La seta del fin del mundo - Anna Lowenhaupt Tsing - E-Book

La seta del fin del mundo E-Book

Anna Lowenhaupt Tsing

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Beschreibung

El matsutake es el hongo más valioso del mundo, crece en los bosques alterados por los humanos en el hemisferio norte. Su capacidad para nutrir árboles ayuda a que crezcan bosques en lugares desalentadores. También es un manjar en Japón, donde alcanza precios astronómicos. Pero, más allá de la micología, el matsutake plantea una pregunta crucial: ¿qué seres se las arreglan para vivir en las ruinas que hemos creado? Una historia de diversidad dentro de nuestros dañados ecosistemas y paisajes, La seta del fin del mundo sigue la peculiar cadena de una de las materias primas más extrañas de nuestro tiempo, explorando así rincones inesperados del capitalismo: los gourmets japoneses, los comerciantes, los luchadores hmongs, los bosques industriales, los pastores de cabras chinos de etnia yi, los guías de naturaleza finlandeses… Investigando uno de los hongos más buscados del mundo, la autora expone la relación entre la destrucción capitalista y la supervivencia colaborativa.

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Desde la Ilustración, los filósofos occidentales nos han mostrado una Naturaleza grandiosa y universal, pero a la vez pasiva y mecánica. La Naturaleza era un telón de fondo y un recurso para la intencionalidad moral del Hombre, que podía domesticarla y dominarla. Se dejaba a los fabulistas, incluidos los narradores no occidentales y «ajenos a la civilización», la tarea de recordarnos las alegres actividades de todos los seres, humanos y no humanos.

Varias cosas han venido a socavar esta división del trabajo. Para empezar, toda esa domesticación y toda esa dominación han causado tal desastre que no está claro si la vida en la Tierra puede continuar. En segundo término, las interrelaciones entre especies, que antaño parecían cosa de fábula, hoy son objeto de serios debates entre biólogos y ecólogos, que muestran cómo la vida requiere de la interacción entre muchos tipos de seres distintos, de manera que los humanos no pueden sobrevivir pisoteando a todos los demás. En tercer lugar, las mujeres y hombres concretos de todo el mundo hemos hecho oír nuestra voz para que se nos incluyera en el estatus antaño otorgado exclusivamente al Hombre en abstracto. Hoy, nuestra alborotadora presencia socava la intencionalidad moral de aquella masculinidad cristiana propia del Hombre que separaba a este de la Naturaleza.

Ha llegado el momento de adoptar nuevas formas de contar historias auténticas más allá de los primeros principios de la civilización. Sin el Hombre y la Naturaleza, todas las criaturas pueden volver a la vida, y los hombres y mujeres pueden expresarse sin las restricciones de una racionalidad imaginada desde el provincianismo. Lejos de verse confinadas a ser narradas por las noches entre susurros, tales historias pueden ser a la vez reales y fabulosas. ¿De qué otro modo podemos explicar el hecho de que algo pueda vivir en el desastre que hemos causado?

Con una seta como hilo conductor, el presente volumen ofrecerá al lector este tipo de historias reales. A diferencia de la mayoría de los libros académicos, lo que sigue aquí es una profusión de capítulos breves. Quería que fueran como las oleadas de setas que brotan después de la lluvia: una desbordante exuberancia; una tentadora invitación a explorar; un perenne exceso. Los diversos capítulos del libro configuran un conjunto abierto, no una máquina lógica; aluden a lo mucho que queda por ver. Se entremezclan e interrumpen mutuamente, imitando la irregularidad del mundo que aquí trato de describir. Añadiendo otro hilo argumental, las fotografías cuentan una historia paralela al texto, pero no la ilustran directamente. Utilizo imágenes para presentar el espíritu de mi argumento antes que las escenas de las que hablo.

Imagine que por «primera naturaleza» entendemos las relaciones ecológicas (incluidas las humanas), mientras que la expresión «segunda naturaleza» hace referencia a las transformaciones capitalistas del medio ambiente. Este uso —que no es el que se corresponde con las versiones más populares de ambas expresiones— proviene de la obra Nature’s Metropolis (La metrópolis de la naturaleza), de William Cronon.[1] Mi libro incluye asimismo una «tercera naturaleza», que alude a lo que es capaz de sobrevivir a pesar del capitalismo. Para llegar a percibir siquiera esa tercera naturaleza debemos eludir el supuesto de que el futuro es una dirección única hacia delante: al igual que las partículas virtuales en un campo cuántico, aparecen y desaparecen múltiples futuros de posibilidades; la tercera naturaleza emerge en el marco de esta polifonía temporal. Sin embargo, las historias de progreso lineal nos han cegado. A fin de conocer el mundo prescindiendo de ellas, este libro esboza conjuntos abiertos de formas de vida interrelacionadas en la medida en que estas se fusionan de manera coordinada a través de numerosos tipos de ritmos temporales. Mi experimento formal y mi argumento se derivan mutuamente uno de otro.

El presente volumen se basa en el trabajo de campo realizado entre 2004 y 2011 durante las temporadas de crecimiento del matsutake en Estados Unidos, Japón, Canadá, China y Finlandia, así como en una serie de entrevistas con científicos, técnicos forestales y comerciantes de matsutake en los mencionados lugares, además de Dinamarca, Suecia y Turquía. Probablemente, mi propia ruta del matsutake aún no haya terminado, puesto que esta seta hace notar su presencia incluso en lugares tan lejanos como Marruecos, Corea y Bután. Tengo la esperanza de que en los próximos capítulos los lectores lleguen a experimentar conmigo parte de esta «fiebre de la seta».

Bajo el suelo del bosque, los organismos fúngicos se extienden formando redes y madejas, ligando raíces y suelos minerales, mucho antes de llegar a producir setas. Todos los libros surgen de colaboraciones parecidamente ocultas. Dar aquí una lista de personas resulta insuficiente, de modo que empezaré por las relaciones colaborativas que han hecho posible esta obra. En contraste con la etnografía más reciente, la investigación en la que se basa este libro se llevó a cabo mediante experimentos realizados en colaboración. Además, las cuestiones que me pareció que valía la pena explorar surgieron de un intenso debate en el que solo he sido uno entre numerosos participantes.

Esta obra surgió del trabajo del llamado Grupo de Investigación sobre los Mundos del Matsutake, integrado por Timothy Choy, Lieba Faier, Elaine Gan, Michael Hathaway, Miyako Inoue, Shiho Satsuka y yo misma. Durante una gran parte de la historia de la antropología, la etnografía ha sido una labor solitaria. Pero nuestro grupo se constituyó para explorar una nueva antropología basada en una colaboración en constante proceso. El objetivo de la etnografía es aprender a concebir una situación junto con los propios informantes; las categorías de investigación se desarrollan a la vez que la propia investigación, no antes de esta. ¿Cómo se puede utilizar este método cuando se trabaja con otros investigadores, cada uno de los cuales aprende de un conocimiento local diferente? En lugar de conocer el objeto por adelantado, como en la llamada «ciencia mayor», nuestro grupo estaba decidido a dejar que nuestros objetivos de investigación emergieran a través de la colaboración. Asumimos ese reto probando toda una serie de formas de investigación, análisis y escritura distintas.

Este libro da comienzo a la que será una pequeña colección que podemos titular Mundos del Matsutake. Michael Hathaway y Shiho Satsuka presentarán los próximos volúmenes. Considérelo una historia de aventuras en la que la trama salta de un libro a otro. Nuestra curiosidad sobre los mundos del matsutake no puede contenerse en un solo volumen o expresarse mediante una sola voz; espere a descubrir qué ocurre después. Además, nuestros libros incorporan otros géneros, incluyendo ensayos y artículos.[2] Gracias al trabajo del equipo, y en colaboración con la cineasta Sara Dosa, Elaine Gan y yo diseñamos un espacio web donde recopilamos historias de recolectores, científicos, comerciantes y gestores forestales de varios continentes, www.matsutakeworlds.org [actualmente ya no está operativo]. Asimismo, la práctica artístico-científica de Elaine Gan ha inspirado ulteriores colaboraciones.[3] La película The Last Season, de Sara Dosa, se suma a estas colaboraciones.[4]

Investigar sobre el matsutake no solo te lleva más allá del conocimiento disciplinario, sino también a lugares donde diversos lenguajes, historias, ecologías y tradiciones culturales configuran sus propios mundos. Faier, Inoue y Satsuka son expertas en Japón, y Choy y Hathaway, en China; yo iba a ser la experta del grupo en el Sureste Asiático, y había de trabajar con recolectores de Laos y Camboya en el Pacífico Noroeste estadounidense. Pero resultó que necesité ayuda, y la colaboración con Hjorleifur Jonsson y la asistencia de Lue Vang y David Pheng se revelaron esenciales para mi investigación en Estados Unidos con recolectores oriundos del Sureste Asiático.[5] Eric Jones, Kathryn Lynch y Rebecca McLain, del Instituto de Cultura y Ecología, me iniciaron en el mundo de las setas y en todo momento fueron unos colegas increíbles. Conocer a Beverly Brown fue toda una inspiración. Amy Peterson me presentó a la comunidad nipoamericana del matsutake y me enseñó sus entresijos. Sue Hilton estudió los pinos conmigo. En Yunnan, Luo Wen-hong se convirtió en un miembro más del equipo. En Kioto, Noboru Ishikawa resultó ser un extraordinario guía y colega. En Finlandia, Eira-Maija Savonen se encargó de organizarlo todo. Cada viaje me hizo más consciente de la importancia de todas estas colaboraciones.

Pero hay muchos otros tipos de colaboración que intervienen en la producción de un libro. Este se basa especialmente en dos acontecimientos intelectuales que tuvieron a la vez repercusiones locales y un amplio alcance. Tuve el privilegio de conocer los estudios de ciencia feminista en la Universidad de California en Santa Cruz, en parte gracias a la oportunidad de enseñar con Donna Haraway. Allí pude vislumbrar cómo la erudición académica podía trascender los límites que separan las ciencias naturales de los estudios culturales no solo mediante la crítica, sino también a través de un conocimiento capaz de forjar nuevos mundos. Uno de nuestros productos fue la narrativa multiespecífica. La comunidad de estudios de ciencia feminista de Santa Cruz ha seguido posibilitando mi trabajo. Gracias a ella conocí también a muchos de mis posteriores compañeros. Andrew Mathews tuvo la amabilidad de reintroducirme en los bosques. Heather Swanson me ayudó a pensar desde la perspectiva de la comparación, y de la de Japón. Kirsten Rudestam me habló sobre Oregón. Y asimismo aprendí mucho de mis conversaciones con Jeremy Campbell, Zachary Caple, Roseann Cohen, Rosa Ficek, Colin Hoag, Katy Overstreet, Bettina Stoetzer y muchas otras personas más.

Paralelamente, la fuerza de los estudios feministas críticos con el capitalismo, tanto en Santa Cruz como en otros lugares, estimuló mi interés por profundizar en este último más allá de sus heroicas reificaciones. Si he mantenido mi relación con las categorías marxistas, pese a su relación a veces tosca con la llamada «descripción densa», es precisamente gracias a las ideas de colegas feministas como Lisa Rofel y Sylvia Yanagisako. El Instituto de Investigaciones Feministas Avanzadas de la Universidad de California en Santa Cruz estimuló mis primeros intentos de describir las cadenas de suministro globales desde una perspectiva estructural, como máquinas de traducción, al igual que hicieron los grupos de estudio de la Universidad de Toronto (adonde acudí invitada por Tania Li) y la Universidad de Minnesota (adonde me invitó Karen Ho). Me siento privilegiada por haber disfrutado de un breve momento de aliento por parte de Julie Graham antes de su muerte. La perspectiva de la «diversidad económica», de la que ella fue pionera junto con Kathryn Gibson, no me ayudó solo a mí, sino también a muchos otros estudiosos. Con respecto a las cuestiones relacionadas con el poder y la diferencia, resultaron esenciales las conversaciones que mantuve en Santa Cruz con James Clifford, Rosa Ficek, Susan Harding, Gail Hershatter, Megan Moodie, Bregje van Eekelen y muchas otras personas.

Mi trabajo fue posible gracias a una serie de subvenciones y disposiciones institucionales. Una subvención del Programa de Investigación de la Cuenca del Pacífico de la Universidad de California contribuyó a financiar las primeras fases de mi investigación. Una asignación de la Fundación Toyota patrocinó la investigación conjunta del Grupo de Investigación sobre los Mundos del Matsutake en China y Japón. Luego, la Universidad de California en Santa Cruz me permitió tomarme varios permisos para proseguir mi investigación. Nils Bubandt y la Universidad de Aarhus me permitieron iniciar el trabajo de conceptualización y redacción de este libro en un entorno tranquilo y estimulante. Una beca de la Fundación en Memoria de John Simon Guggenheim posibilitó que completara su redacción entre 2010 y 2011. Los últimos toques del libro coincidieron en el tiempo con el inicio del proyecto de investigación de la Universidad de Aarhus sobre el Antropoceno, financiado por la Fundación Nacional de Investigación de Dinamarca. Agradezco las oportunidades que me han brindado todas estas instituciones.

También ha habido individuos que se han ofrecido a ayudarme leyendo borradores, debatiendo problemas o haciendo posible este libro de alguna otra forma. Nathalia Brichet, Zachary Caple, Alan Christy, Paulla Ebron, Susan Friedman, Elaine Gan, Scott Gilbert, Donna Haraway, Susan Harding, Frida Hastrup, Michael Hathaway, Gail Hershatter, Kregg Hetherington, Rusten Hogness, Andrew Mathews, James Scott, Heather Swanson y Susan Wright tuvieron la amabilidad de escuchar, leer y comentar. Miyako Inoue retradujo los poemas. Y Kathy Chetkovich fue una guía esencial tanto de escritura como de pensamiento.

Si este libro incluye fotos es solo gracias a la generosa ayuda de Elaine Gan a la hora de trabajar con ellas. Todas derivan de mi investigación, pero me he tomado la libertad de utilizar algunas realizadas por mi ayudante de investigación, Lue Vang, cuando estuvimos trabajando juntos (son las imágenes que preceden a los capítulos 9, 10 y 14, más la foto inferior del interludio «Rastrear»). Las demás las tomé yo, y luego Elaine Gan las hizo utilizables con la ayuda de Laura Wright. También fue Elaine quien dibujó las ilustraciones que separan las diferentes secciones dentro de cada capítulo. Representan esporas de hongos, lluvia, micorrizas y setas. Invito a los lectores a deambular por ellas.

Tengo otra serie de enormes deudas con numerosas personas que aceptaron detenerse a hablar y colaborar conmigo en todos los lugares donde estuve investigando: los recolectores interrumpieron su búsqueda; los científicos interrumpieron su investigación; los empresarios quitaron tiempo a sus negocios… Vaya mi agradecimiento a todos ellos. Sin embargo, para proteger la privacidad de esas personas, la mayoría de los nombres concretos que aparecen en el libro son seudónimos. La excepción son las figuras públicas, incluidos los científicos, así como todas aquellas personas que ofrecen sus opiniones en espacios públicos: parecía irrespetuoso encubrir los nombres de tales portavoces. Una intención similar guía mi uso de los topónimos: doy los nombres de las ciudades, pero, dado que este libro no constituye en esencia un estudio del medio rural, evito los topónimos de ámbito local cada vez que me desplazo al campo, donde mencionar nombres podría afectar la privacidad de las personas.

Dado que este libro se basa en fuentes muy heterogéneas, he optado por incluir las referencias en notas a pie de página en lugar de elaborar una bibliografía unificada.

Algunos de los capítulos de este libro se prolongan en otros foros. Varios de ellos se repiten lo suficiente como para merecer una mención. El capítulo 3 es un resumen de un artículo más largo que publiqué en la revista Common Knowledge, vol. 18, n.º 3, 2012, pp. 505-524. El capítulo 6 es un fragmento de otro capítulo titulado a su vez «Free in the forest» y publicado en Zeynep Gambetti y Marcial Godoy-Anativia (eds.), Rhetorics of Insecurity, Nueva York: New York University Press, 2013, pp. 20-39. El capítulo 9 se desarrolla en un ensayo más largo publicado en la revista Hau, vol. 3, n.º 1, 2013, pp. 21-43. El capítulo 16 incluye material de otro artículo publicado en Economic Botany, vol. 62, n.º 3, 2008, pp. 244-256; aunque este último constituye solo una parte del mencionado capítulo, merece la pena subrayar que se escribió en colaboración con Shiho Satsuka. Finalmente, existe una versión más larga del tercer interludio, publicada en la revista Philosophy, Activism, Nature, vol. 10, 2013, pp. 6-14.

[1]William Cronon, Nature’s Metropolis, Nueva York: W.W. Norton, 1992.

[2]Véase Matsutake Worlds Research Group, «A new form of collaboration in cultural anthropology: Matsutake worlds», American Ethnologist, vol. 36, n.º 2, 2009, pp. 380-403; Matsutake Worlds Research Group, «Strong collaboration as a method for multi-sited ethnography: On mycorrhizal relations», en Mark-Anthony Falzon (ed.), Multi-Sited Ethnography: Theory, Praxis, and Locality in Contemporary Research, Farnham (Reino Unido): Ashgate, 2009, pp. 197-214; Anna Tsing y Shiho Satsuka, «Diverging understandings of forest management in matsutake science», Economic Botany, vol. 62, n.º 3, 2008, pp. 244-256. Actualmente se está preparando un volumen especial con artículos del grupo.

[3]Elaine Gan y Anna Tsing, «Some experiments in the representation of time: Fungal clock», ponencia presentada en la reunión anual de la Asociación Antropológica Estadounidense, San Francisco, 2012; Gan y Tsing, «Fungal time in the satoyama forest», animación de Natalie McKeever, videoinstalación, Universidad de Sídney, 2013.

[4]Sara Dosa, The Last Season, Filament Productions, 2014. El documental explora la relación entre dos recolectores de matsutake de Oregón: un veterano blanco de la guerra entre Estados Unidos e Indochina y un refugiado camboyano.

[5]El libro de Hjorleifur Jonsson Slow Anthropology: Negotiating Difference with the Iu Mien, Ithaca (Nueva York): Cornell University Southeast Asia Program Publications, 2014, surgió del estímulo de nuestra colaboración, así como de la constante investigación de Jonsson sobre los iu mienes.

Prólogo

Aroma de otoño

«Cresta de Takamato, abarrotada de sombrerillos en expansión,

saturando, proliferando…

la maravilla del aroma de otoño».

De la colección de poesía japonesa

del siglo VIIIMan-nyo Shu[6]

¿Qué haces cuando tu mundo empieza a desmoronarse? Yo salgo a pasear, y, si tengo mucha suerte, encuentro alguna que otra seta. Las setas me devuelven el ánimo; no solo —como las flores— por sus abrumadores colores y olores, sino porque además brotan de forma inesperada, recordándome mi buena fortuna por estar allí justo en ese momento. Entonces soy consciente de que todavía hay placeres en medio de los terrores de la indeterminación.

Los terrores son evidentes, y no solo para mí. El clima del planeta se está descontrolando, y el progreso industrial ha demostrado ser mucho más mortífero para la vida en la Tierra de lo que nadie habría imaginado hace un siglo. La economía ya no es una fuente de crecimiento ni de optimismo, y cualquiera de nuestros puestos de trabajo podría desaparecer con la próxima crisis económica. Y no es solo que yo pueda temer una oleada de nuevos desastres: tampoco puedo apoyarme en historias que expliquen adónde va todo el mundo y por qué. Antaño la precariedad parecía el destino de los menos afortunados; hoy parece que todas nuestras vidas son precarias, incluso cuando —al menos por el momento— tenemos los bolsillos llenos. A diferencia de lo que ocurría a mediados del siglo XX, cuando los poetas y filósofos del Norte global se sentían enjaulados por una excesiva estabilidad, hoy muchos de nosotros, en el Norte y en el Sur, afrontamos una situación de problemas sin fin.

Este libro habla de mis viajes en compañía de setas para explorar la indeterminación y las condiciones de la precariedad, es decir, de la vida sin la promesa de la estabilidad. He leído que, cuando se desintegró la Unión Soviética, en 1991, miles de siberianos, repentinamente privados de las garantías que les daba el Estado, corrieron a los bosques para recoger setas.[7] No se trata de las mismas setas que yo investigo, pero ilustran mi argumento: las vidas incontroladas de las setas son un regalo —y una guía— cuando nos falla el mundo controlado que creíamos tener.

Aunque no puedo ofrecer setas al lector, espero que me siga en este paseo para saborear el «aroma de otoño» elogiado en el poema que da comienzo a este prólogo. Se refiere al olor del matsutake, un grupo de setas silvestres aromáticas especialmente apreciadas en Japón. El matsutake se valora además como una señal de la llegada del otoño. Su olor evoca la tristeza por la pérdida de las regaladas riquezas del verano, pero también evoca la fuerte intensidad y las acentuadas sensibilidades del otoño. Dichas sensibilidades nos harán falta para encarar el final del regalado verano del progreso global: el aroma de otoño me transporta a una vida común sin garantías. Este libro no es una crítica de los sueños de modernización y progreso que en el siglo XX ofrecieron un panorama de estabilidad: muchos analistas antes que yo han diseccionado esos sueños. En lugar de ello, me limito a abordar el reto imaginativo de vivir sin los pasamanos que antaño nos hicieron creer que sabíamos, colectivamente, hacia dónde íbamos. Si nos abrimos a su fúngico atractivo, el matsutake puede catapultarnos a la curiosidad que me parece que constituye el primer requisito para la supervivencia colaborativa en tiempos precarios.

Así expresaba el reto cierto panfleto radical:

El espectro que muchos intentan no ver es fácil de captar: el mundo no se «salvará». […] Si no creemos en un futuro revolucionario global, debemos vivir (como de hecho hemos tenido que hacer siempre) en el presente.[8]

Se dice que cuando, en 1945, la bomba atómica destruyó Hiroshima, el primer ser vivo que resurgió en el paisaje devastado fue una seta matsutake.[9]

Dominar el átomo representó la culminación del sueño humano de controlar la naturaleza; pero también marcó el principio del fin de ese sueño. La bomba de Hiroshima cambió las cosas. De repente fuimos conscientes de que nosotros, los humanos, podíamos destruir la habitabilidad del planeta, fuera intencionalmente o no. Y esa conciencia no ha hecho sino aumentar a medida que hemos ido sabiendo más cosas de la contaminación, la extinción masiva y el cambio climático. La mitad de la precariedad actual tiene que ver con el destino de la Tierra: ¿con qué tipo de perturbaciones humanas podemos vivir? A pesar de toda la palabrería sobre la sostenibilidad, ¿cuántas posibilidades tenemos realmente de legar un entorno habitable a nuestros descendientes multiespecíficos?

La bomba de Hiroshima también abrió la puerta a la otra mitad de la precariedad actual: las sorprendentes contradicciones del desarrollo de posguerra. Después de la guerra, las promesas de modernización, respaldadas por las bombas estadounidenses, parecían deslumbrantes: todo el mundo saldría beneficiado. La dirección del futuro era bien conocida. Pero ¿lo es ahora? Por un lado, ningún lugar en el mundo ha quedado al margen de esa economía política global construida a partir del aparato de desarrollo de la posguerra; por otro, a pesar de que las promesas de desarrollo siguen atrayéndonos, parece que hemos perdido los medios para lograrlo. Se suponía que la modernización inundaría el mundo —tanto comunista como capitalista— de puestos de trabajo, y no de cualesquiera puestos de trabajo, sino de un «empleo estándar» con salarios y prestaciones regulares. Tales puestos de trabajo son hoy bastante raros, y la mayoría de la gente depende de medios de subsistencia mucho más irregulares. La ironía de nuestra época, pues, es que todo el mundo depende del capitalismo, pero casi nadie tiene eso que solíamos llamar un «trabajo estable».

Vivir con precariedad entraña algo más que despotricar contra quienes nos han traído aquí (aunque eso también parece resultar útil, y, desde luego, no estoy en contra de ello). Podríamos mirar a nuestro alrededor para observar ese extraño nuevo mundo, y podríamos forzar nuestra imaginación para llegar a captar sus contornos. Aquí es donde las setas acuden en nuestra ayuda. La predisposición del matsutake a brotar en paisajes devastados nos permite explorar la ruina en la que se ha convertido nuestro hogar colectivo.

Los matsutakes son setas silvestres que viven en bosques alterados por el hombre. Como las ratas, los mapaches y las cucarachas, están dispuestos a resistir algunos de los desastres medioambientales que han creado los humanos. Pero en este caso no se trata de una plaga: lejos de ello, representan un preciado placer gastronómico; al menos en Japón, donde en ocasiones los altos precios hacen del matsutake la seta más valiosa del mundo. Gracias a los nutrientes que proporciona a los árboles, el matsutake ayuda a los bosques a desarrollarse en lugares de aspecto espeluznante. Tomar el matsutake como guía nos revela posibilidades de coexistencia en el marco de la perturbación medioambiental. Obviamente, eso no es excusa para causar más daños, pero el matsutake nos muestra un cierto tipo de supervivencia colaborativa.

Asimismo, el matsutake realza las grietas existentes en la economía política mundial. En los últimos treinta años esta seta se ha convertido en un producto global, que se recolecta en bosques de todo el hemisferio norte y se envía fresco a Japón. Muchos de los recolectores pertenecen a minorías desplazadas y culturalmente marginadas. En el Pacífico Noroeste estadounidense, por ejemplo, la mayoría de los recolectores de matsutake para usos comerciales son refugiados de Laos y Camboya. Debido a sus elevados precios, el matsutake realiza una importante contribución al sustento allí donde se recoge, e incluso alienta la revitalización cultural.

El comercio de esta seta, no obstante, apenas conduce a los sueños de desarrollo del siglo XX. La mayoría de los recolectores de setas con los que he hablado cuentan terribles historias de desplazamiento y pérdida. La recolección con fines comerciales constituye una forma de sobrevivir mejor que la media para quienes no tienen otra forma de ganarse la vida. Pero, en cualquier caso, ¿qué tipo de economía es esta? Los recolectores de setas trabajan solos; ninguna empresa los contrata. No hay salarios ni prestaciones: simplemente, se limitan a vender las setas que encuentran. Algunos años no hay setas, y entonces incurren en pérdidas. La recolección de setas silvestres con fines comerciales es un ejemplo de subsistencia precaria, sin ninguna seguridad.

Este libro aborda el tema de los medios de subsistencia precarios y los entornos precarios haciendo un seguimiento del comercio y la ecología del matsutake. En todos los casos que expongo, me encuentro en un entorno fragmentario, esto es, en un mosaico de conjuntos abiertos de formas de vida interrelacionadas, cada una de las cuales se abre a su vez a un mosaico de ritmos temporales y arcos espaciales. Sostengo que solo la conciencia de la precariedad actual como un fenómeno global nos permite observar esto: la situación de nuestro mundo. En tanto que un análisis autorizado requiere partir de supuestos de crecimiento, los expertos no pueden ven la heterogeneidad del espacio y el tiempo, por más que esta resulte evidente tanto para las personas afectadas como para los observadores normales y corrientes. Pero lo cierto es que las teorías de la heterogeneidad están todavía en su infancia. Para apreciar la fragmentaria imprevisibilidad asociada a nuestra situación actual necesitamos reabrir nuestra imaginación. El objetivo del presente volumen es contribuir a ese proceso… con la aportación de las setas.

En lo que se refiere al comercio, digamos que el comercio contemporáneo funciona dentro de las limitaciones y posibilidades del capitalismo; no obstante, siguiendo los pasos de Marx, los estudiosos del capitalismo en el siglo XX interiorizaron el progreso para ver solo una potente corriente a la vez, ignorando el resto. Este libro muestra que es posible estudiar el capitalismo sin partir necesariamente de ese asfixiante supuesto; combinando una estrecha atención al mundo, en toda su precariedad, con las cuestiones relativas a cómo se acumula la riqueza. ¿Qué aspecto podría tener el capitalismo si no se parte del supuesto del progreso? Podría tener el aspecto fragmentario característico de un mosaico: la concentración de la riqueza es posible porque el capital se apropia del valor producido en parcelas no planificadas.

Con respecto a la ecología, precisemos que para los humanistas los supuestos relacionados con el progresivo dominio humano han fomentado una visión de la naturaleza como un espacio romántico de antimodernidad.[10] Sin embargo, para los científicos del siglo XX el progreso también enmarcó inconscientemente el estudio de los paisajes. Los supuestos relativos a la expansión se deslizaron en la formulación de la biología de poblaciones. Los nuevos avances en ecología permiten pensar de manera muy distinta al introducir los relatos de interacciones y perturbaciones entre especies. En esta nuestra época de expectativas reducidas, busco ecologías basadas en la perturbación en las que en ocasiones numerosas especies viven juntas sin que exista ni armonía ni conquista.

Si bien me niego a reducir la economía a la ecología o viceversa, sí existe una conexión entre economía y medio ambiente que parece importante introducir desde el principio: la historia de la concentración humana de la riqueza haciendo que tanto los humanos como los no humanos se conviertan en meros recursos de inversión. Esta historia ha inspirado a los inversores a imbuir a las personas y las cosas de alienación, es decir, de la capacidad de extrañarse, de aislarse, como si las interrelaciones de lo viviente no importaran.[11] A través de la alienación, las personas y las cosas se convierten en activos móviles; se las puede apartar de sus mundos vitales en medios de transporte que desafían la distancia para ser intercambiadas por otros activos de otros mundos vitales en otros lugares.[12] Esto es algo completamente distinto del mero hecho de utilizar a otros como parte de un mundo vital, por ejemplo, en el caso de organismos que se comen unos a otros. En este caso los espacios vitales multiespecíficos permanecen en su sitio. La alienación obvia la interrelación propia del espacio vital. El sueño de la alienación inspira una modificación del paisaje en la que solo importa un activo aislado, mientras que todo lo demás se convierte en maleza o desperdicio. Aquí, atender a las interrelaciones del espacio vital parece ineficiente, y quizá incluso arcaico. Cuando ya no puede producirse su activo único, se puede abandonar el lugar: se ha cortado toda la madera; se ha agotado todo el petróleo; o el suelo de la plantación ya no soporta nuevos cultivos. Entonces se reanuda la búsqueda de activos en otros lugares. Así pues, la simplificación que entraña la alienación genera ruinas, espacios abandonados para la producción de activos.

Hoy los paisajes globales están plagados de este tipo de ruinas. Sin embargo, pese a la proclamación de su muerte, dichos lugares pueden bullir de vida; los campos de activos abandonados a veces producen una nueva vida multiespecífica y multicultural. En un estado de precariedad global no tenemos otra opción que buscar la vida en esas ruinas.

Nuestro primer paso es recuperar la curiosidad. Sin el obstáculo de las simplificaciones asociadas a los relatos de progreso, el entramado y los ritmos del mosaico están al alcance de nuestra exploración. Y el matsutake es un buen punto de partida: por mucho que aprenda sobre él, siempre me pilla por sorpresa.

Este no es un libro sobre Japón, pero antes de proseguir el lector necesitará saber algo sobre la historia del matsutake en dicho país.[13] El matsutake se menciona por primera vez en un texto escrito japonés en el poema del siglo VIII que da comienzo a este prólogo. Ya entonces es elogiado por el hecho de que su aroma marca el comienzo de la estación del otoño. La seta se hizo común en las inmediaciones de Nara y Kioto, donde la gente había deforestado las montañas a fin de obtener madera para construir templos y alimentar las forjas de hierro. De hecho, fue precisamente la perturbación humana la que permitió al Tricholoma matsutake brotar en Japón. Ello se debe al hecho de que su anfitrión más común es el pino rojo (Pinus densiflora), que germina en el entorno de abundante luz solar y suelos minerales que deja tras de sí la deforestación humana. Cuando se permite que los bosques japoneses vuelvan a crecer libres de la intervención del ser humano, los árboles de hoja ancha tapan la luz a los pinos, impidiendo su ulterior germinación.

Cuando el pino rojo se extendió junto con la deforestación por todo el territorio japonés, el matsutake se convirtió en un valioso regalo, maravillosamente presentado en una caja de helechos y utilizado como obsequio para honrar a los aristócratas. En el período Edo (1603-1868), los plebeyos acomodados, como los comerciantes urbanos, también disfrutaban del matsutake, y la seta pasó a formar parte de la celebración de las cuatro estaciones como hito indicador del otoño. Las excursiones para recoger matsutake en otoño se convirtieron en un equivalente a las fiestas organizadas para contemplar los cerezos en flor en la primavera. El matsutake se convirtió en un tema popular en la poesía.

En el bosque de cedros, al atardecer, se escucha la campana de un templo.

Abajo, el aroma de otoño se extiende por los caminos.

Akemi Tachibana (1812-1868)[14]

Como en otros poemas japoneses sobre la naturaleza, los referentes estacionales contribuían a crear una atmósfera determinada. El matsutake se unió a otros símbolos más antiguos de la estación del otoño, como la berrea del ciervo o la luna llena. La inminente desnudez del invierno impregnaba al otoño de una incipiente soledad rayana en la nostalgia, y el poema anterior refleja justamente ese sentimiento. El matsutake era un placer elitista, un símbolo del privilegio de vivir en el marco de una ingeniosa reconstrucción de la naturaleza destinada a satisfacer sus refinados gustos.[15] Por esa razón, cuando los campesinos que preparaban las excursiones de la élite a veces «plantaban» matsutake (es decir, que colocaban hábilmente las setas en el suelo allí donde estas no brotaban de forma natural), nadie ponía el menor reparo. El matsutake se había convertido en un elemento representativo de una estacionalidad ideal, apreciado no solo en la poesía, sino en todas las artes, desde la ceremonia del té hasta el teatro.

La nube en movimiento se desvanece, y percibo el aroma de la seta.

Koi Nagata (1900-1997)[16]

El período Edo llegó a su fin con la Restauración Meiji y la rápida modernización de Japón. La deforestación avanzó a buen ritmo, privilegiando el pino y el matsutake. En el área de Kioto, la palabra matsutake llegó a convertirse en un término genérico para designar cualquier tipo de seta. A principios del siglo XX el matsutake llegó a ser extremadamente común. Sin embargo, a mediados de la década de 1950 la situación empezó a cambiar. Los bosques de las zonas rurales se talaron para crear plantaciones de madera, se pavimentaron para ampliar las periferias urbanas o fueron abandonados por los campesinos que se trasladaban a vivir a las ciudades. El combustible fósil reemplazó a la leña y el carbón vegetal, y los agricultores dejaron de utilizar los bosques que quedaban, que se convirtieron en densos grupos de árboles de hoja ancha. Las laderas que antaño habían estado cubiertas de matsutake resultaban ahora demasiado sombrías para la ecología del pino. Los pinos que quedaban, ya asfixiados por la sombra, fueron destruidos por un nematodo invasivo. A mediados de la década de 1970 el matsutake se había convertido en un elemento raro en todo el territorio japonés.

Este momento, no obstante, coincidió con un rápido desarrollo económico del país, de modo que existía una gran demanda de matsutake, que no solo se utilizaba como un regalo exquisitamente costoso, sino que se empleaba también en gratificaciones y sobornos. El precio de la seta se disparó. De repente, el conocimiento de que el matsutake crecía también en otras partes del mundo pasó a adquirir una gran trascendencia. Tanto los japoneses viajeros como los residentes en el extranjero empezaron a enviar matsutakes a Japón; y cuando empezaron a surgir importadores para canalizar el comercio internacional de esta seta, también los recolectores no japoneses se apresuraron a subirse al carro. Al principio parecía que existía toda una variedad de colores y tipos que podían calificarse propiamente como matsutake, dado que todos ellos tenían su olor característico. Proliferaron, así, los nombres científicos, mientras en los bosques del hemisferio norte el matsutake surgía repentinamente de su anterior abandono. En los últimos veinte años dichos nombres se han consolidado. En toda Eurasia, hoy la mayoría de los matsutakes son de la especie Tricholoma matsutake.[17] En Norteamérica parece que esta especie se encuentra solo en el este y en las montañas de México, mientras que en la zona occidental la especie calificada como matsutake es otra distinta, Tricholoma magnivelare.[18] Sin embargo, algunos científicos creen que el término genérico matsutake constituye la mejor manera de identificar estas setas aromáticas, dado que la dinámica de su especiación aún no está clara.[19] Personalmente, sigo también ese mismo criterio, excepto cuando abordo de manera específica cuestiones taxonómicas.

Los japoneses han ideado diversas formas de clasificar los matsutakes procedentes de diferentes partes del mundo, y la posición que ocupan se refleja en el precio. La primera vez que uno de esos sistemas de clasificación me dejó estupefacta fue cuando un importador japonés me explicó: «Los matsutakes son como las personas. Las setas americanas son blancas porque la gente es blanca. Las setas chinas son negras porque la gente es negra. Los japoneses y sus setas se sitúan en una bonita posición intermedia». No todo el mundo usa el mismo sistema, pero sirva este crudo ejemplo para ilustrar las numerosas formas de clasificación y valoración que estructuran el comercio global.

Mientras tanto, a los japoneses les inquietaba la pérdida de los bosques rurales que tanta belleza estacional habían proporcionado, desde las floraciones primaverales hasta las brillantes hojas de otoño, de manera que a partir de la década de 1970 empezaron a movilizarse grupos de voluntarios para recuperar dichos bosques. Deseosos de que su trabajo tuviera mayor trascendencia que la vinculada a la mera estética pasiva, estos grupos buscaron posibles formas en que los bosques recuperados pudieran favorecer el sustento humano; y el alto precio del matsutake lo convertía en el producto ideal para incluirlo en los proyectos de recuperación.

Con ello vuelvo al tema de la precariedad y la vida en los desastres que hemos causado. Pero la vida parece estar ahora llena a rebosar, no solo de estética japonesa e historias de ecología, sino también de relaciones internacionales y prácticas comerciales capitalistas. Ese será el material de los capítulos que seguirán a continuación en este libro. Pero, por el momento, parece importante apreciar el valor de esta seta.

¡Oh, matsutake!:

¡Qué emoción antes de encontrarlos!

Yamaguchi Sodo (1642-1716)[20]

[6]Miyako Inoue tuvo la amabilidad de trabajar conmigo en esta traducción; buscábamos una versión que resultara a la vez literal y evocadora. Puede verse una versión alternativa en Asociación de Investigación del Matsutake (ed.), Matsutake [en japonés], Kioto: Matsutake Research Association, 1964, texto preliminar: «El aroma de las setas de pino. Formando líneas y anillos, los sombrerillos [de setas de pino], con su rápido crecimiento, acaban de bloquear el camino a la cima del Takamatsu, en la Aldea del Pino Alto. Desprenden un atractivo aroma otoñal que me resulta de lo más refrescante…».

[7]Sveta Yamin-Pasternak, «How the devils went deaf: Ethnomycology, cuisine, and perception of landscape in the Russian far north», tesis doctoral, Universidad de Alaska, Fairbanks, 2007.

[8]Desert, San Kilda (Reino Unido): Stac an Armin Press, 2011, pp. 6 y 78.

[9]Fueron comerciantes de matsutake chinos quienes primero me contaron esta historia, que yo consideré una leyenda urbana; sin embargo, en la década de 1990 un científico formado en Japón confirmó la veracidad del relato en la prensa japonesa. Personalmente, todavía no he podido verificarla. Aun así, el momento en que se lanzó la bomba, en agosto, habría correspondido al comienzo de la temporada de fructificación del matsutake. Cuán radiactivas serían esas setas es un misterio aún no resuelto. Un científico japonés me dijo que se había propuesto investigar la radiactividad del matsutake de Hiroshima, pero las autoridades le habían dicho que se mantuviera apartado del tema. La bomba estadounidense explotó a más de quinientos metros de altitud por encima de la ciudad; la versión oficial sostiene que la radiactividad fue arrastrada por las corrientes eólicas globales, sin que apenas hubiera contaminación local.

[10]En el presente volumen, el término humanista incluye a los estudiosos formados tanto en humanidades como en ciencias sociales. Al emplear el término en oposición al de naturalista, pretendo evocar lo que C. P. Snow denominaba «las dos culturas»: Charles Percy Snow, The Two Cultures, Londres: Cambridge University Press, 2001 (1959) [trad. cast.: Las dos culturas, Buenos Aires: Nueva Visión, 2009]. Entre los humanistas incluyo también a quienes se califican a sí mismos de «poshumanistas».

[11]Marx utilizaba especialmente el término alienación para aludir a la desconexión del trabajador con respecto a los procesos y productos de la producción, así como de los demás trabajadores [Karl Marx, Economic and philosophical manuscripts of 1844, Mineola (Nueva York), Dover Books, 2007 [trad. cast.: Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Buenos Aires: Colihue, 2007]. En el presente volumen amplío el uso del término para incluir también la desconexión tanto de los no humanos como de los humanos con respecto a sus procesos de subsistencia.

[12]La alienación también fue un elemento intrínseco del socialismo industrial estatalizado del siglo XX; sin embargo, dado que esta versión resulta cada vez más obsoleta, no la abordaremos aquí.

[13]Esta sección se basa en Okamura Toshihisa, Matsutake no bunkashi (Historia cultural del matsutake), Tokio: Yama to Keikokusha, 2005; Fusako Shimura y Miyako Inoue tuvieron la amabilidad de traducirme esta obra. Pueden verse otros estudios sobre la importancia de las setas en la cultura japonesa en R. Gordon Wasson, «Mushrooms and Japanese culture», Transactions of the Asiatic Society of Japan, II, 1973, pp. 5-25; Neda Hitoshi, Kinoko hakubutsukan (Museo de setas), Tokio: Yasaka Shobô, 2003.

[14]Citado en Okamura, Matsutake, p. 55.

[15]Haruo Shirane denomina a esto «segunda naturaleza»; véase Japan and the Culture of the Four Seasons: Nature, Literature, and the Arts, Nueva York: Columbia University Press, 2012.

[16]Citado en Okamura, Matsutake, p. 98.

[17]Todavía no se ha resuelto la cuestión de si el T. caligatum del sur de Europa y del norte de África (que se vende como matsutake) es, de hecho, la misma especie. Pueden verse los argumentos en favor de considerarla una especie distinta en I. Kytovuori, «The Tricholoma caligatum group in Europe and North Africa», Karstenia, vol. 28, n.º 2, 1988, pp. 65-77. Por su parte, el T. caligatum de la región noroccidental del continente americano es, de hecho, una especie completamente distinta, pero también se vende como matsutake; véase Ra Lim, Alison Fischer, Mary Berbee y Shannon M. Berch, «Is the booted tricholoma in British Columbia really Japanese matsutake?», BC Journal of Ecosystems and Management, vol. 3, n.º 1, 2003, pp. 61-67.

[18]El espécimen tipo del T. magnivelare procede, en cambio, de la región oriental de Estados Unidos, lo cual puede probar que sigue siendo T. matsutake (David Arora, comunicación personal, 2007). Por su parte, el matsutake del noroeste americano necesitará otro nombre científico.

[19]Para consultar sobre las investigaciones más recientes en materia de clasificación, véase Hitoshi Murata et al., «Mobile DNA distributions refine the phylogeny of “matsutake” mushrooms, Tricholoma sect. Caligata», Mycorrhiza, vol. 23, n.º 6, 2013, pp. 447-461. Para profundizar más en las diversas visiones científicas en torno a la diversidad del matsutake, véase el capítulo 17.

[20]Citado en Okamura, Matsutake, p. 54.

La tarde era todavía luminosa cuando me di cuenta de que estaba perdida y con las manos vacías en un bosque desconocido. Era la primera vez que iba en busca de matsutakes —y de los recolectores de matsutakes— en la cordillera de las Cascadas de Oregón. A primera hora de la tarde había encontrado el «campamento base» del Servicio Forestal para los recolectores de setas, pero todos los recolectores estaban fuera en plena búsqueda, así que había decidido ponerme a buscar yo misma mientras aguardaba su regreso.

No podría haber imaginado un bosque de aspecto menos prometedor. El suelo era seco y rocoso y no crecía nada en él, excepto los finos troncos de Pinus contorta. Apenas había plantas que crecieran a ras de tierra, ni siquiera hierba, y cuando toqué el suelo, unos afilados fragmentos de piedra pómez me hicieron cortes en los dedos. Al avanzar la tarde, encontré uno o dos hongos psilocibios o alucinógenos, unas setas de aspecto deslucido salpicadas de color naranja y con olor a harina.[21] Nada más. Y lo que era aún peor: estaba desorientada. Mirara donde mirara, el bosque se veía igual, y yo no tenía ni la menor idea de qué dirección tomar para encontrar mi coche. Calculando que solo iba a estar allí durante un rato, no me había aprovisionado de nada, y sabía que no tardaría en tener sed, hambre y frío.

Dando tumbos, finalmente me tropecé con un camino de tierra. Pero ¿hacia dónde ir? Empecé a avanzar con dificultad mientras el sol estaba cada vez más bajo en el horizonte. Había caminado menos de un kilómetro y medio cuando paró una camioneta. Dentro iban un joven de expresión radiante y un anciano con el rostro lleno de arrugas que se ofrecieron a llevarme. El joven se presentó como Kao. Me dijo que tanto él como su tío eran mienes, originarios de las colinas de Laos, y que habían viajado a Estados Unidos desde un campo de refugiados de Tailandia en la década de 1980. Ahora ambos eran vecinos en Sacramento (California) y estaban allí para buscar setas juntos. Me llevaron a su campamento. Una vez allí, el joven fue a buscar agua con unas jarras de plástico a un recipiente de almacenamiento situado a cierta distancia. El anciano no hablaba inglés, pero resultó que sí hablaba un poco el chino mandarín, al igual que yo. Mientras intercambiábamos torpemente unas cuantas frases, él sacó una pipa hecha a mano con una tubería de PVC y la encendió.

Cuando Kao volvió con el agua, estaba anocheciendo. Pero me hizo señas de que me uniera a él: había setas cerca. En medio de la creciente oscuridad, trepamos por una ladera rocosa no lejos de su campamento. Yo era incapaz de ver nada más que tierra y algunos pinos escuálidos. Pero ahí estaba Kao con su cubo y su bastón, hurgando profundamente en un terreno claramente baldío y a continuación tirando de un grueso botón. ¿Cómo era posible? Allí no había nada… y de repente había aparecido.

Kao me alargó la seta. Fue entonces cuando percibí por primera vez su olor. No es un olor fácil. No es como una flor o una comida deliciosa. Resulta perturbador. A mucha gente no llega a gustarle nunca. Y es difícil de describir. Algunos lo comparan con cosas podridas; otros, con una nítida belleza: el aroma de otoño. En cuanto a mí, la primera vez que lo olí me quedé simplemente… estupefacta.

Mi sorpresa no se debía solo al olor. ¿Qué hacíamos los miembros de una tribu mien, unas setas japonesas de alto valor gastronómico y yo misma en un devastado bosque industrial de Oregón? Yo llevaba ya bastante tiempo viviendo en Estados Unidos sin que hubiera oído hablar siquiera de ninguna de aquellas cosas. Pero ahora el campamento mien me llevó de regreso a mi anterior trabajo de campo en el Sureste Asiático, mientras que la seta despertó mi interés por la estética y la cocina japonesas. En contraste, el desolado bosque parecía el escenario de una pesadilla de ciencia ficción. Para mi imperfecto sentido común, todos parecíamos milagrosamente fuera de tiempo y de lugar, como si hubiéramos salido de un cuento de hadas. Me sentía a la vez sobrecogida e intrigada; no podía dejar de explorar. Este libro es mi intento de invitar a entrar al lector en el laberinto que descubrí entonces.

Conjurando el tiempo, Prefectura de Kioto.

Mapa de revitalización del señor Imoto.

Esta es su montaña de matsutake: una máquina del tiempo de múltiples temporadas, historias y esperanzas

[21]Para los amantes de las setas: eran Tricholoma focale.

01

Las artes

de la observación

«No estoy proponiendo un regreso a la Edad de Piedra. Mi intención no es reaccionaria, ni siquiera conservadora, sino simplemente subversiva. Parece que la imaginación utópica está atrapada, como el capitalismo, el industrialismo y la población humana, en un futuro de vía única integrado solo por el crecimiento. Lo único que intento hacer es averiguar cómo poner un cerdo en medio de la vía».

Ursula K. Le Guin[22]

En 1908 y 1909 dos empresarios ferroviarios competían por construir una línea férrea a lo largo del trazado del río Deschutes, en Oregón.[23] Ambos tenían el mismo objetivo: ser los primeros en establecer una conexión industrial entre los imponentes pinos ponderosa de la zona oriental de la cordillera de las Cascadas y los hacinados almacenes de madera de Portland. En 1910 la emoción de la competencia dio paso a un acuerdo para realizar conjuntamente el servicio, y los troncos de pino empezaron a salir de la región rumbo a mercados distantes. Los aserraderos atrajeron a nuevos colonos y brotaron nuevas poblaciones mientras los obreros se multiplicaban. En la década de 1930, Oregón se había convertido en el mayor productor de madera del país.

Esta es la historia que ya conocemos. Es la historia de los pioneros, el progreso y la transformación de espacios «vacíos» en campos de recursos industriales.

En 1989, alguien colgó una representación de plástico de un búho manchado —o cárabo californiano— en un camión maderero de Oregón.[24] Los ecologistas habían demostrado que la tala insostenible estaba destruyendo los bosques del Pacífico Noroeste. «El búho manchado era como el canario en las minas de carbón —explicaba uno de los responsables de la campaña—. Era […] el símbolo de un ecosistema al borde del colapso».[25] Cuando un juez federal bloqueó la tala de bosque virgen para salvar el hábitat de los búhos, los leñadores se enfurecieron; pero ¿cuántos leñadores había realmente? Los trabajos de tala se habían reducido en la medida en que las empresas madereras se mecanizaban y la madera de primera calidad iba desapareciendo. En 1989 muchos aserraderos ya habían cerrado, al tiempo que las empresas madereras se mudaban a otras regiones.[26] La zona oriental de la cordillera de las Cascadas, antaño un núcleo de riqueza maderera, era ahora un territorio de bosques deforestados y antiguas colonias industriales cubiertas de maleza.

Esta es la historia que debemos conocer. La transformación industrial resultó ser una burbuja de vanas promesas a la que siguió la pérdida de los medios de subsistencia y la devastación del paisaje. Y, sin embargo, tales documentos no bastan. Terminar la historia con esta decadencia implica abandonar toda esperanza… o dirigir nuestra atención a otros lugares de promesa y ruina, de más promesa y ruina.

¿Y qué surge en esos paisajes devastados, más allá de la llamada de la promesa industrial y la ruina posterior? En 1989 se había iniciado otra actividad en los deforestados bosques de Oregón: el comercio de setas silvestres. Este estuvo vinculado a la ruina mundial ya desde un primer momento: en 1986 el desastre de Chernóbil había contaminado las setas de Europa, y los comerciantes habían acudido al Pacífico Noroeste en busca de suministros. Cuando Japón empezó a importar matsutake a precios elevados —justo cuando los refugiados indochinos sin trabajo se establecían en California—, ese comercio se desbocó. Miles de personas corrieron a los bosques del Pacífico Noroeste en busca del nuevo «oro blanco». Eso ocurría justo en medio de la batalla entre puestos de trabajo y medio ambiente que se libraba en los bosques, pero ninguno de los dos bandos reparó en los recolectores de setas. Los partidarios de los puestos de trabajo solo pensaban en contratos salariales para hombres blancos en buenas condiciones físicas, mientras que los recolectores —veteranos blancos discapacitados, refugiados asiáticos, amerindios e hispanos indocumentados— eran intrusos invisibles. Por su parte, los conservacionistas luchaban por mantener la perturbación humana fuera de los bosques; de haber sido advertida, la irrupción de miles de personas difícilmente habría sido bien acogida. Pero en su mayoría los recolectores de setas pasaban inadvertidos. Como mucho, la presencia de asiáticos provocó ciertos temores de invasión a escala local: a los periodistas les preocupaba la violencia.[27]

A los pocos años de iniciarse el nuevo siglo, la idea de una disyuntiva entre puestos de trabajo y medio ambiente parecía menos convincente. Con o sin conservacionismo, en Estados Unidos había menos «puestos de trabajo» en el sentido tradicional que tenía el término en el siglo XX; además, parecía mucho más probable que el perjuicio medioambiental nos matara a todos, tuviéramos trabajo o no. Estamos atrapados en el problema de vivir pese a la ruina económica y ecológica. Ni los relatos de progreso ni los de ruina nos dicen cómo concebir una supervivencia colaborativa. Es hora de prestar atención a la recolección de setas. No es que eso vaya a salvarnos, pero podría abrir nuestra imaginación.

Los geólogos han empezado a denominar a nuestra época el Antropoceno, la era en la que la perturbación humana supera a otras fuerzas geológicas. En el momento de redactar estas líneas este todavía es un término novedoso y lleno aún de prometedoras contradicciones. Así, aunque algunos de sus intérpretes consideran que el nombre implica el triunfo de los humanos, lo contrario parece más exacto: sin planificación ni intención alguna, los humanos han provocado el desastre en nuestro planeta.[28] Además, pese al prefijo antropo- (es decir, humano), ese desastre no es el resultado de la biología de nuestra especie. La cronología del Antropoceno que parece más convincente se inicia no con nuestra especie, sino con el advenimiento del capitalismo moderno, artífice de la destrucción a larga distancia de paisajes y ecologías. Esa cronología, no obstante, hace que el antropo- resulte aún más problemático. Concebir lo humano desde el auge del capitalismo nos enmaraña con las ideas de progreso y con la difusión de técnicas de alienación que convierten tanto a los humanos como a otros seres en meros recursos. Dichas técnicas han segregado a los humanos de las identidades supervisadas, oscureciendo la noción de supervivencia colaborativa. El concepto de Antropoceno evoca este conjunto de aspiraciones, que cabría calificar de moderna presunción humana, al tiempo que plantea la esperanza de que podamos arreglárnoslas para superarlo. ¿Podemos vivir en el marco de este régimen de lo humano y a la vez seguir superándolo?

Ese es el dilema que me lleva a detenerme un momento antes de ofrecer una descripción de las setas y sus recolectores. La moderna presunción humana no permitirá que dicha descripción sea más que una decorativa nota a pie de página. Ese antropo- impide centrar la atención en los paisajes fragmentarios, las temporalidades múltiples y los conjuntos cambiantes de humanos y no humanos, todo lo que constituye la propia esencia de la supervivencia colaborativa. Así pues, para hacer de la recolección de setas un relato que valga la pena, primero debo describir el funcionamiento de ese antropo- y explorar el terreno que se niega a reconocer.

Consideremos, de hecho, la cuestión de qué queda. Dada la eficacia de la devastación estatal y capitalista de los paisajes naturales, cabría preguntarse por qué hoy todavía hay algo vivo fuera de sus planes. Para abordar esta cuestión habremos de examinar sus indómitos confines. ¿Qué es lo que une a los mienes y los matsutakes en Oregón? Tales preguntas aparentemente triviales podrían ponerlo todo patas arriba para situar los encuentros impredecibles en el centro de las cosas.

Diariamente oímos hablar de precariedad en las noticias. La gente pierde sus puestos de trabajo o se enfurece ante la imposibilidad de llegar siquiera a tenerlo. Los gorilas y las marsopas se hallan al borde de la extinción. El aumento del nivel del mar inunda islas enteras en el Pacífico. Pero la mayoría de las veces imaginamos que esa precariedad es una excepción a cómo funciona el mundo; es lo que «se sale» del sistema. Pero ¿y si —como yo sugiero— la precariedad es en realidad la condición de nuestro tiempo?; o, por decirlo de otra forma, ¿y si nuestro tiempo constituye el momento idóneo para percibir la precariedad? ¿Y si la precariedad, la indeterminación y todo lo que concebimos como trivial constituyen el centro de la sistematicidad que buscamos?

La precariedad es la condición de ser vulnerable a otros. Los encuentros impredecibles nos transforman; no tenemos el control, ni siquiera de nosotros mismos. Incapaces de basarnos en una estructura de comunidad estable, nos vemos abocados a una serie de conjuntos cambiantes que nos reconfiguran al igual que nuestro prójimo. No podemos confiar en el statu quo; todo está en constante fluctuación, incluida nuestra propia capacidad de supervivencia. Pensar en términos de precariedad transforma el análisis social. Un mundo precario es un mundo sin teleología. La indeterminación, la naturaleza no planificada del tiempo, resulta aterradora; pero pensar en términos de precariedad hace patente que la indeterminación también posibilita la vida.

La única razón por la que todo esto nos suena extraño es que la mayoría de nosotros hemos crecido en el contexto de los sueños de modernización y progreso. Esos marcos organizan aquellas partes del presente que podrían conducir al futuro: el resto son triviales; «se salen» de la historia. Imagino al lector respondiéndome: «¿Progreso? ¡Esa es una idea decimonónica!». El término progreso, como referencia a un estado general, es hoy bastante raro; incluso la modernización del siglo XX ha empezado a parecer arcaica. Pero sus categorías y supuestos de mejora nos acompañan a todas partes. Imaginamos diariamente sus objetivos: democracia, crecimiento, ciencia, esperanza… Pero ¿por qué habría que esperar que las economías crezcan y las ciencias avancen? Incluso sin hacer referencia explícita al desarrollo, nuestras teorías de la historia están enredadas en esas categorías. Como también lo están nuestros sueños personales. Admitiré que me resulta difícil incluso decir esto: puede que no haya un final feliz colectivo. Entonces, ¿para qué molestarse en levantarse por las mañanas?

El progreso también está implícito en una serie de supuestos generalmente aceptados sobre lo que significa ser humano. Aunque lo disfrazamos con otros términos, como acción, conciencia e intención, se nos dice una y otra vez que los humanos somos distintos del resto del mundo viviente porque miramos hacia delante, mientras que otras especies, que viven al día, son por ello dependientes de nosotros. Mientras sigamos imaginando que los humanos se hacen gracias al progreso, los no humanos también quedarán atrapados en ese marco imaginativo.

El progreso es una marcha hacia delante que arrastra a otras clases de tiempo a sus propios ritmos. Sin ese latido conductor podríamos percibir otras pautas temporales. Cada ser viviente reconfigura el mundo mediante pulsos estacionales de crecimiento, pautas reproductivas vitalicias y geografías de expansión. También dentro de una especie dada existen múltiples proyectos de configuración del tiempo, puesto que los diferentes organismos recurren unos a otros y se coordinan mutuamente para configurar paisajes (el rebrote de la deforestada cordillera de las Cascadas y la radioecología de Hiroshima nos muestran ambos una configuración temporal multiespecífica). La curiosidad por la que abogo sigue tales temporalidades múltiples, revitalizando la descripción y la imaginación. No se trata de un simple empirismo en el que el mundo inventa sus propias categorías. Antes bien, prescindir de hacia dónde vamos nos permite buscar todo lo que hemos ignorado porque nunca encajaba en la línea temporal del progreso.

Considere de nuevo los retazos de la historia de Oregón con los que daba comienzo este capítulo. El primero, sobre los ferrocarriles, habla de progreso. Llevaba al futuro: los ferrocarriles modificaban nuestro destino. El segundo representa ya una discontinuidad, una historia en la que la destrucción de los bosques importa. No obstante, comparte con el primero el supuesto de que el tropo del progreso basta para conocer el mundo, tanto en el éxito como en el fracaso. La historia del declive no deja residuos ni excesos, nada que escape al progreso: el progreso sigue controlándonos incluso en los relatos de destrucción.

Sin embargo, la moderna presunción humana no es el único plan para forjar mundos: estamos rodeados de numerosos proyectos de creación de mundos, humanos y no humanos.[29] Dichos proyectos surgen de actividades prácticas destinadas a configurar vidas; y, al hacerlo, alteran nuestro planeta. Para poder verlos, a la sombra del antropo- del Antropoceno, debemos reorientar nuestra atención. Hoy en día persisten muchos medios de subsistencia preindustriales, desde recolectar hasta robar, al tiempo que surgen otros nuevos (incluida la recolección comercial de setas), pero los pasamos por alto porque no forman parte del progreso. Esos medios de subsistencia también forjan mundos… y nos enseñan a mirar a nuestro alrededor en lugar de solo hacia delante.

La capacidad de forjar mundos no se limita a los humanos. Sabemos que los castores remodelan los arroyos construyendo presas, canales y madrigueras; de hecho, todos los organismos construyen lugares de vida ecológicos, alterando la tierra, el aire y el agua. Sin la capacidad de crear entornos de vida viables, las especies se extinguirían. Y en ese proceso cada organismo transforma el mundo de todos los demás. Las bacterias crearon nuestra atmósfera de oxígeno y las plantas contribuyen a conservarla; a su vez, las plantas viven en la tierra porque los hongos[30]