La vorágine - José Eustasio Rivera - E-Book

La vorágine E-Book

José Eustasio Rivera

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Beschreibung

«La vorágine» narra la odisea de Arturo Cova en la selva amazónica y se erige como una denuncia al racismo, las desigualdades sociales y otras formas de violencia. En esta oportunidad se trabajó sobre la última versión que revisó Rivera de la obra, dándole nueva vida al vocabulario que se gestó en esta y que marca las palabras usadas en los ambientes llanero y amazónico, los cuales sirven como telón de fondo de la novela. También contiene algunas de las fotografías que estuvieron en las tres primeras ediciones y se anexaron otras como testimonio del genocidio perpetrado en el Amazonas a cuentas del modelo extractivista practicado por las empresas comerciantes del caucho. Además, se rescataron los cuatro mapas incluidos en las ediciones que el autor revisó y se adicionaron notas y comentarios del editor. Para cerrar, se narra parte de la polémica gestada por el "crítico" Luis Trigueros, misma que sirvió a Rivera para ilustrar sus intenciones y las de su obra, y con la que puso en evidencia, como él mismo dijo, «la más inicua bestialidad humana». Este clásico de la literatura latinoamericana abre la colección Arteria Mestiza.

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Colección Arteria Mestiza

Título original: La vorágine

Autor: José Eustasio Rivera

HISTORIA DE LA PUBLICACIÓN:

Publicada el 25 de noviembre de 1924 por la Editorial Cromos. Para el presente libro se utilizó la quinta edición, última revisada por Rivera, publicada en Nueva York, en la Editorial Andes, en 1928.

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-95-3

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Coordinadores de la colección: Luis Enrique Izquierdo y Diego Santamaría García

Edición y revisión: Luis Enrique Izquierdo

Prólogo: Luis Enrique Izquierdo

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López Lesmes @martinpaint

Diseño y diagramación: David A. Avendaño @art.davidrolea

Fotografías internas: Archivo fotográfico.

Primera edición: Colombia 2024

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración

de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida,

almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya

sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia,

sin previo aviso del editor.

¡Quisiera tener con quién conspirar! ¡Quisiera librar la batalla de las especies, morir en los cataclismos, ver invertidas las fuerzas cósmicas! ¡Si Satán dirigiera esta rebelión…!

José Eustasio Rivera, La vorágine

Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por un afecto contrario y más fuerte que el afecto a reprimir

B. Spinoza, Ética

[…] La única obra y el único acto de la libertad universal es, por tanto, la muerte, y además una muerte que no tiene ningún ámbito interno ni cumplimiento, pues lo que se niega es el punto incumplido del sí mismo absolutamente libre; es, por tanto, la muerte más fría y más insulsa, sin otra significación que la de cortar una cabeza de col o la de beber un sorbo de agua.

G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu

Cosas de La vorágine

Qué más se puede decir de La vorágine? Los lectores terminamos por hacernos amigos de quienes leemos: Amamos a Montserrat Ordoñez, respetamos a Luis Eduardo Nieto Caballero y a Juan Loveluck, puede que hasta odiemos o no estemos de acuerdo con Oscar Ramos, Sharon Magnarelli, y Carlos Paramo, y que admiremos profundamente el trabajo de Luis Carlos Herrera S.J. Todos ellos –desde sus particulares visiones– nos han presentado a un Rivera, nos han contado su visión de La vorágine, la han diseccionado con el bisturí del cirujano y nosotros hemos podido ver la sangre corriendo, la articulación rota, el corazón delirante, el músculo contraído de ese cuerpo de palabras que es la obra de Rivera: La vorágine.

La lectura es un afecto, dos superficies de cuerpos se encuentran: el texto sobre el papel y el lenguaje acariciado, contemplado por el cuerpo lector. Y de esta manera algo emerge en el lector, que transforma toda realidad exterior. Mientras tanto, en La vorágine [adentro], presenciamos la lucha de afectos contrarios que a su paso suprime o reprime cuerpos humanos, animales, pasiones, vegetación, todo. ¡Cuánta vitalidad anulada por fuerzas contrarias!

Quien escribe y nosotros –los lectores– nos amalgamamos y nos sentimos uno en ese movimiento que es la lectura. Por eso el que nos digan algo de aquel a quien hemos conocido, creando una cadena de afectos, produce variadas emotividades. Los lectores de Rivera hemos padecido con él la humedad de la selva, hemos enlodado nuestras botas y hemos entrado en la alucinación de la malaria. Hemos amado y odiado a sus personajes. Dormimos en la hamaca, escribimos sobre los distintos cuerpos (libros) que hemos comprado, marcamos el cuerpo de Rivera mientras el marca el nuestro. Por eso a veces los prólogos y los estudios incomodan, y más si son academicistas o con ínfulas de tener la verdad absoluta, por eso saltamos esas páginas y vamos directo a la obra.

Todo eso –lo que digo, lo que pienso, lo que siento– podría hacer que un nuevo prólogo fuera una tarea desalentadora; pero hay un pequeño detalle, y es que hace ya año y medio que nos sentamos a pensar con el equipo de Calixta una colección para los clásicos de nuestra América. En ese momento no sabíamos que se llamaría Arteria Mestiza, ni siquiera sabíamos qué textos clásicos escogeríamos para rescatar y llevar a los lectores, tampoco que contemplaríamos los territorios del Norte, aunque internamente sepamos que el norte es el sur. Así que fuimos conceptualizando en el camino esta colección que hoy abre nuestro José Eustasio Rivera, y eso hace que escribir nuestro prólogo sea, no solo una tarea importante, sino alentadora.

En esa exploración, nuestra intención no es controvertir o refutar lo que ya se ha dicho, tampoco seguir o sugerir una u otra lectura. Nuestro objetivo, es: por un lado, acercar los textos a los nuevos lectores, razón por la cual tomamos decisiones editoriales de las que hablaremos más adelante, y por otro, propiciar acercamientos divergentes, lo cual implica tener u obtener distintos puntos de vista, poseer la capacidad de separar las capas que coexisten entre la realidad y la ficción, luchar contra el texto, poner objeciones, discrepar con Rivera a cien años de la publicación de su obra cumbre y, por qué no, hacer catarsis de nuestras angustias.

La vorágine se convirtió con el paso del tiempo en un territorio por explorar, un juego dinámico de ficción y realidad, una clase de recursos narrativos, una excusa para pensar nuestras angustias. La conciencia de que seguimos caminando sobre la delgada línea de extinción de nuestra especie, a cuenta de primar intereses económicos y de poder sobre la red de afectos que se extiende entre los humanos, lo que hemos llamado naturaleza y los animales no humanos; de invisibilizar una conciencia de integración planetaria a cuenta de procesos económicos que benefician de manera temporal a unos pocos grupos empresariales. Pero, ante todo, y este es el hilo de este prólogo, La vorágine es un dispositivo de pensamiento, el cual queremos reiniciar para que tenga todo su poder.

La muerte es la realidad en Rivera, aparece de manera permanente, es en los personajes el acto que marca su absoluta libertad. Y alrededor de ella los temas recurrentes, el genocidio, el poder, la migración, la violencia. ¡Cuánta actualidad en La vorágine! tanta, que algunos fragmentos parecen escritos tan solo hace un par de días, y si bien las condiciones políticas, económicas, sociales y de pensamiento han cambiado; se han generado nuevos escenarios de verdad, nuevas formas jurídicas, nuevos estereotipos, nuevos discursos que mutan con la velocidad de las redes de comunicación. Por ejemplo:

«A pesar de mi semblante agresivo, el hombre no se desconcertó; mas dióle al discurso giro diverso: sucedían tantas cosas en Casanare, que daba grima pensar en lo que llegaría a convertirse esa privilegiada tierra, fuerte cuna de la hospitalidad, la honradez y el trabajo. Pero con los asilados de Venezuela, que la infestaban como dañina langosta, no se podía vivir. ¡Cuánto había sufrido él con los voluntarios que le pedían enganche! ¡Tantos se le presentaban explotando la condición de los desterrados políticos, y eran vulgares delincuentes, prófugos de penitenciarías!»

Este fragmento abre el espacio para pensar, ¿es que acaso nada ha cambiado? Tal vez podemos decir que La vorágine, pese a los años, es profundamente actual, nos dice algo de nuestra propia realidad, nos confronta con ese sentir que aún permanece en nosotros, el de crear barreras a través del concepto de la diferencia, el del elitismo racial y cultural con el que muchos de nosotros nos levantamos cada día, mientras sintonizamos el noticiero de turno. Nos devoramos a sí mismos, nación de muertos. En vida odiando al otro, evadiendo el contacto visual con la pobreza. La selva no devora a nadie, la ciudad todo lo consume y además lo convierte en producto. Caucho desangrado, metáfora de esta Arteria Mestiza. ¿Tendremos que regar de nuevo con nuestra sangre el territorio? Tal vez con Hegel la muerte es nuestro único acto de libertad, o contra él un campo de afectos en el que la vida sigue su continuum.

Para 1924, fecha de la primera publicación de la novela, los acontecimientos de las Caucherías ya eran historia. Sin embargo, genocidio, esclavitud, modelo extractivista, progreso, naturaleza, salvaje son conceptos que seguían allí, funcionando. A principio de siglo XX Europa expandía su poder económico a expensas de la explotación de un continente que le servía como reserva y fuente de acumulación al mismo tiempo. Rivera consideraba que con su obra –así fuera por medio de la ficción– podía denunciar y propiciar que el ciudadano del común fijara su atención en los territorios que se escapaban de las grandes ciudades, donde ‘sucedía’ la Historia [la oficial], esa en la que estamos inmersos y sobre la cual se construye el discurso sobre el mundo, las mismas que los académicos tomamos para realizar extensas disertaciones, pero ¿y la voz de los otros? Por lo menos con Rivera teníamos a un copista, a un hombre que internado y, en apariencia, a salvo en la gran ciudad tomó los sonidos de ese Llano, de esa selva y los convirtió en historia, la pequeña historia de nosotros los mortales, los que hablamos con errores y con entonaciones mal sanas para los instruidos. Esa historia rescatada de los que en realidad hacen la Historia es la que permite que La vorágine sea un dispositivo de poder.

Seguro al rastrear las líneas encontremos en incubación conceptos como conciencia ecológica, daño ambiental, generaciones futuras, pueblo indígena, ancestralidad. El poder de selva, la liana y el jaguar dan a cada uno lo que es suyo, asi que a Rivera se le otorga, el alma para contarlo y acelerar su muerte para llevarlo a la gloria. De esta forma, la selva habla a través de Rivera y vuelve cien años después en miles de ediciones que inundan el mercado, lo importante acá es cumplir con el designio, y es que cada palabra duela, que cada acontecimiento narrado nos lleve a la acción. Que La vorágine sea de nuevo ese poderoso objeto de pensamiento que nos saque del letargo y que cada lector actualice no la historia sino su propia historia personal.

Pero claro, la mutación acelerada que vivimos por cuenta de la tecnología nos lleva a encontrar formas diversas de acercarnos a las obras literarias y a nuestro propio pasado, nuestra recomendación con Artería Mestiza, es volver al ocio, cerrar la red social, apagar los televisores y adentrarnos en la historia de Arturo Cova. La de las multinacionales asesinando a cuenta de desangrar los árboles de nuestro territorio mestizo, capital extranjero al servicio del genocidio y, hoy en día, nuestra historia y por la cual con nuestra Arteria Mestiza cantamos en cada prólogo, es la de multinacionales de la industria del libro generando correcciones del lenguaje, mutilando obras, censurando y, lo peor, comprimiendo el catálogo a aquello que es susceptible de venderse con facilidad. Uniformidad antes que capacidad de crítica, fetiches mercantiles homogenizados, productos pensados para nichos de consumidores y nada más. Nuestra Arteria es sangre nueva, sangre Mestiza inoculada con la pasión por las letras. De esta manera nuestra Vorágine en esta Artería Mestiza es un dispositivo de poder que puede inclusive ser utilizado para comprender los peligros del monopolio en la industria editorial, de la perdida de la bibliodiversidad, de la homogenización del pensamiento. Si en Rivera existía un genocidio de poblaciones enteras, hoy nos vemos avocados a la destrucción intelectual de miles lectores que caen –o caemos– en la trampa del comercio.

Volviendo a la novela reconocemos que el verdadero acento está en la forma –que desafortunadamente sigue siento actual– de cómo el hombre termina por devorar al hombre mismo en esa batalla de las especies, en las cuales casi siempre gana aquel que, a través de la tecnología, ha logrado atrapar al otro y que utiliza el lenguaje como campo de batalla. Consuelo final, en el lenguaje mismo se encuentra la resistencia para controvertir los órdenes impuestos, para denunciar y actuar desde la producción de la palabra. De la violencia y la guerra, de la apropiación y la muerte a la resistencia y la cooperación, al contacto de superficies y la potencia de existir.

En Rivera existe exactitud en la descripción de los lugares geográficos, habilidad para asegurar la verosimilitud de ese llano [primera parte], y la selva amazónica [segunda y tercera parte]. Sin embargo una deuda, el llano y la selva han sido develados desde occidente, desde la centralidad, desde el academicismo que genera sus propios conceptos, sus propios discursos con los que delimita, segmenta, encasilla y se apropia por medio de procesos de enunciación. Es por esto por lo que esa naturaleza es todavía entendida como salvaje, como aquella que devora a los personajes, cuando quizá la intención de Rivera fuera observar cómo la selva ha quedado a merced de la violencia, hasta el punto de la muerte, perpetuada a manos de los hombres. De esta manera, abre la posibilidad de darle voz al llanero, al cauchero, son esas voces las que terminan relatando y construyendo ese relato de racismo, exterminio, desigualdad y violencia. La vorágine entonces integra el territorio y la centralidad y por medio del ejercicio creativo de la ficción de la voz a sus protagonistas. Y si bien, no se logra cubrir ese vacío que implica que el llano y la selva hayan sido develados desde el academicismo occidental, por lo menos en su época se consolidó como referente. Faltaron unas cuántas guerras más y procesos de paz extensos para que por fin pudiéramos escuchar a sus protagonistas en las memorias de una guerra que aún no acaba.

Configurar en la mente de los lectores la selva y el llano –que para la centralidad es lejano ajeno, peligroso– a través de las palabras es dar el poder de los dioses a los lectores mortales de crear por medio de los colores y los olores de la ciudad esa exuberancia vista por sus ojos. Hacer sonar a sus protagonistas como lo hace en esa primera parte, escuchamos y se nos eriza la piel, ese es el poder de Rivera, esas son las cosas de La vorágine que a cien años golpea y fragmenta las débiles almas humanas en las que nos hemos convertido.

Tendríamos de esta manera abogados de la CIDH detrás de estas imágenes para comprender el impacto de lo que pasa inclusive hoy en la selva:

«Por su lado, los capataces inventan diversas formas de expoliación: les roban el caucho a los siringueros, arrebátanles hijas y esposas, los mandan a trabajar a caños pobrísimos, donde no pueden sacar la goma exigida, y esto da motivo a insultos y a latigazos, cuando no a balas de Wínchester. Y con decir que fulano se picureó o que murió de fiebre, se arregla el cuento».

Laboralistas se asombrarían o quizá compararían con alguna realidad actual:

«El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de la región, no pueden cambiar de dueño antes de dos años. Cada individuo tiene una cuenta en la que se le cargan las baratijas que le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona el caucho a un precio irrisorio que el amo señala. Jamás cauchero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está en guardar el modo de ser siempre acreedor. Esta nueva especie de esclavitud vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos».

El lector corriente quizá encuentre una escena del mejor terror colombiano:

«La servidumbre en estas comarcas se hace vitalicia para esclavo y dueño: uno y otro deben morir aquí. Un sino de fracaso y maldición persigue a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se refugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y en alma».

Tono, fuerza, canto, lírica, emoción es lo que el lector descubrirá en Rivera. Esta edición de La vorágine de Arteria Mestiza está dedicada especialmente a las nuevas generaciones, ellos han demostrado que dan pasos agigantados por buscar un cambio de conciencia, una forma distinta de relacionarnos con nuestros entornos y con el otro –inclusive en la conciencia de nosotros mismos–, constantemente nos contrastan con la permanencia de modelos políticos que se siguen deteriorando. Son generaciones de hombres y mujeres que entienden que las relaciones entre naciones, sus prácticas económicas y mercantiles ensanchan la brecha de pobreza, generan inseguridad alimentaria y que la permanencia del planeta está en riesgo si no seguimos siendo críticos frente a los capitales acumulados y la inversión a la industria de la guerra y los laboratorios.

Sin embargo, al final, el llano sigue siendo el llano y la selva sigue siendo la selva; pero son para Colombia el escenario del conflicto, la catástrofe sigue su curso; la tecnología hoy en día, aplicada a la guerra y a la explotación, amplía su impacto y acelera el ritmo de la devastación. La destrucción se sigue perpetuando, se arrasan extensiones gigantescas de árboles y se llevan consigo la vida de animales no humanos y se borra la memoria de miles de años de evolución, incluyendo la de nuestra. El jaguar es desplazado y la liana sagrada del yagé destruida. Leer La vorágine es ahora una forma de establecer una comunión con nuestra historia, no la oficial sino la nuestra, en sueños la alucinación se hará presente para obtener la información suficiente para la acción. Afectarnos es posibilitar el movimiento de la voluntad.

La extinción es una realidad que amenaza la historia humana, entendernos desde la perspectiva de una red de afectos, una conciencia cósmica que nos una de nuevo con el jaguar y las plantas sagradas, con los ríos y los mares. Esta conciencia extendida de nuestra humanidad quizá nos permita tener una suerte de esperanza y sentir aversión frente a los hechos consignados en el libro que tenemos en nuestras manos. Si usted llegó está aquí está listo para leer La vorágine de Arteria Mestiza.

Rivera comenta a partir del texto de Trigueros: «‘Cosas de La vorágine’, dicen los magnates cuando se trata de la vida horrible de nuestros caucheros y colonos de la zona amazónica». Para nosotros la selva no consume a sus protagonistas, sino que, de nuevo, ‘el progreso’ –‘el poder’– consume al llano, consume la selva; la fuerza destructora atraviesa de nuevo el Atlántico y con prácticas extractivistas termina por desangrar los árboles de caucho que encuentra a su paso. Inglaterra envía sus hombres de confianza, hombres blancos esclavizan a indígenas y colonos con prácticas económicas de endeudamiento, como sigue sucediendo con los países que quedan a expensas de aquellos que aprovecharon su riqueza natural para consolidar sus excedentes de producción con los cuales fortalecen un sistema económico que aniquila las formas sociales de cooperación, compasión y amor.

Para concluir, nuestra Arteria Mestiza, entonces con este libro marca el primer capítulo para integrarnos definitivamente en este pensamiento de la unidad y la diversidad. En realidad La vorágine es nuestro primer dispositivo de resistencia, nuestro canto y nuestro puño levantado en contra de cualquier forma de poder.

Luis Izquierdo

Nota del editor: Para la presente edición utilizamos la quinta edición de editorial Andes, la última corregida por Rivera, el autor se encontraba en Nueva York gestionando las correcciones y los derechos para la realización cinematográfica, cuando le alcanzó la muerte. Hemos revisado la versión del padre Jesuita Luis Carlos Herrera con motivo de los cincuenta años en1974 en la cual realizó una minuciosa crítica en la que compara las ediciones uno y dos con la cinco. Tomamos el vocabulario de la edición revisada, pero esta vez lo hemos dejado como nota a pie de página en la primera aparición de una palabra, a eso hemos sumado más de cincuenta notas adicionales aclaratorias o que explican alguna palabra en desuso o con significado ambiguo. Se revisaron los textos clásicos de autores sobre La vorágine para la realización de este prólogo y, con los editores y diagramadores, hemos buscado fotografías y textos que nos permitan comprender y aumentar el poder narrativo y de denuncia que Rivera había concebido para La vorágine. Hemos adjuntado a esta edición, el texto escrito por Luis Trigueros y la contestación que Rivera realizó con vehemencia.

PRÓLOGO

Señor Ministro:

De acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos.

En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter.

Creo, salvo mejor opinión de S. S., que este libro no se debe publicar antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo.

Soy de S. S. muy atento servidor,

José Eustasio Rivera

… Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolación.

Fragmento de la carta de Arturo Cova

PRIMERA PARTE

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos –tediosos de libertad– se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.

Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi desgracia se opone a tu porvenir.

Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite, resueltamente: ¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor.

¡Y huimos!

***

Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente al insomnio.

Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites, veía parpadear las estrellas. Los follajes de las palmeras que nos daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire. Al lado de mi chinchorro1, en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dormía con agitada respiración.

Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiadoras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus ansias de triunfo, y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de tu hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.

En aquel momento me sentí pusilánime. No era que mi energía desmayara ante la responsabilidad de mis actos, sino que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba. Poco empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayores locuras; pero ¿después de las locuras y de la posesión?…

Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas. El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez, en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados peligros. Pero Alicia me estorbaba como un grillete. ¡Si al menos fuera más arriscada, menos bisoña, más ágil! La pobre salió de Bogotá en circunstancias aflictivas; no sabía montar a caballo, el rayo del sol la congestionaba, y cuando a trechos prefería caminar a pie, yo debía imitarla pacientemente, cabestreando las cabalgaduras.

Nunca di pruebas de mansedumbre semejante. Yendo fugitivos, avanzábamos lentamente, incapaces de torcer la vía para esquivar el encuentro con los transeúntes, campesinos en su mayor parte, que se detenían a nuestro paso interrogándome conmovidos: Patrón, ¿por qué va llorando la niña?

Era preciso pasar de noche por Cáqueza, en previsión de que nos detuvieran las autoridades. Varias veces intenté romper el alambre del telégrafo, enlazándolo con la soga de mi caballo; pero desistí de tal empresa por el deseo íntimo de que alguien me capturara y, librándome de Alicia, me devolviera esa libertad del espíritu que nunca se pierde en la reclusión. Por las afueras del pueblo pasamos a prima noche, y desviando luego hacia la vega del río, entre cañaverales ruidosos que nuestros jamelgos descogollaban al pasar, nos guarecimos en una enramada2 donde funcionaba un trapiche. Desde lejos lo sentimos gemir, y por el resplandor de la hornilla donde se cocía la miel cruzaban intermitentes las sombras de los bueyes que movían el mayal y del chicuelo que los aguijaba. Unas mujeres aderezaron la cena y le dieron a Alicia un cocimiento de yerbas para calmarle la fiebre.

Allí permanecimos una semana.

***

El peón que envié a Bogotá a caza de noticias, me las trajo inquietantes. El escándalo ardía, avivado por las murmuraciones de mis malquerientes; comentábase nuestra fuga y los periódicos usufructuaban el enredo. La carta del amigo a quien me dirigí pidiéndole su intervención, tenía este remate: «¡Los prenderán! No te queda más refugio que Casanare. ¿Quién podría imaginar que un hombre como tú busque el desierto?».

Esa misma tarde me advirtió Alicia que pasábamos por huéspedes sospechosos. La dueña de casa le había preguntado si éramos hermanos, esposos legítimos o meros amigos, y la instó con zalemas3 a que le mostrara algunas de las monedas que hacíamos, caso de que las fabricáramos, «en lo que no había nada de malo, dada la tirantez de la situación». Al siguiente día partimos antes del amanecer.

—¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos? ¿No sería mejor regresar?

—¡Tanto me hablas de eso, que estoy convencida de que te canso! ¿Para qué me trajiste? Porque la idea partió de ti. ¡Vete, déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena!

Y de nuevo se echó a llorar.

El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber, de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete por el riesgo de que le birlara4 la prenda, multiplicó las cuantiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela entusiástica. Entonces Alicia, buscando la liberación, se lanzó a mis brazos.

Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo, quería casarse con ella.

—¡Déjame! —repitió, arrojándose del caballo—. ¡De ti no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un alma caritativa! ¡Infame! Nada quiero de ti.

Yo, que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano convulsa arrancaba puñados de yerba.

—Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca.

—¡Nunca!

Y volvió los ojos a otra parte.

Quejóse luego del descaro con que la engañaba:

—¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es ahora, ¿qué no será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás, y contigo, ni al cielo!

Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole sus celos con un abrazo de despedida. Si quería que la abandonara, ¿tenía yo la culpa?

Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación, vimos descender por la pendiente un hombre que galopaba en dirección a nosotros. Alicia, conturbada5, se agarró de mi brazo.

El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo en la mano.

—Caballero, permítame una palabra.

—¿Yo? —repuse con voz enérgica.

—Sí, sumercé —y terciándose la ruana me alargó un papel enrollado—. Es que lo manda notificar mi padrino.

—¿Quién es su padrino?

—Mi padrino el alcalde.

—Esto no es para mí —dije, devolviendo el papel, sin haberlo leído.

—¿No son, pues, susmercedes los que estuvieron en el trapiche?

—Absolutamente. Voy de intendente a Villavicencio, y esta señora es mi esposa.

Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso.

—Yo creí —balbuceó— que eran susmercedes los acuñadores de monedas. De la ramada6 estuvieron mandando razón al pueblo para que la autoridad los apañara, pero mi padrino estaba en su hacienda, pues sólo abre la Alcaldía los días de mercado. Recibió también varios telegramas, y como ahora soy comisario único…

Sin dar tiempo a más aclaraciones, le ordené que acercara el caballo de la señora. Alicia, para ocultar la palidez, velóse el rostro con la gasa del sombrero. El importuno nos veía partir sin pronunciar palabra. Mas, de repente, montó en su yegua, y acomodándose en la enjalma que le servía de montura, nos flanqueó sonriendo.

—Sumercé, firme la notificación para que mi padrino vea que cumplí. Firme como intendente.

—¿Tiene usted una pluma?

—No, pero adelante la conseguimos. Es que, de lo contrario, el alcalde me archiva.

—¿Cómo así? —respondíle sin detenerme.

—Ojalá sumercé me ayude, si es cierto que va de empleado. Tengo el inconveniente de que me achacan el robo de una novilla y me trajeron preso, pero mi padrino me dio el pueblo por cárcel; y luego, a falta de comisario, me hizo el honor a mí. Yo me llamo Pepe Morillo Nieto, y por mal nombre me dicen «Pipa».

El cuatrero, locuaz, caminaba a mi diestra relatando sus padecimientos. Pidióme la maleta de la ropa y la atravesó en la enjalma, sobre sus muslos, cuidando de que no se cayera.

—No tengo —dijo— con qué comprar una ruana decente, y la situación me ha reducido a vivir descalzo. Aquí donde susmercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo saqué de Casanare.

Alicia, al oír esto, volvió hacia el hombre los ojos asustadizos.

—¿Ha vivido usted en Casanare? —le preguntó.

—Sí, sumercé, y conozco el Llano y las caucherías del Amazonas. Mucho tigre y mucha culebra he matado con la ayuda de Dios.

A la sazón encontrábamos arrieros que conducían sus recuas. El Pipa les suplicaba:

—Háganme el bien y me prestan un lápiz para una firmita.

—No cargamos eso.

—Cuidado con hablarme de Casanare en presencia de la señora —le dije en voz baja—. Siga usted conmigo, y en la primera oportunidad me da a solas los informes que puedan ser útiles al Intendente.

El dichoso Pepe habló cuanto pudo, derrochando hipérboles. Pernoctó con nosotros en las cercanías de Villavicencio, convertido en paje de Alicia, a quien distraía con su verba. Y esa noche se picureó7, robándose mi caballo ensillado.

***

Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello.

Entretanto continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que fluía de las constelaciones cercanas.

Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque cuando reflorecieran ya no habría quizás a quién ofrendarlas o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron. Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte, al par que me servía de remordimiento, era el lenitivo8 de mi congoja, la compañera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla en el viento, sin saber a dónde y miedosa de la tierra que la esperaba. Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables. Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno. Aunque no te ame como quieres, decía, ¿dejarás de ser para mí el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempeñado en mi vida? ¿Cómo podrás pagarme lo que me debes? No será enamorando a las campesinas de las posadas ni haciéndome ansiar tu apoyo para abandonarme después. Pero si esto es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me conoces. ¡Tú responderás!.

—¿Y sabes que soy ridículamente pobre?

—Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu corazón.

—¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de manera espontánea? Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura, cualesquiera que fuesen los resultados. ¿Pero tendrás valor de sufrir y confiar?

—¿No hice por ti todos los sacrificios?

—Pero le temes a Casanare.

—Le temo por ti.

—¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!

Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavicencio la noche que esperábamos al Jefe de la Gendarmería. Era este un quídam9 semicano y rechoncho, vestido de caqui, de bigotes ariscos y aguardentosa catadura.

—Salud, señor —le dije en tono despectivo cuando apoyó su sable en el umbral.

—¡Oh, poeta! Esta chica es digna hermana de las nueve musas. ¡No sea egoísta con los amigos!

Y me echó su tufo de anetol10 en la cara.

Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el banco, resopló, asiéndola de las muñecas:

—¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez y Roca, el general Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía sentarte en mis rodillas.

Y probó a sentarla de nuevo. Alicia, inmutada, estalló:

—¡Atrevido, atrevido! —y lo empujó lejos.

—¿Qué quiere usted? —gruñí cerrando las puertas. Y lo degradé con un salivazo.

—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere! Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí!

¡Déjemela para mí!

Antes que terminara, con esguince colérico le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza.

El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de arroz que ocupaban el ángulo de la sala.

Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo y yo huimos en busca de las llanuras intérminas.

***

—Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare.

Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio:

—¿Ya quiere salir el sol?

—Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera diciendo—. Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo quedan llanos, llanos y llanos.

Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a pajonal11 fresco, a surco removido, a leños recién cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los moriches12. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la vida y de la creación.

—Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me inspiraba.

—Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme ni se les maldice.

Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete como mi padre, y tan valeroso en los peligros.

—Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso, en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la hoguera, sonreía confiada.

Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compañero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente, convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y de regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados unos meses.

Casualmente hallábase en Villavicencio de salida para Casanare. Después de su ruina, viudo y pobre, le cogió apego a los Llanos, y con dinero de su yerno los recorría anualmente, como ganadero y mercader ambulante al por menor. Nunca había comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas cargadas de baratijas.

—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya libres de las pesquisas del general?

—Sin duda alguna.

—¡Qué susto me dio ese canalla! —comentó Alicia—. Piensen ustedes que yo temblaba como azogue13. ¡Y aparecerse a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su merecido.

Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz; ¡era yo el hombre para Casanare!

Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y poniéndoles los cabezales. Ayudábale yo en la faena, y pronto estuvimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol.

—¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? —pregunté a don Rafo.

—El más astuto de los salteadores: varias veces prófugo, tras curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe idiomas de varias tribus y es boga14 y vaquero.

—Y tan disimulado y tan hipócrita y tan servil —apuntaba Alicia.

—Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola bestia. Por aquí andará…

Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones con las anécdotas de don Rafo.

Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje15 de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del espacio, del estero16 y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer destello solar y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula, ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender al azul.

Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta plegaria:

—¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol!

Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos en la inmensidad.

***

Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al cansancio. Habíamos hecho copiosas preguntas que don Rafo atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que era una mata17, un caño18, un zural19 y por fin Alicia conoció los venados. Pastaban en un estero hasta media docena y al ventearnos enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas.

—No gaste usted los tiros del revólver —ordenó don Rafo—. Aunque vea los bichos cerca, están a más de quinientos metros. Fenómenos de la región.

Dificultábase la charla porque don Rafo iba de puntero20, llevando de diestro una bestia, en pos de la cual trotaban las otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como lámina de metal, y bajo el espejeo de la atmósfera, en el ámbito desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte. Por momentos se oía la vibración de la luz.

Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quitasol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extremos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietábame el tinte de sus arreboladas mejillas, miedoso de la congestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie asoleada: ni un árbol, ni una gruta, ni una palmera.

—¿Quieres descansar? —le proponía preocupado; y sonriendo me respondía:

—¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero cúbrete el rostro, que la resolana te tuesta!

Hacia la tarde, parecían surgir en el horizonte ciudades fantásticas. Las ponentinas matas de monte provocaban el espejismo, perfilando en el cielo penachos de palmares, por sobre cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón evocaban manchas de tejados.

Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura, empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros.

—Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentaremos el bastimento21.

Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama, cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban balanceando la cola. Después de gran rodeo, y casi por opuesto lado, penetramos en la espesura, costeando el tremedal, donde abrevábanse22 las caballerías que iba yo maneando en la sombra. Limpió don Rafo con el machete las malezas cercanas a un árbol enorme, agobiado por festones amarillentos, de donde llovían, con espanto de Alicia, gusanos inofensivos y verdosos. Puesto el chinchorro, lo cubrimos con el amplio mosquitero para defenderla de las abejas que se le enredaban en los rizos, ávidas de chuparle el sudor. Humeó luego la hoguera consoladora y nos devolvió la tranquilidad.

Metía yo al fuego la leña que me aventaba don Rafo, mientras Alicia me ofrecía su ayuda.

—Esos oficios no te corresponden a ti.

—¡No me impacientes, ya ordené que descanses, y debes obedecer!

Resentida por mi actitud, empezó a mecerse, al impulso que su pie le imprimía al chinchorro. Mas cuando fuimos a buscar agua, me rogó que no la dejara sola.

—Ven, si quieres —le dije—. Y siguió tras de nosotros por una trocha enmalezada.

La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarascas. Por entre ellas nadaban unas tortuguitas llamadas galápagos, asomando la cabeza rojiza; y aquí y allí los caimanejos nombrados cachirres23 exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido, bostezando para atraparme, una serpiente güío24, corpulenta como una viga, que a mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.

Y regresamos con los calderos vacíos.

Presa del pánico, Alicia se reclinó temblorosa bajo el mosquitero. Tuvo vahídos25, pero la cerveza le aplacó las náuseas. Con espanto no menor, comprendí lo que le pasaba, y, sin saber cómo, abrazando a la futura madre, lloré todas mis desventuras.

***

Al verla dormida, me aparté con don Rafael, y sentándonos sobre una raíz del árbol, escuché sus consejos inolvidables:

No convenía, durante el viaje, advertirla del estado en que estaba, pero debía rodearla de todos los cuidados posibles. Haríamos jornadas cortas y regresaríamos a Bogotá antes de tres meses. Allí las cosas cambiarían de aspecto.

Por lo demás, los hijos, legítimos o naturales, tenían igual procedencia y se querían lo mismo. Cuestión del medio. En Casanare así acontecía.

Él ambicionó en un tiempo hacer un matrimonio brillante, pero el destino le marcó ruta imprevista: la joven con quien vivía en aquel entonces llegó a superar a la esposa soñada, pues, juzgándose inferior, se adornaba con la modestia y siempre se creyó deudora de un exceso de bien. De esta suerte, él fue más feliz en el hogar que su hermano, cuya compañera, esclava de los pergaminos y de las mentiras sociales, le inspiró el horror a las altas familias, hasta que regresó a la sencillez favorecido por el divorcio. No había que retroceder en la vida ante ningún conflicto, pues sólo afrontándolos de cerca se ve si tienen remedio. Era verdad que preveía el escándalo de mis parientes si me echaba a cuestas a Alicia o la conducía al altar. Mas no había que mirar tan lejos, porque los temores van más allá de las posibilidades. Nadie me aseguraba que había nacido para casado, y aunque así fuera, ¿quién podría darme una esposa distinta de la señalada por mi suerte? Y Alicia, ¿en qué desmerecía? ¿No era inteligente, bien educada, sencilla y de origen honesto? ¿En qué código, en qué escritura, en qué ciencia había aprendido yo que los prejuicios priman sobre las realidades? ¿Por qué era mejor que otros, sino por mis obras? El hombre de talento debe ser como la muerte, que no reconoce categorías. ¿Por qué ciertas doncellas me parecían más encumbradas? ¿Acaso por irreflexivo consentimiento del público que me contagiaba su estulticia26; acaso por el lustre de la riqueza? Pero esta, que suele nacer de fuentes oscuras, ¿no era también relativa? ¿No resultaban misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera?

¿No llegaría yo a la dorada medianía27, a ser relativamente rico? En este caso, ¿qué me importarían los demás, cuando vinieran a buscarme con el incienso? Usted sólo tiene un problema sumo, a cuyo lado huelgan todos los otros: adquirir dinero para sustentar la modestia decorosamente. El resto viene por añadidura.

Callado, escarmenaba mentalmente las razones que oía, separando la verdad de la exageración.

—Don Rafo —le dije—, yo miro las cosas por otro aspecto, pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preocupan ahora: están en mi horizonte, pero están lejos. Respecto de Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado vivo como si lo estuviera, supliendo mi hidalguía lo que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio, por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco.

Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de fingir, para que mi alma se sienta menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi inconformidad, e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida y de rescatarme a la perversión; pero dondequiera que puse mi esperanza hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi propia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío, y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pensamiento de que estoy cercano a la redención. La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas, no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de musgo, donde nunca falta una lágrima. ¡Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!

Paulatinamente iba levantando la voz y comprendí que Alicia estaba despierta. Me acerqué cauteloso y la sorprendí en actitud de escuchar.

—¿Qué quieres? —le dije. Y su silencio me desconcertó. Fue preciso continuar la marcha hasta el morichal28 vecino,

según decisión de don Rafo, porque la mata era peligrosa en extremo: a muchas leguas en contorno, sólo en ella encontraban agua los animales y de noche acudían las fieras. Salimos de allí, paso a paso, cuando la tarde empezó a suspirar, y bajo los últimos arreboles nos preparamos para la queda. Mientras don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a amarrar los caballos. La brisa del anochecer refrescaba el desierto, y de repente, en intervalos desiguales, llegó a mis oídos algo como un lamento de mujer. Instintivamente pensé en Alicia, que acercándose me preguntaba:

—¿Qué tienes? ¿Qué tienes?

Reunidos después, sentíamos la sollozante quejumbre, vueltos hacia el lado de donde venía, sin que acertáramos a descifrar el misterio; una palmera de macanilla29, fina como un pincel, obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo.

***

Ocho días después divisamos la fundación de La Maporita. La laguna próxima a los corrales se doraba al sol. Unos mastines enormes vinieron a nuestro encuentro, con ladridos desaforados, y nos dispersaron las bestias. Frente al tranquero de la entrada, donde se asoleaba un bayetón30 rojo, exclamó don Rafo, empinándose en los estribos:

—¡Alabado sea Dios!

—… Y su madre santísima —respondió una voz de mujer.

—¿No hay quién venga a espantar estos perros?

—Ya va.

—¿La niña Griselda?

—En el caño.

Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales, de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de guadua que protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores un pavo real.

Por fin, una mulata decrépita asomó a la puerta de la cocina, enjugándose las manos con el ruedo de las enaguas.

—¡Chite, uise! —gritó tirando una cáscara a las gallinas que escarbaban la era—. Prosigan, que la niña Griselda se ta bañando. ¡Los perros no muerden, ya mordieron!

Y volvió a sus quehaceres.

Sin testigos, ocupamos el cuarto que servía de sala, en donde no había otro menaje que dos chinchorros, una barbacoa31, dos banquetas, tres baúles y una máquina Singer. Alicia, sofocada, se mecía ponderando el cansancio, cuando entró la niña Griselda, descalza, con el chingue32 al brazo, el peine en la crencha33 y los jabones en una totuma.

—Perdone usted —le dijimos.

—Tienen a sus órdenes el rancho34 y la persona. ¡Ah!, ¿también vino don Rafael? ¿Qué hace en la ramáa?

Y saliendo al patio, le decía familiarmente:

—Trascordao35, ¿se le volvió a olvidá el cuaerno? Estoy entigrecía contra usté. No me salga con esas, porque peleamos.

Era una hembra morena y fornida, ni alta ni pequeña, de cara regordeta y ojos simpáticos. Se reía enseñando los dientes anchos y albísimos36, mientras que con mano hacendosa exprimía los cabellos goteantes sobre el corpiño desabrochado. Volviéndose a nosotros, interrogó:

—¿Ya les trajeron café?

—Se pone usted en molestias…

—Tiana, Bastiana, ¿qué hubo?

Y sentándose en el chinchorro al lado de Alicia, preguntábale si los diamantes de sus zarcillos eran ‘legales’ y si traía otros para vender.

—Señora, si le gustan…

—Se los cambio por esa máquina.

—Siempre avispada para el negocio —galanteó don Rafo.

—¡Naa! Es que nos estamos recogiendo pa dejá la tierra.

Y con el acento cálido refirió que Barrera había venido a llevar gente para las caucherías del Vichada.

—Es la ocasión de mejorá: dan alimentación y cinco pesos por día. Así se lo he dicho a Franco.

—¿Y qué Barrera es el enganchador? —preguntó don Rafo.

—Narciso Barrera, que ha treido mercancías y morrocotas37pa da y convidá.

—¿Se creen ustedes de esa ficha?

—Cáyese, don Rafa. ¡Cuidao con desanimá a Fidel! ¡Si le ta ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a dejá este pejugal38! ¡Quere ma a las vacas que a la mujé! Y eso que nos cristianamos en Pore, porque sólo éramos casaos militarmente.

Alicia, mirándome de soslayo, se sonrió.

—Niña Griselda, ese viaje puede resultar un percance.

—Don Rafo, el que no arriesga no pasa el ma. Ora dígame ustees si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao a toos. Porque ayí en el hato no va a queá gente. Ha tenío que bregales el viejo pa que le ayuden a terminá los trabajos de ganao. ¡Nadie quere hacer naa! ¡Y de noche tienen unos joropos39…! Pero supóngase: tando ahí la Clarita… Yo le prohibí a Fidel que se quede ayá, y no me hace caso. Dende el lunes se jue. Mañana lo espero.

—¿Dice usted que Barrera trajo mucha mercancía? ¿Y la da barata?

—Sí, don Rafo. No vale la pena que usté abra sus petaquitas. Ya todo el mundo ha comprao. ¿A que no me trajo los cuaernos de las moas cuando ma lo menesto? Tengo que yevá ropa de primera.

—Por ahí le traigo uno.

—¡Dios se lo pague!

La vieja Sebastiana, arrugada como un higo seco, de cabeza y brazos temblones, nos alargó sendos pocillos de café amargo que ni Alicia ni yo podíamos tomar y que don Rafo saboreaba vertiéndolo en el platillo. La niña Griselda se apresuró a traer una miel oscura, que sacaba de un garrafón, para que endulzáramos la bebida.

—Muchas gracias, señora.

—¿Y esta buena moza es su mujé? ¿Usté es el yerno de don Rafo?

—Como si lo fuera.

—¿Y ustees también son tolimas40?

—Yo soy de ese departamento; Alicia, bogotana.

—Parece que usté juera pa algún joropo, según ta de cachaca41.

¡Qué bonito traje y qué buenos botines! ¿Ese vestío lo cortó usté?

—No, señora, pero entiendo algo de modistería. Estuve tres años en el colegio asistiendo a la clase.

—¿Me enseña? ¿No es verdá que me enseña? Pa eso compré máquina. Y miren qué lujo de telas las que tengo aquí. Me las regaló Barrera el día que vino a vernos. A Tiana también le dio. ¿Ónde ta la tuya?

—Colgá en la percha42. Ora la treigo. Y salió.

La niña Griselda, entusiasmada porque Alicia le ofrecía ser su maestra de corte, se zafó de la pretina las llaves y, abriendo el baúl, nos enseñó unas telas de colores vivos.

—¡Esas son etaminas43 comunes!

—Puros cortes de sea, don Rafo. Barrera es rasgaísimo. Y miren las vistas del fábrico44 en el Vichada, a onde quere yevarnos. Digan imparcialmente si no son una preciosidá esos edificios y si estas fotografías no son primorosas. Barrera las ha repartío por toas partes. Miren cuántas tengo pegaas en el baúl. Eran unas postales en colores. Se veían en ellas, a la orilla montuosa de un río, casas de dos pisos, en cuyos barandales se agrupaba la gente. Lanchas de vapor humeaban en el puertecito.

—Aquí viven ma de mil hombres y toos ganan una libra diaria. Ayá voy a poné asistencia pa las peonaas. ¡Supóngase cuánta plata cogeré con el solo amasijo! ¿Y lo que gane Fidel?… Miren, estos montes son los cauchales. Bien dice Barrera que otra oportunidá como esta no se presentará.

—Lo que yo siento es tar tan cascaa; si no, me iba también tras de mi zambo —dijo la vieja, acurrucándose de nuevo en el quicio—. Aquí ta la tela —añadió, desdoblando una zaraza roja.

—Con ese traje parecerás un tizón encendido.

—Blanco —me replicó—: pior es no parecer naa.