Logoterapia y análisis existencial hoy - Alexander Batthyány - E-Book

Logoterapia y análisis existencial hoy E-Book

Alexander Batthyány

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Beschreibung

Para la logoterapia el sufrimiento es un elemento constitutivo de la existencia que es necesario situar en un lugar adecuado de nuestra vida y otorgarle un sentido. Viktor Frankl desarrolló esta corriente de pensamiento filosófico y terapéutico en la segunda mitad del siglo pasado, después de la dolorosa experiencia de su paso por Auschwitz y de la pérdida de su familia. A su juicio, carecer de un horizonte de sentido es la causa de gran parte de los trastornos emocionales, afectivos y psicológicos que el individuo sufre, así como la razón de que inflijamos daño a los demás. En esta obra, a través de un hondo y enriquecedor diálogo, los máximos expertos en la obra de Frankl, Elisabeth Lukas y Alexander Batthyány, reflexionan sobre conceptos claves de la logoterapia, hablan abiertamente sobre escisiones y posturas críticas dentro de esta, abordan el posicionamiento de Frankl frente a la religión y se ocupan de fenómenos actuales como las patologías causadas por el uso de dispositivos electrónicos, la migración global, los nuevos radicalismos, así como de la creciente falta de sentido de la vida en las sociedades occidentales. De este modo, Lukas y Batthyány formulan una logoterapia actualizada, capaz de dar respuestas, todavía hoy en día, a las inquietudes existenciales de nuestra vida.

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Alexander Batthyány y Elisabeth Lukas

Logoterapia y análisisexistencial hoy

Un balance

Con un prefacio de Eleonore Frankl y un prólogo de Franz VeselyTraducción de Manuel Cuesta

Herder

Título original: Logotherapie und Existenzanalyse heute: Eine Standortbestimmung

Traducción: Manuel Cuesta

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2020, Tyrolia-Verlag, Innsbruck- Viena

© 2022, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-4869-0

1.ª edición digital, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

Para Eleonore Frankl en señal de gratitud y afecto

Índice

Prefacio

Prólogo

I. La patología del espíritu de la época en el siglo XXI1

1. La felicidad es aquello que uno no padece

2. El bienestar y la falta de gratitud

3. La mayor fuerza del ser humano: otros seres humanos

4. Felicidad e infelicidad reactivas

5. ¿Una quinta patología del espíritu de la época?

6. Ciberpatología (internet y la psique)

7. La penuria y el temor razonable

II. Sobre el significado psicológico de las imágenes realistas del hombre

1. Nuestra imagen de nosotros mismos y sus repercusiones

2. La acomodación a una doctrina

3. Volver a encontrarse con uno mismo y con la vida bajo el cielo estrellado

III. La atención, la conciencia plena y el hallazgo de un sentido1

1. La conciencia plena y la orientación a un sentido

2. La meditación con conciencia plena enfocada logoterapéuticamente. Un método

3. Autodistanciamiento y autotrascendencia

4. El adicto al trabajo y la búsqueda de un sentido

5. Sentido y realidad

6. La sobrevaloración de uno mismo y la medida benéfica de la realidad

IV. Caminos para encontrar un sentido

1. Lectura sanadora. La biblioterapia hoy

2. Trabajo en grupo. El círculo de meditación logoterapéutico

3. La alegría ante lo que tiene sentido

4. Las personas escépticas y la búsqueda de un sentido

5. Métodos para encontrar un sentido

6. Qué hacer si las conversaciones entran en bucle

7. ¿Cómo llevar a la práctica los enfoques y propósitos correctos?

V. La logoterapia de Viktor Frankl y la versión alternativa de Alfried Längle

1. Sobre Frankl y Längle

2. Un resumen histórico (personal)

3. Sobre la capacidad de evolución de la logoterapia

4. Frankl y Längle. Una comparación

VI. La cuestión del sentido en la investigación científica

1. La cuestión del sentido y el saber científico

2. Radicalismo político y vacío existencial

3. La respuesta de la logoterapia al radicalismo político

4. La resiliencia y la cuestión del sentido

VII. El estatus de la logoterapia y sus ámbitos de aplicación

1. Psicoterapia, orientación y tratamiento. Tránsitos e intersecciones

2. Diversidad metodológica y capacidad para combinar de la logoterapia

3. La especificidad del planteamiento frankliano. Persona y sentido

VIII. La logoterapia en la práctica psicoterapéutica

1. Improvisación y estructura en la práctica logoterapéutica

2. El plan de terapia y los hilos conductores de la orientación

3. Actitud y curación

4. Una actualización de la teoría logoterapéutica de las neurosis

IX. Trascendencia. En los confines de lo que el hombre puede imaginar

1. Relación entre logoterapia y religión

2. Ontología dimensional y trascendencia

3. Sobre el devenir y el ser de la persona espiritual

4. Las experiencias cercanas a la muerte (ECMs) desde el punto de vista de la logoterapia

X. Logoterapia vivida y logoterapia transmitida

1. Sobre la fascinación de aprender y enseñar

2. Frankl como maestro y mentor

3. Próximo capítulo. El futuro de la logoterapia

Bibliografía

Prefacio

Es una afortunada coyuntura que las dos personas que, en el ámbito germanófono, poseen una comprensión profunda de la obra de Viktor Frankl, hayan escrito conjuntamente un libro sobre la logoterapia y el análisis existencial. Y es que ambos, Elisabeth Lukas y Alexander Batthyány, no solo han comprendido la logoterapia, sino que, además, han aprehendido desde el corazón lo que mi esposo quería provocar con su obra. De ahí que no quepa desear una mejor combinación de autores, pues si los dos mejores se han juntado, también el resultado habrá de ser el mejor.

ELEONORE FRANKL

Prólogo

Alexander Batthyány y Elisabeth Lukas discuten en este libro un amplio espectro de temas desde una perspectiva logoterapéutica. Abordan tanto asuntos actuales como problemas de la propia logoterapia que llevaban mucho tiempo pendientes de recibir un tratamiento crítico y conceptualmente claro y preciso.

Ambos autores cumplen así con la responsabilidad que Viktor Frankl puso en manos de las futuras generaciones de logoterapeutas: mantener la logoterapia, de un modo vivo y adecuado para el futuro, en un diálogo abierto con los temas, las corrientes y los planteamientos científicos, filosóficos y sociales de la actualidad.

FRANZ J. VESELYDirector del Archivo Viktor Frankl Cofundador del Instituto Viktor Frankl de Viena

I. La patología del espíritu de la época en el siglo XXI1

1. La felicidad es aquello que uno no padece

Alexander Batthyány: En esta conversación vamos a tratar una serie de cuestiones del ámbito de la logoterapia que, hasta ahora, rara vez se habían discutido tan abiertamente. Haciéndolo, también vamos a abordar debates y controversias que han surgido en el seno de la logoterapia en los últimos años o decenios. Asimismo nos vamos a ocupar de desarrollos recientes que ha habido tanto en la logoterapia como en ámbitos de investigación cercanos, y vamos a echar luz —y esto quizás a modo de introducción— sobre enfoques y planteamientos de la obra de Viktor Frankl en los que, hasta el momento, se ha reparado relativamente poco (en ocasiones se trata de aspectos que solo se revelan en una segunda mirada). A este respecto, debo confesar que el sentido de semejante afán se me mantuvo oculto durante mucho tiempo. Más concretamente, durante muchos años no supe qué hacer con la definición de «felicidad» de Frankl, quien la define como «aquello que uno no padece».2

Yo leía la frase una y otra vez, pero hasta que verdaderamente me «llegó» transcurrió bastante tiempo. Hoy me parece, sin embargo, que la clarividencia que hay oculta en esta frase —aparentemente pequeña— constituye nada menos que el camino hacia uno de esos giros copernicanos de los que Frankl hablaba en referencia a procesos cognitivos profundos y a constataciones que transforman la vida.

Quisiera ilustrar esto con un ejemplo. Uno va al médico a una revisión rutinaria. El camino hasta la consulta es uno de esos numerosos trayectos cotidianos por la ciudad: al recorrerlo se pasa por floristerías, por la librería, por una serie de tiendas de ropa, por tiendas de alimentación, por puestos de mercado, etc. Al llegar, uno, por fin, se sienta en la sala de espera de la consulta, hojea las revistas que allí se ofrecen, se lee quizás este o aquel artículo sobre destinos turísticos, recetas de cocina o críticas teatrales… hasta que lo llaman para que entre a ver al médico. Pero resulta que el médico lo saluda con un gesto un poco serio y le hace saber, inesperadamente, que tal o cual resultado no le gusta, que habría que mirar con más detalle determinado aspecto por si acaso escondiera algo peor. Cualquiera que pueda ponerse en esta situación se hará cargo de la transformación del mundo que tiene lugar tan pronto como dicho mundo pasa a estar, de golpe, amenazado de una manera tan imprevista y fundamental. El mundo queda, de repente, cuestionado. Y con ello se ha convertido en otro mundo distinto. En el camino de vuelta a casa, uno observa la despreocupación de los demás… y es exactamente la misma despreocupación que uno mismo compartía con ellos en el camino de ida (solo que sin haberla valorado nunca ni haber sentido gratitud por ese don). Así, uno mira en el camino de regreso a casa el ajetreo cotidiano de la calle comercial y asimila lo siguiente: «Estas personas tienen algo que yo acabo de perder: la despreocupación. Me gustaría tanto recobrarla…». Una vez una paciente formuló esto con gran precisión: habló, justamente en este sentido, de la «alegría no vivenciada» de las personas que simplemente han dejado de percibir cuán despreocupada y libremente pasean, en realidad, por la calle comercial.

En semejantes situaciones, uno cobra de inmediato conciencia de la enorme suerte que hasta ese día ha supuesto vivir todas esas cosas que, en el camino de ida, seguían constituyendo un regalo en el que casi no se había reparado o por el que apenas se había sentido gratitud: mirar el escaparate de una librería y echar un ojo a algunas de las novedades que acaso vayan a leerse luego, o bien a la ropa de la siguiente temporada y regocijarse ante la perspectiva de la nueva estación del año, o dejar que lo alegren a uno con la variada oferta y el colorido puesto de flores. Resumiendo, que de repente uno ve claramente cuán interesante, cuán digna de ser vivida, cuán generosa y cuán despreocupada ha sido, durante la mayor parte del tiempo, su existencia. Y con este pensamiento ve con nitidez cuán agradecido habría tenido que estar, en lo que a su vida se refiere, por esa felicidad cotidiana en apariencia irrelevante y «obvia».

Imaginemos ahora que, pasada una semana, llega el día de la siguiente consulta. Los resultados de los análisis ya están… y el médico lo recibe con la buena noticia de que simplemente se trataba de una infección inocua y pasajera que había trastocado los indicadores de la sangre, es decir, de una falsa alarma. Pues bien: no hace falta insistir mucho en que, tras esta agradable noticia, la misma calle comercial resplandece con una nueva luz en el camino de regreso a casa. Pero esa nueva luz, ¿qué es exactamente? Es la luz de la gratitud. Y gratitud ¿por qué? Pues porque uno ha recobrado su cotidianeidad (desde luego, otra cosa no ha pasado). La auténtica transformación se ha producido, por tanto, dentro. Consiste en haberse dado cuenta —experimentando, por ello, gratitud— de que esa felicidad cotidiana supuestamente irrelevante y obvia no es, en absoluto, irrelevante y, por cierto, tampoco obvia, sino que constituye una auténtica suerte.

Dicho de otro modo: a veces nos acostumbramos tanto a lo que tenemos —y estamos, en la misma medida, tan ocupados con aquello que quisiéramos tener o creemos necesario tener—, que la gratitud por lo cumplido, por lo intacto, por lo bueno, se nos atrofia y, en consecuencia, no recibe el debido cuidado y se nos muere. Y a menudo es solamente la situación de peligro —o incluso la pérdida— de aquello que hasta entonces dábamos por descontado lo que nos coloca ante los ojos cuán grande era el regalo que se nos estaba haciendo y, acaso, cuán ciegos estábamos, durante todo ese tiempo, ante lo bello, lo bueno y lo cumplido.

En resumen: esa frase aparentemente pequeña encierra, en distintos niveles, una honda sabiduría que transforma la vida en positivo. Abre la puerta a una gratitud que, por bien fundada y verdaderamente sentida, es natural y auténtica; a una gratitud, por tanto, que, lejos de profesársele a la vida como un mero «deber moral» —o como una fórmula estereotipada que se repite—, viene dada de verdad por la experiencia y se vive en primera persona. La felicidad es, en efecto, aquello que uno no padece.

Elisabeth Lukas: Quisiera felicitarle por este enfoque. Del enorme caudal de enseñanzas de la logoterapia, usted ha seleccionado, con ese «afán» al que antes se refería, algo muy significativo. El hecho es que el olvido de la gratitud se propaga como una horrible enfermedad infecciosa.

A mí esto ya me llamó la atención a comienzos de la década de 1970, cuando yo era una joven doctoranda (y eso que entonces la «infección» aún se mantenía dentro de unos límites…). La penuria lamentable de los años de la posguerra todavía no se había escurrido de la memoria de muchos europeos. El bienestar, sin embargo, ya había emprendido su desfile triunfal, con lo que había empezado a fomentar unas expectativas y unas pretensiones irracionales. Teniendo muy presente esa trilogía de Frankl de «valores creativos», «valores vivenciales» y «valores actitudinales», y tras plantear una encuesta a mil personas escogidas al azar, a lo largo de mi tesis me dispuse a examinar las respuestas recopiladas desde el punto de vista de la carga de valores que contenían. Al hacerlo, me llamó la atención que había una serie de respuestas que, ante mi pregunta sobre encontrar un sentido en la vida, mencionaban la alegría que viene dada por factores positivos y/o la disposición a compartir con otras personas esos tesoros propios. Estas respuestas únicamente tocaban los «valores vivenciales» y se asemejaban más bien al negativo de los «valores actitudinales». Pero es obvio que no solo ante la aflicción y el sufrimiento hay actitudes grandiosas, que buscan un sentido, sino también ante esos magníficos cuernos de la abundancia que de repente se abren ante nosotros.

Hablé con mi mentor, y Frankl se mostró favorable a una ampliación de su definición de «valores actitudinales» por la de «valores actitudinales generalizados» (Lukas). Finalmente, del desglose de las cargas de valores contenidas en las respuestas a mi encuesta resultó una distribución fascinante. Los encuestados que consideraban que su vida tenía sentido, transitaban las tres «vías principales para encontrar un sentido» (Frankl) en la siguiente proporción: el 50,40 % recurría a los «valores creativos»; el 23,26 % a los «valores vivenciales» y el 26,34 % a los «valores actitudinales (valores actitudinales generalizados incluidos)» (= 100 %). Es decir, que aproximadamente la mitad encontraba un sentido interviniendo en el mundo; una cuarta parte encontraba un sentido recibiendo las bellezas del mundo, y otra cuarta parte encontraba un sentido posicionándose frente a circunstancias del mundo (ya fuesen estas para llorar o para reír).3

Batthyány: Aquel trabajo, Logotherapie als Persönlichkeitstheorie [La logoterapia como teoría de la personalidad],4 supuso, hasta donde yo sé, la primera tesis doctoral en lengua alemana sobre la logoterapia. También es, junto con el test PIL —Purpose in Life-Test [Test de propósito vital]— de James C. Crumbaugh y Leonard T. Maholick (1964),5 uno de los trabajos de logoterapia empírica más citados por Frankl.

Convendría mencionar, para aportar el debido contexto histórico, que el director de su tesis doctoral, Giselher Guttmann, entonces catedrático de psicología en la Universidad de Viena y representante, como discípulo de Hubert Rohracher, de quienes consideran la Psicología una disciplina científica empírica —pionero, además, de la neuropsicología—, empezó a reconocer el valor de la logoterapia como teoría de la personalidad —y también como psicoterapia— entre otras cosas por la impresión que le causaron los datos que usted recopiló. Eso fue, en cualquier caso, lo que el profesor Guttmann me dijo unos treinta años más tarde, cuando asumió también la dirección de mi tesis doctoral.

Pero volvamos a enlazar con el presente. Aquel trabajo de investigación lo presentó usted en 1971, en el Instituto de Psicología de la Universidad de Viena. Yo me pregunto, transcurridos cincuenta años, y teniendo en cuenta las observaciones de terapias, la experiencia clínica y la actividad tanto docente como conferenciante que, desde entonces, usted ha ido acumulando a lo largo de tantos años, si aquellos porcentajes sobre la primacía de un tipo de valor u otro seguirían siendo parecidos hoy en caso de volverse a realizar la misma encuesta.

Lukas: No, los porcentajes hoy probablemente resultarían distintos. Yo me imagino que tanto los «valores vivenciales», como los «valores actitudinales (valores actitudinales generalizados incluidos)», bajarían del umbral del 25 %. En el caso de los «valores vivenciales» no estoy segura, pero me parece que, incluso para los fans de internet convencidos, navegar por la red y comunicarse a través de ella ha dejado de constituir una «vivencia que es pura fuente de felicidad»; yo creo que ahora la sitúan en algún punto entre la búsqueda de información, la necesidad y la esclavitud. Sea como sea, el margen de tiempo para el resto de vivencias que proporcionan felicidad se está haciendo cada vez más exiguo. En lo referente a «valores actitudinales» ante la desgracia, es posible que la predisposición a indignarse enseguida y la actitud quejica de los individuos privilegiados sean enormes. En cuanto a los «valores actitudinales generalizados», hay una falta de sentido de la gratitud por doquier.

2. El bienestar y la falta de gratitud

Lukas: Que, ante un destino duro e inalterable, una persona pueda posicionarse sobrellevándolo con valentía y mostrándose digna —y que ello represente un componente considerable del sentido que se le encuentra a la vida—, eso a nuestros contemporáneos les resulta, por extraño que parezca, suficiente. Que, ante un destino fácil y agradable, una persona pueda posicionarse apreciando tal destino —dicho de otro modo, que, ante lo grato, sea razonable alegrarse—, eso ya suena prácticamente a chiste. «Es lógico», protesta la razón. Y, sin embargo, parece que efectuar semejante apreciación de un destino benévolo requiere una acrobacia intelectual notable, pues los corresponsales no dejan de ofrecernos, desde todos los continentes, imágenes del horror que se da en países que padecen hambrunas y guerras —imágenes de éxodos, expulsiones, opresión y ausencia de perspectivas—, pero falta la «lógica» comparación con las circunstancias de nuestro entorno, que siguen siendo paradisiacas incluso en tiempos de pandemia. En nuestro ámbito cultural aumenta, antes bien, el número de personas que están tocadas anímicamente y precisan terapia. La satisfacción, por el contrario, está a la baja.

Batthyány: Y al mismo tiempo eso plantea la pregunta de a qué puede deberse tal fenómeno y cómo es posible que ocurra. ¿Cómo es posible, en efecto, que, en plena situación de bienestar —y, para muchas personas, en plena situación de opulencia— y dándose un contraste tan fuerte con otras épocas y lugares azotados por desgracias, se produzca semejante epidemia de ingratitud?

Lukas: Yo, sinceramente, no lo sé. Puede que simplemente sea demasiado vieja —y que me pese demasiado haber nacido durante la guerra— como para entenderlo.6 La única explicación que se me ocurre es que las circunstancias positivas de la vida deben reconocerse, en general, como tales. Yo he tenido muchísimos pacientes que eran infelices con razón… pero también otros tantos que no sabían que eran felices o que podrían haber sido felices. No eran capaces de apreciar lo benévolo y favorable de las circunstancias de su vida. Ni siquiera se imaginaban de cuántas cosas se habían librado a lo largo de su existencia. No tenían el menor atisbo de lo magníficas que se veían sus opciones de futuro. Se había apoderado de ellos una ignorancia absoluta de todo lo bueno que los rodeaba, de manera que venían y empezaban a quejarse de banalidades…

Pensando en ellos, desarrollé un plan de terapia drástico.7 Lo que buscaba era plantearles, en subjuntivo y condicional, un hipotético destino funesto. Una joven madre, que estaba de los nervios por nimiedades, tuvo que imaginarse la posibilidad de que en ese mismo instante se encontrara, junto con su hijo pequeño, de camino a un hospital en el que el crío tuviera que someterse a una operación a corazón abierto. ¿Cómo percibiría entonces su situación? Un joven, digamos, un poco llorón, tuvo que colocarse en el hipotético caso de que, de repente, recibiera una orden de incorporación a filas y debiese irse al frente a combatir. Como soldado, tendría que despedirse de sus seres queridos… A un médico acaudalado —e igual de refunfuñador— lo hice someterse a la visión de que años atrás hubiese incurrido en un grave error quirúrgico que ahora tendría terribles consecuencias para él. Era fascinante experimentar con qué alegría los pacientes respiraban, súbitamente aliviados de que aquellas fantasías, en subjuntivo y condicional, no fuesen un reflejo de la realidad. También con qué serenidad y sosiego asumían, acto seguido, su realidad…

¿Es este un método brutal? Yo quisiera pensar que no. En ocasiones, las personas necesitan que las sacudan hasta lo más profundo de su ser para poder replantearse sus actitudes básicas. A veces son conmociones que la propia vida les hace experimentar para que revisen radicalmente su manera de estar en el mundo. No hay que dar por descontado que a alguien le puedan ir bien las cosas. En ningún sitio de la naturaleza viva está dicho que las plantas, los animales o las personas tengan derecho a pasar su existencia imperturbados. El marchitamiento y el dolor están por todas partes. La muerte acecha por doquier. El tiempo que aún nos quede a salvo de ella es un puro regalo de los dioses. Saber eso es el mayor regalo…

En una sociedad industrial como la nuestra, tenemos que tener un cuidado espantoso para no acabar confundiendo la felicidad con la posesión de bienes de consumo. No cabe duda de que la industria quiere vender los productos que fabrica, y por eso tiene que fomentar constantemente la necesidad en la gente. Las personas satisfechas gastan, a juicio de la industria, muy poco dinero. Sin embargo, para encontrar sentido a las cosas, habría una alternativa: la realización de «valores actitudinales generalizados». Tales valores no solo significan una actitud «que aprecia lo positivo», sino también una actitud, por así decir, de samaritano. Repartir puede hacerlo únicamente quien tiene posesiones. Ayudar puede hacerlo, únicamente, quien tiene recursos. Al fin y al cabo, la prosperidad no es solo una ocasión para la alegría, sino también una ocasión para preocuparse si esta falta.

3. La mayor fuerza del ser humano: otros seres humanos

Batthyány: Eso constituye un punto de partida muy valioso para la reflexión. En el fondo supone dar un importante paso más allá de la definición de felicidad de Frankl. La felicidad no es solo, en efecto, aquello que uno no padece. También hay en ella una llamada a trascenderse a uno mismo y a ver, por tanto, más allá de las narices no solo del yo menesteroso, sino también del yo agradecido, generoso y benévolo.

A este respecto me viene a la cabeza un trabajo científico que apareció en una de las monografías colectivas que la Asociación Estadounidense de Psicología editó sobre la llamada «psicología positiva».8 En aquel volumen se calibraba qué puntos fuertes y qué posibilidades de las personas están desaprovechados (ese es, en efecto, el programa de la «psicología positiva»). Pues bien: muchos autores se aplicaron a este tema, entre ellos algunos renombrados estudiosos de la psicología. Uno no puede evitar, sin embargo, hacer la siguiente observación crítica: que, por muy bonito que, de entrada, pueda ser el proyecto de la psicología positiva, muchos de los autores mostraban un optimismo impostado y excesivo, cayendo de hecho en la tentación de hacer degenerar la psicología en un incesante proyecto de autooptimización y, en consecuencia, a la totalidad de la vida humana en un «proyecto de felicidad» en el que simplemente no caben la conciencia del sufrimiento y la penuria, ni la tríada trágica del sufrimiento, la culpa y la muerte —de donde se desprende que, paradójicamente, tampoco cabe la gratitud—, e incluso ni siquiera el mero reconocimiento y la mera aceptación de lo imperfecto. Ese perfeccionismo de un automejoramiento constante y de cosas siempre positivas asume, en ocasiones, dimensiones absolutamente sofocantes y además resulta, de cara al sufrimiento global, moralmente cuestionable y sencillamente poco realista. En lo sucesivo de esta conversación volveremos sobre por qué —y en qué sentido— una ponderación y una puesta de relieve de lo positivo tan unilaterales carecen de un realismo razonable, maduro y sano (también sobre el coste psicológico que semejante énfasis en lo positivo puede conllevar cuando de lo que se trata es, por ejemplo, de superar el sufrimiento, de compadecerse o de tolerar la frustración).

Pero, de todos los artículos de aquel volumen colectivo, concretamente destacaba uno. En él, la importante psicóloga social Ellen Berscheid, de la Universidad de Minesota, decía, haciendo gala de una impresionante sensibilidad, que «la mayor fuerza del ser humano son los otros seres humanos».9 Berscheid ve en esto incluso uno de los factores esenciales del desarrollo cultural y social.

En definitiva, que lo que usted ha dicho sobre los valores actitudinales generalizados y sobre la «actitud, por así decir, de samaritano» puede asimismo ampliarse no solo a bienes susceptibles de compartirse, sino también a capacidades que es posible usar para ayudar al prójimo, para estar a disposición del prójimo e involucrarse. Así, estamos partiendo, en primer lugar, del reconocimiento de la condición menesterosa del ser humano —ya no estamos cerrando los ojos, en consecuencia, ante el sufrimiento u otras penurias de las personas—, pero, en segundo lugar, tampoco estamos perdiendo de vista el valor de la recíproca disposición a ayudarse.

Dicho de una forma gráfica, el ciego puede sostener al cojo y el cojo puede guiar al ciego, y haciendo esto ambos atestiguan mucho más que la mera capacidad que la persona tiene de compensar sus puntos débiles: también atestiguan que las otras personas, y nuestra disposición a poner nuestras capacidades al servicio de los demás, verdaderamente constituyen uno de los mayores puntos fuertes de la persona. En segundo lugar, solo entonces es cuando dichas capacidades se llevan a su auténtico fin, pleno de sentido. Antes no eran, en efecto, sino meras posibilidades. Ahora, sin embargo, en la medida en que se emplean en beneficio de algo o alguien que ya no es uno mismo, están siendo utilizadas y puestas en práctica de una manera cargada de sentido.

Pero esto pone de relieve un aspecto de la naturaleza misma aún más básico, que también puede interpretarse filosóficamente. Entonces se despliegan una serie de implicaciones muy hermosas y consoladoras para nuestra imagen del mundo y del hombre, a saber: que con la persona ha hecho su entrada en el mundo algo en cuya mano puede convertir la debilidad en señal de fuerza.

Por volver con el ciego y el cojo, por la naturaleza conocemos, ciertamente, numerosos ejemplos de simbiosis y de equilibrio biológico, así como de adaptación recíproca por parte de animales huéspedes, etc. Se trata, digámoslo así, de la «receta del éxito» que ofrece la naturaleza: la cooperación y el hacer los unos por los otros.

A lo que usted se refiere, sin embargo, cuando habla de «una actitud, por así decir, de samaritano», es a algo que va más allá. Es algo que se nos da, a diferencia de lo que ocurre con los animales, únicamente en potencia, como posibilidad. Se nos deja, por tanto, libertad de acción. El compartir y la generosidad no están en el ser humano. En cambio, en el animal están instintivamente predeterminados. Nada nos impele a la generosidad. En otras palabras: en el ser humano, compartir no es un programa biológico que se desarrolla de manera automática, sino algo mucho más valioso. O es expresión de una indulgencia genuina —constituye, en consecuencia, un acto libre y responsable, es decir, el acto de vivir en libertad, con afabilidad y participación—, o simplemente no es.

4. Felicidad e infelicidad reactivas

Batthyány: Efectivamente, tenemos ambas opciones: ignorar la existencia del sufrimiento o intentar ayudar en la medida de nuestras posibilidades, pues la contraimagen de eso que usted llama «una actitud, por así decir, de samaritano» consiste, por el contrario, en que la ingratitud y la escasa benevolencia están estrecha y directamente interrelacionadas, esto es, que la persona, en su actitud interiormente inmadura de exigencia, se vuelve igual de ciega tanto si trata de su propia felicidad («¡Estoy en mi derecho!»), como de la penuria del mundo («¿Y a mí qué me importa?»). Porque lo primero se recibe como algo obvio —se da por hecho—, y lo segundo parece como que no nos concerniera. La frase de Frankl sobre la felicidad, como aquello que uno no padece, y sus palabras sobre los valores actitudinales generalizados y sobre la «actitud, por así decir, de samaritano», dejan al descubierto, si se miran así, las dos caras de la moneda: que la felicidad de uno es igual de poco obvia que la penuria del prójimo, penuria ante la que uno no debería limitarse a encogerse de hombros y pasar de largo si dispone de medios para mitigarla o ponerle remedio.

Aparte de que, dicho sea de paso, siempre deberíamos tener presente, si somos realistas, que en rigor nunca sabemos cuándo vamos a encontrarnos de qué lado, es decir, que no sabemos si vamos a tener la suerte de poder compartir —ni cuándo ni durante cuánto tiempo—, como tampoco sabemos cuándo vamos a depender de que otro se haga cargo de nosotros y nos brinde consuelo.

Lukas: Qué bien que haya insistido usted, al reflexionar sobre una vida en común orientada a un sentido, en el aspecto de la libertad. En la psicopatología, muchos problemas se basan en reacciones erróneas o absurdas ante determinadas situaciones de la vida. En su Teoría y terapia de las neurosis,10 Frankl dedicaba un capítulo exhaustivo a las «neurosis reactivas». Tales neurosis no fueron diagnosticadas en ningún otro sitio y hoy están, en lo que a terminología se refiere, desfasadas. El elemento reactivo, sin embargo, reviste una importancia decisiva en multitud de trastornos psíquicos.

A un muchacho, de camino a la escuela, se le echa encima un perro y desarrolla fobia a los perros… y a otro le ocurre lo mismo y aprende a tener cuidado con ellos. Una chica descubre que, cuando le duele la garganta o tiene retortijones de tripa, puede ser objeto de la tierna solicitud de su madre y en adelante se dedica a la manipulación histriónica de quienes la rodean… y otra lleva a cabo el mismo descubrimiento, pero renuncia a seguir haciendo «teatro». Numerosos cuadros clínicos psicológicos son, en lo que a la historia de su surgimiento respecta, paquetes mixtos. Y no solo me refiero a las enfermedades psicosomáticas —con su típica combinación de complicaciones físicas previas y factores de estrés desencadenantes—, sino también a muchos problemas de adicción ante los que, frente a la posibilidad de obtener un beneficio emocional a corto plazo, se reacciona, en lugar de con una cauta abstinencia, con «más de lo mismo». O pensemos en trastornos yatrogénicos —esto es, originados a raíz de una actuación médica—, en los que las palabras irreflexivas de un facultativo u otra figura de autoridad han sido tomadas en serio o interpretadas por el paciente en cuestión como un desastre que se cierne sobre él.

Pues bien, en esta enumeración encaja lo que comentábamos hace un momento: la reacción no adecuada, sino inadecuada, ante la propia felicidad y ante el sufrimiento ajeno.

5. ¿Una quinta patología del espíritu de la época?

Batthyány: Lo que venimos hablando debe considerarse no solo desde la perspectiva individual, sino desde la colectiva. Con ello también se ve afectado directamente ese ámbito que Frankl calificó de «patología del espíritu de la época» cuando distinguió, sobre todo en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuatro actitudes preocupantes muy extendidas en la sociedad: la provisional, la fatalista, la colectivista y la fanática.

Sin embargo, Frankl observó y describió estas cuatro actitudes existenciales hace más de setenta años. Por tanto, la pregunta obvia que se nos plantea es si el espíritu de la época actual se sigue correspondiendo del todo con el espíritu de aquella época, que, ciertamente, se desarrolló en unas circunstancias históricas y sociales completamente distintas.

Por eso, mis alumnos del Departamento de Investigación del Instituto de Psicoanálisis de Moscú llevan unos años indagando, con los ojos puestos en el presente, si a estas cuatro actitudes anómalas se han añadido, con el paso del tiempo, otras. Y, efectivamente, sale a relucir, en sondeos de grupos, un nuevo síndrome neurótico colectivo que confirma la suposición de que la patología del espíritu de la época ha evolucionado con las transformaciones del clima socioeconómico. Me refiero a la mezcla de una cantidad extraordinaria de posibilidades con la concomitante mengua de sentido de la responsabilidad. Por expresarlo de otro modo: nos encontramos ante un tremendo desequilibrio entre la libertad y la responsabilidad.

Observamos, especialmente en personas que tienen una seguridad económica —y no solo económica—, una actitud enormemente exigente hacia la vida y hacia otras personas. Al mismo tiempo, sin embargo, también vemos que estos individuos no son capaces de reconocer lo bueno, y, paralelamente a esto, tampoco están dispuestos a volver los ojos a los inevitables lados sombríos de la existencia (ni siquiera están dispuestos a aceptarlos, de hecho). En otras palabras: estas personas carecen de respeto por lo que tienen, por lo que no padecen, por no hablar de aquello que deben a la vida y a los otros.

Si comparamos este nuevo síndrome con la patología del espíritu de la época de Frankl, lo primero que nos llama la atención es que las cuatro actitudes existenciales preocupantes que Frankl describe se caracterizan, todas ellas, por un elemento: el miedo. El miedo es, en efecto, el elemento central. En la mentalidad provisional, dado el caso, prevalece un miedo fundamental al futuro. Tan fuerte es la desconfianza, que los afectados por dicha mentalidad son incapaces de ver el sentido a construir nada que no vaya a resultar perdurable, precisamente por ese temor al futuro. Las personas afectas por esta desalentadora mentalidad, sencillamente no ven claro que tengan que comprometerse con nada ni con nadie —ni por qué deberían hacer semejante cosa— si resulta que no está garantizado que aquello en lo que se impliquen no vaya a verse amenazado —o, de hecho, aniquilado— al instante siguiente. De manera que se instalan en lo provisional mientras esperan, medrosos y desanimados, el siguiente golpe del destino. Aquí el motivo del miedo se concreta, por tanto, en el miedo al futuro y en el miedo a la amenaza.

En la mentalidad fatalista, por el contrario, lo que prima es el miedo a unas supuestas fuerzas del destino que no se conocen. Este miedo socava cualquier tipo de iniciativa y de conducta libre y responsable. La creencia en la prevalencia del destino —fuerza que no concede al individuo, según este cree, ni tan siquiera la posibilidad de elegir libremente y hacer planes, sino que lo reduce a una ruedecilla secundaria y sin importancia en una gran maquinaria fatídica— sabotea la motivación de la persona de cara a la acción:

Una persona fatalista piensa que no es posible luchar contra el destino, ya que este es demasiado poderoso. La persona que adopta una actitud provisional, opina que no es necesario organizar el futuro, pues nunca se sabe lo que va a suceder mañana.11

De modo que el motivo del miedo se concreta, en el caso del fatalista, en la prevalencia del destino, lo que a menudo lleva aparejado un temor supersticioso a conexiones fatídicas ocultas (símbolos de mala suerte, horóscopos, malos augurios, etc.).

En la mentalidad colectivista, en cambio, el pensamiento grupal simplificador —y a menudo estereotipador— en general no solo se asocia con el «naufragio de la persona en la masa» (Frankl), sino también con la construcción simultánea de la imagen de un enemigo, en concreto de un colectivo diferente, de un «exogrupo» (out-group). También la investigación sobre psicología social confirma, en efecto, que el pensamiento en términos de endogrupo (in-group)versus exogrupo funciona únicamente cuando se construye un contracolectivo del que se tiene una percepción hostil, esto es, nosotros contra los otros o los otros contra nosotros.12 Aquí el motivo del miedo apunta, pues, a la imagen de un enemigo, es decir, a cualquiera que se posicione contra el colectivo de uno por tener otros ideales u otros rasgos distintivos.

En la mentalidad fanática, sin embargo —y esto también lo confirma la investigación sobre psicología social—, prevalecen otros miedos. En primer lugar, el miedo a las dudas que uno tiene, las cuales han de compensarse de manera tanto o más radical mediante afirmaciones de la lealtad a la opinión o al posicionamiento que se defiende fanáticamente;13 pero, en segundo lugar, también el miedo a la validez o veracidad de otras convicciones, pues dicha validez o veracidad suscitaría dudas sobre los propios enfoques, lo que, como acabamos de decir, resulta alarmante para el fanático.

En resumen, que, por muy distintas que puedan ser las cuatro actitudes existenciales preocupantes que describe Frankl, todas tienen un denominador común en el factor del miedo, ya se trate de miedo al futuro (actitud provisional ante la vida), de miedo al destino (actitud fatalista), de miedo a otros grupos (actitud colectivista) o de miedo a otras interpretaciones del mundo —o de determinados aspectos de este— o incluso a las dudas que uno mismo alberga (actitud fanática). Y todas las actitudes mencionadas comparten, además —como puso de relieve Frankl—, el rasgo clave de rehuir la responsabilidad de cada uno.

En la quinta patología que hemos encontrado en nuestras investigaciones —la de una actitud demasiado exigente acompañada, casi siempre, de una ausencia de temor razonable frente a la libertad y a la responsabilidad de uno, así como frente a la vida en general—, el miedo desempeña un papel más bien secundario. Con las personas afectadas por esta actitud existencial se tiene la impresión de que les falta miedo o, por lo menos, preocupación (y sobre todo realismo, por ejemplo, nosotros, para empezar, no tenemos derecho a exigir a la vida que cumpla cualquier deseo que se nos ocurra —ni que nos «ahorre» todos los desafíos y las pruebas y los pesares—; y en segundo lugar, no somos nosotros los que le preguntamos a la vida, sino que es la vida la que nos pregunta a nosotros). En palabras de Paul Polak, quien fuera asistente de Frankl en la Policlínica de Viena, no podemos ponerle condiciones a la vida. Pero justamente en eso parece que consiste uno de los rasgos clave de esta actitud existencial.

Cuantos más indicios nos ofrecen los datos de nuestras encuestas de que esta actitud existencial preocupante que nosotros hemos observado se aparta de las mentalidades patológicas colectivas que describe Frankl, tanto más claro resulta que nos hallamos ante una nueva mentalidad patológica —la quinta—, que cabría describir como sigue: lo bueno y lo agradable se reciben como cosas obvias, que se dan por descontadas («estoy en mi derecho»); al mismo tiempo se reprimen, excluyéndolos del imaginario y del entorno vital propios, los desafíos que plantea la existencia, ya se trate del sufrimiento —tanto del propio como del ajeno—, ya se trate, en general, de cualquier cosa que, de alguna forma, parezca implicar una prueba y una exigencia de participación activa en la vida.

Resulta interesante constatar que Rudolf Allers, quien fuera uno de los primeros mentores de Viktor Frankl en su fenomenología de la psiquiatría, ya observaba en Estados Unidos durante la década de 1960 algunos de estos rasgos, que describió con gran acierto:

Algunas personas están convencidas de que tienen derecho a una vida fácil y, por ese motivo, en el conflicto no ven un elemento ineludible de la realidad humana, sino un síntoma. Estas personas tienen miedo, además, a la responsabilidad que cualquier decisión comporta, aunque no se trate de una decisión trascendental. De ahí que estén, digamos, encantadas de trasladar a otros la responsabilidad de decidir. No es fácil determinar, sin embargo, si a estas personas habría que considerarlas de verdad neuróticas, […] o bien individuos que en el diagnóstico encuentran una disculpa válida para una incompetencia ante la vida que a menudo es culpa suya, y, en el tratamiento, un compromiso entre sus anhelos y su cobardía.14

Pero, como adelantábamos, en la forma que hoy reviste esta mentalidad se añaden, según nuestras encuestas, una serie de rasgos adicionales. En la actitud exigente que acabamos de describir se advierte, en efecto, una falta consecuente, en primer lugar, de gratitud; en segundo lugar, de capacidad de soportar la inexorabilidad del destino; en tercer lugar, de compasión; y en cuarto lugar, de disposición a asumir responsabilidades. Este último criterio vuelve a integrar esta mentalidad en las patologías de la época originariamente distinguidas por Frankl, toda vez que la falta de disposición a asumir responsabilidades constituye el denominador común de las actitudes existenciales preocupantes que hemos descrito hasta ahora.

Parece, por tanto, que nos hallamos ante un fenómeno psicológico relativamente nuevo y que, en vista de su aparición recurrente, parece razonable considerar que constituye una quinta neurosis colectiva.

Sin embargo, en cierto modo por respeto a ese constructo cerrado tan armónico que representa la «patología del espíritu de la época» de Frankl, todavía no he publicado este hallazgo y tampoco lo he propuesto como complemento de esa famosa «patología del espíritu de la época».

6. Ciberpatología (internet y la psique)

Lukas: A diferencia de usted, que por motivos de pietas o reverencia prefiere evitar —según acaba de dar a entender— enriquecer la composición de Frankl con una quinta corriente preocupante del espíritu de la época, yo llevo haciendo eso hace mucho tiempo. Tengo bastante claro que el profesor Frankl también lo habría hecho de haberle tocado conocer la actual disposición de nuestra sociedad. He equiparado esta quinta «neurosis colectiva» con la ciberpatología que últimamente se está propagando.15

Son muchas, naturalmente, las diferentes actitudes ante la vida que resultan cuestionables desde las perspectivas filosófica y ética, y que tienen consecuencias preocupantes tanto en las personas a las que afectan como en el entorno de estas. No es algo casual que la logoterapia haya creado, con su metodología de la «modulación de actitudes», un remedio contra todo un catálogo de actitudes anómalas. Para poder hablar de una corriente del espíritu de la época es necesario, sin embargo, que dicha corriente se verifique en partes muy grandes de la población. Y resulta que es el caso con la ciberpatología, que no solo nos sitúa frente a un episodio de adicción colectiva que, cual nuevo Moloc, ejerce su hechizo especialmente entre la juventud, sino que además nos lleva a un terreno que se corresponde a la perfección con los fenómenos que usted antes observaba, teniendo en cuenta que, en los adictos, siempre encontramos los siguientes rasgos:

1. Una actitud muy exigente: «Necesito esto», «Tengo derecho a aquello», «No puedo soportar la vida sin esto otro (el objeto de la adicción)»…

2. Escasa gratitud, porque en el horizonte perceptivo se va desvaneciendo poco a poco cualquier clase de valor y únicamente cuenta el objeto de la adicción.

3. Un sentido de la responsabilidad mermado que es concomitante con la pérdida de la tolerancia16 y del control características de los adictos.

4. Un disimulo y un encubrimiento de la dependencia y de las dificultades mediante el despliegue de una notable energía para la mentira y el autoengaño.

Estoy absolutamente de acuerdo con usted en que la base de este problema reside en estos dos elementos fundamentales: «demasiado poco temor razonable» y «demasiado poca valoración de lo marvilloso». Aunque durante una larga fase de su declive el adicto sabe perfectamente que se está echando a perder a nivel humano, psíquico, social y económico, el temor al precipicio no es suficiente como para hacerle tirar del freno de mano con todas sus fuerzas y con todo el «poder de obstinación del espíritu» (Frankl). Al mismo tiempo, hay demasiado poco respeto ante el tesoro que representa nuestra vida, ante el margen de maniobra y los recursos que nos han sido concedidos, ante el hecho de que el mundo nos acoja y nos llame, ante la invitación a añadir, de manera amorosa y responsable, el propio grano de arena… Es difícil que todo esto pueda abrirse paso hasta el cerebro perturbado del adicto y hasta su alma envuelta en brumas. Al adicto tan solo lo dominan y motivan la irritabilidad y el desasosiego de ese quedo susurro —cada vez más sonoro y apremiante— de la tortura de la abstinencia.

Ahora bien, afecciones adictivas siempre ha habido. ¿Cómo es posible que el asunto haya derivado en una «plaga masiva» como la ciberpatología? Aquí podrían entrar en juego diversos factores. Por una parte, el progreso constante —tanto el cultural, como el técnico y el científico— es algo espiritualmente necesario.

En el breve lapso transcurrido —breve conforme a los estándares de la evolución— desde que el género humano vio la luz del mundo, se han realizado, en efecto, unos progresos enormes. Que hoy seamos capaces de dividir átomos, de enviar mensajes inalámbricos por toda la Tierra o de aventurarnos por el espacio exterior es algo que roza el prodigio. Se trata, sin duda, de irradiaciones de ese espíritu «prodigioso» que se afana por servirse de cuanto tiene a su disposición (tanto de su propio intelecto como de los frutos de la Tierra que lo sustenta). Lo espiritual se encuentra en un movimiento incesante. De hecho, como dijo Frankl, «el espíritu es pura dýnamis» (movimiento en potencia). El progreso es la continuación y el avance del espíritu.

Por otra parte, somos seres de carne y hueso, dotados de una physis achacosa y frágil y de una psique que es una abigarrada mezcolanza en la cual las emociones y las cogniciones, el deseo y el entendimiento, conviven en un curioso tira y afloja. Esta condición «demasiado humana» no deja de lastrar a lo «específicamente humano» con desórdenes y desatinos (a menudo, también con inhumanidades y sevicias). Todo depende, en consecuencia, de que el mencionado progreso incesante nunca deje de ir acompañado del manejo responsable de las innovaciones. Esta carrera entre los inventos del espíritu y la sensibilidad de la conciencia humana lleva disputándose milenios (hasta el momento, sin vencedores ni vencidos). El hecho, sin embargo, de que los inventos del espíritu cuenten en esta carrera con una preocupante ventaja ya suscitó inquietud en Frankl, quien se dio cuenta de que ni las tradiciones recibidas, ni los instintos congénitos, están en condiciones de proporcionar una mayor orientación (moral) a los hombres de la actualidad, así como de que en la desorientación sobrevenida proliferan peligrosas excrecencias («querer lo que otros hacen» o «hacer lo que otros quieren»).

Yo he vivido la invención tanto de la televisión como del ordenador (y luego la del smartphone…). La fascinación por las pantallas, la implicación tremenda en mundos virtuales, el querer estar presente a toda costa en la modernidad digital, el entusiasmo desbordante a la vista de unas posibilidades sin precedentes… todo esto se nos ha echado encima demasiado rápido como para que hayamos podido desarrollar algún tipo de mecanismo corrector.

Los inventos no son, en sí mismos, buenos o malos. El hecho de que los físicos hayan encontrado mecanismos que permiten dividir átomos no implica que tengan que lanzarse bombas atómicas. El hecho de que los cohetes sean capaces de superar la fuerza gravitatoria de la Tierra no implica que tenga que caernos algún golpe aniquilador «desde arriba». El hecho de que a través de internet puedan ponerse a disposición de cualquiera toda clase de fotos no implica que tenga que haber pornografía infantil a gran escala. Mientras la conciencia ate corto a la tecnología, esta podría suponernos —nos supondrá— una bendición. Ahora bien, si la tecnología rompe esa atadura… entonces, que Dios nos ampare.

El ciberespacio nos tienta con un abandono parcial del ámbito de jurisdicción de la conciencia. Mucho de lo que hay en el ciberespacio es, en efecto, puro «cine»; es puro fingimiento. Puede fantasearse o, por decirlo de manera sencilla, simularse con objetivos infames. Es posible, pongamos por caso, fingir escenas de tortura dirigidas a la diversión perversa de los observadores sin que nadie sufra el menor daño. Si entre medias se cuelan un par de vídeos de personas a las que se ha torturado de verdad, a lo mejor no llaman la atención. Es una situación peligrosísima la que se da cuando la frontera entre la fantasía y la realidad oscila, cuando el carácter verificable de las noticias disminuye, cuando se guía a los usuarios por caminos equivocados, cuando informaciones fútiles no cesan de desviar de lo importante, cuando las opiniones desbancan a los hechos, cuando crece la creencia de que el mundo se nos abre en la red y solamente en la red… ¿Cómo va a orientarse la conciencia del individuo en semejante barahúnda de elementos reales, irreales y surrealistas? El cuchicheo que inunda el éter arrulla la conciencia, la adormece.

Batthyány: Pero también está la cuestión, igual que con cualquier instrumento, de cómo y para qué lo usamos…

Lukas: También están, efectivamente, las grandes ventajas del progreso. La memoria electrónica lo almacena todo. Tenemos sobre la mesa, de manera instantánea, respuestas sacadas de un caudal de experiencia de generaciones, y de manera instantánea podemos comunicarnos con personas que se encuentran muy lejos, lo que hace posible un colosal programa de intercambio intelectual. Surgen, además, nuevos asistentes en forma de inteligencia artificial y de robótica (unos criados que evidencian muchos menos puntos débiles que sus amos…). Sin tales asistentes, el conjunto de nuestro modelo económico y de civilización ya habría sucumbido al caos. Resulta inevitable que nos volvamos dependientes de una ayuda si la utilizamos mucho. Los conductores que se han acostumbrado a que los dirija un «navegador», ya no son capaces de encontrar por sí solos su camino.

Desgraciadamente, otro tanto rige para los contactos sociales. No cabe duda de que las relaciones reales se deterioran a nuestros ojos si hay un consumo enfermizo de medios de comunicación. Los expertos estiman el umbral del consumo patológico en unas cuatro horas diarias con la vista fija en la pantalla del smartphone, lo que a todas luces representa un límite «inferior» que cada vez se supera más. Las personas en cuestión creen que están conectadas con otras en el universo de Facebook, pero ya no son capaces de encontrarse con otros en su entorno inmediato. Y hay situaciones aún peores: los investigadores evidencian que los «nativos digitales» directamente no llegan a aprender como es debido la empatía y la mutua consideración.17 Según estudios multidisciplinares, estos vástagos de una nueva era en ciernes albergan —primer punto— la ilusoria esperanza de que van a ocuparse de ellos constantemente; no saben, sin embargo, valorar —punto dos— la amabilidad y el interés que se les dispensa, no tienen las cosas claras —punto tres— sobre las consecuencias de sus publicaciones y mensajes y no soportan —punto cuatro— ningún tipo de demora en la recompensa, por así decir, sino que todo ha de estar disponible de manera absolutamente inmediata. Pues bien, aquí tiene usted esos cuatro rasgos que tan sagazmente señalaba: unas exigencias desmedidas, una falta de sentimiento de gratitud, un sentido de la responsabilidad mermado y una negativa a sobrellevar cualquier clase de frustración, aunque solo se trate de «esperar» algo positivo (de soportar lo negativo mejor ni hablamos). Aquí tiene usted la quinta «neurosis colectiva» de la patología del espíritu de la época actual.

7. La penuria y el temor razonable

Batthyány: Pero, si quisiéramos recorrer el camino que lleva del diagnóstico a la terapia, ¿cómo cree usted que podríamos hacerlo?

Lukas: No es fácil decirlo. Ya sé que en nuestra profesión no nos damos por satisfechos con consideraciones diagnósticas. Enseguida estamos preguntándonos: «¿Cuáles serían, entonces, las directrices para una terapia con ciberenfermos?».A partir de ahora, los logoterapeutas harán bien si dedican mucha atención a esta pregunta. Y pensemos un poco: ¿es posible que Frankl nos dejara alguna indicación al respecto? Dejó escrito, por ejemplo, que…

el objetivo de una terapéutica de la neurosis colectiva es el mismo que el de la neurosis individual: culmina y desemboca en una llamada a la conciencia de responsabilidad. […] Si queremos, pues, despertar en nuestros pacientes la conciencia de su responsabilidad, […] debemos dejar patente el carácter histórico de la vida y, en consecuencia, la responsabilidad humana en la vida. Al hombre que acude a la consulta se le recomienda, por ejemplo, que imagine estar al final de su vida, hojeando en su biografía.18

En este pasaje, Frankl explicaba que cada detalle queda inamoviblemente inscrito en el pasado del individuo. Si, al mirar atrás, pudiéramos borrar y mejorar algo, lo haríamos de mil amores. Pero resulta que no se nos concede semejante deseo. ¿Cómo sería si tuviésemos mucho cuidado, ya durante el propio acto de escribir, para que al final de nuestra vida no tengamos que lamentar los detalles que con dicho acto se perpetúan?19

Batthyány: ¿Me permite añadir algo brevemente? Ya lo he comentado en otro sitio,20 pero resulta muy adecuado recordar aquí cómo una profesora de alemán, ya mayor, me expuso precisamente este planteamiento, a pesar de que prácticamente no conocía la obra de Frankl (solo su libro El hombre en busca de sentido). Nos conocimos en el jardín de la residencia de ancianos en la que ella, gravemente enferma del corazón, pasaba entonces sus últimos días. Nos sentamos bajo un hermoso y viejo manzano y me habló de su vida; estaba, básicamente, en paz consigo misma, con su existencia y con su muerte inminente. Entonces pronunció las palabras que enlazan directamente con lo que usted acaba de citar. Dijo, en efecto, que la historia de su vida ya llegaba a su fin, pero que yo, como persona más joven en comparación, tenía que hacer las cosas bien, que yo era entonces responsable de lo que un día constase en la historia de mi vida. No es fácil transmitir la densa atmósfera —pero a la vez extraordinariamente pacífica— de aquella conversación en aquel sitio una mañana de comienzos del verano, pero tengo que decir que, aunque ya han transcurrido algunos años, sigue siendo raro el día en el que no me acuerde de aquellas palabras.

Lo interesante es, sin embargo —y esto vuelve a conectar con lo que usted citaba hace un momento—, que esta mirada sobre la propia finitud —y sobre el hecho de que las decisiones y los actos del individuo cristalicen en la historia de su vida— también la planteó Frankl, desde un punto de vista terapéutico, como un camino hacia la toma de conciencia de la responsabilidad en la vida. Escribió, en efecto, que…

a veces pedimos al enfermo que se imagine que su vida es una novela y que él mismo es uno de los personajes principales; entonces dependería completamente de él dirigir el curso de los acontecimientos, determinar, por así decir, lo que debe suceder en los capítulos siguientes. Incluso en este caso, en lugar del peso ficticio de la responsabilidad de la que tiene miedo y de la que huye, vivirá su responsabilidad real en la existencia como libertad de decisión frente a un sinnúmero de posibilidades de acción.

De manera aún más intensa, podemos apelar finalmente al compromiso personal en esta actividad si lo invitamos a imaginarse que ha llegado al final de su vida y que está redactando su propia biografía, que ahora mismo se detiene en aquel capítulo que trata del momento presente y que, como por arte de magia, está en sus manos efectuar correcciones y que incluso podría determinar con total libertad lo que va a acontecer inmediatamente después… También el vehículo de este símil lo obligará a vivir y a actuar partiendo de la plenitud de su responsabilidad.21

Pues bien, una cosa es que este enfoque lo adquiera, lo viva y lo transmita una persona que se encuentra tan cerca de su propio final, como la señora antes mencionada, y otra cosa muy distinta es descubrir en la propia finitud un empuje a la responsabilidad encontrándose uno en mitad de la vida. Hay en ello algo sumamente drástico…

Lukas:Sí, Frankl no se andaba con chiquitas. Proponía confrontar a los pacientes con su finitud y hacerles ver, desde la atalaya de la muerte, la importancia de su responsabilidad en la vida. Volvió a atinar, con esa genialidad suya, de manera totalmente precisa. Confieso que siempre he sentido rechazo cuando he oído explicar a los expertos en tratar adicciones que, para poder empezar la terapia, «los adictos tienen que haber llegado a una situación lo bastante miserable». Pero es verdad, por muy triste que resulte. Cuando la percepción de la «presión del sentido» se desvanece, la «presión del sufrimiento» ofrece una última oportunidad. Y Frankl operaba de una manera parecida ante el problema de las corrientes patológicas de la época. Bajo la luz de la muerte, las prioridades cambian. Por eso yo quisiera, en lo que a posibilidades de prevención y terapia respecta, invertir el orden de los síntomas enumerados. Así, debemos empezar por lidiar con los lados oscuros de la vida (punto cuatro). Esto aguzará, como propugnaba Frankl, el sentido de la responsabilidad frente al aprovechamiento de la vida (punto tres). Entonces irá surgiendo la gratitud hacia los lados luminosos de aquella que sean el caso (punto dos) y se perderá esa absurda exigencia de una vida de puro disfrute (punto uno).

La penuria enseña temor y un temor reverencial, como queda claro en ese dicho alemán de que «la penuria enseña a rezar» (Not lehrt beten). La penuria nos enseña que las cosas nos pertenecen de manera solamente «temporal», pero también que esas «pertenencias temporales» se nos han encomendado en un acto de gracia. Y rezar alimenta nuestra esperanza de que la gracia no deje de primar…

1 «Patología del espíritu de la época» (Pathologie des Zeitgeistes) es el título de una obra de V. Frankl publicada en Viena, Deuticke, 1955; hay trad. cast. de la ed. revisada y ampliada que publicó el propio autor —aunque ya con el título Psychotherapie für den Laien. Rundfunkvorträge über Seelenheilkunde— en Friburgo de Brisgovia, Herder, 1971: La psicoterapia al alcance de todos. Conferencias radiofónicas sobre terapéutica psíquica, Barcelona, Herder, 2003. En trad. cast. véase también, por ejemplo, V. Frankl, «Observaciones sobre la patología del espíritu del tiempo», en id.,Logoterapia y análisis existencial. Textos de seis décadas, Barcelona, Herder, 22021 (3.ª reimpresión), pp. 229-243. (N. del T.)

2 Véase V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 32022 (15.ª reimpresión), p. 78 [ed. original (1946): Trotzdem Ja zum Leben sagen,ed. de A. Batthány, K. Biller y E. Fizzotti, vol. 1 de V. Frankl,Gesammelte Werke, Viena, Böhlau, 2005]. Esta formulación de Frankl es, en rigor, una condensación de la siguiente frase: «La felicidad consiste en que no se produzca aquello de lo que uno se libra». (N. del A.)

3 E. Lukas, «Para validar la logoterapia», en V. Frankl, La voluntad de sentido. Conferencias escogidas sobre logoterapia, Barcelona, Herder, 2002, pp. 253-284 [título original del artículo: «Zur Validierung der Logotherapie»; ed. original de la monografía: Der Wille zum Sinn. Ausgewählte Vorträge über Logotherapie,Berna, Hans Huber, 31982]. (N. de la A.)

4 E. Lukas, Logotherapie als Persönlichkeitstheorie, tesis doctoral, Universidad de Viena, 1971. (N. del A.)

5 J.C. Crumbaugh y L.T. Maholick, «An Experimental Study in Existentialism. The Psychometric Approach to Frankl’s Concept of Noogenic Neurosis», Journal of Clinical Psychology 20/2 (1964), pp. 200-207. (N. del A.)

6 Elisabeth Lukas nació en 1942. (N. del T.)

7 Véase al respecto E. Lukas, «Celebrar los buenos momentos de la vida», en id.,El sentido del momento. Aprende a mejorar tu vida con logoterapia, trad. cast. de Héctor Piquer Minguijón, Barcelona, Paidós, pp. 53 y ss. [Título original del artículo: «Die Sonnenseiten des Lebens bejubeln»; ed. original de la monografía: Vom Sinn des Augenblicks. Hinführung zu einem erfüllten Leben, Kevelaer, Topos Plus, 2014.] (N. de la A.)

8 L.G. Aspinwall y U.M. Staudinger (eds.), Psicología del potencial humano. Cuestiones fundamentales y normas para una psicología positiva, trad. cast. de Lía Barberis y Alejandra García Murillo, Barcelona, Gedisa, 2007 [ed. original: A Psychology of Human Strengths. Fundamental Questions and Future Directions for a Positive Psychology, Washington, D.C., American Psychological Association, 2003]. (N. del A.)

9 E. Berscheid, «La mayor fuerza del ser humano: otros seres humanos», en L.G. Aspinwall y U.M. Staudinger (eds.), Psicología del potencial humano, op. cit., pp. 63-76 [título original del artículo: «The human’s greatest strength: Other humans»]. (N. del A.)

10 V. Frankl, Teoría y terapia de las neurosis. Iniciación a la terapia y al análisis existencial, trad. cast. de Constantino Ruiz-Garrido, Barcelona, Herder, 42020 [ed. original: Theorie und Therapie der Neurosen, Múnich, UTB, 1982]. (N. de la A.)

11 V. Frankl,