La vida es una novela (AdN) - Guillaume Musso - E-Book

La vida es una novela (AdN) E-Book

Guillaume Musso

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PARA ÉL, ESTÁ TODO YA ESCRITO PARA ELLA, ESTÁ TODO POR ESCRIBIR «Un día de abril, mi hija de tres años, Carrie, desapareció mientras jugábamos las dos al escondite en mi piso de Brooklyn.» Así arranca el relato de Flora Conway, novelista de gran prestigio y aún mayor discreción. Nadie se explica cómo ha desaparecido Carrie. La puerta y las ventanas del piso estaban cerradas, las cámaras del vetusto edificio neoyorquino no han captado a ningún intruso. La investigación policial resulta infructuosa. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, un escritor con el corazón hecho trizas se atrinchera en una casa destartalada. Es el único que sabe la clave del misterio. Pero Flora va a desentrañarlo. Una lectura sin parangón. En tres actos y dos golpes de efecto, Guillaume Musso nos sumerge en una historia pasmosa cuya fuerza reside en el poder de los libros y en las ansias de vivir de sus personajes.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Para Nathan

Sábado 30 de junio, 10.30 h de la mañana

Nerviosísimo. Me gustaría empezar una novela esta tarde. Llevo dos semanas preparándome. Los últimos diez días, he vivido con los personajes, en su ambiente. He estado afilando las cuatro docenas de lapiceros nuevos y me temblaba tanto la mano que me he tomado media tableta de Belladénal. ¿Lo conseguiré? […] De momento, estoy muerto de miedo y me tienta, como siempre, dejarlo para más tarde o, directamente, dejar de escribir.

Georges SIMENON,Cuando yo era viejo

La novelista galesa Flora Conway,ganadora del Premio Franz KafkaAgencia France-Presse, 20 de octubre de 2009

La discretísima novelista, de treinta y nueve años, ha recibido el prestigioso galardón que todos los años aclama a un escritor por el conjunto de su obra.

Flora Conway, que padece fobia social y aborrece abiertamente las multitudes, los periodistas y los viajes, no acudió a Praga para asistir a la ceremonia, que se celebró el pasado martes por la noche en los salones del Ayuntamiento.

Su editora, Fantine de Vilatte, fue la encargada de recoger el trofeo, una estatuilla de bronce con la efigie de Franz Kafka, que lleva aparejada una dotación económica de 10 000 dólares. «Acabo de hablar con Flora por teléfono. Les da las gracias efusivamente. Este premio le hace especial ilusión, pues la obra de Kafka es para ella una fuente inagotable de admiración, reflexión e inspiración», ha declarado la señora De Vilatte.

Este premio lo otorga mediante jurado la Franz Kafka Society en colaboración con el Ayuntamiento de Praga desde 2001. Entre los galardonados figuran Philip Roth, Václav Havel, Peter Handke y Haruki Murakami.

Su primera y ambiciosa novela, La chica del Laberinto, publicada en 2004, situó a Conway en los primeros puestos de la escena literaria. La obra, que se ha traducido en más de veinte países y que la crítica ha aclamado como un clásico instantáneo, narra la trayectoria de varios neoyorquinos la víspera de los atentados del World Trade Center. Todos ellos se cruzan en el Laberinto, un bar de Bowery en el que la propia Conway trabajó como camarera antes de publicar la novela. A esta siguieron otros dos títulos, El equilibro de Nash y El final de los sentimientos, que la consagraron como una de las grandes novelistas de principios del siglo XXI.

Precisamente, en su discurso de agradecimiento, Fantine de Vilatte se complació de poder anunciar el lanzamiento de una nueva novela. Esta revelación se propagó como un reguero de pólvora en el mundillo literario, pues la publicación de un nuevo Conway constituye todo un acontecimiento.

El aura de esta novelista no está exenta de misterio, dado que Conway, sin llegar a ocultar su identidad, nunca ha aparecido en televisión ni ha participado en ningún programa de radio, y su editorial solo ha difundido una foto suya.

Con cada lanzamiento, la escritora se limita a conceder entrevistas con cuentagotas y por correo electrónico. En reiteradas ocasiones ha declarado que aspiraba a no estar sujeta a las obligaciones y la hipocresía vinculadas a la fama. En las columnas de The Guardian explicaba recientemente que se negaba a formar parte de un circo mediático del que abomina y añadía que escribía novelas precisamente «para huir de este mundo saturado de pantallas pero vacío de inteligencia».

Una decisión que enlaza con la postura de otros artistas contemporáneos, como Banksy, Invader, el grupo Daft Punk e incluso la novelista italiana Elena Ferrante, para quienes el anonimato es una forma de dar énfasis a la obra y no al artista. «Una vez que está publicado, mi libro se basta a sí mismo», ha afirmado Conway.

Sin duda, los observadores tenían la esperanza de que la obtención del Premio Kafka animase a la escritora a salir de su guarida neoyorquina. Por desgracia, sus expectativas se han quedado sin cumplir, una vez más.

Blandine Samson

La chica del Laberinto

1Escondida

La historia que acontece delante de nuestras narices debería ser la más clara, y sin embargo es la más delicuescente.

Julian BARNES

1.

Brooklyn, otoño de 2010

Hace seis meses, el 12 de abril de 2010, me arrebataron a mi hija de tres años, Carrie Conway, mientras jugábamos las dos al escondite en mi piso de Williamsburg.

Era una bonita tarde, clara y soleada, como las que tan a menudo ofrece Nueva York en primavera. Fiel a mis costumbres, fui a pie a recoger a Carrie al colegio, el Montessori School de McCarren Park. De camino a casa, nos paramos en Marcello’s para comprar una compota y un cannoli de limón que Carrie se zampó mientras brincaba alegremente al lado de la sillita.

Cuando llegamos a casa, en el portal del Lancaster Building, situado en el número 396 de Berry Street, el nuevo conserje, Trevor Fuller Jones (lo habían contratado apenas tres semanas antes), le dio a Carrie una piruleta de miel y sésamo a cambio de que le prometiera que no se la comería enseguida. Luego le dijo la suerte que tenía de que su mamá fuera novelista porque debía de contarle unas historias muy bonitas antes de dormir. Riéndome, yo le comenté que si decía algo semejante era porque no había abierto ninguna novela mía, cosa que confirmó. «Es cierto, nunca tengo tiempo de leer, señora Conway», me aseguró. «Lo que pasa es que no le dedica tiempo a leer, Trevor, que no es lo mismo», le contesté mientras se cerraban las puertas del ascensor.

Siguiendo nuestro ritual bien establecido, aupé a Carrie para que pulsara el botón de la sexta planta, la última. El ascensor se puso en marcha con un chirrido mecánico que hacía tiempo que ya no nos asustaba a ninguna de las dos. El Lancaster es un edificio viejo de hierro colado que están acondicionando. Un palacio inverosímil con amplias ventanas enmarcadas con columnas corintias. Antiguamente servía de almacén a una fábrica de juguetes que dejó de funcionar a principios de la década de 1970. Con la desindustrialización, el edificio se pasó casi treinta años abandonado, hasta que lo reconvirtieron para uso residencial cuando se puso de moda vivir en Brooklyn.

En cuanto llegamos a casa, Carrie se quitó las botitas de baloncesto para ponerse las zapatillas rosa claro adornadas con pompones algodonosos. Me siguió hasta la cadena de música y me miró mientras colocaba un disco de vinilo en el plato (el segundo movimiento del Concierto en sol mayor de Ravel) al tiempo que daba palmas ante la perspectiva de la melodía que se avecinaba. Mientras yo tendía la ropa se quedó unos minutos colgando de mis faldas y luego pidió que jugáramos al escondite.

Era, con mucha diferencia, su juego favorito. El que ejercía en ella auténtica fascinación.

El primer año, para Carrie el cucú-trastrás solo consistía en taparse los ojos con las manitas dejando los dedos abiertos y ocultando la mirada a medias. Me perdía de vista unos segundos antes de que mi cara reapareciese como por arte de magia, haciéndola reír a carcajadas. Con el tiempo, acabó adquiriendo la noción de esconderse. Entonces se metía detrás de una cortina o debajo de una mesa baja. Pero siempre dejaba asomar la punta de un pie, un codo o una pierna mal doblada que delataba su presencia. A veces incluso, si el juego se prolongaba demasiado, acababa agitando la mano hacia mí para que la encontrase rápidamente.

A medida que crecía, el ejercicio se fue haciendo más complejo. Carrie había colonizado otras habitaciones del piso, multiplicando así las posibilidades de esconderse: agachada detrás de las puertas, echa un ovillo en la bañera, sumergida bajo las sábanas o metida debajo de la cama.

Las reglas también habían cambiado. El juego se había convertido en algo muy serio.

Ahora, antes de iniciar la búsqueda, tenía que ponerme cara a la pared, cerrar los ojos y contar con claridad hasta veinte.

Y eso fue lo que hice aquella tarde del 12 de abril, mientras el sol brillaba detrás de los rascacielos, inundando el piso con una luz cálida y casi irreal.

—¡No hagas trampas, mami! —me regañó Carrie a pesar de que yo estaba siguiendo al pie de la letra el ritual.

En mi dormitorio, tapándome los ojos con las manos, empecé a contar en voz alta, ni muy deprisa ni muy despacio.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

Recuerdo perfectamente el sonido amortiguado de sus pasitos en el parqué. Carrie salió del dormitorio. La oí cruzar el salón, empujar el sillón Eames que lo presidía delante de la inmensa pared de cristal.

—… seis, siete, ocho, nueve, diez…

Se estaba bien. Yo tenía la mente dispersa, de aquí para allá, siguiendo las notas cristalinas que me llegaban desde el salón. Mi pasaje preferido del adagio. El diálogo entre el corno inglés y el piano.

—… once, doce, trece, catorce, quince…

Una prolongada frase musical, de notas perladas, que fluía sin fin y que algunos han comparado bellamente con una lluvia tibia, regular y serena.

—… dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte.

Abre los ojos.

2.

Abrí los ojos y salí del dormitorio.

—¡Cuidado, cuidado! ¡Que llega mami!

Interpreté mi papel. Entre risas, desplegué todo el repertorio que mi hija esperaba de mí. Recorrí las habitaciones comentando jocosamente cada tentativa:

—Carrie no está debajo de los cojines… Carrie no está detrás del sofá…

Los psiquiatras sostienen que jugar al escondite tiene un interés pedagógico: es un medio para que el niño viva la separación de forma positiva. Al ensayar ese distanciamiento temporal y ficticio, el niño, supuestamente, experimenta lo sólido que es el vínculo que lo une a sus padres. Para que se produzcan estos efectos, el juego se tiene que desarrollar como una auténtica dramaturgia y ofrecer en un breve lapso un amplio abanico de emociones: excitación, espera y una pizca de miedo antes de que llegue la alegría del reencuentro.

Para que todas esas emociones se expandan, hay que prolongar un poco el placer y no destripar la intriga demasiado pronto. Por supuesto, muchas veces yo ya sabía dónde se había escondido Carrie incluso antes de abrir los ojos. Pero esta vez no. Y al cabo de dos o tres minutos algo teatrales, decidí dejar de fingir y me puse a buscarla. En serio.

Aunque el piso es muy amplio (una especie de cubo de vidrio enorme de doscientos metros cuadrados en la esquina oeste del edificio), los escondites potenciales no son ilimitados. Lo había comprado unos meses antes, invirtiendo en él todo lo que había ganado con mis derechos de autor. El proyecto inmobiliario de renovación del Lancaster había tenido una estupenda acogida y, aunque aún faltaba mucho para que finalizaran las obras, la vivienda que yo tenía en el punto de mira era ya la única que quedaba en venta. Me había encaprichado con ese lugar desde la primera visita y, para hacerme con él y mudarme lo antes posible, accedí a pagarle al promotor una cantidad bajo cuerda. Una vez in situ, mandé tirar todos los tabiques que fuera posible para transformar el piso en un loft con una tarima rubia como la miel y un mobiliario y una decoración minimalistas. La última vez que jugamos, Carrie había sabido encontrar escondites elaborados: la muy pillina se había metido detrás de la secadora y dentro del escobero.

Con paciencia, aunque un poco irritada, seguí buscándola por todos los rincones y recovecos, detrás de cada mueble. Y vuelta a empezar. Con las prisas, me tropecé con la consola de roble donde están colocados los vinilos y el tocadiscos. Por culpa del golpe, el brazo del plato saltó del surco y puso fin a la música, dejando la habitación sumida en el silencio.

Fue en ese momento cuando se me formó un nudo en el hueco del estómago.

—Vale, cariño, has ganado. ¡Ahora sal de tu escondite!

Fui corriendo al vestíbulo para comprobar la entrada. La puerta blindada estaba cerrada con doble vuelta. La llave estaba metida en el cerrojo de arriba, en un manojo, fuera del alcance de cualquier niño.

—¡Carrie! ¡Te he dicho que salgas del escondite, has ganado!

Haciendo acopio de toda la sensatez de la que era capaz, traté de contener las oleadas de pánico que amenazaban con desbordarse. Carrie tenía que estar necesariamente dentro de la casa. La presencia de la llave en la puerta, bloqueando el bombillo, impedía que alguien pudiera abrir desde fuera, aunque tuviera una copia. Y las ventanas, desde que se había remozado el edificio, estaban selladas definitivamente. Carrie no solo no podía haber salido de la casa, sino que nadie podía haber entrado.

—¡Carrie, dime dónde estás!

Yo estaba sin aliento, como si acabara de cruzar medio Central Park corriendo. Por mucho que abriera la boca para respirar, el aire no me llegaba a los pulmones. Era imposible. No se puede desaparecer jugando al escondite en un piso. Es un juego que siempre acaba bien. La desaparición es una puesta en escena simbólica y temporal. No puede ser de otro modo. Forma parte de la propia esencia del concepto: solo aceptas jugar porque tienes la certeza de encontrar al otro.

—¡Carrie, ya está bien! ¡A mami no le hace gracia!

A mami no solo no le hacía gracia, sino que la estaba asustando mucho. Por tercera o cuarta vez comprobé todos los escondites habituales y luego me puse con los menos probables: el cesto de la ropa sucia, el conducto de la chimenea (que llevaba lustros tapado). Moví la pesada nevera, incluso corté la luz para desbloquear y abrir la caja del falso techo que albergaba los conductos de la climatización.

—¡CARRIE!

El grito retumbó por todo el piso e hizo vibrar los cristales. Fuera, el sol había desaparecido. Hacía frío. Como si el invierno hubiese irrumpido sin avisar.

Me quedé paralizada un momento, sudando, con la cara surcada de lágrimas. Y al recobrar los sentidos, fue cuando vi una de las zapatillas de Carrie en el pasillo de la entrada. Recogí el zapatito de terciopelo rosa claro. Era el del pie izquierdo. Busqué la otra zapatilla, pero también parecía haber desaparecido.

Fue entonces cuando decidí llamar a la policía.

3.

El primer policía que se presentó ante mí fue el detective Mark Rutelli del 90th Precinct, la comisaría correspondiente al norte de Williamsburg. Debía de estar a punto de jubilarse. A pesar del aspecto cansado y las ojeras, enseguida se hizo cargo de que se trataba de una emergencia y no escatimó esfuerzos. Después de volver a inspeccionar el piso minuciosamente, pidió refuerzos para registrar el edificio, solicitó un equipo de la policía científica, envió a dos hombres a interrogar a los vecinos del Lancaster y comprobó personalmente los vídeos de vigilancia con el personal de portería.

En cuanto llegó, la zapatilla que faltaba lo convenció de que había que activar el dispositivo de alerta por secuestro, pero la policía estatal quería reunir más pruebas concretas antes de autorizarlo.

Mientras se desgranaba el tiempo, yo me moría de angustia. Estaba totalmente desubicada, sin saber cómo resultar útil a pesar de lo mucho que deseaba serlo. Le dejé a mi editora un mensaje en el contestador: «Fantine, necesito tu ayuda, Carrie ha desaparecido, tengo a la policía en casa, no sé qué hacer, la preocupación me está matando, llámame enseguida».

Pronto anocheció en Brooklyn. Carrie no solo no había aparecido, sino que ninguna de las investigaciones del NYPD había aportado la mínima pista. Era como si mi hija se hubiera volatilizado, como si se la hubiese llevado en la oscuridad un Rey de los Alisos sanguinario, aprovechando que me había descuidado un momento.

A las ocho de la tarde, la superior de Rutelli, la lieutenant Frances Richard, se personó en el espacio abierto que hay delante del Lancaster, al que me había tenido que bajar mientras un equipo registraba el trastero asignado a la vivienda.

—Le hemos pinchado la línea telefónica —me informó subiéndose el cuello de la gabardina.

La calle estaba acordonada y un viento helado se adentraba en Barry Street.

—No hay que descartar que quien haya secuestrado a su hija intente ponerse en contacto con usted para pedirle un rescate o por otro motivo. Pero, de momento, tiene que acompañarnos a comisaría.

—¿Y eso por qué? ¿Cómo quiere que la hayan secuestrado? La puerta estaba…

—Es lo que estamos intentando averiguar, señora.

Alcé la cabeza hacia la silueta rotunda del edificio que se recortaba sobre el fondo ultranegro. Algo me decía que Carrie seguía en el edificio y que estaba cometiendo un error al alejarme. Esperando encontrar apoyo, busqué la mirada de Rutelli, pero se puso de parte de su superior.

—Síganos, señora. Tiene que contestar con más detalle a algunas preguntas.

Fragmento del interrogatoriode la señora Flora Conway

A cargo del detective Mark Rutelli y la lieutenant Frances Richard, el lunes 12 de abril, en las dependencias de la 90th Precinct, 211 Union Ave, Brooklyn, NY 11211.

20.18 h

LieutenantRichard (releyendo sus notas): Nos ha dicho que el padre de Carrie se llama Romeo Filippo Bergomi. Es bailarín en la Ópera de París, ¿es así?

Flora Conway: Bailarín corifeo.

DetectiveRutelli: ¿Y eso qué es, para aclararnos?

Flora Conway: En la jerarquía del ballet de la Ópera, están los bailarines estrella, los primeros bailarines, los solistas y los corifeos.

Lt. Richard: ¿Quiere decir que es un perdedor?

Flora Conway: No, estaba respondiendo a su pregunta.

Lt. Richard: Actualmente, el señor Bergomi tiene veintiséis años, ¿es así?

Flora Conway: Imagino que ya lo habrán comprobado.

Dt. Rutelli: Sí, hemos hablado con él, que es lo que tendría que haber hecho usted. Nos ha parecido muy preocupado. Ha cogido el primer vuelo. Llegará a Nueva York mañana por la mañana.

Flora Conway: Pues debe de ser la primera vez que le preocupa su hija. Hasta ahora, nunca le había hecho mucho caso.

Dt. Rutelli: ¿Está resentida por eso?

Flora Conway: No, me viene de perlas.

Dt. Rutelli: ¿Cree que el señor Bergomi o alguien de su entorno ha podido hacerle daño a Carrie?

Flora Conway: No lo creo, pero tampoco podría jurarlo. No lo conozco tanto.

Lt. Richard: ¿No conoce al padre de su hija?

20.25 h

Dt. Rutelli: ¿Tiene usted enemigos, señora Conway?

Flora Conway: Que yo sepa, no.

Dt. Rutelli: Entonces, enemistades, seguramente. ¿Quién podría tener algo en contra de una novelista prestigiosa como usted? ¿Algún compañero menos afortunado?

Flora Conway: No tengo «compañeros». No trabajo en una fábrica o una oficina.

Dt. Rutelli: Bueno, usted ya me entiende. La gente lee cada vez menos, ¿no? Así que los puestos estarán muy reñidos. Eso debe de crear tensiones entre ustedes, envidias…

Flora Conway: Puede, pero no tanto como para secuestrar a una niña.

Lt. Richard: Las novelas que usted escribe, ¿de qué clase son?

Flora Conway: No de la clase que usted lee.

Dt. Rutelli: ¿Y qué pasa con los lectores? ¿No tiene algún admirador totalmente zumbado, como en la historia esa, Misery? ¿No ha recibido cartas o correos electrónicos de lectores pasándose de invasivos?

Flora Conway: No leo la correspondencia de mis lectores, pero mi editora seguramente sí, pregúnteselo.

Dt. Rutelli: ¿Por qué no lee sus mensajes? ¿No le interesa saber lo que piensan de sus libros?

Flora Conway: No.

Lt. Richard: ¿Por qué?

Flora Conway: Porque los lectores leen el libro que quieren leer, no el que tú has escrito.

20.29 h

Dt. Rutelli: ¿Cuánto se gana con ese curro de escritora?

Flora Conway: Depende.

Dt. Rutelli: Porque hemos examinado sus cuentas bancarias y no es que estén muy boyantes…

Flora Conway: Me gasté todos los derechos de autor en comprar y reformar mi piso.

Dt. Rutelli: La verdad es que un piso como ese debe de salir muy caro.

Flora Conway: Para mí era importante.

Lt. Richard: ¿El qué?

Flora Conway: Tener unas paredes que me protejan.

Dt. Rutelli: ¿Que la protejan de quién?

20.34 h

Lt. Richard (agitando la noticia de la agencia France-Presse delante de sus narices): He visto que ha salido usted en la prensa. Ya sé que no es el mejor momento, pero enhorabuena por el Premio Kafka.

Flora Conway: Pues no, no es el mejor momento…

Lt. Richard: O sea que no fue usted a Praga a recoger el premio porque, y cito la noticia, padece «fobia social», ¿es correcto?

Flora Conway: …

Dt. Rutelli: ¿Es correcto, señora Conway?

Flora Conway: De verdad que me gustaría saber en qué están pensando ustedes para creer que es mejor perder el tiempo haciéndome estas preguntas que…

Lt. Richard: ¿Dónde estuvo anoche? ¿En casa con su hija?

Flora Conway: Anoche salí.

Lt. Richard: ¿Y adónde fue?

Flora Conway: A Bushwick.

Dt. Rutelli: Bushwick es muy grande.

Flora Conway: A un bar de Frederick Street: el Boomerang.

Lt. Richard: Es raro que alguien que padece fobia social vaya a un bar, ¿no?

Flora Conway: De acuerdo, lo de la fobia social es una chorrada que se inventó Fantine, mi editora, para poder librarme de tratar con los periodistas y los lectores.

Dt. Rutelli: ¿Por qué no quiere tratar con ellos?

Flora Conway: Porque ese no es mi trabajo.

Dt. Rutelli: ¿Y cuál es su trabajo?

Flora Conway: Escribir libros, no venderlos.

Lt. Richard: Bueno, volvamos al bar. Cuando usted sale, ¿quién se queda con Carrie?

Flora Conway: Casi siempre una canguro. O si no, Fantine, si tengo un apuro.

Dt. Rutelli: ¿Y anoche? ¿Mientras estaba en el Boomerang?

Flora Conway: Una canguro.

Dt. Rutelli: ¿Cómo se llama?

Flora Conway: No tengo ni idea. Recurro a una agencia de niñeras, pero nunca me mandan a la misma chica.

20.35 h

Dt. Rutelli: Y en ese bar, el Boomerang, ¿qué hizo usted?

Flora Conway: Lo que se suele hacer en los bares.

Dt. Rutelli: ¿Estuvo tomando copas?

Lt. Richard: ¿Estuvo ligando con hombres?

Flora Conway: Es parte de mi trabajo.

Dt. Rutelli: ¿Su trabajo consiste en tomar copas?

Lt. Richard: ¿Y en ligar con hombres?

Flora Conway: Mi trabajo consiste en ir a sitios para observar a la gente, hablar con ella, intentar adivinar cómo es en la intimidad e imaginarme sus secretos. Ese es el combustible para escribir.

Lt. Richard: ¿Conoció a alguien anoche?

Flora Conway: No acabo de ver qué importancia…

Lt. Richard: ¿Se fue del bar en compañía de un hombre, señora Conway?

Flora Conway: Sí.

Dt. Rutelli: ¿Cómo se llamaba?

Flora Conway: Hassan.

Dt. Rutelli: ¿Hassan y qué más?

Flora Conway: No lo sé.

Dt. Rutelli: ¿Adónde fueron?

Flora Conway: A mi casa.

Lt. Richard: ¿Tuvo relaciones sexuales con él?

Flora Conway: …

Lt. Richard: Señora Conway, ¿tuvo relaciones sexuales con ese extraño al que había conocido unas horas antes, en su piso, donde estaba durmiendo su hija?

20.46 h

Dt. Rutelli: Me gustaría que mirase este vídeo atentamente: son imágenes que ha captado esta tarde una cámara de vigilancia instalada en el pasillo de la sexta planta de su edificio.

Flora Conway: No sabía que ahí hubiese una cámara.

Lt. Richard: Fue una medida que se votó en la junta de propietarios hace seis meses. La seguridad del Lancaster se ha reforzado mucho desde que gente con pasta ha comprado las viviendas para reformarlas.

Flora Conway: Viniendo de usted, supongo que es una crítica.

Dt. Rutelli: La cámara permite ver claramente la puerta de entrada de su casa. Aquí se la ve volviendo del colegio con Carrie. Fíjese en la hora que aparece en la parte inferior de la pantalla: las 15.30 h. Y nada más. He mirado la cinta a cámara rápida. No se acerca nadie a su puerta hasta que llego yo, a las 16.58 h.

Flora Conway: ¡Es lo que les he dicho yo!

Lt. Richard: Esa historia no se sostiene. Creo que no nos está contando toda la verdad, señora Conway. Si nadie entró ni salió de su piso, significa que su hija sigue allí.

Flora Conway: Si es así, ¡ENCUÉNTRENLA!

[Me levanto de la silla. Le planto cara a la imagen reflejada que me devuelve el espejo: cara pálida, moño rubio, camisa blanca, pantalones vaqueros y cazadora biker. Estoy en pie. Y necesito decirme que voy a seguir estándolo.]

Lt. Richard: ¡Señora Conway, siéntese! No hemos terminado. Todavía tenemos preguntas que hacerle.

[Me repito mentalmente que voy a plantar cara. Que ya he vivido adversidades. Que las he superado. Y que esta pesadilla terminará algún día. Y que…]

Dt. Rutelli: Por favor, señora Conway, siéntese.

Lt. Richard: Mierda, que se desmaya. ¡No se quede ahí plantado, Rutelli! Avise a emergencias. Nos la vamos a cargar otra vez. ¡Mierda!

2Un entramado de mentiras

Cuando se habla con escritores, siempre hay que tener presente que no son gente normal.

Jonathan COE

1.

Hace seis meses, el 12 de abril de 2010, me arrebataron a mi hija de tres años, Carrie Conway, mientras jugábamos las dos al escondite en mi piso de Williamsburg.

Después de haberme desmayado mientras me interrogaban en la comisaría, me desperté en una habitación del Brooklyn Hospital Center, donde me quedé varias horas bajo la vigilancia de dos agentes del FBI. La sede neoyorquina del Bureau se había hecho cargo de la investigación. Uno de los agentes me dijo que un equipo estaba «desarmando» mi piso y que, si Carrie aún estaba allí, acabarían encontrándola. Me sometieron a un segundo interrogatorio y volví a sentir que me agredían bombardeándome a preguntas, como si el problema fuera yo. Como si fuera yo quien tuviera la respuesta a este misterio: ¿qué le ha pasado a Carrie?

En cuanto tuve fuerzas, pedí el alta y hallé refugio en casa de mi editora, Fantine de Vilatte. Me quedé allí una semana, esperando a que me dejaran volver al Lancaster.

2.

Desde ese día, la investigación no ha avanzado lo más mínimo.

Mes tras mes, me paso los días en una neblina medicamentosa. Esperando a que suceda algo: que descubran un indicio, que detengan a alguien o que pidan un rescate. Esperando incluso que se presente en mi casa un poli para decirme que ha aparecido el cuerpo de mi hija. Lo que sea antes que esta espera desesperanzada. Lo que sea antes que este vacío.

Al pie del Lancaster, a cualquier hora del día o de la noche, hay una cámara, un fotógrafo, uno o varios periodistas para acercarme el micro. Ya no es el tropel de los primeros días, cuando había varias decenas montando guardia, pero son suficientes como para que se me quiten las ganas de salir.

Lo que llaman el «caso Carrie Conway» se ha convertido en un suceso que «tiene a toda América en vilo», tal y como repiten machaconamente las cadenas informativas. Han tirado de todo el repertorio: «el nuevo misterio del cuarto amarillo», «una tragedia digna de Hitchcock», «Agatha Christie versión 2.0»…, por no hablar de las alusiones a Stephen King basadas en el nombre de mi hija o las teorías del todo descabelladas que pululan por Reddit.

De la noche a la mañana, gente que nunca había oído hablar de mí, que nunca había leído ningún libro mío ni, seguramente, ningún otro libro, se puso a exhumar frases crípticas de mis novelas antiguas y a retorcerlas para elaborar hipótesis ridículas. Los carroñeros han despellejado mi vida y la de las personas con quienes he coincidido, en busca de pruebas acusatorias. Porque me ha quedado claro que todos llegan siempre a la misma conclusión: yo soy necesariamente culpable de la desaparición de mi hija.

Y este eco mediático es el peor juez. No se empantana con pruebas, reflexiones o matices. Su meta no es la verdad, sino el espectáculo. Va a lo rápido y a lo anecdótico, se alimenta de la seducción facilona de las imágenes, de la pereza periodística y de los lectores atontados por la sumisión al clic. La desaparición de mi hija, el drama que me está destrozando, para ellos no es más que un entretenimiento, un espectáculo, un tema para comentarios ingeniosos y risitas sarcásticas. Y ya que estamos, ese enfoque no lo acaparan ni mucho menos los medios de gama baja o populares. Otros, supuestamente serios, se entregan a él con entusiasmo. Disfrutan tanto como los demás revolcándose en el barro con los cerdos, pero no acaban de reconocerlo. Así que, sin sonrojarse siquiera, camuflan su voyerismo vistiéndolo de «investigación». La palabra mágica que justifica la fascinación enfermiza que sienten y el acoso que ejercen.

Su persecución me tiene prisionera, encerrada todo el día en mi cubo de cristal de la sexta planta. Fantine me ha ofrecido varias veces que me instale en su casa, pero yo sigo pensando que, si Carrie volviera, volvería aquí, a nuestro hogar, a nuestro piso.

Mi única vía de escape es la azotea del edificio: una antigua pista de bádminton rodeada de cañizos de bambú que ofrece una panorámica circular del skyline de Manhattan y Brooklyn. La ciudad parece a la vez alejada y próxima en los detalles más nimios: las bocas de alcantarilla soltando vapor a los cuatro vientos, los reflejos cambiantes en los cristales de los edificios o las escaleras de incendios metálicas que se aferran a las fachadas de arenisca roja.

Subo varias veces al día para respirar. A veces incluso trepo aún más arriba, por la escalerilla de hierro que lleva al depósito de agua que alimenta el Lancaster. La vista desde allí es vertiginosa. El cielo y el vacío se disputan la atención. Y, cuando miro hacia abajo, noto la tentación del magno salto que me recuerda que jamás, en toda mi existencia, he sido capaz de crear el mínimo vínculo familiar o de amistad.

Carrie era lo único que me ataba al mundo. Si no la encuentran, sé que algún día me lanzaré al vacío. Está escrito, en alguna parte del libro del tiempo. Todos los días subo a esa cisterna para saber si va a ser hoy. De momento, el tenue hilo de la esperanza siempre me ha impedido pasar del dicho al hecho, pero la ausencia se eterniza y me temo que no voy a ser capaz de aguantarla mucho tiempo. Los pensamientos más extremos conviven en mi cabeza. No hay noche en que no me despierte sobresaltada, chorreando, ahogándome, con el corazón trémulo y desbocado. En mi memoria, las imágenes de Carrie empiezan a atenuarse. Me doy perfecta cuenta de que se me escapa. Su rostro se vuelve menos preciso, ya no recuerdo con exactitud sus gestos ni la intensidad de su mirada, las inflexiones precisas de su voz. ¿Por culpa de qué? ¿Del alcohol? ¿De los ansiolíticos? ¿De los antidepresivos? Qué más da. Es como si estuviera perdiéndola por segunda vez.

Curiosamente, el único que se preocupa por mí es Mark Rutelli. Hace tres meses que se jubiló de la policía y se pasa a verme al menos un día a la semana para tenerme al tanto de su investigación paralela, que de momento está en punto muerto.

Y luego está mi editora, Fantine.

3.

—Insisto, Flora: tienes que marcharte de aquí, sí o sí.