La vocación de perderse - Franco Michieli - E-Book

La vocación de perderse E-Book

Franco Michieli

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Beschreibung

Desde sus primeras travesías de montaña, el explorador Franco Michieli se percató de que aceptar el hecho de perderse y acabar en una senda inesperada y desconocida es una buena manera para renovarse. Mientras sigamos itinerarios señalizados, no tendremos forma de saber qué pasaría si buscásemos el camino leyendo solo la naturaleza, interpretando las formas del terreno como se nos presentan, observando los movimientos de los astros, descifrando las redes fluviales o navegando por la niebla según la dirección del viento. Este apasionante ensayo ahonda en có­mo podemos recuperar las habilidades naturales de orientación de nuestros antepasados y reflexiona sobre la dimensión espiritual que nace de esa extraordinaria y olvidada experiencia.

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Seitenzahl: 80

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Edición en formato digital: junio de 2021

 

Título original: La vocazione di perdersi. Piccolo saggio su come le vie trovano i viandanti

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© 2015, Ediciclo Editore srl, Portogruaro

Originally published in Italy in the series «Piccola filosofia di viaggio»

This translation published by arrangement with Anna Spadolini Agency, Milano

All rights reserved

© De la traducción, José Palacios

© Ediciones Siruela, S. A., 2021

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18708-91-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

«Cuando viajo, me esfuerzo por conocer el territorio como si fuese un ser humano, con su complicada, insondable personalidad. Espero que sea él quien hable. Y espero. Y espero».

 

BARRY LOPEZ, Una geografía profunda

 

La belleza misteriosa del blanco horizonte nevado, ondulado y deshabitado, gélido y luminoso, que se extiende a nuestro alrededor en todas direcciones, no depende de su estética, ni tampoco de su potencia, sino de las innumerables historias que en él podrían suceder, sucedernos. Esta belleza tiene múltiples caras porque para nosotros no es un panorama, sino un futuro proyectado en el espacio en el que podríamos ser capaces de mantener una ruta, o perderla. Sabemos que no hay un límite claro entre los dos extremos. Deslizándonos sobre nuestros esquís por ondulaciones, valles, llanuras sin fin y lagos helados, viviremos una larga alternancia de sentimientos de pérdida y hallazgo, de desorientación y de certeza. El camino no trazado que pedimos a la tierra y al cielo que nos sugieran, a través de cientos de kilómetros de una Laponia inmersa en el invierno nórdico, existe solo en nuestra confianza: si dejamos de tenerla, estamos perdidos. Mientras creamos, cada desvío y cada aparente error de dirección seguirán formando parte de la ruta, serán solo curvas del camino que nuevas sugerencias o llamadas silenciosas de la naturaleza podrán corregir con nuestra colaboración para llevarnos a una meta lejana. La belleza de este escenario atrapa y se hace visceral porque no está predefinida, esculpida para siempre; es algo desconocido que se mostrará más o menos según la intensidad de nuestro deseo de encontrarla. Fluirá sobre nosotros con fuerza creciente cuando, en ciertos momentos, más perdida parezca cualquier referencia y nos encontremos suspendidos en el infinito, a la espera, hasta una nueva revelación. En esos momentos conoceremos algo que no ha sido planificado por el hombre, sino que viene de más allá, un destello de la filosofía del universo.

¿Cómo puede existir, en pleno siglo XXI, la situación que describo? También en las tierras del Sapmi —nombre en lengua sami de Laponia—, entre Noruega, Finlandia y Rusia, el territorio está cartografiado a la perfección y es suficiente con dotarse de mapas para reconocer cada localidad. Con ayuda de brújula y reloj, resulta sencillo mantener las referencias de espacio y tiempo. Si además, como se hace hoy día de manera rutinaria, antes de partir se prepara un rastreo de GPS, se podrá seguir la ruta deseada incluso en la más espesa niebla, consultando el monitor y casi sin tener que mirar alrededor.

Mi amigo Davide y yo hemos reconquistado un espacio incierto y abierto a lo desconocido gracias a una elección radical que ya he puesto a prueba muchas veces en los últimos quince años: sencillamente hemos dejado los instrumentos artificiales en casa. No llevamos con nosotros mapas topográficos, relojes, brújulas, GPS, teléfonos, ni radios. Tras habernos alejado de las zonas habitadas de la costa del mar Báltico, los instrumentos de que disponemos son solo las referencias naturales y las facultades humanas, lo que en realidad no es poco: como seres vivos poseemos una sensibilidad llena de posibilidades, una red de sentidos capaz de poner en relación percepciones complementarias, una imaginación que va más allá de lo visible, una cultura en grado de reconocer significados en escenarios desconocidos. Todo ello con una profundidad y una riqueza de matices muy superiores a los de la tecnología y con la posibilidad de equivocarnos y de corregirnos, que es la capacidad más útil. Por tanto, aislados por completo y en movimiento por la inmensidad blanca, durante un mes intentaremos alcanzar la otra costa a través de la tierra nevada. En medio hay dos o tres poblaciones que tendremos que encontrar para aprovisionarnos. Con nuestra elección, la posibilidad de perdernos es real y, por tanto, también lo contrario: puede ser la ocasión para encontrar, para encontrarnos, para ser encontrados por lo inesperado.

El aislamiento invernal de la tundra se presta perfectamente a introducirnos en una dimensión así, algo hoy día insólito. Pero aprender a «perderse» en un ambiente doméstico, donde se vive, puede ser igual de interesante y fuente de infinitos descubrimientos. Al contrario de lo habitual hoy día, con este enfoque no hay que tener prisa en volver al mundo habitado para poder permanecer en el entorno natural todo el tiempo que requiera la vastedad del territorio. Son necesarios un bagaje cultural adecuado, materiales bien estudiados, en nuestro caso adaptados al invierno nórdico, y una larga experiencia que nos haya enseñado a leer el territorio, la nieve, los bosques y el cielo, de modo que podamos extraer indicaciones válidas para orientarnos en el camino. Además, se puede tener como referencia un «mapa mental» de la región, lo que no quiere decir que se haya estudiado de memoria un mapa geográfico, sino haber comprendido, o a veces solo imaginado, las específicas geometrías en que se disponen los cursos de agua, los valles, las cadenas montañosas, las series de lagos, etcétera, de manera que sean referencias útiles. Y por supuesto ropa, una tienda, un saco de plumas adecuados para acampar y pernoctar sin problemas en el hielo invernal. Y evidentemente víveres para muchos días junto a hornillos para fundir la nieve y poder obtener agua, además de calentar la comida siempre congelada. El conocimiento está en nosotros, pero los objetos los acarreamos en dos trineos, o pulkas, de los que vamos tirando por la nieve.

Todo esto en realidad es solo un equipaje secundario. A nuestras espaldas hay mucho más que experiencia personal y el contenido de nuestras pulkas. Si hoy día no es tan difícil, aunque en principio lo parezca, adentrarse en la wilderness en un pequeño grupo o incluso en soledad, interrumpiendo durante un cierto tiempo cualquier comunicación con la civilización, es porque se trata de una situación «normal». Para recuperar la memoria, antes de reconstruir el concepto de la vocación de perderse, cerca o lejos de casa, debemos volver sobre nuestros pasos algunas decenas de miles de años atrás, porque es entonces cuando adquirimos el bagaje más importante.

 

 

 

 

Venimos de una extensa era en que éramos pocos sobre la tierra. Como otras especies de seres vivos poco numerosas, pequeños grupos de humanos vivían en extensas regiones, rodeados de espacios salvajes de los que era imposible imaginar el límite. Solo había fronteras inestables y vagos caminos, individuos y manadas de muchas especies animales delimitaban con señales propias la extensión de sus territorios, en una infinita soperposición de áreas pequeñas y grandes, unas dentro de otras, con vías de migración, confundiéndose unas con otras según las diferentes necesidades. Lo mismo hacíamos nosotros, los grupos de humanos cazadores y recolectores, pertenecientes a la comunidad de seres vivos, marcando el espacio de cada grupo allí donde el continuo vagabundeo suponía el riesgo de encontrarse con desconocidos.

Sin embargo, el mundo era grande y estaba vacío de humanos. Yendo en muchas direcciones no se habría encontrado un semejante ni dando la vuelta completa a la tierra. Enteros continentes y archipiélagos de miles de islas estaban habitados por ecosistemas plurimilenarios de los que ningún Homo había formado parte jamás.

Desde tiempo inmemorial, con cada mutación del clima, de los recursos, de la densidad de las poblaciones, o por el simple impulso de querer descubrir algo nuevo, animales y plantas habían migrado a través de toda la tierra. Nosotros, desde la prehistoria, sabíamos hacerlo de idéntico modo. Durante viajes que duraban siglos y generaciones, aprendiendo a procurarnos el alimento y el cobijo, territorio tras territorio, nos adentrábamos en pequeños grupos hasta los más alejados rincones de cada continente —excluyendo la Antártida y algunas islas remotas— mucho antes de haber dado vida a lo que consideramos civilización, a las primeras formas de agricultura sedentaria y de núcleos habitados estables. Por ejemplo, los grupos de cazadores árticos que hace unos 14.000 años atravesaron el estrecho de Bering desde Siberia a Alaska, en solo mil años ocuparon las dos Américas, transformando su cultura material a través de cada zona climática y ambiental y asentándose por todas partes en pequeños grupos, incluso en la Patagonia.

En el espacio de aquellos antiguos horizontes que atravesábamos no había caminos, no había senderos humanos ni hitos de piedra que marcaran la vía. Ninguna torre ni fortaleza se erigía en lejanas colinas para señalar una meta, ni existían faros en las islas de Oceanía o en los estrechos del Ártico hacia los que nos dirigimos en arcaicas piraguas. Ninguna indicación mostraba los pasos o los puertos posibles, salvo las trochas abiertas en la tierra por las manadas salvajes en las que era imposible encontrar la huella de un pie humano.

En ese vagar por los continentes no se encontraba ninguna de las referencias que hoy, en el siglo XXI, se consideran necesarias para iniciar cualquier recorrido. Si imaginamos a aquellos pequeños humanos, nuestros antepasados, moverse en busca de un lugar para vivir en paz, por bosques y sabanas, en el límite de los desiertos, en los mares de hierba de las praderas, en salvajes costas o incluso en la tundra, nos parecen hormigas, ratoncitos perdidos en la inmensidad.