Leer el mundo - Michèle Petit - E-Book

Leer el mundo E-Book

Michèle Petit

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Beschreibung

¿Para qué sirve leer? ¿Por qué leer hoy? ¿Por qué incitar a los niños a que lo hagan? ¿Cómo transmitir el gusto por la lectura y las prácticas culturales? Reanimar la interioridad, movilizar el pensamiento y suscitar intercambios son algunas de las respuestas que ofrece la autora en los ensayos reunidos en este volumen.

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Seitenzahl: 308

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Michèle Petit es antropóloga y ha realizado estudios en sociología, lenguas orientales y psicoanálisis. Es investigadora honoraria del Centro Nacional para la Investigación Científica (París, Francia), donde ha trabajado de 1972 a 2010. Luego de haber llevado a cabo investigaciones acerca de las diásporas china y griega, desde 1992 trabaja sobre la lectura y la relación de niños y jóvenes con los libros. Su enfoque cualitativo otorga gran importancia al análisis de la experiencia de los lectores. Debido a ello, ha dirigido investigaciones sobre la lectura en el medio rural y sobre el papel de las bibliotecas públicas en la lucha contra los procesos de exclusión. Desde 2005, ha profundizado el análisis de la contribución de la lectura en espacios que son objeto de conflictos armados, de crisis económicas intensas, de movimientos forzados de poblaciones o de gran pobreza.

Es autora de numerosos ensayos y libros. Entre los traducidos al español se cuentan: Una infancia en el país de los libros (2008) y El arte de la lectura en tiempos de crisis (2009).

El Fondo de Cultura Económica ha publicado Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura (1999) y Lecturas: del espacio íntimo al espacio público (2001).

Leer el mundo

Experiencias actuales de transmisión cultural

ESPACIOS PARA LA LECTURA

Leer el mundo

Experiencias actuales de transmisión cultural

Michèle Petit

Traducción de Vera Waksman

Primera edición, 2014 Primera edición en español, 2015 Primera edición electrónica, 2015

Colección dirigida por Socorro Venegas Traducción: Vera Waksman Edición: Ezequiel Acuña y Mariana Rey Formación: Hernán Morfese Viñeta de portada: Hernán Morfese

Título original:Lire le monde. Expériences de transmission culturelle aujourd’hui ISBN de la edición original: 978-2-7011-9027-3 © Michèle Petit, 2013 © Belin, París, 2014 para todas las lenguas, salvo el castellano

D.R. © 2015, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, [email protected] / www.fce.com.ar Carr. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.F.

Comentarios:[email protected]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3340-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

 

Como fuente primaria de información, instrumento básico de comunicación y herramienta indispensable para participar socialmente o construir subjetividades, la palabra escrita ocupa un papel central en el mundo contemporáneo. Sin embargo, la reflexión sobre la lectura y escritura generalmente está reservada al ámbito de la didáctica o de la investigación universitaria.

La colección Espacios para la Lectura quiere tender un puente entre el campo pedagógico y la investigación multidisciplinaria actual en materia de cultura escrita, para que maestros y otros profesionales dedicados a la formación de lectores perciban las imbricaciones de su tarea en el tejido social y, simultáneamente, para que los investigadores se acerquen a campos relacionados con el suyo desde otra perspectiva.

Pero —en congruencia con el planteamiento de la centralidad que ocupa la palabra escrita en nuestra cultura— también pretende abrir un espacio en donde el público en general pueda acercarse a las cuestiones relacionadas con la lectura, la escritura y la formación de usuarios activos de la lengua escrita.

Espacios para la Lectura es pues un lugar de confluencia —de distintos intereses y perspectivas— y un espacio para hacer públicas realidades que no deben permanecer solo en el interés de unos cuantos. Es, también, una apuesta abierta en favor de la palabra.

 

ÍNDICE GENERAL

LIMINAR

PRÓLOGO

Te presento el mundo

Lanzar sobre el cielo, el mar, la ciudad, una red de palabras y de historias

Inscribir en la serie de las generaciones

El asunto de la familia y de los allegados…

… pero también de los promotores culturales

¿Para qué sirve leer?

¿Utilidad social o exigencia vital?

Los libros, cercanos a las cabañas

El extraño lugar de los recuerdos de lectura

Encontrar palabras a la altura de la propia experiencia

Conocer al Otro desde el interior

“Los libros me enseñan a escuchar”

Poner en movimiento el pensamiento, relanzar la narración

Levantar la vista del libro

Variaciones sobre tres vocablos:

palabras, comunicar, narración

El niño en una flor de papeles cubiertos de palabras

El lugar donde nos encontramos es el lugar donde jugamos

Tejer relatos, volver a pegar el mundo

Relato y crisis

Los libros, el arte y la vida de todos los días

Cuando las expresiones artísticas se apoderan de lo cotidiano

Un espacio diferente, tan esencial como inútil…

… donde se opera el verdadero trabajo

Dar profundidad a los lugares familiares

Celebración de lo imaginario

Un rechazo creador

Lo que habría podido ser: una parte invisible y vital.

Lo imaginario en el corazón del amor, del viaje, del hábitat

Un rol fundamental en el proceso de conocimiento

El arte de la transmisión

El peso del clima familiar

La búsqueda de un secreto, en el corazón del deseo de leer

La voz antes que las letras

Recomponer un clima propicio para la apropiación de lo escrito

Escribir o leer comienza en el cuerpo

La educación artística y cultural

¿Qué puede la escuela?

“No es diversión, es mayéutica”

Múltiples resistencias

Las bibliotecas, mañana

EPÍLOGO

ÍNDICE DE NOMBRES

 

Me gusta el juego, el amor, los libros, la música,

la ciudad y el campo, todo; no hay nada

que no me sea un bien soberano,

hasta el oscuro placer de un corazón melancólico.

JEAN DE LA FONTAINE

LiminarDaniel Goldin

HAN PASADO casi veinte años desde que leí por primera vez un texto de Michèle Petit. Aquel primer texto hablaba sobre la lectura y los jóvenes. Recuerdo la sensación refrescante que me proporcionó su abordaje a un tema manido. Sin mencionar la literatura juvenil ni sumarse a los lamentos que acentuaban la supuesta caída en los índices de lectura, Petit había habilitado un espacio en el que la voz y las ideas de chicos marginados brillaban por su inteligencia, vital y sorprendentemente profunda. Al iluminar los encuentros de algunos adolescentes con algunos libros (o más precisamente con algunos pequeños textos), mostraba los imprevisibles caminos por los cuales las palabras e ideas impresas eran resignificadas para conseguir algo que en otros espacios se les negaba: la posibilidad de hacerse un poco más dueños de sus propias vidas. Unos cuantos muchachos, fragmentos de textos, solo un poco. ¡Qué relevancia adquirieron de pronto esas migajas!

Esta mujer no solo mira la realidad desde otro ángulo, tiene un oído muy agudo y borda fino, pensé.

Luego vinieron los cuatro títulos que tuve el gusto de publicar, y decenas o centenas de miles de personas de leer y de apropiarse en Iberoamérica. Cada uno es diferente, pero en todos ellos encuentro esos rasgos distintivos. En las cuidadosas maneras de tejer está el mensaje.

Evoco ese primer encuentro casi dos décadas después en el momento de saludar este nuevo libro.

Lo saludo con la certeza de que, al igual que entonces, sus lectores encontrarán aquí palabras, ideas y aliento. Lo hago con alegría de constatar la reciprocidad del encuentro. Casi dos décadas después, Michèle teje también con voces de este lado del Atlántico.

Nadie se atreverá a decir que veinte años no es nada, y yo no cometeré la insensatez de intentar describir, resumir o calificar los cambios que hemos vivido o estamos viviendo. Esta época llena de posibilidades e incertidumbres es nuestro presente. El momento en el que nos toca vivir y recibir a otros.

Aquí, una vez más, Petit se ocupa de asuntos que inquietan a muchos y se aparta de las perspectivas habituales. Se formula preguntas fundamentales e indaga en territorios que solo algunos, muy pocos, han pensado.

Tal vez en algún momento se la considere una de las primeras obras que anunciaron una nueva rama del saber —teórico y práctico—, alejada de la doxa que escindió el cuerpo y el espíritu, las ciencias y las artes, la imaginación, el ensueño y la conciencia.

 

Febrero de 2015 Biblioteca Vasconcelos

 

Prólogo

ESTE LIBRO es un alegato para que la literatura, oral y escrita, y el arte bajo todas sus formas tengan lugar en la vida de todos los días, en particular en la de los niños y adolescentes.

Surgió como un acto de rebeldía contra el hecho de estar cada vez más obligado, si se defienden las artes y las letras (o también, las ciencias), a proveer pruebas de su rentabilidad inmediata, como si esa fuera su única razón de ser. Julien Gracq, hace casi veinte años, se había sublevado contra “la calibración monetaria instantánea de toda actividad humana” y se había puesto a imaginar cómo oponerle un movimiento diferente.1 Hoy en día, la calibración monetaria ha alcanzado proporciones insensatas y no solo se alarman los escritores próximos al surrealismo. Drew Faust, la presidenta de Harvard, también se preocupa por la caída brutal del porcentaje de estudiantes que eligen las “artes liberales” y las ciencias como disciplina principal. Recuerda que la apuesta de la enseñanza va mucho más allá de una utilidad mensurable: “Los seres humanos necesitan sentido, comprensión, perspectiva tanto como trabajo. La cuestión no debería ser si podemos permitirnos creer en esos objetivos en los tiempos que corren, sino si podemos permitirnos no hacerlo”.2 No se le puede objetar que se ubique en posiciones románticas o pasadistas: la institución que preside está a la cabeza del ranking mundial establecido por la Universidad Jiao Tong de Shanghái. Martha Nussbaum, profesora de la Law School de la University of Chicago, se inquieta, por su parte, con el hecho de que

en casi todos los países del mundo, las artes y las humanidades son amputadas a la vez en el ciclo primario, en el secundario y en la universidad. Los responsables políticos ven en ellas florituras inútiles en un momento en que los países deben sacarse de encima todos los elementos inútiles para seguir siendo competitivos en el mercado mundial.3

Sin embargo, de acuerdo con ella, solo una cierta práctica de las artes y las humanidades estaría en condiciones de responder a preguntas muy actuales de las sociedades democráticas, en particular por el desarrollo de las capacidades emocionales, imaginativas y narrativas. Estas, precisa, deben cultivarse también en la familia, desde el comienzo de la vida.

Si bien luchan contra un utilitarismo miope, estas dos mujeres no se plantean como guardianas nostálgicas de un templo perdido, así como tampoco se lamentan de la revolución digital; es por esa razón que las cité. En efecto, el deseo de escribir y de reunir los textos que siguen provino también de un hastío de los discursos de la queja que se han multiplicado en todos los ámbitos y que se oyen bastante a propósito de la lectura, de las bibliotecas o de la transmisión cultural. Como resultaban deprimentes para muchos profesionales y los hacían dudar del sentido de su trabajo, me consultaron con frecuencia a lo largo de estos últimos años: tengo fama (difícil de sostener) de levantarle la moral a las tropas. De modo que, la mayoría de los textos de este libro fueron concebidos, en una primera versión, para coloquios o jornadas que reunían a bibliotecarios, docentes, personas que trabajan en la promoción de la lectura o estudiantes que se preparan para esos oficios, en Francia o en otros países de Europa y de América Latina. Las preguntas que me hacían, de manera reiterada, eran más o menos las siguientes: ¿para qué sirve leer, por qué leer hoy, por qué incitar a los niños a que lo hagan? Y: ¿cuáles son los fundamentos de la importancia de la literatura, pero también, de manera más general, de la transmisión cultural?

Procuré responderlas desde diferentes lados: explicando por qué era vital presentar el mundo a los niños y de qué manera los libros y los otros bienes culturales contribuían a ello; evocando la manera en que leer podía reanimar la interioridad, poner en movimiento el pensamiento, relanzar una actividad de construcción de sentido, suscitar intercambios; recordando que el lenguaje y el relato nos constituían pero, también, mostrando que una dimensión tan esencial como “inútil” debía añadirse a la vida de todos los días, o celebrando lo imaginario. Otra pregunta que me plantearon a menudo: ¿cómo hacer para dar el gusto por la lectura y por las prácticas culturales? Los últimos dos textos hablan, pues, del arte de transmitir y de la educación artística.

Para proveer estas respuestas, evidentemente parciales, me apoyé en lo que aprendí, a lo largo de mis investigaciones, escuchando a hombres y mujeres de diferentes sectores sociales que me comparten sus lecturas, ya sea que lean regularmente o de manera muy ocasional, estudiando recuerdos transcriptos por escritores y conversando con promotores de libros y con “educadores por el arte” que saben cómo hacer deseable la apropiación de la cultura escrita, de la literatura y del arte a aquellos que están más lejos.

Esta obra retoma en ocasiones temas o ejemplos evocados en libros que publiqué con anterioridad,4 pero desde una perspectiva algo diferente. Un hilo conductor recorre los textos que la componen: desde la más tierna edad y a lo largo de toda la vida, la literatura, oral y escrita, y las prácticas artísticas están en estrecha relación con la posibilidad de encontrar un lugar. Lo veremos en numerosos ejemplos; son incluso un componente esencial del arte de habitar, de esas actividades que consisten, según el arquitecto Henri Gaudin, en

tejer todo tipo de cosas alrededor de nosotros para amigarnos con ellas, para volvérnoslas menos indiferentes. Habitar es eso, disponer cosas en nuestro entorno. Reabsorber la distancia con la extrañeza de lo que es externo a nosotros. Intentar salir del desconcierto mental que provoca la incomprensibilidad inherente a lo que está ahí afuera”.5

Más allá de la integración social, lo que está en cuestión es la posibilidad de acordar, en el sentido musical del término, o de volver a ponerse de acuerdo con aquello que (y con quienes) nos rodea.

Quizá el hecho de haber trabajado durante mucho tiempo cerca de geógrafos me volvió sensible a esta dimensión. También que ese hilo conductor se encontraba en varios de los dichos que sostenían mis interlocutores. A lo largo de los años, me hicieron comprender que compartir con niños o jóvenes experiencias culturales, darles una educación literaria y artística, no tiene como principal objetivo “formar lectores”, en un momento en que su proporción estaría en disminución en muchos lugares, o futuros amantes de museos o de salas de espectáculo en vivo. Es curioso que, en ese caso, también se les suele pedir a la literatura y al arte que rindan cuentas. No se juzga acerca de las buenas razones de la gimnasia en la infancia por el hecho de que, cuando grande, se practique regularmente vóleibol o atletismo, o del interés de despertar a las matemáticas por la frecuencia de una curiosidad posterior por esa disciplina.

La apuesta es, antes bien, que esas experiencias, esa educación, animen a aquellas y a aquellos que las han tenido a lo largo de toda su vida, aun cuando hayan olvidado la mayor parte de lo que vivieron o descubrieron. Es forjar un arte de vivir cotidiano que escape a la obsesión de la evaluación cuantitativa, es forjar una atención. Es llegar a componer y preservar un espacio muy diferente que privilegie el juego, los intercambios poéticos, la curiosidad, el pensamiento, la exploración de sí y de lo que nos rodea. Es mantener viva una parte de libertad, de sueño, de algo inesperado.

 

Te presento el mundo

Antes los indios miraban de noche el cielo oscuro

y bien oscuro que era ese cielo. Todo negro. Voy a contar

la sencilla historia del nacimiento de las estrellas.

CLARICE LISPECTOR1

 

PARA HABLAR de la transmisión cultural, tema inmenso si los hay, partiré de un recuerdo personal. Hace algunos años, me encontraba en Brasil para dar unas conferencias. Ya había viajado al hemisferio sur y había descubierto árboles y pájaros desconocidos, cuyos nombres y particularidades me habían enseñado mis anfitriones; algunas veces me habían contado leyendas que tenían que ver con ellos. Curiosamente, nunca había prestado atención al cielo cuando llegaba la noche. Hasta ese verano en Brasil, cuando Patricia Pereira Leite me llevó al campo, en Minas Gerais. Cuatro horas de ruta para llegar a una explotación cafetera con sus pequeñas casas blancas, sus bananos, sus buganvillas, sus tucanes.

Hacia el final de la tarde, fuimos a caminar por un camino cercano a la granja. La noche cayó a esa velocidad que sorprende siempre a quienes viven en climas templados y las estrellas compusieron poco a poco un universo completamente desconocido. Yo no podía aferrarme a las constelaciones familiares para quienes viven en el hemisferio norte. Miraba el cielo, no veía más que una infinidad de astros aislados y experimentaba un curioso pavor, como si yo misma estuviera separada, cortada de los otros. Me di cuenta de hasta qué punto el cielo es para nosotros una referencia habitual y cuán perturbador es estar privado de ella. Ese cielo de Minas Gerais no me decía nada, no evocaba nada.

Me apresuré a preguntar dónde estaba la Cruz del Sur. La joven lugareña que nos acompañaba levantó los ojos sin encontrarla. Un vecino que pasaba dijo que había que esperar hasta las once de la noche para verla. Sin siquiera pensar en ello, me había aferrado a ese nombre conocido, “Cruz del Sur”, para introducir un mojón en ese universo indiferenciado, entre esos astros que ninguna figura unían, que no se asociaban a ningún recuerdo y de los que ignoraba los nombres que los humanos les habían dado. De ese cielo, no me habían dicho nada, no me habían transmitido nada.

LANZAR SOBRE EL CIELO, EL MAR, LA CIUDAD, UNA RED DE PALABRAS Y DE HISTORIAS

Una constelación no tiene ningún fundamento científico, las estrellas se reagrupan por nuestra única necesidad de disponer conjuntos, nombrarlos y contar historias sobre ellos. Es una pura construcción humana, fundada en la cultura occidental sobre la tradición helénica y prehelénica, transmitida a través de la Edad Media. Otras culturas imaginaron constelaciones diferentes, pero todas compusieron ese cielo humano para intentar domesticarlo, familiarizarse con él, para que no seamos presas del pánico como lo había sido yo aquella noche. O como aquel niño de la ciudad, en el Netherland de Joseph O’Neill, que pasa una noche en un barco y lo invade un terror que no había sentido nunca cuando mira hacia las estrellas: “Yo era solo un niñito, sobre un barco, en el universo”.2

Aquella noche, en Brasil, tomé conciencia de hasta qué punto la transmisión cultural era una presentación del mundo. El sentido de nuestros gestos, cuando les contamos historias a los niños, cuando les proponemos libros ilustrados, cuando les leemos en voz alta, tal vez es ante todo esto: te presento el mundo que otros me pasaron y del que yo me apropié, o te presento el mundo que descubrí, construí, amé. Te presento lo que nos rodea y que tú miras, asombrado, al mostrarme un pájaro, un avión, una estrella. Te digo un poema:

Encima del mar

encontramos

la luna y las estrellas

en un barco a velas

Más tarde, te leo leyendas que hablan del nacimiento de los astros o, cuando paseamos, te presento la Osa Mayor y la Menor, que por esos simples nombres algo infantiles vuelven el cielo familiar.

Todas las sociedades arrojaron sobre la noche estrellada una red de palabras, de historias, de cosmogonías de las que nos apropiamos fragmentos desde la infancia. Aun cuando no sé a qué astros atribuir Andrómeda, el Dragón, Pegaso o Casiopea, aun cuando olvidé —si alguna vez los conocí— los relatos de los cuales son tomados esos nombres, pueblan el cielo de animales o de héroes míticos y lo transforman en un ámbito humano. Cuando levanto la vista, me vinculo con todos aquellos que lo contemplaron, observaron, a lo largo de los siglos. Y con aquellos junto a quienes caminé, durante la noche, que designaron una estrella, contaron fábulas sobre ella o explicaron que a mediados de agosto hay que pedir un deseo cuando se ve un cometa, como si los astros velaran por nosotros, se transformaran en otras tantas “buenas estrellas”. Recuerdo otras noches en las que pedí deseos, recuerdo cerca de quiénes estaba y la noche se va poblando. A tal punto que llega a ser a veces casi amigable, como para el marinero cuya aventura verídica relata Gabriel García Márquez en Relato de un náufrago: estuvo a la deriva sin comer ni beber durante diez días y otras tantas noches, sintiéndose amenazado por “animales enormes y desconocidos” que rozaban su balsa, y con la sola compañía de la Osa Menor: “cuando localicé la Osa Menor no me atreví a mirar hacia otro lado. No sé por qué me sentía menos solo mirando la Osa Menor. […] Pensaba que a esa hora alguien estaba mirando la Osa Menor en Cartagena, como yo la miraba en el mar, y esa idea hacía que me sintiera menos solo”.3

Te presento el mar, te canto Barco chiquitito, Soy capitán o Navegar sin temor en el mar es lo mejor; te leo historias de galeones y de carabelas, de piratas y de Robinson, o te cuento que Poseidón creó a los caballos y con ellos puede surcar las olas. Porque el mar también es inquietante, más aún en estos tiempos en que no transcurre una semana sin que se escuche hablar de un huracán, de un tsunami o de inmigrantes que partieron a buscar suerte y se ahogaron en una playa de las Canarias o de Libia.

Tomé el ejemplo del cielo porque es nuestro padre mítico desde la antigua Grecia, y del mar porque en muchos lugares sus movimientos se asocian, en las leyendas o en el inconsciente, a los humores de aquella que veló por nosotros al comienzo de la vida, pero habría podido hablar de la manera en que toda cultura procura domesticar la montaña, la selva, el desierto, los ríos o el paisaje urbano con la ayuda de historias, de mitos, de ritos y de obras de arte.

Te presento la ciudad e interpongo entre ella y tú narraciones, recuerdos, poesías o canciones para que puedas habitarla. Cuando pases por esa calle, aunque no pienses en ello, estará poblada de los personajes de esas historias que te acompañarán; cuando veas la Torre Eiffel, recordarás que un día te dije que un poeta la había comparado con una pastora y a los puentes con corderos. Palabras que te habré dicho, leído o cantado harán posible una experiencia poética del espacio. Calles o barrios adquirirán relieve, te harán soñar, ir a la deriva, asociar, pensar.

Para que el espacio sea representable y habitable, para que podamos inscribirnos en él, debe contar historias, tener todo un espesor simbólico, imaginario, legendario. Sin relatos —aunque más no sea una mitología familiar, algunos recuerdos—, el mundo permanecería allí, indiferenciado; no nos sería de ninguna ayuda para habitar los lugares en los que vivimos y construir nuestra morada interior.

INSCRIBIR EN LA SERIE DE LAS GENERACIONES

Te presento también el mundo de donde vienes, te inscribo en la serie de las generaciones a fin de que no flotes demasiado, a lo largo de toda la vida. Como en esta escena evocada en Argentina por Silvia Seoane:

Cuando yo era chica, mi mamá me contaba, a la noche, con la luz de la pieza apagada, la historia de Alicia en el país de las maravillas. Yo no sé si ella alguna vez leyó la novela de Lewis Carroll; no sé si su mamá, un hermano mayor o una monja del colegio en el que fue pupila alguna vez le narraron la historia. No sé si leyó alguna versión de esa novela en El tesoro de la juventud, libro de cabecera en la niñez de mi madre (libro que yo imaginé, durante muchos años de mi infancia, fuente de todas las historias). Es decir, no sé cómo llegó ese clásico de la literatura a manos, vista u oídos de mi madre.

[…] Sé que mi mamá atendía un quiosco en mi casa y que, probablemente por eso, las aventuras de esta Alicia que ella me contaba transcurrían en un mundo de árboles de chocolatines Jack y cataratas de Fanta Naranja y Coca Cola. Sé que Alicia llegaba a este paraíso a través del espejo (por eso yo amaba el botiquín del baño) y sé que estaban el conejo y la Reina de Corazones. Lo demás de ese relato nocturno ya no lo recuerdo.

No recuerdo muchos detalles de la historia pero sí recuerdo la voz de mi mamá en la oscuridad. Recuerdo con enorme nitidez lo que yo veía mientras ella contaba. Recuerdo la emoción y la maravillosa sensación alucinada. Sé que yo estaba convencida de que, de algún modo, era Alicia […]; todas las noches, nacía para mí en la voz de mi mamá un mundo paralelo. Con su relato, yo atravesaba el espejo y entraba ritualmente en la ficción. Como entraba cuando, también mi mamá, me contaba la historia del Rey David o la de mi tatarabuelo el carabinero del sur de Italia; la historia de Pedro y el Lobo y también la de mi tío Orestes; las historias de mis bisabuelos maestros en la Patagonia a principios de siglo, la de la piedra movediza de Tandil cerca de cuyos restos mi abuela daba clases (relatos merced a los cuales —estoy segura— elegí la profesión docente).4

Noche tras noche, la madre de Silvia tejía así relatos que encantaban lo cotidiano y agrandaban el espacio, abriéndolo hasta los campos rusos o la Patagonia, hasta la madriguera del conejo de Alicia o hasta Italia. Ligaba a la niña con toda esa gente de generaciones pasadas que vivían en su voz, su ancestro carabinero, el tío Orestes, los bisabuelos maestros, introduciendo a Silvia en el tiempo histórico del siglo pasado como en el tiempo bíblico del rey David.

Te presento a aquellos que te han precedido y el mundo del que vienes, pero te presento también otros universos para que tengas libertad, para que no estés demasiado sometida a tus ancestros. Te doy canciones y relatos para que te los vuelvas a decir al atravesar la noche, para que no tengas demasiado miedo de la oscuridad y de las sombras. Para que puedas poco a poco prescindir de mí, pensarte como un pequeño sujeto distinto y elaborar luego las múltiples separaciones que te será necesario afrontar. Te entrego trocitos de saber y ficciones para que estés en condiciones de simbolizar la ausencia y hacer frente, tanto como sea posible, a las grandes preguntas humanas, los misterios de la vida y de la muerte, la diferencia de los sexos, el miedo al abandono, a lo desconocido, el amor, la rivalidad. Para que escribas tu propia historia entre las líneas leídas.

Lo que para el niño pequeño significa el adulto cuando dispone y abre frente a él libros ilustrados es también: te presento los libros porque una inmensa parte de lo que los humanos han descubierto está escondido allí. Podrás abrevar allí para dar sentido a tu vida, saber lo que otros pensaron de las preguntas que te planteas, no estás solo para hacerles frente. Te presento la literatura, que, como los juegos de cucú o el teatro de sombras, hace aparecer y desaparecer a voluntad. Podrás jugar con ella a lo largo de toda tu vida si tienes ganas, sumergirte en el cuerpo y los pensamientos de seres que difieren radicalmente de ti. Solo la literatura te dará tanto acceso a lo que han sentido, imaginado, temido, aunque vivieran hace siglos, aunque habitaran otras latitudes.

Te doy lo que a mi modo de ver es lo más bello, le darás el uso que quieras, pasarás a tu vez lo que ames a tus hijos o a aquellos en cuyo camino te cruces.

No obstante, aquí, adorno un poco la historia, porque a menudo pensamos de manera paradójica: “Le darás el uso que quieras… pero deseo tanto que te guste lo que me ha gustado, lo que ha contado para mí”. Y cuando en ocasiones el niño se desvía de lo que le proponemos, cuando no parece escuchar o interesarse por el relato y las imágenes que le entregamos, nos ponemos tristes, nos sentimos abandonados. Sin embargo, hay que seguir, tranquilamente. Continuar también cuando se hacen adolescentes y en lugar de nuestros gustos prefieren a sus amigos, a sus cantantes o sus historias de vampiros. Seguir leyendo el mundo con ellos y hablarlo, pero livianamente, porque a esa edad un adulto enseguida es demasiado, sobre todo si habla con arrogancia y trata de imponer sus caprichos o su saber. Y el adolescente nos lo dice sin vueltas cuando exclama: “Bueno, estoy harto”. Entonces protestamos, nos deprimimos porque nos habría gustado tanto que hiciera vivir eso que dio sentido a nuestras vidas. Y entonamos los versos de la crisis de la transmisión.

A un niño, cada uno le da lo que tiene más sentido para uno. Le abre esas puertas. Más adelante, el niño lo hará suyo, o no. Abrirá otras puertas. A menudo, nos apropiamos mucho tiempo después de la herencia recibida: cuando era niña, mis padres me arrastraban a los museos y yo me moría de aburrimiento. Pero durante toda mi vida los museos me acompañaron, me sentí allí como en mi propia casa.

Porque es eso lo que está en juego con la transmisión cultural y en particular con la lectura: construir un mundo habitable, humano, poder encontrar un lugar y moverse en él; celebrar la vida todos los días, ofrecer las cosas de manera poética; inspirar los relatos que cada uno hará de su propia vida; alimentar el pensamiento, formar el “corazón inteligente”, para hablar como Hannah Arendt, que hubiera añadido que hay que transmitir el mundo a los niños, enseñarles a amarlo, para que un día tengan ganas de hacerse responsables de él. Pues “es el amor del mundo el que nos da una disposición de ánimo política”, según pensaba ella.5

El ASUNTO DE LA FAMILIA Y DE LOS ALLEGADOS…

Por mil razones vitales, los padres y los otros promotores culturales presentan el mundo a los niños con la ayuda de cuentos, canciones, historias, imágenes de libros infantiles, leyendas familiares, recuerdos. Leen con ellos los paisajes y los rostros que los rodean. A menudo, de manera intuitiva, usan simultáneamente diferentes registros sensibles en esos momentos de transmisión. Así, cuando leen libros ilustrados en voz alta, lo que proponen a los niños es casi una pequeña ópera: despliegan un decorado, toda la fantasmagoría de las imágenes de las ilustraciones y resulta apropiada una escucha musical en la que la voz está en el corazón de la fiesta.

Al comienzo, los adultos tienen un aliado maravilloso: el bebé, por el hecho de su capacidad de asombro. Florence Guignard piensa que las pulsiones “epistemofílicas”, como dicen los psicoanalistas, que nos empujan hacia el conocimiento, existirían desde el nacimiento. Y da el ejemplo de un bebé que

pasó las dos primeras horas de su existencia despertándose de manera progresiva, escuchando y mirando todo alrededor de él, con una atención impresionante, logrando inclusive girar la cabeza para ampliar su campo de visión; solo después de esas dos horas de exploración se durmió por primera vez en su vida fuera del útero.6

Sin embargo, el desarrollo de esas pulsiones va a depender mucho de la calidad de las relaciones con los padres, de su disponibilidad psíquica. El descubrimiento asombrado del mundo por el infans es reactivado por el rostro y la sonrisa de su madre (o de la persona que da los cuidados maternos), por sus miradas, sus gestos, su voz, sus palabras. Más allá, es reanimado por la gracia de todos aquellos que lo rodean, por su curiosidad y la mirada que proyectan sobre los lugares y las personas. Como ese padre que evoca el escritor griego Yannis Kiourstakis: “Mi padre sentado sobre una silla, conmigo en sus rodillas, dándome de comer el postre en la boca, cantando a cada cucharada: ‘bebe el bey / bebe el agha / bebe el hijo del bey’ y haciéndome bailar. Esta cancioncita y la ceremonia me habían cautivado a tal punto que solía negarme a comer si no las tenía”.7 Su padre le contaba también de Creta, donde había pasado su propia infancia: “Todas esas historias parecían provenir de un único y gran cuento, que yo escuchaba sin cansarme nunca desde que tenía memoria y del que sentía que nunca se iba a terminar: el de sus años de infancia. Me hablaba de la casa familiar en La Canea y del viejo barrio de las callecitas angostas”. El padre evocaba todo un universo oriental de colores fuertes que no se parecía en nada al que el joven Yannis conocía, pero que “era tan real como el mundo que yo podía tocar: las casas, los barrios, los lugares en los que vivía; era un mundo que completaba y prolongaba el mío y en el que me parecía que yo también ya había vivido”.8

Pienso también en escenas de transmisión cultural de las que fui testigo en México, con niños un poco mayores. La primera se ubica en el maravilloso museo de arqueología y antropología de la ciudad, en el que seguí, tratando de ser discreta, a una abuela. La anciana, con sus cabellos en trenza y un uniforme de empleada doméstica, iba de una sala a la otra comentando cada vitrina con su nieta, haciéndole observar los detalles: “Mira, ves, así es como hacían sus tortillas, así tejían la lana, y ¿viste la vestimenta, las joyas? ¿Y ese juguete?”. Frases muy simples, pero que le daban el mundo, ese mundo que era el suyo.

En la misma ciudad, en un templo azteca descubierto cerca de la catedral, un hombre, visiblemente pobre, presentaba las ruinas a su hijo mientras le explicaba con gravedad: “Ves, esos son nuestros ancestros, habían construido estos templos”. Un poco más lejos, una niñita le leía a su madre el cartel dedicado a la estatua del dios de la lluvia. La madre era analfabeta, pero había deseado compartir el descubrimiento de las excavaciones con su hija. Porque, por supuesto, se trata de compartir, no de imponer. Y de una apropiación, desde el comienzo de la vida. Un bebé pasa la mayor parte del tiempo que está despierto apropiándose de lo que lo rodea.

Observemos lo que ocurre en una sala donde se lee para niños pequeños: si no se limitan un poco sus movimientos, en poco tiempo se convierte en una obra en construcción. Transportan libros, los apilan, los mueven de acá para allá, los tiran, van y vienen, buscando aquello que podría convenirles, parecen aficionados al bricolaje revolviendo entre tornillos y tuercas en un inmenso bazar. Pero los bebés, a los que tanto les gusta apilar cubos o libros, edifican también en sus cabezas, piensan. Cuando se les lee, están dedicados a su vida interior, elaboran. Construyen al mismo tiempo un mundo habitable y ese mundo interior.

Para esa transmisión cultural, literaria, artística, hacen falta muchos lugares, muchos actores. Por empezar, la familia y los allegados, como la madre de Silvia en Argentina, narrando las historias de Alicia en el país de las maravillas y del tío Orestes, el padre que hace bailar al pequeño Yannis o el que visita con su hijo las excavaciones del templo azteca. Pero también gente ajena al círculo familiar, profesionales.

En muchas familias, de diferentes medios y cualquiera sea su forma,9 la transmisión cultural está muy viva, aun cuando las modalidades y los contenidos han evolucionado.10 Los padres disponen de recursos intelectuales que ningún diploma convalida, pero que son esenciales, como la capacidad de contarles a sus hijos su historia y la de sus antepasados11 o, de manera más amplia, la aptitud para inventar gestos, palabras, relatos, para introducirlos al mundo de manera poética y hacer de los rituales cotidianos una fiesta compartida.

En otros sitios, por el contrario, la transmisión está en problemas. Puede ser el caso, en particular, cuando la lucha por la supervivencia, o el trabajo, acapara el tiempo cotidiano, cuando la madre está deprimida por la vida que lleva o por el exilio, o no suficientemente sostenida por su entorno. Entonces, no siempre está en condiciones de compartir con sus hijos momentos en los que contar, descubrir y soñar el mundo junto a ellos. De decir un versito, de narrar una historia y menos aún de leer una (lo que supondría que ha podido apropiarse de los libros).

Durante mucho tiempo, las culturas orales, más que las escritas, brindaron a una gran parte de la población puntos de referencia, recursos en los que abrevar para ligar la propia experiencia singular a representaciones culturales. El escritor senegalés Boubacar Boris Diop recuerda así que “cada noche en casa, la madre nos contaba historias. […] ‘Yo voy a hablar y ustedes me van a escuchar’, lanzaba a su auditorio. ‘Hay un solo narrador que no miente. Yo’. Así comenzaba el relato”.12 Gabriel García Márquez, por su parte, evoca a una venezolana,

una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración. El primer cuento formal que conocí fue ‘Genoveva de Brabante’, y se lo escuché a ella junto con las obras maestras de la literatura universal, reducidas por ella a cuentos infantiles: la Odisea, Orlando furioso, Don Quijote, El conde de Montecristo y muchos episodios de la Biblia.13

Y el poeta español Federico Martín cuenta que nació en Extremadura, “en un paraíso donde todo cantaba, los ríos, los pájaros, las mujeres”:

Crecí a la sombra de mi abuela, a la sombra de mujeres que cantaban, eran analfabetas pero cantaban. Nací en la amargura de un hermano muerto y esa amargura solo se suavizó por los cantos de las mujeres. […] Mi madre me ayudaba a acercarme a las cosas nombrándolas, ella las nombraba para ordenarlas.14

Gracias a cantos, estribillos, bailes, leyendas o proverbios, el mundo se encontraba ordenado, se podía construir sentido, representarse el espacio y el tiempo, poner palabras o gestos estéticos compartidos a emociones intensas o acontecimientos inesperados, representar conflictos, e inscribirse al mismo tiempo