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Sus nombres podrán ser olvidados... Pero sus hazañas son inmortales.Toda nación tiende a recordar y exaltar la memoria de los héroes. Ellos personifican, con sus aciertos y sus errores, el nacimiento de nuestra Patria. Sin embargo, con el paso del tiempo hemos perdido la dimensión de sus acciones. Nos hemos quedado con una imagen distante y confusa de aquellas primeras horas de combate, en las que se conquistó con sangre la libertad de las provincias que hoy forman la República. El recuerdo de estos patriotas de la primera hora se ha hecho difuso… Sus rostros se han transformado lentamente en un bronce mudo e inexpresivo… Los episodios de la Guerra de la Independencia que ellos protagonizaron, se han convertido en leyendas, y poco a poco, las hemos olvidando. Pero a veces, cosas del destino, nuestra existencia rutinaria se cruza con alguno de éstos relatos anecdóticos que nos llegan con ecos lejanos de cañones y glorias pasadas. A medida que recorremos las páginas de nuestra gesta independentista, empezamos a vislumbrar el verdadero rostro de aquellos antiguos próceres de la argentinidad naciente. De entre el polvo de los archivos, a través del humo de la batalla, aparecen frente a nosotros fantasmas de tiempos olvidados. Vienen a incomodarnos, a conmovernos, a sorprendernos con sus memorias y gestos… Pero sobre todo, vienen a recordarnos quiénes éramos; quiénes fuimos, alguna vez, los argentinos…"Es como en las grandes historias, las verdaderamente importantes; siempre estaban llenas de oscuridad y peligro. Y algunas veces uno no quería saber el final, porque… ¿Cómo podía ser un final feliz? ¿Cómo podía el mundo volver a ser cómo era, cuando tanto mal había ocurrido? Pero al final, es una cosa pasajera, esa sombra. Hasta la oscuridad debe pasar. Llegará un nuevo día. Y cuando el sol brille, brillará con más claridad. Esas eran las historias que recordabas… Que significaban algo, aun cuando eras muy joven para saber por qué… Pero creo que sí entiendo, ahora lo sé. La gente en esas historias tuvo muchas oportunidades de volverse atrás, pero no lo hacían. Seguían adelante, porque estaban aferrándose a algo… A que existe bondad en este mundo… Y a que vale la pena luchar por ella." (J.R.R. Tolkien).
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Seitenzahl: 419
Veröffentlichungsjahr: 2015
Rodolfo M. Lemos Gonazáles
Las campanas de Potosí
Y otros relatos
Editorial Autores de Argentina
Lemos González, Rodolfo Marco
Las campanas de Potosí y otros relatos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.
E-Book.
ISBN 978-987-711-264-1
1. Historia Argentina. I. Título
CDD 982
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini
A nuestra Patria.
A los miembros del Regimiento de Dragones de la Patria, fundado en Mayo de 1810, extinto en la batalla de Ayohuma, 14 de Noviembre de 1813.
A todos los caídos en la defensa de los sueños de Mayo, que supieron morir con las botas puestas.
A mis padres, por asomarme desde muy pequeño a ese gran océano que representa la Historia Argentina.
A Negrita y Alberto, los primeros que me acercaron estos episodios.
A Marta Inés y Rodolfo L.M; a quienes, seguramente, les hubiera gustado leer estos relatos.
A todos aquellos que todavía son capaces de comprender la
intensidad que subyace en estos recuerdos de una época olvidada…
El mundo ha cambiado…
Mucho de lo que una vez fue, se ha perdido. Pues nadie sigue vivo que lo recuerde…
La historia se convirtió en leyenda. La leyenda se convirtió en mito…
Y ciertas cosas, que no deberían haber sido olvidadas, se perdieron…
J. R. R. Tolkien
Indice
LOS HECHOS
AGRADECIMIENTOS
VENCIDOS
LA ESPADA ROTA
LOS ÚLTIMOS DRAGONES
EL PRIMO DEL LOCO
LOS LAURELES QUE NO FUERON ETERNOS
LAS NIÑAS DE AYOHUMA
¿DÓNDE ESTÁN LOS HOMBRES DE LA PATRIA?
EL DESTERRADO
EL FRANCÉS
EL DUELO (PARTE 1)
EL DUELO (PARTE 2)
PERDIDO
LAS CAMPANAS DE POTOSÍ (PARTE 1)
LAS CAMPANAS DE POTOSÍ (PARTE 2)
LAS CAMPANAS DE POTOSÍ (PARTE 3)
LAS CAMPANAS DE POTOSÍ (PARTE 4)
RELÁMPAGOS EN LA OSCURIDAD
EL VENDEDOR DE LEÑA
EL OCASO DEL HÉROE
EPÍLOGO
LOS HECHOS
- El 25 de Mayo de 1810 comenzó la Guerra de la Independencia en el Virreinato del Río de la Plata, cuyas fronteras abarcaban los territorios que hoy conforman la Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay, el norte chileno, y parte del sur brasileño.
- El conflicto se desarrolló sin interrupción durante los siguientes quince años.
-De los cuatro frentes de batalla que se abrieron a lo largo de la guerra (Paraguay, Banda Oriental, Chile, Alto Perú), el más importante y el más sangriento fue el del Altiplano. Allí se concentraron casi el 90% de las acciones militares.
- Los relatos que leerá a continuación son una reconstrucción literaria de hechos verídicos.
-Son historias reales, al igual que los hombres y mujeres que las protagonizaron.
- Los episodios narrados surgen del estudio y recopilación histórica realizada en base a las siguientes obras:
ARGENTINA:
Memorias Póstumas, José María Paz. (1855)
Memorias, Gregorio Aráoz de Lamadrid. (1895)
Observaciones sobre las Memorias Póstumas del General José María Paz, Gregorio Aráoz de Lamadrid. (1855).
Historia de Belgrano y la Independencia Argentina, Bartolomé Mitre. (1874)
Biblioteca de Mayo (documentos, partes oficiales, autobiografías, memorias, cartas, y artículos de prensa). (1960).
Obras completas de Bartolomé Mitre. (1938)
Guerra de la Independencia en el Norte del Virreinato del Río de la Plata: Güemes y el Norte de Epopeya, Alberto Cajal. (1969).
Don Manuel Dorrego: ensayo sobre su juventud, Alberto del Solar (1889).
Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Vicente Osvaldo Cutolo. (1968).
Historia de la Nación Argentina, desde sus orígenes hasta su organización definitiva en 1862, Ricardo Levene. (1936-1950).
Año X, de Hugo Wast. (1960).
Historia Argentina, José María Rosa. (1964).
La Guerra de la Independencia en el Alto Perú, Emilio Bidondo. (1979).
Contribución al estudio de la Guerra de la Independencia en la frontera Norte, Emilio Bidondo. (1968).BOLIVIA:
La Guerra de los Quince Años en el Alto Perú, Juan Ramón Muñoz Cabrera. (1867).
Apuntes para la historia de la revolución del Alto Perú, Manuel José Cortés y Manuel María Urcullu. (1861)
ESPAÑA:
Memorias para la historia de las armas españolas en el Perú, Andrés García Camba. (1846).
PERÚ:
Diccionario histórico-biográfico del Perú, Manuel Mendiburu. (1874-1880).
AGRADECIMIENTOS
Al eminente dibujante e ilustrador hispano-argentino, Roberto Regalado, por haber cedido generosamente los dibujos que ilustran la tapa y contratapa de este libro, en cuyos coloridos trazos y contornos se puede leer la visceralidad, el honor, la entrega, y el sacrificio que se desprenden de estos episodios.
A la Biblioteca del Congreso de la Nación; y en particular al Jefe del Departamento de Control de Calidad, Marcelo R. Marone, por haberme facilitado generosamente los 20 tomos originales de la formidable colección y recopilación histórica denominada “Biblioteca de Mayo”, prolijamente digitalizados, cuyo aporte ha sido fundamental para la reconstrucción de algunos de los episodios que se narran en esta obra.
Al Museo Histórico de Buenos Aires “Cornelio Saavedra”; y en particular a su Director, Lic. Alberto Gabriel Piñeiro, por haberme facilitado material prácticamente inconseguible, que sirvieron para hallar los primeros hilos que conducían a estas historias.
Al Instituto Güemesiano de Salta; y en particular a la Prof. Marìa Cristina “Macacha” Fernández, por hacerme llegar el Boletín Digital, en cuyas páginas pude encontrar varias claves para poder comprender la época y los lugares en los que sucedieron los acontecimientos narrados.
A la Biblioteca Popular Justo José de Urquiza de Río Tercero; y en particular al Presidente de la Comisión Directiva Ing. Luis E. Ovando, a la Vicepresidente de la Comisión Directiva Susana Trespi de Gioda, y la Bibliotecaria Lilian Di Paola, por haberme permitido investigar sobre algunos raros y antiguos volúmenes de Historia Argentina que esta Institución custodia.
A El Corredor Mediterráneo; y en particular a su editora Virginia Otero, por haber publicado entre sus páginas los relatos “Fantasmas del Pasado” (aquí “Vencidos”) y “El Ocaso del Héroe”, respectivamente en los días 19 de Febrero y 22 de Octubre de 2014.
VENCIDOS
VILCAPUGIO, 1813
Sólo el viento interrumpía el silencio de ultratumba que flotaba sobre la columna que constituía los restos del Ejército de las Provincias Unidas.
En la retaguardia, cerrando la retirada, el General avanzaba con lentitud. Montado sobre su caballo marrón de combate, el famoso “Rosillo”, sostenía firme en su brazo derecho la enseña patria bicolor. La tela, de dos paños cosidos que representaban los colores del manto de la Virgen, estaba convertida en un montón de girones y fragmentos de tela que apenas se mantenían asidos al asta. En los últimos momentos del combate, cuando los restos del ejército patriota se habían reunido en torno a la Bandera para defender la última posición de lucha, varios soldados españoles habían descargado sus armas sobre la bandera.
A pesar del lamentable estado de la insignia, el General la sostenía en alto, como un símbolo de la inquebrantable voluntad de lucha de los hombres de Mayo. El militar podía observar a sus hombres retroceder bajo una fina capa de agua nieve. Esta cortina helada que los rociaba, estampaba sobre los uniformes desgarrados la melancolía del crepúsculo.
Lo acompañaban los miembros del Estado Mayor, todos consternados con el resultado de la batalla. Nadie decía una palabra. Esa tarde no hubo reproches, no hubo análisis, ni observaciones de ninguna índole… Solo un nudo en la garganta mientras cada uno meditaba y repasaba lo acontecido horas antes. Las imágenes del reciente combate estaban en la mente de cada uno de los jefes de regimiento mientras acompañaban a su líder en la derrota. Nadie había terminado de entender muy bien cómo lo que ya era una victoria, se había trastornado en cuestión de minutos, para convertirse luego en una lenta agonía que había durado cerca de una hora y media…
El General levantó la vista, y detuvo su mirada en un soldado que caminaba muy despacio. Tembloroso, parecía agobiado por el peso de su fusil. No aparentaba tener más de quince años. De repente el joven se desplomó abruptamente sobre el suelo, completamente extenuado, incapaz de seguir adelante… Sus compañeros lo recogieron. Estaba inconsciente. Lo cargaron en sus hombros, dejandoel fúsil de su compañero tirado.
El General se bajó de su montura, y ante la perplejidad de sus oficiales se acercó hasta donde estaban los soldados. Les dijo que subieran a aquel joven en su caballo. Así lo hicieron. Luego se volvió caminando para recoger el fusil del piso. Le entregó la bandera al Coronel Gregorio Perdriel y le ordenó que marchase al frente de todos, guiando a sus hombres tras la enseña patria. Perdriel se alejó en un suave trotecito sosteniendo en alto aquel paño albiceleste casi destruido. Mientras tanto el jefe de todo el ejército, como si se tratara de un soldado más, tomó el fusil y comenzó a marchar a pie junto al resto de la columna, arma al hombro.
Impactados y totalmente desconcertados todos los miembros del Estado Mayor desmontaron y le ofrecieron sus propios caballos. “No gracias, estoy bien…” dijo, y les indicó que buscaran en la columna a los demás heridos que no pudieran caminar para darles sus caballos.
Despacio, apesadumbrados, los derrotados se movían por resbalosos senderos entre las rocas y la nieve. El General y el resto de la oficialidad marchaban ahora a pie, atrás de todos. Tras una hora de marcha se encontraron con la columna de caballería dirigida por Diego Balcarce, de doscientos hombres que se había retirado tras la derrota por otro camino. El General agradeció al cielo estos refuerzos, que le brindaban más seguridad frente a un posible asalto realista. Todos los jinetes desmontaron. Aquellas mulas y caballos fueron distribuidos entre los heridos. Sin camillas, algunos animales llevaron encima hasta tres heridos a la vez.
Mientras el sol se ocultaba entre las cumbres de aquella formación montañosa, el viento comenzó a soplar cada vez con más fuerza, hundiendo ese frío húmedo hasta sus huesos.
El General se adelantó a paso firme entre sus hombres para poder inspeccionar en persona cómo estaba su tropa luego de la derrota. Le costaba caminar entre las rocas y la escarcha. Los pies le dolían terriblemente. Pero continuó avanzando a paso enérgico, sin ofrecer señales de su cansancio. Pudo apreciar cómo algunos soldados marchaban descalzos sin inmutarse. Tenían los pies morados por las bajas temperaturas y muchos iban dejando huellas de sangre sobre el camino.
En contraste con la oficialidad que marchaba al resguardo de costosas botas de cuero, los soldados caminaban sin protección alguna. Las denominadas “botas de potro”, que eran el calzado general de aquellos hombres, dejaban sus dedos al aire corriendo el peligro de que éstos se congelaran durante la noche. Otros estaban aún en peores circunstancias, marchando literalmente con los pies desnudos. El General hizo llamar al Dr. Carrasco y le dio la directiva de que buscaran cualquier tipo de tela que pudieran encontrar junto con tiras de cuero, y las repartieran entre los hombres. Todos los miembros del ejército debían protegerse los pies envolviéndolos como sea. Varios oficiales brindaron sus propios ponchos y mantas de lana para improvisar una protección para los pies de sus soldados.
La noche era oscura y sólo los guías nativos conocían cómo moverse entre los desfiladeros y corredores montañosos. La temperatura seguía descendiendo. Los soldados caminaban unos cerca de los otros, confiando ciegamente en la intuición de aquellos indígenas y gauchos que los conducían hacia un lugar conocido como “El Toro”. Con suerte llegarían a medianoche, decían algunos. El único consuelo de los soldados a los que se les había ordenado el más estricto silencio durante la marcha para no ser descubiertos, era algún sorbo aislado de aguardiente, o encender un cigarrillo ocasional que se compartía entre varios. Los oficiales de la retaguardia estaban muy nerviosos. Habían tenido claros indicios de que los rastreadores del jefe español estaban tras sus huellas. Si una patrulla o un escuadrón de Cazadores realistas les cerraban el paso o los atrapaba en esos momentos podía ser el final de todos aquellos hombres. Al nerviosismo le siguió la crispación, y pronto comenzó una discusión que casi termina en una pelea entre los oficiales de cada regimiento. Los más experimentados sabían que si toda la columna comenzaba a fumar, aún bajo la cortina de fina agua nieve que los ocultaba, esa tenue luminosidad en medio de una noche sin luna bastaría para delatar la posición. Al resto de los jefes les importaba poco. Para ellos el cigarrillo, a esas alturas, era uno de los pocos medios con los que contaban para aliviar la tristeza de la derrota y animar la tropa. La pelea siguió cobrando fuerza y llegó a involucrar a todos los oficiales y sargentos de la columna, hasta que intervino el General. Sin dejar de escuchar las advertencias de los más cautelosos, zanjó el tema con un oportuno toque de humor: “Fumen tranquilos muchachos. En el peor de los casos, si a la luz de los cigarros vienen los enemigos, encontrarán a muchos fumadores que les convidarán tabaco”.
El ambiente crispado de discusión se transformó rápidamente en un momento de risas, mientras a lo largo de toda la columna se pasaba de boca en boca las palabras de su jefe. Los dichos de aquel abogado devenido en militar, transmitieron una alegre despreocupación y una gran seguridad sobre los atemorizados soldados en retirada. Ambas necesarias para poder mantener alta la moral a pesar de todo.
Cerca de la una de la mañana, luego de recorrer más de 15km desde el campo de batalla, llegaron a “El Toro”… Allí sólo había dos paupérrimos ranchos abandonados y un corral con llamas. Los quinientos hombres de la columna ingresaron a los corrales buscando refugio contra el viento, y luego de disparar con sus fusiles a las llamas, comenzaron a carnearlas para preparar la cena. Nadie había probado un bocado desde las primeras horas de la madrugada. Luego de encender una diminutas fogatas con lo que encontraron a mano, cubriendo esos pequeños maderos que crepitaban dando más humo que calor con sus ponchos para que la llovizna no los apagase, se comieron la carne casi cruda, apenas entibiada por diminutos fuegos agonizantes. Varios soldados y oficiales usaron esa noche el cuero ensangrentado de estos animales para cubrirse contra las ráfagas heladas.
El viento azotaba las rocas de las pircas y las paredes de los ranchos, detrás de las cuales los soldados descansaban. Allí pasaron toda la noche, a la espera del alba.
Dando una clara muestra de que nada había cambiado para el ejército a pesar de la derrota sufrida, cuando las primeras luces del día treparon por los cerros cerca de las siete de la mañana, el General ordenó a todos sus hombres que se formaran en círculo fuera de los corrales. Como todos los días al a misma hora hizo traer el estandarte de la Virgen de la Merced al centro de la formación, y extrajo su viejo rosario del bolsillo. A pesar de estar extenuado físicamente, y de no haber podido descansar bien la noche anterior, el General encontró las fuerzas necesarias para guiar el rezo del rosario matutino.
Luego de rezar, el ejército se puso nuevamente en marcha. Antes de partir el jefe patriota se tomó unos minutos para escribirle a su amigo Francisco Ortiz de Ocampo, que en ese momento era el Gobernador de la región de Charcas. El General sabía que para ese momento la noticia del desastre militar sufrido a manos de Pezuela se debía estar difundiendo por todos lados, mucho más rápido de lo que avanzaba su columna de soldados. A pesar de que el futuro parecía incierto y oscuro, consideró con acierto que era justamente en esos momentos donde más había esforzarse en infundir serenidad y valor.
Había que evitar que la gente pensara que el revés sufrido en Vilcapugio era un nuevo cataclismo militar y político como lo había sido “Huaqui” en 1811.
Sus palabras fueron muy breves esta vez. El militar derrotado fue extremadamente estoico en su carta. En sus ella no dejaba de recordar los sueños compartidos de libertad e independencia, y también que los verdaderos hijos de la Patria se sacrifican sin esperar otra satisfacción a cambio que la de ver cumplido su deber.
Ocampo publicó en forma de bando un fragmento de la epístola, para que todo el pueblo de Charcas supiera y tuviera la tranquilidad de que la situación no era tan grave como parecía o se comentaba. Esas hojas amarillentas impresas con la urgencia de los tiempos que corrían, fueron transportadas más tarde por jinetes y gauchos a casi todos los pueblos del altiplano. Con ellas la gente creyó posible aún lograr materializar los sueños de libertad e igualdad de Mayo. De entre las cenizas de los campos humeantes de Vilcapugio se levantaba, como el ave Fénix, una nueva esperanza, y con ella crecía en medio de la gente la determinación inamovible de aguantar hasta el final.
“Fortaleza, ánimo, constancia y esfuerzos (no de los comunes) son los que necesita la Patria. Ella será libre e independiente si no nos amilanamos. Si en ese pueblo hay cobardes, que vengan aquí a ver los héroes que sostendrán con honor y gloria la seguridad de las provincias. Que sepan que no hemos de abandonar el puesto, sino cuando sea imposible sostenerlo. Aún hay sol en las bardas y hay un Dios que protege nuestra causa mediante la intervención de nuestra Generala. Que en lugar de temer, rueguen, pidan, y trabajen, como hacemos los verdaderos hijos de la Patria y nos sacrificamos por ella sin interés”.
Dedicado al General Manuel Belgrano (1770-1820)
LA ESPADA ROTA
1826
Mientras uno de los federales le quitaba la última de sus prendas, otros levantaron su sable del suelo… Lo pasearon orgullosos por encima de sus cabezas como el trofeo supremo entre vítores y salvajes alaridos, mientras otros hondeaban como banderas sus ropas ensangrentadas. Los brabucones se encontraban presos de un frenesí desquiciado, como si acabaran de derrotar a un verdadero monstruo extraído de la mitología griega.
Ese monstruo no era otro que el bravo tucumano, ahora vencido, quien yacía completamente desnudo sobre la tierra arcillosa y reseca bajo el sol blanco y abrasador de la siesta tucumana.
Su cuerpo estaba surcado de heridas recientes que daban fe de su lucha desesperada, a través de las cuales la vida se le escapaba con lentitud.
Decidido a no entregarse con vida, había luchado encima de su caballo hasta el último minuto, cuando ya no quedaba más nadie para secundarlo. Abandonado por sus últimos soldados, sólo frente a todos los que quisieran cruzar espadas con él, se había debatido entre el infierno y la gloria, como poseído de una furia bíblica, a pesar de estar rodeado por todos lados. Olvidado por la suerte y los Santos, arrinconado entre el orgullo y la vergüenza, se había convertido en el ojo de un huracán de acero que prodigaba tajos veloces y fulminantes en todas direcciones. Varias veces lo habían alcanzado los sablazos de aquel gauchaje, pero nada había podido sacarlo de su silla. En torno suyo habían caído como moscas, heridos de muerte, presas de una mezcla de asombro y terror, los desafortunados federales que se habían aproximado temerarios para tratar de prodigarle el golpe final a ese guerrero que continuaba esgrimiendo su sable a pesar de todo, como un rayo plateado que parecía capaz de cortar en dos el aire. Finalmente, su caballo sucumbió, y cayó a tierra. Escondidos detrás de su superioridad numérica absoluta, aquellos cobardes no perdieron el tiempo, y aprovecharon ese lapso desafortunado del guerrero caído en desgracia para picarlo con cientos de lanzas desde lejos, mientras trataba de ponerse de pie. Entre gritos y puteadas, el veterano había logrado incorporarse y derribar a un último bellaco, que cayó como una piedra de su montura. Finalmente, un estampido seco hizo enmudecer a todos, y el desgraciado veterano se desplomó herido por un infame mosquete que destrozó una de sus costillas.
Cuando el hombre quedó tendido de espaldas contra el polvo, indefenso, y derrotado, el gauchaje explotó en vivas y maldiciones, lanzándose como un rayo al pillaje de sus ropas.
El guerrero buscó desesperado con la mirada a su alrededor pero no pudo encontrarla. Su espada ya no estaba en el suelo. Levantó la vista, y alcanzó a divisar, cegado por el sol, al jefe de aquellos montoneros que sostenía desafiante su sable en el aire.
El líder de aquellos gauchos incivilizados tomó el acero y mirando fijamente a su oponente, lo tiró al suelo furibundo. Sus ayudantes desmontaron, y lo acomodaron sobre algunas rocas, y se prepararon para ejecutar ese extraño y bárbaro ritual, la última mortificación del caído. Entre risas y chirridos de los corceles, uno a uno fueron haciendo pasar los cascos sobre la hoja toledana que se resistía estremecida y vibrante a aceptar tan indigno final. Al cuarto caballo que pasó por encima, pisoteando el sable del caído, sus uniones no pudieron soportar más tan titánico esfuerzo, y se quebró cerca de la empuñadura. Su dueño, incapaz de pronunciar palabra con su mandíbula dislocada, intentaba en vano gritarles algo, advertirles el sacrilegio que acaban de cometer, echarles en cara su barbarie resentida... Pero no pudo emitir más que un murmullo inentendible, mientras sus ojos enrojecidos de cólera y dolor observaban cómo aquéllos salvajes se alejaban al galope exhibiendo al sol los restos de su sable de caballería, ahora destruido y profanado, que terminaría quien sabe dónde, perdido para siempre. Esos montoneros no tenían ni la más remota idea de la historia que había detrás de ese acero castellano…
Todos se habían ido, dejándolo abandonado en su agonía, tendido sobre un claro ardiente en medio de un descampado cubierto de cadáveres de uno y otro bando. Su garganta quería gritar, su lengua se debatía en el dolor, mientras trataba de formular palabras inciertas. Su mirada centelleaba, y la vista era borrosa y sanguinolenta. A sus espaldas podía escuchar los suspiros entrecortados de su caballo, con sus pulmones atravesados por las balas fulminantes de sus enemigos. Luego, súbitamente, no lo escuchó más. Pudo percibir en el suelo, el suave temblor de todo el cuerpo del animal que se convulsionó durante apenas unos instantes, para luego quedar petrificado.
Haciendo uso de las últimas fuerzas que le quedaban, intentó mover su cuello para observar los restos de su compañero de eternas cabalgatas. Pero lo que vió sólo pudo confirmar sus temores, y lo terminó de convencer de que el primitivismo de las montoneras no conocía límites. Le habían cercenado a sablazos las dos piernas delanteras, que se habían llevado como un trofeo más, junto a su chaqueta, su ensangrentada camisa, sus botas, y hasta sus calzones... Ni siquiera los indios ofendían de tal manera a los derrotados. El gauchaje, presa de una borrachera de violencia y muerte, había superado cualquier límite.
Volvió su rostro al cielo, limpio, cristalino, y desolador. El firmamento estaba surcado por las oscuras y macabras siluetas de las aves de rapiña que en breve se lanzarían sobre ese festín cadavérico. El sol estaba prácticamente encima suyo. Sus rayos lo herían, y su sudor penetraba en sus heridas abiertas causándole un ardor indescriptible, mientras podía sentir en la yema de sus dedos cómo la tierra arcillosa se resistía a absorber los hilos de sangre que corrían sobre su pecho como si fuese un Cristo en Viernes Santo.
A la furia le siguió una calma inexplicable. Todo había terminado. Nunca había imaginado que ese sería su final. Siempre había creído que moriría en batalla, pero había soñado despierto con algo un poco más noble. Su situación era lastimosa, y sus ojos resecos por el polvo y el humo lloraron sin lágrimas, en una mezcla de impotencia y confusión. Finalmente dejó de resistirse ante el cansancio atroz que pesaba como un yunque sobre su corazón exhausto, y cerró los ojos, encomendando su alma al Santísimo, convencido de que finalmente le había llegado la hora.
Una nube de polvo cubría el lugar. Las siluetas de la montonera ya no eran más que un punto sobre el horizonte que se alejaba. Pero el final aún no llegaba. El tiempo parecía haberse paralizado. Cada instante representaba una eternidad. De repente, se sintió sobresaltado por el graznido terrorífico de uno de esos pajarracos que se paseaban a escasos metros de distancia. “Todavía estoy vivo…”, pensó, casi lamentándolo, imaginando que el horror podría alcanzar dimensiones dantescas si debía soportar consciente cómo le atacaban el rostro los picos nauseabundos de aquellas bestias emplumadas.
Respiró hondo, y trató de darse vuelta. Pero le fue imposible, le dolían todos los huesos. Sin más remedio, estiró los brazos y comenzó a arrastrarse de espaldas hacia una zanja que sus hombres habían excavado de urgencia improvisando una fallida trinchera para resguardarse de los cañones riojanos. Ayudándose con la única pierna que podía mover, fue avanzando de a centímetros, a paso de caracol, hasta llegar al borde de la zanja. Le dio un último vistazo al predio, y suspiró aliviado de haber podido dejar lejos a esos aguiluchos, que de momento estaban entretenidos con otras víctimas. Sin pensarlo demasiado, se dejó caer como una bolsa de arena sobre el fondo oscuro de la trinchera. La caída de apenas un metro, le pareció como si lo hubiesen lanzando desde la torre más alta del fuerte de Buenos Aires. Una vez en el fondo, apenas más fresco que en el exterior, se acomodó contra una de las paredes, al resguardo de los rayos del sol, escondido de la mirada acechante de los gavilanes. Allí se quedó inmóvil, aguardando el final de todas las cosas.
Tirado sobre el fondo de un zanjón perdido en un páramo conocido como “El Tala”, por momentos medio despierto, en otros medio dormido, se dejó arrastrar por cientos de recuerdos. Buscando, tal vez, una imagen feliz para despedirse de su existencia terrenal… Y la encontró en medio de los lejanos tiempos de antaño, procurando arrojar fuera de sí las escenas terribles que había contemplado en ese mediodía implacable. Lo único que lamentaba profundamente era la ausencia de alguno de sus tan queridos caramelos de azúcar, para mitigar el dolor intenso que lo envolvía en esos últimos instantes… Pensó en aquel día, distante, donde él con apenas dieciocho años había sido llamado por el vencedor de San Lorenzo para intercambiar unas palabras. Al militar que luego sería conocido como el “Libertador”, le había llamado la atención la inusual y antigua espada que colgaba del cinto del joven oficial. Ennegrecida por el tiempo, su hoja larga y delgada formaba una cruz con la empuñadura, y poseía una cazoleta ropera. “¿De dónde sacó eso, Capitán?” le preguntó sin muchos rodeos el jefe de los granaderos, mientras tomaba su café. “Ha sido un regalo de mi tío, ha pertenecido a mi familia por varias generaciones”, expuso lacónicamente el joven. “Déjemela un minuto” le ordenó el General. El joven desenvainó y le extendió la empuñadura con un movimiento reflejo. En los últimos meses se había acostumbrado a aprestar rápido el acero ante las sorpresivas embestidas realistas, y había adquirido cierto automatismo en el ejercicio rutinario de extraerla de su depósito de madera y cuero. El General se puso de pie, y caminó algunos pasos hasta detenerse al centro de su amplia carpa, casi vacía, a excepción de un humilde catre de campaña, un antiguo baúl, y el gastado escritorio sobre el cual descansaba una carta en la que anunciaba su renuncia como Jefe del Ejército del Norte. El joven oficial se alejó un poco, ofreciendo espacio para el jefe de los granaderos que blandía en el aire la pesada espada, imitando los toques de esgrima que había aprendido desde niño junto a los húsares del Rey.
Lo invadió un súbito ataque de tos, y el arma fue a dar contra el piso de tierra. El militar se apresuró rápidamente a recogerla, pero un nuevo acceso de tos lo obligó a desistir y tuvo que sentarse al borde de su catre. El joven levantó su espada, y le alcanzó la taza de café al jefe, que le agradeció con un gesto de su cabeza. Pasaron algunos segundos en silencio. Y finalmente, algo recompuesto, el General le preguntó “¿Y con eso ha estado peleando todos estos años?”. El joven quedó algo confundido, esperaba que el militar le elogiara su querida compañera de cientos de combates. No atinó a responder nada. El militar comprendió que había herido el orgullo de soldado del joven, y rápidamente agregó para suavizar sus dichos “Es un arma muynoble, propia de un caballero, de un hidalgo… Pero si me permite, algo antigua para estas lides; no lo cree?”. El joven envainó su espada con pesar. Mirando a sus botas, repletas de agujeros y cubiertas de polvo, finalmente sentenció “Es la única espada que teníamos los Aráoz, y la mejor arma con la que contaba para luchar cuando me enlisté. Nunca me ha fallado”. El General lo observó con detenimiento. Luego se puso de pie, con gran esfuerzo, y caminó hasta su escritorio. Tomó su sable toledano, forjado al estilo de los modernos y filosos cuchillos curvos que tanto éxito habían tenido entre los húsares de Joaquín Murat en su campaña en Egipto. Su empuñadura era sencilla, y la cazoleta era del tipo prusiano. Se lo extendió al joven oficial, quien lo recibió totalmente desconcertado. “Bueno, quiero que me diga qué diferencia le encuentra con su espada” le espetó el militar, mientras volvía a sentarse en su catre. El Capitán de las guerrillas tucumanas extrajo la hoja reluciente de su vaina, y pudo apreciar lo liviano y ágil que se movía este sable corvo en su diestra. “Es otra cosa, verdad?”-comentó el General – “Ese sable es el que yo utilicé en España, y el que recientemente me acompañó en la carga de San Lorenzo”.
El joven comprendió claramente el abismo tecnológico que se abría entre la pesada y larga espada que colgaba en ese momento de su cinto, y este sable que ahora sostenía. “Estoy realmente impresionado” dijo por fin, e hizo el ademán de devolvérselo. “Nada de eso. Yo mañana me voy para Córdoba, y no sé cuándo podré reincorporarme al servicio activo. Posiblemente de la capital manden a otra persona a hacerse cargo de La Ciudadela… Es hora de que Usted tenga un arma moderna para seguir con esta guerra, joven. Quédeselo, y haga valer este obsequio. Espero que lo pueda usar dentro de poco…”. El tucumano volvió a admirar la reluciente curvatura, ideal para las cargas a caballo. Estaba por decir algunas palabras de agradecimiento, cuando el militar le hizo gesto con la mano para que se fuese. El líder de los granaderos tenía realmente un temperamento complejo, distante y frío, pero al mismo tiempo capaz de gestos de desapego como el que acaba de realizar. El joven oficial lo saludó con una venia y se marchó a grandes zancadas. Desde afuera pudo escuchar cómo nuevamente la tos arremetía contra la los pulmones del General. Mientras caminaba despacio por entre las tiendas, observando su nuevo sable, pudo percibir el desconcierto y asombro de cuánto granadero y soldado del regimiento pasaban a su lado. Todos conocían perfectamente las marcas de la empuñadura de ese sable. Esa misma tarde, el joven Capitán cabalgó hasta la casa de su tío para devolverle su espada y hacer alarde del regalo que acababa de recibir. Desde entonces siempre pudo contar con el auxilio de esa pieza magistral de artesanía toledana. Al cabalgar, con la vaina metálica colgando de su cinto; pero sobre todo en esos momentos críticos donde debía enfrentarse al peligro, cuando extraía con la velocidad del rayo esa resplandeciente hoja plateada; se sentía un poco como el heredero del Vencedor de San Lorenzo.
Dedicado al General Gregorio Aráoz de Lamadrid (1795-1857)
LOS ÚLTIMOS DRAGONES
“El corazón es un arco, casi no cabe en el pecho, y vuela quebrada arriba el grito de los arrieros. Peligro, marcha, atención, coraje, pena, despecho… El grito salta en las piedras atropellando el silencio. Alegrías pasajeras, sombras que duelen adentro, angustia de cien caminos tienen los gritos del cerro. Poncho azul y colorado, buen caballo y buen apero; el corazón como un arco que ya no cabe en el pecho. ¡Y en la mitad del camino, un grito que llena el cerro, diciendo cosas distintas, aunque parezcan lo mesmo!” (“El Grito”;Atahualpa Yupanqui, 1908-1992).
AYOHUMA, 1813
Los restos del ejército marchaban hechos pedazos a través de un estrecho paso entre las colinas que circundaban la planicie en la que acaba de tener lugar el largo y sangriento enfrentamiento. Heridos, agotados, moribundos, descalzos, derrotados… Caminaban con lentitud, agobiados por el peso de sus huesos. Faltaba una hora para que la noche se cerrase en torno suyo. El aire corría helado entre los trapos deshilachados que antes fuesen estandartes y banderas. El Estado Mayor cerraba esa especie de procesión, casi fúnebre, en silencio, mientras en la lejanía podían escuchar el repiqueteo absurdo de un tamboril que dirigía la columna al frente de todos. Sus golpes de percusión sonaban demasiado rápido, y no tenían ninguna relación con el ritmo arrastrado con que se movían los pies sangrantes de los soldados. Todos querían pensar, imaginar, soñar acaso, con que todo había concluido. Pero algo les decía que no era así. Lo intuían. El General volvió a escrutar la línea enemiga con su catalejo. Luego de un golpe de vista, bajó el lente horrorizado. A poco más de un kilómetro, el Jefe realista le daba las últimas indicaciones al líder de los Perjuros de Salta. Castro, aquel espectral y macabro personaje, montado sobre un musculoso potro color negro que acompañaba el tono de sus ropas y de su andrajosa capa, no pudo dar crédito a lo que había escuchado. Esbozó una siniestra mueca de regocijo. Pero pronto lo asaltó una duda. “Pero… ¿El letrado también?” preguntó al final. Su superior se quedó un instante pensativo, luego sonriendo sentenció: “Todos menos el letrado. A ese lo voy a conducir con cadenas ante el Virrey, quien con seguridad lo encerrará en un pozo. Y después, yo le tiraré de vez en cuando algún que otro trapo viejo para que se divierta confeccionando banderitas…” – y se volvió para ver cómo el resto de la oficialidad estallaba en carcajadas. – “Ahora,rápido, no vaya a ser que la oscuridad los oculte, y se nos escape alguno como la vez anterior”. Sin pérdida de tiempo, el Perjuro reunió a los suyos, y luego comenzó a repartir órdenes a todas las divisiones para iniciar un último avance a paso redoblado para exterminar los restos de la revolución, que apenas habían avanzado un centenar de metros desde los límites del campo de batalla. Mientras el oscuro guerrero se alejaba al trote, el líder realista ordenó que descorcharan la botella de Jerez español que había estado guardando para esa ocasión. “Si la suerte nos acompaña, Dios mediante por supuesto, en poco más de una hora habrá finalizado la guerra. Brindemos por nuestro triunfo”.
El caudillo histórico de los Dragones, Díaz Vélez, se había desbarrancado esa tarde en pleno combate, prefiriendo el descenso al abismo rocoso antes que la rendición frente a los perjuros que lo habían arrinconado sin salida. Su ausencia pesaba sobre toda la tropa, pero también había encendido una llama ardiente de fanatismo en los ojos de los jinetes a lanza de su escuadrón. Sin más remedio, el General patriota convocó con urgencia a quien había quedado provisoriamente al mando de aquellos valientes. “Tengo una misión para Usted.- le dijo lacónicamente, pero luego agregó escrutándolo con su mirada, tratando de adivinar si este joven capitán podría estar a la altura de ejecutar su mandato- ¿Se imagina de qué se trata?”. El oficial tragó saliva, y asintió sin inmutarse. Sabía que sus hombres estarían dispuestos a un último sacrificio. “Cuente con nosotros” fue toda su respuesta. Momentos después, entre toques de clarín, con sus triángulos colorados característicos extendidos al viento en el extremo de sus lanzas, corriendo a todo galope detrás de su jefe, se dirigieron hacia un montículo cercano. En ese lugar había funcionado antaño un corral de cabras. Era un gran cuadrado delimitado por una pirca de rocas oscuras, y tenía más o menos un metro de altura. Antes de abandonar el grueso de la tropa habían requisado cuánta munición, fusiles, y pistolas habían quedado. Eran los últimos ciento cincuenta miembros del agonizante Regimiento de Dragones de la Patria, fundado en los albores de la Revolución contado con 1200 plazas, llegaban a esa instancia decisiva cargados de glorias. Las numerosas ausencias entre sus filas, memorias de héroes que habían esparcido a lo largo y ancho de la campaña sobre el Altiplano, eran la mejor prueba de su desempeño extraordinario. Siempre los primeros en avanzar, y los últimos en retirarse. Columna vertebral de todas las campañas auxiliadoras, al menos hasta esa tarde. En aquella fecha todo sería diferente. Mientras el Sol se inclinaba sobre las planicies, abandonando ya el día y dando paso a la cortina celeste de los primeros astros, ellos pusieron pies en tierra y se apretaron contra la rocosa empalizada, último baluarte de la Patria en aquellas horas tristes. El capitán observó por última vez la columna que se alejaba con pesadumbre, rumbo al sur. Él y sus Dragones deberían sostener la retaguardia al menos durante una hora, así el grueso patriota podría establecer una prudente distancia con la avanzada enemiga. Una vez fuera del sendero pedregoso de montaña, de nuevo en el llano, al amparo de la oscuridad sin luna, nadie podría darles el último golpe de gracia. El ejército se habría salvado de nuevo. Y al menos durante un tiempo más, la asfixiada llama de la Revolución se mantendría viva, latiendo a través de las filas de sus armas, inspirando nuevas esperanzas para un futuro cargado de incertidumbre... Recorrió a caballo su línea, todos estaban bien acomodados, y parecían completamente indiferentes al hecho de que sus actuales posiciones posiblemente fuesen las últimas que defenderían... Desde el catalejo que el General le había dado a último minuto, pudo vislumbrar con perfecta claridad cómo el enemigo de forma completa comenzaba a marchar con diligencia y decisión. “¡Disparen a discreción apenas los tengan a tiro!” volvió a repetirles, aunque faltaban unos cuántos minutos para que pudieran abrir fuego. El catalejo temblaba en sus manos, y ya no podía ver a través del lente que se movía para todos lados. Cerró el instrumento y lo guardó en un bolsillo. Observó nuevamente a sus soldados, arrodillados o en cuclillas contra el muro, algunos de pié, esperaban con indisimuladas ansias el momento de jalar de sus gatillos y vengar la caída de su líder. Para hacer bien visible sus posiciones, e ineludibles sus intenciones de seguir la lucha, cada soldado había clavado en tierra detrás suyo su larga lanza tacuara. Ante los ojos del oficial, separadas apenas por un metro, aquellas cañas configuraban un hermoso conjunto de ciento cincuenta delgados y oscilantes mástiles, que se movían rítmicamente con la brisa del ocaso, mientras en sus puntas, bajo el hierro del cuchillo, bailaban los triángulos de tela color punzó. Uno de los suboficiales más antiguos, un hombre corpulento y entrado en años, se le acercó. “Estamos realmente armados hasta los dientes. Creo que tenemos munición para rato… ¿Cuántos enemigos, mi Capitán?” A esa altura el oficial pensó que no tenía sentido ocultar la verdad. “Tres mil, don Segundo” dijo sin titubear. El oficial sin apartar su vista de la mancha uniforme, que con sus estandartes blancos y rojos desplegados, avanzaba cada vez más rápido, pudo escuchar la risa nerviosa del sargento. Hubo unos segundos de silencio incómodo. Le estaba por decir que se aprestara a regresar a su puesto, cuando el hombre le volvió a hacer otra pregunta. “Y entonces, ¿cuántos son para cada uno de los nuestros?” El capitán lo miró sorprendido. El hombre estaba expectante, pero sin ningún rastro de temor en su rostro, por el contrario, sus ojos centelleaban con febril entusiasmo juvenil. “Más o menos, unos veinte por cada uno de nuestros soldados… ¿Por qué pregunta? ¿Quédiferencia hacen veinte, cien, o mil?” Sin contestarle, el suboficial se apresuró a abrir su morral de cuero y contó rápidamente la cantidad de cartuchos que allí guardaba. Luego se volvió sonriente a su jefe, y dijo “No pasa nada. Tengo casi cincuenta tiros, me alcanza de sobra… Hasta luego Capitán.” El oficial se quedó perplejo ante esa respuesta, y le hizo un gesto con la mano para que se volviese a su puesto. Mientras caminaba de regreso, don Segundo exclamó “¡Al menos esta vez estamos mejor que en el otro desastre!” El Capitán estaba desconcertado. ¿El otro desastre?; ¿Qué querría decir con eso? Ese viejo se había vuelto loco. Pero entonces recordó, y supo perfectamente a qué se refería. La quebrada, el desaguadero, todo vino a su mente convertido en un remolino de imágenes. Ciertamente, a pesar de lo desesperada, esta situación era al menos más digna. A pesar del final incierto que los esperaba, este desenlace era mucho mejor que aquel que dichos hombres habían vivido apenas dos años atrás, en los confines del virreinato. Los primeros disparos lo trajeron de nuevo al presente. Abrió en un instante su catalejo, y pudo constatar cómo la confusión se apoderaba de las primeras líneas del enemigo al ver cómo caían rodando varios soldados alcanzados por las tercerolas de los Dragones. Estaban apenas a un centenar de metros de sus posiciones. El Perjuro bramó, y se lanzó con sus soldados cuesta arriba, a pié, hacia los corrales de piedra. El estruendo comenzó, y el Capitán tomó un fusil, sumándose a la refriega. Los realistas trataban con gran esfuerzo de superar la cornisa pedregosa, mientras desde lo alto los recibían los certeros disparos de los defensores. Pero mientras el oficial ejecutaba con oficio rutinario la carga y descarga de su arma, no pudo evitar regresar a aquel fatídico y confuso día de Junio…
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HUAQUI, 20 de Junio de 1811
Dos años antes, él deambulaba solitario por el despoblado. Por la posición del sol, debían ser las tres de la tarde. Las últimas dos horas habían sido interminables. Los rayos blanquecinos de la siesta lo golpeaban sin tregua, calcinando su rostro reseco. La tierra se pegoteaba en su chaqueta azul empapada en transpiración. Su camisa blanca estaba teñida de color rosado por la cantidad de tierra que llevaba encima. Sus botas, con las puntas desechas, parecían respirar polvo a cada paso. Caminaba junto a su caballo, para darle un descanso al animal que había trotado más de una hora. A lo lejos pudo divisar la torre del reloj de la Legislatura de la ciudad. “La Paz” estaba cada vez más cerca. Rezaba para que aún estuviera en control de los patriotas. Necesitaba a toda costa llegar a la casa de los Fontana, a pocas cuadras de la plaza principal. Allí lo habían hospedado durante un par de semanas, en los días finales del Armisticio. Hacía tres días los había dejado para incorporarse al avance general de toda la tropa. En una pequeña habitación de techos altos, oscura, y sin ventanas, descansaba su baúl. Pero lo que más le importaba en esos momentos era una pequeña valija de cuero que yacía olvidada entre cuadernos y pliegos militares, al fondo de ese voluminoso cofre de madera. Apenas más grande que sus alforjas, de costuras rústicas, desgastada por el tiempo y el uso, atesoraba algo que para él en esos momentos resultaba precioso y urgente. Debía llegar a ella como fuese. El camino se volvió cuesta arriba, entre rocas y pajonales. Sin sendero, avanzaba apesadumbrado. El viento tibio apenas mitigaba su calor, y transportaba hasta sus oídos un silencio espectral. Atrás habían quedado los últimos cañonazos que marcaron el final de la contienda. Al principio se había resistido a creer en la derrota. A esas alturas el desastre era ya una certeza. Todo el ejército se estaba movilizando de forma caótica y sin rumbo cierto en el sentido opuesto al que habían trazado dos días antes en las interminables reuniones preliminares a la batalla. Sus hombres debían estar para esos momentos lejos de allí, reagrupándose al sur cómo él les había ordenado, junto al resto del Regimiento. Se secó la frente con la manga de su chaqueta, y sintió como el polvo caliente se impregnaba en su piel sudorosa. El clima del altiplano le resultaba sofocante. En pleno invierno aún había días de extremo calor a la siesta, y luego durante la noche, helaba de forma horrible. Una oscilación de más de treinta grados entre el día y la noche. Llegó a la cumbre de la loma, y pudo observar con toda claridad la silueta de aquella ciudad de rasgos hispanos y coloniales que tenía más de trescientos mil habitantes. Seis veces la población de su Buenos Aires natal. Sus estrechas calles representaban para el oficial porteño un verdadero laberinto medieval. No veía las horas de llegar hasta sus muros exteriores. Pero el paisaje que tenía ahora en frente suyo no podría haber sido más distinto al que había imaginado. La situación era surrealista... El Camino Real, que enfilaba su huella hacia Chuquisaca y Oruro, se encontraba atestado de carros tirados por bueyes, diligencias de seis caballos, carretas de campesinos, jinetes a lomo de mula o caballo, y toda una procesión de personas que a pié abandonaban la ciudad de forma atolondrada formando una columna que se extendía durante más de un kilómetro. Se quedó un rato largo estudiando desde la altura esa suerte de éxodo masivo, preocupado e intrigado a partes iguales. Trató de escudriñar el centro de la ciudad, pero los tejados no le dejaban ver más que la torre del cabildo y la cruz de la catedral, que ascendían fantasmagóricamente en medio de la nube de tierra que ensombrecía todo. Durante un instante se le cruzó por la cabeza la idea de dar media vuelta y regresar. Pero cierta curiosidad y un racional sentido de urgencia lo instaron a montar, y bajar al trote rumbo hacia la entrada principal, por donde parecía que el mundo entero se escapaba en medio de una maratón histérica. Cuando llegó hasta el muro exterior que resguardaba el ingreso principal, apenas pudo pasar con su caballo en medio de la muchedumbre. A paso de hombre, marchaba sobre su montura, con cierta consternación, en la dirección opuesta a todos los demás. Desde las carretas y las diligencias lo escrutaban miradas de hombres, mujeres, y niños aterrados. Todos ellos le hacían señas de que se volviese, pero él siguió adelante, despacio, cauteloso, con una mano en las riendas, y la otra apoyada sobre la empuñadura de su espada. De repente se cruzó con un miliciano, y le ordenó que se detuviera. El joven mestizo se cuadró ante su uniforme de Capitán de Caballería, apenas visible debajo de una gruesa capa de tierra. Le pidió explicaciones. “Los indios, señor” fue su respuesta automática. Con la voz agitada y entrecortada siguió su relato: “Han bajado de las sierras, de a cientos, de a miles… Y han tomado la ciudad. Esto es un caos, una tragedia… Saquean las casas, y matan a cuanto rostro blanco se cruza en su camino… Debe salir de aquí, señor, mientras tenga tiempo… De momento están concentrados en el centro, pero pronto vendrán detrás de la caravana…Me han mandado a vigilar las puertas… Con su permiso…
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