La superación de la indiferencia - Alexander Batthyány - E-Book

La superación de la indiferencia E-Book

Alexander Batthyány

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Beschreibung

En medio de la abundancia material de los países ricos, emerge en su población un fenómeno de reacción: cada vez más personas se sienten atrapadas en una profunda incertidumbre existencial y crisis de valores. Así, la prosperidad material va ligada a un empobrecimiento espiritual y existencial, perdiendo el acceso a los valores reales de la vida. La cohesión y la responsabilidad personal, valores positivos para nosotros y la sociedad, quedan al margen y prevalecen la frialdad, el aislamiento, la soledad, el desánimo y la indiferencia. En esta obra, Alexander Batthyány analiza las causas y las razones de este fenómeno. La lectura de estas páginas ofrece claves para salir de esta indiferencia, orientadas a la práctica y basadas en diferentes evidencias científicas. Para el autor, todo ser humano está llamado a entrar en la corriente de la vida y participar de la realidad y sus posibilidades, involucrarse y ser receptivo, porque, en efecto, nuestra riqueza no viene de lo que recibimos, sino de lo que estamos dispuestos a dar.

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Alexander Batthyány

La superación de la indiferencia

El sentido de la vida en tiempos de cambio

Traducciónde María Luisa Vea Soriano

Herder

Título original: Die Überwindung der Gleichgültigkeit. Sinnfindung in einer Zeit des Wandels

Traducción: María Luisa Vea Soriano

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2017, Kösel-Verlag, Múnich

© 2020, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN ePub: 978-84-254-4355-8

1.ª edición digital, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com). Si esta publicación contuviera enlaces a páginas web de terceros, la editorial no asume ningún tipo de responsabilidad respecto de sus contenidos, puesto que no los adoptamos como nuestros, sino que únicamente remitimos a su estado en el momento de la primera publicación.

Herder

www.herdereditorial.com

Para Juliane, Leonie y Larissa

Índice

EL SUEÑO QUE UNA VEZ TUVIMOS…

Introducción: La actitud ante la vida y la forma de vivir

La idea de la vida y la vida real

La crisis de nuestra concepción del ser humano: el sueño perdido

La importancia social de la crisis actual

Estamos destinados a algo bueno: recuperar el sueño

QUERIDO COMO SER HUMANO DE PRINCIPIO A FIN

El ser humano necesita ser querido desde el principio

¿Pérdida de valores o crisis de valores?

La riqueza a través del dar. Nuestra amistad con la vida

Hasta que digamos adiós

Aprender a vivir de los que van a morir

EL PRESENTE ESTÁ ABIERTO

La ausencia de compromiso de nuestro tiempo

Preguntas que nos plantea la vida

El ser humano es algo más que un producto del pasado

El presente como espacio abierto

LA LIBERTAD, EN EL CENTRO DE LA VIDA

El mito del desahogo

Responder al mal con bien

El poder de las decisiones

El mito de la dependencia

Acerca de la singular economía del amor

LA RESPONSABILIDAD, EN EL CENTRO DE LA LIBERTAD

Mantener la esperanza y pensar en los demás tienen sentido

La alegría no vivida del día a día

Sobre la superación de los obstáculos internos

Atreverse a ser libre: actuar es vivir más

El coste de dejar de ser libres

LLEGAR AL YO A TRAVÉS DEL MUNDO

Acerca de la difícil pregunta de qué quiere el ser humano

¿Qué nos hace felices y qué nos dice esto sobre la vida?

Reduccionismo en el hospicio

Cuando el yo mata de hambre al mundo

¿Podemos ser felices tan solo queriéndolo?

Los que quieren demasiado

EL VERDADERO QUERER

Los sentimientos no son un fin en sí mismos

Sentimientos subjetivos y sentimientos intencionales

Confianza en uno mismo y autoestima

El séptimo día: un sábado permanente

EPÍLOGO (Elisabeth Lukas)

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

El sueño que una vez tuvimos...

Introducción: La actitud ante la vida y la forma de vivir

Este libro trata de dos sentimientos profundamente humanos: la esperanza y la disposición a tomar parte en la vida de manera comprometida y benevolente. Y de la capacidad de entender que el estado en que debería estar el mundo es una tarea y una petición a nosotros mismos, por ejemplo, intentar mejorar algo en lugar de pasarlo por alto encogiéndonos de hombros.

Trata también de los motivos que pueden impedirnos llevar una vida abierta, con intereses, existencialmente generosa, atenta y dispuesta a compartir. Una vida cuya fuerza no se deriva tan solo de pensar en uno mismo, sino, sobre todo, del hecho de permanecer accesible, interesado y comprometido, incluso a pesar de que, con bastante seguridad, no lograremos llevar a cabo, o tan solo lo haremos de manera imperfecta, algunas de las cosas que nos propongamos.

De Florence Foster-Jenkins, a la que los críticos musicales consideraron de forma unánime como probablemente la peor cantante del mundo, nos ha llegado una hermosa frase: «La gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá decir nunca que no canté». Nadie debería poder decir que no hemos intentado al menos dar lo mejor de nosotros en la vida, y esto requiere no perder la esperanza o recuperarla cuando sea necesario.

Este libro trata precisamente de esa esperanza. Trata, más concretamente, de las múltiples conexiones existentes entre nuestra esperanza, la imagen que tenemos de nosotros mismos, del mundo y del ser humano y de nuestras experiencias, pensamientos, decisiones, comportamientos y actuaciones personales. Habla de actitudes y de valores, y de que hay visiones del mundo y de nosotros mismos que hacen que tengamos éxito en la vida y en la convivencia, y otras que hacen que nuestra vida e incluso nuestra muerte y las de los demás sean más difíciles de lo que probablemente deberían ser. Observar la imagen que tenemos de nosotros mismos, del ser humano y del mundo no solo es una clave para entender nuestras experiencias y actuaciones, sino también para cambiar y madurar y, por último, para lograr una vida exitosa y plena a nivel personal y social.

Porque las actitudes se pueden cambiar. Y esto no solo se consigue mediante la persuasión y el ruego (de este modo incluso suele conseguirse menos), sino, sobre todo, entendiendo y aceptando algunas circunstancias de la existencia, a veces sorprendentemente simples, pero que precisamente por eso se olvidan o pasan por alto más fácilmente.

Si tomamos en consideración estas circunstancias, no pocas veces puede resultar incluso mucho más sencillo corregir las actitudes. Y esta corrección produce una transformación de nuestro comportamiento mucho más profunda y duradera que el mero propósito de decidir, actuar y reaccionar a partir de hoy de una manera y no de otra. La mayoría lo sabemos por experiencia: es relativamente fácil concebir buenos propósitos para cambiar nuestro comportamiento, pero es difícil llevar estos propósitos a la práctica de manera consecuente durante un largo periodo de tiempo. Numerosas investigaciones psicológicas confirman esta experiencia (Sheeran et al., 2016: 1178-1188) e incluso sugieren que la clave para entender y cambiar nuestro comportamiento se encuentra no tanto en el propio comportamiento como en las ac­titudes, las expectativas y las posturas que subyacen a nuestras actuaciones. Dicho de otro modo, nuestras actuaciones y nuestro modo de vida son siempre, hasta cierto punto, síntoma y expresión de nuestra actitud ante la vida.

Así pues, existe una gran conexión entre lo que pensamos de nosotros mismos, de nuestros semejantes y del mundo y lo que esperamos de nosotros mismos, de los demás y de la vida. Y es importante cuánta esperanza ponemos en nosotros mismos y en la vida. De nuestras expectativas y esperanzas dependen gran parte de nuestros actos y comportamientos, tal vez, incluso, todo nuestro proyecto de vida. De hecho, esta conexión es tan fuerte, que el comportamiento de los demás tan solo nos resulta comprensible en la medida en que podamos y estemos dispuestos a ver las cosas tal y como se les plantean a ellos. Y esto es válido tanto a nivel individual como para sociedades enteras.

La comprensión de acontecimientos históricos o de otras culturas, por ejemplo, requiere que hagamos el esfuerzo de sumergirnos y de entender su concepción del mundo y del ser humano. Mientras no lo consigamos –suponiendo que lo hagamos–, la relación con una época histórica o una cultura lejana será una relación con algo extraño y, quizá por este motivo, exótico e interesante, pero a fin de cuentas incomprensible y oculto, y siempre será una relación incompleta. El motivo es que el mundo del otro todavía no se nos ha revelado, nos resulta mentalmente remoto y, por lo tanto, no entendemos su modo de comportarse y de actuar:

A acuerda con B que a la mañana siguiente lo acompañará a ver una casa que B quiere comprar. Al día siguiente, ambos se ponen en camino y, de repente, B dice que hoy no irá a ver la casa y que regresa ahora a la suya. Inicialmente no alega ningún motivo, pero, como A le insiste, finalmente dice: «¿Acaso no has visto el gato negro que ha cruzado la calle? Seguro que no pasará nada bueno». B vive en un mundo de superstición y de presagios en el que hay ciertos acontecimientos destacables y significativos que determinan su actuación y que en el mundo de A simplemente no existen, porque no desempeñan ningún papel (Allers, 2008: 155).

Gatos negros hay también en el mundo de la persona que no les concede mucha importancia, pero este significado añadido o, en general, la predisposición a suponer conexiones significativas tras los sucesos o las cosas que a otros les parecen insignificantes es precisamente lo que constituye la diferencia entre la comprensión y la incomprensión de nuestro propio comportamiento o del comportamiento de los otros.

La idea de la vida y la vida real

Pero, tal y como nos dicen las investigaciones psicológicas, así como probablemente la experiencia cotidiana de la mayoría de nosotros, comprender otros puntos de vista no es precisamente una empresa sencilla (Keysar, Lin y Barr, 2003: 25-41). Más aún, estas mismas investigaciones sugieren que ni siquiera conseguimos entender siempre y al primer intento nuestras propias ideas del mundo y de nosotros mismos (Wilson, 2002). Probablemente esto se deba, entre otras cosas, a que gran parte de las actitudes y las ideas que subyacen a nuestra concepción del mundo y del ser humano rara vez se adquieren conscientemente, y aún es más raro que se analicen regularmente de manera racional en relación con su realismo.

Si las analizáramos, es posible que pronto nos diéramos cuenta de que algunas de estas actitudes ya no encajan o incluso se contradicen con nuestras realidades vitales («Dios los cría y ellos se juntan» resulta tan convincente como «Los contrarios se atraen»). Otras pueden dar buen resultado a corto plazo, pero nos hacen más mal que bien a largo plazo, y otras pueden traernos solo provechos, pero perjudicar, devaluar y lastimar nuestro entorno y a las demás personas. A continuación analizaremos si el comportamiento que tan solo nos es útil a nosotros y que no tiene en cuenta el bienestar de los demás no es una de las formas de vida que a largo plazo más nos perjudica a nosotros mismos, ya sea porque actuar de manera egocéntrica nos sitúa muy por detrás de los talentos y las capacidades que podríamos entregar al mundo y emplear en cosas buenas y valiosas, ya sea porque hoy podemos depender de la buena voluntad, la ayuda y el apoyo de esas mismas personas de las que ayer nos aprovechamos como meros medios para lograr nuestra propia pequeña felicidad.

De uno u otro modo, el ejemplo de la actitud egoísta ilustra claramente la estrecha relación existente entre nuestra felicidad y nuestra actitud ante la vida. Esta actitud, de la que en un primer momento cabría esperar que resultara beneficiosa por lo menos a aquel que la ha convertido en un principio de vida, puede engendrar mucho sufrimiento. Corregir una actitud así es mucho más fácil cuando uno la concibe como lo que realmente es: un malentendido existencial fundamental acerca de la relación entre nuestra felicidad personal, nuestra realización y lo que esperamos de nosotros mismos y del mundo. Dicho de otro modo, lo que en el resultado final parece un déficit moral, desde otro punto de vista es a menudo solamente el resultado de un modo de vida que solo una minoría adopta, porque es egoísta y moralmente cuestionable. Reprochar a un egoísta su egoísmo suele ser una lucha inútil. La persona que lo hace lucha contra un síntoma, pero no contra sus causas. «Así es el mundo, cada uno tiene que pensar en sí mismo y en su interés, porque nadie lo hará por él», puede que piense el egoísta.

Cuando el mundo se entiende así, no solo los gatos negros representan una amenaza, sino también la mayoría de los humanos, que se convierten en adversarios, rivales, enemigos. Aunque el comportamiento que resulta de tal actitud parezca moralmente dudoso, sería injusto reprochar a la persona en cuestión la triste equivocación y el recelo que subyacen a su actitud ante la vida. Porque nadie escoge conscientemente ser víctima de una equivocación. Por lo tanto, la persona que se comporta de manera fría y egoísta en un mundo que ella vive (o interpreta) como frío y egoísta no tiene por qué ser por ello inmoral; puede que simplemente crea e incluso se lamente de que las reglas del juego de la vida sean así. Por eso, no tiene mucho sentido reprocharle su falta de moralidad. Una persona así puede ayudarse a sí misma y liberarse de su indiferencia egoísta volviendo a examinar su visión del mundo y quizá reconociendo al hacerlo que las reglas de juego de la vida están lejos de ser tan crueles como había supuesto hasta ahora. Y entonces quizá se dé cuenta de que es posible que sea ella misma la que está haciendo realidad con su actitud lo que teme del mundo y de la naturaleza humana.

En resumen, una de las claves para llegar al ser humano es el concepto que tiene de sí mismo, de las demás personas y del mundo. Por desgracia, parece como si el presente estuviera azotado por una crisis sin precedentes de la idea del ser humano. Es posible que este, quizá a causa de los descarrilamientos históricos y las catástrofes ocurridas el siglo pasado, pero quizá también a causa de la increíble riqueza y de las casi infinitas oportunidades de nuestros días, nunca se haya sentido tan extraño y desconfiado al observarse como hoy, y tal vez tampoco tan falto de un refugio existencial en un mundo que, a pesar de todas las desgracias del siglo pasado y a pesar de toda la incertidumbre, es su hogar de manera temporal.

La crisis de nuestra concepción del ser humano: el sueño perdido

Hoy en día, muchas personas se quejan de una crisis de nuestros valores y lo que están diciendo con ello es que sus propios proyectos de vida o los proyectos de vida en general les parecen discutibles o dignos de ser cuestionados, pero que, en su búsqueda, no encuentran respuestas firmes y viables. De algún modo, parece ser que muchos de nosotros y probablemente una parte considerable de la sociedad del bienestar han perdido la orientación y, con ella, la actitud, el rumbo y su propia trayectoria vital, por no mencionar el idealismo y la esperanza a los que nos referíamos al principio.

En este contexto, la investigación psicológica nos habla de un sentimiento profundo de desmoralización, escepticismo, falta de compromiso, resignación e incertidumbre, sobre todo en los países industriales ricos.1 Como consecuencia, las personas se alejan de un mundo del que ya no esperan mucho o del que alguna vez esperaron mucho más, para después alejarse aún más decepcionados en vista de las esperanzas no cumplidas.

Teniendo en cuenta que este declive existencial parece propagarse especialmente allí donde las personas tienen una relativa seguridad material y carecen prácticamente de necesidades inmediatas, nos encontramos ante un fenómeno absolutamente paradójico. Al menos en Europa y Norteamérica, una vida con cierto nivel de escasez sigue estando muy alejada de lo que significaría sufrir verdaderas privaciones, si la comparamos con los niveles de los últimos siglos o de otras regiones más pobres en la actualidad. Al mismo tiempo, estas son las dos regiones en las que, según numerosos estudios, prolifera con mayor rapidez lo que el psiquiatra, neurólogo y fundador de la logoterapia Viktor E. Frankl denomina «vacío existencial». En todo caso, la gente en Europa y en Norteamérica nunca había estado tan bien como desde mediados del siglo pasado (y, al mismo tiempo, rara vez fueron más evidentes la desigualdad social, la injusticia y, desgraciadamente, también la indiferencia de los ricos frente a los necesitados). En cualquier caso, la prosperidad para todos, o al menos para muchos, ha supuesto un experimento natural que ha evidenciado que la anhelada vida plena no se convierte ni mucho menos en realidad porque las personas tengan cubiertas sus necesidades económicas y fisiológicas, vivan en tiempos de paz y puedan cumplir sus deseos y desarrollar sus capacidades. El milagro económico trajo consigo toda una serie de extraños fenómenos psicológicos de una virulencia y una extensión hasta ese momento desconocidas. En medio de la riqueza se propagaron la insatisfacción, la violencia, las adicciones, los sentimientos de absurdo y la frustración. En cualquier caso, la idea lógica, derivada de las privaciones experimentadas durante los últimos siglos, de que el ser humano encontraría su felicidad y su plenitud cuando ya no tuviera que luchar por su supervivencia no se ha convertido en realidad, al menos mientras la riqueza externa se oponga a un notable empobrecimiento intelectual y espiritual. Por lo tanto, no se confirma la tan citada frase de Marx según la cual la vida determina la conciencia, sino que muchas veces parece más bien que la falsa conciencia oscurece la vida asegurada materialmente. En la actualidad, este oscurecimiento se manifiesta, sobre todo, en la crisis existencial y de sentido del hombre moderno. Este tiene mucho, a veces muchísimo y otras incluso demasiado y, en ocasiones, piensa que todavía necesitaría más para llegar a ser feliz y sentirse realizado. Hasta que se resigna y, en su resignación, recae en la mera supervivencia y se refugia en la falta de compromiso del día a día y en una especie de desesperanza fatalista o provisional (Frankl, 1949). Todo le resulta indiferente, nada le llega. Este sentimiento de ausencia de compromiso es, por su parte, el terreno que permite que se propaguen la inestabilidad y la falta de orientación. ¿Dónde encontrar estabilidad y orientación –o simplemente pedírselas a otros– cuando la falta de compromiso oculta la visión de la diversidad y la realidad de la vida?

Sin embargo, los descubrimientos acerca de la «patología del espíritu de nuestro tiempo» (Frankl) no son un motivo de alarma. No es necesario imaginar este estado como algo más dramático de lo que realmente es. Puede que incluso, precisamente por ser casi siempre relativamente asintomático y razonablemente soportable, este estado se ignore a menudo y aún más a menudo se acepte con resignación o llegue incluso a entenderse como la normalidad del día a día. Se trata de un desánimo o abatimiento, a menudo silencioso, que se cuela en la vida cotidiana como un trasfondo melancólico y priva a la persona de la capacidad o la disposición a participar en la vida de manera activa y animada.

Puede que las características más evidentes de este síndrome sean por ello, sobre todo, signos de deficiencia, por ejemplo, falta de entusiasmo y de sensibilidad, pero también poca disposición a asumir la responsabilidad personal y la corresponsabilidad y de involucrarse en la vida de manera creativa, es decir, de tomar parte y participar en ella y comprometerse más allá de lo estrictamente necesario.

Una paciente lo expresó una vez de manera muy atinada. Podía decirse que la vida no le importaba demasiado. Todo le parecía falto de interés y aburrido, y la mayoría de las cosas tenían para ella la misma importancia (es decir, ninguna) y tan poca validez como las que vendrían después. Así puede explicarse con palabras el sentimiento generalizado de indiferencia y la consiguiente pérdida de entusiasmo e interés.

El problema es, entre otros, que este tipo de actitud vital funciona a menudo como una profecía autocumplida: aquel a quien no le importa el mundo y que espera muy poco o nada de él y de sí mismo, aquel que no se siente atraído por nada ni comprometido con nada o casi nada del mundo tampoco reacciona cuando, dicho de manera metafórica, toda la orquesta está esperando su entrada. Se queda esperando, deja pasar su entrada, pero es lo suficientemente sensible para darse cuenta de que a la pieza de la vida le falta una voz y de que, al mismo tiempo, él también se está perdiendo algo.

Muchos hablan de un vago sentimiento de desperdiciar la vida y a veces uno se siente inclinado a secundar este lamento, aunque con ciertas reservas. Porque no es tanto que estas personas se pierdan la vida, sino más bien que su vida se las pierde a ellas. Todos los días la vida se dirige a ellas con determinadas oportunidades y tareas, espera su contribución, su implicación, espera que su actuación provoque en el mundo algo que sin ellos no hubiera ocurrido o hubiera sido diferente. Pero estas personas están sordas o se hacen las sordas ante estas peticiones, o quizá ya no son capaces de reaccionar, o puede que sí lo sean, pero que al mismo tiempo se encuentren tan desanimadas o cohibidas por miedos indefinidos que no quieran o no puedan asumir la tarea de hacer algo relevante en la vida. O tal vez desconfían demasiado de la vida. Piensan que su contribución es insignificante o que el mundo no se puede moldear o construir, y, por este motivo, se ven a sí mismas como una ruedecilla en un engranaje cuyo mecanismo no concede al individuo ninguna importancia, responsabilidad personal ni compartida.

Probablemente no sería correcto describir estas posibilidades como alternativas, como si una excluyera a la otra. Lo que ocurre más bien es que en la misma persona puede dominar, dependiendo de la ocasión, uno u otro motivo para el desánimo. Sin embargo, el denominador común es una visión resignada del mundo o del ser humano, y en este contexto se instalan la ausencia de compromiso y el desaliento, socavando la iniciativa, la responsabilidad, la vivacidad y la alegría de vivir que caracterizan idealmente a la existencia humana y le otorgan sentido, profundidad y significado.

La creciente divulgación de estas actitudes de resignación no solo oscurece y cubre de sombras la vida del individuo, sino que también tiene un precio elevado en términos de desarrollo social. Instalada en la resignación, la persona no solo se vuelve ciega ante su propia felicidad, sino también y en la misma medida ante el sufrimiento y la desgracia de los demás. Sin embargo, lo que podría liberar a la persona de la indiferencia sería justamente la voluntad de responder a esa tarea relacionada tácitamente con el sufrimiento, la desgracia y la necesidad de los demás.

Resulta, pues, especialmente trágico que, precisamente en las condiciones actuales de bienestar y abundancia, muchas personas se encuentren profundamente insatisfechas, aburridas y frustradas con sus vidas por sentir que carecen de tareas con sentido y que, simultáneamente, no puedan o no quieran ver lo importante y lo urgente que sería su contribución y las muchas posibilidades de dar sentido a la vida que esperan nuestro compromiso y nuestra atención, desgraciadamente muchas veces en vano.

Por otra parte, la resignación parece afectar con frecuencia precisamente a aquellos que se alejan de la vida decepcionados, porque, y a pesar de que originariamente tenían grandes ideales a los que ahora renuncian, dejan escapar su esperanza, por no haberse cumplido o por ser irrealizables.

El vacío resultante es ocupado por la indiferencia, ese sentimiento que socava toda iniciativa, todo idealismo y toda fe en un futuro mejor, construido con responsabilidad, y que nos devuelve a una gris rutina diaria, que nosotros soportamos, lamentamos y dejamos pasar, sin saber realmente qué significa todo esto y si nuestra vida tiene algún sentido digno de mención. En este libro analizaremos con más detalle algunos de los orígenes, de las causas y de los efectos psicológicos y sociales del vacío existencial, pero, sobre todo, veremos diferentes formas de salir de este vacío y volver a la vida.

Pero hay una cosa que podemos adivinar, incluso sin consultar en detalle las investigaciones actuales: para una sociedad y para el mundo en su conjunto no puede ser bueno perder como participantes y constructores activos a aquellos que alguna vez estuvieron abiertos a las esperanzas y los ideales. Porque, si lo hace, está perdiendo a los mejores o, mejor dicho, lo mejor que tiene el ser humano: su disposición a mirar más allá de su propio estado momentáneo y sentirse llamado a contribuir de manera positiva al mundo allí donde pueda hacerlo. Así, la sociedad pierde lo mejor que tiene, porque pierde a aquellas fuerzas dispuestas a intervenir de manera comprometida y benévola en el curso natural de las cosas para que nuestra contribución pueda hacer posible, por un lado, levantar algo nuevo y vivo en el mundo y, por otro, darle la vuelta a una situación delicada o a un sufrimiento evitable, para que incluso allí donde el curso natural de las cosas no auguraría nada bueno sea posible que ocurra algo bueno o que al menos se mitigue el sufrimiento.

Un mundo que pierde todo esto es literalmente desolador, porque el consuelo es algo que tampoco se halla en el transcurso natural de las cosas, sino que crece más bien sobre la base de la disposición de una persona a dejarse interpelar por la necesidad de otra, es decir, a no permanecer indiferente ante el sufrimiento del otro, sino ofrecerle al menos una palabra amable o una ayuda. Pero un mundo no solo es desolador porque el ser humano, atrapado en la indiferencia, pierda el don de ver en la necesidad de consuelo de los otros algo que le incumbe, sino también porque es posible que nunca pueda sobreponerse a sus esperanzas frustradas y a la insignificancia que experimenta a nivel subjetivo.

El ser humano es y seguirá siendo humano, y la esperanza y la búsqueda de sentido son características profundamente o incluso intrínsecamente humanas, tal y como confirman numerosos estudios psicológicos y clínicos (Batthyány y Guttmann, 2005: caps. 1 y 2), que en su mayoría tienen su origen en el impulso de Viktor Frankl y en la logoterapia y el análisis existencial por él desarrollados. De todos los seres vivos conocidos, el ser humano es el único que tiene fe, esperanza y amor, y aún más a tan gran escala. Esto dice mucho sobre nuestro destino, de lo que a veces estamos dispuestos a reconocer, y aún mucho más sobre la estructura interna y existencial de la existencia humana: el idealismo y la responsabilidad nos vienen dados de nacimiento, forman parte de nuestra naturaleza.

Así que el ser humano es el único que nada más entrar en el mundo piensa: este mundo está necesitado y está esperando mi contribución, así que vamos a colaborar para convertirlo en un lugar mejor para muchos. Este conocimiento fenomenológico todavía no nos dice si estas esperanzas tienen una correspondencia objetiva, pero sí que el ser humano no solo está en el mundo como un ser sabio (sapiens), sino, sobre todo, como un ser esperanzado y en busca de sentido. Como ya se ha dicho, todavía no sabemos y tendremos que analizar a lo largo del libro hasta qué punto esta esperanza es tan solo una ilusión o también un deber y el verdadero destino del hombre. Pero, llegados a este punto, podemos decir ya que este sueño es parte esencial del ser humano. El sueño malogrado deja tras de sí vacíos y causa un dolor que no podrá calmarse ni siquiera con la poderosa anestesia y la distracción de la industria del ocio. Y de ahí la ya mencionada desolación de un mundo sin sentido ni deber y sin responsabilidad personal ni colectiva. La indiferencia es el rechazo de esta responsabilidad. Con otras palabras, es una señal de que alguien se ha salido del juego de la vida. Allí donde la vida contaba conmigo hay ahora un vacío.

La importancia social de la crisis actual

Dejando aparte el sufrimiento personal que trae consigo este tipo de experiencia, las evoluciones del espíritu de la época descritas anteriormente entrañan también importantes consecuencias sociales, puesto que, desgraciadamente, las fuerzas que llenan estos vacíos no siempre son dirigidas por ideales y expectativas positivos, sino que en ocasiones no tienen otro interés que el propio, que intentan imponer movilizando a las masas hacia cualquier camino concebible, generalmente fácil. Sobre esto dice Viktor Frankl: «De este modo, [el hombre inseguro] o quiere hacer solo lo que hacen los otros, lo cual sería conformismo, o hace solo lo que otros quieren que haga, en cuyo caso estaríamos ante el totalitarismo» (Frankl, 1975).

Por eso, una de las formas más sencillas y experimentadas históricamente de movilizar a una masa voluble y confundida es fanatizarla. La forma más fácil y rápida de conseguirlo no es fomentando y reclamando ideales positivos y responsabilidad, sino separando y desprestigiando a determinados grupos, muchas veces justamente a aquellos que más necesitarían de nuestro apoyo, aliento y generosidad.

Así que probablemente no sea casualidad que las épocas en las que existe un sentimiento de resignación cada vez más extendido sean al mismo tiempo épocas de fortalecimiento de los movimientos populistas, cuyo pensamiento casi siempre se caracteriza más por los límites y el rechazo que por la esperanza y el auge. De modo que en el centro de estos movimientos ya no encontramos el sueño, ni la esperanza, ni la utopía, sino la confusión y la angustia que proliferan en el vacío dejado por el antiguo sueño (Kruglanski et al., 2014: 69-93).

De hecho, los psicólogos y los sociólogos advierten en la actualidad un nuevo movimiento del espíritu de la época: la ira y el rechazo como actitud vital. Las investigaciones sugieren que inesperadamente la oferta de estos movimientos resulta en un primer momento psicológicamente atractiva: ofrecen la superación de la propia indiferencia. Sin embargo, rara vez ofrecen un sustituto equivalente a las esperanzas y a los ideales que muchos perdieron antes con la indiferencia. El problema es que esta oferta casi nunca es una oferta a favor de algo, sino, generalmente, en contra de algo o de alguien, y por este motivo normalmente parece relativamente arbitrario contra quién o qué se dirige un programa determinado.