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Una amenaza recorre nuestro tiempo: la amenaza de una crisis de salud mental. Según las encuestas, los casos aumentan cada día, especialmente entre niños y jóvenes, y la llamada «generación ansiosa» satura las consultas médicas con una queja común: estamos deprimidos. Las estadísticas no mienten, pero, ¿a qué se debe esta epidemia? ¿Cómo podemos explicarnos que toda una generación sufra de una manera distinta al resto? Esta crisis, nos dice Marino Pérez, es producto de otras dos: la crisis de la psiquiatría y la crisis existencial de nuestros días. Por una parte, el idioma clínico se ha apropiado de todo sufrimiento, de forma que «sentirse mal» equivale, hoy, a estar enfermo. Por otra, las generaciones jóvenes, sobreprotegidas y adictas a las redes, sienten que el futuro es negro. Así, nos vemos inmersos en una «cultura del miedo» que nos vuelve vulnerables y que convierte cualquier obstáculo en una amenaza. En este valiente libro, el autor acude a fuentes diversas —desde Freud y Heidegger hasta Taylor Swift— para cuestionar la misma definición de qué es un trastorno mental, en un intento por recuperar la cordura en una época de desesperación.
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Seitenzahl: 362
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Marino Pérez Álvarez
la sociedad vulnerable
un ensayo sobre la crisis de salud mental
© Marino Pérez Álvarez, 2025
De la corrección: Marta Beltrán Bahón
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2025
Primera edición: marzo, 2025
Preimpresión: Moelmo SCP
www.moelmo.com
eISBN: 978-84-19407-36-8
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
www.nedediciones.com
Índice
Introducción: los síntomas de la época
Capítulo 1. Historia de tres crisis: salud mental, psiquiatría y sentido existencial
Crisis de salud mental
Crisis de la psiquiatría
Crisis existencial de nuestro tiempo
Capítulo 2. La paradójica crisis de salud mental: ¿qué está pasando?
¿A sociedad más desarrollada, peor salud mental?
De cómo el remedio es antes que la enfermedad
¿Entidades naturales o entidades interactivas?
Trastornos ligados a la cultura
La esquizofrenia: oír voces en diferentes culturas
Propagación de la depresión en Japón
El «segundo tsunami» del Océano Índico
El efecto Charcot, una lección para nuestros días
Del confesionario al diván
Repensar las causas y soluciones de los «trastornos mentales»
Capítulo 3. La condición humana (demasiado humana): nuestra vulnerabilidad existencial
Ser-en-el-mundo: yo soy yo y mi circunstancia
Atmósfera afectiva
Comprensión, lenguaje, «estado de caída»
Análisis existencial de la angustia
Situaciones-límite
El cuidado
La tradición existencial en psiquiatría y psicología
«Yo soy yo y mi circunstancia»
Dilemas existenciales: entre la seguridad y la libertad
Versiones de conflicto
Los dilemas existenciales
El dilema seguridad-libertad
El autoengaño como subterfugio
El clínico también se autoengaña
Los dilemas existenciales como dilemas éticos
La peculiar excentricidad humana
Capítulo 4. La persona: una historia de concordancias y discordancias
El doble aspecto subjetivo-objetivo
La permanencia de sí mismo en la continua variación
Mismidad y alteridad
El carácter y la palabra dada
La identidad personal, una historia de concordancias-discordantes
La identidad narrativa como poética de sí mismo
Capítulo 5. La sociedad y nuestra creciente vulnerabilidad
El individuo flotante y la insoportable levedad del ser
Flotación y necesidad de salvación
Ciudad, neurosis, esquizofrenia y auge de la psicoterapia
Repensar los trastornos mentales más allá del modelo biomédico
La hiperreflexividad o «la enfermedad de ser consciente»
Figura-fondo, ambivalencia y aspectos tácitos
La escritura como condición de la reflexividad
Grados de reflexividad
Mediación literaria
Giro subjetivista
Los uzbekos y los pirahã
Las redes sociales: solos juntos
De usuario de las redes a objeto de su influencia
Diseñado para captar nuestra atención
La envidia, el pecado capital de las redes sociales
Capítulo 6. El espíritu de los tiempos: sentimentalismo, poder de lo cuqui y paradigma de lo especial
El sentimentalismo
El poder de lo cuqui
El paradigma de lo especial
Sensibilidad corporal
Sensibilidad psíquica
Sensibilidad ética
Sensibilidad estética
Origen cultural y educativo de la sensibilidad
Del romanticismo al capitalismo
La educación infantil
Orquídeas, tulipanes y dientes de león
Capítulo 7. Los trastornos mentales: ni mentales ni cerebrales
Los trastornos metales no son enfermedades
El problema del diagnóstico no es la falta de marcadores
¿Quién necesita el diagnóstico y para qué?
Los trastornos psi: algo más que enfermedades
Psicólogos y psiquiatras: la conveniencia de no jugar a ser médicos
Si tuvieran causas biológicas, no serían trastornos psi
Posibilidades y límites de las condiciones biológicas
La genética como deus ex machina
El cerebro: órgano mediador, no causal
La mente inflamada y el «síndrome del acento extranjero»
¿Qué hay del socorrido modelo biopsicosocial?
Capítulo 8. Los mal llamados «trastornos mentales»: problemas de la vida
Las fuentes del Nilo de los trastornos psi, más allá de Freud
Más allá de Freud
Los síntomas más allá de su sentido médico
Funciones sociales de los síntomas
La noción de reacción
¿Cuándo un problema de la vida deviene en trastorno psi?
Hiperreflexividad: de problema de la vida a trastorno psi
¿Cuándo la ansiedad normal llega a ser neurótica?
¿Cuándo la tristeza llega a ser depresión?
Los trastornos psi como situaciones de la vida
Situación-límite
La interacción entre estilo de personalidad y situación
Conclusiones y propuestas
Conclusiones
¿Qué hacer con la crisis de salud mental?
Cómo hacer vulnerables a los niños: 23 ideas
Menos vulnerabilidad y más normalidad
Referencias y bibliografía por capítulos
Introducción: Los síntomas de la época
El presente libro desarrolla dos hilos argumentales. En primer lugar, examina la crisis de salud mental que afecta, hoy en particular, a niños, adolescentes y jóvenes, la llamada generación Z (nacidos entre 1995-2012), no en vano considerada la «generación ansiosa». En segundo lugar, y de manera central en la obra, explora el origen mismo de los trastornos mentales, su naturaleza y qué son, más allá de la concepción biomédica y psicopatológica al uso. Sin abordar de forma radical el origen de los trastornos mentales («las fuentes del Nilo», según la famosa expresión de Freud), nada se entendería de la crisis de salud mental que atraviesa la generación actual. Cabe plantear también si acaso la crisis de salud mental contemporánea no es el canario de las antiguas minas de carbón, un aviso dramático de que algo anda mal en la aparentemente boyante sociedad del bienestar. Esta paradoja sugiere mirar más allá de los síntomas y malestares y preguntarse ¿qué está pasando? ¿Es la propia crisis un síntoma de algo más profundo, de una crisis asistencial del modo de entender y atender los llamados «trastornos mentales»? Y, aún más, ¿no será también un síntoma de la crisis existencial de nuestro tiempo?
Ambos hilos, el específico de la crisis y el general del origen de los trastornos mentales, están estrechamente vinculados a las posibles ayudas y soluciones. La cuestión es si estas pasan realmente por aumentar el número de psicólogos y psiquiatras o si, por el contrario, podría llegar el momento en el que el aumento de profesionales sea en realidad más parte del problema que de la solución —si es que ya no estamos en ese momento—. Sabido es que la medicación no es la solución; si lo fuera, ya estaríamos todos curados. Cabe preguntarse, entonces, qué esperar de la psicoterapia. Al fin y al cabo, la psicoterapia es la ayuda más específica para los trastornos psicológicos/psiquiátricos (trastornos «psi»), y no por casualidad está experimentando un auge. Sin embargo, este crecimiento de la psicoterapia también puede interpretarse como síntoma de la época. No puede tomarse sin más como una solución, ya que en realidad podría ser parte del problema.
Puede entenderse así que el desarrollo de estos hilos que recorren la crisis actual de salud mental y las prácticas clínicas al uso implica movilizar, cuestionar y reordenar una gran cantidad de preconcepciones, conceptos, temas y problemas de las ciencias sociales y las humanidades (antropología, filosofía, historia cultural, literatura, sociología), no únicamente de la psicología y la psiquiatría.
Este libro puede anticiparse, de este modo, como un análisis de la sociedad contemporánea, una indagación en el espíritu de la época, tan invisible como esencial. Como bien se sabe, lo esencial no siempre está a la vista.
La crisis de salud mental y el auge de la psicoterapia son «síntomas» de la época que no se explican por sí mismos. El fenómeno de Taylor Swift, por ejemplo, persona del año 2023 para la revista Time y protagonista absoluta de la gira del año 2024 (The Eras Tour alrededor del mundo y de sus propias eras o etapasmedidas por álbumes) tiene que ver con la crisis de salud mental de dos maneras. De un lado, Taylor Swift da expresión a sentimientos y experiencias (amores, desamores, rupturas, tristezas, superaciones) de la «generación ansiosa»; de otro, sus canciones y su relación con millones de fans suponen una suerte de terapia (Taylor Swift Therapy). Otra cuestión es si, más que una ayuda, el fenómeno Taylor Swift contribuye más al sentimentalismo que a la clarificación de sentimientos y al fomento de la psicoterapia. Más allá de la posible relación entre esta generación y el fenómeno Taylor Swift, ambos son síntomas de una época, cuyo «espíritu de los tiempos» es necesario visibilizar (véase el capítulo 6).
El auge de las mascotas, así como los supuestos beneficios para la salud que suelen atribuirse a su compañía, especialmente la de gatos y perros, está de algún modo relacionado con la crisis de salud mental. Tanto la idolatría a Swift como la obsesión con las mascotas son, de este modo, diferentes «síntomas» de una misma época, donde la soledad y la necesidad de compañía juegan un papel fundamental. La idea que estoy tratando de ilustrar es que la crisis de salud mental tiene más que ver con el contexto cultural y social que con supuestas averías mentales, disfunciones psicológicas o loterías genéticas de los individuos.
La clarificación de este panorama me ha llevado a desarrollar ocho capítulos, antes de llegar a las soluciones que propondré al final de este libro. Invito a leer estas páginas como una excursión intelectual, no de entretenimiento superficial, sino como un recorrido detallado de los hilos argumentales. Dado que no todo el mundo está igual de familiarizado con los distintos tramos del recorrido, es posible que unos tramos resulten más fluidos y otros más densos. La combinación de disciplinas puestas en juego, algo que se suele agradecer, también requiere a menudo estar dispuesto a pensar y repensar lo sabido.
El capítulo 1 («Historia de tres crisis: salud mental, psiquiatría y sentido existencial») empieza por constatar en cifras la crisis de salud mental que afecta sobre todo a la infancia y la adolescencia. A continuación, se presenta la crisis intelectual de la psiquiatría, reconocida por eminentes psiquiatras. Finalmente, se aborda la crisis existencial de nuestro tiempo, con particular énfasis en la llamada «generación Z». La idea central es que la crisis de salud mental no puede comprenderse al margen de las crisis señaladas y, en general, del espíritu de los tiempos.
El capítulo 2 («La paradójica crisis de salud mental: ¿qué está pasando?») se centra en analizar la paradoja que supone semejante crisis de salud mental en nuestras sociedades desarrolladas —que, en buena lógica, deberían favorecer una mejor salud mental—. Asimismo, introduzco ciertos conceptos fundamentales del argumento, como el carácter interactivo (y no natural) de los trastornos psi, que los distingue ontológicamente de las enfermedades propiamente médicas. La tesis que defiendo es que los trastornos psi no son propiamente enfermedades, sin por ello restarles menor gravedad y sufrimiento.
El capítulo 3 («La condición humana (demasiado humana): nuestra vulnerabilidad existencial») está dedicado a mostrar cómo los trastornos psi derivan de nuestra vulnerabilidad existencial más que de pretendidas loterías genéticas y mecanismos mentales o neuronales defectuosos. Esta vulnerabilidad se manifiesta en el particular modo humano de estar en el mundo (las cebras, por ejemplo, no desarrollan úlceras, pese a experimentar estrés), en dilemas existenciales a menudo irresolubles y en nuestra peculiar excentricidad, que nos lleva a adoptar una posición reflexiva respecto a nosotros mismos. En particular, se muestra cómo la ansiedad, más que un trastorno psi, constituye ante todo una categoría y experiencia existencial reveladora, no solo signo de que algo anda mal en la vida de una persona, sino parte de la verdadera condición humana de ser-ahí (diría Heidegger), una existencia expuesta y vulnerable, especialmente cuando la vida nos pone en situaciones límite.
El capítulo 4 («La persona: una historia de concordancias y discordancias») muestra cómo ni siquiera coincidimos siempre con nosotros mismos. Se abordan aquí cuestiones como el doble aspecto subjetivo-objetivo de la persona (interior-exterior), la permanencia de sí mismo en la continua variación (sí mismo como otro) y la narrativa como construcción y reconstrucción de la identidad (poética de sí mismo).
El capítulo 5 («La sociedad y nuestra creciente vulnerabilidad») se centra en identificar una serie de características de nuestro tiempo que parecen alinearse para acentuar nuestra vulnerabilidad psicológica. En este sentido, examino la figura del «individuo flotante» como emblema de nuestro tiempo («la insoportable levedad del ser»), es decir, cómo la intensificación de la conciencia de sí mismo puede ser más patógena que esclarecedora («la enfermedad de ser consciente») y el impacto de las redes sociales, concebidas no tanto para fomentar la comunidad, sino como mecanismos que propician la alienación colectiva de los individuos —el «solos juntos» (alone together) popularizado por Turkle—.
El capítulo 6 («El espíritu de los tiempos: sentimentalismo, poder de lo cuqui y paradigma de lo especial») trata de hacer visible el trasfondo del espíritu de nuestra época al poner de relieve aspectos de nuestra sociedad que cuentan con el beneplácito general, sin ser oro todo lo que reluce.
El capítulo 7 («Los trastornos mentales: ni mentales ni cerebrales») está dedicado a plantear y responder a una pregunta fundamental, tan desafiante como comprometida: ¿qué es un trastorno psi? Desafiante, porque hay que movilizar muchas cuestiones y navegar contracorriente; y comprometida, porque implica un nuevo modo de pensar más allá del modelo médico (el pensamiento por defecto). Cuando uno no piensa, el modelo médico piensa por uno. El capítulo discute y cuestiona el concepto de trastorno mental como supuesta enfermedad de base biológica: genética, cerebral o inflamatoria. Mientras que este capítulo tiene una vertiente crítica deconstructiva, el siguiente ofrece la vertiente constructiva alternativa.
El capítulo 8 («Los mal llamados “trastornos mentales”: problemas de la vida») propone una reconceptualización de los trastornos psi, contemplándolos como problemas vitales que, al enredarse de forma compleja, han atrapado a la persona en un bucle del que no es fácil salir sin ayuda. Conforme a esta alternativa, los trastornos psi no estarían dentro (ni fuera) de la persona, sino que es el propio sujeto quien estaría inmerso en una situación vital en la que sus propios esfuerzos por salir forman más parte del problema que de la solución. Así, la noción de situación vital viene a ser una alternativa a la noción de enfermedad y trastorno mental.
El libro termina con unas «Conclusiones y propuestas». Concretamente, ofrece un resumen capítulo por capítulo y presenta dos propuestas para afrontar la crisis de salud mental: una irónica (¿cómo hacer vulnerables a los niños?), que invita a repensar lo que se da por bueno sin serlo, y otra formal, cuyo objetivo es hacer menos vulnerables a las generaciones venideras y restaurar la normalidad.
El libro tiene tanto que agradecer a tantas personas —estudiantes de grado, postgrado y máster, asistentes a conferencias, colegas y amigos— que citarlos iría en detrimento del espacio limitado de esta obra.
Capítulo 1
Historia de tres crisis: salud mental, psiquiatría y sentido existencial
La crisis de salud mental, que afecta especialmente a niños, adolescentes y jóvenes, no puede entenderse como un fenómeno aislado ni explicarse exclusivamente de acuerdo con las típicas interpretaciones psiquiátricas y psicológicas. En realidad, forma parte de al menos otras dos otras crisis, de las cuales la propia crisis de salud mental apenas sería un «síntoma». Me refiero a la crisis de la psiquiatría debida al modelo biomédico que, como reconocen eminentes psiquiatras, está fracasando (por más que sirve al negocio de la industria farmacéutica y a las estadísticas de los Estados) y a la crisis existencial de nuestro tiempo que, por cierto, afecta más a la citada generación Z que a otras edades de la vida.
Crisis de salud mental
El 56,5 % de españoles ha padecido o cree que ha podido padecer algún problema mental, con una mayor incidencia entre los 18 y 29 años. De entre ellos, la ansiedad y la depresión son las patologías más referidas, de acuerdo con una encuesta de 2024 de Sigma Dos.
El 59,3 % de jóvenes de entre 15 y 29 años reconoce haber tenido algún problema de salud mental en 2023, mientras que en 2017 eran el 28,4 % los que referían dichos problemas (Barómetro Juventud, Salud y Bienestar).
De acuerdo con el estudio La salud mental del estudiantado de las universidades españolas, realizado por el Ministerio de Universidades, en colaboración con el Ministerio de Sanidad y el Centro de Investigación Biomédica en Red-Salud Mental (CIBERSAM) (2023), entre un 49,5 % y 52,8 % de los estudiantes universitarios presenta ansiedad; un porcentaje similar, el 51 %, padece depresión y ha consultado con un profesional de salud mental; de entre todos ellos, más del 50 % refieren necesidad de apoyo psicológico.
El 34 % de los adolescentes refiriere síntomas de ansiedad entre moderados y graves; el 32 %, síntomas de depresión de igual intensidad; el 4,9 % de ellos indica que en algún momento habían intentado quitarse la vida, y el 5,4 % presenta un riesgo elevado de conducta suicida, de acuerdo con el Proyecto PSICE. Psicología basada en la evidencia en contextos educativos, realizado por Consejo General de la Psicología de España en 2023.
Esta crisis, que se agrava con la generalización del uso de las redes sociales, no es, evidentemente, exclusiva de España. El psicólogo estadounidense Jonathan Haidt se refiere a la «generación ansiosa» en su libro homónimo de 2024. Los psiquiatras Awais Aftab y Benjamin Druss se preguntan, en un artículo de 2023 de una importante revista de psiquiatría (JAMA Psychiatry), si tenemos que «abordar la crisis de salud mental en jóvenes enfermos o en sociedades enfermas». Sin duda, la crisis de salud mental da que pensar.
Se podrían considerar varias hipótesis para tratar de explicarla:
¿Ha habido alguna mutación genética que predisponga a los trastornos mentales? (La genética se suele invocar a falta de otras explicaciones).¿Existe alguna condición ambiental que nos esté trastornando? (Cabe recordar que el 84 % de los jóvenes de 16 a 25 años reporta ecoansiedad). ¿Está la educación haciendo más vulnerables a las nuevas generaciones? ¿Se están convirtiendo las universidades y los centros escolares en un infierno para los estudiantes?¿Está el lenguaje clínico apoderándose de cualquier malestar y sufrimiento?¿Es todo culpa de las redes sociales?De estas seis hipótesis, descarto las dos primeras por resultar absurdas (de todos modos, trataré la cuestión genética y la ecoansiedad en capítulos posteriores). Acepto las otras cuatro para su consideración, pero también creo que, tras una reflexión mínima, la idea de los centros escolares y la universidad como infierno resulta descartable. Lo cierto es que, lejos de espacios hostiles, estas instituciones se han convertido en lugares que se preocupan por garantizar el bienestar de escolares y universitarios. Por ejemplo, en Australia se ha aconsejado a los educadores que dejen de marcar la tarea de los niños con bolígrafo rojo porque hacerlo «puede dañarlos». Como alternativa, se ha instruido a los maestros para que «corrijan la tarea con colores menos agresivos, como el verde o el azul, en un intento de mejorar la salud mental en el aula» (citado por Frank Furedi en su libro Cómo funciona el miedo, 2022). Un memorando enviado a los profesores de Periodismo de la Universidad de Leeds en Reino Unido indicaba que se abstuvieran de usar letras mayúsculas, ya que estas «pueden generar ansiedad e incluso disuadir a los estudiantes de presentarse a la evaluación» (citado por Umut Özkirimli en su libro Cancelados, 2023). Más allá de su aplicación, estos ejemplos revelan el espíritu sobreprotector de los tiempos y la consecuente transformación de los centros escolares y universidades en «espacios seguros», con el objetivo de que nada contravenga el bienestar de los estudiantes (incluidas sus opiniones).
De hecho, las escuelas ya parecen más preocupadas por el bienestar emocional que por la estimulación del conocimiento. Así, el personal escolar, empezando por los profesores, se han convertido en asistentes y acompañantes del estudiante. Y, por si eso fuera poco, los padres se han convertido en sindicalistas de sus hijos ante el personal escolar. Lejos de ser, pues, un infierno, la escuela y la universidad son espacios de bienestar, lo que no quita que la misma sobreprotección cultive la vulnerabilidad y la infantilización y contribuya de este modo al deterioro de la salud mental juvenil. La preocupación por el bienestar emocional está ahora institucionalizada en la figura de la «Persona coordinadora para el bienestar y la protección del alumnado», prevista en la nueva Ley de Educación (LOMLOE: Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación).
Tras estos descartes, quedarían en pie tres hipótesis: la educación en la vulnerabilidad, el idioma clínico y las redes sociales. La educación en la vulnerabilidad supone una profecía autocumplida: si tratas a los niños como vulnerables, terminan por serlo. La crianza sobreprotectora y la preocupación de la escuela por el bienestar emocional están haciendo más vulnerables a las nuevas generaciones. La sobreprotección y la preocupación por el bienestar emocional se justifican porque se trata de edades ciertamente vulnerables, pero justificar así un exceso de protección puede generar más vulnerabilidad en vez de menos. La sobreprotección, junto con el temor de padres y profesores a crearles un trauma o baja autoestima, acaba por hacer que los niños y estudiantes se vuelvan frágiles (no antifrágiles).
Si antes los niños sentían admiración y miedo hacia los padres, temiendo su desaprobación, ahora son los padres los que sienten miedo hacia sus hijos, preocupados por no traumatizarlos. Junto a ese miedo, los padres sienten una admiración por sus hijos, a quienes consideran «especiales», de forma que los niños terminan creyendo que, efectivamente, lo son, lo que seguramente no sea la mejor preparación para el mundo real. Luego vendrán la escuela y la universidad como «espacios seguros», que se esforzarán en que nada les inquiete, ahorrándoles incluso aquellos conocimientos que contravengan sus opiniones. Y, como colofón, tenemos a Taylor Swift, quien logra que sus fans se sientan especiales al poner letra y música a sus emociones y compartir su vida privada. Todo lo cual redunda más en mirarse el ombligo que en mirar a la vida de frente.
La crianza a demanda —que no se limita solo a la lactancia— resume esta educación que a la postre no prepara al niño para la vida. Se allana el camino para evitarle tropiezos, subidas, charcos y bifurcaciones, pero no se le enseña a enfrentarse al camino verdadero de la vida, que sin duda estará repleto de obstáculos. Se habla mucho de resiliencia. La resiliencia supone resistencia y flexibilidad adquiridas en los embates e inconvenientes de la vida, pero, si se prepara el camino con alfombras y se rescata al niño ante cualquier «peligro», más que resilientes serán frágiles. Mejor haríamos en hablar de antifragilidad. Mientras que la resiliencia se refiere a la capacidad de recuperar el estado inicial tras una perturbación (como el junco, que se dobla pero no se quiebra), la antifragilidad supone aprender de las exposiciones a las contingencias de la vida. Su imagen, más que el junco, sería el sistema inmunitario.
Tanto el junco, y cualquier planta, como el sistema inmunitario necesitan ser expuestos a la realidad para su mejor desarrollo. Las plantas cultivadas en sitios protegidos a salvo de las vicisitudes del clima crecen débiles, sin fortalezas adaptativas para la intemperie, como se vio en el ecosistema artificial creado en Arizona conocido como «Biosfera 2», diseñado con miras a la colonización espacial, según el ejemplo que ofrece Jonathan Haidt en La generación ansiosa (2024). Como nos dice el autor:
Los árboles que son expuestos a fuertes vientos en edades tempranas llegan a ser árboles que pueden resistir vientos aún más fuertes cuando están completamente desarrollados. Por el contrario, los árboles que se cultivan en un invernadero protegido a veces se caen por su propio peso antes de alcanzar la madurez.
Por su lado, el sistema inmunitario sin exposición a potenciales alérgenos, como el conocido caso de los cacahuetes, da lugar precisamente a su creciente alergia a ellos y, por el contrario, su exposición temprana la minimiza.
Por su parte, el lenguaje clínico se ha apoderado de cualquier malestar y sufrimiento, en detrimento de otros lenguajes posibles y acaso más pertinentes como el social, el político, el educativo, el moral o el existencial. El idioma clínico también se conoce como cultura del diagnóstico y cultura de la terapia, expresiones que hacen referencia al hecho de que el lenguaje psicológico-psiquiátrico ha alcanzado todos los ámbitos de la vida (familiar, escolar, social, laboral, político). Términos como adicción, anorexia, ansiedad, Asperger, autoestima, bipolar, crisis, depresión, espectro autista, manía, psicoterapia, salud mental, síndrome, TDAH, TOC y trauma, entre otros, son cada vez más comunes en el discurso cotidiano. La medición y la concienciación de la salud mental en escolares pueden, en sí mismas, resultar más iatrogénicas que saludables, dada la actual cultura del diagnóstico y la terapia.
Así, los instrumentos de medición se prestan a convertir los ítems de los cuestionarios en síntomas, de modo que se suele hablar de síntomas de ansiedad y depresión ante preguntas sobre si los participantes se han sentido nerviosos, preocupados, con miedo, desanimados, deprimidos o con falta de energía, entre otras. El problema de hablar de «síntomas» es que estos presuponen la condición de una enfermedad o trastorno, para el caso un «trastorno mental», o al menos un riesgo de padecerlo. Hablar de síntomas, que ya es moneda corriente en muchos contextos no clínicos como los escolares, viene a ser la antesala de la patologización de experiencias y comportamientos. Estas experiencias, aunque puedan causarnos problemas, son en esencia normales, pues un problema no es una enfermedad o una patología, sino simplemente un problema. Ni siquiera en contextos clínicos se debiera prodigar como se prodiga el término síntoma, porque dice y prejuzga más de lo que realmente refleja. No es una mera manera de hablar neutra o inocua, sino prejuiciosa.
Las campañas de concienciación que buscan educar en la salud y la prevención pueden, sin embargo, sensibilizar hacia experiencias y problemas que no se vivían como problemáticas. Como dicen los psicólogos británicos Lucy Foulkes y Jack Andrews en un artículo de 2023, en New Ideas in Psychology:
Casi por definición, los esfuerzos de concienciación educan a las personas sobre los síntomas potenciales y las alientan a notarlos e informarlos. Si a las personas se les dice repetidamente que los problemas de salud mental son comunes y que pueden experimentarlos (y esto es especialmente cierto para los jóvenes que frecuentemente reciben información sobre salud mental en las escuelas), entonces tiene sentido que comiencen a interpretar cualquier pensamiento y sentimiento negativo a través de esta lente. Para algunas personas, el aspecto psicoeducativo de las intervenciones o la terapia psicológica es extremadamente útil y les permite acceder a apoyo y tratamiento vitales. Pero si hay evidencia de otros contextos de que aprender sobre los problemas de salud mental a veces causa o exacerba la angustia, entonces es una hipótesis razonable (y urgente) que exactamente el mismo fenómeno está ocurriendo a una escala mucho más amplia como resultado de los esfuerzos de concienciación sobre la salud mental.
Por último, en relación con las redes sociales, hay evidencia de que efectivamente están contribuyendo a la crisis de salud mental de toda una generación que se ha criado y socializado enganchada a ellas, como muestran los estudios. Y se entiende por qué: la lógica de su funcionamiento obedece a un diseño orientado a captar la atención y fomentar la adicción por medio de resortes como los likes, el deslizamiento continuo de la pantalla y las notificaciones. Las redes sociales ponen en juego toda una serie de recursos que invitan a sus usuarios a compararse con otros (mediante likes, seguidores, visitas; es decir, mediante datos cuantificables), a la vez que los lleva a la autoatención y a la envidia. Estos recursos producen malestares como ansiedad, depresión y soledad en los usuarios más enganchados.
Sin embargo, las redes sociales no están en el origen de la crisis de salud mental, que ya venía de antes, pero a partir de 2012, cuando su uso se generaliza, esta crisis ha empeorado. Lejos de atemperar los problemas que ya existían, las redes sociales los han exacerbado. Y han traído otros nuevos, como el miedo a perderse algo si no estás conectado, la adicción al móvil, el yo algoritmizado y la «selfitis». El mayor malestar derivado de las redes sociales es la soledad, el sentirse «desconectado» y solo de tanto estar conectado. «Solos juntos» (alone together), muchedumbres solitarias, tal es la vida y experiencia de los usuarios más empedernidos de las redes sociales.
Así las cosas, la crisis de salud mental no se explica únicamente por la crianza en la vulnerabilidad, el lenguaje clínico y las redes sociales, por más que estos sean factores muy importantes. La crisis de salud mental se engloba, en realidad, dentro de otras dos crisis: la crisis de la psiquiatría y la crisis existencial de nuestro tiempo.
Crisis de la psiquiatría
Podría pensarse que la psiquiatría y la psicología clínica deberían estar de enhorabuena ante una crisis de salud mental que demanda cada vez más su presencia. Pero no están para tirar cohetes. La psiquiatría y la psicología no son las causantes de la crisis, pero tampoco son la solución. Puede que sean necesarios más psiquiatras y psicólogos conforme a los estándares según está organizado el sistema de salud mental. Pero una cosa es segura: cuanto más aumente su número, más psiquiatras y más psicólogos serán necesarios, de acuerdo con una suerte de «ley de Parkinson de la salud mental». La «ley de Parkinson», pensada originalmente para la administración funcionarial, dice que el trabajo se expande hasta ocupar todo el tiempo disponible. Aplicada a la salud mental, nos enseña que la demanda psicológica/psiquiátrica ocupará los servicios disponibles hasta desbordarlos de nuevo.
Por otra parte, sería de esperar que la psiquiatría y la psicología tuvieran algo más que decir y hacer ante la crisis de salud mental que meramente apagar fuegos, no vayan a ser ellas mismas «pirómanas», sensibilizando a la gente y encendiendo el fuego de trastornos mentales donde no hay más que problemas, malestares y sufrimientos normales de la vida. El idioma clínico que se ha apoderado del sufrimiento no deja de ser un efecto de la crisis de la psiquiatría, que se ha convertido en un sistema de patologización de la normalidad. Lo que está en crisis es el modelo biomédico que está en la base de la psiquiatría y del sistema de salud mental. La psiquiatría basada en este modelo (no toda la psiquiatría es biomédica) ha tenido el éxito que tiene, de la mano de la industria farmacéutica, a costa de psiquiatrizar y sensibilizar a la población acerca de trastornos que la gente no tenía hasta entonces, no gracias a descubrimientos ni mejoras diagnósticas ni terapéuticas.
La contribución de la psiquiatría, así como de la psicología, a la crisis de salud mental la muestra James Davies en su libro Sedados: cómo el capitalismo moderno creó la crisis de salud mental (2022). Como muestra el autor, todo empieza con la desregulación progresiva de la industria farmacéutica desde la década de 1980, que da lugar a la prescripción de psicofármacos a gran escala y a la vez a la individualización y naturalización de malestares y sufrimiento emocional de origen social. Como dice Davies:
Desde el ascenso del neoliberalismo, a partir de los años ochenta, hemos asistido a un influjo de los enfoques cognitivo-conductuales y los psicofármacos, unas tecnologías que localizan el problema entre nuestras orejas. Las terapias que ahora desean nuestros gobiernos centran toda la atención en la reforma interior, sin pensar en la externa. No ven el sufrimiento como una llamada de atención que reclama un cambio en las circunstancias externas que favorezca nuestro desarrollo personal. [...] A medida que esta nueva concepción iba remodelando la ideología con respecto a la salud mental, las intervenciones despolitizadoras (químicas o cognitivas) obtuvieron un respaldo gubernamental sin precedentes, a la vez que los intereses farmacéuticos prosperaban gracias a la desregulación y las terapias humanistas iban quedando progresivamente devaluadas o dejaban de contratarse.
Por ahora, me centraré en la mencionada crisis de la psiquiatría. La particular contribución de la psicología a la crisis de salud mental —como el movimiento de la autoestima, la inteligencia emocional y la psicología positiva— se examinará a lo largo del libro.
La crisis de la psiquiatría es reconocida y señalada por destacados investigadores y psiquiatras de la corriente principal (no psiquiatras alternativos, antisistema o antipsiquiatras). A continuación, presentaré algunas referencias seleccionadas para ilustrar este punto.
John Ioannidis, catedrático de epidemiología y salud pública de la Universidad de Stanford, en un artículo de 2019 titulado «Terapia y prevención para la salud mental: ¿qué pasaría si las enfermedades mentales en su mayoría no fueran trastornos cerebrales?» y publicado en Behavioral and Brain Sciences, sostiene:
Gran parte de la carga de enfermedad relacionada con la salud mental puede ser inducida o prevenida por decisiones en áreas que nada tienen que ver con el cerebro. Nuestras sociedades necesitan considerar más seriamente el impacto potencial en los resultados de salud mental de decisiones tomadas en ámbitos laborales, educativos, financieros y otras decisiones sociales y políticas a nivel de empleo, Estado, país y global.
Asimismo, los psiquiatras Caleb Gardner y Arthur Kleinman, en un artículo de 2019 titulado «La medicina y la mente: las consecuencias de la crisis de identidad de la psiquiatría» y publicado en New England Journal of Medicine, afirman que:
Irónicamente, aunque las limitaciones de los «tratamientos biológicos» son ampliamente reconocidas, el mensaje predominante sigue siendo que la solución a los problemas psicológicos implica hacer coincidir el diagnóstico «correcto» con la medicación «correcta». En consecuencia, los diagnósticos psiquiátricos y los medicamentos proliferan bajo la bandera de la ciencia médica, aunque no existe una comprensión biológica de las causas o los tratamientos de los trastornos psiquiátricos.
Los psiquiatras Joel Braslow, John Brekke y Jeremy Levenson, en un artículo de 2020 titulado «La miopía de la psiquiatría: recuperar lo social, cultural y psicológico en la mirada psiquiátrica» y publicado en JAMA Psychiatry, dicen:
Sugerimos que las creencias y prácticas cotidianas de la psiquiatría clínica sobre la enfermedad y el tratamiento psiquiátricos, que se dan por sentadas, han reducido la visión clínica, dejando a los clínicos incapaces de comprender los aspectos fundamentales de las experiencias de los pacientes.
Los investigadores de la salud mental Estelle Dumas-Mallet y François Gonon, en un artículo de 2020 titulado «Mensajes en psiquiatría biológica: tergiversaciones, sus causas y posibles consecuencias» y publicado en la Harvard Review of Psychiatry, afirman:
El mensaje principal que se transmite a la gente es que los trastornos mentales son enfermedades cerebrales que se curan con medicamentos diseñados científicamente. Aquí describimos cómo se genera este mensaje engañoso. Las observaciones biomédicas a menudo se tergiversan en la literatura científica a través de diversas formas de embellecimiento de datos, sesgos de publicación que favorecen estudios iniciales y positivos, interpretaciones incorrectas y conclusiones exageradas. Estas tergiversaciones se difunden a través de los medios de comunicación... y afectan al cuidado de los pacientes.
El psiquiatra italoestadounidense Giovanni Fava, editor honorario tras 30 años como editor-jefe de Psychotherapy and Psychosomatics, una de las revistas de psiquiatría y psicología clínica de mayor impacto, en su conversación con Awais Aftab el 17 de septiembre de 2020 en Psychiatric Times, aseguraba:
La psiquiatría atraviesa una crisis intelectual. Esta crisis es compartida por otras áreas de la medicina clínica y surge de un concepto estrecho de ciencia que descuida la práctica clínica como fuente básica de preguntas de investigación... La mayoría de las investigaciones publicadas no tienen relevancia para la práctica. El progreso de las neurociencias en las últimas dos décadas ha llevado a menudo a creer que los problemas clínicos en psiquiatría probablemente se resolverían con este enfoque [...] El reduccionismo biológico ha dado lugar a un enfoque idealista, bastante alejado del pluralismo explicativo que exige la práctica clínica. Las neurociencias han exportado su marco conceptual a la psiquiatría mucho más que servir como herramienta de investigación.
Los citados psiquiatras Awais Aftab y Benjamin Druss, en el artículo de 2023 titulado «¿Abordar la crisis de salud mental en jóvenes enfermos o en sociedades enfermas?» de JAMA Psychiatry, dicen:
El énfasis actual en la detección utilizando escalas de síntomas y el diagnóstico utilizando los criterios del DSM probablemente sea inadecuado para la tarea de clasificar quién necesitará o se beneficiará de un tratamiento psiquiátrico individual y de qué tipo [...] Los clínicos deberían ser más conscientes de que enmarcar la angustia como un trastorno pueda llevar a cambios en la autoconcepción y en los comportamientos de un individuo que a su vez exacerban o perpetúan los síntomas.
El psiquiatra neerlandés Jim Van Os, en una entrevista en El País del 29 de octubre de 2023, sostiene:
Lo que vemos en salud mental es que lo que cuenta, es la experiencia de la gente trabajando en ella; las técnicas y sus medicaciones no tienen tanta importancia como habíamos pensado. Las tasas de trastornos psiquiátricos están aumentando en países europeos, son alarmantes. En los Países Bajos, se han doblado en los últimos 15 años y tenemos un ejército de psicólogos y psiquiatras, pero hay una paradoja: cuanto más tratamos, peor se siente la gente joven [...] El clima social y existencial en el que vive la gente joven hace algo con su mente que provoca que se sientan mal.
Aunque pongo el énfasis en la crisis de la psiquiatría, porque de hecho define el campo de la salud mental y sus reglas de juego al modo biomédico (síntomas, diagnóstico, trastorno mental, tratamiento), la psicología clínica no deja de participar (más o menos involuntariamente) de esta crisis cuando imita a la psiquiatría. Por no hablar de las propias «contribuciones» de la psicología a la crisis de salud mental con movimientos, por otra parte, venerados, como el fomento de la autoestima (inflar el ego), de la inteligencia emocional (mirarse el ombligo) y de la psicología positiva (arruinar la vida buscando la felicidad). De estas tres cuestiones hablaré más adelante.
La buena noticia es que la alternativa a la crisis de la psiquiatría surge desde dentro de la propia psiquiatría y psicología. Para ello, es necesario mirar más allá de la corriente principal, la cual, aunque esté en crisis, sigue siendo la que organiza el panorama. Alguien instalado plácidamente en la corriente principal, sin cuestionar demasiado, podría preguntarse: ¿qué crisis? Por eso he incluido referencias de autores relevantes que piensan más allá de la autocomplacencia de la corriente dominante.
Crisis existencial de nuestro tiempo
La tercera arista del panorama de crisis contemporáneo está relacionada con el conflicto existencial que afecta a una buena parte de la sociedad. Este conflicto se manifiesta en la sensación de que la vida carece de sentido, un fenómeno especialmente pronunciado en la generación Z. Como muestra la psicóloga Jean Twenge en su estudio comparativo de las generaciones, la Z se caracteriza por el pesimismo, la sensación de que «todo se desmorona», de que las «cartas están echadas en mi contra» y que el «mundo es duro» (Generations, 2023). Diferentes factores reflejan y contribuyen a esta atmósfera.
Para empezar, tenemos el citado fenómeno Taylor Swift. La megaestrella ya ha sido discutida en la introducción desde una perspectiva existencial. Sus canciones abordan problemas típicos del existencialismo, como la angustia, la ansiedad y la libertad en el contexto de las relaciones románticas. A este respecto, nos revelan la transición de una eraesencialista de ideas preconcebidas acerca del «amor perfecto» y una «relación ideal» (como si fueran esencias) a una eraexistencialista, abierta, por hacer, con «espacios en blanco» y contingente, donde el amor puede ser «para siempre» o «terminar en llamas» y en la que «nosotros hacemos las reglas». Taylor Swift pone letra y música a las experiencias, ansiedades y desafíos de toda una generación, a las emociones de millones de swifties que se reconocen en esta poesía existencial y a la vez encuentran refugio en sus canciones, conciertos y comunidades de seguidores. No se trata solo de letras que expresan lo que también les pasa a otros (amores, desamores, sentirse perdido), sino de identificación, sentido de pertenencia y guía (¿qué haría ella?). La cuestión es que sus letras y la identificación con estas no solo reflejan la crisis existencial de una generación, sino que acaso contribuyen a ella sobredimensionando su conciencia de «estar mal». Como veremos en el capítulo 5, la autoatención intensificada puede dar lugar a la «enfermedad de ser consciente», en palabras de Fernando Pessoa.
Así pues, podemos considerar la propia crisis de salud mental como un «síntoma» de la crisis existencial que atraviesan las nuevas generaciones. La ansiedad y la depresión son antes que nada categorías existenciales de las que se ha apropiado el idioma clínico —producto de la cultura del diagnóstico y la terapia—, reducidas a simples síntomas descontextualizados de las experiencias vividas y las circunstancias que las rodean. Más allá de esta apropiación, las experiencias de ansiedad y depresión tienen que ver con la soledad y la «cultura del miedo» de nuestro tiempo.
Puesto que la soledad no es un término clínico, no se prodiga con la misma frecuencia. Sin embargo, a poco que se indague, puede observarse que la soledad está en la base de la mayoría de los malestares que reciben diagnósticos clínicos. Estar conectado y sentirse desconectado epitomiza esta paradoja de la vida en las redes sociales. Pero la soledad no empieza con las redes sociales ni habita únicamente en ellas. La soledad está propiciada por las formas de vida y funcionamiento de la sociedad. De acuerdo con la tesis defendida por la economista británica Noreena Hertz en su libro El siglo de la soledad (2021): «La soledad no es una circunstancia aislada, sino que se produce dentro del ecosistema económico y político de la sociedad. El individualismo, el consumismo, los sistemas de trabajo y las desigualdades son aspectos que propician la soledad», generando lo que se ha denominado como «muchedumbres solitarias».
Por su lado, la «cultura del miedo» alude a la atmósfera en la que se crían y desarrollan las nuevas generaciones. De acuerdo con el citado sociólogo húngaro-canadiense Frank Furedi, en Cómo funciona el miedo: la cultura del miedo en el siglo xxi:
La ansiedad propiciada por la precariedad de la infancia se traduce en un miedo de fondo que acecha constantemente, y el debate sobre la educación está más influido por el miedo que por la esperanza. El miedo a las identidades frágiles, el miedo al fracaso, el miedo a la autoestima, el miedo a la caída de los estándares, el miedo a los efectos perniciosos de los exámenes en la salud mental de los estudiantes, el miedo a la competición y los deportes competitivos y el miedo a la disciplina son temas recurrentes en los debates educativos. A menudo, estos temores aumentan y las ansiedades sobre la fragilidad del niño adquieren vida propia. Es como si el mundo de los adultos tuviese que adjuntar una advertencia sanitaria a cada nuevo desafío que los niños encaran.
Los nuevos trastornos que surgen, la mencionada ecoansiedad y el FoBO («Fear Of Better Options», «Fear Of Becoming Obsolete») revelan otros aspectos de la crisis existencial que atravesamos. La ecoansiedad, como la define en 2017 la Asociación Americana de Psicología, es «el miedo crónico al cataclismo medioambiental que surge al observar el impacto aparentemente irrevocable del cambio climático y la preocupación asociada por el futuro propio y el de las próximas generaciones». Ni Kierkegaard, el padre del existencialismo y autor de El concepto de la angustia, ni Albert Camus, el existencialista del absurdo, llegaron tan lejos. El FoBO, por su parte, define el miedo a perder buenas opciones, a no tomar las mejores decisiones y a quedar obsoleto, un fenómeno que afecta de forma creciente a personas jóvenes con formación universitaria. Este miedo plantea varias cuestiones existenciales: la paradoja de la elección, que lleva a una menor satisfacción cuanto mayor es el abanico de alternativas; el infantilismo de quererlo todo sin renunciar a nada; la dificultad para tomar decisiones y asumir la responsabilidad y, en definitiva, el miedo a la libertad (Erich Fromm).