Las cicatrices de la independencia - Holger Hook - E-Book

Las cicatrices de la independencia E-Book

Holger Hook

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Beschreibung

La idea que nos ha sido legada de la independencia de Estados Unidos es la de una rebelión contenida, justa y sujeta a unos cauces ordenados, protagonizada por patriotas en defensa de sus nobles ideales frente a un imperio opresor que gozaba del monopolio de la violencia, un relato inspirador y estimulante que los fundadores hicieron todo lo posible por alimentar tras la guerra. Sin embargo, como el historiador Holger Hoock muestra en esta exhaustivamente documentada y bellamente escrita crónica del nacimiento de los Estados Unidos, la revolución no fue únicamente una batalla en la que dirimir principios morales, también fue una desgarradora y encarnizada guerra civil que dio forma a la nación de maneras que tan solo hemos empezado a vislumbrar. En Las cicatrices de la independencia, Hoock desmonta el tradicional relato de la revolución para trazar una descarnada historia de violencia en la que los patriotas americanos persiguieron y torturaron lealistas; en la que los casacas rojas británicos masacraron soldados enemigos y violaron mujeres; en la que los prisioneros eran dejados morir de hambre en barcos infestados y en celdas subterráneas; en la que los afroamericanos que lucharon a favor o en contra de la independencia sufrieron desproporcionadamente; en la que el ejército de Washington emprendió una guerra genocida contra los iroqueses… Con una prosa vigorosa y asertiva, la provocadora obra de Hoock también examina los dilemas morales planteados por esta omnipresente violencia a los que debieron enfrentarse tanto los británicos, que se debatían entre una guerra sin restricciones y la contención hacia los también súbditos de la Corona, como los patriotas, que documentaron crímenes de guerra en un ingenuo esfuerzo de unificar la nación naciente. Frente a un relato blanqueado a lo largo de los siglos, Las cicatrices de la independencia contrapone una historia más incómoda, pero también más honesta, que pone de manifiesto las tensiones inherentes entre los propósitos morales y las tendencias violentas de la América de ayer, de las cuales son herederos los Estados Unidos de hoy. Con ello, nos brinda una nueva historia fundacional tan relevante como necesaria, y un recordatorio de las naciones rara vez se forjan sin derramamiento de sangre. 2018 – Premio de la National Society of the Daughters of the American Revolution Excellence in American History

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Seitenzahl: 1120

Veröffentlichungsjahr: 2021

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«Es difícil desvincular el relato de la Guerra de la Revolución de la visión romántica de la mitología nacional, pero Holger Hoock ofrece una notable corrección en Las cicatrices de la independencia, el primer libro que analiza el trágico y traumático papel de la violencia en el conflicto».Andrew O’Shaughnessy, Universidad de Virginia, autor de The Men Who Lost America

«Las cicatrices de la independencia es una extraordinaria y completa historia de la Guerra de la Revolución que enfatiza en cómo dicho sangriento y destructivo conflicto afectó a las vidas de los hombres y las mujeres comunes. La narración de Holger Hoock va mucho más allá de la visión habitual de cómo fueron los Padres Fundadores a la guerra y nos muestra la violencia y el terror que vivieron los soldados y los civiles de ambos bandos. Un importante libro que deberían leer todos los que busquen comprender mejor la verdadera naturaleza de la Guerra de la Independencia de Estados Unidos».John Ferling, autor de Whirlwind: The American Revolution and the War That Won It

«La guerra es, por definición, violencia, pero el libro de Holger Hoock, con un estilo espléndido, es tal vez el primero que centra la atención en ella para entender la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Resalta algunos ejemplos de crueldad muy impactantes –en ambos bandos– en un relato que nos atrapa (aunque a veces nos revuelva el estómago). Todos los estudiosos de la Revolución estadounidense y de su guerra deberían leerlo».Stephen Conway, University College London, autor de The British Isles and the War of American Independence

«[Una] nueva aproximación a un tema muy trillado […]. Este volumen, respaldado por una profunda investigación y apoyado en unas notas muy completas, resultará interesante tanto para los estudiosos como para el público más amplio. El autor presenta su dura narración con un lenguaje vívido, pero sin caer en el efectismo […]. Una visión meritoria y potente de la Revolución estadounidense tal como fue, no como nos gustaría recordarla».Kirkus Reviews, reseña galardonada

Las cicatrices de la Independencia

EL VIOLENTO NACIMIENTO DE LOS ESTADOS UNIDOS

Las cicatrices de la Independencia

EL VIOLENTO NACIMIENTO DE LOS ESTADOS UNIDOS

Holger Hoock

 

Las cicatrices de la independencia. El violento nacimiento de los Estados Unidos

Hoock, Holger

Las cicatrices de la independencia. El violento nacimiento de los Estados Unidos / Hoock, Holger [traducción de Joaquín Mejía Alberdi].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2021 – 576 p.; 23,5 cm – (Historia de América) – 1.ª ed.

D.L: M-4565-2021

ISBN: 978-84-122213-1-2

94(73)  316.485.26

325.83  316.647.5

LAS CICATRICES DE LA INDEPENDENCIA

El violento nacimiento de los Estados Unidos

Holger Hoock

Título original:

Scars of independence : America’s violent birth

First published by Crown

This translation published by arrangement with Crown, an imprint of Random House, a division of Penguin Random House LLC.

All rights reserved

Esta traducción se publica según el acuerdo con Crown, un sello de Random House, una división a su vez de Penguin Random House LLC.

Todos los derechos reservados.

© 2017, by Holger Hoock

ISBN: 978-0-8041-3728-7

© de esta edición:

Las cicatrices de la independencia. El violento nacimiento de los Estados Unidos

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-122213-4-3

Traducción: Joaquín Mejía Alberdi

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Cartografía: Desperta Ferro EdicionesProducción del ebook: booqlab

Primera edición: abril 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2021 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Para Helen yFlorian Frederick

 

 

Índice

Mapas

Prefacio

Introducción

1 A la caza del tory

2 El dilema de Gran Bretaña

3 El Rubicón

4 Los protectores saqueadores

5 Cuerpos violados

6 Mataderos

7 Agujeros negros

8 ¡Hacedlos rebanadas!

9 Destructor de Pueblos

10 La americanización de la guerra

11 Hombre por hombre

12 Los perdedores que regresaron

Epílogo

Bibliografía

Créditos de las imágenes

 

 

Prefacio

Las cicatrices de la independencia es una historia sobre la violencia. Es el primer libro acerca de la Revolución estadounidense y la Guerra de la Revolución que centra su enfoque analítico y narrativo en la violencia. Como tal, cuenta la historia de los combatientes, de los prisioneros y de los civiles –fueran hombres o mujeres, célebres o poco conocidos– que experimentaron la violencia como ejecutores, como testigos o como víctimas. Las cicatrices de la independencia es también una historia de historias unidas por la violencia física y psicológica: relatos de persecuciones y de sufrimientos, de barbarie frente a civilización, de venganzas y de reconciliaciones. Los que vivieron aquella época tempestuosa crearon dichos relatos para justificar la brutalidad de sus actos y para ganar aliados a sus causas respectivas.

Al evocar la experiencia de la violencia en sus múltiples formas –y las reacciones físicas, emocionales e intelectuales de la gente que ha convivido con ella–, hemos de reconocer que las narraciones de actos de brutalidad y de sufrimientos tienen una gran fuerza retórica, aunque sea, como ha señalado la especialista Rachel Cleves, debido a que «el espectáculo de la violencia […] nos repele y nos atrae a la vez». No hay duda de que las palabras crueles pueden ser tan dañinas como las armas. En mi búsqueda de la forma de escritura más apropiada para temas tan delicados, me ha resultado inspiradora una dolorosa y brillante historia de Marcus Rediker, The Slave Ship, y su advertencia de que no debemos caer en la «violencia de la abstracción», de limitarnos a relatar –y, por tanto, deshumanizar– «una realidad que debemos, por razones morales y políticas, comprender con exactitud». También Wayne E. Lee, especialista en la historia cultural de la guerra y la violencia, nos recuerda: «La historia académica rara vez hace justicia a la sangre, el sudor, el miedo y los vientres destripados a causa de la violencia de la guerra. Por otro lado, las meras narraciones asépticas muy pocas veces abarcan la complejidad de las situaciones en las que los humanos llegan a desear matar o se ven obligados a morir». En este libro, escrito tanto para un público general como para colegas historiadores, he intentado exponer mis argumentos sirviéndome de narraciones y relaciones de episodios, así como del análisis abstracto. El libro se apoya en investigaciones archivísticas recientes llevadas a cabo a lo largo y ancho de Estados Unidos y el Reino Unido, así como en las fuentes impresas, y en un estudio profundo de la Revolución estadounidense. La obra sigue los contornos cronológicos básicos de la Revolución, pero no he intentado ofrecer una investigación completa de la misma ni de la guerra, ni tan siquiera de la violencia de dicho periodo. He preferido centrarme en las motivaciones clave de la violencia política y militar en la que participaron los patriotas y los lealistas anglonorteamericanos, los afroamericanos y los indios norteamericanos, y los británicos y sus tropas auxiliares alemanas.1

Durante más de dos siglos, este tema ha sido objeto de un blanqueamiento y de un proceso de memoria selectiva y olvido. Mientras que las gentes de entonces experimentaron la Revolución como algo amenazador, turbulento y divisivo, su omnipresente violencia y terror han fabricado una visión romántica del nacimiento de la nación. Al pintar ahora un crudo retrato de la violencia de la época revolucionaria, podemos ofrecer una nueva luz sobre cómo entendían sus luchas los que la vivieron y cómo los supervivientes y las generaciones posteriores han recordado y alterado la memoria del conflicto.

El deber final de un autor, antes de enviar un manuscrito a imprenta, es también el más agradable. Quiero mostrar mi profundo agradecimiento a las instituciones e individuos que han apoyado este proyecto. Por permitir mi investigación y mi labor de escritura, doy gracias al John W. Kluge Center de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos por la concesión de una beca Kluge, a la Library Company of Philadelphia y a la Historical Society of Pennsylvania por una beca de investigación internacional sobre la historia y cultura de Estados Unidos concedida por la Barra Foundation, a la Massachusetts Historical Society por una beca de la Massachusetts Society of the Cincinnati, a la New York Public Library y a la David Library of the American Revolution por becas de investigación, al Institute for Advanced Studies of the University of Konstanz por una beca de visita de posgrado, y a la Universidad de Friburgo y al centro SFB 948 por el puesto de profesor visitante. Por hacer mis estancias en esas instituciones productivas y placenteras, doy las gracias, en especial, a Carolyn Brown, James N. Green, Meg McSweeney, Conrad E. Wright, Ulrich Gotter, Ronald Asch y Ralf von den Hoff, así como al personal a su cargo, y también a los colegas con los que conviví. Hice una primera elaboración de varios aspectos de los capítulos 5, 8 y 10 en «Rape, ius in bello, and the British Army in the American Revolutionary War», publicado en el Journal of Military Ethics (2015), así como en «Mangled Bodies: Atrocity in the American Revolutionary War», en Past & Present (2016).

Numerosos colegas y amigos han tenido la bondad de intercambiar sus pareceres sobre mis propuestas, de leer borradores de capítulos, de compartir ideas y de ofrecer sugerencias. Entre ellos están Susanne Berthold, Katherine Boo, Shelley Bookspan, John Brewer, Richard Caplan, Erica Charters, Joshua Civin, Linda Colley, Chiara Cordelli, Martin Daunton, Barbara Donagan, Tim Duggan, Philip Dwyer, Heather E. Ewing, Bill Foster, Niklas Frykman, Peter Ginna, Ulrich Gotter, Lara Heimert, Julia E. Hickey, Joanna Innes, Maya Jasanoff, Jane Kamensky, Wayne E. Lee, Elizabeth Loudon, Wm. Roger Louis, Jürgen Luh, Nino Luraghi, Peter Mandler, Holly Mayer, Michael McDonald, Rana Mitter, Bruce Nichols, Marcy Norton, Andrew O’Shaughnessy, Ed Papenfuse, Sarah Pearsall, Will Pettigrew, Todd Reeser, Daniel Richter, Rob Ruck, Hannah Smith, Stella Tillyard, Jen Waldron y Molly Warsh. Stephen Conway y Paul Halliday han tenido la generosidad de revisar partes significativas del manuscrito. Mis planteamientos también se han beneficiado de las preguntas y comentarios planteados en seminarios y conferencias, por ejemplo, en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, en la Yorktown Victory Foundation, la Huntington Library, la McGill University, así como en las universidades de Constanza, Oxford y Pittsburgh.

En la Pittsburgh University he tenido la fortuna de trabajar bajo las direcciones sucesivas de Marcus Rediker, Reid Andrews y Lara Putnam, y de disfrutar de colegas inspiradores como, entre muchos otros, Jonathan Arac, Sy Drescher, Janelle Greenberg, Diego Holstein, Patrick Manning, Pernille Røge, Bruce Venarde y Molly Warsh, y también de los especialistas de la iniciativa de estudios del siglo XVIII. Estoy muy agradecido a mis afanados ayudantes de investigación: Ashley Blakeney, Mirelle Luecke, Luke Martinez, Katie Parker y Steve Pitt. Marcus Rediker ha sido un modelo de compañerismo generoso entre investigadores. Me brindó críticas constructivas desde el principio al fin del manuscrito, me animó cuando la navegación se puso complicada y, a lo largo de todo el proceso, conservó su fe en mí y en el libro. Tengo una deuda especial con mi decano, N. John Cooper, por su apoyo generoso y creativo, y por alentar un entorno en el que pude compatibilizar mis obligaciones hacia el departamento con otras, a la vez que me encargaba de la edición del Journal of British Studies y la escritura de este libro.

Mi agente, Susan Rabiner, ha sido una interlocutora comprensiva y una defensora maravillosa que creyó en este proyecto y en su autor desde el principio y que les encontró a ambos un excelente hogar en Crown Publishers. He tenido el gran privilegio de trabajar con Amanda Cook, extraordinaria editora, cuyas detalladas cartas editoriales –auténticas joyas fruto de una lectura exigente y constructiva– me guiaron a través de sucesivas revisiones. Emma Berry ha sido una excelente editora asociada, cuyo fino ojo para el detalle y agudo oído para el ritmo y el tono han mejorado el texto de forma inconmensurable. En la citada editorial, también estoy agradecido a Molly Stern, su directora, que apoyó este libro durante todo el proceso; a los editores, diseñadores y encargados de producción que ayudaron a que el manuscrito acabara tomando la forma de un atractivo libro, en especial a Craig Adams, David Chesanow, Jon Darga, Sally Franklin, Elena Giavaldi, Elizabeth Rendfleisch y Anna Thompson; y a los equipos de mercadotecnia y publicidad dirigidos por Kevin Callahan, Sarah Grimm, Rachel Rokicki y Alaina Waagner, que están presentando el libro a sus lectores.

Los dedicatarios del libro han vivido con él tanto como han vivido conmigo. Helen apoyó amorosamente mi investigación y mi trabajo de escritura de mil maneras, me permitió poner a prueba la validez de mis argumentos y me ofreció su perspectiva de psicóloga. La llegada de Florian Frederick, nueva incorporación nacida en Estados Unidos, a nuestra familia anglo-alemana, en medio del proyecto, tal vez ralentizó su conclusión un poco, pero ya ha enriquecido mi vida inmensamente. Este libro es para ellos.

Pittsburgh, 4 de julio de 2016

Notas

1. Cleves, R. H., 2009, 13, 15 (cita); Rediker, M., 2007, 12, referente al novelista Barry Unsworth; Lee, W. E., 2011, 11.

Plano de la villa de Boston con los atrincheramientos, etc., de las fuerzas de Su Majestad en 1775, a partir de las observaciones del teniente Page del Cuerpo de Ingenieros de Su Majestad y de otros caballeros (Londres, 1777), de sir Thomas Hyde Page.

 

 

Introducción

Al caer la noche, el lunes 5 de marzo de 1770, pequeños grupos de bostonianos armados con porras cargadas con plomo, garrotes y alfanjes comenzaron a acosar a los oficiales y soldados británicos que encontraban solos por las calles de la ciudad. En otro lugar de la población, unos soldados amenazaron y atacaron a varios civiles. Corría el rumor de que un sargento desaparecido había sido asesinado y de que una tropa había apaleado a un vendedor de ostras. A eso de las ocho, unos individuos enfurecidos se enfrentaron a unos casacas rojas en el exterior de Murray’s Barracks, una refinería de azúcar situada en Draper’s Alley y Brattle Street, donde se acuartelaban efectivos del Ejército del Rey. Varias docenas más se habían reunido en Dock Square, el corazón comercial del antiguo Boston, en las cercanías del puerto. Muchos de ellos eran marineros que esgrimían palos y bastones; algunos arrancaron las patas de las mesas de los puestos del mercado. Al pasar unos grupos ante la casa de un importador que no había secundado el boicot a las mercancías británicas, una lluvia de bolas de nieve y de pedazos de hielo arremetió contra las cristaleras. El viernes anterior, el 2 de marzo, una trifulca que desde hacía tiempo se había convertido en algo habitual, provocada por la escasez de trabajo, había desembocado en un choque violento entre docenas de trabajadores y soldados fuera de servicio en la cordelería de John Gray, al sur de Milk Street. El sábado hubo más escaramuzas y, aunque todavía no había muerto nadie, al llegar el lunes tanto soldados como civiles tenían ganas de pelea.1

Poco después de las nueve, las campanas repicaron por toda la ciudad: primero en la iglesia de Battle Square, al poco en la llamada Old Brick Church, en el oeste, y luego también en la de Old South. Era costumbre que este tañer de campanas nocturno sirviera para dar la alarma sobre algún incendio. Aquella noche, cercano ya el final del invierno, un gran número de vecinos salió a toda prisa de sus hogares con la intención de mover las máquinas apagafuegos y llevar sacos y cubos a través de las calles cubiertas de hielo, mientras las bandas armadas comenzaban a converger hacia el centro de la ciudad. Guiados por la luz de la luna creciente, los grupos formaron una multitud que aumentaba con rapidez ante la Casa de Aduana, en la esquina norte de King Street (actual State Street) y de la Royal Exchange Lane. El joven Benjamin Davis pronto se dio cuenta de lo que sucedía: «No hay fuego. Son los soldados que luchan».

Fuera de la Casa de Aduana, el imponente edificio de ladrillo donde se guardaban los archivos de la aduana y la recaudación de las tasas, una muchedumbre cada vez mayor de varios centenares de individuos se encaraba a 9 soldados británicos. Antes, cuando habían comenzado a sonar las campanas, Thomas Preston, el capitán irlandés de cuarenta años que estaba de servicio en aquel momento, había allegado al lugar a 1 cabo y 6 granaderos del 29.º Regimiento de Infantería desde el cercano puesto de guardia principal. El destacamento había pasado entre el aluvión de gente alborotada con la intención de apoyar al soldado Hugh White, el único centinela británico que protegía la Casa de Aduana. White había golpeado a un aprendiz de peluquero con su mosquete, después de que el muchacho hubiera hostigado a un oficial británico. Al poco, la creciente multitud comenzó a lanzarle bolas de nieve y a insultarlo, lo que le hizo temer por su seguridad. Ahora había retrocedido y formaba, con los altos granaderos, un semicírculo defensivo de espaldas al edificio, con los mosquetes cargados y las bayonetas caladas. Muchos integrantes de la masa también iban armados: sus armas eran variadas, desde los palos que algunos llevaban blandiendo toda la tarde hasta los cuchillos y las espadas de cesta escocesas que otros habían escondido bajo sus abrigos antes de salir a la calle aquella noche. Cuando menos, tres de aquellos hombres, así como tres de los soldados a los que se enfrentaban, ya habían intercambiado golpes en la cordelería la semana anterior.

El lugar de su renovado encuentro, la Casa de Aduana, simbolizaba el detestado sistema imperial de impuestos que Gran Bretaña les había endosado a sus trece colonias de la costa del Atlántico después de su victoria en la Guerra de los Siete Años, en 1763. Gran Bretaña quería que las colonias contribuyeran a sufragar los gastos desembolsados durante el pasado conflicto y también los de su futura defensa. También que aportaran fondos para la manutención de un ejército de 10 000 soldados británicos apostado en Norteamérica. Durante años, Massachusetts había encabezado la oposición a estas nuevas políticas imperiales, tanto por vías legales como extralegales. Los bostonianos protestaron contra la Ley del Timbre (Stamp Act) que había establecido un nuevo impuesto a todo tipo de papel impreso. Después de que dicha ley fuera rechazada, arremetieron contra las Leyes de Townshend (Townshend Acts) que creaban tasas sobre productos de importación como el cristal, el plomo y el té. Hicieron una petición al gobierno imperial y persuadieron a once colonias para que boicotearan las importaciones de Gran Bretaña. Una multitud de hombres y mujeres se amotinaron, dañaron propiedades e intimidaron e hirieron a funcionarios de aduanas y a individuos que no se plegaron al boicot. Apenas un mes antes de los sucesos de nuestra narración, una muchedumbre de un millar de personas había asediado la casa de un informante de la aduana que había delatado a algunos de sus paisanos norteamericanos por violar la normativa de impuestos imperial. Al disparar este individuo contra aquella masa de gente, un niño de once años se convirtió en mártir de la causa.2

El punto de inflexión había tenido lugar en 1768. Entonces, el gobierno británico envió varios miles de soldados a Boston a proteger el sistema de recaudación de impuestos. Esta demostración de poder militar, similar a la efectuada antes en Irlanda o en Escocia, fue un movimiento de la Corona que se percibió como una provocación. En una población urbana de 15 000 o 16 000 personas, el número de soldados llegó a ser similar al de vecinos de raza blanca de más de dieciséis años. La circunstancia de que entre los soldados abundaran los irlandeses tampoco contribuyó a la paz. Además, el espectáculo de que los tambores afrocaribeños que servían en los regimientos británicos fueran los encargados de administrar los latigazos disciplinarios a los soldados blancos, en el campamento situado en el Common*, ofendió al sentido del orden social y racial de los bostonianos.3

Los soldados británicos no estaban acuartelados solo en barracones, sino también en casas particulares y en almacenes. El ejército situó centinelas en el exterior de los edificios públicos. Se establecieron puntos de control en los que se interrogaba a los transeúntes y se registraban los equipajes. Los soldados borrachos aumentaron los delitos menores y la prostitución. Los casacas rojas apalearon a unos vecinos varones, y algunas mujeres sufrieron intentos de rapto y de agresiones sexuales. La tropa fuera de servicio competía, además, con los trabajadores del puerto por los escasos empleos disponibles, lo que provocó violentos altercados como el sucedido en la cordelería. Los lugareños hostigaban de forma habitual a los casacas rojas, arrojando piedras a los detestados «bloody backs»**. Estos no fueron capaces de impedir del todo los ataques contra los funcionarios de aduanas y sus informadores. Lo cierto es que las tropas, a la vez que servían como demostración de la fuerza imperial, también simbolizaban la erosión de la autoridad de Londres. Tal como Benjamin Franklin había predicho durante una consulta reciente en la Cámara de los Comunes, las tropas británicas enviadas a Norteamérica no se encontrarían con «una rebelión; pero puede que la provoquen».4

Aquella noche de principios de marzo, John Adams, un ambicioso abogado de Braintree que se había mudado con su joven familia a Boston en 1768, describió los sonidos de la rebelión cerca de la Casa de Aduana: «[…] la gente gritando, dando voces y silbando, algo que, si lo hace un muchacho en la calle, no es cosa que llame la atención, pero que si lo hace una multitud es un griterío que llena de espanto, casi tan terrible como el alarido de los indios». La turba atosigaba a los casacas rojas: «¡Venga, rufianes, malditos espaldas sangrientas, escoria, disparad si os atrevéis, malditos! ¡Disparad y malditos seáis; sabemos que no os atreveréis!». Bien sabían que solo los magistrados civiles podían autorizar a los soldados el empleo de la fuerza para dispersar a una multitud reunida de forma ilegal. También que era improbable que los magistrados de Boston respaldaran el empleo de dicha fuerza en aquel clima político. Lo que tal vez no advirtieron es que todo soldado que temiera por su vida de forma inminente tenía también derecho a disparar en defensa propia.5

Entonces, el capitán Preston, desesperado por calmar los caldeados ánimos, les pidió a los civiles que se dispersaran. A continuación, sonó un disparo. Momentos antes, uno de los granaderos había sido alcanzado por un objeto. Al parecer, una bola de nieve, o un pedazo de hielo o de madera de corteza blanca, le había golpeado a él o al cañón de su mosquete. Según la mayoría de los testimonios posteriores, el soldado resbaló en el hielo; según algunos, el arma se le escapó de las manos durante unos momentos. Tras levantarse y recuperarla, hizo un disparo, bien fuera de forma deliberada o por accidente. No parecía que nadie hubiera resultado herido. Hubo una breve pausa en la que muchas personas de la muchedumbre corrieron en busca de refugio. Sin embargo, algunos avanzaron hacia los soldados y parece que uno o dos llegaron, incluso, a intentar arrebatarles sus mosquetes. Varios tambores de la milicia de Boston comenzaron a batir el toque de llamada. Un individuo de la multitud se fue contra el soldado que había disparado. En la refriega, el asaltante golpeó con dureza el brazo de Preston con una porra. En aquel momento los granaderos abrieron fuego.

Para cuando Preston consiguió detener los disparos, tres hombres yacían muertos en la nieve, otros dos agonizaban y media docena más habían resultado heridos. Una bala había alcanzado al fabricante de cuerda Samuel Gray, «entrando por su cabeza y reventando una gran parte de su cráneo». Por entre el chorro de sangre, un testigo adivinó un hueco «tan grande como mi mano». Crispus Attucks, un antiguo esclavo de cuarenta y siete años y ascendencia nativa norteamericana y africana, que estaba en Boston de paso, fue derribado por dos balas en el pecho, una de las cuales le «perforó el lóbulo derecho de los pulmones y gran parte del hígado de la forma más horrorosa». Dos balas mataron a James Caldwell, marino mercante. El aprendiz Samuel Maverick, de diecisiete años, recibió en el estómago una bala que había rebotado en una pared. Aunque un doctor pudo después extraer el proyectil, el adolescente falleció durante la mañana. Patrick Carr, inmigrante irlandés de treinta años que trabajaba a sueldo para un fabricante de calzones de cuero, fue impactado por una bala de mosquete que, con toda probabilidad, disparó algún paisano suyo irlandés. La bala «le entró por la cadera derecha, se llevó parte de la columna vertebral e hirió de gravedad el hueso de la cadera». Carr murió diez días más tarde.6

Henry Prentiss había supuesto, en un primer momento, que las armas de los soldados no estaban cargadas. Sin embargo, al ver como caían los hombres a su alrededor, comprendió que estaba siendo testigo de «una escena más trágica que cualquier otra que los ojos de los americanos hubieran presenciado hasta entonces […] ver la sangre de nuestros conciudadanos saliendo de las tripas como agua».7

Al llegar la primavera de 1770, los anglonorteamericanos habían desarrollado ya un profundo sentimiento de agravio contra un imperio que les cobraba impuestos sin su permiso y que les enviaba un ejército en época de paz. Desde Rhode Island hasta el Sur, los colonos intimidaban a los funcionarios de aduanas y dañaban propiedades ajenas. En 1768, los comerciantes de Boston, Nueva York y Filadelfia habían renovado su decisión de no importar mercancías británicas, medida a la que pronto se unieron Virginia, Maryland y Carolina del Sur. Aunque Gran Bretaña había finalmente rechazado en parte las Leyes de Townshend por efecto del boicot, el impuesto sobre el té, que era el que recaudaba las mayores sumas de dinero, seguía vigente. Ante la próxima llegada de tropas imperiales, el concejo ciudadano de Boston convocó una reunión alegal de todas las poblaciones de Massachusetts, las cuales se apresuraron a condenar «el reclutamiento o la conservación de un ejército permanente» sin la aprobación del pueblo. Por tanto, en 1770, las poblaciones vecinas de Boston ya estaban prestas a sumarse a cualquier escalada posible de la crisis que se estaba cociendo. Además, lo que fuera a suceder en Boston resonaría por todas las colonias.8

Aquella noche de marzo, tras extenderse por la ciudad la noticia de los disparos mortales, las campanas de las iglesias sonaron de nuevo. Los líderes políticos de la ciudad se dispusieron a convocar a miles de hombres que estaban esperando en las poblaciones circundantes la señal para acudir a enfrentarse a los casacas rojas. Al mismo tiempo, el sonido de la llamada a las armas de los tambores británicos despertaba a los soldados, que acudían a la emergencia por toda la ciudad. En su deseo de llegar al centro de la misma, algunos de ellos blandieron sus espadas para abrirse paso a través de las multitudes hostiles; de hecho, unos cuantos recibieron golpes de ciudadanos furiosos. El vicegobernador Thomas Hutchinson, que había acudido a toda prisa a la escena de los disparos, consiguió al fin calmar la situación dirigiéndose a los bostonianos desde un balcón situado en un primer piso: el imperio de la ley prevalecería, se realizaría una investigación exhaustiva y ellos debían dispersarse en paz. La mayoría hizo lo que se les pedía, pero varios centenares de individuos se quedaron hasta la madrugada, mientras se efectuaban unas primeras pesquisas. A las tres de la mañana, el capitán Preston fue puesto bajo vigilancia; a la mañana siguiente, los ocho soldados también fueron arrestados y encerrados en una celda. La señal luminosa convenida para llamar a más colonos armados a Boston no llegó a encenderse nunca y esa noche no hubo más disparos violentos.9

Los participantes y los testigos comprendieron, sin tardanza, la relevancia de lo que había ocurrido en King Street. Durante las semanas siguientes, ambos bandos intentaron modelar el relato de los sucesos de aquella tarde de cara a ganar la batalla de la opinión pública. Para ello se sirvieron de los testimonios que solicitaron a vecinos del lugar y a soldados. Las autoridades de la ciudad acusaron a los británicos de seguir un patrón de opresión y de crueldad contra los ciudadanos inocentes que había alcanzado su punto cumbre en la confrontación más sangrienta de las habidas hasta entonces, a la que no tardaron en bautizar como «la sangrienta masacre». Los relatos probritánicos, en cambio, subrayaron la naturaleza premeditada del incidente, en el que civiles armados instigaron a los soldados a la lucha con la intención de provocar su eventual retirada. La mañana posterior a los hechos, los británicos comenzaron, de hecho, a evacuar a sus tropas, aunque solo fue a unos pocos kilómetros de distancia, al acuartelamiento de Castle Island. El funcionario colonial Andrew Oliver percibió la complejidad de la situación: «Es difícil establecer quiénes fueron los agresores». Oliver, entonces postrado por la gota, reflexionaba así: «los informes de los muertos y heridos dibujaron en mi imaginación todos los horrores de una guerra civil».10

Una semana después de los disparos, el 12 de marzo, la Boston Gazette publicaba el relato antibritánico que alcanzó mayor repercusión. Boston, según informaba el periódico, había experimentado «una situación traumática: la sangre de nuestros conciudadanos corría como el agua por King Street y Merchants Exchange». Dicha historia no tardó en reimprimirse en otras colonias, donde el resentimiento contra el despótico imperio ya se venía larvando, y también se reprodujo en la prensa británica. El artículo, resaltado por gruesos bordes negros, también refería los funerales de los cuatro primeros mártires de la masacre, a los que asistieron más de diez mil personas, y estaba ilustrado con una xilografía en la que se veían cuatro ataúdes con las iniciales de los asesinados, tibias y calaveras, un reloj de arena y una guadaña.11

Aunque pocos se acordarán, hoy día, de la crónica en prosa publicada en la Boston Gazette, es probable que la mayor parte de los estadounidenses y muchos británicos hayan visto alguna vez la célebre representación de la sangrienta masacre creada por Paul Revere. Este platero y grabador bostoniano adaptó una composición de Henry Pelham para producir una brillante y polémica obra visual que divergía en varios aspectos de la realidad. El grabado, puesto a la venta apenas tres semanas después del suceso, nos muestra una multitud desarmada nutrida solo por caballeros bien vestidos de raza blanca (y una preocupada mujer ataviada con un chal), en lugar de mostrar la verdadera y abigarrada muchedumbre que allí se reunió, que se dedicó a lanzar proyectiles y que estaba formada por muchachos y trabajadores de los muelles y por aprendices y operarios, en la que también se contaban inmigrantes y antiguos esclavos. Al mencionado grupo se le enfrentan siete agresivos soldados británicos dispuestos como un pelotón de fusilamiento. Un francotirador ha descargado su arma desde una ventana de la Casa de Aduana, hoy también conocida como la Sala del Carnicero (Butchers Hall). Los colonos que adquirían la estampa a menudo encargaban colorearla a mano, de modo que el rojo de los uniformes hiciera juego con la sangre que brotaba de las heridas de las cabezas, los pechos y los vientres de las víctimas.12

La Sangrienta Masacre perpetrada en King Street, Boston, el 5 de marzo de 1770 por un grupo del 29.º Rgto. (Boston, 1770), de Paul Revere.

Las autoridades británicas retrasaron los juicios del capitán Preston y sus hombres hasta el otoño, con la esperanza de que para entonces se hubieran templado los ánimos. John Adams, respaldado por los Hijos de la Libertad*** (Sons of Liberty), accedió a servir de abogado de los soldados acusados: en su opinión, todo individuo merecía un juicio justo. Adams argumentó que los casacas rojas habían actuado en defensa propia ante una masa provocadora; como mucho, los soldados eran culpables de homicidio, no de asesinato. Aludió a las limitaciones de los soldados que se ven obligados a ejercer funciones de antidisturbios urbanos: «Los soldados acuartelados en una populosa población siempre provocarán dos turbas dondequiera que eviten una. ¡Son unos pésimos preservadores de la paz!». El jurado absolvió a Preston y a seis de los soldados. Los dos hombres condenados por homicidio pidieron que se les redujera la pena por ser su primera condena, lo que permitió conmutarles la pena capital. Quedaron libres después de que les marcaran a fuego los pulgares.13

Durante los años siguientes, los pensamientos de John Adams volvieron en repetidas ocasiones a aquella tarde violenta y crucial. El recuerdo de la Masacre de Boston se convirtió en un evento que se conmemoraba cada año, en el que no faltaban las plegarias, la exposición de reliquias y los paseos guiados por el lugar donde había corrido la sangre. En el tercer aniversario, en 1773, Adams recordó la ansiedad que le produjo encargarse de la defensa legal de los soldados británicos. Por otro lado, se enorgullecía de haber servido para garantizar que los acusados recibieran un juicio justo: había sido «una de las Acciones más caballerosas, generosas, valientes y desinteresadas de toda mi Vida». Había rendido un servicio de verdadero patriotismo, ya que una sentencia de muerte «habría sido una odiosa Mancha sobre este País, igual que, antiguamente, las Ejecuciones de Cuáqueros o de Brujas». En su diario, Adams anotó: «[…] según la Evidencia, el Veredicto fue exactamente correcto». Sin embargo, no había «razón alguna para que la Ciudad no llamara Masacre a la Acción de aquella Noche».14

Las reflexiones de Adams tal vez suenen contradictorias, pero revelan la razón por la que la Masacre de Boston ha conservado su fuerza simbólica a lo largo de los siglos. Los disparos habían sido el producto no planeado de la violencia de la opresión imperial al chocar con la violencia de la resistencia de los colonos. Para quienes vivieron los años de la revolución y la guerra, las heridas sufridas por once hombres aquella noche –heridas que presagiaban las lesiones traumáticas o letales que pronto sufrirían decenas de miles– se convertirían en la metáfora de las heridas abiertas de los norteamericanos con los demás súbditos del mismo imperio a ambos lados del Atlántico. Para los revolucionarios, las muertes de King Street simbolizaron la resistencia de los norteamericanos ante la irracional crueldad británica. Dicho argumento era falso, tal como Adams demostró ante un tribunal, pero, sin embargo, tuvo éxito. En 1786, Adams, que entonces servía en el puesto de primer embajador de los Estados Unidos en la Corte de Saint James, resumió el complejo legado del acontecimiento en una osada afirmación: «Aquella noche se pusieron los cimientos de la independencia americana».15

Un cuarto de milenio después, en la memoria popular sobre la Revolución estadounidense, la Masacre de Boston es una especie de anomalía: es un suceso violento que sí reconocemos y recordamos. Sin embargo, la Revolución también fue violenta en formas que no recordamos, o que no podemos llegar a imaginar, porque se les ha puesto una sordina o incluso porque han sido borradas por completo del relato convencional. Aunque desde el siglo XVIII se haya invocado a la Revolución estadounidense, una y otra vez, en defensa de todo tipo de causas –el ejemplo actual más prominente tal vez sea la oposición del Tea Party a la reforma del sistema de protección sanitaria–, su violencia inherente se ha minimizado a menudo. El resultado ha sido que se ha perpetuado una narración en exceso sentimental de la guerra que dio origen a los Estados Unidos. Incluso los retratos de los hambrientos y desharrapados soldados de George Washington, que nos los muestran tiñendo con sus pies de rojo la nieve de Valley Forge, son la evocación nostálgica de unos mártires, y no la representación de unos guerreros curtidos en batalla. La memoria popular estadounidense sobre esta época tiende a centrarse en unos admirables hombres blancos que debatían sobre la independencia en unas reverenciadas salas de Filadelfia, o en Mount Vernon y Monticello****, «como si la guerra –escribe el historiador Edward Larkin (y nosotros añadiríamos, como si la violencia ejercida de unos norteamericanos sobre otros)– fuera solo algo coincidente o secundario a la Revolución».16

Hay buenas razones que explican por qué los estadounidenses pintan su revolución y su guerra de independencia como una historia heroica e inspiradora, como el triunfo de unos ideales elevados frente al abuso imperial, como una lucha unida y unificadora para construir una nación que desembocó en unos Estados Unidos libres e independientes. Sin embargo, al optar por lo anterior, corren el riesgo de ignorar lo que aquellos hechos tuvieron de divisivos y de violentos. Para comprender la Revolución y la guerra –el propio nacimiento de la nación– debemos devolver la violencia, en todas sus formas, al relato. Ese es el objetivo de mi libro.

Con el término «violencia» me refiero al empleo de la fuerza física con la intención de matar, herir o causar daños a personas o a propiedades. También a la violencia psicológica, es decir, el empleo de amenazas, de tácticas de amedrentamiento, humillación y brutalidad para introducir el temor en la gente e influir en su conducta y sus decisiones. Los patriotas norteamericanos se sirvieron, para forzar el éxito interno de su revolución, de campañas de terror contra los lealistas. Los patriotas defendieron la independencia de su nueva nación ante el Imperio británico en la guerra de mayor duración que ha tenido lugar en Norteamérica. Los patriotas trataron de ganar esa guerra estableciendo una distinción entre formas válidas e ilegítimas de violencia. Lo hicieron de maneras que se amoldaban a sus ideales políticos: buscaron ganar la guerra moral –que corría paralela con la que se libraba en los campos de batalla– subrayando la brutalidad del enemigo y, a la vez, intentando no sobrepasar los límites que permitían las normas de la guerra mayoritariamente aceptadas en la época. Después de una década de guerra civil, la violencia adicional que se ejerció contra los perdedores de la Revolución complicó el tránsito a una paz que asentara la nación. Cuando, al final de la guerra, los estadounidenses siguieron divididos sobre los usos aceptables de la violencia y los límites de esta, se hizo patente que las heridas que habían infligido y soportado –físicas, psicológicas y metafóricas– habían conformado, en lo más hondo, la naturaleza, el resultado y el legado de su conflicto fundacional.17

Mi curiosidad sobre la violencia de la era de la Revolución comenzó hace una década, mientras investigaba para la redacción de mi libro anterior, Empires of the Imagination [Imperios de la imaginación]. Al estudiar ejemplos de obras de arte del siglo XVIII, encontré una serie de monumentos erigidos a lealistas norteamericanos en iglesias y catedrales de distintos lugares de Inglaterra. Estos iban desde pequeñas lápidas situadas en iglesias regionales hasta un notable sarcófago de mármol que se halla en la abadía de Westminster, pero siempre con un elemento común: todos contaban historias de lealistas norteamericanos que habían sido tratados de forma brutal, perseguidos, desposeídos y finalmente expulsados del país con temor de perder la vida. Todos estos restos conmemorativos, que evocaban una época en la que no había «apenas […] un pueblo de Inglaterra en el que no hubiera algún rastro de América», hablaban de la violencia psicológica y física infligida sobre individuos que se habían opuesto a la Revolución.18

Aquellas terribles historias de persecución y sufrimiento se me quedaron grabadas, sobre todo, porque eran difíciles de reconciliar con la narración convencional de la Revolución como un acontecimiento mesurado y, en gran medida, no violento. Deseoso de revelar las historias que escondían aquellos vestigios conmemorativos, acudí a los archivos y descubrí que muchas de las narraciones detalladas que los lealistas habían compuesto durante la guerra, e inmediatamente después, reforzaban lo que había visto. Dichos informes describían escenas de humillación, amedrentamiento, tortura e, incluso, algún que otro linchamiento. Sin embargo, los estudiosos habían prestado escasa atención a estos actos violentos entre norteamericanos. Quienes vivieron la Revolución se refirieron a ella como una guerra civil, y escritores del pasado siglo se han expresado a veces en términos similares. Sin embargo, la mayoría del público estadounidense, e incluso muchos historiadores, aún parecen remisos a admitir el concepto de conflicto civil como una forma adecuada de describir la Revolución. Tal vez esto no deba sorprendernos, ya que pasar a contemplar la Revolución como la primera guerra civil de los estadounidenses nos obliga a enfrentarnos al núcleo mismo del terror.19

En la lectura de los relatos de los participantes descubrimos que los patriotas, que en general no solían mencionar la violencia que ejercían contra los lealistas, se encendían con una indignación apasionada cuando se trataba de la crueldad que ellos habían sufrido a manos de los bárbaros británicos y de sus auxiliares lealistas, indios y alemanes. Los patriotas acusaron a los británicos de saqueo y destrucción indiscriminada, de masacres en los campos de batalla, de violaciones, de maltrato de prisioneros, e incluso de la deportación de prisioneros norteamericanos a Asia, o a África convertidos en esclavos. También tuvieron que enfrentarse a la cuestión moral de cómo responder a dichos abusos, puesto que la violencia fluía en todas direcciones.

Los informes de los líderes políticos y militares británicos confirman las historias de la brutalidad que aplicaron los patriotas estadounidenses a sus vecinos lealistas. También describen actos de crueldad contra combatientes y prisioneros británicos por parte de las fuerzas revolucionarias. Además, revelan los problemas estratégicos y éticos a los que se enfrentaron los ministros del gobierno y los generales del Ejército, que tuvieron que diseñar una estrategia de contrainsurgencia para someter a unos súbditos de raza blanca, protestantes y angloparlantes, en un momento en que su propia nación se encontraba muy dividida sobre esta cuestión. Las escenas que nos dibujan tanto norteamericanos como británicos nos permiten, asimismo, reconstruir, al menos en parte, las aportaciones y los sufrimientos de las poblaciones negra y nativa norteamericana en ambos bandos del conflicto.

La enorme dimensión y la omnipresencia de la violencia generada por la furia partidaria de la Revolución y por más de siete años de guerra queda patente en los textos y las imágenes que nos han llegado de entonces. La correspondencia de personajes destacados, los diarios de hombres y mujeres particulares, los panfletos políticos, las estampas populares y los registros del Congreso ilustran con viveza el torbellino de brutalidad que arrastró a ambos bandos. Igual que con la Masacre de Boston, estas fuentes nos muestran también cómo la violencia marcó las historias que los participantes contaron sobre la revolución, la contrarrevolución y la guerra. Pese a todo, ni los historiadores académicos de la Revolución, ni tampoco sus cronistas más populares, han estudiado este aspecto de la guerra de forma sistemática.

En este libro, acompañaremos a los protagonistas por los campos de batalla y los campamentos; iremos a prisiones en tierra firme, bajo esta o en el mar; a las granjas y al interior de los hogares. Descubriremos cómo todos los bandos emplearon el terror: los patriotas contra los lealistas; las fuerzas británicas y sus auxiliares lealistas y alemanes contra los combatientes, prisioneros y civiles rebeldes; el Ejército Continental de George Washington contra los nativos norteamericanos, y los blancos y los negros del Sur enfrentados unos contra otros. Nos acercaremos a las pruebas físicas de la violencia: a las heridas de bayoneta en el cadáver destrozado de un soldado; a la historia de la violación de una niña por soldados enemigos; a las demacradas figuras de los prisioneros de guerra plagados de piojos; a la cabeza cortada de un esclavo que había sido espía y que servía como advertencia a otros para que no se unieran a los británicos; a las columnas de humo que se alzaron en los puertos marítimos de Nueva Inglaterra, en plantaciones sureñas y en los vastos campos de maíz de Iroquoia. Lealistas, mujeres, antiguos esclavos o rebeldes cautivos, todos ellos experimentaron formas específicas de violencia. De todas direcciones surgen narraciones de persecuciones y atrocidades, de sufrimiento y de sacrificio, de mejora de la vida en común y de venganza, así como intentos de mesura en las acciones, algunas veces con éxito, otras en absoluto.

Si la violencia fue un factor fundamental en cómo los patriotas estadounidenses y sus enemigos vivieron el momento fundacional de los Estados Unidos, ¿por qué se la ha arrinconado a los márgenes de la historia que se nos suele contar? En primer lugar, en los Estados Unidos de la posguerra, los lealistas que habían sido derrotados en la Revolución, y la violencia de la que habían sido objeto, fueron excluidos de forma sistemática del discurso oficial. Tal como R. R. Palmer escribió en su clásico The Age of the Democratic Revolution hace más de medio siglo, «el “consenso estadounidense” descansa, en cierto grado, en la eliminación, en el interior de la conciencia nacional, […] de un elemento de disensión que una vez fue importante y relativamente numeroso». También puede achacarse parte de la culpa a cierta tendencia británica a ignorar, a propósito, las derrotas más desastrosas como si nunca hubieran sucedido. Aquella pérdida tan enorme para el Imperio británico sucedió pese a que se había movilizado militarmente a uno de cada siete hombres aptos, y aunque se habían reclutado numerosas fuerzas auxiliares en Alemania para luchar junto con los lealistas blancos, así como a nativos norteamericanos y a antiguos esclavos. En una fecha ya tan posterior como 1833, sir John Seeley, notable historiador de Cambridge especializado en el Imperio británico, describió la Revolución estadounidense como un episodio embarazoso sobre el «que hemos convenido, de un modo tácito, no mencionarlo siempre que nos sea posible».20

Con el tiempo, incluso el énfasis que en la época revolucionaria se ponía en la sangre derramada por los patriotas en defensa de su nueva república ha dado paso a una narración de la guerra extrañamente incruenta, una narración que encaja a la perfección con una visión de la Revolución como un suceso mesurado y poco violento. Los textos magistrales de historiadores de finales del siglo XX y de los primeros años del siglo XXI, como por ejemplo Bernard Bailyn, Gordon Wood y T. H. Breen, que dominan las clases de las facultades estadounidenses, se centran en las ideas e ideales de la Revolución, y, en su mayoría, ignoran los traumas físicos y psicológicos que sufrieron tantas personas que la vivieron. Al mismo tiempo, las biografías sobre los Padres Fundadores que más se venden continúan ofreciendo una visión romántica de la época revolucionaria.21

Los estadounidenses, tanto en el ámbito académico como en el debate público, no suelen evitar el tema de la violencia en su historia y en su cultura, tendencia que perciben tanto en la historia de la colonización, en el avance de la frontera hacia el oeste y en la esclavitud, pero no en la Revolución. Asimismo, no rehúyen la cuestión de la violencia que caracteriza a la vida actual en Estados Unidos y a su actuación internacional, de lo que dan prueba los debates sobre las numerosas muertes relacionadas con armas de fuego, o las controversias que surgen sobre el empleo de acciones militares preventivas o los ataques con drones. Sin embargo, llama la atención que los estadounidenses se queden mudos en lo que se refiere al nacimiento de su nación. Un historiador del nacionalismo durante los primeros años de la república ha pedido, con sensatez, que «debemos intentar comprender el nexo que existe entre nacionalismo y violencia» en los Estados Unidos, en especial porque pocos Estados nación «son tan conocidos por su proclividad hacia la violencia».22

Esta ceguera parcial contrasta, de forma muy aguda, con la familiaridad general actual acerca de la carnicería de los campos de batalla, el sufrimiento de los prisioneros y la muerte durante la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. De hecho, pareciera que el reconocimiento de los innegables horrores de dicha guerra ha convertido en más acuciante todavía la necesidad de conservar un concepto inmaculado del conflicto anterior. «Para muchos estadounidenses, la Revolución es la última visión romántica de la guerra que les queda», escribe la historiadora Carol Berkin. La imaginan como algo «pintoresco e inocuo», una imagen que resulta atrayente en una «época de guerras genocidas, terrorismo y agrios debates sobre el significado del patriotismo». Sin embargo, precisamente porque afrontamos un mundo inseguro, azotado por insurgencias y guerras civiles, revoluciones abortadas y Estados fallidos, los estadounidenses deben enfrentarse a su propio nacimiento tumultuoso. Es hora de acabar con la idealización romántica que persiste en torno al conflicto fundacional de los Estados Unidos.23

Devolver, mediante la escritura, la violencia a la historia de la Revolución, nos recuerda que la guerra por la independencia de los Estados Unidos causó, en proporción, más sufrimiento humano que cualquier otra guerra de la historia del país, a excepción de la Guerra Civil. Desde nuestra perspectiva actual, las cifras absolutas de aquella violencia nos parecen modestas. Es fácil olvidar que la suma de los patriotas muertos en batalla –entre 6800 y 8000–, más los 10 000 que murieron por enfermedad en los campamentos militares y los 16 000 o incluso 19 000 que perecieron en cautiverio equivaldría, porcentualmente, a 3 millones de nuestra población actual, y la cifra sería notablemente mayor si calculáramos la tasa porcentual de patriotas muertos solo respecto de la población que el bando patriota tenía en 1775 o en 1783. En la Guerra de la Revolución murieron diez veces más estadounidenses per cápita que en la Primera Guerra Mundial, y casi cinco veces más que en la Segunda Guerra Mundial. La tasa de muertes entre los prisioneros de guerra en la época de la Revolución fue la mayor de la historia del país. Además, un mínimo de 20 000 británicos y de varios miles de lealistas, nativos norteamericanos, alemanes y franceses también perdieron la vida. La Revolución exigió sacrificios adicionales al acabar la guerra; entonces, alrededor de 1 de cada 40 estadounidenses se fue al exilio para siempre, cantidad equivalente a 7,5 millones respecto de la población actual.24

Como demuestra la Masacre de Boston, a los seres humanos implicados en una lucha les resulta tentador recordar solo la violencia sufrida por su bando e ignorar la soportada por los demás. Es clave, por tanto, que nos acerquemos a la era de la Revolución de forma sistemática, a través de distintas perspectivas: las que nos ofrecen los patriotas, los lealistas, los británicos, los nativos norteamericanos, los negros y los alemanes que participaron. Esto nos permitirá superar las narrativas centradas en una única perspectiva nacional y nacionalista, tanto estadounidenses como británicas, y ver más allá de sus diversos mitos, exageraciones y omisiones. También nos ayudará a no caer en la trampa de categorizar a uno u otro bando como meras víctimas, traidores o crueles agresores durante lo que los estadounidenses llaman Guerra de la Revolución y los británicos denominan Rebelión Americana o Guerra de Independencia de Estados Unidos. Es en este sentido en el que, por mi parte, como especialista en historia británica nacido en Alemania que no se ha criado con los mitos de Gran Bretaña ni con los de Estados Unidos, pero que durante las últimas dos décadas ha investigado y enseñado a ambos lados del Atlántico, espero ofrecer una nueva perspectiva.25

Las muertes estadounidenses debido a las atrocidades británicas, así como las víctimas de las campañas de terror del general Washington en territorios indios, nos exigen tener en cuenta distintas perspectivas. Lo mismo sucede con los lealistas norteamericanos. En la década de 1770, a la vez que miles de colonos, individuos comunes, se unían a la insurgencia contra lo que percibían como opresión imperial, entre un quinto y un tercio de la población blanca mantuvo un sentimiento favorable a Gran Bretaña, aunque esto no siempre se reflejara en hechos. Otro segmento de la población no tenía ningún interés notorio ni por una causa ni por la otra, o cambiaría de bando. Sin embargo, todo aquel que no se definiera públicamente como patriota corría el riesgo de ser estigmatizado y perseguido como enemigo de los Estados Unidos. Esto se ve en lo que un neoyorquino le escribió a una amistad londinense acerca de su dilema: «No hallo gusto en las guerras civiles y no es posible ser solo un espectador». A medida que escalaba la crisis entre Londres y las colonias, los patriotas pusieron el punto de mira tanto en sus adversarios declarados como en los que no se habían significado. Y lo hicieron no solo con argumentos morales, sino también con amenazas y violencia física. No hubo guillotina en Boston, Nueva York o Charleston como habría en París dos décadas después, pero la forja de la nueva nación conllevó la exclusión forzosa no solo de los esclavos negros y de los nativos norteamericanos, sino también de los blancos de origen europeo que no se adscribieran al proyecto revolucionario. Aparte de los nobles ideales de la Revolución, los incidentes violentos no fueron excepciones desafortunadas dentro de una revolución contenida y ordenada. Más bien, y sobre todo en la experiencia vivida por los lealistas, fueron la norma. Tanto los partidarios de la Revolución como sus adversarios llegaron a experimentar la violencia inherente de la misma como una característica definitoria que dio sentido a su lucha.26

La Masacre de Boston también nos muestra que la violencia no puede separarse de las historias sobre la violencia. La realidad física de la violencia y las costumbres políticas, retóricas y morales en las que se insertó estaban entretejidas indefectiblemente. Las narraciones de la violencia, tanto como la ideología, ayudaron a formar alianzas y a movilizar apoyos, bien a favor de la independencia o bien del Imperio. Las historias de persecución, sufrimiento y sacrificio permitieron, tanto a patriotas como a lealistas –y también a los británicos–, darle un sentido a la Revolución, la guerra civil y la rebelión colonial. Por medio de dichas historias, cada bando reclamó para sí una superioridad moral con la que ganarse el apoyo de la población de las colonias y la simpatía de la opinión pública de Gran Bretaña y del resto de Europa. En la guerra, tanta influencia tuvo el poder de persuasión como la estrategia, el número de efectivos disponibles o la logística. No solo importaba la forma en que cada bando manejaba la guerra –tanto en sentido material como ético–, sino qué historias podía contar sobre su conducta y sobre la de sus adversarios.27

Un retrato más fiel de aquella época nos permite comprobar que la Revolución estadounidense no fue una gloriosa excepción. Igual que otras revoluciones modernas, y pese a todos sus efectos transformadores (y positivos), exigió una escalada de violencia y de terror para sustentarse y para combatir a sus enemigos domésticos. Desde la perspectiva del vencedor, el precio de disfrutar la libertad y la independencia justificó el cruel tratamiento que se dio a muchos compatriotas. Al mismo tiempo, no obstante, Washington, Adams y sus camaradas tenían la firme determinación de librar la guerra contra Gran Bretaña de una forma acorde con sus ideales. Una política de comportamiento humanitario, en palabras de Adams, hacia los combatientes y prisioneros enemigos, demostraría que ellos eran más civilizados que los británicos. Es innegable que la realidad, a menudo, no estuvo a la altura de esas loables aspiraciones. Pero, en el instante del violento nacimiento de los Estados Unidos, los fundadores impulsaron a su nueva nación con un sentido de propósito moral. Si la razón de ser de los Estados Unidos no descansa en una «etnia, lengua o religión común», sino en un «conjunto de creencias», tal como nos recuerda el historiador Gordon Wood, debemos incluir entre dichas creencias la convicción de que una sociedad debe sostener sus valores fundamentales incluso –y muy en especial– en tiempos de guerra. La proyección exterior de la ejemplaridad estadounidense, tanto como la aplicación del poder de la nación en el exterior, fue un principio de actuación en la política internacional asumido por los fundadores; se trata de un concepto que los líderes políticos actuales harían bien en recordar.28

Este cuadro sin adornos de la Revolución nos ayuda, por fin, a reconocer la fiereza que la caracterizó, a valorar sus logros duraderos y a discernir sus legados más complejos. A lo largo de la contienda, los norteamericanos se enfrentaron al problema moral de los límites del empleo de la violencia frente a enemigos foráneos e internos. Los Estados Unidos de la posguerra, a diferencia de lo que sucedió en Francia, en Rusia y en otras sociedades después de una revolución, evitaron caer en una dictadura, en un régimen militar y –a excepción de la Guerra de 1812– en otra guerra civil. Pese a todo, este resultado también conllevó contradicciones no resueltas para el emergente imperio estadounidense abanderado de la libertad. La más dolorosa y violenta fue el afianzamiento y la ampliación de la esclavitud, así como la exclusión de los nativos norteamericanos seguida de su destrucción y «eliminación». Cuando la mayoritaria población blanca se dispuso a construir una nación, tras una década de conflicto civil, tanto los vencedores como los perdedores de la Revolución llevaban consigo las cicatrices físicas y psicológicas de la guerra, la persecución y el terror, unas cicatrices que, en el mejor de los casos, solo admitieron de forma selectiva y que, a menudo, ocultaron en parte.

Generaciones de estadounidenses, desde entonces, han afrontado los violentos comienzos de su nación con una mezcla de recuerdo y de olvido. La represión de los traumas, la negación del terror y el blanqueamiento de la violencia han ayudado a alimentar el mito de la excepcionalidad estadounidense, un mito que encaja con el relato heroico de la guerra originaria. Sin embargo, echar una nueva mirada a las cicatrices de la independencia a través de los ojos de quienes participaron en ella, en todos los bandos, nos ayudará a desenmarañar las tensiones inherentes entre las aspiraciones morales de los Estados Unidos y sus tendencias violentas. Hoy, que nos adentramos en un mundo azotado por guerras, conflictos civiles e insurgencias, la comprensión de cómo la violencia se relaciona con la construcción de las naciones, y cómo se la representa y se la recuerda, sigue siendo una cuestión crucial.29

Notas

1. Mi descripción de la Masacre de Boston y sus antecedentes, a menos que se indique otra cosa, se basa en Archer, R., 2010; Hoerder, D., 1977, 219-241; Bourne, R., 2006, 145-168; York, N. L., 2010a; Shy, J. W., 1965, 306-319; Ferling, J. E., 2010a, 65-66; id., 2011, 26-34; Zobel, H. B., 1970, con la cita tomada de Davis en 191. Lo mejor es leer a Zobel junto con Maier, P., 1971 y Lemisch, J., 1970.

2. Podemos encontrar una breve visión general de los contextos y causas a corto y largo plazo de la Revolución en Conway, S., 2013, cap. 1. Una introducción concisa a las protestas coloniales de 1764-1770 la tenemos en Ulrich, L. T., 2013; Yiruch, C. B., 2013; Archer, R., op. cit., caps. 1-5. Acerca de la naturaleza y la cronología de la violencia prerrevolucionaria, véase Bourne, R., op. cit., 148-152; Hoerder, D., op. cit., 219-223; Gilje, P. A., 1987; Rapoport, D. C., 2008, 167-194; Tiedemann, J. S., 2010, 387-431.

3. Dickerson, O. M. (comp.), 1970; Archer, R., op. cit., 126-135, y los apartados acerca de los soldados irlandeses y afrocaribeños en 106 y 117. En cuanto a la percepción de la existencia de un ejército permanente como una provocación, en el contexto de la historia británica y de sus colonias norteamericanas en los siglos XVII y XVIII, véase Griffin, P., 2012, 88. Acerca de la subestimación, por parte del gobierno británico, de las reformas fiscales y de la imposición de un ejército permanente, véase Rhoden, N. L., 2013, 275.

4. York, N. L., op. cit., 21-25 (cita de Franklin 21).

5. Adams es citado en Zobel, H. B., op. cit., 290. «¡Venga, rufianes […]» está tomado de «Extract of a Letter from Boston, Mar. 19, 1770», en New-York Gazette, 2 de abril de 1770. Sobre esta cuestión y el párrafo siguiente, véase en especial a Archer, R., op. cit., 190-193.

6. Todas las citas extraídas de la Boston Gazette, 12 de marzo de 1770, excepto la del espectador, John Hickling, a quien cita Zobel, H. B., op. cit., 199.

7. Prentiss es citado en Carp, B. L., 2010, 42.

8. Ulrich, L. T., op. cit., 64-84; Yiruch, C. B., op. cit., (cita 91).

9. Archer, R., op. cit., 202; Zobel, H. B., op. cit., 205; Bourne, R., op. cit., 163; A Fair Account of the Late Unhappy Disturbance at Boston in New England, 1770, 9, 19; Lepore, J., 2013, 155.

10. Las declaraciones publicadas que se reunieron en apoyo de las versiones bostoniana y británica de los sucesos pueden consultarse, respectivamente, en A short narrative of the horrid massacre in Boston, Perpetrated in the Evening of the Fifth Day of March, 1770, enviado a Londres por Samuel Adams, y cuya portada está decorada con una imagen de Revere, y en A Fair Account…, 1770. En cuanto a las deposiciones de los 22 soldados y civiles británicos registradas por un juez favorable que trabajaba para Hutchinson, véase BNA CO5/88, XC1580. Véase también York, N. L., op. cit., 129-157. Andrew Oliver a Benjamin Lynde, 6-7 de marzo de 1770, en MHS Collections Online, disponible en <http://www.masshist.org/database/2714?ft=Boston%20Massacre&from=/features/massacre/initial&noalt=1&pid=34>.

11. Todas las fechas son de 1770: Boston Gazette, 12 de marzo. También en el Connecticut Journal (suplemento), 16 de marzo; New Hampshire Gazette, 16 de marzo; Providence Gazette, 10-17 de marzo; Royal Pennsylvania Gazette, 22 de marzo; Georgia Gazette, 11 de abril. También en los siguientes periódicos británicos: Lloyd’s Evening Post, 20-23 de abril; The St James’s Chronicle, 21-24 de abril; Dublin Mercury, 28 de abril a 1 de mayo. Pueden encontrarse versiones neutrales y probritánicas en Boston Chronicle, 8 de marzo; New-York Journal, 15 de marzo; New-York Gazette, 2 de abril.

12. Acerca de Revere, véase York, N. L., op. cit., 32; Lepore, J., 2010, 63. Acerca del papel revolucionario de la tripulación improvisada, véase Linebaugh, P., Rediker, M., 2000, cap. 7. Hubo que esperar a que William C. Nell publicara The Colored Patriots of the American Revolution en 1855 para que Crispus Attucks fuera descrito como de raza negra.

13.