La tercera boda - Kostas Taktsís - E-Book

La tercera boda E-Book

Kostas Taktsís

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Beschreibung

«No puedo, no, ¡no puedo soportarla más!» Así empieza el lamento de Nina, una mujer que lucha incansablemente por sobrevivir sin renunciar a su identidad y que intenta sacar adelante a su familia en un mundo convulso y despiadado. A medida que la sociedad griega se desmorona por las embestidas de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación alemana y la guerra civil, Nina va quedando relegada a una clase social cada vez más baja. En la vorágine de la vida, entre bodas, guerras, bautizos y funerales, Nina solo encuentra refugio en Ecavi, su suegra, su confidente, su amiga. Publicada en 1962, "La tercera boda" fue la única novela que escribió Kostas Taktsís, asesinado en circunstancias nunca esclarecidas. Esta obra, adictiva e inolvidable, se convirtió rápidamente en uno de los libros más vendidos y traducidos de la literatura griega moderna, y es que el grito de Nina —descarnado, impetuoso y de una fuerza inquebrantable— es el grito de todas las mujeres a lo largo de la historia.

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EL AUTOR

Kostas Taktsís* nació en Salónica en 1927. Cuando tenía siete años, tras la separación de sus padres, se fue a vivir a Atenas con su abuela. Empezó a estudiar Derecho, pero no completó los estudios porque lo llamaron para servir en el ejército, donde alcanzó el grado de subteniente. Con veinticuatro años publicó su primera colección de poesía —Diez poemas—, a la que siguieron cuatro más: Pequeños poemas, Hacia la duodécima hora, Sinfonía del «Brasileño» y Café «Bizancio». En 1956 empezó a viajar por todo el mundo y trabajó en diferentes oficios, desde marino hasta ayudante de cocina en un restaurante. Mientras tanto empezó a dedicarse a la que sería su única novela, su obra cumbre: la tercera boda. Al regresar a Grecia, y tras repetidos rechazos editoriales, en 1962 la publicó por su cuenta. Obtuvo un éxito inmediato, se tradujo a dieciocho idiomas, se adaptó a la televisión, al teatro y a la radio; Taktsís se convirtió en uno de los escritores más importantes de su generación. Durante la Dictadura de los Coroneles se vio involucrado en varios altercados con la policía por luchar por los derechos de los homosexuales y denunciar su represión. El 27 de agosto de 1988, su hermana lo encontró estrangulado en su apartamento. La policía nunca resolvió su asesinato.

* En esta edición se ha mantenido la transcripción internacional del apellido del autor por su deseo expreso.

LA TRADUCTORA

Natividad Gálvez García, nacida en Valencia y licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid, ha dedicado todo su trabajo, tanto de traductora como de profesora y promotora cultural, a hacer de puente entre las culturas griega y española. Ha traducido al español a escritores como Rhea Galanki y Menis Kumandareas. Su primera traducción de la tercera boda fue galardonada con el Premio Nacional de Traducción en 1998. Para Trotalibros Editorial tradujo La guardia de Nikos Kavadías (Piteas 1). También ha sido directora del Instituto Cervantes de Atenas y del Centro Europeo de Traducción Literaria de la capital griega, así como presidenta de la Asociación de Profesores de Español en Grecia.

LA TERCERA BODA

Primera edición: septiembre de 2022

Título original: Το τρίτο στεφάνι

© Psichogios Publications, S. A., 1964, 2021

© de la traducción: Natividad Gálvez

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de la fotografía del autor: Archivo Literario e Histórico Helénico (ELIA-MIET).

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

Publicado con el apoyo del Ministerio de Cultura y Deportes de Grecia

y la Fundación Helénica para la Cultura en el marco del programa GreekLit.

ISBN: 978-99920-76-29-3

Depósito legal: AND.138-2022

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany y Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

KOSTAS TAKTSÍS

LA TERCERA BODA

TRADUCCIÓN REVISADA DE

NATIVIDAD GÁLVEZ

PITEAS · 13

I

1

No puedo, no, ¡no puedo soportarla más!… Dios mío, ¡qué cruz me has enviado! ¿Qué pecado he cometido para merecer este castigo? ¿Hasta cuándo tendré que cargar con ella? ¿Hasta cuándo me veré obligada a sufrirla, a verle la cara, a oír su voz, hasta cuándo? ¿Es que no va a aparecer nunca algún cegato que se case con ella y me libere de este engendro de la naturaleza que me dejó su padre en venganza? ¡Que se lleve el demonio a los que me impidieron abortar!…

Pero ¿de qué sirve maldecirlos? Ya no viven. Y, además, tampoco es culpa suya. La culpa es mía, por hacerles caso. En este tipo de cuestiones, una no debe escuchar más que la voz de su conciencia y a nadie más… Mientras la niña era pequeña, me consolaba pensando que cambiaría al crecer. «Ya cambiará —me repetía—. Entrará en vereda. Tarde o temprano terminará casándose y otro cargará con ella». Pero ¡qué más da! Mis esperanzas eran vanas. Tal y como van las cosas, me parece que va a quedarse para vestir santos. Y no me extrañaría, siendo como es. Ay, la culpa la tiene ese monstruo de Erasmía, que con su beatería la ha echado a perder. Pero, por favor, ¿qué hombre va a desearla con esa manera de vestir, de comportarse y de hablar que tiene? ¿Qué hombre en sus cabales va a aceptar convertirla en madre de sus hijos, con esas ridículas ideas que la asaltan, con esas neurosis, con ese eccema que no para de rascarse y no se le va a curar nunca? Se quedará soltera. Y no sé, pobre de mí, cuál de las dos me va a dar más pena: si ella o si yo. Porque, por mucho que diga, para qué mentir: soy su madre, y en el fondo me pesa.

Pero también sufro por mí. Cada vez que me da un disgusto, la úlcera me duele a rabiar. «Ya que Dios te ha hecho fea —le digo—, al menos vístete con un poco de gracia, ¡a ver si engañas a alguno!». Aunque, desgraciadamente, no ha salido a mí ni siquiera en eso. No digo que sea guapa, pero tengo buena presencia. Siempre he sabido arreglarme. A su edad las cogía al vuelo. Cuando pasaba por la calle, los hombres se volvían a mirarme como girasoles al sol. ¡No era como este mequetrefe! Me gustaría saber a quién diablos ha salido. Porque a mí no se parece; a su abuela tampoco; a su abuelo en lo más mínimo y a su padre, aún menos. Puede que él fuera un granuja, puede que fuera lo que ya sabemos, pero era un hombre de mundo. Y guapo, demasiado guapo…

No, no soy bonita, pero sé vivir. ¿Qué mujer de mi edad se conservaría tan bien como yo? Todas mis amigas y condiscípulas del instituto Arsakio han envejecido. Las veo por la calle y me horrorizo. ¡Parecen unas abuelitas!… Y no porque tengan nietos —Ιulía, por ejemplo, no los tiene—, sino porque se han abandonado y parecen unas viejas. El cuerpo no envejece si no se marchita antes el corazón. «¡Que se luzcan mis hijas! —dicen ellas—. ¡Que vayan al baile y se diviertan los jóvenes! Yo ya he vivido lo que tenía que vivir». Pero lo dicen porque tienen hijos que se merecen tal sacrificio. ¡No tienen a una María! No saben lo que significa tener una hija como la mía. Por eso entiendo que me reprochen haberme vuelto a casar, en vez de tratar de casarla a ella. No saben que, en la época en que decidí dar el paso y aceptar a Zódoros como esposo, sopesé los pros y los contras. María, pensaba, es como el náufrago que se está ahogando… Si intento acercarme a ella para salvarla, me arrastrará a mí también al fondo del mar. Mejor será que me salve yo, y así podré darle tiempo a que crezca, a que madure un poco. «Cásala —me decían todas—, y verás cómo cambia». ¿Que la case yo? ¿Es que no puede encontrar marido ella sola? ¿Tengo que servírselo yo en bandeja? A mí, a su edad, me pretendían diez hombres a la vez. Dondequiera que iba, los tenía colgados de mis faldas. Y al primero que hubiera dado el sí, me habría llevado corriendo al altar… Que cómo cometí la torpeza —me diréis— de caer en manos de Fotis… Bueno, ese es otro cantar. Prefiero no recordarlo porque se me llevan los demonios. Tal vez —me digo algunas veces— estaba de Dios que pasara todo lo que pasé, dar a luz a esta Medusa… En cambio, otras veces pienso que no tienen la culpa ni Dios ni el destino, sino que la tengo yo, y nadie más que yo. Era una cabezota y me empeñé en ello. Me dije «con este me caso», y me casé. Por cabezonería. Precisamente porque no lo quería nadie de mi familia. Ni siquiera el pobre papá, que en paz descanse, siempre tan reservado en sus juicios. Estaba decidida a no dejar que intervinieran una vez más en mis asuntos y en mi vida, como habían hecho en el pasado. Bastante daño me hicieron con su intromisión en elcaso de Aryiris. Ya no tenía dieciocho años, como entonces. Tenía veintisiete. Era independiente y estaba decidida a hacer lo que me viniera en gana.Hice lo que me vino en gana, ¡y aún lo estoy pagando!…

Pero, en fin, esa es otra historia. Todo el mundo se equivoca alguna vez en la vida. ¿Acaso es esto razón para que siga pagando eternamente aquel estúpido error? ¿Cuántos años me quedan por vivir, diez, veinte? ¡Quién sabe! Puedo salir hoy a la calle y que me pille un coche de esos que corren como demonios. Pero, aunque me quede una sola hora de vida, quiero vivirla como a mí me gusta. Doña Galatia no puede parir otra Nina. Está bajo tierra. Quiero vivir sin reproches, concentrarme un poco, poder pensar en cosas más importantes que el eterno asunto de María. Dios mío, ¿no me concederás nunca tal dicha?

Hace dos o tres días que está que trina con Zódoros. La manía le viene por temporadas. Le da con la puerta en las narices. Se niega a comer con nosotros. Y cuando estamos a solas no para de ponerle como un trapo, a él y a toda su familia, sin que el pobre le haya dado el menor motivo. Está claro que me tiene envidia, mal rayo la parta, ¿qué otra cosa se puede pensar? «Si tantas ganas tienes de hombre —le digo esta mañana—, ¡vete al parque y búscate algún machote! El parque no está lejos, a dos pasos lo tienes. Vete en busca de algún marinero o algún soldado que te apague el fuego, ¿o tengo que buscártelo yo? A tu edad no solo te había tenido a ti, sino que estaba a punto de casarme otra vez. ¡Venga!, vístete y sal a la calle, y te juro por mi padre, que en gloria esté, el hombre a quien he querido más que a nada en este mundo, que traigas a quien traigas a casa, sea quien sea, con tal de que digas aquí el señor es mi amigo, o mi novio, o mi marido, no tendré nada que objetar, no saldrá de mi boca el más mínimo comentario, al contrario, lo pondré en un altar. No voy a ser yo la que me case. La que va a acostarse con él eres tú, y no yo. A condición, claro, de que no se ría de ti (porque de las puritanas como tú es de las que se ríen), dilapide tu dote, te deje plantada después y tenga que cargar yo ¡no solo contigo, sino con algún bastardo! Vístete —le digo—, ¡y vete a la calle, que te pierda de vista! Y si no quieres un hombre (porque estás desequilibrada y ni siquiera sabes lo que le pides a la vida), entonces ve a encerrarte en un convento. Todavía quedan unos cuantos. ¡Vete a Keratea con la santona Mariam o a reunirte con Erasmía, tu ídolo! Por lo que se ve, tu padre te dejó intencionadamente para que me hicieras la vida imposible. ¡Venga, vístete! Haz de una vez lo que quieras. Pero ten cuidado. Es mi última advertencia: no me vuelvas a montar una escena como la de hoy, y más delante de Zódoros, porque te hago papilla. ¡Y no se te ocurra volver a quitar las fotografías de Ecavi de la pared del salón, aunque sean feos los marcos y no esté de moda colgar fotografías en la pared! Mientras yo viva, esta es mi casa. Aquí dentro mando yo y colgaré en las paredes lo que se me antoje, ¿lo oyes? Cuando te cases, en buena hora, y tengas tu propia casa, o cuando estire la pata, como tú dices, y me heredes (que con estos disgustos pronto me heredarás), ¡pones en la pared lo que te venga en gana!… Pero mientras yo viva y tenga los ojos abiertos quiero ver las fotografías de las personas que me han querido y que, desgraciadamente, han muerto y me han dejado contigo, arpía, ¡que me vas a matar en vida!», le digo, y volví a colgar las fotografías de papá y de Ecavi en su sitio.

Cuando las vio se puso rabiosa. «¡Vaya! —me dice—. Ten cuidado, no vayan a ofender a la fregona de tu suegra». Y le digo: «Fregona lo serás tú». Así ha empezado nuestra pelea de hoy. Fregona serás tú, le he dicho, y de insulto en insulto por poco llegamos a las manos. Me he puesto hecha una furia porque sé que injuria a Ecavi a propósito, para chincharme. Ahora, que si Zódoros la oyera llamar fregona a su madre, la agarraba por la coleta y la hacía bailar como una peonza. ¿Y quién iba a pagar las consecuencias? ¿Quién sino él y yo? Porque María, desde luego, no. Ella sin broncas no sabe vivir, se alimenta de eso.

Pero aunque Zódoros nos faltase, mientras yo viva, la fotografía de Ecavi se quedará en su sitio. No porque sea mi suegra. ¿Qué nuera quiere a su suegra? Bien sabe Dios que si ella viviera no habría aceptado casarme con Zódoros bajo ningún concepto. Como amiga podía ser la mejor del mundo, pero como suegra habría resultado un desastre. Esto lo sé yo mejor que nadie. En el estado psíquico en que se encontraba los últimos años, era incapaz de mantener cualquier tipo de relación. No era la Ecavi de antaño, con su buen humor, su fe en la vida y en las personas —a pesar de su aparente pesimismo—, la Ecavi a la que contabas tus penas y te daba consejos como solo ella sabía dar. No. Si hubiera vivido en la época en que regresó Zódoros de Oriente Medio, no se me hubiera pasado por la cabeza la idea de convertirme en su nuera. Me habría resultado ridículo. Inconcebible. Seguro que nos habríamos peleado. Eso sin contar lo que se hubiera divertido la gente a nuestra costa. Incluso ahora, de vez en cuando me encuentro con algunas conocidas de aquella época a las que hace años que no veía y me sueltan: «¡Quién te iba a decir, Nina, que un día te convertirías en su nuera!». Lo dicen con ironía, y si no fuera porque me hago la sorda, ya estaría enfadada con todo el mundo. Pero en el fondo creo que, en parte, tienen razón. Tiene gracia que las cosas hayan venido así, pero no es como la gente lo ve. ¿Cuál de esas presuntuosas conocía realmente a Ecavi? ¿A quién le había abierto su corazón? Algunas veces dudo de conocerla yo misma, y eso que hemos compartido muchas cosas…

Unas la encontraban divertida, otras la miraban con desprecio, como la esnob de Iulía, que no podía comprender que tuviera trato con ella. Nunca me lo dijo a las claras, pero me lo daba a entender de otra manera. «Tú, Nina, sí que tienes buen corazón —me decía—. Abres la casa a cualquiera. Siempre se lo digo a mi Lilica: Nina tiene el mejor corazón del mundo». No podía entender que yo prefiriese la compañía de Ecavi a la suya o a la de Caruso.

Marza la veía como a un payaso, y así me lo soltó una vez: «Tú, hija mía, no te privas de nada. Eres como los emperadores —me dijo—, también tienes tus bufones». Tampoco ella podía entender, y eso que se las daba de culta, que Ecavi se comportara a veces como un payaso por pura humildad. Le encantaba dramatizar su vida, pero cuanto más la dramatizaba, más a broma se la tomaba; se reía de sí misma, nunca de los demás.

Y en cuanto a la tía Catingo, con su mojigatería y sus ridículos principios morales, era normal que la viera como la encarnación del diablo en la Tierra. Y, en parte, tenía razón: Ecavi también era un demonio. Pero al mismo tiempo era un dios y una santa, y nadie puede saberlo mejor que yo, que he seguido de cerca su historia hasta el final y la he comprendido como no lo han hecho ni sus propios hijos…

Sus hijos, ¡uf! Teniendo la hija que tengo puedo afirmar, con conocimiento de causa, que no hay ninguna criatura en este mundo que nos comprenda menos que las salidas de nuestras entrañas. Y si todo esto no fuera suficiente para tener colgada su fotografía, digamos que lo hago por los días inolvidables que pasamos juntas. Porque le abrí mi corazón como no se lo había abierto ni a mi madre. Ecavi, después de la amarga experiencia vivida con sus hijos —Polixeni al final tampoco se portó con ella mejor que Eleni—, era la única entre los parientes y amigos que verdaderamente se compadeció de mí. La única que se hacía partícipe de mi desgracia y que comprendía la amargura que me embargaba por mi mala suerte: haber parido a este monstruo de hija.

2

Conocí a Ecavi en 1937. O quizáss no, no fue en el 37, fue en el verano del 36, en el mes de agosto. Lo recuerdo porque faltaban pocos días para la festividad de la Virgen. Era el santo de su excelencia la condesa y tenía que arreglar la casa, hacer limpieza general, abrillantar el parqué y todas esas cosas. Estaba en la terraza con Marieta, descalzas las dos, sacudiendo las cortinas de terciopelo del salón. Era la última faena que nos quedaba por hacer.

Basta ya, pensé, mañana también hay tiempo. «Vamos a terminar de sacudir la ropa y nos damos un baño, para refrescarnos un poco», le estaba diciendo a Marieta cuando se oyó la campanilla que suena al abrirse la puerta. «Mira a ver quién es —le digo—. Dame la punta de la cortina y ve a abrir. Espero que no sea ninguna visita y me encuentre con estos pelos. Si me ve alguien que no me conoce, me va a tomar por una gitana».

Me dio la cortina y como un cervatillo (pobre Marieta) saltó a la terracita que hay delante del lavadero. Desde allí se divisaba todo el pasillo interior que va desde la puerta de la casa hasta la entrada principal.

Marieta guiñó los ojos maliciosamente, como siempre que veía a una persona desconocida. Me hacía gracia observarla. Será algún extraño, me dije. Para que Marieta frunza así la boca tiene que ser un extraño. Qué mujer. Era como un buldog salvaje. Volvió a la terraza y cogió el extremo de la cortina con el propósito de que continuásemos sacudiéndola.

Me di cuenta de que no tenía intención de ser la primera en hablar, ya la conocía: «¿Quién es?», le pregunté. «Nadie…». «¿Cómo que nadie si he oído el timbre?». «¡Y dale! ¡Te digo que nadie!». Así me hablaba. «Erasmía —terminó al fin por confesar—. Acompañada de una mala pécora».

Para Marieta, Erasmía era «nadie», como Ulises para Polifemo. Ya sabía yo que se trataba de algún extraño, pensé. Pero no tenía ni idea de quién podía ser. Será alguna de esas individuas que Erasmía conoce en casa de la santona Efzimía, si no Marieta no la hubiera llamado pécora. Llamaba pécora a cualquier conocida o desconocida que no le cayera bien.

Por desgracia, tenía la mala costumbre de llamar pécora también a la madre de Andonis. Pécora por aquí, pécora por allá. Así la motejaba. Era una Pécora con P mayúscula. Total, que terminamos acostumbrándonos a llamarla así nosotras también cuando Andonis no estaba en casa, y yo temblaba solo de pensar que se nos pudiera escapar alguna vez el mote en su presencia. Sabía que no diría ni una palabra, pero seguro que le afectaba al pobre, y bastantes disgustos se llevaba cada dos por tres a causa de la deslenguada de mi hija. Boros me lo había dicho mil veces. «Procura evitarle los disgustos, Nina. Su corazón no marcha nada bien. Cuídale». Pero todo lo que yo hacía con mi paciencia y atenciones lo deshacía mi hija con su lengua. Si él la regañaba, ella le contestaba: «¡Déjame en paz! ¡Tú no eres mi padre! ¡No tienes ningún derecho sobre mí!». Esto ya a los doce años, y el pobre se quedaba sin saber qué decir.

Un verano que fuimos a pasar las vacaciones a Andros, a la finca de la tía Bolena, una prima de papá, nos trajimos a Marieta a casa. Marieta era de Pisomeriá. Los pisomerienses, preguntad a cualquier habitante de Andros, son conocidos por su falta de hospitalidad y su lengua viperina. Y Marieta era pisomeriense de los pies a la cabeza. A mí me quería como un perro fiel, y a Andonis lo respetaba, aunque no paraban de gastarse bromas. En el fondo se daba cuenta de que era el patrón y le tenía un poco de miedo. Pero a los demás, ya fueran amigos o extraños, no los dejaba en paz. No había persona a la que no le hubiese colocado un mote. A la tía Catingo la llamaba «la tirana», y a la condesa, «el zopenco». Yo la reñía y fingía enfadarme para que no se tomase demasiadas libertades, pero por dentro pensaba que no podía haber encontrado mote mejor. Toda su vida fue, es y será un zopenco.

Pero a quien menos tragaba era a Erasmía. La veía y se le revolvían las tripas. Y cuando nos traía a sus amigas a casa para presumir ante ellas tenía que contener a Marieta para que no la pusiera de patitas en la calle.

Muchas veces le decía a la gente que yo estaba enferma y no podía recibir visitas. «Ve a prepararnos un café», le ordenaba yo. Había aprendido de la pobre mamá a ser hospitalaria con todo el mundo, y de papá, a no ser esnob, a no rechazar a nadie antes de conocerlo un poco. Y cómo vas a conocer a una persona si no te tomas un café con ella. «Ve a preparar café y tráenos también unas guindas en almíbar», le decía. Ella se iba hacia la cocina y cuando no la veían los demás me hacía señas como diciendo: de café, nada, ¡contentas pueden estar con que les ofrezcamos un platito de dulce…! Y algunas veces hasta conseguía ponermeen apuros.

Pero, como por un lado solía expresar en voz alta los pensamientos que yo prefería guardarme para mí, y por otro era honesta, trabajadora y decidida —sin contar con que en los años anteriores a la guerra, con la enfermedad de Andonis y la recesión, llegamos a deberle hasta diez mensualidades y nunca le oímos una palabra de protesta—, me hacía la tonta ante sus desatinos y les guiñaba un ojo a las visitas que, por su parte, ya sabían cómo era y no se lo tomaban a mal. Dejémosla creer, me decía a mí misma, que es un miembro más de la familia y que tiene derecho a dar sus opiniones.

«Venga, ¡ya está bien de sacudir cortinas! ¡Estoy harta! Al diablo las fiestas, un día me van a pillar de malas y les voy a dar a todos con la puerta en las narices. ¿Qué tipo de pécora es esta?», le digo. Sabía que si no le preguntaba no abriría la boca. Pero aunque le preguntase tampoco era de las que se dan por vencidas fácilmente. «Uf…, pues una pécora, te digo». No le gustaba dar explicaciones. Se había acostumbrado a tutearme. Solo al pobre de papá lo trataba de usted. Si la hubiera oído un desconocido, habría pensado que yo era la criada, y ella, la señora.

Pero, quizás por primera vez, Marieta se había equivocado. Ecavi no era una mala pécora, no tenía nada que ver con toda esa pandilla de beatas que de vez en cuando acompañaban a Erasmía, a pesar de que le había dicho muchas veces —a lo que hacía caso omiso porque se sabía respaldada por Andonis— que no me trajera desconocidos a casa. No, Ecavi no era una pécora. Me di cuenta nada más verla, y mi primera impresión no cambió incluso cuando descubrí que yo tenía razón al imaginar que se habían conocido en casa de la santona Efzimía. ¡Solo Dios sabe lo que había sufrido y continuaba sufriendo con aquella vieja embaucadora!

La santona Efzimía era una monja. En su juventud iba de puerta en puerta vendiendo palo santo, cirios, incienso y biografías de santos. Seguramente las había leído; viendo que no era difícil hacerse pasar por una de ellos, cuando envejeció y ya no podía andar, alquiló una habitación cerca de la iglesia de Ayos Lefteris y, fingiéndose santa, conseguía vivir de la voluntad de los creyentes: un cuarto de kilo de azúcar, ciento cincuenta gramos de café, y así sucesivamente, cosas que después vendía a su nuera, como supe más tarde. La santona tenía dos hijos. Debía su fama tanto al hecho de no haber comido carne durante cuarenta años como a sus facultades proféticas.

Un día me decidí a ir a conocerla. No para que me predijera el porvenir. Yo conocía mi destino mejor que nadie. Lo que mal empieza mal acaba. Fui por darle gusto a Andonis. En aquella época, el pobre, Dios lo tenga en su gloria, se había entregado por completo a la religión. Cuando nos casamos era más ateo que el diablo. En mi vida había visto a un hombre que blasfemara tanto. No quiero decir que fuera ateo porque blasfemase, hay creyentes que profanan el nombre del Señor y de la Virgen con la mayor naturalidad del mundo, y otros, en cambio, que no blasfeman nunca y son ateos, como era el caso del pobre papá. Es una cuestión de educación. Andonis no pertenecía a ninguna de las dos categorías. Blasfemaba con pasión, con conciencia de lo que decía. Se burlaba de todo lo relacionado con Dios o con la Iglesia. Se reía de mí incluso por encender el candil para que me fueran perdonados mis pecados, como decía. Tenía el descaro de hablar de mis pecados. Pero yo, pobre de mí, lo encendía sobre todo por respeto a la memoria de mamá. Pensaba que por el simple hecho de que se hubiese muerto no estaba bien abandonar un hábito que manteníamos desde que tenía uso de razón. Y, además, porque, para ser sincera, nunca me ha gustado dormir totalmente a oscuras. Todo esto pasaba antes de que él se pusiera enfermo.

Cuando sufrió la hemiplejia y se quedó paralítico de la pierna izquierda, dejó sus negocios en manos de un primo que terminó desplumándolo, y nos fuimos a pasar el verano a Coroni. Era la primera vez que volvía a su pueblo después de tantos años en Atenas. Yo fui la que lo convenció de que lo hiciera. Podríamos haber ido a Andros, como hacíamos antes, pero creía que el clima de Coroni le sentaría bien. El clima de Andros es algo húmedo. Al mismo tiempo pensé que no habría mejor cosa para él, desde el punto de vista psicológico, que volverse a encontrar, después de tantos años, en su antigua guarida, el lugar donde había pasado su infancia. Esto le levantará la moral, pensaba, recobrará los ánimos. Y, como se demostró más tarde, no andaba errada. Solo que no ocurrió tal y como yo lo esperaba.

Boros, el médico que lo atendía en Atenas, le había recomendado darse un paseo todas las mañanas para ejercitar los músculos. Normalmente subía hasta el castillo. Quien no ha estado nunca en Coroni no sabe lo que es belleza. Cuando era pequeña hacíamos infinidad de viajes a Egina, a Mézana, a Sunion, a Andros y a muchos otros sitios, pero en ningún otro lugar he encontrado la belleza de Coroni. Espero que si alguna vez termina esta guerra civil, este horror de tener que matarse entre hermanos, me conceda Dios poder volver, aunque solo sea una vez, antes de cerrar los ojos para siempre. Antaño teníamos un libro de Aziná Tarsuli con imágenes de diversos paisajes del Peloponeso entre los que figuraba Coroni. No tengo ni idea de qué habrá sido de él, hace años que no lo veo.

La fortaleza es veneciana. Rodeando las murallas en ruinas había un sendero que conducía hasta una gruta que daba al mar. En ella habían encontrado, hace siglos, un icono de la Virgen pintado, según reza la tradición, por el mismo san Lucas, el evangelista. Esta Virgen, como la de Tinos, era considerada milagrosa y todos los años, para el día de la Presentación, la gente llegaba en peregrinación desde los pueblos circundantes. Se decía que muchos enfermos incurables habían sanado. Todo esto lo supe más tarde. Yo solía ir con él al castillo porque me gustaba la vista que se contemplaba desde allí y porque no quería dejarlo solo (temía que se cayera, se golpeara con alguna piedra y se quedase en el sitio). Llenaba una cesta con huevos duros, queso, tomates y pan campero, y cuando llegábamos a la cima, nos sentábamos en la hierba y almorzábamos. O bien enviaba a este demonio de hija con él, cuando conseguía arrancarla de la cama, pues padecía el mal del sueño. «¡Mal rayo te parta! —le decía—. ¿Es que te ha vuelto a picar la mosca tsé-tsé?». Pero aquel día Andonis no quería que lo acompañase. «No la despiertes —me dijo—, iré yo solo». Sabía lo terco y obstinado que era. Cuando se empeñaba en una cosa, no podías hacerlo cambiar de opinión. Ese día no me era posible ir con él ni aunque me lo hubiese rogado. Había planeado preparar pasta Artemis con su prima para llevárnosla a Atenas. Teníamos la intención de volver a casa al cabo de diez días. Llevábamos más de tres meses en Coroni y ya sentía nostalgia de Atenas. No podíamos prolongar nuestra estancia por más tiempo. Él mismo había empezado a sentirse mal. Pensaba constantemente en su trabajo. El campo, en lugar de hacerle bien, comenzaba a perjudicarlo.

Sabía que solía regresar a eso de las once. «¡Las once! —le digo a Artemisia al oír el reloj de la iglesia—. ¿Por qué no vas preparando el café? No tardará en llegar…». Pero dieron las once y media, las doce, las doce y media, y Andonis sin aparecer. «Corre a ver si está en casa de sus primos —le digo a la condesa—, y si no, vete volando hasta el café. Quizás se haya ido directamente al café». Pero esta desagradecida se puso a vestirse y a arreglarse como para ir a una boda. En vez de compartir mi angustia, se colocó delante del espejo y comenzó a peinarse con toda la parsimonia. Mientras movía una mano, se le dormía la otra. Cuando la vi se me llevaron los demonios. «¡Desalmada! —le grité—. ¡Criatura despreciable! ¡Vas a acabar conmigo! Aún no levantas un palmo del suelo y ya te pasas una hora delante del espejo cuando te mando a cualquier recado. Verás lo que te espera cuando vuelva». Y dejo la pasta a medias para echar a correr a casa de sus primos y de allí al café, y a la plaza. Iba de arriba abajo como una loca, preguntando a los aldeanos si sabían algo de él. Nadie lo había visto. Ha debido de resbalar y caerse, pensaba. Seguro que se ha resbalado y se ha caído. ¡Me lo voy a encontrar muerto! Mientras subía al castillo se me pasó por la cabeza todo lo peor, menos lo que en realidad había ocurrido.

Estaba a punto de llegar a la cima, con el alma en vilo, cuando lo veo descender por el sendero blandiendo el bastón sobre la cabeza para demostrarme que caminaba sin él. «¿No te da vergüenza?», le dije cuando se acercó, y me eché a llorar de los nervios que tenía. «¿No te da vergüenza hacerme esto? ¿No has pensado que podía enloquecer de angustia?», le decía llorando como una criatura. Entonces me agarró por la cintura y bajamos la cuesta entrelazados.

Cómo ocurrió el «milagro» no nos lo dijo. Pero el hecho de que los periódicos de Calamata y de Trípoli publicasen tantos detalles, eso fue un segundo milagro. Los campesinos se amontonaban en casa para ver con sus propios ojos al elegido de la Virgen. Lo tocaban, lo palpaban para ver si era de verdad. «¿Qué, don Andonis, dispuesto a correr la maratón?», recuerdo que le preguntó un aldeano al tiempo que le daba una patada en la rodilla. El patio de Artemisia se llenó de ciegos, cojos y sifilíticos. Me pregunto cómo pudo mantenerse invisible tanto microbio, oculto en esas casas tan limpias y encaladas. Y cuando nos enteramos de que «don Andonis» repartía dinero entre los pobres, comprendí que era el momento de intervenir. Me lo llevé a Atenas casi a rastras. Pero no había pasado aún una semana cuando se le volvió a paralizar la pierna, ¡y esta vez peor que antes!

¡Ay, qué suerte más negra la mía!, pensaba mientras subía a la ermita de Ai Lefteris. No basta con que haya caído enfermo antes de cumplir los cinco años de matrimonio, justo cuando yo aspiraba a disfrutar un poco de la vida en vez de hacer de enfermera, sino que, mira por dónde, le da por acabar como una vieja beata y me toca a mí, a Nina, ir a rezar a Dios sabe qué farsante. Y todo para cerrarle la boca, para que deje de decir que yo tengo la culpa de su recaída y de que no le vayan bien los negocios… Pero qué le voy a hacer, pensaba; al fin y al cabo, Andonis es mi marido y debo tener paciencia.

Lo que no podía soportar era el papel de Erasmía en este asunto. Erasmía era una antigua aprendiza de mamá. Vino de Cefalonia. En la época en que mamá tenía el taller de costura en la calle Sina, su familia la envió a vivir a Atenas con una hermana casada para que la ayudara con el niño y al mismo tiempo aprendiera a coser. Al principio seguía las lecciones solo durante el día, pero como, al contrario que las otras chicas, era reservada y trabajadora, mamá le tomó simpatía. Poco a poco empezó a quedarse también por las noches, hasta que terminó por instalarse en casa, como una especie de interna. A partir de entonces se convirtió en la causa de mis constantes fricciones con mi difunta madre. Erasmía emponzoñó nuestras relaciones. Yo, aunque no me atrevo a confesármelo a mí misma, sentía celos de ella. Cuanto más cariño le mostraba mi madre, menos la tragaba yo. Era esmirriada y traicionera, me sacaba de quicio. Su aspecto me exasperaba.

Sabía que ella también me odiaba y su odio era como un veneno. Cuando la veía, si en aquel momento me estaba riendo, se me congelaba la risa en los labios. La muy bruja me detestaba porque mientras ella se sacaba los ojos enfilando perlas o lentejuelas, que entonces estaba de moda llevar en las faldas, yo tomaba el aire en Kifisiá, o leía, o me iba con las amigas al cine. En aquella época el cine todavía era mudo y salíamos de uno para meternos en otro. Cuando me veía lucir grandes escotes, palidecía de envidia. La inocente de mamá, que no tenía ni idea de los verdaderos sentimientos de Erasmía y la consideraba una chica modelo, le decía: «¿Qué te pasa, hija? ¿No te encuentras bien? Anda, acércate a la mercería a comprar diez codos de cinta de grogrén para que te dé un poco el aire». Le inspiraba total confianza, la muy cuca, con su hipocresía. Antes de ponerse a trabajar, lloviera o tronara, iba sin falta a la iglesia de Ayos Dionisios a encender una vela. Y mamá, a quien tanto le habría gustado poder acompañarla, pero que nunca tenía tiempo, la consideraba el ángel guardián de la casa. Porque gracias a Erasmía, ¡quizás se dignase Dios a salvarnos a nosotros los pecadores! «¿No te encuentras bien, hija…?», le decía. Y a mí me metía en mi habitación y dándome pescozones me acusaba de malicia y egoísmo, y de ser una tirana con las chicas del taller.

Cuando a la pobre mamá se le formaron las cataratas y tuvo que dejar de coser, Erasmía regresó a Cefalonia y por un tiempo nos libramos de ella. Vendimos la casa de la calle Sina y compramos esta. Pero, antes de terminar el año, había regresado de la isla, alquilado una habitación en nuestro barrio, como por casualidad, y comenzado a frecuentarnos de nuevo. Mamá le rogaba que viniese a hacerle compañía y, de paso, a espiarme. Se había quedado completamente ciega y tenía necesidad de otros ojos para enterarse de lo que pasaba en casa, pues Marieta, a pesar de que la quería y la respetaba, no satisfacía siempre sus deseos. «Vente a vivir con nosotros», le dijo un día mamá, pero Erasmía rechazó la oferta aprovechando la ocasión para meter cizaña: «Usted me quiere —le dice a mamá—, pero pregúntele a Nina si desea lo mismo. Ella es la que manda ahora aquí». Me lo contó Marieta, que estaba presente en la conversación. Sin embargo, por diversas razones, hasta entonces no le había mostrado mi antipatía a las claras. No por interés, como dice la cretina de mi hija, para que cosiera gratis para nosotros, sino por la sencilla razón de que no tenía motivos de peso para enfrentarme a ella. Soy paciente por naturaleza y reservada en mis manifestaciones, sobre todo con las personas que no me gustan. Normalmente las ignoro, incluso cuando me hacen daño.

Solamente una vez estuve a punto de mandarla a paseo. Me tenía hasta la coronilla. Era la época de las peleas con Fotis que nos condujeron a la separación, y «doña Erasmía» se metía en la habitación de mamá y no paraban de cuchichear sobre mis desavenencias conyugales. Tomaban decisiones —generalmente a favor de Fotis— y tenían la desfachatez de querer que yo las pusiera en práctica. O me decían cómo tenía que educar a mi hija. No querían verla convertida en una atea «como la incrédula de su madre». Consiguieron moldearla a su imagen y semejanza, y he aquí el resultado. Pero, incluso entonces, me armé de paciencia. En aquella época, además de las cataratas, mamá enfermó de cáncer. El médico no le dio más de un año de vida, y Erasmía, tengo que reconocerlo, se portó con ella mejor que una enfermera, mejor incluso que una hija. Se pasaba noche y día junto a la cabecera de su cama. Y también cuando cayó enfermo papá y vi con qué dedicación y de qué desinteresada manera lo cuidó hasta el último momento, no pude menos que conmoverme. Le perdoné su comportamiento anterior. Muchas veces pensé que quizáss había sido injusta con ella y sentía remordimientos. Porque podré tener todos los defectos del mundo, como dice mi hija, pero no soy ingrata.

En pocas palabras, en la época en que me casé con Andonis, Erasmía era para nosotros algo más que una persona de la casa, era un miembro de la familia. Cuando murió mamá y a continuación papá, se convirtió en la tata de la condesa. Se la llevaba consigo a la iglesia, a las romerías, al parque… Muchas veces yo reaccionaba y le decía: «Oye, si te crees que María no tiene madre y has decidido adoptarla, ahí está la puerta. ¡Llévatela de aquí y dejadme en paz las dos! Conviértela en una beata como tú, pero fuera de mi casa, que no lo vea ni lo oiga yo».

Pero estas cosas las decía solo en momentos de enfado; y pocas veces me enfadaba. La mayoría de las ocasiones daba gracias a Dios por haberme enviado a una persona que la sacara a pasear y por que la casa quedase tranquila durante unas horas. Aunque ahora bien que me arrepiento de ello. A qué precio he pagado y sigo pagando aquellas pocas horas de tranquilidad, no lo sabe nadie más que yo. Debí alejar a Erasmía inmediatamente después de la muerte de mamá. No solo no habría arruinado a María, sino que sin ella no se habrían producido los milagros de Coroni ni la recaída de Atenas. La considero, en parte, responsable de la muerte de Andonis. Si no le hubiera dado por la religión, se habría librado de su última y quizás mayor decepción, la que le costó la vida.

Antes de sufrir la hemiplejia, Andonis se mofaba despiadadamente de ella por su santurronería. «¿Por qué no te casas? —le decía—. ¿Te lo guardas para Cristo, eh?». Y respondía él mismo: «Ya sé por qué. ¡Porque es guapo y no le huelen los pies!», y se echaba a reír. Erasmía palidecía, temblaba como un flan, incluso yo me compadecía de ella. Pero después comprendí que no necesitaba mi compasión. Adoptaba alternativamente el papel de mártir y el de profeta judío. A menudo se revolvía, se ponía rabiosa, sus ojos lanzaban rayos y le contestaba que un día Dios lo iba a castigar, como había castigado a fulano y a zutano (y largaba una sarta de nombres del Antiguo Testamento). Andonis la escuchaba muerto de risa, pero yo, que lo conocía bien, me daba cuenta de que, aunque no quisiera reconocerlo, aquellas cosas le hacían mella. Él, como buen campesino que era, estaba lleno de supersticiones. En el fondo de su alma temía a Dios, creía en los tormentos del Infierno —tenía serios motivos para creer que su alma terminaría allí— y quizáss esa, pienso algunas veces, era la causa de que blasfemase. Cuando cayó enfermo recordó las palabras de Erasmía. Ella no decía nada, pero el triunfo resplandecía en su mirada. No necesitaba explicitarlo. Había destilado su veneno de la forma más creativa posible. Yo veía a Andonis consumirse e imaginaba la lucha que se estaba produciendo en su interior. «Tiene razón Erasmía. He pecado y el Señor me está castigando», y así continuamente. Una noche, al entrar en el dormitorio, lo sorprendí arrodillado ante el iconostasio. Fingí no haberlo visto, salí y cerré la puerta. El espectáculo de Andonis arrodillado ante el altarcillo me perturbó. Puede que no trague a los popes, pero no soy atea. Creo en esta fuerza desconocida que gobierna el universo. Sí, eso me conmovió… Pero no sabía que lo que me había parecido un sincero y profundo arrepentimiento llegaría a convertirse poco tiempo después en una comedia. Porque el retorno de Andonis al seno de la Iglesia de Cristo se hizo de forma completamente teatral. Cuando regresamos de Coroni, Erasmía lo recibió como si de una oveja descarriada se tratase, lo abrazó y él lloró como un niño. A partir de aquella noche se negó a dormir en nuestra habitación, a pesar de que lo hacíamos en camas separadas. Puse a la condesa en un diván en el salón y trasladé su cama a la habitación del patio. «Si quieres —le dije a Andonis—, puedes irte a un monasterio. ¿Para qué vivir en el pecado y la podredumbre de la ciudad? Vete a santificarte al monte Atos…».

Pero no quería hacerse monje. Prefería transportar el monasterio a mi casa. A través de Erasmía conoció a la santona Efzimía, así como a varios popes exclaustrados del Antiguo Calendario, como el santón de Neo Fáliro, o ese tal santón de Brajami, y toda esa gente empezó a desfilar por mi casa sin prestarme la menor atención, como si la dueña fuera Erasmía y no yo. Sabía que esa situación no podía sostenerse por mucho tiempo, o cambiaba él, o nos divorciábamos. Pero, mientras tanto, procuraba armarme de paciencia pidiendo a mi dios que realizara el milagro y me liberase de esos santones. La mejor política, pensaba, era fingir que le seguía la corriente de vez en cuando; si no, terminaríamos alejándonos completamente el uno del otro. Con esta actitud decidí ir a conocer a la santona Efzimía.

Su habitación daba a un patio lleno de charcos y de mocosos que corrían descalzos. No me hizo falta preguntar cuál de las habitaciones era la suya. Nada más entrar en el patio, un fuerte olor a incienso me invadió la nariz. Siempre he detestado el incienso. Cada vez que mamá lo quemaba se me cortaba la respiración, aunque con los años lo había superado un poco. Entré en el cuarto. Una cama de hierro en una esquina, una mesa en el medio, unas sillas alrededor, un baúl y, en el suelo, una jarapa. Una habitación como todas las habitaciones de la gente vulgar, de no ser por los iconos que cubrían las cuatro paredes de arriba abajo. Cien, doscientos iconos de todo tipo y color: la santísima Virgen María, la Grigorusa, la Misericordiosa, la Degollación de san Juan Bautista, la Sábana Santa, la Presentación de la Virgen, la Anunciación, la Natividad, la Santa Cena, la Crucifixión, la Resurrección, el icono de Todos los Santos, bien por separado o bien juntos; mártires, beatos y beatas, y un montón más de iconos en papel o pintados, pero en plan chapucero, ni siquiera eran bizantinos, como los nuestros. Entre todos estos iconos había una representación del signo zodiacal. ¿Qué pintaba eso allí? ¡Misterio!

La santona Efzimía estaba ovillada en un sillón al lado de la cama. Sola. Llevaba un hábito atado con un cinturón de cuero y un broche de plata, un casquete con la cruz roja en la cabeza y un rosario entre sus huesudas manos. Me sobrecogí. Por muy escéptica que una sea, es imposible no experimentar una sensación de respeto ante la visión de tantos iconos, y más aún ante la imagen de esa extraña criatura que, en vez de un ser viviente, parecía la reliquia de un santo o la momia de un faraón…

Aquel día Erasmía tenía que coser fuera de casa y no pudo venir conmigo como habíamos acordado al principio, pero me había explicado detalladamente lo que debía hacer: arrodillarme y besarle la mano; inclinar la cabeza para que me bendijera y no hablar hasta que ella no lo hiciera primero. Estaba dispuesta a representar toda esa comedia y lo habría hecho de no detenerme la propia Efzimía. Nada más verme entrar, como si me estuviera esperando (apostaría la cabeza a que la habían avisado en la víspera), levantó la mano, clavó en mí sus ojillos, profundamente hundidos en sus cuencas, y, con una voz que no salía de un pecho humano, sino de un pozo profundo, me dijo: «¡Detente! Tu nombre comienza por N… En la mano llevas tres anillos… Dame un poco de agua…». Sin decir palabra llené un vaso de la jarra que estaba encima de la mesa y la ayudé a beberlo. «Tengo sueño», me dice cuando le estaba secando el agua que se le había derramado por el pecho. «Tengo sueño…». Volví la espalda para dejar el vaso sobre la mesa y, al girarme de nuevo, de verdad, no exagero, ¡estaba roncando!

Decidí marcharme. Saqué del bolso el paquete con el halvaque le había llevado —estábamos en Cuaresma— y lo dejé sobre la mesa. Salí de puntillas al patio, y de allí a la calle. Respiré el aire puro y el aroma de un lilo silvestre que había en la acera de enfrente. Tenía la impresión de regresar del infierno a la vida.

Cuando Andonis me preguntó «¿Qué tal te ha ido?», le dije: «Bueno, ha adivinado que mi nombre empieza por N, y después se ha quedado dormida…». Pareció satisfecho. Sobre la profecía de los tres anillos no le dije nada. No era cuestión de ponerme a contarle esas cosas a Andonis estando con un pie en la tumba como estaba. Tenía una confianza tan ciega en las predicciones de la santona que al instante habría pensado: «Así que me voy a morir y Nina volverá a casarse». Y aunque yo, artera, intentase con todas mis fuerzas que siguiera vivo, se le habría metido la idea en la cabeza, y ello hubiera bastado para acelerar su muerte. Además, ni siquiera se me había pasado por la cabeza que la «profecía» pudiera cumplirse. Incluso ahora estoy segura de que fue una simple casualidad o un vaticinio como los del Oráculo de Delfos. Ya sabemos cómo son estas cosas. Erasmía le habría hablado de mí. Cuando una mujer se ha casado dos veces, su segundo marido está medio paralítico y enfermo del corazón, y ella todavía es joven, no se necesita ser un Tiresias para adivinar el futuro. Esto lo pienso ahora, a posteriori. En aquella época me harté de reír con la absurda idea de volver a casarme —porque ¿qué otra cosa podían significar los tres anillos?—, pero no puedo decir que no me afectara en absoluto. Empecé a temer seriamente que pudiera perder a Andonis al cabo de poco tiempo e intensifiqué mis cuidados. Además de la pierna y el corazón, padecía de hipertensión. Las enfermedades, ya se sabe, nunca vienen solas y, desgraciadamente, a pesar de la severa dieta que le imponía, era tan glotón que, en cuanto yo volvía la espalda, abría la nevera y se ponía a comer a escondidas. La tensión, en vez de bajar, le subía, y a punto estuvo de sufrir una embolia. Se veía obligado a hacerse sangrías él solo: ¡se llenaba la nariz de tijeretazos e inundaba media palangana de sangre!… La pierna continuaba semiparalizada, pero ya se había acostumbrado a su invalidez y no le importaba tanto. Cogía el bastón y renqueando se iba al trabajo o al café. Con el tiempo, sin embargo, frecuentaba más el café y menos el trabajo, que, desgraciadamente, también iba renqueando. Porque si le hubieran marchado bien los negocios, Andonis no se habría abandonado de esa manera… No era el tipo de persona que se deja abatir por las enfermedades físicas. Pero la situación internacional no hacía más que empeorar. ¡Guerra en China, guerra en Abisinia, guerra en España…! Todo el mundo decía que pronto habría guerra también en Europa. Poco a poco la gente dejó de invertir en inmuebles. ¿Para qué vamos a construir casas?, se preguntaban, ¿para que las destruyan a bombazos? La gente dejó de construir, el primo de Andonis seguía robándole. Erasmía le hacía dilapidar el dinero en unciones, vigilias y obras benéficas para sujetos indignos. En resumen, que el mundo parecía haberse confabulado para destruir la forma de vida que habíamos iniciado seis o siete años antes ¡con tan buenos augurios! Tan buenos que en aquel momento creímos que iban a ser eternos, que nuestras excursiones a Lutraki, Egina y Poros nunca tendrían fin.

Unos dos meses después del día en que fui a conocer a la santona, se celebró en nuestra casa la famosa vigilia. Trajeron a Efzimía en un sillón y estuvo toda la noche echándonos sermones «en siete lenguas». Y unos días más tarde, o sea, el día aquel en que estaba sacudiendo las cortinas con Marieta en la terraza, Erasmía nos trajo a Ecavi, que, como después demostraron los hechos, me fue enviada por el Cielo, no solo para librarme de ella, sino también para poner en marcha los acontecimientos que, años después, harían realidad la «profecía» de la santona.

Pero ¿quién hubiera podido adivinarlo entonces? Aquella tarde, cuando vino por primera vez a casa (por segunda, si contamos la de la vigilia con Efzimía), no podía imaginarme que esa mujer iba a cambiar por completo mi vida. Me pareció simpática, distinta a toda esa chusma que Erasmía me metía en casa. Y, para hacerla rabiar, invité a Ecavi a volver. Nos hicimos amigas, y hasta el cancerbero de la casa, Marieta, le tomó simpatía: cuando la veía llegar, corría a prepararle café sin dar lugar a que yo se lo dijera. Pero ¡cómo iba a imaginarme entonces que un día se convertiría en mi suegra!

3

No es que quiera dármelas de importante, porque en esta vida uno debe ser humilde, pero qué se le va a hacer, Andonis no era para mí. Sin embargo, en la época en que sucedió aquello tan desagradable con Fotis y me quedé sin ningún medio de vida, se le formaron a mamá las cataratas y tuvo que dejar de coser. No nos era posible vivir de la mísera pensión que papá cobraba de la universidad. Es verdad que teníamos la casa y que no pagábamos alquiler, pero las paredes no se comen, a no ser que la vendiéramos o la hipotecáramos. Además había jurado no tocar la casa aunque llegáramos a estar en las últimas. Mamá, con tener tan buen corazón y alimentar tantos años a su familia y al gandul de mi hermano, que la sableaba constantemente, no había ahorrado un céntimo para un momento de necesidad. Nunca le sobraba un real para guardar. La única fortuna que poseía era algunas joyas de su madre, pero hasta las joyas habíamos tenido que empezar a vender. Cuando la enfermedad se presenta en una casa, el dinero vuela como si tuviera alas. Nos lo gastamos en un santiamén y comenzamos a pedir prestado a los parientes: al tío Iraclís, al tío Stéfanos y a algunos más.

Pensaba en buscar un trabajo, pero qué trabajo, ni sabía ni se me ocurría ninguno. En aquella época las mujeres, al menos las de mi condición, no habían empezado aún a trabajar, y yo no sabía hacer otro trabajo que no fuera el de oficina, a no ser que me colocara de cocinera en alguna casa acomodada. Pero, como ves, no estaba libre. Además de mamá y papá, que necesitaban cuidados como si fueran bebés y a quienes no podía dejar por entero en manos de Erasmía (a Marieta la habíamos enviado por una temporada a su pueblo), tenía a la condesa, que no contaba con más de cinco o seis años, esta ingrata criatura que no reconoce ninguno de los sacrificios que he hecho por ella. Era natural que pensara en el matrimonio. Lo mismo opinaba el resto de la familia. Les debíamos un montón de dinero y tenía que respetar su parecer. De manera que, a pesar de no encontrarme con ánimos para rehacer mi vida a partir de cero y poner a un nuevo canalla sobre mi cabeza, me vi obligada a reconocer que tenían razón. No quedaba más remedio. Comenzaron a buscarme maridos: primero un contable; después un verdulero, de buena presencia, sí, pero verdulero; finalmente un viejo que tenía tres casas, sin obligaciones familiares, sin parientes, pero con miocarditis. Yo no tenía intención de casarme con un empleado para vivir con un sueldo de hambre, ni de rebajarme a un verdulero, ni tampoco de convertirme en enfermera. Enfermera podía serlo sin necesidad de casarme. «¡Cásate con él! —me decían—. Es viejo, no vivirá mucho, te quedarás con las casas…». Pero, aunque estaba dispuesta a hacer una boda algo interesada, eso no quería decir que fuera tan cínica como para concebir planes tan pecaminosos. Lo consideraba un pecado, no ante Dios, Dios no tiene nada que ver en estos casos, sino ante mí misma.

Así pasaron dos años, hasta que llegamos a una situación económica angustiosa. El tío Stéfanos había empezado a poner mala cara y me veía obligada a pedir prestado a mis amigas: a la Casimatis y a la Caruso, ¡e incluso a la propia Erasmía! ¡Hasta ahí había llegado! ¡A tener que pedir yo dinero prestado a Erasmía! Habíamos hipotecado dos veces la casa y estaba desesperada de la vida. Me decía: «Dios mío, sácame de este mundo, que cese de una vez por todas este constante martirio. ¡No puedo más!…».

Fue en aquel preciso momento cuando apareció Andonis. Era viudo y tenía un buen trabajo. Su única carga familiar era su madre. Me lo presentó una prima lejana de mamá que vivía en su barrio. Antes Andonis había tenido casa propia en la avenida Alexandras, pero cuando su mujer murió (de leucemia) escribió al pueblo para que le enviaran una muchacha que le llevase la casa. Y antes de seis meses ya estaba embarazada. De todo esto yo no tenía ni idea entonces, lo supe más tarde. Cuando los padres de la chica se enteraron del asunto, vinieron del pueblo con un hacha y por poco lo hacen picadillo (Dios te guarde de la gente de Mani). Bajo amenazas lo obligaron a poner la casa a nombre de la muchacha. No tuvo más remedio que irse a vivir durante un tiempo a casa de la Pécora y, como estaba acostumbrado a tener un hogar abierto y una mujer que le atendiera, también andaba buscando esposa. Así que, una tarde nos invitó mi tía a tomar café y de esta manera lo conocí. Nada más volver a casa, caí de bruces en la cama y me eché a llorar: «Nunca me casaré con él —les dije—. ¡Es un hombre mayor, un cateto redomado! Tiene las manos llenas de callos, un acento horroroso, no sabe ni hablar». Pero en el fondo sabía que no eran esas las razones por las que lloraba. Lloraba porque comprendía que si quería casarme era imposible que encontrara algo mejor que Andonis. Yo era propietaria de una casa, pero estaba hipotecada y tampoco era ya una pollita de veinte años; eso sin contar que tenía a este engendro de Fotis, al que el pobre hombre enseguida se ofreció a adoptar. Le aseguraría una buena educación y una vida desahogada. En aquella época, Andonis ganaba dinero a espuertas. Era uno de los mejores y más conocidos contratistas de obras de Atenas. En cuanto nos casamos, no solo saldó las deudas de la casa, sino que comenzó a hacer reparaciones que debían haberse hecho hacía tiempo, y aprovechó la ocasión para levantar varios anexos: construyó un lavadero nuevo en la terraza, y el viejo, que estaba en el patio, lo convirtió en habitación; tiró el muro exterior del dormitorio y lo amplió; instaló una cocina eléctrica, de las primeritas que por aquel entonces habían llegado a Grecia; e hizo un cuarto de baño —antes nos lavábamos en una pila que había en el lavadero— con porcelanas y espejos, ¡e incluso un bidé! Todas esas cosas que ahora la condesa considera como lo más natural del mundo, sin omitir —esto es lo que me quema la sangre— que maté a su padre porque no tenía medios para hacerme un baño con bidé. Pero ya me he acostumbrado a oírla hablar y no la tomo en serio. Sé que me tiene envidia porque yo he tenido tres maridos y ella está a punto de quedarse para vestir santos. Aunque, si hubiera querido, habría sabido qué responderle: contarle por qué despaché a su padre, y si lo había matado yo o las porquerías que había hecho él en su vida…

Ay…, las tengo una a una presentes. Cada vez que María me saca de quicio, me vienen a la mente todos los tormentos que he padecido en esta vida. ¿Qué recordar primero? ¿El caso de Aryiris, la conducta de Fotis, lo que padecí mientras vivió Andonis con sus enfermedades y su beatería o, lo que es peor, cuando murió? Porque sin querer decir, como hacen algunas, que soy la mujer más desdichada de la Tierra, la verdad es que yo también he recibido mi parte de amargura en la vida. ¿De qué me sirve haber tenido tres maridos?, decidme, ¿de qué me sirve? Mejor hubiera sido haberme casado solo con uno y, bueno, haber podido vivir yo también una vida familiar tranquila como la de tantas mujeres en este mundo, haberme casado con el hombre al que amaba, el único al que, Dios lo guarde, quise de verdad. Pero quién sabe si estará vivo o muerto, ¡no tengo ni idea! No he vuelto a verlo desde entonces, aunque vivamos en la misma ciudad, excepto acaso una vez durante la Ocupación. Un día estaba paseando por la calle Ermú y creí reconocer su silueta. Me pareció que era él, algo avejentado, con un abrigo negro. Por un momento pensé acelerar el paso para alcanzar a verle la cara, pero, como dicen en las novelas, las piernas no me obedecían. Sentí como si el cuerpo entero se me hubiera entumecido. Deseaba y a la vez no deseaba verlo, y mientras me decidía, dio la vuelta a la esquina y desapareció por un callejón. ¡Pobre Aryiris y pobre Kifisiá! ¡Qué años! ¡Qué indolentes y dichosos años!

Todos los adultos sienten nostalgia del paraíso de la infancia. Lo califican de paraíso incluso aunque fuera un infierno. Sienten nostalgia de unos años en los que la vida aún era sencilla y el mundo parecía lleno de magia. Pero yo, además de ese paraíso, he tenido otro, un paraíso tangible, como dice el Antiguo Testamento: con los árboles, los pájaros, las flores ¡y la serpiente! Casi todos los sábados, sobre todo en primavera, venía el tío Alexis, el cochero de mi tío Marcusis, con una cesta llena de fruta del tiempo, unas veces de fresas, otras de higos o moras, y me llevaba con él como recompensa. El tío Marcusis tenía muchas sobrinas: las hijas de la tía Beba, las de la tía Negreponti y varias más. Ahora ya no vive casi ninguno de ellos. Poco a poco se ha ido extinguiendo la familia. Pero en aquella época formábamos un clan numeroso. Sin embargo, la sobrina preferida del tío Marcusis era yo. «Si tuvieras diez años más —me decía medio en serio medio en broma—, o yo diez años menos, te robaba, y que pusieran los popes el grito en el cielo». Mi tío Marcusis, el mayor de todos los hermanos de mamá, se había quedado soltero. Nadie podía comprender la causa. Cuando éramos pequeños oíamos a los mayores hablar con indirectas de cierta viuda. Empleaban una extraña jerga, creyendo que no la entenderíamos: «¿Ti-qué ti-pa ti-sa ti-con ti-la ti-vi ti-u ti-da?», y se guiñaban el ojo en señal de complicidad. Se supone que estaba liado con la viuda de un viejo amigo suyo. «¿Por qué no se casa el tío Marcusis, mamá?», pregunté un día a mi madre, que en paz descanse. «Métete en tus asuntos», me respondió ella. Ninguna de sus hermanas lo animaba a casarse y mamá menos que nadie. Todas tenían echado el ojo a la finca de Kifisiá.

La finca de mi tío Marcusis lindaba con la de los Lajanás. El viejo Lajanás pertenecía a una de las familias más antiguas de Kifisiá, su hijo era un abogado muy conocido que se relacionaba con gente de la mejor clase. Incluso había sido diputado. Era íntimo amigo de los Dragumis, con los que el tío Marcusis mantenía unas relaciones distantes. Este Lajanás tenía dos hijos, una chica de la edad de Dinos y un chico, Aryiris, dos años mayor que yo. ¡Qué locuras hacíamos juntos! La más inocente de todas quizás consistía en esa manía de meternos en huertos ajenos a robar fruta. Todo lo que podíamos desear lo teníamos en nuestros propios huertos. La fruta se nos pudría en los fruteros. Pero nosotros preferíamos lo robado, el fruto prohibido. Nos dominaba el afán de aventura. ¡Yo estaba hecha un chicazo! Había vida dentro de mí, no me pasaba el día durmiendo como hace mi hija. Montábamos en nuestro caballo —en aquella época la gente todavía tenía caballos— y galopábamos hasta Ecali o íbamos a Cokinarás a sentarnos sobre los tomillares y contemplar Atenas.