La tiranía de la elección - Renata Salecl - E-Book

La tiranía de la elección E-Book

Renata Salecl

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Beschreibung

La ideología capitalista postindustrial suele presentar al individuo como alguien cuyo disfrute no tiene límites, todo el tiempo dispuesto a traspasar las fronteras del placer a fin de satisfacer la expansión constante de sus deseos. Pero, paradójicamente, es mucha la gente que no encuentra satisfacción en una sociedad que aparenta no tener límites, y es mucha la gente que se inclina, en cambio, hacia la autodestrucción. El capitalismo siempre se aprovechó de nuestros sentimientos de inadecuación así como de la confianza en que somos libres para decidir el camino que tomaremos en el futuro y que nos llevará a una vida mejor.

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Tapa de 'La tiranía de la elección'. Renata Salecl. Ediciones Godot (2022)

Acerca de Renata Salecl

Renata Salecl nació el 9 de enero de 1962 en Eslovenia. Filósofa, socióloga y teórica jurídica, se desempeña como investigadora en el Instituto de Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad de Ljubljana y es profesora en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Todos los años da clases en la Facultad de Derecho Benjamin N. Cardozo (Nueva York), sobre psicoanálisis y derecho, y también dicta cursos sobre neurociencia y derecho. Sus libros han sido traducidos a quince idiomas. En 2017, fue elegida como miembro de la Academia de Ciencias de Eslovenia. En Ediciones Godot, publicó Angustia (2018) y El placer de la transgresión (2021).

Ilustración en blanco y negro

Página de legales

Salecl, Renata / La tiranía de la elección / Renata Salecl1ª edición - Ciudad Autónoma deBuenos Aires : EGodot Argentina / 2022. Traducción de: Cristian De Nápoli. Libro digital, EPUB. Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Cristian De Nápoli. ISBN 978-987-8413-28-01. Sociología.2. Capitalismo. 3. Filosofía. Ⅰ. De Nápoli, Cristian, trad. Ⅱ. Título CDD 306.2

ISBN edición impresa: 978-987-8413-17-4

Título originalThe Tyranny of Choice

Traducción Cristian De NápoliCorrecciónMariana GaitánRevisión de traducción Renata PratiDiseño de tapa e interioresVíctor MalumiánIlustración de Renata SaleclJuan Pablo Martínez

© Ediciones Godot

[email protected]/EdicionesGodottwitter.com/EdicionesGodotinstagram.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina

Información de Accesibilidad:

Amigable con lectores de pantalla: Si

Resumen de accesibilidad: Esta publicación incluye valor añadido para permitir la accesibilidad y compatibilidad con tecnologías asistivas. Las imágenes en esta publicación están apropiadamente descriptas en conformidad con WCAG 2.0 AA & InclusivePublishing.org.

EPUB Accesible en conformidad con: WCAG-AA

Peligros: ninguno

Certificado por: DigitalBe

La tiranía de la elección

Renata Salecl

Traducción

Introducción

Curioseando en la sección de autoayuda de una librería neoyorquina me topé con un libro titulado All About Me [Todo sobre mí]. Por dentro estaba casi todo en blanco. Cada página ofrecía al lector apenas una o dos preguntas sobre las cosas que le gustaban o le desagradaban, los recuerdos que tenía, sus planes para el futuro. Nada más.

Los espacios en blanco del libro en cuestión ilustran perfectamente la ideología dominante en el mundo desarrollado: cada individuo es el amo máximo de su propia vida, libre para definir cada detalle. En la actual sociedad de consumo no solo se nos pide que elijamos entre distintos productos, sino que se nos insta a ver toda nuestra vida como una gran síntesis de nuestras decisiones y elecciones.

Para dar un ejemplo, durante un viaje corto en tren, me vi llevada a recordar varias veces que soy libre para hacer lo que quiera con mi vida. La propaganda de una universidad me alentaba: “Sé lo que quieras ser”. Una marca de cerveza me urgía: “Sé tú misma”. Una empresa de viajes me exhortaba: “La vida… resérvala ya”. En la portada de Cosmopolitan pude leer: “Conviértete en ti misma… ¡pero en tu mejor versión!”. En un momento, usé un cajero automático del Chase Manhattan, cuya pantalla me dijo: “Your choice. Your Chase” 1. Lo mismo ocurre en los países poscomunistas, allí también la publicidad nos insta a vivir todo el tiempo decidiendo qué tipo de vida queremos vivir. En Eslovenia, una marca de lencería puso una serie de afiches inmensos con la pregunta: “¿Qué mujer vas a ser hoy?”. La filial búlgara de una empresa de telefonía móvil recurrió al slogan “Es tu voz”, mientras que su contraparte croata optó por el mantra “Sé tú misma”.

Convertirse en una misma no asoma como una tarea sencilla. Una fugaz hojeada a las listas de best-sellers nos permitirá ver que la gente gasta muchísimo tiempo y dinero en aprender a convertirse en sí misma. Títulos como Cambie sus pensamientos, cambie su vida, Tú: el manual de instrucciones, Ahora, descubra sus fortalezas o Reconstruye tu vida buscan ofrecer, uno tras otro, nuevas estrategias para la redefinición total de la propia vida. Los portales web de astrología promocionan un acercamiento a tu “verdadero yo”, los anuncios televisivos llaman a una renovación completa de tu apariencia, y no falta nunca, en cada área de la vida pública y privada, la oferta de un servicio de coaching para alcanzar el estilo de vida ideal.

Todas estas son ofertas, sin embargo, que no necesariamente traerán contento. Más bien al contrario, su efecto tiende a incrementar la angustia y la inseguridad.

Jennifer Niesslein, editora de una revista, se propuso tratar de resolver todos los problemas de su vida valiéndose exclusivamente de los consejos para encontrar la plenitud y la felicidad disponibles en un buen surtido de libros de autoayuda. El resultado, su libro Practically Perfect in Every Way [Casi perfecta en todos los sentidos] 2, narra el proceso que la condujo —tras dos años asimilando consejos para bajar de peso, ordenar la casa, ser una mejor madre o una mejor pareja y llevar su existencia a un plano de total serenidad— a padecer de graves ataques de pánico. La lectura de esos libros, en vez de traerle contento, se lo arrebató. Aquellas guías para la autorrealización no solo le consumían todo su tiempo, sino que le fijaban objetivos —tener la cocina impecable, preparar tres platos caseros al día, adquirir más y mejores herramientas para comunicarse con los demás— que, una vez logrados, no reportaban el placer prometido. Incluso el peso que había llegado a perder por medio de un ejercicio físico riguroso acabó retornando en pocos meses. Al final de ese proceso, Niesslein llegó a una conclusión de por qué las personas prefieren hacer caso a ese tipo de libros antes que plantearse un cambio por sí mismas y en sus propios términos: “Hijos, trabajo, pareja… son tantas las responsabilidades a asumir en lo individual que, cuando se abre la posibilidad de que otro nos diga qué es lo que hay que hacer, la sensación es de alivio.

¿Por qué sucede entonces que, en el mundo desarrollado, la apertura individual a un mayor número de elecciones conlleva, en vez de una satisfacción por una supuesta vida más personalizada y ajustada de acuerdo con nuestras preferencias, un sentimiento cada vez más grande de angustia y hasta de culpa e inadecuación? ¿Y cómo es que, para aliviar esa angustia, las personas aceptamos seguir los diversos consejos de horóscopos y especialistas en marketing o los consejos de belleza de los fabricantes de cosméticos, nos dejamos guiar por los pronósticos de consultores económicos y, en nuestras relaciones, por los libros de autoayuda? Dado que cada vez más gente hace caso a todos estos “expertos” que supuestamente piensan en nuestro bienestar, parecería ser que, en el fondo, lo que estamos reclamando es que nos quiten cuanto antes la carga de tener que elegir.

Es bastante común que las personas caigan en un círculo vicioso cuando van en busca de expertos que les mejoren la vida. Algunos psicoanalistas, por ejemplo, han observado un peculiar comportamiento obsesivo entre los seguidores y las seguidoras de un sitio web de autoayuda llamado flylady.com (donde el acrónimo fly corresponde a Finally Loving Yourself [Por fin amarte a ti misma]), que insta a su público a llevar un minucioso registro de actividades diarias y a seguir de cerca los consejos que allí se dan para poner en orden el espacio doméstico, el cuerpo, las emociones y las relaciones. Muchos seguidores de ese sitio podían dedicar parte de su sesión de psicoanálisis auejarse por la sensación de continuo fracaso que les generaba no cumplir con las tareas fijadas y, junto con ello, el desconsuelo de ver cómo crecía la lista de tareas pendientes. Había incluso quienes se comportaban como si toda su vida fuera un listado de tareas que cumplir: conseguir cierto puesto de trabajo, perder tantos kilos, casarse a tal edad, tener hijos en tal momento, conseguir la casa “perfecta”. Y aun así, quejarse de su inadecuación, por más autoimpuesta que fuera, parecía brindarles a estas personas un cierto placer particular.

Estas formas de autotortura se llevan muy bien con la tendencia a estar siempre persiguiendo nuevas formas de disfrute. La ideología capitalista postindustrial suele presentar al individuo como alguien cuyo disfrute no tiene límites, todo el tiempo dispuesto a traspasar las fronteras del placer a fin de satisfacer la expansión constante de sus deseos. Pero, paradójicamente, es mucha la gente que no encuentra satisfacción en una sociedad que aparenta no tener límites, y es mucha la gente que se inclina, en cambio, hacia la autodestrucción. El consumismo sin restricciones tiende a poner a los individuos en un severo riesgo de consumirse a sí mismos: las adicciones, autolesiones y fenómenos como la bulimia y la anorexia son apenas los ejemplos más obvios.

Cuando la crisis económica actual hizo su entrada en el 2008, hubo una primera impresión de que la restricción en el consumo venía a destruir la era de la libre elección, la pesadumbre se imponía sobre la felicidad, y el deseo de una autoridad firme y capacitada para poner orden derrocaba el culto a la libertad individual. Un medio insignia como el Financial Times publicaba artículos sobre el sombrío panorama económico con titulares que iban desde “Un mañana prestado” y “Hora de devolver todo” hasta “Las penas de Wall Street”. Los análisis de la sociedad invocaban la importancia de ser realistas, de “hacer un corte”. Se había cernido, se decía, un “clima de irracionalidad”. Hasta en las notas relativas al ámbito de las artes parecía emerger un nuevo discurso fatalista, y a la pregunta de “¿Cómo sobrevivir al fin de la ‘civilización’?” le salían al cruce respuestas del tipo “Dominar el equilibrio y la armonía”, “La voz del futuro” o “La sencillez hecha canción” 3. Sin embargo, apenas una brisa de esperanza hizo pensar que tal vez la crisis no redundara en una catástrofe total, volvió a emerger el paradigma del “individuo que elige” como la principal herramienta ideológica de la sociedad de consumo. Esta vez la idea venía envuelta en debates acerca de si es realmente cierto que la prosperidad incide en la felicidad y si consumir sin tapujos es o no una de las mejores cosas que podemos hacer con nuestro tiempo libre. Pero, muy pronto, todas esas cuestiones bastante simplificadoras se enmarañaron en una nueva versión del paradigma de la elección: ahora el consumidor debía elegir no elegir, y muchas veces hasta tenía que pagar por las indicaciones necesarias para eso. La mera posibilidad de deshacerse de cosas donándolas o arrojándolas a la basura no contaba como opción posible: hacía falta recurrir a alguien que nos aconsejase cómo hacerlo.

El cambio en la percepción de la prosperidad no llegó de un día para otro. La gente no se despertó una mañana con un nuevo sentido de la vida; las semillas de la crisis económica ya estaban sembradas. De igual modo, la depresión generada por la ideología de la elección ya atravesaba a la sociedad en tiempos de exuberancia económica, cosa que salta a la vista en la angustia e inseguridad imperantes durante la última década del capitalismo postindustrial. Casi podría decirse que la crisis representó la consumación de un deseo que venía expresándose parcialmente por detrás de la maratón de elecciones en los años prósperos, al tiempo que significó un alivio frente a la presión que se había creado. Para algunos, la crisis incluso aportó una extraña y relajada forma de placer, en cuanto significaba un tope a los consumos extravagantes o, mejor dicho, a las posibilidades latentes, aunque mucho más imaginadas que reales, de acceder a ese tipo de consumos ansiados durante tanto tiempo. The New York Times captó ese nuevo estilo puritano en un artículo titulado “Vamos a divertirnos como si fuese 1929”, donde se ofrecían consejos sobre cómo organizar una cena o una fiesta decentes en base a un presupuesto moderado, acorde con el contexto de la crisis. La nota incluía, entre otros, el testimonio de un miembro de la alta sociedad: “Lo bueno de la recesión económica es que nos quita la presión […]. Hace que podamos despojarnos de todo lo superfluo y poner el foco en lo que realmente importa: los amigos, la familia, el estar juntos” 4. Los anfitriones de la fiesta en cuestión, de todos modos, sintieron la necesidad de contratar a un organizador de eventos munido de consejos sobre cómo divertirse en tiempos de crisis, lo que denotaría cierta ambivalencia en aquella renuncia a los frenesíes del consumo. Seguramente querían limitar sus elecciones, pero tampoco demasiado, y para eso contrataron a alguien que se encargara de poner los límites por ellos.

La cuestión que trataremos de examinar en estas páginas no es tanto por qué las personas van de compras o qué es lo que piensan de sus vidas, sino más bien por qué abrazan la idea de elegir y qué es lo que ganan y pierden al hacerlo. Puede que nos asuste una eventual amenaza terrorista, la expansión de un nuevo virus o las evidencias del cambio climático, pero aun así nuestras grandes preocupaciones suelen girar en torno a nuestro bienestar privado: el trabajo, los seres queridos, el dinero, nuestro lugar en una comunidad de personas, el sentido de nuestra vida, el legado que dejaremos 5. Todas esas cosas implican elecciones y, en la medida en que nos esforzamos para lograr lo mejor no solo en el aquí y ahora sino de cara al futuro, estas elecciones se vuelven cada vez más difíciles de hacer. La elección suma un componente de abrumadora responsabilidad al juego, algo que además suele traer adosado el miedo al fracaso, el sentimiento de culpa y la angustia por la posibilidad de terminar arrepintiéndonos del camino tomado. Todos estos aspectos contribuyen a darle a la elección una dimensión tiránica.

El sociólogo Richard Sennett señala lo siguiente:

Uno de los usos más antiguos de la palabra “tiranía” en el pensamiento político la ofrece como sinónimo de soberanía. Cuando todas las cuestiones están referidas a un principio o a una persona común, soberano, ese principio o persona tiraniza la vida de una sociedad. […] Una institución puede gobernar como una fuente única de autoridad; una creencia puede servir como un patrón único para medir la realidad 6.

En las últimas décadas, la idea de elegir, tal como la presenta la teoría de la elección racional, se ha convertido justamente en eso: una idea tiránica para nuestro mundo desarrollado.

La teoría de la elección racional presupone que la gente siempre piensa antes de actuar y que en toda situación persigue el máximo beneficio con el mínimo costo. Según las circunstancias imperantes y dado cierto manejo de información necesaria, se supone que la gente siempre habrá de elegir lo que más conviene a sus intereses. Sin embargo, los críticos de la teoría de la elección racional suelen remarcar el hecho de que los seres humanos no siempre actuamos según nuestros intereses, incluso cuando estos nos son conocidos. Muchas veces, por ejemplo, gobierna nuestros actos una expresión caritativa o altruista que no se lleva bien con el interés personal puro y duro. Desde el psicoanálisis también se ha señalado que a menudo actuamos de modos para nada afines a lo que sería maximizar el placer y minimizar el sufrimiento, y que existe incluso cierto extraño placer que surge de actuar en contra de nuestro propio bienestar. Una persona puede considerar que cuenta con toda la información necesaria para arribar a la mejor decisión posible, pero, aun así, sobre su decisión acabarán influyendo fuertemente factores externos, como la opinión ajena, e internos, como los propios deseos inconscientes.

En nuestra sociedad actual, que glorifica la elección y enarbola la idea de que siempre elegimos en favor de nuestros intereses, el problema no radica tan solo en el abanico de opciones que tenemos a disposición sino también en el modo en que estas se nos representan. Las elecciones de vida se plantean como si fueran elecciones de consumo: pretendemos hallar la vida “correcta” como si se tratara de encontrar el tipo correcto de acondicionador para el pelo o el color adecuado para el cuarto de estar. Nuestra cultura publicitaria plantea la búsqueda de una persona con quien casarse de modo no muy distinto de lo que es la búsqueda de un auto cero kilómetro: primero hay que calcular las ventajas y desventajas, luego se establece un acuerdo prenupcial, si las cosas salen mal se añaden las enmiendas que hagan falta y, en última instancia, se cambia el modelo viejo por uno nuevo, para acabar finalmente dando de baja la idea misma de un compromiso a largo plazo en favor de un acuerdo de usufructo temporario.

La cuestión de la elección siempre ha preocupado, ante todo, a los sectores sociales medios de los países desarrollados. Pero esto se ha extendido a los países pobres, donde buena parte de la población padece las contradicciones inherentes a la ideología de la elección. Supuestamente libres, ahora, para hacer lo que quieran con sus vidas, esas personas sufren en realidad todo tipo de restricciones. Se las trata como si quedara en ellas la posibilidad de transformar sus vidas en obras de arte, moldeando a gusto todos esos elementos que tendrían a mano. Se las insta a actuar como si vivieran en un mundo ideal en el que, por lo demás, cada elección puede ser revertida más adelante, cuando la realidad es que la coyuntura económica de esas personas impide el despliegue de la libertad para elegir, al tiempo que las obliga a advertir que cualquier decisión errada podrá tener consecuencias desastrosas. Incluso también en los países ricos hay una buena parte de la población que carece de los recursos para sacarle el jugo a las elecciones que tienen disponibles. En los Estados Unidos, por ejemplo, una parte muy considerable de los suministros y tratamientos médicos no constituye una opción real para quienes no tienen un seguro privado ni medios para pagarlos; sin una cobertura universal, la gente pobre no puede siquiera elegir el tratamiento más básico. Y hay que decir que, incluso entre aquellos para quienes el dinero no es un problema, también puede acabar ocurriendo que la posibilidad de elegir se presente como un lastre o una fuente de confusión: por un lado, las investigaciones recientes en materia genética les dicen que ya están inscriptas en sus genes las enfermedades que padecerán y la cantidad de años que vivirán, pero, por el otro, y al mismo tiempo, se responsabiliza a los propios individuos por su salud, en función de las decisiones tomadas a lo largo de sus vidas.

El objetivo de este libro es explorar cómo la idea de elegir la persona que queremos ser y el imperativo de “convertirse en uno mismo” se han vuelto en nuestra contra, volviéndonos seres más angustiados y más codiciosos y acaparadores en vez de más libres. En palabras del filósofo francés Louis Althusser, “la adopción de la ideología de la elección por parte del capitalismo postindustrial no es una cuestión azarosa sino la vía para perpetuar su dominio”. El problema, según Althusser, es que las personas no nos percatamos de las formas en que se construyen nuestras vidas. La sociedad funciona como una cosa obvia, ya dada, casi natural, y a fin de conocer los imperativos ocultos que nos codifican —los requisitos secretos que los filósofos llaman “ideologías”— lo que necesitamos es quitarnos ese velo de la obviedad y de lo dado. Solo así se nos revela esa lógica extraña, aunque sumamente elaborada, a la que respondemos, sin pensar, en nuestra cotidianidad. Es muy común que nos consideremos en la vereda de enfrente del statu quo o de “la sociedad”; sin embargo, paradójicamente, una ideología no necesita de nuestra creencia en ella o de nuestro apoyo explícito para sobrevivir. Lo único crucial para cualquier ideología es que no haya personas explícitamente descreyéndola. Para que se acate la opinión mayoritaria, lo único que importa es que las personas crean que es verdad que la mayoría de la gente cree en tal o cual ideología. Así, las ideologías prosperan sobre la base de una “creencia en lo que otros creen”. Esto tal vez era más obvio en los antiguos regímenes comunistas, donde el grueso de la gente no creía en la ideología dominante; el razonamiento ciudadano era del orden de: “Yo no creo en el Partido, pero sé que son muchos los que sí creen, y no todos son gente poderosa y vinculada al Partido, sino que muchos son como yo, así que mejor me quedo en el molde” (y hoy sabemos que había mucha gente poderosa vinculada al Partido que no creía genuinamente en el comunismo y que de hecho miraba con profundo recelo a quienes, siguiendo a Marx y a Engels, reclamaban no perder de vista los cimientos doctrinarios). Lo que en definitiva hacía que la sociedad se mantuviese unida era la creencia de esos otros ficticios que supuestamente sí creían y que, de ese modo, hacían cumplir la creencia.

La misma lógica atañe a la idea de elegir. Puede que ninguno de nosotros crea que nuestras elecciones son ilimitadas o que somos perfectamente capaces de darle una dirección a nuestra vida; puede que en el fondo carezcamos de toda confianza en que podamos volvernos la persona que siempre quisimos ser. Pero creemos que otros lo creen, y nos callamos. No expresamos nuestra descreencia. Para que se sostenga el poder de la ideología de la elección en la sociedad postindustrial, solo hace falta que nos guardemos la desconfianza para nuestros adentros.

En todo el proceso de sentir culpa por ser quienes somos y trabajar constantemente para “mejorarnos”, perdemos la perspectiva necesaria para instigar cualquier cambio social. Al poner tanta energía en nosotros mismos perdemos la fuerza y la habilidad para formar parte de cualquier construcción de cambio y asistimos de manera continua al espectáculo angustioso de sentir que estamos fracasando.

Si lo que queremos es mitigar esa angustia, necesitamos entender su funcionamiento y cómo llegó a instalarse. Y si queremos aspirar a un cambio en la sociedad, debemos reconocer que existen alternativas frente a la tiranía de la elección, que juega un rol tan crucial en la ideología del capitalismo tardío. En vez de glorificar la elección racional, tenemos que prestar atención al modo en que nuestras elecciones suelen hacerse en el inconsciente y según la influencia de factores sociales más amplios.

En tiempos de crisis económica, se nos plantean otras cuestiones. ¿Cómo pasamos de la elección libre y abierta a las severas restricciones de la elección? ¿Cómo se va de creer que todo puede ocurrir a creer que ya nada es posible? ¿Cómo ignorar las promesas y afrontar la realidad? Todas estas preguntas nos sumergen en la compleja lógica de la pérdida. Durante las últimas décadas, en el mundo desarrollado se creó la ilusión de un presente eterno: el pasado ya no tiene importancia y el futuro es una creación nuestra. En ese panorama, la realidad de la pérdida queda ocluida. Tomar decisiones se nos hace más difícil cuando la idea es que nos percibamos como amos de nuestro destino, dueños de nuestro bienestar y del de nuestros seres queridos (los hijos, por ejemplo). El arrepentimiento por ciertas decisiones tomadas y el miedo a equivocarnos una vez más pueden volverse apabullantes. Y así, a fin de evitar las sensaciones de pérdida o remordimiento y la angustia que las acompaña, apuntamos a minimizar cualquier riesgo o al menos a volverlo previsible. La sociedad que glorifica la elección al mismo tiempo se apoya en la idea de que las personas debemos evitar cualquier riesgo, o al menos predecirlo.

La crisis, entonces, puede definirse como ese momento exacto en que perdemos el control: el momento en que se cae el mundo conocido y nos enfrentamos a lo desconocido. Sean cuales fueren las consecuencias para la sociedad, la crisis puede ser para los individuos una oportunidad de replantearse lo que realmente importa. Cuando una situación económica fuerza a las personas a ahorrar, también las está forzando a reconsiderar sus deseos. Ahorrar es sacrificar deseos, o al menos postergarlos. Hasta hace muy poco tiempo la sociedad de la elección solo nos impulsaba a buscar gratificaciones inmediatas y nos enseñaba que nada debía postergarse.

Pero incluso en medio de este tipo de procesos, las personas se ponen nuevos límites a fin de mantener vivos sus deseos: se inventan nuevas proscripciones, y de ese modo le ponen freno al empuje consumista de la sociedad. Es por esto por lo que no concuerdo con las teorías según las cuales vivimos en una sociedad sin límites. No es lo mismo una sociedad donde los límites no existen que una ideología que representa a la sociedad como ilimitada. Por más que la ideología imperante (tal como nos la muestran los medios) se valga de la idea de una sociedad de ilimitadas fuentes de placer, los individuos seguimos lidiando con nuestras propias prohibiciones.

Ivan Karamazov, protagonista de Los hermanos Karamazov de Dostoievski, en cierto momento reflexiona que, si Dios no existe, entonces todo está permitido. Desde el psicoanálisis, Jacques Lacan lo formula de este otro modo: si Dios no existe, ya nada está permitido, ya que perder la creencia en una autoridad que fija límites a nuestro accionar abre las puertas, no a la libertad, sino más bien a la creación de nuevos límites. Con la ideología de la elección nos enfrentamos a una inversión similar. Las elecciones ilimitadas que supuestamente teníamos a disposición derivaron en nuevas proscripciones. Hoy en día, sin embargo, no se trata de límites que nos imponga una autoridad externa, como podrían ser los padres o los profesores, sino que son prohibiciones creadas por nosotros mismos. Y está también la vasta industria de la autoayuda y la publicidad que nos habilita a elegir nuevas autoridades en las que delegar el derecho a limitar nuestras elecciones.

Este libro mostrará lo engañosa que puede ser la ideología de la elección cuando atosiga al individuo con la idea de que él o ella es el amo absoluto de su propio bienestar y de la dirección que su vida ha tomado. Se verá también que dicha ideología contribuye muy poco a la posibilidad de un cambio en la organización social. Hay momentos en que la elección racional es un camino posible para el individuo y momentos en que las elecciones que hacemos son irracionales y hasta dañinas. La elección, en manos de la gente, es un mecanismo muy poderoso; es la base, a fin de cuentas, de cualquier compromiso político y del proceso político como un todo. Pese a ello, cuando se glorifica la elección como la gran herramienta que hace que las personas puedan moldear la vida a su antojo, queda muy poco margen para la crítica social. Cuanto más nos obsesionamos con nuestras elecciones individuales, más difícil se hace observar que no son para nada individuales, sino que están sumamente influenciadas por la sociedad en que vivimos.

Pies de página

1. Juego de palabras en inglés entre “choice”, elección, y “chase”, persecución o búsqueda. El banco se llama Chase Manhattan, y en la frase se usa la palabra “Chase” para aludir al banco (por eso está en mayúsculas), pero también a su significado: “persecución” o “búsqueda”. La traducción literal de la frase sería “Tu elección. Tu Chase/búsqueda”. [N. del T.]

2. Niesslein, Jennifer, Practically Perfect in Every Way, Nueva York, Putnam, 2007.

3.Financial Times, 29 y 30 de noviembre de 2008.

4. Williams, Alex, “We’re Going to Party Like It’s 1929”, The New York Times, 28 de noviembre de 2008, disponible en: nyti.ms/37UX5D5.

5. Ver Salecl, Renata, Angustia, Buenos Aires, Godot, 2018.

6. Sennett, Richard, El declive del hombre público, Barcelona, Península, 1978, pp. 417-418.

1. Por qué elegir nos angustia

Hace un tiempo, pasé