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4 de mayo de 1945. Hitler está muerto y del Reich de los mil años quedan poco más que escombros humeantes y una indeleble huella de dolor. Ningún soldado quiere ser el último hombre muerto en acción contra los nazis, pero a algunos todavía les queda pelear una última batalla. En el castillo de Itter, enclavado en un idílico valle austriaco, un grupo de destacados prisioneros de guerra franceses espera con ansiedad el final de la contienda. Hacia allí se dirige un fanático contingente de las Waffen-SS dispuesto a liquidarlo, aunque enfrente tendrá un inverosímil enemigo: un puñado de tanquistas estadounidenses luchando codo con codo con soldados de la Wehrmacht. Stephen Harding narra en La última batalla la increíble historia del combate más extraño de la Segunda Guerra Mundial, una acción desperada llena de valentía asombrosa, sacrificio y suspense trepidante y con un final digno de Hollywood. «Un libro extraordinario, pide a gritos un Spielberg para llevarlo a la pantalla». Jacinto Antón, El País
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Seitenzahl: 445
Veröffentlichungsjahr: 2025
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«Steven Spielberg, ¿cómo has podido perderte esta historia? Parte Los cañones de Navarone, parte El desafío de las águilas, esta historia es tan emocionante como inverosímil, pero, a diferencia de esas emblemáticas películas bélicas, cada palabra de La última batalla es cierta».
Andrew Roberts, The Daily Beast
«Una historia tan cautivadora como inconcebible. La última batalla demuestra que la verdad puede ser más extraña que la ficción, especialmente en la guerra. Bien documentado y bien contado».
Rick Atkinson, autor de El día de la batalla
«¡Un libro apasionante! Harding ha resucitado esta inverosímil historia».
San Diego Union-Tribune
«Un buen relato del heroísmo y la cobardía, de las rencillas y del sacrificio desinteresado. Si Hollywood no corre a hacer de él una película épica, eso que se pierde».
Roanoke Times
«Desde luego, digno de Hollywood».
WWII History Magazine
«Un libro con una narrativa tan hollywoodiense que solo le queda esperar que suceda».
America in WWII
«Stephen Harding actúa como un rayo láser directo al detalle esencial de la trama. Es un buen escritor y, lo más importante, sabe reconocer una buena historia».
Alan Furst, autor superventas de Estrella oscura y Soldados de la noche
«Una poco conocida, pero fascinante, historia revivida con brillantez».
Alex Kershaw, autor superventas de The Liberator
«Brillantemente narrada, meticulosamente investigada y repleta de héroes y villanos de proporciones épicas. La última batalla es muy convincente. No podía parar de leer».
Patrick K. O’Donnell, autor superventas de Dog Company
«La última batalla combina una buena historia con una buena manera de contarla. Harding escribe con la habilidad y el talento de un novelista y a la vez con la autoridad de un historiador».
John C. McManus, autor de September Hope
«Va a ser una fantástica película de acción. Arnold Schwarzenegger, ¡llama a tu agente!».
Peter Carlson, autor de Kruschev se cabrea
LAÚLTIMABATALLA
La última batalla
Harding, Stephen
La última batalla / Harding, Stephen [traducción de Javier Romero Muñoz].
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2025 – 248 p., 23,5 cm – (Segunda Guerra Mundial) – 1.ª ed.
D. L: M-7120-2025
ISBN: 978-84-129810-3-2
94“1939/1945”
355.48 (430:73)”1945” 341.34
LA ÚLTIMA BATALLA
Cuando estadounidenses y alemanes combatieron juntos contra las Waffen-SS
Stephen Harding
Título original:
The Last Battle
Copyright © 2013 by Stephen Harding
ISBN: 978-0-306-82208-7
Through arrangement with the Mendel Media Group LLC of New York
Mediante acuerdo con Mendel Media Group LLC de Nueva York
© de esta edición:
La última batalla
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12, 1.º dcha. 28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-129846-2-0
Traducción: Javier Romero Muñoz
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Cartografía original: Steve Walkowiak, adaptada por Desperta Ferro Ediciones
Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro
Primera edición: mayo 2025
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Producción del ePub: booqlab
Como siempre,a Mari, con amor
Cubierta
Título
Créditos
Índice
Agradecimientos
Preludio
CAPÍTULO 1
Un bastión de montaña
CAPÍTULO 2
Los primeros en llegar
CAPÍTULO 3
Amantes, amigos y rivales
CAPÍTULO 4
Un peligro creciente
CAPÍTULO 5
Un futuro incierto
CAPÍTULO 6
Carristas al rescate
CAPÍTULO 7
Un castillo sitiado
CAPÍTULO 8
Consecuencias
Bibliografía
Cover
Índice
Start
Escribir historia siempre es un reto, dado que el paso del tiempo suele ocultar la verdad, no revelarla. Los testigos presenciales fallecen, las memorias se difuminan y los archivos –si es que alguna vez existieron– se destruyen porque ya no son importantes, o se pierden sin más en el olvido burocrático. Además, existe una dificultad añadida al escribir un relato preciso acerca de una acción militar: el agotamiento, miedo, euforia, pánico y las dimensiones descomunales de la guerra garantizan que los participantes en una misma batalla siempre la recuerden de manera muy diferente.
Dicho esto, el deber del historiador consiste en buscar con esmero los documentos que sobrevivan y, si se escribe acerca de acontecimientos relativamente recientes, cualquier protagonista que aún siga vivo. De un modo muy parecido al detective que estudia las pruebas con su conocimiento del tema y la aplicación, a partes iguales, de lógica y sentido común, el historiador sopesa la información disponible y, a continuación, entreteje los diferentes hilos en un relato lo más preciso y completo posible. Para muchos que optan por escribir historia, entre los que me incluyo, la búsqueda de información en la que basar el relato final es la parte más grata del proceso, si bien también es, con frecuencia, la más frustrante.
Por fortuna, en la investigación para La última batalla he recibido la capaz y generosa ayuda de un gran número de personas en Estados Unidos y en el extranjero. Su cooperación ha sido muy importante y lo agradezco de todo corazón. Por descontado, soy el único responsable de todo error u omisión del presente volumen.
Antes que a nadie, quiero dar las gracias a mi esposa, Margaret Spragins Harding. Este libro no habría sido posible, en el sentido literal de la palabra, sin su amor, apoyo, consejo, paciencia ilimitada y su excelente conocimiento de la lengua francesa. Ella es el ser humano más extraordinario que he conocido jamás y realmente soy muy afortunado por tenerla en mi vida.
También me gustaría dar las gracias en particular al doctor Alfred Beck, eminente historiador y verdadero caballero, quien, muchos años atrás –cuando trabajábamos en el U.S. Army Center of Military History– me habló por primera vez de un extraño combate en el que participaron alemanes, estadounidenses y un puñado de vips franceses. Gracias a mi agente, Scott Mendel, por su excelente consejo y orientación; a Robert Pigeon, mi editor en Da Capo, por su amistad y contribuciones a la definición y mejora del original; y a Bryce Zabel, amigo y guionista, por sugerir que la historia del castillo de Itter no solo podría ser un buen guion, sino también un excelente libro.
También estoy en deuda con:
En Estados Unidos:
Mis colegas Michael W. Robbins, David Lauterborn, Dan Smith y Jennifer Berry, de la revista Military History del Weider History Group, por sobrellevar mis frecuentes ausencias y mi preocupación casi constante mientras escribía este libro.
Karen Jensen y Wendy Palitz, ambas de la revista World War II también del Weider History Group. A Karen, la editora, que me encargó la redacción del artículo que acabó convirtiéndose en un libro; y a Wendy, la directora artística, por su amistad y por el maravilloso diseño.
Thomas Culbert y Mike Constandy, por su incansable trabajo de investigación en los National Archives.
Joe Basse, por proporcionar información y fotos de su padre, Harry Basse.
Robert D. Lee por proporcionar información y fotos de su tío John C. Lee.
John Kramers, Arthur Pollock y Edward Seiner, por sus recuerdos personales de la batalla del castillo de Ittter.
Victoria Haglan, por sus excelentes traducciones del alemán.
Patricia E. Evans, historiadora del condado de Chenango, en Nueva York, por encontrar y remitir documentación de referencia acerca de John Lee y su familia.
Gail Wiese, Jennifer Payne y Kelly González, de los Archives and Special Collections de la Norwich University, por su ayuda en mis investigaciones en torno a la época universitaria de John Lee.
Los veteranos de la 12.ª División Acorazada F. George Hatt y Steve Czecha y los veteranos del 23.er Batallón de Carros James Francis y John McBride, por la ayuda prestada en la investigación de sus unidades y de los hombres que sirvieron en ellas.
Lisa Sharik y el personal del Military Forces Museum de Texas y Kyle Wiskow y el personal del museo de la 12.ª División Acorazada por ayudarme con mis indagaciones.
John P. Moore, por los datos esenciales de la vida de Kurt-Siegfried Schrader.
John Browning, por la información acerca de su hermano William Browning, jefe de pelotón de la Compañía E del 142.º Regimiento de Infantería.
Ron Thomassin, por facilitarme fotos de Harry Basse.
Megan Lewis, del Holocaust Memorial Museum de Estados Unidos, por ayudarme a investigar a Sebastian Wimmer y a Stefan Otto.
En Austria:
El personal del Ayuntamiento de Itter, que me prestó una excelente ayuda, tanto por correo electrónico como durante mi visita al castillo de Itter: Robert Kaller, del Institut für Zeitgeschichte de Viena; Hedi Wechner, alcaldesa de Wörgl; Otto Hagleitner, por la información acerca de su padre Rupert; y el doctor Wilfried Beimrohr y los trabajadores del Tiroler Landesarchiv.
En Francia:
Évelyne Demey Paul-Reynaud, por compartir su historia familiar y las fotografías de su padre tomadas durante su cautiverio en el castillo de Itter.
Lise Pommois, por compartir fotografías relativas a las operaciones del 23.er Batallón de Carros en Alsacia.
En Alemania:
El personal de investigación y archivos del Stadtarchiv Ludwigsburg, KZ-Gedenkstätte Dachau y del Militärarchiv del Bundesarchiv.
En Polonia:
Marta Grudzińska, del Państwowe Muzeum de Majdanek, por la información relacionada con las actividades de Sebastian Wimmer en este tristemente célebre campo de concentración.
En Suiza:
Remo Becci, archivero de la oficina de la United Nations International Labor Organization en Ginebra, por proporcionar fotografías e información de la vida de Augusta Léon-Jouhaux.
En la mañana del 4 de mayo de 1945, el capitán John C. «Jack» Lee junior estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la torreta de su carro M4 Sherman, entregado a comparar las estrechas callejuelas que tenía ante él con los accidentes del terreno marcados en el mapa parcialmente extendido en su regazo. Lee, un robusto joven de 27 años natural de Norwich, Nueva York, había dirigido durante los últimos cinco meses la Compañía B del 23.er Batallón de Carros –y, en ocasiones, buena parte de la 12.ª División Acorazada estadounidense al completo– en su avance imparable por Francia, el interior de Alemania y, ahora, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial en Europa, por el Tirol austriaco.
El carro de combate de Lee permanecía estacionado en una intersección de calles de Kufstein, Austria, una localidad situada 5 kilómetros al sudoeste de la frontera alemana, en la orilla meridional del veloz curso del río Eno. Las tres compañías del 23.er Batallón de Carros habían cruzado la frontera el día antes, en vanguardia del Comando de Combate R de la 12.ª División Acorazada en su avance hacia el sur desde las afueras de Múnich. La compañía de Lee lideró la entrada en Kufstein y, tras abrirse paso a través de una posición de bloqueo alemana bien defendida, eliminó con rapidez a los últimos defensores de la localidad. Una vez estabilizada la situación, mientras las unidades de cabeza de la 36.ª División de Infantería llegaban para asumir la responsabilidad del sector, Lee y sus hombres pudieron tomarse unos pocos minutos de descanso.
A ESCASOS KILÓMETROS AL SUDOESTE, UN SEGUNDO CANSADO OFICIAL también examinaba un mapa para ver qué le depararían las próximas horas a él y a sus hombres. Josef «Sepp» Gangl, un condecorado Major bávaro de la Wehrmacht, sabía que el coloso estadounidense se dirigía hacia su posición y que su llegada vendría, probablemente, pregonada por devastadoras descargas de artillería, el rugido del fuego de los carros y el tableteo de las armas automáticas.
Gangl era del todo consciente de la posibilidad de morir: había asumido su condición mortal combatiendo a los rusos en el Frente Oriental y a los aliados en Normandía. Además, temía por los hombres a su mando, pues no todos eran soldados y muchos ni siquiera eran alemanes. Pocos días antes, sabedor de que la guerra estaba perdida, y reacio a perder más vidas en defensa de un sistema en el que había dejado de creer hacía mucho tiempo, Gangl declaró un armisticio personal y se sumó a la resistencia austriaca contra los nazis. Su único objetivo en aquel momento era impedir que los estadounidenses –o cualquier unidad alemana todavía leal al Führer y al Reich– exterminaran a los hombres que habían optado por seguirle.
EN LA CIMA DE UN PROMONTORIO ROCOSO QUE DOMINABA LA LLANURA por la cual los estadounidenses pronto avanzarían, una pandilla de franceses mal avenidos también se preguntaba qué les depararía el destino. Desde su mirador en las almenas del castillo que se alzaba sobre la montaña desde hacía siglos, y que había sido su prisión hasta esa misma mañana, estos hombres sabían que su recién recuperada libertad no les protegería de la ira de las irreductibles unidades de las SS que aún merodeaban por los densos bosques circundantes. Necesitaban ayuda y pronto. Si no la recibían antes de la puesta de sol, perecerían, casi con toda seguridad, entre los muros de su fortaleza tirolesa.
EL CÁLIDO SOL PRIMAVERAL Y EL AGOTAMIENTO DIFICULTABAN A «JACK» Lee poder concentrarse en el mapa. Estaba muy cansado y esperaba, con más fervor que el que toleraría a sus hombres, que Kufstein fuera la última batalla de la Compañía B. Al igual que casi todos los demás soldados del teatro de operaciones europeo, Lee sabía que la guerra podía finalizar en cualquier momento –Adolf Hitler se había suicidado hacía cinco días y la resistencia de los alemanes se desmoronaba– y, aunque, en cierto modo, el joven oficial detestaba que el conflicto concluyera, no quería que alguno de sus hombres fuera el último caído estadounidense en Europa.
Mientras Lee pensaba en lo que significaría el fin de la contienda para él y para sus compañeros de armas, algunos acontecimientos en curso iban a desbaratar los anhelos de paz de sus hombres. Aún no lo sabía, pero Lee estaba a punto de verse envuelto en una insólita batalla que incluiría el castillo alpino cuyo símbolo quedaba oculto en un pliegue del mapa, con un grupo de combativos vips franceses, una incómoda alianza con el enemigo, un combate a muerte contra fuerzas abrumadoras y la última –y podría decirse que la más extraña– acción terrestre de la Segunda Guerra Mundial en Europa.
El castillo que muy pronto ocupó un lugar tan destacado en la vida de «Jack» estaba a unos 18 kilómetros por carretera al sudoeste del punto donde el joven oficial estaba sentado sobre su carro de combate. Schloss Itter, como se denomina en alemán, se alza sobre una cresta que domina la entrada del valle austriaco de Brixental. La estructura, que se extiende sobre un barranco, dispone de un pequeño puente que comunica el castillo con la falda de la montaña. La localidad de Itter se extiende al este del castillo. Situada unos 700 metros sobre el nivel del mar, está enclavada a los pies del Hohe Salve, una cumbre de 2000 metros de la región alpina media conocida históricamente como el Tirol.
Aunque durante las horas siguientes esto no les importaría demasiado a Lee y a sus hombres, el castillo de Itter tenía una larga, compleja y, a menudo, violenta historia. La región circundante lleva habitada desde por lo menos la Edad del Bronce media (1800-1300 a.n.e.) y el hecho de que los valles de los ríos Eno y Brixentaler Ache proporcionen una ruta de acceso bastante llana y directa entre Europa central y la península italiana garantizó que el Tirol fuera escenario de numerosos choques armados. La región, conquistada por Roma en el año 15 a.n.e., fue invadida, sucesivamente, por ostrogodos, tribus germánicas y por los francos de Carlomagno. En el siglo IX, el Tirol pasó a ser dominio de los bávaros, quienes construyeron sobre la colina del futuro castillo de Itter dos recios torreones de piedra rodeados por un muro. En 902, un tal conde Radolt transfirió la propiedad del puesto fortificado a la diócesis católica de Ratisbona.1
Para proteger mejor la expansión de sus dominios tiroleses –y, por supuesto, recaudar más impuestos diocesanos– el obispo de Ratisbona, Totu,2 ordenó reemplazar los torreones y la muralla por una fortaleza más sólida. Sin embargo, la edificación de un castillo completo solía ser una labor lenta y con frecuentes interrupciones. Hizo falta más de un siglo para terminarlo. En 1239, Rapoto III de Ortenburg, conde palatino de Baviera,3 tomó la fortaleza a causa de sus rencillas con Siegfried, obispo de Ratisbona en aquellos tiempos. Este último capturó a Rapoto en 1240 y, para recuperar la libertad, el noble derrotado tuvo que ceder al obispado de Ratisbona muchas propiedades en Baviera y el Tirol. Entre las propiedades transferidas a Siegfried figuraba el castillo de Itter y la aldea que surgió extramuros; los nombres de ambas, la fortaleza y la aldea, aparecen por primera vez en las fuentes escritas en 1241.4
Los obispos de Ratisbona, pacíficos hombres de Dios sobre el papel, también eran príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico. En su rol de gobernantes temporales, los obispos solían aplicar mano dura y mostraban una innecesaria severidad. El castillo de Itter sirvió, en muchas ocasiones, de base para las expediciones punitivas de los obispos contra sus súbditos, que vivían sometidos a una amarga opresión. Aunque el Tirol pasó a dominio Habsburgo en 1363, tanto el castillo como la aldea circundante de Itter siguieron bajo el control del obispado de Ratisbona hasta 1380, año en que el obispo Conrado IV de Haimberg los vendió al arzobispo de Salzburgo –Peregrino II de Puchein– a cambio de 26 000 florines húngaros.
Saqueado y parcialmente destruido durante el alzamiento campesino tirolés de 1515-1526,5 el castillo de Itter empezó a reconstruirse a partir de 1532. En los últimos años del siglo XVI, la fortaleza albergó un tribunal eclesiástico encargado de reprimir la brujería en la región. Las leyendas locales explican que la última bruja quemada en el Tirol pereció en 1590 en una pira erigida en el patio de armas del castillo.6 Fue también más o menos en esa época –y es muy probable que por orden de los responsables de erradicar la brujería– cuando se grabó, en alemán, la célebre cita de la Divina comedia de Dante sobre la entrada abovedada del castillo de Itter: «Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis»*.
En el transcurso de los dos siglos y medio siguientes el castillo cambió de manos en varias ocasiones. Hacia 1782 formaba parte de las propiedades personales de José II, quien, dos años antes, había asumido el trono del Sacro Imperio a la muerte de su madre, la emperatriz María Teresa de Habsburgo. Tanto aprecio le tenía José a su fortaleza tirolesa que, poco después de su ascenso al trono imperial, durante un viaje a Austria del papa Pío VI insistió en que el pontífice consagrara el altar de la pequeña, pero exquisita, capilla del castillo de Itter. El papa así lo hizo –con el objetivo principal de restañar una disputa entre José y la Iglesia–, además de dejar en el castillo un crucifico gótico ornamentado y otros tesoros eclesiásticos.
A pesar de su predilección por el castillo de Itter, José II –al igual que la mayoría de propietarios anteriores del castillo– optó por vivir en otra parte. A finales de diciembre de 1805, José fue reemplazado por otro propietario ausente, aunque, sin duda, mucho más prominente: Napoleón Bonaparte. El menudo emperador francés obtuvo la titularidad del castillo a resultas del Tratado de Presburgo, consecuencia de sus victorias contra Austria en Ulm y en Austerlitz a mediados de octubre y principios de diciembre de 1805, respectivamente. Bonaparte, sin embargo, no retuvo mucho tiempo el título, pues, en 1809, regaló el castillo de Itter a su fiel aliado, el rey Maximiliano I de Baviera.7 Este no se preocupó en absoluto por mantener su nueva fortaleza, de modo que, en 1812, cuando los concejales de la aldea de Itter ofrecieron a Maximiliano la irrisoria cantidad de 15 florines austriacos por todo el edificio, el rey aceptó entusiasmado. En realidad, los aldeanos no tenían intención de reconstruir el castillo; solo querían emplearlo como fuente de materiales de construcción. Durante las décadas siguientes, emplearon piedras de la muralla y vigas de madera del interior para levantar la gasthaus [posada] del pueblo, entre otras edificaciones.
El castillo permaneció en ruinas incluso después de que el Tirol volviera bajo dominio austriaco tras el Congreso de Viena de 1814-1815. En 1878, la astuta corporación de la aldea, obviamente con inteligencia, vendió el castillo –en aquella época poco más que el escenario de unas ruinas–, por la impresionante suma de 3000 florines a un hombre de negocios muniqués llamado Paul Spiess, que planeaba convertirlo en un gran y exclusivo hotel. El aspirante a hotelero emprendió una renovación a fondo que dotó al castillo de Itter de un ala central de varios pisos con habitaciones para cincuenta huéspedes, apoyada en un edificio-taller similar a un torreón y flanqueado por alas menores para las cocinas, alojamientos de los trabajadores y almacenes. Spiess también reparó las murallas circundantes, reconstruyó el portal ruinoso, ajardinó el barranco y adecentó el estrecho camino, de unos 150 metros de largo, que separaba el castillo de la aldea. Pese a la inversión de Spiess, el hotel fracasó. En 1884, el frustrado empresario vendió la propiedad a una de las músicas de Europa más aclamadas –y bellas–, la célebre pianista y compositora alemana Sophie Menter.
Nacida en Múnich en 1846, Menter era poco menos que un prodigio. Hija de talentosos músicos –su padre era violonchelista y su madre cantante–, interpretó su primer concierto en público antes de cumplir los 20 años. A los 23 empezó a estudiar con Franz Liszt, que solía referirse a ella como su «hija pianista» y, con el tiempo, proclamó que era la mejor pianista viva del mundo. En 1872 contrajo matrimonio con el violonchelista de Praga David Popper, con el que se fue de gira durante varios años. Con la adquisición del castillo de Itter,8 Menter cumplió el sueño, largamente acariciado, de ser dueña de una mansión señorial que le sirviera de refugio de los rigores de su vida profesional, así como de salón para otros músicos. Acondicionó varias habitaciones de la planta baja para utilizarlas como locales de ensayo y pequeñas salas de concierto.
A lo largo de los dieciocho años que fue la propietaria del castillo de Itter, Menter invitó a celebrados músicos, como Richard Wagner y Piotr Ilich Chaikovski, y su amigo y mentor Liszt era un visitante habitual y muy bienvenido. Tan bien recibido era, de hecho, que sus pródigas visitas siempre comenzaban con salvas ceremoniales de cañón, mientras ascendía por el sendero del castillo entre arcos triunfales engalanados con flores. Aunque Liszt agradecía las grandiosas escenificaciones, también aprovechaba la hospitalidad de Menter para trabajar. Durante su visita de noviembre de 1885, por ejemplo, se levantaba cada mañana a las cuatro, trabajaba sin parar tres horas, se tomaba una breve pausa para asistir a misa en la capilla del castillo y luego seguía trabajando hasta media tarde.9 En sus cartas a Menter mostró su profundo agradecimiento por el tiempo pasado en su castillo «de cuento de hadas» y calificó esos momentos de «recuerdos mágicos».10
Sophie Menter siguió viviendo en el castillo de Itter después del fin de su matrimonio con Popper, en 1886, y lo utilizó con frecuencia para actos públicos, como su concierto benéfico de octubre de 1891 en favor de la nueva sociedad coral formada en la villa de mercado de Wörgl, 6 kilómetros al noroeste del castillo. De igual modo, continuó proporcionando una atmósfera creativa a sus célebres visitantes. Chaikovski pasó dos semanas en septiembre de 1892 en el castillo; durante las cuales es muy probable que orquestara la Ungarische Zigeunerweisen de Menter, una pieza de diecisiete minutos para piano y orquesta basada en las melodías de los gitanos húngaros, que Menter y Chaikovski estrenaron en San Petersburgo, Rusia, en febrero de 1893.
Por desgracia, el coste de mantenimiento del vetusto edificio obligó a Menter a vender el castillo de Itter en 1902.11 Lo adquirió un tal Eugen Mayr, un acaudalado médico y empresario de Berlín, que dotó de alumbrado eléctrico a algunas partes del edificio e hizo instalar saneamientos modernos en las cocinas y salas de estar principales. En agosto de 1904, Mayr utilizó el castillo de escenario majestuoso para su enlace con Maria Kunert y, a continuación, dedicó varios años y una pequeña fortuna en darle un remozado neogótico a la construcción. La adición de bastiones almenados y una extensa carpintería interior de madera –así como de pinturas enormes que representaban vibrantes escenas de la mitología germana– dio al castillo un aspecto de cuento de hadas tan popular durante los primeros años del siglo XX que Herr Mayr y su mujer tuvieron cierto éxito gestionando el castillo como hotel de lujo.
Concluida la Primera Guerra Mundial, Schloss-Hotel Itter, nombre que recibía entonces, ganó prestigio y un número cada vez mayor de pudientes invitados. La creciente popularidad del deporte del esquí en las pendientes tirolesas convirtió remotas aldeas de toda la región en populares destinos vacacionales y la localidad de Itter –que los empresarios locales apodaron de inmediato la «Perla del Tirol»– no fue una excepción. El castillo era, con diferencia, el alojamiento más distinguido para disfrutar de los deportes de invierno en la zona y, poco a poco, también ganó popularidad fuera de la temporada. En 1925, el vicegobernador del Tirol de la Primera República de Austria, el doctor Franz Grüner, adquirió el castillo de Itter con la idea de emplearlo como espacio de exhibición de su impresionante –y vasta– colección de esculturas y otras piezas artísticas. En un irónico giro, Édouard Daladier, que durante la Segunda Guerra Mundial fue uno de los prisioneros vips de Itter, se alojó en el castillo en 1932 mientras visitaba Wörgl para explorar la emisión experimental de moneda local con la que estimular la recuperación de la crisis económica mundial.12
Tal depresión económica, por supuesto, fue la misma que contribuyó al ascenso al poder de Adolf Hitler, que, a su vez, llevó al Anschluss de marzo de 1938: la anexión de Austria a la Alemania nazi. Un triste acontecimiento que hizo que el castillo de cuento de hadas y hotel de Itter se transformara en algo indudablemente más siniestro.
DESPUÉS DELANSCHLUSS, LA ALEMANIA NAZI SE DEDICÓ A BORRAR TODO vestigio de la Austria independiente, un proceso que se inició con el cambio de nombre de la nación, que pasó a ser la provincia germana de Ostmark.13 Los germanos dividieron el país en siete distritos administrativos o Reichsgaue. Itter y el resto del Tirol quedaron bajo la autoridad de un funcionario nazi con sede en Vorarlberg, unos 145 kilómetros al sudoeste.
La vida en el castillo de Itter continuó inalterada en lo esencial durante los primeros meses de ocupación alemana; los nazis estaban demasiado concentrados en integrar Austria en el «Gran Reich». Un aspecto de esta absorción –la extensión al antiguo territorio austriaco del sistema de campos de concentración y de la policía secreta nazi– tuvo un efecto directo sobre el castillo y sobre los que, en el futuro, estuvieron recluidos, pese a que sucedió fuera de los muros de Itter.
A las 05.30 h de la madrugada del 12 de marzo de 1938, los 105 000 soldados del Octavo Ejército del Generalleutnant14 Fedor von Bock empezaron a cruzar la frontera y, aunque la mayoría de austriacos les dio la bienvenida, otros residentes de la recién creada provincia de Ostmark no estaban tan dispuestos a convertirse en ciudadanos del «Gran Reich». Poco después del Anschluss comenzaron a formarse células de resistencia antinazi y el Tirol –con su firme catolicismo, compacta geografía y tradicional identidad regional– no tardó en convertirse en centro de la incipiente oposición al dominio germano y a sus normativas cada vez más estrictas. Al igual que otros grupos de resistencia por toda Austria, los del Tirol estaban, al principio, fragmentados por la desconfianza y con razón. La Gestapo15 hizo enérgicos esfuerzos por erradicar toda oposición al dominio nazi y con frecuencia recibía la ayuda de austriacos partidarios de Alemania, deseosos de dar parte de aquellos vecinos sospechosos de no mostrar todo el entusiasmo que deberían por el nuevo orden.
A pesar de los denodados esfuerzos de la Gestapo, las células de resistencia sobrevivieron y no solo en las grandes ciudades, como Viena, Salzburgo e Innsbruck, sino también en pueblos y aldeas de todo el país. Aunque la decena de miembros de la resistencia de Wörgl tuvo que esperar y conservar sus limitados recursos, como hizo la mayoría de sus compatriotas, al cabo de meses y años de ocupación pudieron, lenta y cuidadosamente, construir la organización que representó un papel principal en la historia del castillo de Itter. Aunque resulte paradójico, al igual que el conjunto de la resistencia austriaca, las actividades antinazis de la célula de Wörgl recibieron la ayuda, nada menos, que del Ejército alemán.
Apenas unos días después del Anschluss, el Ejército austriaco, el Bundesheer [Ejército federal] se integró en bloque dentro de la Wehrmacht –las fuerzas armadas de la Alemania nazi–, una acción que, por muy diversos motivos, fue bien recibida por la mayoría de efectivos del Bundesheer.16 La anexión de Austria incrementó aún más la reserva de recursos humanos de Alemania; entre 1938 y 1945, las fuerzas militares germanas movilizaron alrededor de 1,3 millones de austriacos. Los soldados austriacos combatieron en todos los ejércitos y en todos los frentes y más de 240 000 perecieron en combate o a causa de enfermedades o accidentes.17
Si bien numerosos austriacos sirvieron al Tercer Reich de buen grado, incluso con fervor,18 muchos se resignaron a cumplir el servicio militar porque todo intento de evitar el reclutamiento o desertar de filas se castigaba con extrema dureza. Pese a que los alemanes trataron de mantener fuera de las fuerzas armadas a austriacos que consideraban poco fiables –izquierdistas y nacionalistas, entre otros–19 numerosos jóvenes que en secreto detestaban a los nazis acabaron siendo soldados «alemanes». Además, durante el tiempo que tuvieron que soportar servir a la Wehrmacht, numerosos austriacos antinazis aprendieron –y practicaron en combate– las capacidades castrenses que, en los meses finales de la guerra, les resultaron tan valiosas a la resistencia austriaca y a los habitantes del castillo de Itter.
CIERTAS FUENTES SEÑALAN QUE LA TRANSFORMACIÓN DEL EDIFICIO, DE pintoresco hotel-castillo y sala de exposiciones a formidable prisión, se llevó a cabo por orden directa del Reichsführer-SS en persona, Heinrich Himmler. El 12 de marzo, pocas horas después de que las tropas germanas cruzaran la frontera austriaca, Himmler aterrizó en un aeródromo de las afueras de Viena para encargarse personalmente de la pacificación de Austria. Un proceso que, en opinión de Himmler, requeriría el arresto de todo aquel que constituyera la más mínima amenaza al nuevo orden. El menudo exgranjero avícola asumió el control inmediato y personal de todos los efectivos policiales existentes y de las SS austriacas, que, desde 1934, habían trabajado en la clandestinidad para socavar la independencia de Austria y sentar los cimientos del Anschluss.20
La mayoría de austriacos aún estaba recibiendo a las unidades alemanas con vítores y flores cuando empezaron los arrestos generalizados de aquellos cuyas ideas políticas, religión o etnicidad se consideraban inaceptables. Himmler necesitaba lugares donde custodiar la masa de nuevos presos hasta que pudiera trasladarlos a las prisiones y campos de concentración de Alemania21 y es del todo posible que la sólida construcción y la localización, relativamente remota, del castillo de Itter atrajera la atención del Reichsführer, que se caracterizaba por un notorio secretismo. Sin embargo, es posible que su atención se distrajera con otros temas, pues hasta principios de 1940 el Gobierno alemán no alquiló la fortaleza al doctor Franz Grüner para un uso oficial no especificado.
El carácter concreto de este uso siguió sin especificarse durante los dos primeros años tras la firma del acuerdo de cesión, si bien algunas fuentes indican que los alemanes podrían haber usado el castillo para la detención e interrogatorio inicial de prisioneros de relevancia designados para su deportación a Alemania. Sabemos con certeza que, a principios de 1942, el castillo acogió la sede del cuartel general del Ostmark de la Alianza Alemana para Combatir los Peligros del Tabaco (Deutscher Bund zur Bekämpfung der Tabakgefahren).22
A pesar de su nombre extraño y amenazador, esta organización, fundada y financiada por el erario público, se dedicó a combatir el consumo de tabaco en la «Gran» Alemania. Aunque pudiera parecer extraño que Adolf Hitler y sus esbirros rechazaran algo por inmoral, era un hecho sabido que el Führer detestaba el tabaquismo. Consideraba que este hábito erosionaba la moral pública y socavaba la salud y efectividad del personal militar. Su actitud, por otra parte, no estaba en absoluto fuera de lo común: a pesar, o quizá a causa, del consumo generalizado de tabaco de la ciudadanía, Alemania era, desde mediados del siglo XIX, una de las naciones líderes en la investigación de los riesgos médicos del tabaquismo. Con dirección nazi, la Alianza para Combatir los Peligros del Tabaco emprendió esta misión por medio de la publicación de panfletos y notas de prensa que insistían en los peligros sanitarios asociados al consumo de tabaco. La sede regional, desde su base del castillo de Itter, se encargaba de la distribución de esas publicaciones por todo el antiguo territorio austriaco.
Por más importante que fuera para Hitler la cruzada antitabaco, Himmler nunca perdió su interés inicial por dedicar el castillo a actividades más siniestras. El 23 de noviembre de 1942 consiguió que Hitler firmara una orden para el SS-Obergruppenführer Oswald Pohl, el cual, desde su cargo de director de la Oficina Económica y Administrativa Central de las SS (SS-Wirtschafts- und Verwaltungshauptamt) era responsable de administrar la red de campos de concentración,23 con el fin de que iniciase el proceso de adquisición directa del castillo para «usos especiales de las SS». Himmler pretendía convertir el castillo de Itter en una instalación para la custodia de Ehrenhäftlinge, o «prisioneros honorables» que los alemanes consideraran lo bastante famosos, poderosos o de potencial valía para mantenerlos con vida y en condiciones relativamente decentes.
El 7 de febrero de 1943, miembros del personal de Pohl formalizaron la requisa del castillo y de todos los edificios anexos por orden expresa de Himmler. Con esto, dieron brusco fin al acuerdo de cesión que había proporcionado a Grüner unos ingresos respetables durante los tres años precedentes. Con la denominación oficial de campo de evacuación (Evakuierungslager) el castillo quedó bajo control operativo del mando regional del campo de concentración de Dachau,24 unos 145 kilómetros al noroeste. El castillo de Itter, una de las 197 instalaciones satélite del campo de Dachau repartidas por el sur de Alemania y el norte de Austria, recibía financiación, guardianes y servicios de su complejo superior, que no tardó en cobrar siniestra fama.
La transformación de la fortaleza, que pasó de ser un centro administrativo antitabaco a una instalación de alta seguridad para prisioneros honorables, comenzó de inmediato. Los planes de conversión fueron supervisados nada menos que por Albert Speer, arquitecto y ministro de Armamento y Producción Bélica de Hitler,25 mientras que el SS-Untersturmführer Petz dirigió las obras sobre el terreno.26 Miembro de la subdivisión de instalaciones de Dachau, Petz llegó a Itter el 8 de febrero con 27 reclusos –12 de Dachau y 15 de Flossenbürg–,27 todos los cuales habían sido antes de su detención carpinteros, fontaneros y de oficios similares.28 Petz también trajo consigo a unos diez miembros de la unidad de las SS-Totenkopfverbände (SS-TV) de Dachau29 para que sirvieran de destacamento de seguridad durante las obras de reforma. Una vez completada la transformación de la fortaleza, serían reemplazados por guardias permanentes.
La primera tarea de Petz y sus obreros esclavos era embalar el mobiliario de calidad y piezas de arte que todavía quedaban en el castillo de Itter, labor que fue llevaba a cabo bajo la vigilante mirada del propietario. No sabemos qué pensaba Grüner de la expropiación sin contemplaciones de su castillo y del cese de la lucrativa concesión de los tres años precedentes, pero sí sabemos que en el acto oficial de entrega a Petz del complejo, Grüner lucía en la solapa la insignia de miembro del Partido Nazi. Una vez embalados muebles y piezas artísticas, Petz ordenó a sus presos-trabajadores que desmantelaran el altar de la pequeña capilla del castillo, consagrada por el papa Pío VI. También mandó retirar el crucifijo gótico y otros símbolos cristianos; puede que fuera un exceso de celo nazi de su parte, o tal vez pretendía negar a los futuros internos del castillo toda oportunidad de socorro espiritual. Una vez desmontada la capilla, enfardaron todos los elementos sacros y, junto con los muebles y obras de arte, los cargaron en camiones con destino a un almacén de Salzburgo propiedad de Grüner.
Con las salas despejadas, Petz puso a trabajar a los prisioneros en la conversión del castillo. Al igual que en el sistema de campos de concentración, el mando de las SS no interactuaba de forma directa con los obreros. Este transmitía las órdenes por medio de un funcionario-prisionero denominado kapo, un título que significaba, en lo esencial, lo mismo que el término carcelario estadounidense trusty [«preso de confianza»]. Aunque los kapos también eran reclusos, solían recibir mejor trato que aquellos a quienes tenían que vigilar y muchos destacaban por su notoria brutalidad contra sus compañeros de cautiverio para así ser mejor tratados por sus amos de las SS. Por suerte para los prisioneros del destacamento de trabajo del castillo de Itter, su kapo, un preso político alemán llamado Franz Fiedler,30 era, según todos los testimonios, un hombre decente que hacía lo que podía por proteger a sus subordinados de las peores consecuencias de la frecuente ira de Petz.
Tales estallidos de rabia solían deberse a la intensa presión que Petz recibía de sus superiores de Dachau para terminar las obras del castillo de Itter con la mayor celeridad posible. El oficial de las SS sabía que todo retraso podía significar su inmediato traslado a algún otro lugar mucho más peligroso que el Tirol austriaco, por lo que es muy probable que estuviera muy nervioso ya desde el inicio. En consecuencia, puso a los prisioneros a trabajar sin descanso en la transformación de la fortaleza. Les ordenó comenzar por el nivel del sótano e ir progresando hacia las zonas superiores.
Las bodegas del castillo eran enormes y, como cabía esperar, frías y húmedas. Esto no tenía por qué ser una desventaja, porque no pensaban emplear ninguna de las cinco grandes salas de las bodegas como espacio habitable. Las dos más secas fueron transformadas en almacén de alimentos –una para la fruta, la otra para las patatas y otras verduras–, mientras que las tres restantes pasaron a ser, respectivamente, talleres de carpintería, fontanería y electricidad. Repararon y pusieron pasamanos en la escalera de piedra que conducía a la planta baja y reforzaron y dotaron de complejas cerraduras dobles a la puerta, ya de por sí resistente.
Las diez habitaciones reformadas de la planta baja sirvieron, en su mayor parte, de áreas de alojamiento o trabajo de los soldados de las SS-TV que formarían la guardia permanente del castillo. Con madera traída de los almacenes de suministros de las SS en Baviera, los artesanos-reclusos construyeron un dormitorio para alojar un máximo de 35 efectivos; una instalación provista de taquillas individuales para cada soldado, armero con una sólida puerta reforzada con múltiples cerrojos, letrinas con inodoros y duchas y una cocina con fregaderos, hornos y alacenas. La deliciosa sala de audiciones de Sophie Menter quedó dividida en dos; una mitad se convirtió en sala de día para la tropa y la otra en un cuarto de ordenanza que sería el aposento del suboficial de mayor rango del destacamento de guardia.
A continuación, los obreros-reclusos pasaron a transformar las nueve habitaciones de la primera planta.31 Dos de estas serían los despachos del futuro comandante del destacamento permanente de las SS-TV y de su primer oficial; una tercera serviría de pequeña sala privada para los dos mandos; la cuarta era una letrina; y las cinco restantes serían las primeras de las 19 futuras celdas que pronto recibirían a los presos vips recluidos en el castillo de Itter.
Debido a que los alojamientos de los prisioneros estaban pensados para albergar a personajes de gran valía para el Reich, eran, sin duda, mucho más confortables que las celdas que se veían obligados a habitar la mayoría de los cautivos nazis. Las celdas exclusivas del castillo –las celdas 1 a 5 en la primera planta, 6 a 9 en la segunda y 10 a 19 en el tercer piso– se basaban en las habitaciones de invitados que ya existían y cada una de ellas no albergaría a más de dos prisioneros. Colocaron barrotes exteriores en todas las habitaciones con ventanas y pusieron en la puerta de cada habitación dos sólidas cerraduras exteriores. En previsión de tener que aislar por completo a ciertos reclusos, alrededor de la mitad de las habitaciones-celdas disponía de rudimentarios lavaderos e inodoros.
Las condiciones eran mucho mejores en la suite de la cuarta planta que ocuparía el hombre elegido para mandar a los soldados SS destinados en el castillo. Este oficial –y su esposa, en caso de que lo acompañase– disfrutaría de un salón amueblado con exquisitez, cocina privada y comedor. Además de los equipamientos habituales, la suite del Kommandant disponía de un sistema telefónico que le permitía hablar de forma directa con las autoridades del mando regional de Dachau y, en caso de necesitar asistencia militar inmediata, con el jefe de la Academia de Suboficiales de Tropas de Montaña de la Wehrmacht, en la cercana Wörgl.32
Una vez concluida la conversión del edificio principal del castillo, los obreros-presos pasaron a la estructura conocida como el schlosshof, una segunda casa de guardia situada unos 8 metros por detrás de la primera, más pequeña y separada de esta por un patio triangular vallado que servía de aparcamiento. Construido con la misma piedra empleada en el castillo, el schlosshof tenía en el centro una entrada cubierta cuyos escalones conducían a una terraza con barandilla y al edificio principal. Además del pasadizo de entrada, el schlosshof albergaba garaje, establo y almacén para equipamiento y suministros de jardinería y arquitectura paisajística. Los obreros-esclavos –que dormían en la estrecha planta superior al final de la larga y dura jornada–, añadieron un pequeño dispensario médico, compuesto por sala de espera, sala de revisiones, despacho del sanitario y una rudimentaria consulta dental.
La tarea final que Petz asignó a sus obreros-presos fue instalar los sistemas que harían al castillo a prueba de fugas. Dado que el castillo de Itter tenía gruesos muros, vertiginosos barrancos al oeste, norte y este y un foso seco en el lado sur, solo fue necesario emplazar alambradas en puestos estratégicos y colocar en la puerta delantera una cerradura grande y compleja. Para desanimar aún más a cualquier recluso con ideas de libertad, Petz hizo que algunos de sus hombres de las SS-TV instalaran focos por el perímetro interno de la muralla principal. Las tropas, además, levantaron tres reducidas posiciones con paredes de madera para ametralladoras MG-42 que dominaban los patios frontal y trasero del castillo.
La conversión del castillo en cárcel de vips se completó en lo esencial el 25 de abril de 1943, si bien las modificaciones finales del sistema eléctrico de la fortaleza aún no habían terminado en la fecha en que Petz tenía orden de volver a Dachau con sus obreros-presos y sus guardias. Reacio a demorar la partida –y, cabe suponer, temeroso de desatar la ira de sus superiores–, Petz volvió a Dachau con sus obreros-presos y la mayoría de sus guardias, pero ordenó quedarse al recluso encargado de supervisar los trabajos de electricidad para completar la reforma, vigilado por dos hombres de las SS-TV.33
Aunque los nombres de los dos guardias se han perdido para la historia, sí que conocemos la identidad del electricista-preso, un hombre destinado a desempeñar un papel relevante en los futuros acontecimientos del castillo de Itter. Era Zvonimir «Zvonko» Čučković34 (pronunciado /chúchkovich/), un católico de 36 años natural de Sisak, Croacia, que antes de la invasión alemana de Yugoslavia, en abril de 1941, era un técnico electricista que residía en Belgrado con su esposa Ema y su hijo, también llamado Zvonimir.35 Tras la capitulación de su país, Čučković se alistó en la resistencia contra los alemanes, pero la Gestapo lo arrestó en diciembre de 1941. Tras pasar por prisiones de Belgrado, Graz, Viena y Salzburgo, lo trasladaron a Dachau el 26 de septiembre de 1942.
Aunque en un principio estaba destinado a ser eliminado, Čučković esquivó la muerte al insistir –en un alemán fluido, aunque con fuerte acento– en que su formación de técnico electricista podía ser útil para sus captores. Estos también lo vieron así, pues le asignaron al equipo de mantenimiento de Petz. Desde noviembre de 1942 a febrero de 1943, Čučković estuvo destinado en el destacamento de trabajo de Traunstein, un subcampo de Dachau situado a unos 80 kilómetros al sudeste de Múnich, aunque le devolvieron a Dachau para incorporarse a la expedición de Petz al castillo de Itter. Allí, Čučković, junto con un preso austriaco llamado Karl Horeis, se encargó de mejorar el sistema eléctrico del edificio, entre otras muchas labores. La decisión de Petz de permitir al croata quedarse mientras el resto de los obreros-esclavos volvía a Dachau evidencia la habilidad técnica de Čučković y, en última instancia, le salvó la vida.
Con el castillo de Itter preparado para recibir reclusos, ya solo faltaba que los administradores de Dachau asignaran personal a la nueva instalación. Formarían la guardia del castillo 14 miembros36 de la unidad SS-TV de ese campo, además de una auxiliar de la sección femenina37 (y 6 perros guardianes alsacianos). El contingente recibió el nombre oficial de Comando Especial-SS Itter.38 Los hombres, en su mayor parte, eran soldados añosos con escasa instrucción y sin experiencia en combate. La mayoría había servido en los campos más grandes y estaban satisfechos de que los destinaran al relativo confort del castillo. Podríamos incluso asumir que los guardianes con mayor visión de futuro –aquellos que habían empezado a comprender que la victoria aliada significaría, probablemente, la ejecución de todo aquel que estuviera implicado en el operativo de los campos de la muerte– recibieron con agrado la oportunidad de pasar lo que quedara de guerra vigilando prisioneros vips en un reducto alpino muy apartado de los horrores de la Solución Final.
Si los guardias creían que podrían pasar el resto de la contienda en un oasis de relativa calma estaban en un craso error, pues los dos mandos que iban a ser sus superiores estaban muy lejos de pertenecer a la escuela laissez-faire de mando castrense. El de menor graduación, destinado a ser el segundo al mando del Comando Especial-SS Itter, SS-Untersturmführer Stefan Otto, pertenecía a la Sicherheitsdienst (SD), la Sección de Inteligencia y Seguridad de las SS. Aunque su labor principal sería extraer información de utilidad de todo prisionero vip enviado a Itter, los miembros de la guardia del castillo sabían que los vigilaría de cerca en busca de cualquier signo de laxitud, ya fuera militar o ideológica. Todo soldado que tuviera la desgracia de padecer la ira de Otto podía acabar asignado en una unidad de combate de primera línea e incluso en un batallón de castigo.
Aún peor: por motivos que desconocemos, los planificadores SS de Dachau optaron por darle el mando del castillo de Itter –un complejo destinado a alojar a algunos de los prisioneros de mayor rango y valor potencial del Tercer Reich– a un oficial rudo, nada sofisticado y políticamente inepto conocido en las SS por mostrar hacia los soldados casi la misma crueldad con la que trataba a quien tuviera la desgracia de ser su prisionero.
PARA EXPRESARLO DE MANERA SENCILLA, ELSS-HAUPTSTURMFÜHRER SEBASTIAN «Wastl» Wimmer era un mal bicho. Oriundo de Baviera, nació en 1902 en Dingolfing, una pequeña localidad a unos 80 kilómetros al nordeste de Múnich. En 1923, Wimmer se incorporó al departamento de policía de esta ciudad y logró alcanzar el rango de sargento, a pesar, o puede que a causa, de su reputación de hacer confesar con rapidez a los sospechosos a base de dejarlos medio muertos de una paliza. Desaliñado, casi analfabeto y aficionado a las borracheras violentas, era el recluta ideal para las incipientes SS. Se incorporó a la organización en marzo de 1935,39 después de haber renunciado a su puesto en la policía muniquesa el mes anterior.
Desconocemos los motivos que llevaron a Wimmer a alistarse en las SS. Aunque podría haber sido la acción de un hombre comprometido políticamente en busca de glorias marciales en una organización de élite que defendía ideales idénticos a los suyos, es más probable que, por lo que sabemos de su personalidad, Wimmer viera en este organismo la vía de escape de un trabajo sin posibilidades de ascenso y obtener sanción oficial para seguir maltratando a todos aquellos que siempre le habían hecho sentir inferior: intelectuales, personas pudientes y, por supuesto, los judíos y todos aquellos a los que los nazis denominaban con desprecio «subhumanos».
Fueran cuales fuesen sus motivos, Wimmer no tardó en conocer, y en formar parte, del lado siniestro de la Nueva Alemania hitleriana. Tras recibir entrenamiento inicial en Dachau, el flamante oficial de las SS-TV40 fue asignado a la guarnición permanente del campo, con efectivos de tamaño batallón, denominada SS-Wachsturmbann Oberbayern.41 Pese a que en 1935 Dachau apenas tenía dos años de existencia y era relativamente pequeño –la ampliación y el añadido de hornos crematorios no se inició hasta 1937– ya albergaba varios centenares de reclusos, en su mayoría judíos y prisioneros políticos. Asimismo, si bien las ejecuciones sistemáticas de prisioneros todavía no habían comenzado, Wimmer y los demás guardias tenían libertad para humillar, maltratar y, si podían dar una justificación razonable, matar internos con impunidad.
Parecer ser que Wimmer era bueno en su trabajo, pues hacia septiembre de 1937 había ascendido al rango de SS-Obersturmführer. Ese mismo mes, el director del sistema de campos de concentración, SS-Gruppenführer Theodor Eicke, ordenó ampliar el SS-Wachsturmbann Oberbayern en una unidad a cinco batallones denominada SS-Totenkopf-Standarte 1 «Oberbayern». Al igual que las otras dos formaciones de tamaño regimiento42 que Eicke organizó en 1937 con guardianes de campos de concentración, se pretendía que la «Oberbayern» fuera, desde el principio, una organización militar. Sin embargo, no entabló combate directo con fuerzas armadas enemigas. Las tres SS-Totenkopf-Standarten servirían para ejecutar lo que Eicke denominó eufemísticamente «operaciones policiales y de seguridad» tras el frente de batalla. Dado que Eicke fue el creador de la doctrina de «dureza inflexible» aplicada a los presos de los campos de concentración, no es ninguna sorpresa que las misiones bélicas de las SS-Totenkopf-Standarten consistieran en el arresto, brutal interrogatorio y frecuente ejecución de enemigos políticos, mandos militares, judíos y otros «indeseables».
Tanto la SS-Totenkopf-Standarte 1 «Oberbayern» como el propio Wimmer empezaron a ejecutar sus nuevas misiones durante la anexión de los Sudetes, en 1938. Dos batallones de la unidad «Oberbayern» precedieron a la entrada de las unidades regulares de la Wehrmacht en la región en disputa –las zonas del norte y al oeste de la frontera checoslovaca, habitadas por una mayoría de etnia alemana– para identificar y arrestar a todo aquel que consideraran una amenaza para la anexión. Aunque muchos de esos infortunados fueron a parar a Dachau y a otros campos de concentración en Alemania, algunos no sobrevivieron a la detención a manos de Wimmer y sus camaradas.
En la invasión de Polonia de septiembre de 1939, Wimmer aplicó a fondo las despreciables capacidades que demostró en los Sudetes. Encargado de operar en la provincia de Kielce, en la Alta Silesia, tras las líneas del Décimo Ejército del Generalmajor Walter von Reichenau, Wimmer y el resto de efectivos de la SS-Totenkopf-Standarte 1 «Oberbayern»43 torturaron y mataron a un elevado número de judíos, clero católico antinazi, enfermos mentales, activistas nacionalistas y soldados polacos que intentaban escapar del cautiverio. En aldeas como Ciepielów, Nisko y Rawa Mazowiecka perpetraron asesinatos en masa;44 los soldados de las SS-Totenkopf-Standarten cometieron atrocidades tan horrendas con el pretexto de operaciones «policiales y de seguridad» que varios altos mandos de la Wehrmacht protestaron directamente a Himmler. Sin embargo, sus demandas fueron ignoradas y Wimmer y sus cómplices continuaron su matanza desenfrenada hasta finales de 1939, cuando las tres SS-Totenkopf-Standarten originales fueron retiradas de Polonia.45 La retirada de estas unidades, por descontado, no supuso el fin de las atrocidades germanas en Polonia. Llegaron nuevas SS-Totenkopf-Standarten para proseguir su horrenda obra, en cooperación con los nuevos Einsatzgruppen (grupos de operaciones especiales) de las SS, unidades especializadas en ejecuciones sistemáticas de masas en periodos muy breves de tiempo.46
Una vez retiradas de Polonia, las tres SS-Totenkopf-Standarten originales sirvieron de base para la SS Totenkopfdivision, comandada por Theodor Eicke. Equipada sobre todo con armamento checo capturado, la división participó en las invasiones de Francia y los Países Bajos; parece ser que Wimmer sirvió en uno de los regimientos Panzergrenadier (infantería motorizada) de la formación. No es ninguna sorpresa, dado el origen y fanatismo de la unidad, que la SS Totenkopfdivision cometiera varios crímenes de guerra, entre ellos el asesinato en mayo de 1940 de 97 prisioneros británicos del 2.º Batallón del Regimiento Royal Norfolk en la aldea francesa de Le Paradis.
La propensión de la SS Totenkopfdivision a perpetrar crímenes de guerra no disminuyó después de su traslado en abril de 1941, cuando entró en acción en el avance sobre Leningrado del Heeresgruppe Nord (Grupo de Ejércitos Norte). Para la división, la Unión Soviética fue mucho más dura que Francia; a pesar de sus primeros éxitos tácticos en el verano de 1941, llegado el invierno, Eicke y sus soldados habían encajado un duro castigo infligido por el Ejército Rojo. Hacia la primavera de 1942, la SS Totenkopfdivision estaba cercada por fuerzas soviéticas superiores en número cerca de la localidad de Demiansk, al sur de Leningrado, y había perdido casi el 80 por ciento de sus efectivos de combate.
Wimmer, sin embargo, no figuraba entre las bajas. En enero de 1942 lo destinaron a la SS Division «Das Reich», encuadrada en el Heeresgruppe Mitte (Grupo de Ejércitos Centro) del Generalfeldmarschall Fedor von Bock; la unidad estaba empeñada en feroces combates con el Ejército Rojo. El motivo del traslado no está claro, como tampoco lo está la naturaleza exacta de las misiones de Wimmer, aunque parece probable que volvió a retomar las funciones «policiales y de seguridad» que había ejecutado en Polonia. Esta suposición la refuerza el hecho de que, en septiembre de 1942, fue transferido de nuevo, esta vez fuera de la zona de combate, a la relativa seguridad de un campo de concentración poco conocido a las afueras de la ciudad de Lublin, en el este de Polonia. Aunque el término oficial era «campamento de prisioneros de guerra de las Waffen-SS en Lublin» [Kriegsgefangenenlager der Waffen-SS Lublin], se hizo tristemente célebre con el sencillo nombre de Majdanek.