La última guarida de Hitler - Julio B. Mutti - E-Book

La última guarida de Hitler E-Book

Julio B. Mutti

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En 1945, Hitler supo que había perdido la guerra y se recluyó en un búnker en Berlín. Pero, al poco tiempo de que se anunciara su muerte, empezó a circular la teoría de que seguía vivo y estaba en la Argentina. ¿Había podido escapar de Alemania? ¿Cuál fue su última guarida? ¿Podemos descubrir la verdad ochenta años después?.   Julio B. Mutti reconstruye hora por hora los últimos días de Hitler en el búnker de la Cancillería de Berlín, presentando a sus acompañantes, su vida bajo tierra, su estado de salud, matrimonio, testamento y muerte. Además, analiza el origen del mito de su escape a Argentina y lo refuta con evidencia documentada, incluyendo un anexo con imágenes de un informe secreto de la SMERSH (departamento de contraespionaje de la antigua Unión Soviética) sobre su fallecimiento en 1945.

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Seitenzahl: 467

Veröffentlichungsjahr: 2025

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@editorialelateneo

Al hombre alado que extraña la tierra.

“El conocimiento es mejor que la ignorancia; la historia es mejor que el mito”.

Ian Kershaw

ÍNDICE

Tapa

INTRODUCCIÓN

El ocaso de los dioses

Fragmentos de un pasado ajeno al tiempo

El propósito de este libro

Bibliografía

CAPÍTULO I. UN VUELO ÉPICO SOBRE BERLÍN EN LLAMAS

Bibliografía

CAPÍTULO II. LA CORTE DE HITLER

Hermann Göring

Martin Bormann

Heinrich Himmler

Joseph Goebbels

Albert Speer: el mito del buen nazi

De genios a “traidores”

La tropa personal de Hitler

Bibliografía

CAPÍTULO III. OBJETIVO BERLÍN

Situación del frente

Bibliografía

CAPÍTULO IV. LA OPERACIÓN SUNRISE Y LA TECNOLOGÍA ALEMANA

La avanzada tecnología alemana

Bibliografía

CAPÍTULO V. EN LAS PROFUNDIDADES DEL ABISMO…

El Führerbunker

La vida bajo tierra

Eva Braun, la inocente muchacha de Múnich

Bibliografía

CAPÍTULO VI. MITO Y REALIDAD SOBRE LA SALUD DE HITLER

Karl Brandt, el cirujano de Hitler

El doctor Morell

La batalla de los médicos

Un supuesto doble para la huida

Bibliografía

CAPÍTULO VII. EL CERCO DE BERLÍN Y EL ATAQUE FINAL

Bibliografía

CAPÍTULO VIII. LA MUERTE DE ROOSEVELT

Bibliografía

CAPÍTULO IX. EL ÚLTIMO CUMPLEAÑOS DE HITLER Y LA CUMBRE FINAL

Bibliografía

CAPÍTULO X. OSCURAS NEGOCIACIONES EN UN SÓTANO

Bibliografía

CAPÍTULO XI. ACCESOS DE IRA Y UNA CONFERENCIA HISTÓRICA

Bibliografía

CAPÍTULO XII. ¿LA CONFESIÓN?

Bibliografía

CAPÍTULO XIII. EL TELEGRAMA DE GÖRING

Bibliografía

CAPÍTULO XIV. UN TÚNEL SECRETO Y UN PILOTO PERTURBADO

Bibliografía

CAPÍTULO XV. EL CASO FEGELEIN Y LA GRAN TRAICIÓN

Bibliografía

CAPÍTULO XVI. EL MATRIMONIO Y LOS TESTAMENTOS

Finalmente, Eva Hitler

Legados político y privado

Bibliografía

CAPÍTULO XVII. LA MUERTE DE ADOLF HITLER

Bibliografía

CAPÍTULO XVIII. LA MUERTE DE LOS GOEBBELS Y EL ESCAPE DEL BÚNKER

El último intento de capitulación condicional

Los Goebbels: el acto final

La huida

El origen del mito

Bibliografía

EPÍLOGO Y CONCLUSIONES

ANEXO. LA CARPETA DEL SMERSH

AGRADECIMIENTOS

MARCAS MENCIONADAS

SOBRE EL AUTOR

INTRODUCCIÓN

El ocaso de los dioses

Luego de dominar enormes extensiones de Europa, en 1943 comenzó la retirada de Alemania hacia sus fronteras. A principios de ese año, sufrió la tremenda derrota frente a Stalingrado, en el frente del este. Más tarde, cayó África y los occidentales desembarcaron en Italia. En junio de 1944, se produjo el desembarco de Normandía y, para agosto, París fue liberada. En diciembre de 1944, la última ofensiva alemana en las Ardenas entró en un punto muerto y el final se hizo evidente.

El 12 de enero de 1945, el 1.° Frente Ucraniano del mariscal Iván Kónev comenzó la ofensiva del Vístula. Nuevamente, el Reich se veía seriamente amenazado por dos frentes que se cernían sin piedad sobre territorio alemán.

A mediados de la tarde del lunes 15 de enero de 1945, y como consecuencia del gran avance enemigo, Hitler abandonó, para siempre, su cuartel de Adlerhorst. Regresó así a Berlín en su tren privado, señal de que sus esperanzas de revertir los acontecimientos en las Ardenas estaban perdidas. Lo que él llamó la “batalla decisiva de la guerra” estaba terminada, y la Wehrmacht (Fuerzas Armadas alemanas), derrotada. Antes de partir, le confesó al coronel Nicolaus von Below, su edecán de la Luftwaffe (Fuerza Aérea alemana): “Sé que la guerra está perdida… La superioridad del enemigo es demasiado grande. (…) Jamás nos rendiremos, podemos caer, pero con nosotros caerá todo un mundo”.

Al día siguiente, Hitler y su séquito de colaboradores, enlaces, ayudantes y sirvientes se instalaron en la dañada pero aún imponente Cancillería del Reich. Ya nunca la abandonarían…

Fragmentos de un pasado ajeno al tiempo

La madrugada del martes 10 de julio de 1945, una llovizna persistente caía sobre la desolada avenida de Mayo. Era una noche típica de invierno en Buenos Aires: frío desapacible y humedad. Las nubes negras y bajas anunciaban oscuridad. El día anterior había sido feriado y la ciudad no quería despertar.

Pasadas las 6:00, Ladislao Szabó salió del subterráneo y caminó por las veredas vacías hasta el imponente edificio del diario Crítica. Cuando el periodista húngaro, radicado desde hacía varios años en la Argentina, entró en la redacción, el mundo sombrío de la calle cambió por completo. Una neblina blanca flotaba en el aire sobre una multitud de cabezas que iban y venían, salían de las oficinas y llevaban papeles de un lado para otro. Era el humo de cientos de cigarrillos que nublaba la vista. Los teléfonos repiqueteaban unos sobre otros y su sonido se mezclaba con el de las teclas de las máquinas de escribir a todo vapor.

Szabó atravesó el enorme mar de escritorios; el suyo estaba justo en el extremo opuesto al ascensor. Colgó el sobretodo y el sombrero de ala ancha, y dejó el maletín junto a la silla. Casi como un movimiento mecánico sacó una hoja en blanco de un cajón y la cargó en la máquina Remington, giró el rodillo y se dispuso a escribir. Pero pasaban los minutos y la página seguía en blanco. La guerra había terminado y, ahora, sus artículos se habían vuelto vacíos y forzados. Su imaginación estaba oscura como esa mañana de invierno, todavía en penumbra a pesar de que el reloj marcaba las 7:00.

De repente, el teléfono de baquelita negro sonó. Era el jefe de redacción.

—¡Oiga, Szabó! Es la United Press: informa que, en este momento, un submarino alemán intenta rendirse en Mar del Plata.

El húngaro permaneció callado. En realidad, no alcanzaba a procesar lo que acababan de decirle. ¿Un submarino nazi en Mar del Plata?

—¿¡Szabó, me escucha!?… —gritó el jefe, impaciente—. ¡Tome el automóvil y salga ahora mismo para allá!

Cinco minutos más tarde, Szabó bajaba por el ascensor.

El mismo editor había telefoneado a un corresponsal de medio tiempo que el diario de Natalio Botana tenía en Mar del Plata. Le ordenó que se colocara sobre la loma del campo de golf, desde la cual se dominaba toda la base naval. El hombre, provisto de un par de binoculares, pudo presenciar cómo, media hora más tarde, el submarino U-530, comandado por el teniente Wermuth, era interceptado por dos lanchas de la Armada argentina. Para ese momento, el casco oxidado del sumergible era claramente visible entre la bruma de una mañana que había empezado a clarear. Un rato más tarde, la nave entró lentamente en la rada y la tripulación comenzó a aparecer sobre la cubierta. El corresponsal tuvo la impresión de que algunos estaban enfermos o heridos, pues debían ser ayudados por sus compañeros a salir del interior y aun a pasar a las lanchas. Observando más detenidamente, pudo comprobar que, en realidad, lo que ocurría era que estaban extenuados… Huellas de largas privaciones, posiblemente falta de alimentación, se veían impresas en sus rostros.

Szabó recorrió los 400 kilómetros hasta Mar del Plata como un rayo. Por la tarde estaba frente a la base, en la misma loma del campo de golf, observando con sus propios ojos el U-530. Una multitud de curiosos se agolpaba frente a la entrada de la base. Cuando el periodista húngaro intentó ingresar para hacer preguntas, un suboficial malhumorado lo despidió de inmediato. Así que apenas debió contentarse con los rumores que hablaban de desembarcos al amparo de la noche y de otros submarinos ocultos bajo el agua no muy lejos de allí.

Pero Szabó no era de los que se daban fácilmente por vencidos. Un par de días más tarde, logró que el jefe de la base le permitiera ver y fotografiar el U-530 desde escasos metros. Las imágenes y las crónicas fantásticas que Szabó enviaba a Buenos Aires comenzaron a despertar gran interés entre los lectores de Crítica: submarinos fantasma, jerarcas desembarcados por las noches, oro nazi y otras historias.

Una tarde, cuando la vigilancia de los marinos argentinos empezó a relajarse, Szabó se coló entre los alambrados y logró hablar en su español enrevesado con uno de los tripulantes, que solo dominaba el alemán. Ese pequeño intercambio y el éxito de sus notas dispararon su imaginación como un cohete hacia la estratósfera.

El 16 de julio, seis días después de la llegada del submarino, Szabó publicó un larguísimo artículo: “Pueden haber construido los nazis un nuevo Berchtesgaden en la región polar antártica”. Iba acompañado de un mapa que mostraba Sudamérica y una ruta marítima hacia el continente blanco.

Dos años más tarde, ese artículo se convirtió en la base de un libro que se llamó Hitler está vivo, en el que Szabó intentaba poner un marco teórico y un poco de orden a sus teorías extravagantes. La prensa amarillista internacional se hizo eco de la noticia. Heinz Schäffer, comandante del U-977, el segundo submarino alemán rendido en Mar del Plata el 17 de agosto de 1945, mientras caminaba por las calles de Düsseldorf, ya en libertad, quedó estupefacto al ver un periódico que decía: “¡Hitler vive! Se fugó a la Argentina”. Debió sentarse en un bar a leer las noticias del libro de Szabó. Esa tarde, decidió escribir sus memorias.

Szabó fue un pionero y un visionario. Jamás imaginó que sería el fundador de una saga interminable de libros y autores que ochenta años después sigue rindiendo culto a su obra, una confusa combinación entre ficción y datos objetivos que trascendió las fronteras del país y echó raíces en todo el mundo. Las diferencias que puede haber entre el pionero y sus seguidores son apenas de forma.

El propósito de este libro

A principios de los años noventa, cuando conocí por primera vez el trabajo de Szabó y de otros autores que vinieron después, quedé atrapado de inmediato. Pasé días enteros imaginando al tirano más importante de la historia viviendo en el sur de mi país, luego de haber burlado al mundo entero y cruzado el océano en una aventura de proporciones épicas. Tomé mi mochila y me fui al sur a recorrer todos esos lugares envueltos en la bruma del enigma y los entresijos de la incógnita. No podía ser de otra manera, porque no existe nada más emocionante y estremecedor que los misterios y las leyendas.

Todavía me capturan. Sin embargo, ¿hay misterio en lo que no es cierto? No, no lo creo. Pero ¿qué es cierto y qué no en torno a la muerte de Hitler? ¿Qué es mito y qué es verdad?

Hace ochenta años, durante los confusos días finales de la Segunda Guerra Mundial, el mundo entero contuvo la respiración y el tiempo pareció detenerse. Con Berlín rodeada y todo estallando por los aires, ¿dónde estaba Hitler? ¿Se encontraba en la capital o en su reducto alpino? ¿Había podido salir en el último momento?

El propósito de este trabajo es reconstruir los hechos acontecidos en el búnker de la Cancillería de Berlín hora por hora, traer a la superficie a cada personaje allí presente y establecer una línea bien clara entre la leyenda y la historia. Porque el conocimiento es mejor que la ignorancia y la historia siempre es mejor que el mito.

Julio B. Mutti,

agosto de 2024

Bibliografía

BELOW, Nicolaus von. (1980). Als Hitlers Adjutant 1937-1945. Mainz: Verlag Hase & Köhler, p. 398.

DIARIO CRÍTICA. Ediciones del 10 de julio al 21 de agosto de 1945.

SZABÓ, Ladislao. (1947). Hitler está vivo. El nuevo Berchtesgaden en el Antártico. Buenos Aires: El Tábano.

CAPÍTULO IUN VUELO ÉPICO SOBRE BERLÍN EN LLAMAS

Abril de 1945

Un hombre de mediana estatura y constitución física frágil, con cara asombrosamente angulosa, y una mujer pequeña, de rasgos finos, aguardaban parados, junto a la enorme puerta del castillo Leopoldskron, en Salzburgo, donde había sido evacuada su familia. Miraban perdidamente hacia el lago, sobre el que flotaba la niebla iluminada por la luz de la luna de la medianoche, que le daba un aspecto plateado.

Hanna Reitsch salió del castillo con los ojos húmedos. Acababa de despedirse de su hermana y sus sobrinos. Sin decir una sola palabra, sus padres la abrazaron por un largo rato. Estaban convencidos de que ya no volverían a verla. El teniente general von Greim había hablado con ellos y les había advertido de los peligros que estaba a punto de enfrentar su hija. De todas formas, no dudaron en dar su aprobación.

La aviadora subió al automóvil que la aguardaba y miró por última vez hacia atrás. Los padres seguían allí de pie, mudos, inmóviles.

El coche se dirigió por caminos oscuros y desiertos al aeródromo de Neubiberg, muy cerca de Múnich. Le tomó alrededor de dos horas cubrir los 130 kilómetros. El general von Greim aguardaba de pie, fumando, junto a un bimotor Junkers Ju-88 que se preparaba para despegar.

El oficial saludó con una sonrisa cariñosa a Hanna y le dijo con voz grave:

El Führer me ha convocado a la Cancillería de manera urgente. Solo usted conoce bien la capital desde el aire como para orientarse entre la oscuridad y el humo. Podemos hacer el trayecto final hasta el centro de Berlín en el prototipo de helicóptero que se encuentra en Rechlin.

A las 2:30 de la madrugada del 26 de abril de 1945, solo seis días antes de la rendición de la capital alemana ante los soviéticos, el Ju-88 despegó hacia Berlín. Tenía piloto propio. Hanna se quedó parada en su angosto fuselaje, observando el cielo lleno de estrellas, extrañamente calmo, sin aviones enemigos que dominaran el espacio aéreo alemán. Alrededor de las 4:00 llegaron al gran aeródromo de Rechlin, donde se hallaba la sede de la Jefatura Norte de la Luftwaffe, casi 100 kilómetros al norte de la capital. El humo y el olor a combustible quemado flotaban en el ambiente. El prototipo de helicóptero ardía en uno de los galpones. De los aeródromos berlineses, solamente el de Gatow se encontraba todavía en poder alemán, pero cercado por los rusos y bajo su permanente ataque. Nadie sabía si aún sería posible aterrizar allí por los innumerables pozos que debían de haber ocasionado los bombardeos.

Alguien sugirió utilizar un Fw 190, un avión de caza de una plaza, cuya baulera fue transformada rápidamente en un segundo asiento. Era la máquina más veloz disponible, con la que Albert Speer, el ministro de Armamento y Producción del Tercer Reich, había volado a Berlín dos días antes. El piloto Bosser, primer sargento, que había hecho ese trayecto innumerables veces, poseía excelentes conocimientos y mucha experiencia respecto de las tácticas rusas y estaba al tanto de los puestos de artillería antiaérea. Lo más prudente era que él piloteara la máquina hasta Gatow, por lo que Greim ordenó a Reitsch que se quedara en Rechlin; él se las arreglaría para hacer el último trayecto de 18 kilómetros entre Gatow y la Cancillería, el más peligroso.

Pero Hanna no iba a darse por vencida tan fácilmente. Aprovechó un descuido del general e hizo que el piloto literalmente la enhebrara en el fuselaje del caza, donde quedó completamente a oscuras y apenas pudiendo moverse entre los travesaños de hierro que formaban el esqueleto del aparato. Pensamientos y fantasías recorrieron su mente como en un caleidoscopio. Un pavoroso miedo la invadió de repente, pero decidió no rendirse. Poco después llegó von Greim y subió a la máquina. Recién cuando estuvieron listos para despegar, Hanna lo llamó desde su escondite. Por un momento, todo permaneció en silencio. Después, el oficial preguntó, perplejo: “Capitana, ¿dónde diablos está usted?”.

Si todo iba bien, en más o menos treinta minutos debían llegar a Gatow. Pero los cazas rusos controlaban los cielos. Despegaron con una escolta alrededor de treinta aviones, algo increíble para un momento de tanta debilidad de la Luftwaffe, aunque poco podían hacer contra cientos de cazas aliados. Hanna miraba ansiosa el segundero de su reloj, que brillaba en la oscuridad; parecía detenido. Para su sorpresa, hasta poco antes de llegar a Berlín todo estuvo tranquilo. Sin embargo, de repente, el piloto puso la máquina boca abajo de manera casi perpendicular al suelo y se lanzó con un terrible rugido hacia este. En ese instante, la excitación y el terror de la aviadora fueron más grandes que los dolores físicos que le provocaba caer con la cabeza hacia abajo. Supuso que la máquina había sido alcanzada por el fuego antiaéreo y esperó que se estrellara. Pero la abrupta maniobra le permitió al piloto escapar de los cazas soviéticos. Al bajar hasta estar a pocos metros del piso, enderezó el avión antes de estrellarse. Poco después, aterrizaron en Gatow.

En el pequeño aeródromo reinaba la confusión. De inmediato, se dirigieron al refugio a prueba de bombas. Von Greim tomó contacto telefónico con la Cancillería y, con repetidas interrupciones, el coronel von Below, edecán de Adolf Hitler, le dijo que el Führer quería hablar urgentemente con él, sin darle motivos ni detalles. Además, agregó que todas las entradas a la ciudad se encontraban en manos soviéticas, al igual que, dentro de la ciudad, la Anhalter Bahnhof (estación ferroviaria de Anhalt) y las avenidas Bülow y Potsdamer Strasse.

Llegar a la Cancillería en estas circunstancias parecía un acto suicida. Sin embargo, el oficial se sentía obligado a cumplir la orden del Führer. La única opción era arriesgarse a utilizar una avioneta Fieseler Storch y aterrizar frente a la Puerta de Brandeburgo. Alistaron uno de esos aparatos sobre la pista y casi de inmediato la artillería rusa comenzó a disparar. Todos se lanzaron al suelo. Cuando Hanna dio media vuelta, vio que la pequeña avioneta estaba en llamas. Recién a las 6 de la tarde, una segunda Storch, la única restante, fue puesta en condiciones de volar.

Von Greim tomó los controles y Reitsch se acomodó como pudo detrás del asiento del piloto. Despegaron en dirección este y volaron lo más bajo posible; rozaron las copas de algunos árboles y pronto estuvieron sobre las brillantes aguas del río Havel, al que los últimos destellos del sol poniente hacían parecer un espejo dorado. Poco después, llegaron al Grunewald y volvieron a zumbar sobre los árboles más altos. La tensión y el miedo en la cabina eran tales que apenas cruzaban palabra. Arriba de ellos, varios cazas rusos pasaban rugiendo sin prestar atención a la pequeña avioneta que intentaba confundirse con el paisaje. Pero pronto estalló la tormenta: infernales detonaciones de granadas antiaéreas y fusiles, desde abajo, desde los árboles, desde las sombras, comenzaron a iluminarlo todo. Soldados y vehículos blindados aparecieron por todos lados.

Hanna miró aterrorizada hacia abajo y vio con claridad las caras de los soldados rusos y cómo apuntaban los fusiles, las ametralladoras y los cañones de sus tanques. Tiraban con todo lo que tenían a mano.

Las explosiones de las granadas antiaéreas envolvieron al aparato en una bruma oscura y llenaron la cabina de olor a pólvora y azufre.

De repente, un estallido ensordecedor los dejó aturdidos. Una llamarada blancoamarillenta iluminó la cabina y al mismo tiempo von Greim gritó a viva voz: “¡Estoy herido!”. Una granada le había destrozado el pie derecho. Al ver que el piloto se desvanecía, la aviadora pasó sus brazos por encima de su hombro izquierdo para tomar el bastón de mando y el acelerador; con rápidos movimientos trató de esquivar el fuego enemigo, llevando la máquina de un lado al otro. Afuera, seguían explotando las granadas y las balas, a veces tan cerca y fuerte que apenas se podía escuchar el ruido del propio motor. Los proyectiles de fusil atravesaban las alas y, cada tanto, alguno pasaba silbando por la cabina, haciendo estallar los cristales. Mientras intentaba controlar el aparato, Hanna advirtió con horror que fluía gasolina de ambos tanques. En cualquier momento iba a producirse una explosión.

Pero la Storch era un hueso duro de roer. Seguía respondiendo a los controles. Por momentos, Greim volvía en sí, pero enseguida se desmayaba nuevamente. Parecía hallarse en grave estado.

Entre el humo y las detonaciones, Hanna recordó sus vuelos de entrenamiento. Con dificultad, divisó la gran torre de radio Funkturm. El polvo y el olor a humo aumentaban, pero los disparos enemigos disminuían. Evidentemente, habían llegado a la zona todavía ocupada por tropas alemanas. Bastaba con mantener la brújula en dirección a la torre que conocía de memoria, con la avenida Ost-West-Achse a la izquierda. La visibilidad era cada vez más escasa. Cualquier otro piloto sin experiencia podría haberse extraviado durante este último trayecto.

Cuando divisó la torre del búnker del Zoo y la Columna de la Victoria, supo que estaba sobre el Eje Este-Oeste; si hubiera tenido que buscarlo, habría estado en problemas. Bajó el comando, cortó los gases y la noble Storch se posó a metros de la Puerta de Brandeburgo levantando una gran polvareda. No tenía una gota de combustible en sus tanques agujereados.

Pero el horror de la joven aviadora no desapareció. La visión de una ciudad muerta la estremeció hasta los huesos. Árboles arrancados, ramas y restos se confundían en grandes montones y transmitían un espantoso pavor. Toda la vida estaba enterrada bajo escombros humeantes.

Greim recobró el conocimiento y, con gran esfuerzo, ambos lograron bajar del aparato. El tiempo parecía no avanzar y comenzaron a sentir temor de caer en manos rusas. Estruendos ocasionales aquí o allá daban certeza de que el mundo todavía existía. Finalmente, mientras esperaban sentados en los escombros, sucios y manchados de sangre, por casualidad, apareció un camión alemán al que se subieron. Pasaron por la Puerta de Brandeburgo, tomaron la avenida Unter den Linden, luego la calle Wilhelmstrasse y giraron finalmente en la Vossstrasse. Lo que vieron en el trayecto fue aún peor, y Hanna no podía dejar de pensar en el increíble contraste respecto de las épocas pasadas; nada había quedado en pie, solo cenizas, escombros y cuerpos putrefactos.

Bibliografía

REITSCH, Hanna. (2008). Volar fue mi vida, Buenos Aires: Ediciones Niseos, pp. 233-238.

CAPÍTULO IILA CORTE DE HITLER

Para poder comprender los hechos históricos que acontecieron en el búnker de la Cancillería del Reich, desde el 16 de enero al 8 de mayo de 1945, es necesario conocer, interpretar y familiarizarse con los perfiles, el accionar y las historias de quienes rodeaban a Hitler, su entourage.

La forma en que se comportaban los miembros del círculo íntimo de Hitler poco tenía que ver con la manera de conducirse, a lo largo de la historia del siglo XX, de cualquier otro gabinete de colaboradores de un jefe de Estado, fuera de un gobierno legítimo o de facto. La estructura estaba planificada de forma centralizada; toda decisión o acción relevante, fundamentalmente de tipo político y/o militar, debía contar con la aprobación expresa del máximo líder. Asimismo, cuestiones que, sin dudas, pueden parecer superfluas para cualquier gobernante eran seguidas con atención por Hitler. Por ejemplo, el tratamiento de obras de arte, museos y temas relacionados con la arquitectura de algunos edificios gubernamentales.

Tal vez con la excepción de Albert Speer, los colaboradores del círculo íntimo del Führer no actuaban, en general, como un grupo de funcionarios en busca de la eficiencia profesional, sino que se comportaban casi como satélites en torno a su jefe político, buscando complacerlo constantemente.

Mantener el favor de Hitler era la única manera de conservar el poder y obtener beneficios dentro del entourage. De nada servía ser eficiente o agradar al pueblo sin el favor del Führer. Obrar en contra de los intereses nacionales o del sentido común tenía una prioridad menor. Aun así, algunos colaboradores fueron funcionarios capaces y eficientes, independientemente de su relación con los crímenes nazis. Entre ellos, podemos citar a Speer, que, luego de desempeñarse como el arquitecto personal del Führer, fue creciendo en consideración hasta convertirse tal vez en uno de sus únicos “pseudoamigos”. Speer asumió, ya con la guerra muy avanzada, el cargo de ministro de Armamento y Producción de Guerra, rol en el cual desarrolló una tarea tan descomunal como eficiente. Logró incrementar la producción de equipos y municiones hasta niveles impensados, aun cuando los bombardeos aéreos eran devastadores. Otro caso de aguda inteligencia, aunque macabra y al servicio del mal, fue el del ministro de Propaganda Joseph Goebbels.

Los integrantes del gobierno nazi se convirtieron en una “corte” más que en un gabinete, sobre todo luego de los grandes triunfos logrados en los primeros años de guerra, atribuidos al genio político y estratégico del gran líder. Esta transformación de un gobierno en una “corte” de unos pocos que concentraban todo el poder y que, a su vez, dependían de una sola persona trajo aparejado, inevitablemente, un nivel de corrupción a veces escandaloso. Tal fue el caso del mariscal del Reich Hermann Göring, con su majestuosa residencia de campo, Carinhall, como estandarte de opulencia y ostentación.

El predominio total de Hitler como dictador continuó incluso hasta abril de 1945 sin experimentar disminución alguna. En los últimos días, cuando ya la maquinaria coercitiva del gobierno casi había desaparecido, aquel carácter demoníaco, por su propia personalidad, y acaso también por costumbre, aún reinaba sin discusión sobre su círculo íntimo. Este hecho, comprobado por testimonios de toda índole, da por tierra con versiones infundadas que describen a un Führer acabado desde el punto de vista de la voluntad, la influencia y la autoridad, o a un Hitler manipulado por algunos de sus secuaces a través de drogas o artimañas. Podemos citar cientos de ejemplos de la autoridad y la devoción inquebrantables que solo el Führer podía infundir en sus seguidores. Un paradigma de esto fue el vuelo hacia Berlín del general de la Luftwaffe Ritter von Greim y la capitana del aire Hanna Reitsch, cuando pilotos de aviones todavía eran lo que sobraba en el búnker en abril de 1945.

Centrémonos, ahora, en los días finales de la guerra. ¿Quiénes estaban con Hitler en el búnker en abril de 1945? Es posible dividir a estas personas en tres grupos: dirigentes nazis, militares que lo asistían en la conducción de la guerra y ayudantes.

En el primer grupo encontramos al círculo de nazis acólitos: funcionarios de Estado, algunos de los cuales eran criminales de guerra, culpables de atrocidades. Estos políticos, leales y fieles a su amo absoluto, estaban totalmente dedicados a dos tareas fundamentales: en primer lugar, mantener el favor de su líder. Sin él, era imposible, en algunos casos, hasta conservar la vida. En segundo lugar, los más encumbrados dentro de esa escala de jerarquía se hallaban empeñados en ubicarse lo más alto posible en la lista de candidatos a la llamada “sucesión”. Al ser evidente la derrota, los ministros más importantes se dedicaban a repartirse los restos de poder que, ellos creían, dejaría vacante el dictador saliente. Esta última situación demuestra hasta qué punto algunos nazis prominentes vivían desconectados de la realidad que acontecía fuera de Alemania. Ninguna de las potencias aliadas se encontraba mínimamente dispuesta a mantener a un dirigente nazi en un gobierno de posguerra. Y no solo se empeñaban aún en ganar posiciones para la sucesión, sino que también llevaban años intrigando entre ellos.

El único nazi de la corte que no estaba interesado en ocupar ese lugar era Albert Speer, aunque intrigó con todas sus fuerzas para mantener y aumentar su poder e influencia sobre el dictador. En sus Memorias, Speer fue quien definió con mayor acierto cómo transcurrían las intrigas por la sucesión de Hitler: “Las relaciones entre los jefes supremos del nazismo pueden ser comprendidas tan solo si interpretamos sus aspiraciones como una lucha por la sucesión de Adolf Hitler”. Sin duda, y como el arquitecto señaló, “la guerra de los Diáconos se preparaba activamente entre bastidores”, incluso y sobre todo en aquellos últimos días de la guerra.

Hermann Göring

La sucesión en una organización autoritaria es un asunto de suma complejidad. Incluso le preocupaba a Hitler antes de la contienda. En septiembre de 1939, el Führer hizo público un decreto secreto. En caso de que le ocurriera algo o quedara incapacitado, la línea sucesoria quedaría liderada por Hermann Göring. El segundo lugar lo ocuparía su también camarada de la primera hora Rudolf Hess, en ese momento canciller del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP, por sus siglas en alemán). Así permaneció la lista hasta el inesperado vuelo de Hess a Escocia en 1941. Luego de ello, el Führer emitió un nuevo decreto. Reafirmó la línea sucesoria en Göring y lo nombró Reichsmarschall (mariscal del Reich), dejando vacante el segundo lugar.

Al igual que Stalin, Hitler generaba competencia y enfrentamientos entre sus más cercanos colaboradores. Tal vez por esta razón dejó libre el segundo lugar, asunto que fue tomando cada vez más relevancia a medida que la influencia de Göring decaía a pasos agigantados.

En 1941, Göring aún era respetado; mantenía su dominio sobre muchos aspectos de la política, la economía y la guerra. Si bien su ostentación y su excentricidad exacerbaban a muchos y, en ocasiones, desagradaban al mismo Führer, seguía siendo el héroe aviador de la Primera Guerra Mundial, su leal camarada, quien lo había acompañado en las primeras luchas políticas. En varias oportunidades, Hitler mencionó que una conversación con Göring, quien era un hombre decidido y rápido para las cuestiones más complejas, le era de gran ayuda cuando debía tomar alguna decisión difícil.

Göring era considerado un político hábil. Había conspirado y logrado imponerse en la sangrienta “noche de los cuchillos largos”, además de haber participado en la organización policial del Estado, creando la Gestapo. Asimismo, una de sus principales actividades en el gobierno, a través de la cual acumuló poder y riqueza, se relacionaba con la economía. Estuvo a cargo del Plan Cuatrienal, puesto en marcha en 1936. Como ministro del Aire, en los comienzos del gobierno nazi, fue el padre de la Luftwaffe, que en apenas cuatro o cinco años pasó de la inexistencia a convertirse en la fuerza aérea más poderosa de Europa. En 1941, al momento de ser nombrado único sucesor, la Luftwaffe aún mantenía a raya al enemigo.

En cuanto a la política de exterminio de judíos, este personaje también ocupó un lugar tristemente destacado. El comienzo mismo de la denominada “solución final”, organizada por Reinhard Heydrich, procedió de una orden del mariscal de 1941, durante la famosa conferencia de Wannsee.

Debido a todos estos “méritos”, en 1939, y luego en 1941, Göring reunía, para Hitler, las condiciones de un sucesor. Se dice, incluso, que el dictador tenía cierto temor a las ambiciones de Göring, lo que lo habría llevado a encumbrarlo como sucesor para apaciguar sus pretensiones.

A su vez, las conspiraciones de Göring eran famosas. Uno de sus principales contrincantes de los comienzos fue Ernst Röhm, el líder de las SA (Sturmabteilung, tropas de asalto) depuesto durante la “noche de los cuchillos largos”, entre el 30 de junio y el 1.° de julio de 1934. Aquel sangriento día, el régimen llevó a cabo una serie de asesinatos políticos, incluyendo a la cúpula de esa organización. Por otra parte, la trampa que le tendió al ministro de Defensa de la preguerra, el general Blomberg, fue una jugada digna de un maestro del engaño. Animó a este viejo general a casarse con una muchacha “de pueblo”, para luego develar el oscuro pasado de la dama.

Sin embargo, después de 1941 sobrevino la declinación de la figura e influencia de Göring. En los meses finales de la guerra, a la vista de sus principales contendientes, no tenía ya posibilidades de preservar un lugar destacado en la sucesión. Aunque, por supuesto, él pensaba lo contrario.

La decadencia política del mariscal y su consiguiente pérdida de prestigio ante el Führer y ante el pueblo alemán se debió fundamentalmente a tres motivos: en primer término, la derrota estrepitosa de la Luftwaffe, en especial en su intento por contener los bombardeos devastadores en toda Alemania, llevados a cabo sin piedad alguna por los Aliados. En segundo lugar, si bien se sabía que era adicto a la morfina y a la codeína desde los inicios del nazismo, tras ser herido en el Putsch de Múnich en 1923, su dependencia se había acentuado cada vez más, hasta alcanzar niveles que limitaban su capacidad intelectual. Por último, al pueblo alemán y en especial a los militares, les molestaba su ostentación y excentricidad. Por supuesto, más aún en épocas en que la gente se encontraba privada de su nivel de vida anterior. Solo bastaba con ver la opulencia del hogar de Göring a 65 kilómetros de Berlín para entender su increíble e impune manera de alardear de su poder.

Para 1942, Göring rara vez aparecía por Berlín. Completamente entregado a la voluptuosidad y el ridículo, poco quedaba de aquel hombre resuelto y hábil político. Totalmente rico y satisfecho, se dedicaba a pasear con su bastón de mariscal de oro puro y marfil, con incrustaciones de piedras preciosas. Una grotesca imagen que se puede terminar de configurar con los miles de obras de arte robadas por sus matones en los países ocupados por los alemanes durante la guerra, exhibidas en Carinhall.

Martin Bormann

A diferencia de Göring, Martin Bormann no era un hábil político. Tampoco un héroe de guerra ni un nazi de la vieja guardia. Menos todavía, un carismático hombre público. Construyó su ascenso en la corte de Hitler de una manera muy diferente de la del mariscal del Reich.

Es necesario comprender la forma en que Bormann cimentó e incrementó su poder para entender su conducta durante el acto final del régimen nazi, sobre el que se han escrito, y se siguen escribiendo, muchas versiones disparatadas.

Si bien ingresó al Partido Nazi recién en 1927, unos pocos años después había logrado un meteórico ascenso dentro de su estructura. En 1933 fue nombrado Reichsleiter (líder del Reich), el rango político más alto dentro de la agrupación, solo por debajo de Hitler, y ocupó una banca en el Reichstag (Parlamento alemán). Este oscuro personaje hizo su ingreso al círculo cercano al Führer de la mano de Rudolf Hess, como su secretario privado.

De acuerdo con los decretos de sucesión de Hitler, Hess se encontraba segundo en la lista de reemplazantes. Era un leal camarada de la primera hora, proveniente del núcleo primigenio de nazis. Resulta evidente que, para el momento de la elección de los primeros sucesores, el dictador mantenía una confianza muy elevada en sus viejos laderos. Hess se desempeñó como canciller del Partido y secretario privado del Führer. Fue uno de sus principales hombres públicos. Si bien no era un político hábil y decidido, se lo veía como un hombre austero, trabajador y dedicado a su familia. Aquello le valió ser considerado “la conciencia del Partido”. Daba cierto aire de suavidad a un gobierno que utilizaba métodos brutales.

Sin embargo, poco a poco, Bormann se fue abriendo paso dentro del círculo íntimo del Führer en detrimento de la influencia de Hess, su propio jefe. El historiador británico Hugh Trevor-Roper lo define como un “hombre topo”, que en las sombras fue apartando uno a uno a sus rivales y volviéndose imprescindible. Por ejemplo, los ingresos de Hitler por su libro Mein Kampf eran enormes, y Bormann era su administrador financiero. Asimismo, algunas hábiles operaciones hicieron que Hitler se fijara en él, como la maniobra financiera de los derechos de imagen que el dictador recibía por los sellos de correos.

Para 1941, la importancia y participación de Hess había disminuido tanto que necesitaba un golpe de efecto que le devolviera el favor y la confianza del Führer. Sabía que, en ese momento, el dictador deseaba fervientemente la paz con Gran Bretaña, que se mantenía sola en la lucha, pero que era un hueso muy duro de roer. Así, Hess se embarcó en negociaciones secretas de paz con el Reino Unido a través de su especialista en cuestiones británicas, Albrecht Haushofer. O eso creyó. Lo que logró en realidad fue activar una gigantesca operación de engaño. Hess, convencido de que se reuniría con un importante emisario del rey de Inglaterra, tomó la increíble decisión de volar en su avión Me-110 hasta Escocia. Estaba persuadido de que lograría la maniobra de su vida, que le valdría la gratitud eterna del Führer. Los británicos, sorprendidos de hasta dónde había llegado su operación de distracción, declararon que Hess había volado por su cuenta. Nunca reconocieron, hasta el día de hoy, la realidad de los hechos. Muchos creen, entre ellos el investigador británico Martin Allen, que Hitler estaba al tanto del vuelo de Hess y que lo respaldó. Sin embargo, públicamente, el Führer declaró que su camarada había enloquecido y que no representaba los intereses del Reich. Así, Bormann reemplazó a su antiguo jefe como canciller del Partido.

Göring, viendo en Bormann a un rival peligroso, aconsejó a Hitler en contra de su designación. Sin embargo, quince días después, “la eminencia parda”, como algunos lo llamaban, asumió también como secretario privado. Y de ese modo pasó a controlar casi completamente el acceso al Führer. La gente común se vio sorprendida por el nombramiento, dado el bajo perfil de Bormann y su renuencia a la vida pública. Desde ese momento, Göring, quien lo detestaba personalmente, se convirtió en su principal detractor. Pero, a pesar de todo, el poder de este siniestro personaje se encumbró definitivamente y, a partir de entonces, fue el menos escrupuloso de los cortesanos.

Bormann no era adepto a los premios, a las distinciones ni a los reconocimientos públicos. Solo le gustaba, y su apetito era voraz en ese sentido, el “poder efectivo”. Su ascenso vertiginoso y su enorme empoderamiento se basaban, total y absolutamente, en el favor de su amo y en la utilidad que le pudiera brindar. Se encargó de estar siempre en el lugar indicado al lado de su Führer. Invariablemente, tenía una solución y un consejo que cumplían con dos condiciones: servir a sus intereses personales y no a los de sus adversarios.

La ambición de poder de Bormann casi no tenía límites. Su objetivo final era convertirse en el primero en la lista de sucesión de Hitler. Sabía perfectamente que su influencia se esfumaría al instante si cualquier otra persona reemplazaba al Führer.

El grupo de “compinches” de Bormann estaba conformado por Hans Lammers, jefe de la Cancillería del Reich, y por el servil mariscal Wilhelm Keitel, jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht. Tres personajes que conformaron un círculo estrecho alrededor de Hitler.

Heinrich Himmler

Si bien eran rivales en la puja por la sucesión, Bormann y Himmler no tuvieron reparos en realizar eventuales alianzas en contra de otros contendientes de turno cuya eliminación fuera favorable para los intereses de ambos. Por ejemplo, en 1942, intrigaron contra el gobernador de territorios ocupados Hans Frank, para que fuera destituido de todos sus cargos en el Partido.

Himmler tampoco era político, pero había construido un enorme poder y un ejército personal, las SS (Schutzstaffel, escuadrones de protección): “un Estado dentro del Estado”. Su estrategia de intriga era diferente de la de Bormann. Siempre representó una fuerza individual en sí misma. Un ignoto Himmler había actuado desde muy joven a las órdenes de Ernst Röhm en las SA. Luego de la formación de las SS, nacidas como un pequeño grupo de elite dentro de las SA, Himmler se unió a sus filas. En 1925 recibió el n.º 168 como miembro de la organización. Uno de sus primeros cargos, a los 25 años, fue el de jefe de distrito en Baviera, lugar de donde era oriundo. Su ascenso fue firme en una época en la cual, para sostenerse económicamente, debió recurrir a la administración de una granja. En 1929, finalmente, alcanzó el cargo de Reichsführer, rango dentro de las SS que en ese tiempo no poseía el significado ni la importancia que tendría más adelante; apenas se hallaba al mando de 280 SS. A partir de ese momento, la organización comenzó a crecer de forma extraordinaria, al igual que la popularidad del Partido y, en especial, de su líder político. Para 1933, cuando los nazis subieron al poder, las SS contaban con alrededor de 52.000 miembros y ya se habían introducido todas las exigencias de pureza aria y linaje que obsesionaban a su líder. Aquello convirtió a las SS casi en una orden religiosa devota de Hitler. Desde entonces, con 33 años de edad, conduciendo más de 50.000 “camisas negras” y apoyado por mentes siniestras y de carácter más resuelto que el suyo, como Reinhard Heydrich, Himmler se sintió lo suficientemente fuerte como para comenzar con su larga carrera de intrigas. Rápidamente obtuvo resultados.

Himmler también tuvo alianzas ocasionales de las que se valió para derrotar a rivales de turno. Su primer gran éxito fue la ya mencionada “noche de los cuchillos largos”. Ernst Röhm, primer líder de las SA, era un nazi de la vieja guardia y de línea revolucionaria extrema. Las SA y su líder habían protegido al Partido desde sus inicios, pasando por el fallido Putsch de 1923 y llegando hasta el ascenso mismo de los nazis al poder. En 1934, Göring y el Ejército convencieron a Hitler del carácter indomable y peligroso de las SA; y, apoyados por las SS de Himmler, descabezaron a toda la cúpula de la organización. De esta forma, las SS de Himmler se volvieron completamente independientes; y creó así un imperio de dimensiones colosales que incluía todo tipo de oficinas de seguridad e inteligencia, entre las cuales destacaban la RSHA, es decir, la Oficina Central de Seguridad del Reich, fábricas propias, campos de concentración, limpiezas étnicas en los territorios ocupados, una rama armada profesional adscripta al ejército regular, conocida como las Waffen SS, control de la policía tanto en Alemania como en todos los países ocupados, etc.

A medida que avanzaba la guerra y Hitler iba perdiendo confianza en otros colaboradores, especialmente en los jefes militares, el “leal Heinrich” siguió gozando de su estima. Por eso, mientras otros personajes disminuían su consideración ante el Führer, Himmler sumaba cargos. En 1943, fue nombrado ministro del Interior en reemplazo de Wilhelm Frick. La cúspide del poder la alcanzó luego del complot de julio de 1944: el intento de asesinato de Hitler, conocido como operación Valkiria y llevado a cabo por el coronel von Stauffenberg. A partir de ese momento, el rechazo y la desconfianza de Hitler hacia sus generales fue absoluta. Al punto de llegar a nombrar a Himmler, un total ignorante de las cuestiones militares, al frente del Grupo de Ejércitos del Vístula. Por supuesto, fue un completo desastre, reconocido por el mismo Hitler.

Como dijimos, Himmler no era político ni tenía las cualidades para serlo, pero está claro que supo abrirse paso por un camino alternativo y de una manera formidable hasta ser considerado, no solo por el pueblo sino por la corte de Hitler, como el principal candidato a la sucesión en 1945, sin importar la ausencia de su nombre en los decretos del Führer. Pero Hitler, en realidad, nunca lo contempló para ello, aunque fuera muy importante dentro del núcleo de poder. Jamás pensó en su “leal Heinrich” como un posible sucesor, porque no contaba con el favor del Partido, es decir, de Bormann, y por su personalidad. Sabemos que Hitler se consideraba a sí mismo un “artista”. No solo por haber pintado cuadros en Viena durante su juventud, sino también por su manera de concebir los hechos y de actuar. Creía que para entender los laberintos de la política y conducir a una nación hacia la superioridad hegemónica había que tener un espíritu artístico. Himmler era todo lo contrario.

En 1946, Trevor-Roper hizo una extensa descripción del perfil de Himmler luego de realizar varias entrevistas. La semblanza resulta, como mínimo, demasiado simplista, al menos en el sentido de que un “extremadamente ignorante e ingenuo personaje”, como lo define, no podría jamás haber llegado a construir y dominar, exento de rivales, la más grande de todas las organizaciones nazis. Sus obsesiones absurdas, como el paganismo y el esoterismo, no deben hacernos olvidar la sagacidad evidente con que supo captar el funcionamiento de aquel sistema político sumamente caótico. Siempre más hábil que sus enemigos, su imperio se expandió sobre los intersticios del Estado, el Partido y el Ejército. Aunque su actitud pudiera ser la de un hombre abstraído y modesto, la frialdad, la presión moralizante, la vigilancia y la sospecha le aseguraban el control total de sus subordinados, cuya propia implacabilidad absoluta se veía acompañada de fragilidades humanas de las que Himmler carecía.

Al igual que Hitler, algunos de los colaboradores que lo rodeaban eran de una llamativa heterogeneidad. Entre ellos, había sagaces criminales de diabólica inteligencia, como Heydrich. Otros eran delirantes personajes propios de sus obsesiones, como, por ejemplo, el astrólogo Wulff o el maligno doctor Gebhardt.

Himmler hizo de su organización una religión que consideraba a Hitler su Dios, al cual juraban fidelidad y obediencia en lugar de hacerlo a la patria, y a él mismo como el sumo pontífice. El Führer, en un principio, se resistía a ver al nazismo como un culto religioso. Pero cuando Himmler le dio un enfoque con su figura como centro y única doctrina política, lo aceptó sin reparos.

El precepto fundamental de Himmler, y de las SS, era la lealtad total hacia el Führer, del que no se apartó jamás, al menos hasta el capítulo final en 1945. Se sentía orgulloso del lema: “Mi honor es la lealtad”. Esa situación lo llevó, ante la inminencia de la muerte de Hitler y la indecisión de este sobre su sucesión, a un estado dubitativo e irresoluto que caracterizó sus acciones al término de la guerra.

Himmler fue un personaje siniestro. Tan implacable como carente de cualquier tipo de sentimientos humanos. Estaba consagrado a una organización criminal sin precedentes, en parte dedicada al exterminio de millones de personas. Detallista en la ejecución y frío en la planificación, no gozaba con la crueldad ni con el sufrimiento extremo, simplemente no despertaban ningún sentimiento en él. No entendía cuando algún representante extranjero o colaborador se oponía a alguna matanza extrema: “Pero si son animales”, se quejaba sin entender.

Joseph Goebbels

El intelectual del Partido era el doctor Joseph Goebbels. Un verdadero político, aunque de una concepción diferente de la de Hermann Göring: un hombre de acción, pero mediante las palabras. Dueño de una aguda inteligencia y una gran habilidad para la oratoria, tal vez solo superada por la de Hitler, era oriundo de Rheydt, muy cerca de la Renania; un alemán del occidente, lo que se notaba en su agilidad de palabra, más bien de estilo latino, muy distinto del de los duros nacionalistas de Múnich o Prusia. Había recibido una educación cristiana. Su pierna derecha deforme, producto de una osteomielitis sufrida de pequeño, constituía una verdadera paradoja nacionalsocialista, ya que los secuaces de Hitler tenían en marcha siniestros programas de eutanasia destinados al exterminio de “vidas indignas de ser vividas”. Si bien la discapacidad de Goebbels era menor, se consideraba lo suficientemente notoria como para convertirse en objeto de la discriminación nazi.

Goebbels se diferenciaba de otros dirigentes no solo por su inteligencia, sino también por ser un hombre culto. Contaba con un doctorado en Filosofía de la Universidad de Heidelberg. Su crecimiento dentro del Partido siempre estuvo restringido al ámbito de la política y, a través de ella, a la propaganda partidaria. Se transformó en un personaje notorio dentro del movimiento a mediados de la década del veinte, cuando el nazismo se hallaba inmerso en disputas internas entre el norte y el sur. En la rama noroccidental se destacaban dirigentes de gran dinamismo, como él y Strasser, que querían lograr un mayor electorado socialista urbano. En un principio, ambos se mostraban escépticos acerca de la capacidad táctica del Führer y se volvieron contrincantes de la camarilla que rodeaba al líder en Múnich. Pero pronto Hitler cautivó al joven dirigente y Goebbels ya nunca dudó del genio inigualable del que fue, desde ese momento, su único jefe.

En 1929, Hitler lo nombró Gauleiter, es decir, líder de zona, de una Berlín dominada por los comunistas, cargo que mantuvo hasta el momento de su muerte. Gracias a sus dotes para la propaganda política y a su inteligencia para enfrentar a sus adversarios e intrigar contra ellos, logró convertir la tendencia “roja” de la capital en “parda”. Se encargaba de agitar y hacer enfadar a sus contrincantes con la retórica, a lo que los comunistas solían reaccionar violentamente, generando choques sangrientos. Los partidarios del Führer intentaban cuidar el gusto de los alemanes por el orden y, a su vez, aplicar violencia a sus enemigos. Si bien a los nazis siempre les costó penetrar en el electorado de Berlín, para el momento de su ascenso al poder, los comunistas habían sido considerablemente diezmados. Goebbels narró sus duras batallas berlinesas en su publicación Kampf um Berlin, de 1932.

Cuando Hitler asumió como canciller, lo nombró ministro de Propaganda. Su habilidad política lo mantuvo en la cima del poder durante los doce años del Tercer Reich. Nunca perdió el favor del Führer y siempre le fue funcional y útil en el ejercicio de la propaganda para dominar a las masas.

Desde el inicio, Goebbels reconoció el increíble potencial de la radio como medio propagandístico. Al punto de que el Estado comenzó a proveer aparatos a bajo costo y pagaderos a plazos (el VE 301 o radio del pueblo 301, por el 30 de enero de 1933). El programa fue denominado Sistema de propaganda de instrucción del público. Aún hoy, en pleno siglo XXI, podemos ver ejemplos de cómo se influencia a las masas a través de los medios de comunicación. Además, también se encargó de expropiar el imperio de prensa del magnate judío Mosse.

Aun en el momento en que la derrota se hacía inevitable, Goebbels logró convencer al menos a una gran parte de las masas de que armas extraordinarias o golpes increíbles de diplomacia darían a Alemania la “victoria final”. Siempre procuró sembrar falsas esperanzas en el pueblo sobre los acontecimientos que se desarrollaban. Buscó elevar la moral y la fe en la victoria. Como advirtió Speer, hubiera sido aceptable para los alemanes recibir una consigna dura de “sangre, sudor y lágrimas” como la que Churchill dio a los británicos. Cuando se hizo evidente que la gran mayoría del pueblo alemán ya no creía en las armas milagrosas, en lugar de insistir con ello, Goebbels procuró que todos sintieran pavor hacia la posible dominación rusa. Tejió innumerables historias sobre los planes enemigos de convertir a Alemania en una llanura agrícola, donde los hombres serían esterilizados. Muchas de las versiones sobre las terribles atrocidades cometidas por el Ejército Rojo eran ciertas. Violaciones, saqueos, destrucción y vandalismo siempre estaban presentes en el este. De esta manera, el ministro de Propaganda encontró una nueva faceta sobre la cual seguir explotando la determinación y la voluntad de lucha de un pueblo devastado por la guerra. Está claro que su estrategia dio resultado. De ello dieron fe los tripulantes de los submarinos rendidos en Mar del Plata, meses después de finalizada la guerra. Jóvenes que, en sus declaraciones, dejaron constancia de creencias enquistadas por la propaganda. Agobiados por aquellos pensamientos, decidieron buscar puertos amigos.

Hitler nunca se casó públicamente ni tuvo hijos. A la vista del pueblo, los Goebbels y sus hijos se exhibían como el ideal de familia nacionalsocialista. Magda Goebbels fungía como lo más cercano a una primera dama en el régimen. Pero esta imagen era una verdadera farsa. Ni los líderes nazis ni su esposa desconocían la condición de adúltero y mujeriego de Joseph, a quien le gustaba corretear detrás de jóvenes actrices a las que daba empleo en películas producidas por su ministerio.

Goebbels tampoco se mantenía ajeno a las intrigas de la corte. Sin embargo, el ministro era más deseado como aliado que como enemigo. Su inteligencia, combinada con su rápida prédica, podía volverse muy peligrosa en una discusión ante el Führer. Sabía cómo presentar un consejo a Hitler o cómo tratar de persuadirlo. Su influencia creció en el final de la guerra, cuando fue el único que demostró verdadera y absoluta lealtad por sobre su vida y la de su familia.

Albert Speer: el mito del buen nazi

Albert Speer fue lo más cercano a un amigo que Adolf Hitler pudo llegar a tener. Además, como mencionamos, fue un brillante organizador y administrador de grandes estructuras destinadas a la planificación y maximización de la producción del Reich orientada al esfuerzo bélico. Su perfil se acercaba más bien al de un tecnócrata.

Este arquitecto oriundo de Manheim permaneció diez años ininterrumpidos en el centro del poder, gozando de acceso directo y privado al líder nazi. Estudió en Múnich y Berlín, y fue ayudante del reconocido arquitecto Heinrich Tessenow. Tuvo su primer contacto con el nazismo en 1930, cuando asistió a un discurso de Hitler para 5000 personas. Quedó impresionado y convencido, no solo por el orador, sino también por sus argumentos. Inmediatamente se unió al Partido, aunque no se puede describir a Speer como un hombre “político”. Siempre se definió a sí mismo como alguien “apolítico”, más todavía en sus años de juventud, aunque esta bien pudo ser una declaración hecha para mostrarse políticamente ingenuo al momento de afiliarse y comenzar a trabajar para el Partido.

Sin embargo, Speer no solo se afilió, sino que también comenzó a realizar trabajos para el movimiento. Cuando se acercaban las elecciones de 1932, puso su auto a disposición del NSDAP. Ante un Hitler encolerizado por un inconveniente en la organización de un mitin, el arquitecto admitió en sus entrevistas con Gitta Sereny: “Ya estaba demasiado comprometido en las actividades del Partido para permitir que esa impresión desfavorable influyese sobre mis pensamientos”.

La frase precedente no parece ser la opinión de una persona “apolítica”, sino la de una involucrada con un movimiento que aún no había llegado al poder y que nunca intentó esconder sus intenciones racistas y expansionistas, expresadas en Mein Kampf, en el periódico del NSDAP Der Angriff, en la plataforma del Partido o en los discursos del Führer.

Si bien Speer trabajaba para los nazis a comienzos de los años treinta, todavía no había caído “hechizado por los ojos del dictador”. Aún no había sido seleccionado por la providencia y el “favor especial del Führer”.

Pero en 1933, llegó una sucesión de golpes de suerte para el joven arquitecto. El contacto más importante de Speer en ese momento era el jefe de distrito de Wannsee, Karl Hanke. Luego del ascenso de los nazis al gobierno, el bien conectado Hanke fue trasladado a Berlín, donde Speer comenzó a trabajar para Goebbels. Hábil para las oportunidades, el joven aprovechó la ocasión. La puerta de entrada en la historia se había abierto de par en par, claro que lo llevaría por un camino que jamás hubiera imaginado. Más tarde, diseñó una plataforma para el acto del 1.° de mayo y remodeló la casa de Goebbels.

Hitler era un apasionado por la arquitectura. Cuando visitó la obra en casa de Goebbels, el Führer deslizó la opinión de que el equipo de Speer jamás terminaría su labor en la fecha programada. Sin embargo, el joven arquitecto logró finalizar las refacciones en tiempo récord.

El primer trabajo importante de Speer consistió en el diseño del escenario y la decoración del estadio donde se festejaría la asamblea del Partido en Núremberg, luego del ascenso de Hitler. Si bien esto le propició la oportunidad de mantener el primer acercamiento cara a cara con el dictador, este no pasó de un frío encuentro en Múnich. Sin embargo, cuando, tiempo después, Hitler le encargó al renombrado arquitecto de Múnich Paul Troost la reforma del apartamento del canciller, el Führer recordó al joven arquitecto que había remodelado en tiempo récord la casa de Goebbels, por lo que pidió que se lo incorporara al equipo.

Speer disfrutaba del centro del poder. Siempre que se vio amenazado, buscó con todas sus fuerzas conservar su posición más allá de cualquier otra cuestión. Este hecho se puede deducir de sus propios comentarios a Sereny, incluso los referidos a la primera época junto al dictador:

“Al realizar las inspecciones, el Führer no parecía ni siquiera notar mi presencia. A pesar de que muchas veces debía contestar sus preguntas, nunca me miraba. Llegué a aceptar que esa era su forma de ser y de actuar y, después de todo, ¿por qué el gran hombre debía hablarme? Era suficiente con que yo estuviese allí”.

Ahí estaba ese hombre, fruto de la magia, que en pocos meses había cambiado nuestro país. En Alemania todo florecía… y entonces, un día, al finalizar su visita del mediodía, Hitler, que según Speer jamás lo había visto, se volvió repentinamente hacia él y le dijo… “Venga a comer”.

Speer, que quedó sorprendido, notó que tenía manchada su manga con yeso. Pero, de inmediato, Hitler, que percibió que el arquitecto miraba su vestimenta, dubitativo, le dijo: “No se preocupe por eso, arriba lo arreglaremos”. Así, el mismo Führer ordenó traer una chaqueta suya para que su invitado la usara. Algunos de los comensales habituales del Führer no salían de su asombro al ver a ese joven desconocido usando la chaqueta del dictador con la insignia de oro del Partido, única en su clase. “‘¿Qué hace?’, preguntó un atónito Goebbels, a quien los ojos se le salían de las órbitas. ‘Lleva puesta mi chaqueta’, respondió el Führer, quien inmediatamente ordenó a Speer que se sentara a su lado”.