La princesa enamorada - Stella Bagwell - E-Book
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La princesa enamorada E-Book

Stella Bagwell

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Beschreibung

La princesa Dominique Stanbury volvió de la universidad con un gran secreto... ¡Estaba embarazada! Pero el secuestro de su padre la convenció para no revelar a nadie su noticia. A nadie excepto a Marcus Kent, un consejero de su padre del que siempre había estado secretamente enamorada. Por eso le resultaba tan extremadamente difícil rechazar su generosa proposición de matrimonio, si al menos fuera un matrimonio de verdad y no solo un amable gesto para salvar el buen nombre de la familia real.

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Seitenzahl: 157

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Harlequin Books, S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La princesa enamorada, n.º 1230 - octubre 2015

Título original: The Expectant Princess

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7345-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

Marzo de 2001

VA a ser una princesa muy guapa —comentó la reina Josephine de Edenbourg al ver la sonrisa del bebé de tres meses que estaba en brazos de su padre.

—LeAnn ya es una princesa muy guapa —el príncipe Nicholas corrigió a su madre—. Será idéntica a Rebecca.

El comentario del Príncipe hizo que su esposa se sonrojara y que las personas que estaban alrededor del bebé se rieran.

Fuera, la lluvia caía sobre las majestuosas torres de Edenbourg Abbey, pero en el interior de la antigua catedral había un ambiente festivo. La familia, los amigos y los dignatarios de diversos países se habían reunido para celebrar el bautizo de la pequeña LeAnn, primera nieta de los reyes de Edenbourg e hija del heredero al trono.

—Bien dicho, hijo mío. LeAnn ya es muy guapa —dijo Josephine y acarició la mejilla del bebé—. Y hasta el momento se ha portado como un angelito.

—Sí, de momento —dijo Rebecca con tono maternal—, pero me temo que en cuanto el obispo la tome en brazos empezará a llorar con todas sus fuerzas.

Una vez más, la gente se rio. La princesa Dominique Stanbury, la más joven de los hermanos Stanbury, sonrió y se acercó a su sobrina.

—Deja que la tome en brazos, querido hermano. Eres demasiado posesivo en cuanto a tu hija se refiere. Vas a convertirla en una niña mimada antes de que pueda mantenerse sentada.

El joven Príncipe dejó que su hermana tomara a su hija en brazos.

—Para eso es una princesa, ¿no es así? Para que la mimen. Papá también te mimó a ti —bromeó y soltó una carcajada.

Dominique frunció la nariz y miró a Isabel, su hermana mayor.

—Isabel, no vas a dejar que se salga con la suya, ¿verdad?

La princesa Isabel se rio y miró a sus dos hermanos. Igual que Dominique, era esbelta y tenía los ojos verdes.

—No te preocupes, hermana, LeAnn le dará una buena lección a nuestro hermano acerca de malcriar a las princesas. Estoy ansiosa por ver cómo se las arregla para soportarla.

Toda la familia se rio, excepto LeAnn. El bebé comenzó a lloriquear y Dominique la meció con suavidad. Se percató de que su madre miraba el reloj una vez más. No era un gesto habitual de Josephine, quien siempre asistía a los eventos sociales con mucha calma y tranquilidad.

—¿Qué ocurre, mamá? Miras el reloj a cada momento —le preguntó Dominique.

—Se está haciendo muy tarde. Tu padre ya debía haber llegado.

Nicholas miró el reloj que llevaba en la muñeca y dijo:

—Faltan quince minutos para que empiece la ceremonia. Estoy seguro de que papá aparecerá en cualquier momento.

—Traté de convencerlo para que viniera conmigo esta mañana, pero él insistió en que tenía que ocuparse de algunos asuntos antes de venir. Se marchó con un solo conductor armado. Espero que no hayan tenido ningún problema que les haya hecho regresar al castillo.

La Reina miró a su hijo y dijo:

—Nicholas, ve a preguntar a los de seguridad. Quizá hayan mantenido contacto por radio.

Mientras el Príncipe obedecía, Dominique apartó a su madre del grupo de amigos.

—No es normal en ti que estés asustada —le dijo—. Estoy segura de que papá se ha entretenido con algún asunto. No sería la primera vez.

La reina Josephine sonrió a su hija.

—Tienes razón. Pero hay algo que... —se acarició la base del cuello con nerviosismo—. No sé cómo explicarlo, pero hay algo que no me gusta. Michael estaba tan ilusionado con el bautizo de su nieta y...

Hizo una pausa al sentir que la gente comenzaba a susurrar y que todos miraban hacia la entrada de la catedral.

Al volverse vieron que la guardia se había apartado para dejar paso a un hombre alto de pelo gris que se dirigía hacia el grupo de gente que estaba junto al altar. Un hombre joven y de pelo oscuro lo seguía de cerca.

La catedral era tan grande que, desde la distancia, les costó identificar a los hombres. Por la altura y por el color de pelo del mayor, Dominique dedujo que era su padre, el Rey.

Sonrió a su madre con alivio.

—Ves, ya está aquí. No tenías por qué preocuparte.

Josephine frunció el ceño y continuó observando al hombre que se acercaba.

—Ese no es Michael. No reconozco a ninguno de esos hombres.

Para entonces, Nicholas había regresado de preguntar a la guardia. Su cara de preocupación hizo que Dominique se olvidara de los dos extraños y corriera hacia él.

—¿Qué ha dicho la guardia? —le preguntó Dominique.

—No saben nada de papá desde que salió del castillo con su chófer hace más de una hora. Han enviado a un grupo para que recorra el camino.

Antes de que pudieran hacerle más preguntas, los dos desconocidos se acercaron a la Reina seguidos por un guardia.

Se hizo un silencio y todo el mundo miró cómo el hombre más mayor hacia una reverencia ante la Reina.

En un elevado tono de voz, de forma que todos pudieron oírlo, dijo:

—Majestad, espero me disculpe por molestarla en una ocasión tan especial. Soy el hermano de su marido, Edward Stanbury. Y este es mi hijo mayor, Luke —señaló al joven que estaba a su lado y este hizo una reverencia.

Josephine se quedó mirando a los dos hombres. Dominique sabía, por la expresión de su rostro, que estaba tratando de disimular su desconcierto. Edward Stanbury se había marchado de Edenbourg hacía varios años y se había convertido en ciudadano de los Estados Unidos. Su relación con el rey Michael se había enfriado y habían permanecido distantes.

—Han venido desde muy lejos —dijo Josephine al fin—. ¿El rey Michael sabe que han venido?

Edward se dispuso a contestar, pero antes de que pudiera hacerlo, su hijo Luke intervino.

—Acabamos de llegar del aeropuerto, Majestad, y...

El joven hizo una pausa al sentir que había gran revuelo entre los asistentes. Todos estaban mirando hacia la puerta y un guardia corría hacia el altar.

Al notar que algo iba mal, Nicholas agarró a su madre del brazo. Rebecca hizo ademán de tomar a su hija en brazos y Dominique entregó a LeAnn a su cuñada. Después todos esperaron a que llegara el guardia y saludara con una reverencia.

—¿Qué sucede? —preguntó Nicholas con impaciencia.

El guardia habló con voz entrecortada.

—Me temo que son malas noticias, Alteza. El Rey y su chófer han sufrido un accidente. El coche ha chocado contra un guardaraíles y ha caído por una ladera. Creemos que ambos están muertos.

La gente horrorizada empezó a hacer comentarios y enseguida un grupo de guardias rodeó a Nicholas.

Al mismo tiempo, Marcus Kent, el consejero del Rey, se abría paso entre el grupo de amigos y dignatarios y trataba de llegar hasta donde estaba Nicholas.

Dominique lo observó mientras hablaba con su hermano.

—Según el Tratado de Edenbourg, es mi deber solemne proclamar a Nicholas como Rey en funciones de Edenbourg hasta que encuentren a Michael o lo declaren muerto.

Josephine agarró con fuerza el brazo de su hijo.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó a Marcus—. ¿Todavía no han recuperado el cuerpo del Rey?

—No. Acaban de informarme de que el cuerpo del rey Michael no se encuentra en el lugar del accidente.

Dominique no escuchó los lamentos de la gente que estaba a su alrededor. Ni se percató de que a la vez que se colocaba la mano sobre el vientre y salía corriendo de la catedral, un gemido se escapaba de su boca.

Capítulo 1

DOMINIQUE se alejó unos pasos de la catedral, apoyó la mejilla en el frío mármol de una de las columnas del patio y trató de calmar la inestabilidad de su estómago.

«Dios mío, no dejes que enferme ahora», rezó en silencio. Su madre y su familia iban a necesitar que fuera fuerte. No podía agobiarlos con el secreto que ocultaba. Al menos, no en ese momento.

A pesar de que trató de contener las lágrimas, no lo consiguió. Era una princesa, educada para ser fuerte incluso ante las peores situaciones. Si su padre supiera que estaba mostrando sus sentimientos en un lugar público, se enfadaría.

Sacó un pañuelo bordado de su bolso y se secó las lágrimas.

—¿Dominique? ¿Estás bien?

Dominique sintió que su corazón se detenía durante un instante para después latir con nerviosismo. Habían pasado casi cuatro años desde que lo había visto, pero su voz masculina le resultaba muy conocida.

Tomó aire, se separó de la columna y se volvió para mirar al hombre que había tratado de olvidar.

Incluso antes de que Marcus Kent se convirtiera en el consejero supremo de su padre, ya era una persona llamativa, tanto intelectual como físicamente. Era alto y tenía el cuerpo musculoso. Tenía el pelo corto y moreno y lo llevaba peinado hacia atrás de manera que resaltaba las facciones de su rostro. Sus cejas espesas y sus pestañas oscuras rodeaban sus bonitos ojos color avellana.

Tenía treinta y tres años, era doce años mayor que Dominique. Al mirarlo, ella supo que nunca había conocido a un hombre como él.

—No era necesario que vinieras a ver si estaba bien, Marcus. Pero gracias, de todos modos.

Él se acercó y Dominique se estremeció. Los años que ella había pasado en una universidad de los Estados Unidos también le habían sentado bien a él. Tenía el mismo aspecto viril y masculino que el día en que se dijeron adiós.

—Hace un momento estabas muy pálida. Quería asegurarme de que no te habías desmayado.

—Estoy segura de que me ha seguido algún guardia.

No conocía otro tipo de vida. El hecho de que fuera un miembro de la familia real la convertía en objetivo. Hacía mucho tiempo que se había concienciado de que todos sus movimientos en público eran vigilados.

—Creo que en estos momentos necesitas algo más que la presencia de un guardia.

Su comentario hizo que a Dominique se le llenaran los ojos de lágrimas. Decidida a complacer a su padre, parpadeó y trató de contenerlas. La idea de que el rey Michael hubiera desaparecido de sus vidas hizo que le temblaran las piernas y tuvo que agarrarse a la mano de Marcus.

—Oh, Marcus —le dijo—. Esto ha de ser una pesadilla. Por favor, dime que mi padre no ha muerto.

Desde el momento en que Marcus vio entrar a Dominique en la catedral, su cuerpo se había puesto tenso y había permanecido así. En los últimos días, el Rey le había contado que ella había vuelto de la universidad para asistir al bautizo, pero él había evitado pasar por la zona de sus habitaciones para no tener que saludarla.

Años atrás, Marcus había tratado de atenuar la adoración que Dominique sentía por él, y temía haber herido el orgullo de aquella adolescente. No había sido su intención. Siempre le había caído bien y lo único que quería era que se marchara a la universidad con las ideas claras y no con la cabeza llena de ideas románticas.

Desde entonces habían pasado cuatro años y él suponía que ya lo habría perdonado por haber provocado que dejara de ver las cosas de color de rosa. Durante los años que Dominique había estado fuera, él se había casado para después divorciarse con amargo resentimiento.

En aquellos momentos deseaba haber visto a Dominique antes de esa mañana, quizá así hubiera estado preparado para afrontar el cambio de su aspecto. Se había convertido en una mujer cuya belleza hacía que a Marcus se le cortara la respiración.

Era alta y esbelta y se movía con gracia y elegancia. La melena rizada le llegaba casi hasta la cintura y sus ojos eran del mismo color verde que él recordaba. Su mirada inocente había sido reemplazada por una mirada misteriosa muy femenina. Tenía una nariz y unos labios perfectos.

«Seguro que alguien la ha besado desde que la vi por última vez», pensó Marcus, «quizá hasta le haya entregado su corazón a algún jovencito».

El roce de sus dedos hizo que Marcus volviera a la realidad. No importaba que el vestido de Dominique resaltara sus curvas de mujer, para él no podía ser más que la hija pequeña del Rey. Un rey que, al parecer, estaba muerto.

—Lo siento, Dominique. No puedo darte esperanzas cuando parece que no hay ninguna.

Ella movió la cabeza con incredulidad. Marcus sintió un terrible deseo de abrazarla. Siempre había tenido un sentimiento de protección hacia Dominique. Seis años atrás, cuando él había empezado a trabajar en la secretaría del Rey, ella era una tímida quinceañera que necesitaba cariño y afecto. La dura niñez que Marcus había vivido hizo que sintiera afinidad por la joven Princesa.

—¿Qué pasa con el bautizo de LeAnn? —murmuró ella—. ¿Van a continuar con la ceremonia?

—No —contestó él—. El accidente ha tomado prioridad. Tu familia se está preparando para regresar al castillo.

—Entonces será mejor que vuelva dentro.

Se secó las mejillas con el pañuelo y lo guardó en el bolso.

Marcus le soltó la mano y agarrándola del hombro la acompañó hasta la catedral. Deseaba que no tuviera que enfrentarse al sufrimiento causado por la muerte de su padre. Deseaba poder protegerla contra las vicisitudes de la vida.

Pero solo era un hombre normal. Ella se merecía algo más que lo que él podía ofrecerle.

Tres días más tarde, Dominique continuaba tratando de asimilar la muerte de su padre. Cada día esperaba despertarse y reunirse con toda la familia para desayunar. Imaginaba a su padre sentado en la cabecera de una mesa larga, con una taza de té en una mano y el periódico en la otra. Pero cada mañana se encontraba con que el comedor estaba vacío, su madre desayunaba a solas y su hermano Nicholas ya estaba trabajando para tratar de calmar el revuelo que la desaparición de su padre había causado en los medios de comunicación y en el mundo de la política.

Aquella mañana, Dominique decidió desayunar en la terraza de su dormitorio para no tener que estar con el grupo de sirvientes y disfrutar de la soledad. Mientras estaba en la universidad, había aprendido a amar la libertad. Era igual que cualquier otra mujer que estudiaba para sacarse una carrera, no importaba que fuera la princesa Dominique Stanbury de Edenbourg.

Oyó pasos y al levantar la vista vio que Prudence, su dama de honor, había entrado en la terraza.

Era dos años mayor que Dominique y había estado con ella desde la niñez. Cuando Dominique se marchó a la universidad, Prudence suplicó que la dejaran ir con ella, pero los reyes las separaron porque consideraban que de esa manera su hija aprendería a ser más independiente.

—Siento molestarte, Dominique —dijo Prudence con una gran sonrisa—, pero hay alguien que ha preguntado por ti. ¿Te sientes bien como para recibir visitas?

—¿Quién es, Pru?

—Marcus Kent. Pensé que a lo mejor no querías que le dijera que se fuera.

Dominique arqueó una ceja como única respuesta a la insinuación de su amiga. Después miró el camisón azul que llevaba. No iba vestida de forma apropiada, pero sí decentemente cubierta. Quizá Marcus tenía noticias acerca del accidente de su padre y quería dárselas en persona.

—Lo recibiré aquí en la terraza. Oh, y Pru... —dijo al ver que su dama de honor se marchaba apresurada—, por favor, envía a un sirviente con una jarra de café descafeinado y otra de zumo natural. Quizá el señor Kent desee tomar algo.

—Por supuesto —dijo ella con una amplia sonrisa—. Estaré en el estudio, por si me necesitas.

Prudence se marchó y Dominique se apresuró a acicalarse el cabello con los dedos. Por suerte se lo había cepillado nada más levantarse.

«¡Qué más da!», pensó. Lo más seguro era que Marcus todavía la considerara una niña. No importaba que no estuviera todo lo bella que podía estar.

Vio una sombra y alzó la cabeza.

—Prudence no me dijo que aún estabas desayunando —dijo él—. Debí esperar hasta más tarde para venir a verte.

Dominique negó con la cabeza e hizo un gesto para que se sentara.

—No me interrumpes. Creo que he conseguido tomar tres bocados en la última media hora.

—Esa no es manera de empezar el día —dijo él frunciendo el ceño.

—No estoy segura de cuando empiezan o terminan los días, Marcus. Desde la mañana del accidente, todo me parece irreal.

Él se reclinó en la silla. Dominique lo miró de arriba abajo, fijándose en el traje y la corbata que llevaba. Marcus era un hombre que resultaba atractivo aunque llevara una vieja camiseta de rugby y un pantalón vaquero.

«Cuidado, Dominique», pensó ella. Ya era una mujer madura y sabía que Marcus nunca la vería como algo más que una amiga o una princesa. Hacía años que se lo había dejado claro. Además, ella ya se había comportado como una estúpida con otro hombre. No cometería un segundo error.

—Quería haber pasado antes para darte el pésame —dijo él—. Pero, como supondrás, he estado muy ocupado con las investigaciones acerca del accidente y preparando a Nicholas para que pueda realizar las funciones de un rey.

—¿El pésame? Eso significa que... —tragó saliva— ¿han encontrado el cuerpo de mi padre?

Marcus comenzó a hablar pero se calló al ver que una sirvienta se acercaba con una bandeja de plata. La mujer dejó la bandeja sobre la mesa y se dispuso a servirles. Dominique dijo:

—Gracias, ya lo hago yo.

La sirvienta hizo una rápida reverencia y se marchó. Dominique miró a Marcus.

—¿Prefieres zumo o café?

—Café. Con una nube de leche. Sin azúcar.

Ella agarró una taza y un plato. Le temblaban las manos y Marcus se apresuró a ayudarla.

—Deja que te ayude —dijo él—. No estás en condiciones de servir líquido caliente.

—Lo siento, Marcus —se disculpó mientras él servía el café—. Me temo que estoy un poco nerviosa.