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Este volumen desentraña las claves del vínculo entre poesía y nostalgia, al tiempo que identifica los tipos de discurso y la retórica de innumerables poemas impulsados por este sentimiento a lo largo de los últimos cien años en la poesía anglo-norteamericana de Canadá y Estados Unidos. El campo de estudio es lo suficientemente amplio como para alumbrar resultados esclarecedores en torno a varias cuestiones de relevancia: los modos en que la nostalgia gestiona la ausencia y la pérdida, así como su capacidad para construir relatos consistentes sobre la memoria, la identidad y el pasado, sobre el territorio y el sentimiento de pertenencia. En su conjunto, esta obra descubre la poesía de nostalgia como un corpus esencial de reflexión sobre la percepción de la ausencia, la pérdida y lo imposible, y acerca de las posibilidades del lenguaje al enfrentarse a cuestiones que se le resisten, bien por ser muy difíciles de concretar dentro de los límites de lo conceptual o bien porque expresarlas mediante la palabra se percibe como insatisfactorio.
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Seitenzahl: 407
Veröffentlichungsjahr: 2020
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LAS HERIDAS DE LA AUSENCIA
POESÍA DE NOSTALGIAEN CANADÁ Y ESTADOS UNIDOS
BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS
http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html
http://bibliotecajaviercoy.com
DIRECTORA
Carme Manuel(Universitat de València)
LAS HERIDAS DE LA AUSENCIA
POESÍA DE NOSTALGIAEN CANADÁ Y ESTADOS UNIDOS
María Jesús Rodríguez Hernández
Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València
© María Jesús Rodríguez Hernández
Las heridas de la ausencia:
poesía de nostalgia en Canadá y Estados Unidos
1ª edición de 2020
Reservados todos los derechos
Prohibida su reproducción total o parcial
ISBN: 978-84-9134-674-6
Fotografía de la cubierta: Sophia de Vera Höltz Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Edición digital
A mi madre y su nostalgia
Introducción
PRIMERA PARTEPOESÍA Y NOSTALGIA
Capítulo 1. El vínculo entre la poesía y la nostalgia
Capítulo 2. Nostalgia, antes y ahora
SEGUNDA PARTENOSTALGIA DE LO DEFINIDO Y NOSTALGIA DE LO INDEFINIDO
Capítulo 3. La ausencia: privacidad y privación
Capítulo 4. Nostalgia de lo definido
Capítulo 5. Nostalgia de lo indefinido
TERCERA PARTEINEFABILIDAD Y NOSTALGIA
Capítulo 6. Lo inefable
Capítulo 7. Una vida paralela, un escenario fantasmal
Conclusión
Bibliografía
Siempre me ha parecido que el impulso de agradecer –cuando no surge de la obligación o de la corrección, sino como necesidad interior– lo sentimos al reconocernos afortunados. No imagino este libro sin las personas que han acompañado su camino. Dos de ellas han sido para mí de un aliento irreemplazable, por ofrecerme una confianza sin fisuras a lo largo de todo el proceso y por su valor intelectual. De modo que este recorrido no hubiera podido realizarse sin la mirada inteligente de Eva Darias Beautell ni sin el valor de lo que me ha enseñado, a veces queriendo y a veces sin querer. Y tampoco sin la fuerza y la luz de Sergio Toledo Prats, porque ha vivido conmigo alimentando con poderosas razones mi obsesiva dedicación a esta investigación.
Agradezco también las conversaciones con Sally Burgess, porque no pocas veces fueron, sin saberlo, el punto de partida que me llevó a nuevos descubrimientos; el azaroso encuentro en Praga con la obra de Josef Jařab, que me llevó hasta Olomouc; la ayuda generosa de José Pardo Tomás, quien me facilitó la traducción al inglés realizada por Carolyn Anspach del texto de Johannes Hofer, un documento que se me hacía necesario e inaccesible; el contacto con Juan Álvaro Echeverri, quien me ha enseñado cómo perciben la nostalgia las tribus amerindias entre las que ha vivido largo tiempo; y mi vida en Brno, que no sólo me hizo experimentar la nostalgia por la lengua propia.
El estudio de los sentimientos se ha afrontado desde perspectivas diversas. La filosofía ha aportado numerosas y relevantes interpretaciones desde que Descartes y Spinoza trazaran mapas modernos sobre el territorio de las pasiones humanas, otorgándoles consistencia y valor intelectual. En el campo de la Biología, el conocimiento de la naturaleza y del hecho biológico ha obtenido un impulso revolucionario a partir de que Charles Darwin apreciara la relevancia del lenguaje y de las significativas semejanzas expresivas de los afectos en muchas y variadas especies; su mirada estaba puesta en lo que había de común entre ellas y que concretó en lo que llamó capacidad de adaptación. A la luz de ese conocimiento, la posibilidad de afianzar barreras fronterizas entre lo fisiológico y lo mental iba resultando cada vez más inconsistente. Desde la perspectiva de la psicología, también Sigmund Freud observó el lenguaje desde un prisma novedoso y fructífero en la práctica clínica con sus pacientes, a través de la cual fue descubriendo a la palabra como la materia que libera y traduce tanto las emociones aceptadas y comprendidas por el yo, como aquellas que se resisten a ser revividas o asumidas en grados más conscientes. De ahí partan, quizás, la relevancia de la palabra –y por extensión, del lenguaje– en el conocimiento de las emociones.
Sin embargo, el estudio de las emociones no ha sido afrontado desde lo que dicen sobre ellas la poesía o el lenguaje metafórico. Observar la poesía como testimonio de la percepción individual o como prueba y expresión de los modos en que el ser humano siente o ha sentido a lo largo de la historia, es una perspectiva que cobra relevancia cuando se reconoce que el impulso de decir mediante el verso –ritmo, voz, canto– no tiene el mismo alcance ni, en origen, la misma intención que la expresión de cualquier otro texto que pueda prescindir de la implicación directa de la emoción individual hecha voz, canto, ritmo, movimiento.
Esta obra arranca con la intención de desentrañar las bases del vínculo entre poesía y nostalgia y con el propósito de ofrecer un análisis sólido de las expresiones de nostalgia que tienen desarrollo en el terreno poético. Profundiza en las formas de expresión que adquiere la nostalgia como base para dilucidar las maneras en que el yo encara cuestiones que, por la complejidad de su naturaleza, adquieren la consideración de inefables o al menos manifiestan la dificultad de su descripción o definición. Son asuntos que –como la nostalgia misma–, implican al ser en el proceso de afrontar la ausencia y la pérdida a través del pensamiento, los sentimientos y el lenguaje.
Existen varias razones de peso por las que esta investigación se ha llevado a cabo sobre un período amplio –los últimos cien años– y un territorio tan extenso – la poesía anglo-norteamericana de Canadá y Estados Unidos. Por una parte constituye un lapso de tiempo lo bastante amplio como para hacer posible el análisis de los procedimientos característicos de la poesía de nostalgia y su evolución. Abordar por extenso una cantidad significativa de obras permite detectar diversas cuestiones de interés, tales como las peculiaridades que le son inherentes, su grado de presencia y de vigencia en el panorama poético, las variaciones significativas entre tanta diversidad de autores y estilos, y también descubrir quiénes –dentro de las diferencias de generación, estilo y procedencia– han tenido mayor perseverancia y alcance en la escritura de la nostalgia y, en consecuencia, las modalidades del desarrollo de su itinerario expresivo.
Se trata, además, de un período en el que Norteamérica se despoja en gran medida del apego visceral y tradicional a la herencia europea. Esa relajación de los cánones que en etapas anteriores fueron en tantos casos la columna vertebral de la escritura, deviene luego en la aparición de una significativa diversidad y cristaliza en formas de expresión más libres y más liberadas, lo cual de entrada resulta atractivo para el estudio intelectual de sentimientos como la nostalgia. A partir de la Segunda Guerra Mundial, ya solamente el hecho de la profusión editorial de revistas de poesía revela la existencia y la fuerza que impulsó escrituras capaces por sí mismas de obtener amplio aliento y recorrido. En Canadá, por ejemplo, tras la generación decimonónica de los llamados “poetas de la Confederación”, la poesía empieza a tomar distancia respecto a las formas tradicionales del verso. Ese fenómeno, que comienza –como en Europa– en las primeras décadas del siglo XX no se consolidó en Canadá al cobijo de escuelas o movimientos literarios reconocidos, sino más bien al margen de lo académico y alrededor de las revistas, de las que son buenos ejemplos la McGill Fortnightly Review en los años 20 en Montreal o TISH durante los años 60 en Vancouver. De ahí que no resulte gratuito observar en ese terreno amplio y diverso, el grado de presencia y de actualidad de la nostalgia.
Por otra parte, es un tema sobre el que la bibliografía escasea de manera notoria, lo cual conmina a descubrir el papel y la pertinencia de la nostalgia directamente a través del estudio de un sustancioso corpus de poesía, fuentes primarias que debían ser abundantes para evitar sesgos derivados de circunstancias geográficas o temporales reductivas en exceso. Y es que difícilmente la investigación de la poesía de nostalgia daría resultados óptimos si el campo de investigación se constriñera a la obra de unos pocos poetas o si se limitara el campo de estudio a un único movimiento literario o a una generación determinada, en cuyo caso habría que asumir e incrustar en el estudio los parámetros teóricos por los que tradicionalmente son concebidos estilos, movimientos y generaciones literarias. Sería entonces cuando indefectiblemente dichos resultados no hablarían tanto de la nostalgia como del autor, del movimiento o de la generación que se hubiera elegido a tal propósito. Lo primero –la nostalgia– quedaría en todo caso supeditado a ser entendido como característica o interpretación de todo lo segundo, de la misma manera que estudiar el arrepentimiento en los Cantos de Pound diría más de su autor y de su obra que del arrepentimiento, o del mismo modo que investigar el amor y la amistad en Donne o la libertad en Lorca, hablaría más de la maestría formal y la mentalidad de ambos poetas, y hasta del espíritu de su tiempo, que de tales sentimientos. Y ciertamente, ese sería un buen camino si el objetivo fuera arrojar más luz o una nueva perspectiva sobre algún autor, generación o movimiento literario determinados. Nada más lejos y ajeno al objetivo de esta obra que, queriendo comprender más allá de tales divisorias, se concentra en analizar el vínculo entre nostalgia y poesía y en estudiar las diferentes perspectivas sobre el mundo, el ser y el lenguaje que aporta la visión de la nostalgia.
Existe otra motivación poderosa para declinar una metodología que suponga la obligación de circunscribirse a los parámetros convencionales de las cronologías lineales o a los límites y rótulos de los ismos y las escuelas. Tal decisión requeriría aceptar una nueva supeditación que se impondría de antemano como un escollo, precisamente por el impulso y la naturaleza sentimental de la nostalgia: filtrar el estudio directo de los textos –en el sentido filológico– por el tamiz de las características teóricas y generales por las que cada uno de esos ismos han sido ya definidos y han quedado prefijados en la historia de la literatura.
A esta obra tampoco la mueve el ánimo de poner en entredicho la coherencia o consistencia de las pautas definitorias que la crítica literaria ha estipulado para cada uno de los movimientos y escuelas en los que divide y cataloga el grueso de las obras poéticas, puesto que observar la literatura desde esos parámetros resulta útil y pertinente en muchos casos; por ejemplo, en aquellos en los que el objeto de estudio sea el ambiente cultural o literario o en los que el análisis pretenda dilucidar los efectos en la evolución de la obra de determinados autores cuando sienten o asumen su pertenencia a una tendencia o una escuela emergentes o en boga o a un movimiento que despunta y promete o a otro que indefectiblemente va dejando paso al siguiente. Pero sí nos mueve la conciencia de que vehicular de antemano este estudio según los presupuestos generalizadores que acompañan a la inauguración y conservación de los ismos literarios presupondría, por la propia naturaleza de la nostalgia, una limitación paralizante; porque al cobijo, bien de las teorías literarias, bien de las pautas que impone una visión lineal de la historia, ¿qué curso podríamos darle al hecho de haber descubierto en los textos el mismo tipo de urgencia nostálgica, vívida y personificada, en Emily Dickinson (nacida en 1830), en Edna St-Vincent Millay (1886) o en Louise Glück (1943)? ¿No sería acaso revelador abundar en ese hilo conductor, aunque transgreda la consolidada visión lineal de la cronología y la generación, la moda y los ismos? La constancia de la nostalgia poética a lo largo del tiempo, ¿no suscita acaso la fuerte impresión de que ahí, en esa perpetuidad, reside una constante de peso, merecedora de atención y estudio? ¿O cómo afrontar dentro de los cánones de las escuelas literarias, por ejemplo, la poesía contenida y absolutamente preocupada por la forma de Elizabeth Bishop si su obra no se ajusta en absoluto a los parámetros de su tiempo?, porque ni participa del estilo de la poesía confesional de los años 50 ni tampoco practica la espontaneidad y el coloquialismo de la Beat Generation de los 60. El destierro y el cisma que bajo la luz de los movimientos literarios se vislumbra ante Bishop, Sylvia Plath, Theodore Roethke o Anne Sexton, se torna sin embargo en pertenencia cuando se afrontan sus obras desde la perspectiva de la nostalgia. ¿O cómo excluir de este análisis el excelente corpus de poesía de nostalgia de Leonard Cohen, Josephine Jacobsen o Howard Nemerov, que por distintas razones, a pesar de la reconocible calidad de sus obras, han quedado fuera de los ismos o largo tiempo obviados por la investigación académica o proscritos del grueso de las antologías?
Pensamos que quizás sólo desde esa libertad de movimiento y desde una perspectiva de trabajo filológico directo sobre los textos se obtenga la posibilidad de analizar en profundidad aquello que une a la poesía con la voz vital, con la necesidad de decir o con las percepciones que resultan intraducibles fuera de sí mismas, fuera de su código.
A pesar de que la literatura ha sido el territorio por excelencia de la expresión de los sentimientos resulta paradójico el escaso papel que ha jugado el estudio filológico de los mismos en el ámbito de la teoría literaria, al menos hasta la llegada de las llamadas teorías de los afectos que han alcanzado relevancia a partir de las últimas décadas del siglo XX. De corte muy diverso y pocas veces con base filológica –como se analiza en el capítulo 1– dichas teorías han ido avanzando en la reivindicación de los sentimientos como base fundamental de investigación. Qué aportan los sentimientos a las tramas o cómo transforman la acción o la índole de los personajes o –subrayando una cuestión fundamental– cómo interactúan en el lenguaje y moldean la expresión, son aspectos que han significado a la literatura como espejo de la vida, y sin embargo han quedado ampliamente marginados en buena parte de las escuelas y movimientos que han consolidado el desarrollo de la teoría literaria del siglo XX.
En los últimos años, la cuestión de en qué medida la investigación resulta predeterminada o sesgada cuando arranca de excesivos paradigmas conceptuales ha ido suscitando un interés creciente dentro del propio ámbito académico. Destaca en ese sentido, el pensamiento y la obra de Antoine de Compagnon1 (2015), porque analiza profusa y minuciosamente –desde Saussure a Bajtin, desde Jauss a Szondi y a Frye– los efectos de la continuada conceptualización teórica sobre el hecho literario. Según Compagnon, el Estructuralismo, la Nueva Crítica, la Narratología o la Semiología establecieron modelos de análisis que sin duda han sido muy útiles para sí mismos, para el propio avance de la teoría y la crítica literarias –así como para el proceso que genera en el terreno académico: la continua revisión y/o superación de cánones teóricos–, pero que al mismo tiempo no han podido dejar de reducir la literatura a sus elementos o a un repertorio seleccionado de ellos: tema, estructura, grados de omnisciencia, género, estilo, contexto han conformado las bases de un análisis que además se ha enquistado durante largo tiempo como paradigma en la enseñanza.
La reflexión de Compagnon anima a plantear los motivos por los que tantas veces tenemos la impresión de que la literatura es mucho más de lo que el aparato teórico ha establecido sobre ella. Merece atención esa distancia –en ocasiones imponente– que en gran medida ha sido asumida como un hecho intrínseco, connatural al análisis teórico. Y sin embargo, al mismo tiempo, se asume sin conflicto que los poetas, o en general quienes crean literatura, no la afronten casi nunca en los términos que ha ido proponiendo el discurso teórico. Difícilmente podríamos encontrar escritores –tampoco lectores– que sopesaran En busca del tiempo perdido o El proceso según su focalización interna o externa, o que ponderaran las obras de Virginia Woolf, Roberto Bolaño o Iris Murdoch según su asiduidad a la homo– intra– o heterodiégesis. Del mismo modo que tampoco resulta extraño que Sylvia Plath sintiera como necesidad primordial sopesar al oído los versos mientras los escribía y que no concibiera leer poesía si no era en voz alta,2 o que Elizabeth Bishop solo pudiera escribirlos en forma manuscrita, de su puño y letra, o que necesitara años, al igual que Leonard Cohen, para dar por acabado un poema concreto; tampoco nos sorprende que William S. Merwin describa la poesía en términos de sensación y movimiento físico: “Poetry is physical. It enlists the participation of the senses, beginning with the sense of hearing of vibration, and its pace derives from and attends the body’s motions” (Merwin, 1999: 32); y sin embargo, el requisito de Plath, Bishop o Cohen para aproximarse a la poesía resultaría cuanto menos escabroso para gran parte de la teoría y la crítica literarias, y la consideración de Merwin parecería seguramente demasiado alejada del lenguaje objetivo como para poder hacer mella en el afán conceptual de la teoría.
Se puede comprender que la teoría no pueda abarcar la totalidad del hecho literario en la misma medida que el relato de una cosa no es ni puede ser la cosa misma, de manera que se entiende bien que entre la teoría literaria y su objeto de estudio exista cierta distancia, intrínseca, ineludible; ahora bien, este estudio parte de la convicción de que es importante y útil que tal separación no se convierta en lejanía. Es una de las razones principales por las que abordamos la poesía sin excluir la reflexión de los propios poetas sobre la misma y sin trazar fronteras excesivas o infranqueables entre los enfoques aportados por diferentes disciplinas. De ahí que el aparato teórico en el que se fundamenta este libro aglutine tanto obras teóricas –sobre todo de los campos de la literatura, la lingüística, la filosofía, la psicología y la psiquiatría-, como las consideraciones de los propios poetas, menos conceptuales y académicas.
Conviene subrayar que la gran mayoría de los poetas que incluimos han sido o son actualmente también profesores universitarios –casi nunca por méritos académicos, casi siempre por los poéticos-; y buena parte fueron también alumnos en su momento de poetas sobradamente reconocidos. Su mirada sobre el hecho literario ha resultado muy útil y pertinente: son poetas experimentados –casi con eso bastaría– y en numerosas ocasiones entrenados en la enseñanza de la escritura literaria –“creative writing”–, una asignatura que en las universidades de Estados Unidos empezó a implantarse con éxito creciente –en detrimento de la historia de la literatura– en la década de 1960. El asunto no es baladí, puesto que conciben y explican el hecho literario sin despegarlo de su práctica, lo cual resulta muy clarificador y valioso. Sus reflexiones no suelen encontrarse publicadas en forma de tratados o artículos de corte académico ni tampoco en las bases de datos destinadas a recopilar ese tipo de obras. Las hemos descubierto casi siempre en forma de entrevistas publicadas en periódicos y revistas casi nunca especializadas y en las introducciones que solo a veces incorporan en sus poemarios o antologías. Incluir su voz en este análisis de la poesía de nostalgia nos ha llevado a menudo a mirar con perplejidad y atención las distancias ostensibles que pueden darse entre la mirada de los poetas sobre los textos y la propia de la teoría. Esperamos, queremos, acortarla.
Pero de la misma manera que, por las razones aducidas, hubiera resultado paralizante imponer al proceso de esta investigación las limitaciones y los patrones comentados, también es cierto que sería imposible afrontar cualquier análisis serio sin plantear de antemano una acotación coherente del terreno. Sería un despropósito el solo intento de abordar la nostalgia a través de los grandes poetas de todos los siglos o de todas las naciones. Parece claro que proponerse un campo de estudio de tal magnitud no sólo se revelaría inabarcable, sino seguramente innecesario. Por razones obvias no se ha abarcado el estudio de todos los poetas de Canadá y Estados Unidos durante los últimos cien años. El conjunto de “todos los poetas” es incontable y, como la nostalgia, no parece materia susceptible de cuantificación, pues al igual que la tristeza, el amor o el pesimismo, no puede considerarse una característica exclusiva de ninguna comunidad o nación, precisamente porque es una cualidad inherente a la condición humana, y por tanto, poco propicia para poder ser reducida a los límites de una cultura en particular. El análisis que esta obra lleva a cabo parte de la comprensión de que aun existiendo muchos textos nacidos de la nostalgia en la poesía norteamericana, esta no tiene la exclusividad de la nostalgia: también la hay en los místicos españoles del Siglo de oro, en los románticos alemanes o ingleses, en la poesía portuguesa de la saudade, en la del exilio, en la literatura de viajes o en los clásicos grecolatinos. El peso que tiene la nostalgia y la memoria del pasado en los individuos –y como consecuencia, en buena parte de las literaturas– es un fenómeno que se ha desarrollado aquí y allá, a un lado y a otro del océano, tanto en las metrópolis como en las colonias, y en numerosas ocasiones desligado de los discursos históricos, nacionales o identitarios. Por ello esta obra no pretende en modo alguno establecer conclusiones de tipo comparativo, como por ejemplo, si en la poesía norteamericana la nostalgia tiene más presencia que en la francesa, la nigeriana o la rusa. En cambio, observar sus maneras, sus peculiaridades y tratar de desentrañar sus motivaciones sí ha resultado ser, como veremos, un camino factible y productivo.
No es posible incluir la totalidad de los poetas, pero sí abarcar por extenso el estudio de una cantidad de obras poéticas que recorren todo ese período de cien años, obras que son representativas por varias razones, muchas de ellas derivadas de los resultados del proceso de investigación. En este libro tienen representación alrededor de ochenta poetas norteamericanos, un número lo bastante amplio como para alumbrar por extenso resultados sólidos en torno a la poesía de nostalgia y no circunscritos a ninguna generación o movimiento específicos.
La voluntad de otorgar rigor y calidad a la necesaria selección de poemas y poetas ha hecho imprescindible no solo llevar a cabo una lectura atenta sobre corpus poéticos escritos por autores de todo tipo, es decir, de distintas generaciones, influencias, estilos, ámbitos y procedencias, sino también abordar la lectura de sus obras completas para observar la posible evolución en el tratamiento de la nostalgia en aquellos autores en los que es incisiva y constante. Todo ello nos ha permitido discernir qué textos estaban impulsados por la nostalgia, a la vez que ir despejando el camino hacia una selección coherente y significativa de poemas. Por otra parte, esta obra ha intentado no excluir a ninguno de los poetas más perdurablemente reconocidos del siglo XX. El motivo no es solamente la intención de no dejar fuera de este estudio las obras más sólidas, en cuanto que poseen el mérito de haberse sostenido en el tiempo y más allá de las modas, sino la convicción personal de que la belleza y la calidad de los textos es un valor importante del que queríamos impregnar este trabajo. De ahí que a los criterios de selección se haya sumado desde el principio el afán por escoger, para las ejemplificaciones y comentarios a los contenidos teóricos, poemas exquisitos tanto al oído como al pensamiento. Ello ha derivado, por ejemplo, en que hayamos incluido algunos de los poemas de nostalgia de Robert Frost, a pesar de percibir por la lectura de toda su obra que no podría considerarse como un poeta esencial de nostalgia, al menos no tanto como muchos de los autores aquí recogidos; pero aunque haya escrito pocos poemas de nostalgia en relación al grueso de su obra – “Reluctance” (en A Boy’s Will, 1913), “The road not taken” (su poema más conocido), “Good hours” (en Mountain Interval, 1916), “Desert Places” (en A Further Range, 1936) o “The gift outright” (en A Witness Tree, 1942)–, son también poemas memorables por su belleza, aparte de útiles para el estudio de la expresión de la nostalgia.
Hay que añadir que esta obra afronta una investigación sobre un terreno aún muy poco explorado y a todas luces novedoso; en primer lugar, por la ostensible escasez de bibliografía sobre la poesía en relación a la nostalgia, a pesar de la abrumadora existencia de poemas y poetas nostálgicos en tantas literaturas a lo largo de la historia; y en segundo término, porque el enfoque que plantea tampoco ha sido frecuentado: observar qué nos dice el análisis de la expresión poética acerca de la gestión del pasado, la pérdida y la ausencia y qué aporta ese lenguaje al pensamiento sobre la realidad, la individualidad y la naturaleza humana.
Existen obras que tratan la nostalgia, pero resultan parciales, porque tratan el tema de manera colateral o se ajustan al análisis de una obra concreta; recordamos por ejemplo, el libro de Martin Heidegger, Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin, analizando la poesía profundamente nostálgica del gran poeta alemán, pero lo cierto es que consiste sólo en el comentario de unos pocos poemas escogidos. Y así, aunque San Juan de la Cruz, Poe, Tennyson, Juan Ramón, Lorca, Borges, Neruda, Cortázar…, hayan suscitado ulteriores estudios acerca de sus nostalgias particulares, el caso es que ese tipo de bibliografía carece de la pretensión de alumbrar alguna aportación teórica de conjunto sobre el alcance del vínculo poesía-nostalgia. Aun así, la existencia de algunas obras que no están dedicadas a la nostalgia, pero sí al análisis a través de la poesía de otros sentimientos, como es el caso de La poesía de la soledad en España de Karl Vossler, que se circunscribe al período 1300-1700, abren camino y al menos otorgan autoridad a nuestro propósito: avanzar en el análisis filológico de la expresión poética como fuente de conocimiento de los sentimientos y el pensamiento humanos.
Dentro del marco de los estudios sobre poesía, hasta el momento presente, son muy escasas las investigaciones que abordan la nostalgia más allá de los límites de una obra o de un autor. De esas pocas, casi todas están dedicadas a la poesía pastoril inglesa, lo cual no es baladí, por tratarse de un corpus que se extiende durante varios siglos y por distintos territorios, y en el que la nostalgia cobra, seguramente por primera vez, un papel primordial en cuanto motor de la escritura definitoria de un estilo y un amplio contexto literario. De entre ellas destacan las de Laurence Laerner3 (1972), Renée Rebecca Trilling4 (2009) y Aaron Santesso5 (2006). En todo caso, la obra que presentamos contribuye a avanzar en el conocimiento de una cuestión que se puede considerar novedosa si se tiene en cuenta la clamorosa escasez de bibliografía que todavía existe al respecto. Es cierto que, en proporción al ámbito de la narrativa, los estudios filológicos sobre poesía son sustancialmente más escasos, y resulta realmente difícil encontrar alguno que no esté ceñido bien a la vida y obra de algún autor determinado, bien a la estilística de algún movimiento literario o bien a dar cuenta cronológica de los poetas y estilos que se han ido sucediendo a lo largo de las décadas. Paradójicamente, a pesar de su vínculo, estudiar la imbricación entre los sentimientos y la poesía no ha sido un territorio muy transitado. Basta con preguntarse por qué las antologías académicas continúan el patrón de selección en base a la cronología y la nacionalidad de los autores. No existe ninguna sobre poesía de nostalgia, a pesar del gigantesco corpus escrito bajo su impulso. Tampoco hay antologías elaboradas según el criterio de exponer la relación entre poesía y prisión o entre poesía y guerra o la de los poetas norteamericanos con el suicidio –lo cual aglutinaría a un significativo número de poetas-. A esa circunstancia se une la ausencia de estudios sobre la nostalgia en la poesía norteamericana; en esa medida, este libro afronta un terreno aún despoblado de investigación a pesar de la pertinencia y la vinculación entre poesía y nostalgia.
La cuestión de fondo que nos ha llevado a profundizar en cómo dicen los poetas la nostalgia nace de considerar el peso de la relación entre la poesía y aquellas cuestiones que se resisten a ser expresadas con facilidad y por entero mediante el lenguaje al uso y que, por tal motivo, suelen quedar referidas a través del lenguaje metafórico, como si así se pudiera alcanzar mayor precisión para enunciar aquello que se presenta como complejo y enrevesado de decir. ¿Qué tipo de relación se establece entre el lenguaje y lo inefable?, ¿de qué maneras la poesía refiere y resuelve aquello que trasciende la palabra?
Casi todo el mundo estaría de acuerdo en que resultaría fácil dar una definición satisfactoria de silla y concordaría también en que sería más difícil darla respecto al amor o la tristeza. La impresión general es que, respecto a los conceptos propios del territorio de lo no objetivable, es imposible conseguir una definición que plasme de modo exhaustivo su significado o su sentido; y asimismo se asume de manera generalizada que a lo máximo que puede aspirar el lenguaje convencional es a alcanzar definiciones parciales y aproximadas respecto a los entes abstractos o ideales. Sin embargo, tal dificultad, que parece inherente al lenguaje común, por su constancia y permanencia a lo largo de la historia, no puede ser debida al desconocimiento o a la inexperiencia en esos campos –amor, tristeza o nostalgia–, y mucho menos a la escasez de literatura dedicada a esos temas, porque han sido ampliamente abordados por los poetas desde muy antiguo. Parece más bien estar en relación con las dificultades que presenta el lenguaje cuando se enfrenta a cuestiones que comportan de modo intrínseco un grado considerable de inefabilidad.
En el Manifiesto del surrealismo (1924) André Breton relata que en una ocasión Paul Valéry le confesó que siempre se negaría a escribir una frase del tipo: “La marquesa salió a las cinco”. Ese comentario, tan simple en apariencia, ha trascendido hasta convertirse en paradigmático, en característica reconocida de la expresión poética: el desinterés por el quién, el cómo y el dónde, tan recurrentes en muchos ámbitos de la vida y de la literatura. Pensemos, por ejemplo, en lo difícil que resultaría, aunque no sea imposible, escribir una novela sin la trama continua de esos referentes. La narración de la sucesión de acontecimientos –según el propio Breton– le resultaba repugnante a Valéry porque no encontraba interesante el relato informativo de lo ordinario, lo objetivable y lo real. No hay testimonio de que Valéry adujera razones firmes en apoyo de su comentario, aunque tuvo a bien declarar que si de él dependiera la marquesa no saldría de casa, ni a las cinco ni a ninguna hora. Estaba dispuesto a concentrar su escritura sólo en la atención a lo menos visible, el resto le debía parecer algo así como abundar en redundancias. Probablemente lo mismo le ocurría a los místicos, al dar por sentado que no había modo de expresar el éxtasis religioso, un tópico reconocidamente inefable, y que sólo la poesía permitía una aproximación certera.
¿Qué aporta entonces la poesía a la expresión del pensamiento sobre las cuestiones que se perciben como inefables, qué ofrece, qué sentido práctico tiene en la expresión inteligente de lo que resulta tan difícil de trasladar a la palabra? ¿Ejerce acaso la expresión poética un papel preponderante en ese proceso? ¿Es el vehículo más apropiado, un modo especialmente hábil para nombrar lo inefable, en mayor grado que la narrativa o que los textos más extensos y explicativos? Si es así, ¿por qué y cómo exactamente? Estas cuestiones son justamente las que impulsan aquí al estudio de la nostalgia. No sólo es un sentimiento con cualidades interesantes para su estudio –atractiva, compleja, antigua a la par que moderna–, sino también porque, a medida que se avanza en su conocimiento, se revela como un sentimiento que impregna la poesía norteamericana de los últimos cien años.
Abrimos paso, pues, a una obra que estructura su temática en tres partes. La primera profundiza, por un lado, en la consideración que han obtenido los sentimientos a lo largo de su historia, desde el pensamiento en torno a las pasiones de René Descartes, Baruch Spinoza, Blaise Pascal y Michel de Montaigne, hasta las actuales teorías de los afectos; por otro, analiza la naturaleza de la nostalgia y descifra su vínculo con la poesía. La segunda parte explica las características, los tipos y los planteamientos que ofrece la poesía norteamericana de nostalgia; se detallan, por tanto, aspectos que le son consustanciales y que giran en torno a asuntos tales como la inexorabilidad de la ausencia y la pérdida, el lenguaje y la gestión de la memoria y el pasado, y la percepción de ambivalencia respecto a la realidad. La última parte dedica un capítulo a la relación entre nostalgia e inefabilidad y otro al comportamiento del lenguaje ante pensamientos y/o sentimientos tan complejos como difíciles de expresar.
1 Compagnon es catedrático de Literatura francesa en la Universidad de La Sorbona (Paris) y en Columbia University (New York), así como miembro de la Academia estadounidense de las Artes y las Ciencias. Igualmente es, desde 2006, titular de la cátedra de Literatura francesa moderna y contemporánea del Collége de France.
2 En El dios salvaje, Al Alvarez (2003) profundiza en el empeño de Sylvia Plath por leer los poemas en voz alta (pp. 31–42), de lo cual fue testigo y receptor muchas veces.
3 En The Uses of Nostalgia. Studies in Pastoral Poetry, Laerner trata de asentar las bases teóricas de la poesía pastoril y de la época en la que surge, en torno a la nostalgia. Aunque no ha sido una obra bien considerada por la crítica, por el escaso desarrollo argumentativo en la terminología y las categorías que propone, sí nos parece interesante la idea que desarrolla, casi al final (248), acerca de que ignorar la nostalgia implicaría obviar la privación social y psicológica que la produce; dicho de otro modo: añorar una edad de oro es posible solamente si no se examina de cerca su sustancia histórica.
4 Trilling, en The Aesthetics of Nostalgia: Historical Representation in Old English Verse enfoca la nostalgia como una dialéctica bidireccional, entre el pasado histórico y el presente, capaz de proporcionar impresiones o ideas sobre la historia: “[…] the aesthetics of nostalgia function to produce a historical consciousness that works precisely against the demands of a linear teleology […] How can it help us better to understand the people and the culture that produced it? Can it perhaps help us think differently about our own relationship to the medieval past?” (22).
5 Santesso, en A Careful Longing: The Poetics and Problems of Nostalgia, aborda las características de la nostalgia que surgen con voluntad de constituir género en el siglo XVIII europeo. Se concentra en el género pastoril y aborda la obra de numerosos poetas, entre ellos, Thomas Gray, James Beattie, Oliver Goldsmith, William Cowper y George Crabbe.
the thing I came for:
the wreck and not the story of the wreck
the thing itself and not the myth
the drowned face always staring
toward the sun
“Diving into the wreck”, Adrienne Rich.
Analizar el vínculo entre poesía y nostalgia se presenta como una labor crucial si el propósito es profundizar en el conocimiento de su lenguaje ¿Por qué la poesía es expresión predilecta de la nostalgia? No se obtiene una respuesta satisfactoria si solamente se tiene en perspectiva uno de los aspectos más consabidos y aceptados respecto a la poesía: que es un género propicio para la formulación concentrada de las impresiones del yo en relación a cualquier afecto o experiencia y, por tanto, también para la expresión de la nostalgia. Aun sin invalidar en absoluto esa consideración se nos hace imprescindible superar ideas demasiado generalizadoras respecto a la poesía y a la incidencia de los sentimientos en sus textos, pues solo se puede descubrir la amplitud y la intensidad de la relación entre poesía y nostalgia abordándola de manera diferenciada respecto a la poesía que se escribe impulsada por otros afectos.
Al mismo tiempo, desentrañar las claves de esa relación nos apremia a dejar atrás la idea simplificadora de que los sentimientos son una miscelánea de materia indescifrable o tan puramente subjetiva como inescrutable, y nos sitúa ante la necesidad de reivindicar y llevar a cabo un análisis que clarifique la naturaleza de la poesía de nostalgia directamente a través de su expresión en los poemas y de su incidencia en el pensamiento sobre los hechos y circunstancias que de manera tan recurrente –como veremos– motivan su escritura.
Desde el mundo grecolatino hasta bien entrado el siglo XX ha pervivido como hegemónica la tradición platónica que supedita las emociones a la razón, desdeñando la capacidad cognitiva de aquellas y gestionándolas como meras generadoras de opiniones imprecisas y subjetivas.1 El análisis de la poesía de nostalgia exige, por una parte, ahondar en una perspectiva que obstaculiza ese tipo de distancia tantas veces visible –como se ha explicado en las páginas de la introducción– entre la percepción poética y la teórica sobre los textos; y por otra, llevar a término un análisis que no escinda los sentimientos de la razón, ni la lingüística de la literatura, ni la memoria del pensamiento.
Por estos motivos, a la hora de abordar el análisis del vínculo entre poesía y nostalgia, resulta útil considerar algunos aspectos de particular interés y de nuevo impulso aportados por las teorías contemporáneas de los afectos. En ese sentido resultan relevantes aquellas que abren paso al progresivo reconocimiento actual de la estrecha imbricación entre razón y afectos: por ejemplo, la tesis de que para el sujeto, la carga emocional es lo que proporciona sentido a sus pensamientos y acciones, es decir, que los afectos moldean el conocimiento y la conducta; o la tesis de que las creencias, expectativas y compromisos generan que la experiencia se desarrolle en función de las necesidades. En la primera edición de Psychoanalytic Theories of Affect, Ruth Stein (1991) ya reconocía como concluyente ese importante giro respecto a la consideración de los sentimientos en el terreno de la investigación académica: “From the effort to understand the way affects work, there is but a small step to the cognitive dimension of affect, which is a very powerful notion in contemporary thinking on affect. The notion that our thoughts are steeped in feelings and have meaning for us only if they are accompanied by feelings and, on the other hand, the idea that feelings derive from and depend upon contents and fantasies (mostly of the self in interaction with objects) are now evident in psychoanalytic thinking” (177).
A partir de 1970, la teoría de los afectos se diversificó en múltiples tendencias, tanto en la psicología evolutiva del desarrollo como en el psicoanálisis. Fueron perdiendo importancia las teorías anteriores, eminentemente conductistas, que intentaban explicar los afectos en términos de pulsiones instintivas (William James, 1884), de energía psíquica (Philip Bard, 1938) o como despertadores de la excitación (Stanley Schachter y Jerome Singer, 1962.) En cambio han ganado relevancia las teorías que los consideran señales o representaciones de estados corporales (André Green, 1995), las que destacan su valor cognitivo como interpretaciones sobre el entorno y sobre uno mismo (Donnel Stern, 1997; Richard Lazarus y Bernice Lazarus, 2000), las que se centran en su aspecto de agentes motivadores para la acción, incluso determinando objetivos y medios apropiados a los fines (Virginia Demos, 1995) y las que priorizan la función de los afectos como moldeadores de la experiencia primaria, de la conducta y, por tanto, de las relaciones con las personas y las cosas (Joseph Sandler y Anne Sandler, 1998; Otto Kernberg, 2007).
La revalorización actual de los afectos en la cultura occidental tiene su antecedente en el debate sobre las pasiones iniciado en la segunda mitad del siglo XVI. Durante ese período se hace visible el desarrollo que ha experimentado la ciencia. Y, en torno a los avances logrados en Física matemática y Medicina – desde Nicolás Copérnico a Galileo Galilei y desde Andrea Vesalio a Thomas Willis– que inauguraron la ciencia moderna, surgen modelos científicos y racionalistas que comienzan a aplicarse también –por primera vez– al estudio de los afectos. Michel de Montaigne, René Descartes, Blaise Pascal y Baruch Spinoza son algunos de los pensadores que ejercieron mayor influencia en autores posteriores y que llevaron a cabo estudios que plasmaban enfoques ontológicos, taxonómicos y jerárquicos sobre las pasiones. A Montaigne le corresponde el mérito de haber aunado en la escritura lo literario y lo filosófico –base del estilo aforístico– y de enfocar con escepticismo –contra el que reaccionarán luego Descartes y Spinoza– los preceptos y verdades que la filosofía y la religión daban por absolutos. En sus Ensayos –publicados en 1580 y en 1588– hace referencia directa al asunto: “Dejo a un lado los esfuerzos que la filosofía y la religión procuran, por demasiado rudos y ejemplares […] ¿A qué vienen esos rasgos agudos y elevados de la filosofía, sobre los cuales ningún ser humano puede asentarse, y esos preceptos que superan nuestras costumbres y nuestras fuerzas?” (2003: 350).
Esa perspectiva inauguró lo que terminó conociéndose como filosofía de la subjetividad, por la minuciosa descripción tanto de sus ideas como de sus sentimientos y por su convencimiento de que el proceso creativo de la escritura le proporcionaría el conocimiento de sí mismo. Sus Ensayos, tres profusos tomos escritos desde la observación crítica y el análisis de sí mismo –una rareza en los textos filosóficos de la época, bastante más desapegados del relato de lo biográfico–, exhiben un obstinado interés por observar y comprender la conducta y las pasiones humanas en su propio entorno social y por la reflexión sobre las formas y apariencias de un cuantioso número de afectos, entre ellos, la vanidad, la pedantería, la mentira, la codicia o la crueldad. La extravagancia de incluir de manera explícita la experiencia propia en el conocimiento filosófico aportado por los clásicos, sumada a la del empeño de no partir de principios únicos, tuvo una influencia decisiva en las obras de François de La Rochefoucauld –Maximes et réflexions morales, 1664– y Jean de La Bruyère –Les Caracteres ou les Moeurs de ce siècle, 1688–, autores también lo suficientemente híbridos como para haber sido vistos durante largo tiempo como filósofos desde la literatura y como literatos a ojos de la filosofía.
Años antes, en 1649, Descartes había publicado Las pasiones del alma. En esa obra definió las pasiones como los efectos producidos en el alma por los movimientos y acciones del cuerpo, es decir, como la representación o la impresión que dejaban en el pensamiento las sensaciones y hechos físicos y corporales. No las concebía como cuestiones puramente sentimentales, sino como impulsos – prácticamente en el mismo sentido en que Freud utiliza la palabra pulsión–, derivados directamente de la percepción física. Por ejemplo, en el parágrafo 33 de dicha obra hace hincapié en ese aspecto y explica cómo las pasiones no residen necesariamente en el corazón: “En cuanto a la opinión de los que piensan que el alma recibe sus pasiones en el corazón, no es nada consistente, pues se funda sólo en que las pasiones hacen sentir en él alguna alteración […]: no es necesario que nuestra alma ejerza inmediatamente sus funciones en el corazón para sentir en él sus pasiones, como no lo es que el alma está en el cielo para ver en él los astros” (1997: 106).
Dicho de otro modo, las pasiones para Descartes eran la manera en que la mente entendía todo lo que le sucede al cuerpo. En cambio Blaise Pascal, en sus Pensamientos –publicados póstumamente en 1669–, invirtió la tradición platónica concediendo un valor cognitivo superior a las “verdades del corazón” sobre las “verdades de razón”, según él mismo las denominó. Las muestras de ello son numerosas; así, en el parágrafo 110, leemos:
Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino además por el corazón; de este último modo conocemos los primeros principios, y es inútil que el razonamiento, que no participa en ello, trate de combatirlos. […] Y tan inútil y ridículo es que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, antes de aceptarlos, como sería ridículo que el corazón pidiese a la razón un sentimiento de todas las proposiciones que ella demuestra, antes de admitirlas. (1981: 48)
Sin embargo, entre lo sentimental y lo racional, Pascal marcó una separación clara que procede directamente de la superioridad que le otorgaba a la fe –es decir, un sentimiento– sobre la razón. Por ejemplo, en el parágrafo 423 se puede observar el grado de escisión con que concibe lo sentimental de lo racional, una consideración que impregna toda su obra:
El corazón tiene razones que la razón no conoce. Se sabe esto en mil cosas. Yo digo que el corazón ama naturalmente el ser universal, y se ama naturalmente a sí mismo, en la medida que se entrega; se endurece contra el uno o contra el otro a su antojo. Habéis rechazado lo uno y conservado lo otro, ¿es que os amáis por razón? (131)
Por su parte, Baruch Spinoza, en su Ética –escrita entre 1661 y 1675–, siguiendo muy de cerca las premisas cartesianas, presentó las pasiones como los impulsos del cuerpo por perseverar en su ser: “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones” (1980: 183). De ahí que pensara que eran los apetitos corporales los que generaban en la mente el deseo –para él, la pasión más primaria, la que está tras cada sentimiento2–, estipulando que de él provenían las pasiones alegres y las tristes, a partir de lo cual desarrolló su catalogación según derivaran en éxito o en fracaso.
Todos estos autores concedieron a los afectos un estatus muy superior al que le habían otorgado los filósofos griegos. Es conocido que para Sócrates, Platón y Aristóteles, el sometimiento de las pasiones a la razón era una cuestión indiscutible, tan esencial como necesaria; y los estoicos llegaron incluso a considerar que debían ser extirpadas. En cambio, en el siglo XVII las pasiones adquieren un valor y una dignidad que no poseían hasta entonces. Y aunque, en general, mantuvieron el estigma de ser enjuiciadas como nocivas cuando desbordan el amparo y el control de la razón, aquel férreo sometimiento que caracteriza la tradición griega, ahora se relaja, porque se las considera parte necesaria del carácter y del cuerpo, connaturales a la vida misma.
Sin embargo, existen diferencias sustanciales dignas de mención entre los autores que hemos traído a colación: Montaigne y Pascal no conciben ni aceptan la doctrina platónica que subordina la pasión a la razón; el primero, por su escepticismo respecto al alcance del conocimiento humano sobre todo lo que sea exterior al yo; el segundo, por su desconfianza respecto al conocimiento humano, cuyo valor considera inferior al de la fe religiosa. En cambio, Descartes y Spinoza se mantienen fieles a esa tradición platónica. De hecho, a lo largo de Las pasiones del alma, los propios subtítulos con los que Descartes articula la obra revelan una evidente predilección por la supremacía de la razón en detrimento de la pasión, como si esta fuera un terreno fuertemente necesitado de guía racional: “Que no hay alma tan débil que no pueda, si es bien conducida, adquirir un poder absoluto sobre sus pasiones” –dice en el parágrafo 50 (Descartes, 1997, p.127)– o “Un remedio general contra las pasiones” –añade en el 211 (275). Y Spinoza no contradice en absoluto a Descartes en ese aspecto, más bien se reafirma en esa idea; por ejemplo, en el prefacio a la cuarta parte de su Ética, titulada “De la servidumbre humana o de la fuerza de los afectos”, donde declara: “Llamo servidumbre a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna” (Spinoza, 1980: 125). O también en el apéndice a los capítulos IV y V de la cuarta parte, donde se lee:
En la vida es útil, sobre todo, perfeccionar todo lo posible el entendimiento o la razón, y en eso sólo consiste la suprema felicidad o beatitud del hombre […] No hay, por tanto, vida racional sin conocimiento adecuado, y las cosas sólo son buenas en la medida en que ayudan al hombre a disfrutar de la vida del alma, que se define por ese conocimiento adecuado; en cambio son malas las que impiden que el hombre pueda perfeccionar su razón y disfrutar de una vida racional. (162)
Ambos filósofos llevan a cabo la intención de fundamentar sus respectivas teorías de los afectos en modelos científicos, ontológicos y epistemológicos; de ahí que Descartes desarrolle su teoría según las bases de la física mecanicista y que Spinoza lo haga al hilo de los procedimientos de la matemática deductiva. Ambos, también, comparten el objetivo de elaborar un sistema de las pasiones, tan racional como categórico respecto a la naturaleza y a la conducta humanas, útil tanto para la regulación de la vida como para la fisiología, es decir, tanto para la filosofía moral como para la Medicina.