La resquebrajadura - Jordi Soler - E-Book

La resquebrajadura E-Book

Jordi Soler

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«There is a crack in everything, that's how the light gets in, dice el verso de una famosa canción: "Hay una grieta en todas las cosas, así es como entra la luz". Quizá, más que de una grieta, se trata de una rajadura, o mejor, de una resquebrajadura, pues esta palabra sugiere que algo se ha quebrado sin llegar a romperse; que esa cosa sólida tiene una fuga por la que sale la oscuridad para que entre una porción, aunque sea mínima, de luz. Esta idea de aire budista que aparece en la canción Anthem, de Leonard Cohen, nos dice, por una parte, que no existe la oscuridad total y, por otra, que cualquier cosa, por sólida que parezca, siempre tiene una resquebrajadura por la que se abre al exterior. Esta resquebrajadura que tienen todas las cosas, y también todas las personas, sirve de entrada y de salida y, además, certifica nuestra imperfección. La perfección de un cuerpo que no tuviera un solo contrapunto de imperfección resultaría inapreciable; igual que la oscuridad sería invisible sin una partícula de luz».

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Edición en formato digital: mayo de 2023

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Jordi Enrigue Soler, 2023

Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia literaria

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19744-33-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Exordium

La mística salvaje

La resquebrajadura

La cara oculta del corazón

La desmesura

La x resquebrajada

El silencio

 

A Laia, Matías y Alexandra

 

«La armonía invisible es más que la armonía manifiesta».

HERÁCLITO

«Accumule, puis distribue. Sois la partie du miroir de l’universe la plus dense, la plus utile et la moins apparente».

RENÉ CHAR

Exordium

En algunas islas del océano Antártico hay insectos con alas que han dejado de volar. Moscas, abejas, polillas y varios tipos de coleópteros que normalmente vuelan, en aquellas islas se arrastran.

Una criatura cuyos antepasados volaban y que hoy se arrastra por el suelo da que pensar.

Aquellos insectos han dejado de volar por los fuertes vientos que azotan a estas islas y, en un proceso que ha tardado miles de años en llegar a término, han encontrado en el suelo un hábitat estable. De tanto arrastrarse a lo largo del tiempo se les ha atrofiado el dispositivo muscular que ponía en movimiento las alas, han perdido la afilada percepción con la que decodificaban el entorno en pleno vuelo y se les han debilitado las vigorosas extremidades con las que se agarraban a la corteza de los árboles y la recia estructura que los protegía de los embates del viento.

Estos insectos que han cambiado el cielo por el suelo tienen alguna similitud con nosotros. Digamos que pensar es nuestra forma de volar y que las alas comienzan a atrofiarse en cuanto dejamos de hacerlo, nos condenan a arrastrarnos y a quedar a merced del gavilán, que no ha perdido sus capacidades.

Observemos la forma en la que, en este milenio lleno de prodigios tecnológicos, el teléfono inteligente, por ejemplo, nos empieza a atrofiar las alas: ya no tenemos que recordar números, ni es necesario echar a andar la memoria para dar con el nombre del director de una película o el de la capital de algún país; tampoco tenemos ya que hacer ninguna operación mental para orientarnos en la ciudad o en el campo, ni movilizar las neuronas para rastrear el nombre de la canción que escuchamos, casualmente, en el bar.

Nuestro mundo empieza a convertirse en una de esas islas donde el viento feroz de las nuevas tecnologías nos invita a arrastrarnos, en lugar de volar.

LA MÍSTICA SALVAJE

«El sentimiento de estar presente aquí y ahora en medio de un mundo intensamente existente». Este es el punto de partida de la mística salvaje que propone el filósofo francés Michel Hulin.

Hay una legión de pensadores que nos invitan a concentrarnos en esta mística del instante presente, a maravillarnos de estar vivos y en el mundo en este preciso momento. En lugar de recordar o de anticipar, nos invitan a estar.

Quien sabe estar en el momento que vive ya está practicando el misticismo salvaje. Años antes que Hulin, Romain Rolland había creado un concepto parecido para esa intensa sensación de que pertenecemos a un todo, que a veces nos sobrecoge y que es lo primero que experimenta quien sabe estar aquí y ahora. A esta sensación la llamó: el sentimiento oceánico.

Rolland fue Premio Nobel de Literatura y autor de la desmesurada Jean-Christophe, la novela, en diez tomos, que lo convirtió en un escritor importante.

Los habitantes del siglo XXI vivimos a contrapelo del sentimiento oceánico y de la mística salvaje, todo conspira para que miremos hacia el futuro, se nos invita a invertir nuestro presente para vivir más años, para tener más posesiones, más éxitos, proyectos que en el mejor de los casos se cumplirán algún día, pero que hoy todavía no existen. Por otra parte, se nos incita continuamente a alejarnos del instante presente con una abrumadora batería de distracciones, una serie interminable de vías de escape que se abren en cuanto ponemos los ojos en una pantalla.

El místico salvaje de este siglo no lo tiene fácil; nunca el cazador del momento presente, en toda la historia de nuestra especie, ha tenido tantas distracciones.

La verdadera filosofía, decía el filósofo Merleau-Ponty, es volver a aprender a ver el mundo, que es precisamente lo que hace el místico salvaje; adiestra la vista para percibir la realidad de otra manera, lanza una mirada desinteresada, no utilitaria, sobre el momento presente, le devuelve a cada momento su realidad y su lugar: disfruta de ese sentimiento oceánico que está reservado para quien sabe concentrarse en el instante.

«Uno es mi fruto: vivir en el cogollo / de cada minuto». Con estos versos asentaba el poeta Ramón López Velarde su voluntad de vivir, con toda conciencia, la mística salvaje.

El poeta asume que cada minuto tiene su cogollo, lo cual resulta un poco agobiante para quien quiere concentrarse en el tiempo presente, pues supone una sucesión de cogollos tan larga como los minutos que dure la experiencia.

Sin el ánimo de enmendar la vívida imagen que nos ofrece el poeta de La suave patria, podríamos añadir al cogollo ese hermoso, y muy sonoro, adagio que dice festina lente: apresúrate despacio.

Que la prisa, aunque este ahí mismo acechándote, no te aturda, ni te obnubile, a la hora de estar concentrado en el presente, gozando de tu fruto que es vivir el sentimiento oceánico.

Erasmo de Rotterdam ensayó en su tiempo sobre este proverbio fascinante, formado por dos términos que, aparentemente, se contradicen: apresurarse e ir despacio.

Hay que perseguir dos cosas, nos dice Erasmo: «Rapidez en la ejecución y lentitud en la reflexión». Y más adelante nos recuerda las palabras de Salustio: «Antes de empezar una acción es necesario deliberar; y una vez que se ha deliberado, importa ejecutar con rapidez».

El punto de vista de Erasmo es muy dinámico, mientras que el cogollo que propone López Velarde está orientado hacia la contemplación.

La representación gráfica de festina lente que se hacía en la Antigüedad ayuda a fijar la idea: la asociación de un ancla y un delfín.

El arte de vivir plenamente el instante, parecen decirnos Erasmo y el poeta, consiste en armonizar la contemplación reposada con el apresuramiento que zarandea permanentemente nuestra vida.

Marco Aurelio propone, desde su bañera, un saludable ejercicio de humildad, que desemboca en el conocimiento de uno mismo: observar lo que ha quedado en el agua después de bañarte, la espumilla del jabón, los pelos, «todas esas cosas repugnantes», puntualiza el filósofo.

Ver con atención lo que queda de nosotros en el agua es uno de los métodos de autoconocimiento que practicaban algunos filósofos antiguos, era la maniobra que les permitía asentar una perspectiva útil e inapelable o, como ellos mismos lo denominaban: un ejercicio espiritual. Estamos hablando aquí de los verdaderos ejercicios espirituales, que eran originalmente laicos, y no de los ejercicios religiosos, cristianizados, que practicaba, y divulgaba, muchos siglos después, san Ignacio de Loyola.

Los estoicos y los epicúreos nos invitan a observarnos, no solo en el agua, sino en todos los momentos de la vida, para irnos reconvirtiendo, a partir de ese continuo monitoreo, en la mejor versión posible de nuestra persona.

Esta atención permanente a uno mismo (prosoché es el término griego que define este ejercicio) requiere, según dice Epicteto, de la serenidad que da el aceptar la realidad como es, sin esperar que sea como nosotros quisiéramos, pues de otra forma esa expectativa termina contaminando la percepción del instante, de esa unidad de realidad que encadenada a otras unidades constituye la vida.

La atención permanente, nos dice Filón de Alejandría, no se hace desde el vacío, tiene que ir apuntalada por lo que se lee, lo que se escucha, lo que se busca, por la observación a profundidad de nuestras acciones, incluidas las que vivimos en nuestros sueños, y, sobre todo, por la conciencia de que se tiene el absoluto dominio de sí mismo, para lo cual tendremos que recurrir, un poco más adelante, a Plotino.

Todo ejercicio espiritual, nos dice el filósofo francés Pierre Hadot, «es fundamentalmente un regreso a sí mismo, que libera el yo de la alienación que le causan las preocupaciones, las pasiones, los deseos».

La verdadera filosofía, en la Antigüedad, pasaba por los ejercicios espirituales, no era tanto exponer un sistema de pensamiento como una manera de vivir, era la filosofía antes de ser reducida a puro discurso filosófico e implicaba, nos dice Hadot, «la inversión total de los valores establecidos; se renuncia a los falsos valores, las riquezas, los honores, los placeres, para regresar a los verdaderos valores, la virtud, la contemplación, la vida simple, la simple felicidad de existir».

La atención continua a cada instante supone aprender a vivir en tiempo presente, a concentrarse en lo que está sucediendo ahora para valorar la extrema riqueza de cada momento.

En el instante está contenido el cosmos completo, de la misma forma en que lo está en cada átomo: la vida es una sucesión de instantes, un movimiento continuo en el que atender unos instantes, y no otros, parece una insensatez; hay que atenderlos todos y, en este empeño, es imprescindible dejar al margen el recuerdo y la anticipación, ignorar el pasado y el futuro para poder habitar el presente.

Decíamos antes que en nuestro tiempo la atención al instante queda destruida por la distracción que nos ofrece permanentemente la pantalla, la atención y la distracción es la antinomia que no podemos perder de vista porque el Sistema, con mayúscula, nos prefiere lejos del presente, distraídos anticipando y recordando mientras los instantes pasan de largo, sin ser atendidos, y se pierden, ignorados, para siempre.

El proceso de reconstrucción de uno mismo, que en condiciones ideales tendría que durar toda la vida, fue representado por Plotino con una sugerente imagen: esculpir la propia estatua. Cuando dice «esculpir», Plotino establece que la reconstrucción de uno mismo se hace a partir del aligeramiento de la persona y de su historial, se trata de quitarse peso de encima, lastre, quizá sería mejor decir, pues la escultura es un arte fundamentado en la eliminación de la materia, a diferencia de la pintura, que va agregando material.

Un primer acercamiento a lo que eliminamos cuando estamos esculpiendo nuestra escultura sería lo que queda en el agua de la bañera, todas esas cosas repugnantes que menciona Marco Aurelio.

La idea que tenían estos filósofos hace dos mil cuatrocientos años era la de observarse sin distracciones, la de examinar sin tregua la propia vida, la de aplicar permanentemente el automonitoreo, la observación de uno mismo, que es el fundamento de la autocrítica. «Una vida sin examen no es vida», decía Sócrates.

Para todas las escuelas filosóficas de la época las pasiones eran la principal causa del sufrimiento humano, las pasiones que causan los deseos y las carencias y que se disuelven en cuanto la persona anula el recuerdo y la anticipación para concentrarse en el presente: en el instante.

En este proceso de reconstrucción viene al caso una sentencia de Doroteo de Gaza: «Mientras más cerca de Dios, más se ve el pecado». Para que esta idea nos sea útil necesitamos secularizarla: en vez de Dios digamos grandeza, y el pecado sería nuestra debilidad, que al lado de la grandeza se hace, por contraste, muy evidente. La grandeza nos disminuye, pero también nos contagia y eventualmente nos acoge en su órbita; pero, para llegar hasta ahí, tenemos que empezar a esculpirnos, a partir de la atenta observación del agua de la bañera. Solo así, en posesión del dominio de nosotros mismos cada instante, vislumbraremos el enigma del que habla Lucrecio, que era poeta además de filósofo, una máxima que parece salir del horror, del estremecimiento que sacude a quien habita por primera vez el instante y se encuentra, súbitamente, sin los referentes del recuerdo y de la anticipación que emborronan sin descanso el tiempo presente: horror et divina voluptas, dice Lucrecio, el horror y el placer divino, el estremecimiento que recorre la sentencia de un extremo al otro: otra antinomia que no deberíamos perder de vista.

Para sortear ciertas ansiedades, Marco Aurelio recomendaba aplicar una mirada «física» a la cosa o a la situación. La mirada física es aquella que se concentra solo en lo que ve, despreciando los referentes y las experiencias previas, esa nebulosa de subjetividades que terminan deformando la visión, adecuándola a lo que estamos habituados a ver.

Por ejemplo, para aliviarnos de la obsesión que pueden llegar a producir «los placeres del amor», hay que resquebrajar la nebulosa y pensar, como lo estipula el filósofo, que dichos placeres «solo son el frote de unos cuerpos, seguido de una conmoción cualquiera que produce la excreción de una materia espermática».

El frote, la conmoción, la excreción: el sexo reducido, por el imperativo del mal de amores, a la mecánica de fluidos. El sexo despojado de sus referentes, de la imaginería que lo reviste y de su nutrida corte de fantasmas.

El mismo ejercicio recomienda Marco Aurelio para sobrellevar el temor que produce una persona poderosa, que en su época vestía, invariablemente, una toga púrpura, el color que tiempo después secuestrarían las autoridades eclesiásticas. ¿Qué sería de un hombre poderoso que comparece desnudo ante su comunidad? El rey francés Felipe IV se reunía en el baño con sus ministros para interpelarlos desguarnecidos y remojados en el agua tibia. En la película La nuit de Varennes, Ettore Scola presenta, en una secuencia inolvidable, el enorme poder que emana de la vestimenta del rey que cuelga, sin el rey, de un perchero.

Que no te impresione la vestimenta del poderoso, nos dice Marco Aurelio, «no es más que un tejido de lana vieja de borrego teñido con sangre de marisco».

También recomienda la mirada física para combatir la glotonería, ante el manjar y la bebida aconseja decirse a uno mismo: «Esto es el cadáver de un pez; aquello, el cadáver de un pollo o de un cerdo; este falerno es un poco de zumo de uva».

Reducir el vino a zumo de uva es despojarlo de su opulenta mitología, que en todas las épocas del mundo ha impuesto un gran respeto; en aquella, por ejemplo, se rebajaba con agua para suavizar sus efectos. El vino es una bendición que en cualquier momento se convierte en maldición, es una criatura de dos cabezas, aunque quizá en este caso sería más preciso citar a Heráclito: «El camino que sube y el que baja son uno solo y el mismo».

En una reflexión más puntual sobre el vino Heráclito dice que «el hombre cuando está ebrio [tiene] el alma húmeda» y, desde el otro extremo del camino, apunta: «El alma que es luz seca es la más sabia y la mejor».