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No hubo en el siglo xx teoría científica que provocara un debate mayor en la filosofía que la teoría de la relatividad. Todos los movimientos filosóficos trataron de apropiársela mostrando la sintonía entre sus postulados y los de la teoría. Este volumen pretende aclarar el impacto en el pensamiento filosófico de la revolución física introducida por la teoría de la relatividad.
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Seitenzahl: 324
Veröffentlichungsjahr: 2011
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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
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© Del texto: Xavier García-Raffi, 2011
© De esta edición: Universitat de València, 2011
© De la fotografía: Wikimedia Commons
(http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:Einstein_1921_by_F_Schmutzer.jpg)
Coordinación editorial: Maite Simón
Maquetación: Inmaculada Mesa
Cubierta:
Fotografía: Albert Einstein en Viena impartiendo una lección (1921), de Ferdinand Schmutzer (1870-1928)
Diseño: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: Pau Viciano
ISBN: 978-84-370-7891-5
Depósito legal: V-338-2011
ePub: Publidisa
A Rosa, mi mujer,
por ser sólidamente relativista.
Esta investigación intenta narrar un episodio de la historia del pensamiento. Quiere aclarar el impacto en el pensamiento filosófico de la revolución física introducida por la teoría de la relatividad, una revolución científica en cuyas consecuencias estamos todavía inmersos. A diferencia del exhaustivo análisis que se ha hecho en la historia y filosofía de la ciencia de la Revolución Copernicana, el impacto que en la vida intelectual del siglo XX ha tenido la relatividad ha empezado a estudiarse en profundidad en los últimos tiempos.1
Como todas las revoluciones científicas, la relatividad produjo un cambio de paradigma con repercusiones en todas las formas de pensamiento. Pero no hubo un impacto mayor que el experimentado por la filosofía y, en especial, por la que en principio era más afín a la mentalidad científica, la filosofía perteneciente al área empirista. Nuestro trabajo examina el impacto que produjo la relatividad sobre el empirismo desde su aceptación generalizada por la comunidad científica en 1919 hasta la constitución del Círculo de Viena en 1930. Durante este período, los esfuerzos de los filósofos empiristas estuvieron consagrados a demostrar que la teoría encajaba en sus planteamientos epistemológicos según habían quedado definidos en el fenomenalismo: un programa epistémico en el que se sintetizaban los esfuerzos de renovación filosófica contra los elementos sobrevivientes del idealismo hegeliano y kantiano decimonónico, contra un conjunto de posiciones filosóficas que pronto serían rotuladas con el calificativo peyorativo de «metafísicas». El incontestable prestigio de la relatividad la presentaba como el mejor aval posible del fenomenalismo; sin embargo, el tiempo trajo a la luz las dificultades que la relatividad escondía para adaptarla al modelo de teoría rigurosamente empirista que el fenomenalismo defendía. En su esfuerzo por tratar de justificar la aparición de los conceptos relativistas desde la experiencia sensorial, el fenomenalismo marcó como decisivos los principales problemas a los que se enfrentaría el positivismo lógico, en especial el de la verificación y el del significado de los enunciados teóricos.
Desde su formulación por Ernst Mach en la década de 1880, el fenomenalismo fue el programa epistemológico que sintetizó los esfuerzos por ofrecer desde la filosofía de tradición empirista una explicación de la realidad acorde con la científica. Aunque a cada uno de sus participantes le pueden ser adjudicadas diferentes etiquetas filosóficas (empirocriticistas, analíticos, positivistas) y su obra cuenta con una gama más amplia de campos de interés, el fenomenalismo guió sus aproximaciones a la actividad científica y marcó los objetivos esenciales a conseguir en el campo de la epistemología. Por la claridad en sus fines y por su persistencia en el tiempo lo hemos denominado programa a similitud de los programas de investigación científica que agrupan y organizan la actividad en un campo en torno a un consenso básico. Aunque no adquirió nunca la rigidez de una escuela filosófica, los puntos que marcaban la actuación a seguir en el fenomenalismo eran diáfanos y fueron mantenidos por los participantes hasta bien entrada la década de 1930 en el que, ya dentro del positivismo lógico, fue paulatinamente abandonado por un nuevo programa, el fisicalista.
El fenomenalismo exigía para justificar el origen empírico de los conceptos mostrar el camino lógico que llevaba desde la experiencia hasta su constitución. Este proceso daba lugar a una verdadera reconstrucción del mundo desde una base estrictamente sensorial con la ayuda de las estructuras de la nueva lógica matemática. El proceso construía los tipos de objetos existentes, sus cualidades y las relaciones espaciales y temporales a partir de los datos de la experiencia. El fisicalismo buscará cumplir los mismos objetivos epistemológicos que el fenomenalismo pero evitando esa construcción lógica de la realidad que se fue rebelando como un proceso sumamente complejo y engorroso. Las exigencias del marco relativista se mostraron devastadoras e imposibles de satisfacer desde la percepción, totalmente alejadas de cualquier visión ingenua de la conexión directa de la ciencia con la experiencia. Las consecuencias indirectas del frustrado intento de su elaboración fueron, sin embargo, muy provechosas, porque en las dificultades comenzó a perfilarse una parte sustancial de la problemática del positivismo lógico sobre el estatus de los conceptos teóricos y de la conexión entre teoría y experiencia. El impacto que produjo sobre el fenomenalismo la teoría de la relatividad fue el preludio del desarrollo de la epistemología positivista.
El concepto central del programa fenomenalista –del que fue responsable Mach– fue el de ciencia fenoménica o empírica, un ideal alimentado por los deseos de renovación que se produjeron en física como consecuencia del desarrollo del electromagnetismo y su falta de encaje en los patrones newtonianos. Las dificultades, pensaba Mach, estaban provocadas por la presencia en la explicación newtoniana del mundo de conceptos desprovistos de significación empírica, heredados y aceptados acríticamente, y de los que había que prescindir si se quería salir del marasmo cada vez más agudo provocado por la falta de adecuación de los viejos conceptos newtonianos a las nuevas realidades físicas. La forma de salir de la crisis era construir una verdadera ciencia empírica capaz de señalar la base de experiencias de las que surgía cada uno de los conceptos teóricos, tarea que al mismo tiempo despejaba el campo de todos aquellos conceptos que no se justificaran en la experiencia y entorpecían las investigaciones.
Las admoniciones de Mach para emprender cuanto antes mejor esta tarea purgando la física newtoniana no encontraron respuesta. Al contrario, se confiaba en que la ciencia estaba a punto de culminar con una síntesis gloriosa los esfuerzos científicos comenzados por Galileo y Newton dos siglos atrás gracias a la aceptación del éter como sistema de referencia de todos los fenómenos físicos. La estupefacción creada por el resultado nulo del experimento de Michelson-Morley para determinar la velocidad de la Tierra con relación al éter y la frustración resultante hizo a los científicos más predispuestos a escuchar nuevas ideas. La advertencia de Mach comenzó a ser tenida en cuenta por todos los físicos renovadores, entre ellos por Einstein. La teoría de la relatividad empezó inspirada por esa labor de limpieza que Mach señalaba como imprescindible y destinada a arrojar a los conceptos sin justificación empírica, los conceptos metafísicos, a la basura.
Esta labor antimetafísica tuvo su reflejo en el campo de la filosofía e inspiró el deseo de constituir una filosofía científica que, a imitación de la ciencia, consiguiera que la filosofía avanzara de forma acumulativa y sistemática. Con la nueva lógica matemática puesta a punto por Bertrand Russell y A. N. Whitehead en los Principia Mathematica (1910) como instrumento, el programa fenomenalista avanzó en su eliminación de entidades innecesarias del campo filosófico. La lógica permitía reconstruir la realidad desde la experiencia mostrando que podía construirse cualquier entidad o concepto teórico como funciones de datos sensoriales. Sobraban los presupuestos ontológicos conservados por la filosofía clásica como la existencia de la sustancia o el papel determinante reservado por el idealismo a la mente de los sujetos. En general, los tópicos ya sometidos a análisis por Hume como conceptos sin base en la experiencia, pero que ahora caían de forma irrevocable con la ayuda de la implacable hacha de la lógica.
Esta tarea de limpieza permitía vincular el mundo de la percepción de nuestra vida cotidiana y el mundo abstracto y complejo de la ciencia demostrando que ambos compartían una misma base común en la experiencia. Conectar la explicación que hace la física de la realidad con la percepción garantizaba el carácter empírico de las teorías científicas y respaldaba al conocimiento sensorial como la base del conocimiento humano. Este punto era irrenunciable para el fenomenalismo. A su defensa se consagraba la construcción del mundo desde la percepción. La construcción será siempre imperfecta, pero basta que justifique que una parte sustancial de los conceptos científicos utilizados en la explicación que hace la física de la realidad surgen del proceso de construcción para que la tesis general de la ciencia empírica sea válida. La construcción lógica del mundo es un medio para alcanzar el fin, que es la existencia de una única base empírica de la totalidad del conocimiento humano.
El momento de ebullición científica que la ciencia vivió como consecuencia de la aparición de la teoría de la relatividad y de la física quántica fueron vividos con especial optimismo por el fenomenalismo que veía una coincidencia entre sus planteamientos y las novedades iconoclastas de las nuevas teorías científicas. Sin embargo, el conocimiento más profundo de la teoría de la relatividad (el tratamiento de la quántica no es objeto de nuestro estudio porque siempre fue secundario en el fenomenalismo respecto del de la teoría de la relatividad) y de las condiciones que había que conseguir para mantener la vinculación entre física y percepción originó serias dudas sobre la viabilidad del programa entre sus principales promotores. Este libro explica los encontronazos entre el fenomenalismo y la relatividad y los esfuerzos por obtener éxito con los abstractos conceptos teóricos relativistas, en especial con la nueva estructura espacio-temporal de la realidad. La pugna con la relatividad fue especialmente clarificadora respecto a la compleja organización de la ciencia y la dificultad de encontrar una conexión clara entre la estructura teórica y la experiencia.
El programa fenomenalista constaría de los siguientes puntos:
1. Beligerante postura antimetafísica: El programa fenomenalista formó parte de la reacción general en defensa de la tradición empirista contra los movimientos neohegelianos y neokantianos. Aquellas gloriosas elaboraciones no eran más que fantasmas inanes, conceptos que sobrevolaban la realidad porque carecían de peso empírico, de significado contrastable. Su auténtico papel era retrasar el avance de la filosofía y de la mentalidad científica. El positivismo lógico sintetizará con la palabra metafísica esta actitud retardataria subyacente bajo la aparente sofisticación de unos conceptos que son presentados, sorprendentemente, como el máximo exponente de la razón humana. Eliminar la metafísica y difundir la mentalidad científica era labor de la nueva filosofía, una filosofía que se acercara lo más posible a la seguridad y acumulación de resultados de la ciencia. La lógica, como una nueva navaja de Occam, rasurará todos los conceptos que no justifiquen su procedencia empírica.
2. La ciencia fenoménica: El ideal empirista del conocimiento tenía su reflejo en el campo científico en el ideal de ciencia fenoménica o ciencia empírica, en gran parte obra de Ernst Mach, su principal responsable. En este ideal, todos los conceptos científicos debían demostrar su origen desde la experiencia sensible. La ciencia debía proceder a una labor de simplificación teórica eliminando todos aquellos conceptos que no justificasen esa conexión pero que se habían depositado en ella a través de su historia. Las teorías científicas habían de ajustarse lo más posible a ese modelo en el que todas, además, podían ser lógicamente reconstruidas. Debe ser posible de cualquier teoría y para cualquier concepto mostrar el camino que le vincula a la experiencia.
Este canon sería el fin más importante del programa fenomenalista que construyó instrumentos lógicos ex profeso para conseguir desde la experiencia construir los conceptos científicos más abstractos y a él dedicó su esfuerzo más considerable al intentar construir desde la percepción la estructura espacio-temporal relativista.
El conocimiento humano debía organizarse tomando como modelo a la ciencia y arrojando fuera de él todos los conceptos metafísicos. Todo lo que podía ser conocido podía ser deducido de la experiencia. En realidad, el mundo tal y como lo conocemos no es sino producto de una construcción que tiene como base la información sensorial.
3. Construcción lógica del mundo: Con ayuda de la lógica, el fenomenalismo tratará de demostrar la coincidencia entre el mundo de la percepción y el mundo de la ciencia justificando la correspondencia estructural entre ambos mundos. El mundo percibido y el mundo de la ciencia son ambos construcciones lógicamente posibles desde la experiencia sensorial de los sujetos. La lógica, si no consigue la totalidad de los componentes de ambos mundos, debe al menos justificar los tipos fundamentales de objetos y las estructuras teóricas esenciales de la ciencia garantizando la continuidad desde el mundo perceptivo al mundo de la física. Así, construir lógicamente la realidad desde la experiencia sensible afianzaba el ideal de la ciencia fenoménica.
La teoría de la relatividad irrumpió precisamente en este punto. La teoría señalaba qué condiciones debía cumplir cualquier reconstrucción lógica del mundo desde la percepción, condiciones que se demostraron al final imposibles de cumplimentar, en especial la compleja estructura espacio-temporal necesaria a la teoría pero difícil de casar con el espacio tridimensional y el continuo temporal en el que se producía la percepción sensorial. En los intentos de elaboración de reconstrucciones perceptivas de la realidad físicamente aceptables se consumiría la energía de los principales representantes del programa fenomenalista. Porque la relación del fenomenalismo con la relatividad no fue circunstancial, sino que afectaba a su propia definición. El fenomenalismo necesitaba encuadrar la teoría de la relatividad dentro del propio proyecto ya que, en caso contrario, no se diferenciaría de cualquier planteamiento metafísico que defendiera su legitimidad en una vaga referencia a los fenómenos. A diferencia de las manipulaciones que la relatividad sufrió a manos de la filosofía idealista –y frente a las que estaba radicalmente en contra–, el programa fenomenalista debía enlazar los conceptos de la física relativista con la percepción. Este nexo era también decisivo por eliminar el riesgo del solipsismo asociado a «mis sensaciones». En el caso de no conseguir enlazar ciencia y percepción, toda filosofía que continuase la senda del empirismo correría el riesgo de quedar confinada en el solipsismo. Para el fenomenalismo la ciencia es el medio fundamental de realizar proposiciones intersubjetivas y en ella encontraremos el antidoto más seguro, de obtener esta vinculación, contra el peligro del solipsismo oculto en la sensación.
La física clásica despreciaba la información perceptiva considerada menor frente al interés de las cualidades cuantificables. El aislamiento de la física de las cualidades secundarias trae consigo consecuencias paradójicas al separarla de aquellos datos que realmente producen la verificación de una teoría científica. Si una teoría queda reducida a una estructura matematizada con elementos carentes de conexión con los datos sensibles, resultaría absurda nuestra convicción de que son esos datos quienes confirman la teoría. A la postre, el resultado de una predicción es un experimento que genera un conjunto de datos sensoriales accesibles a todos los hombres. La garantía de que la física sea realmente una ciencia empírica, y no una construcción abstracta al margen de la realidad, necesita el enlace entre la realidad sensorialmente experimentada y físicamente justificada. Es, señala Russell, «necesario por tanto encontrar alguna forma de conectar la separación entre el mundo de la física y el mundo de los sentidos».2
Encontrar los puntos de contacto entre las dos orillas ante los rápidos avances de la física ofrece la seguridad de que nuestro conocimiento sensorial de la realidad mantiene una continuidad con las teorías científicas, no importa lo alejadas que se encuentren de los conceptos ordinarios utilizados en nuestra vida cotidiana. Será el realismo de la metafísica del sentido común el primer obstáculo a eliminar para evitar la separación entre física y percepción demostrando que, como evidencian los avances de la física, la estabilidad del mundo no es más que el resultado de una construcción.
Existe un núcleo duro de datos sensoriales de los que, aunque lógicamente puedan ser sometidos a un proceso escéptico de crítica, nos resulta psicológicamente imposible dudar. El proceso de construcción del mundo exterior consistirá en demostrar como, a partir de esos datos sensoriales, pueden justificarse las entidades que inferimos utilizando como instrumento la lógica. La persistencia de la materia, la realidad del espacio y el tiempo, la existencia de mentes ajenas, son suposiciones que, aunque psicológicamente inferidas, no lo han sido lógicamente, por lo que para la lógica son, sorprendentemente, conceptos primitivos. Es ésta la máxima de una filosofía científica, la aplicación moderna de la navaja de Occam: sustituir, siempre que sea posible, entidades inferidas por entidades construidas. Aunque psicológicamente cómodas, son lógicamente innecesarias y físicamente contribuyen a la separación entre la percepción y la física.3 La teoría de la relatividad (y la teoría quántica) ha demostrado que los conceptos físicos fundamentales son una construcción. Justificar, con ayuda de la lógica, como pueden construirse desde los datos de la percepción es una garantía no sólo de que podemos prescindir de entidades no necesarias, sino que también tienen todos ellos un significado sensorial.
El debate del fenomenalismo con la relatividad fue intenso y a él se consagran dos obras como Analysis of Matter (1927) de Russell y la obra de Whitehead The Principle of Relativity with Applications to Physical Science (1922). Ambas debían pasar la prueba de fuego de ser capaces desde la percepción de ajustarse a los requisitos de la estructura espacio-temporal del mundo enunciada por la relatividad. Si se era capaz de llegar a ella partiendo de nuestra experiencia sensorial, podríamos continuar defendiendo que los conceptos científicos están justificados sensorialmente mientras que los religiosos, por ejemplo, no. Los intentos parecían más o menos fructíferos en relación a la teoría especial de la relatividad pero el aumento de la abstracción venido de la mano de la teoría general de la relatividad llevó al fracaso la estrategia básica de construcción del espacio y el tiempo del fenomenalismo. La deformación del espacio-tiempo de la relatividad general para explicar los fenómenos gravitatorios arruinaron el paralelismo con el espacio perceptivo.
El fenomenalismo fue rápidamente consciente del reto epistemológico implícito en la construcción lógica de un mundo relativista. La falta de vinculación entre física y percepción creía que tampoco dejaría inmune a la ciencia, pues el progresivo proceso de abstracción de las teorías científicas no sólo las empujaba fuera de la comprensión del no especialista, también dejaba en entredicho la unidad del conocimiento humano: la creencia profunda de los seres humanos de que la ciencia no es sino la sofisticación de las capacidades de indagación, observación y experimentación, presentes en ellos de forma natural, cualidades que les permiten obtener la verdad de la Naturaleza que los rodea mediante la experiencia.
El programa fenomenalista quedó incorporado como uno de los elementos fundantes del Círculo de Viena. El libro Der logische Aufbau der Welt (1928) será el más ambicioso y completo intento fenomenalista de construcción lógica de la realidad y el fruto más sólido de la continuación del programa fenomenalista por el naciente Círculo de Viena. Rudolf Carnap, uno de sus elementos clave, asumió como propia la invocación a la manera científica de filosofar de Russell. El proceso de construcción lógica del mundo en el Aufbau parte ya como de un hecho de la imposibilidad de alcanzar desde la percepción la compleja estructura espacio-temporal de la relatividad general. Opta por supeditar el proceso constructivo a la física, que señala las condiciones en que la percepción es significativa y fuera de las cuales resulta prescindible y superflua. Esta construcción tutelada del mundo vaciaba de contenido la legitimación de los conceptos científicos por su construcción desde la percepción. El Aufbau marcaba así el agotamiento del programa. Su sustitución en 1932 por el fisicalismo tratará de conservar el ideal de la ciencia empírica pero sin el costoso prólogo de la construcción lógica del mundo.
Al naciente Círculo de Viena le tocaría batallar con las consecuencias del cambio epistemológico traído por la teoría relativista. La fundamental era que la conexión entre teoría y experiencia era un proceso indirecto y conjetural. Había que abandonar la confianza en las espectaculares corroboraciones del pasado que marcaban una línea diáfana entre lo que era verdadero y lo que no. La relatividad no se ajustaba al esquema que se confiaba debía seguir toda teoría científica. La discusión sobre la verificación o las sucesivas definiciones del criterio de significado han de entenderse con el antecedente del choque entre el programa fenomenalista y la teoría de la relatividad. El marco de discusión entre teoría y experiencia se formó fundamentalmente en el debate entre el programa fenomenalista y la teoría de la relatividad.
Nuestra exposición está facilitada por las propias exigencias del programa que obliga a sus componentes a concretar y delimitar los intentos de construcción del mundo. No existe en el fenomenalismo ni dispersión ni medias tintas: los procesos de construcción han de ser lógica y espistemológicamente preparados con cuidado. Es posible, por tanto, limitarse a explicar su entramado lógico-epistemológico como un producto autónomo, viendo su coherencia estructural. Aunque esta opción no está ausente en nuestro estudio, el verdadero significado de las construcciones fenomenalistas se obtiene de la contrastación de sus resultados con los estandards de la física y es en esta comparación donde radica su interés para la historia de la filosofía y de la ciencia. El diálogo con la relatividad es un requisito imprescindible no sólo para entender el contexto en que se produjeron sino para entenderlas en sí mismas.
Expondremos, en primer lugar, los elementos claves de la teoría de la relatividad y sus antecedentes históricos. Cómo estos elementos fueron interpretados por el empirismo inicialmente como un reconocimiento de su filosofía desde la ciencia para poco a poco empezar a percibir las discordancias que la teoría encerraba respecto a la ingenua visión inicial que la consideraba una muestra de una ciencia elaborada sobre bases rigurosamente empíricas. El enfrentamiento se radicalizó en el caso de Ernst Mach, un enfrentamiento que hizo consciente al propio Einstein de hasta qué punto se había alejado del modelo de ciencia empírica defendido por éste, una vez superada la fase de crítica de los elementos «metafísicos» newtonianos, y reflexionar sobre si la creatividad teórica podía quedar encerrada en los límites epistémicos propuestos por Mach.
Pasaremos después a exponer los intentos más importantes de reconstrucción del mundo físico relativista a cargo de Russell –uno de los principales divulgadores de la teoría de la relatividad– y su creciente alarma ante lo que consideraba un alejamiento de la teoría de la experiencia sensible, alejamiento en el que veía el peligro de que las teorías científicas quedaran al margen de la contrastación empírica.
A continuación, expondremos la nueva metodología lógica de Whitehead destinada a asociar la experiencia con los complejos conceptos relativistas, cómo fue utilizada en el proceso de construcción lógico de la realidad y las consecuencias que tuvo para Whitehead su fracaso que le impulsó a un sorprendente abandono de la filosofía científica y su dedicación a la elaboración de una metafísica de nuevo cuño.
Por último, presentaremos las características del proyecto de construcción lógica de la realidad más elaborado, el de Rudolf Carnap. Justificaremos que el proyecto renunciaba a un proceso autónomo de construcción lógico de la realidad supeditando todos sus pasos a la física. Esta tutela daba por hecho la imposibilidad de conectar experiencia y física sino era sobre la base y en los términos marcados previamente por la física que determinaba lo que era y no era significativo en la experiencia sensorial.
El fenomenalismo fue la principal base de la epistemología del naciente Círculo de Viena. Los problemas a los que en el terreno epistemológico se enfrentó el positivismo lógico quedaron marcados por el programa. Su sustitución por el fisicalismo –un cambio con el que se obviaba la necesidad de la reconstrucción fenoménica de la realidad– no supuso la eliminación de sus objetivos que continuaron intocados. El debate entre la filosofía y la relatividad producido en el fenomenalismo generó por tanto el núcleo básico del programa del positivismo lógico. La epistemología del positivismo aparece así no como un producto ex novo sino como el resultado de dos décadas de esfuerzos por constituir una filosofía científica en lucha constante con las crecientes exigencias marcadas por la relatividad, la teoría científica revolucionaria del siglo XX de la que ninguna filosofía renovadora podía quedar al margen.
1. Con contribuciones tan destacadas como las de los profesores J. M. Sánchez Ron, T. F. Click y G. Holton de las que este estudio es deudor.
2. B. Russell: Our Knowledge of the External World as a Field for Scientific Method in Philosophy, Londres, The Open Court, 1914. Reimpresión revisada en Londres, George Allen and Unwin, 1926, p. 106.
3. B. Russell: «The Relation of Sensedata to Physics», Scientia, 4 (1914), reeditado en Mysticism and Logic and Other Essays, Londres, George Allen and Unwin, 1918, p. 149.
Un escéptico Einstein reflexionaba que quizás se hubiera evitado malentendidos entre los legos y cientos de explicaciones si hubiera llamado a su teoría la de las igualdades en vez de relatividad, pues el público había creído que bajo la palabra relatividad la teoría proponía un confuso relativismo en el que todo valía y todo era posible en vez de un principio de relatividad, un principio esencial para poder establecer leyes físicas válidas para la totalidad de la Naturaleza, un principio con el que había conseguido integrar bajo una única pauta todos los campos de la física.
La física ha de garantizar la objetividad de la descripción de los fenómenos. Sólo sobre rasgos físicos permanentes puede obtenerse la base suficiente para el establecimiento de leyes que sean las mismas para cualquier observador y válidas en toda la Naturaleza. Un rasgo físico que no resulta alterado para distintos observadores se denomina invariante y todo principio que señale cuáles son los invariantes es un «principio de relatividad». La formulación de un principio de relatividad constituye la tarea esencial de la física, el principio al que todas las leyes deben ajustarse.
Dado que para la física un observador es equivalente a un sistema de referencia, es decir, a un eje de referencia espacial y temporal respecto a los que describir un fenómeno, un principio de relatividad equivale a un conjunto de transformaciones que hacen que una propiedad invariante lo sea en todos los sistemas de referencia y, por tanto, que una ley física aparezca como invariante para cualquier sistema de referencia. Un principio de relatividad garantiza, en último término, que no existe ningún sistema privilegiado para la observación de la Naturaleza y que desde todos los sistemas podemos alcanzar leyes equivalentes. La historia de la física será la historia de la extensión del principio de relatividad a medida que un conocimiento más profundo de la Naturaleza hacía cada vez más compleja la transformación entre sistemas.
Existen diferentes casos a los que aplicar un principio de relatividad entre los sistemas de referencia. El caso más elemental sería aquel en que los observadores se encuentran en reposo frente a una Naturaleza estática. El principio de relatividad indicaría las propiedades geométricas de los fenómenos que se mantienen en los diferentes puntos de vista posibles. Si el fenómeno observado no fuera estático y sufriera cambios o estuviera en movimiento, deberíamos contar en su descripción con el tiempo para lo cual los distintos observadores sincronizarían sus instrumentos de medición del tiempo.
Para su funcionamiento, las transformaciones galileanas necesitan que se cumplan dos condiciones: la validez de la geometría euclidiana y la existencia de una simultaneidad absoluta entre dos sistemas cualesquiera. La validez de la geometría euclidiana garantizaba la invariabilidad de las longitudes y la indeformabilidad de las varas de medir sin importar la velocidad del movimiento al que se encuentran sometidas. Todos los cuerpos son, en la mecánica clásica, rígidos a cualquier velocidad. La congruencia entre dos longitudes en dos puntos cualesquiera del espacio es total y éste se considera que es homogéneo e isotrópico. La coincidencia en las experiencias realizadas en un contexto de bajas velocidades y débiles campos gravitatorios convirtió este supuesto en un principio a priori por encima de cualquier comprobación experimental.
En cuanto a la simultaneidad absoluta entre dos sistemas inerciales, no importa su situación o velocidad, permite establecer un tiempo común y sincronizar sus relojes para equiparar sus descripciones temporales del fenómeno observado. Esta simultaneidad absoluta quedó entronizada en el concepto de tiempo absoluto newtoniano: un reloj definitivo con respecto al que establecer la sincronía entre todos los sistemas.1
Para dos sistemas próximos la simultaneidad es indudable. Cuando su separación se incrementa, la forma de sincronizarlos implica la transmisión de una señal de una posición a la otra, descontando el tiempo tardado por la señal en ir del sistema S al S’ y viceversa. Dada la isotropía del espacio euclidiano, la señal tardará lo mismo en ambos recorridos. Así, siendo tA1 el instante en que se transmite la señal desde S y tA2 en el que regresa de S’, el tiempo del sistema S’ (tB) será el tiempo medio de tA1 + tA2. No obstante, la sincronía entre los dos sistemas desaparecerá en el caso que la velocidad de estos sea tal que, cuando la señal alcanza a S’ desde S, éste ya se ha desplazado en el intervalo que ha costado a la señal marchar de S a S’: en un caso, a la velocidad de la señal se le suma la del sistema que avanza en su misma dirección y en el otro se le restará. Por tanto, cuanto más se incremente la velocidad de un sistema, tanto más debería hacerlo la velocidad de la señal para mantener la simultaneidad absoluta. Aunque se utilizaba en la física clásica la velocidad de la luz como señal, la única forma de mantener la simultaneidad absoluta para cualquier velocidad de un sistema inercial era en realidad que la señal tuviera una velocidad infinita que la transmitiera instantáneamente.2 En las bajas velocidades de la mecánica clásica la velocidad de la luz cumplía adecuadamente este papel pero no ocurrirá lo mismo cuando se tengan en cuenta las enormes velocidades de los fenómenos electromagnéticos.
Bastaba el cumplimiento de estas dos condiciones para que los conceptos centrales de la mecánica newtoniana (espacio, tiempo, masa y aceleración) fuesen invariantes en las transformaciones galileanas y las leyes de la mecánica que relacionan estos conceptos actuarán por igual en todos los sistemas inerciales. Así, la mecánica quedó definitivamente sometida a un principio de relatividad.
De la igualdad de las leyes de la mecánica para los sistemas inerciales de la física clásica surge la que se denomina «relatividad newtoniana». No es posible, por ningún experimento mecánico realizado en un sistema inercial, obtener el estado de movimiento del sistema con respecto a otro. Así, un observador no puede determinar con un experimento mecánico interno si es la Tierra o el tren donde se encuentra quien se mueve. Esa posibilidad, sin embargo, le era ofrecida a Newton por el espacio absoluto transformado en un sistema inercial privilegiado que infringía su propio principio de relatividad y en el que se consideraba que las leyes actuaban en forma perfecta.3 El espacio absoluto, además de ser un sistema inercial privilegiado, ofrecía otra ventaja a la física: constituirse en una estructura que daba una posibilidad permanente de ordenación.
La aparición del electromagnetismo a finales del siglo XIX con su aceptación de velocidades inconmensurablemente superiores a las de la física clásica planteó el reto de extender el principio de relatividad a ese nuevo campo. Fueron precisamente los problemas que generará este intento el preludio de la teoría de la relatividad. La gran tarea de Einstein será extender el principio de relatividad a este nuevo campo y posteriormente generalizar el principio de relatividad a todos los sistemas posibles en física culminando así la tarea histórica de la ciencia de la búsqueda de invariantes universalmente válidos para todas las circunstancias y todo tipo de sistemas.
La admisión de la existencia del éter fue resultado del intento de extender la mecánica newtoniana al electromagnetismo. El electromagnetismo era el campo fundamental de investigación de los físicos en el siglo XIX. El concepto de campo electromagnético sirvió a la física a finales de ese siglo para completar una tarea de unificación con la que consiguió organizar a la electricidad, el magnetismo, la gravedad y la luz en un marco común, demostrando la unidad de unos fenómenos que inicialmente se habían pensado diferentes. La unión posterior del concepto de campo electromagnético al concepto de energía lo transformó en el concepto unificador por excelencia de la física. El electromagnetismo era, además, una vía de repercusiones tecnológicas de gran importancia al facilitar la creación de electricidad en forma masiva y barata, la energía sustituta del vapor en la nueva etapa de la industrialización.
La tarea de unificación conseguida con el concepto de campo electromagnético comenzó en 1820 cuando Hans Christian Oersted demostró la vinculación entre los fenómenos eléctricos y magnéticos al desviar una aguja imantada por el paso de una corriente eléctrica. Michael Faraday (1821) concluyó que la fuerza ejercida por la corriente sobre la aguja era de naturaleza circular, creando una serie de líneas de fuerza a la que denominó campo magnético. Fue el mismo Faraday quien descubrió (1831) la inducción electromagnética o producción de corriente eléctrica por la variación del campo magnético. Aparecía así constituido el campo electromagnético.
James Clerk Maxwell dio un nuevo paso durante los años 1880-1890 al conseguir justificar que la luz era un fenómeno electromagnético. Maxwell calculó que las ondas electromagnéticas irradiadas por el campo tenían la misma velocidad que la de la luz en el vacío. Por último, Heinrich Hertz (1887) señaló que las ondas electromagnéticas irradiadas por una corriente eléctrica oscilante tenían las mismas características que la luz (reflexión, refracción, interferencia, velocidad, polarización, etc.) aunque no la de visibilidad por estar muy por debajo de la frecuencia necesaria.4
Cuando se aplicó la mecánica newtoniana al electromagnetismo, resultaba más conveniente para los físicos suponer un medio material en el que las ondas electromagnéticas se propagasen que aceptar que, a diferencia de todas las ondas conocidas, su propagación no se realizase en medio alguno. Este fue el origen de la hipótesis del éter, hipótesis que adquirió una gran importancia cuando se comprobó que no era posible aplicar las transformaciones galileanas a los fenómenos electromagnéticos, es decir, que en el electromagnetismo no se mantenían las invariantes de la mecánica newtoniana. Se pensó conservar los postulados esenciales de la mecánica newtoniana mediante la transformando el éter en un sistema inercial privilegiado en reposo absoluto respecto del cual todos los sistemas se mueven. El éter pasaría a ser así el sustituto del espacio absoluto newtoniano, el único sistema donde la luz tiene velocidad c5 y, por tanto, el sistema de referencia respecto del que medir la velocidad absoluta de un sistema inercial.
Inicialmente, se mantuvo la existencia de distintos éteres encargados unos de la transmisión de la luz y otros de las ondas electromagnéticas. El éter lumínico había sido originariamente formulado por Newton, que le concedió unas propiedades mecánicas perfectas destinadas a justificar en su teoría corpuscular la reflexión y refracción de la luz.6 El éter lumínico explicaba con su extraordinaria elasticidad la fuerza gravitatoria. Sus propiedades eran incomparables: su capacidad de vibración hacía avanzar a la luz a su enorme velocidad gracias a la posesión de una fuerza elástica 490 millones de veces superior a la del aire, al mismo tiempo su resistencia a ser atravesado era nula al ser 700 mil veces menos denso que el aire. Todos los cuerpos se encuentran sumergidos en él, incluidos nuestros nervios que, por su mediación, reciben las sensaciones. La aparición de la teoría ondulatoria de la luz de Young y Fresnel (1800-1820) no modificó las características del éter lumínico.
Fue Maxwell quien unificó todos los éteres al demostrar la naturaleza electromagnética de la luz. El éter pasó a ser un único medio propagador de todos los fenómenos electromagnéticos. El éter se extiende por el universo entero, en él se encuentran sumergidos todos los cuerpos y sus propiedades mecánicas le hacen capaz de transmitir la luz a la velocidad c. La inmovilidad del éter parecía confirmarse por el hecho de la aberración de la luz estelar.7 Era, por tanto, lógico tratar de detectar el movimiento de la Tierra a través de él: el viento del éter tendría una velocidad respecto de la Tierra igual a la velocidad orbital de la Tierra alrededor del Sol. Este experimento confirmaría definitivamente su existencia material y consolidaría las características que se le otorgaban como sustrato del campo electromagnético. Era, de alguna forma, su localización.
El experimento destinado a completar la localización del éter fue el experimento de Michelson-Morley. Un resultado positivo del experimento significaría la culminación de la física clásica, una situación muy próxima a una explicación total de la Naturaleza a través del concepto central de campo electromagnético del que el éter era su base material. En un principio, se esperó obtener resultados de primer orden del movimiento de la Tierra, pero no fueron detectados. La utilización del interferómetro, descubierto por Michelson, permitía registrar efectos de segundo orden (una desviación de una parte entre cien millones) en la velocidad de la luz a favor y en contra del movimiento terrestre en el éter. Sin embargo, la velocidad de la Tierra no restaba ni sumaba nada a la velocidad de la luz. El experimento se repitió en 1881 y 1887 y el resultado fue nulo más allá de toda duda razonable,8 debido a la precisión incomparablemente superior a la de los experimentos mecánicos con que pueden realizarse los experimentos electromagnéticos.
No fue, sin embargo, el resultado del experimento de Michelson-Morley lo que llevó a Einstein a la formulación de la relatividad especial en 1905, sino más bien una reflexión sobre la teoría electromagnética de Maxwell y la necesidad de que las leyes del electromagnetismo, y no sólo las de la mecánica, fuesen invariantes para todos los sistemas inerciales.9
La búsqueda de Einstein iba más allá de la justificación del experimento nulo de Michelson-Morley, era la búsqueda de un principio de relatividad más amplio que el de la física clásica. Este principio de relatividad se presenta como una generalización del existente en la mecánica newtoniana al exigir que todas las leyes de la física, y no sólo las de la mecánica, sean invariantes para los sistemas inerciales. Del principio se deduce, como consecuencia inmediata, la constancia de la velocidad de la luz en el vacío.10
Si supusiéramos un sistema inercial con velocidad c