aunque no estaba aún teorizada, cuando Williams reeditó Drama from Ibsen to Eliot como Drama from Ibsen to Brecht en 1968? En el capítulo 2 de La política del modernismo, esa misma distinción parece ser diacrónica, una cuestión de grupos artísticos “completamente opositores” que sucedían a grupos meramente “defensivos”. Pero esta teoría no lleva la indagación muy lejos: si bien las obras más importantes de Brecht aparecen después de La tierra baldía (1922), los logros del cubismo, el expresionismo y los futurismos italiano y ruso lo preceden de manera sustancial. “El lenguaje y la vanguardia” presenta la cuestión desde otro plano. Allí, el elemento distintivo de la vanguardia, más allá de sus diferencias nacionales, estriba firmemente en poner en cuestión “no solo las instituciones artísticas sino las mismas instituciones del arte o la literatura”; y detrás de esta frase podemos percibir la presencia de la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger, con la cual no se entabla (hasta donde yo sé) ningún debate explícito en la obra de Williams.

El proyecto de Bürger corre en paralelo al de Williams, en la medida en que él también procura trascender el análisis interno formal de los artefactos vanguardistas (representado, desde su punto de vista, por Lukács y Adorno); pero mientras Williams investiga las formaciones de la producción, el interés de Bürger radica en lo que podríamos denominar “formaciones de la recepción”. Las obras de arte no son, sostiene, “recibidas como entidades individuales, sino dentro de marcos institucionales y condiciones que determinan en gran medida la función de las obras”.40 Desde la perspectiva de Bürger, la propia vanguardia ha hecho este descubrimiento, al rebelarse no contra un estilo anterior específico (como lo han hecho todos los innovadores precedentes) sino contra el modo mismo de la recepción, el “discurso institucionalizado acerca del arte” de la sociedad burguesa. Para esta formación de la recepción resulta central la categoría de autonomía, instituida en la práctica por el pasaje del mecenazgo al mercado literario en el siglo XVIII y luego teorizado como “imparcialidad” del juicio estético en la Crítica del juicio