Lepanto. La mar roja de sangre - Philip Williams - E-Book

Lepanto. La mar roja de sangre E-Book

Philip Williams

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"Duró el ímpetu grande de la batalla cerca de cuatro horas y fue tan sangrienta y horrenda que parecía que la mar y el fuego fuese todo uno, viendo dentro de la misma agua arderse muchas galeras turquescas y dentro de la mar, que toda estaba roja de sangre, no había otra cosa que aljabas, turbantes, carcajes, flechas, arcos, rodelas, remos, cajas, valijas y otros muchos despojos de guerra, y sobre todo muchos cuerpos humanos, así cristianos como turcos". Así describía un anónimo soldado español las aguas del golfo de Lepanto en el mediodía del 7 de octubre de 1571, cuando la armada otomana chocó con la flota reunida por la Liga Santa −la Monarquía Hispánica, el Papado y Venecia−, en una de las mayores batallas navales de toda la Historia: "la más alta ocasión que vieron los siglos", tal y como la apellidó otro soldado. En la balanza, el dominio sobre el Mediterráneo, fieramente ambicionado por una Sublime Puerta que deseaba resarcirse del revés de Malta, que acababa de arrebatar Chipre a Venecia y que no cejaba en su acoso sobre las costas italianas y españolas con el corso berberisco. Un dominio contestado sin tregua por la Monarquía Hispánica, en un enfrentamiento que, amén de geoestratégico, era confesional, entre islam y cristiandad, y entre los respectivos paladines de la fe verdadera, el islam suní de Selim II y el catolicismo de Felipe II. Este libro aborda la jornada de Lepanto conjugando el trabajo de expertos de los distintos países que participaron en la liza –españoles, italianos y turcos–, a fin de ofrecer una perspectiva completa pero plural, que analiza la situación internacional y los prolegómenos que condujeron al choque, pero que también se detiene con detalle en los aspectos tácticos del combate de galeras en el Mediterráneo y en el desarrollo y pormenores de una batalla de cuyo desenlace, hace ahora cuatrocientos cincuenta años, pendió el destino de Europa.

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Seitenzahl: 758

Veröffentlichungsjahr: 2021

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LEPANTO

Lepanto. La mar roja de sangre

Claramunt Soto, Àlex (ed.)

Lepanto / Claramunt Soto, Àlex (ed.)

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2021. – 432 p., 8 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia de España) – 1.ª ed.

D.L: M-8233-2021

ISBN: 978-84-123239-4-8

94(460).042 94(460) “1571”

355.422(460:450:560:456.31)

 

 

LEPANTO

La mar roja de sangre

Àlex Claramunt Soto (ed.)

© de esta edición:

Lepanto. La mar roja de sangre

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-123239-4-8

D.L.: M-8233-2021

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Editor técnico: Àlex Claramunt Soto

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Revisión técnica: Alberto Pérez Rubio y Antonio Miguel Jiménez Serrano

Todas las imágenes del pliego a color son de dominio público

Primera edición: septiembre 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2021 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

 

 

 

Este libro está dedicadoa la memoria de todos lossoldados, marinos y remeros,con independencia de credo ynacionalidad, que participaronen la batalla de Lepanto.

ÍNDICE

Proemio

Hugo O’Donnell y Duque de Estrada

1   LA GUERRA EN EL MEDITERRÁNEO DURANTE EL SIGLO XVI

Phillip Williams

2   LA BATALLA DE LAS FIRMAS: LA NEGOCIACIÓN DE LA LIGA SANTA

Gennaro Varriale

3   REUNIÓN EN MESINA. ORGANIZACIÓN, LOGÍSTICA Y PLANES DE LA LIGA SANTA

Miguel Ángel de Bunes Ibarra

4   LA ARMADA OTOMANA: DE LA CONQUISTA DE CHIPRE A LA BATALLA DE LEPANTO

İdris Bostan

5   LA LUCHA EN EL CENTRO: DON JUAN CONTRA ALÍ PACHÁ

Agustín Ramón Rodríguez González

6   LA LUCHA EN EL CUERNO IZQUIERDO: BARBARIGO Y QUERINI CONTRA ŞULUK MEHMED PACHÁ

Guido Candiani

7   LA LUCHA EN EL CUERNO DERECHO: GIAN ANDREA DORIA CONTRA ULUJ ALÍ

Àlex Claramunt Soto

8   LA RECONSTRUCCIÓN DE LA ARMADA OTOMANA

İdris Bostan

9   REPERCUSIONES Y CONSECUENCIAS DE LA BATALLA DE LEPANTO

Hüseyin Serdar Tabakoğlu

10   «EL SANGRIENTO DESTROZO Y CRUDAS MUERTES». GLORIA Y MISERIA EN LA POESÍA DE LEPANTO

Lara Vilà

 

Apéndice

Glosario

Bibliografía

Relación de autores

PROEMIO

Hugo O’Donnell y Duque de Estrada

Conmemoramos este año el 450.º aniversario de la batalla de Lepanto, de 7 de octubre de 1571, nombre que ha prevalecido pese a ser de introducción algo posterior y de ubicación meramente orientativa.

Durante algún tiempo, la denominación de «la Victoria Naval» o, simplemente, «La Naval» por antonomasia, como escogió Pedro Manrique para su epopeya, manuscrita y tardía, fue preponderante. Este apelativo solitario se consideró suficiente y definitorio, de la misma manera que para la historiografía otomana lo es el término «la armada derrotada», singular entre tanta victoria, como nos ilustra ahora y en este volumen Idris Bostan.

Este fenómeno se dio, tanto en la documentación «de estado» como en la literatura y en los memoriales o «papelicos» de los meros soldados españoles participantes, conocidísimos después, como Cervantes y Gracián; menos conocidos, como los cronistas Jerónimo de Costiol, Marco Antonio Arroyo, Jerónimo de Torres y Aguilera, o testigos desconocidos como Francisco Arias de Herrera, Diego de Aranda Pineda, Pedro de Bazán, Alonso García Romero, Antonio Mirón, Jerónimo de Vilanova…, combatientes que basaron su pretendida promoción en «hallarse» y sobrevivir a una ocasión tan caracterizada. Pero, los libros históricos y elegías más reputados, prefieren ser más explícitos, encabezados por Fernando de Herrera que complementa su obra dedicada a la guerra de Chipre con el Sucesso de la Batalla naval de Lepanto, ya en 1572 o Jerónimo Corte-Real entre los poetas épicos.

La razón para situar el combate en Lepanto es más compleja. Destruir este puerto-base otomano, que antes fuera propio, fue uno de los objetivos iniciales en los planes de la liga cristiana y en especial en los venecianos, y así consta en la documentación conservada. Resulta paradójico que la toma de esta base, en ese momento mal defendida, no se considerara tras la victoria, dándose por satisfechos de un modo incomprensible los liguistas con el gran logro obtenido y urgiendo el descanso y el avituallamiento. En cuanto a la toponimia y en todo lo referente al mundo más o menos oriental, Venecia tenía la última palabra y esa gran base naval, tan peligrosamente inmediata a sus posesiones en el Adriático, constituía una constante obsesión y esto marca huella en toda la historiografía posterior al evento.

La batalla que conmemoramos pudo haberse denominado, tal vez con más propiedad: batalla de Punta Scrofa o de Cabo Scrofa, la Punta del Jabalí, como se conocía desde los tiempos de la navegación cabotera romana este promontorio frontero con las Echinadas de Ovidio y, antes, de Homero; las Curzolares de los venecianos, en Il sito de Curzolari dibujado por Tomaso Porcacchi.1 Porque fue en el sector septentrional del amplio espacio del golfo de Patras, entre ese entrante costero y al sur de la deshabitada isla de Oxia, donde se encontraron ambas flotas tras haber dejado atrás el canal de Cefalonia, entre esta e Ítaca –la «Zefalonia picciola»– y haber abandonado la otomana la seguridad del antiguo y actual Naupacto, de bocana protegida por sendas fortalezas, fuertemente amurallado y artillado y conocido desde el siglo XV como «Lepanto» por la Serenísima. También pudo haberse llamado batalla del golfo de Patras, que es la antesala occidental y entrada de ese gran brazo de mar que es el golfo de Corinto, que separa la península del Peloponeso del resto de Grecia y en cuya primera sección se encuentra Lepanto.

Del lugar concreto de la confrontación habla Fernando de Herrera con ambigüedad náutica: «a ocho millas de Lepanto […], a una hora de navegación desde ese puerto […], poco más tarde de haber abandonado la flota cristiana las islas Curzolares […], afirmando Diego Guzmán de Silva en misiva a Sancho de Padilla, embajador de España en Génova, dos días después del encuentro, que la victoria lograda había tenido lugar: “junto a la boca del golfo de Lepanto”».2 Esto es corroborado por los geógrafos y cartógrafos de la época, que consideraban como golfo de Lepanto a todo el brazo de mar, pero no a la parte de su litoral exterior, en la que Il golfo di Lepanto comienza en su propio estrechamiento, sus Dardanelli particulares.

Durante el siglo XVIII la denominación de la batalla es ya concorde y, un poco para disculpar la moda imperante, el Oratorio que publicara Francisco Suria en Barcelona, hacia 1746, y para el que pondría música Bernardo Tri, incluía la estrofa: «Llamarse oy puede el Golfo de Lepanto / Theatro del horror y negro espanto» aunque aclarase un poco más adelante en boca de Liniers: «Si mi aprehension no miente / A la Armada Enemiga, con su gente / Diviso entre la obscura niebla parda, / que cerca de Lepanto nos aguarda».3 La denominación «batalla de Lepanto» es, pues, aceptable por lo tradicional e histórica.

En su momento, el triunfo fue incuestionable y definitivo en la opinión general, como subraya Corte-Real respecto a sus fuentes que seleccionó «tomando en sustancia de aquellas que aunque de varias partes me fueron traídas al fin se reducían todas a una misma opinión».4 En tiempos recientes, su alcance también se ha cuestionado, con la mira puesta en la rápida recuperación de la flota otomana y en las dificultades para explotar la victoria de los cristianos. No entraremos en el tema, pero sí señalaremos que Lepanto no hizo cambiar el mundo mediterráneo, mas las consecuencias de un triunfo turco, un triunfo más sumado a los terrestres, lo hubieran modificado de un modo drástico. La victoria supuso, además, y como bien subraya el profesor Serdar Tabakoğlu en este libro: la «seguridad moral y confianza» en la que se basaron los triunfos militares y, buena parte de los literarios, españoles y subsiguientes.

Como parte de esta rememoración, ampliamente justificada, un grupo de acreditados especialistas han expuesto, con claridad y lucidez, sus conocimientos. Cuando ya parecía que todo se había dicho sobre Lepanto, su interpretación y sus múltiples aportaciones resultan novedosas, destacando entre otras: la trascendencia que tuvo la negociación de la Liga Santa en la historia de la diplomacia europea; la concepción de la batalla y campaña como la primera guerra importante en la historia naval turca que resultó en una derrota y en la pérdida de la flota y, como tal, la más influyente de las contiendas navales otomanas, en cuanto a sus resultados; el estudio de la táctica de galeras desde la óptica de las instituciones y de los sistemas que las produjeron; la orden de don Juan de que se serraran las puntas de los espolones de sus galeras, hecho conocido, pero nunca hasta ahora bien explicado; la exaltación, con fines propagandísticos, de las pesadas y lentas galeazas que serían suprimidas al final de la guerra de Chipre; las críticas a Gian Andrea Doria por su actuación y su ardiente defensa por parte de Felipe II; el cómo España acabó por aceptar el hecho de que no podía superar a los otomanos en la carrera armamentística iniciada de construcción y armado de galeras, o la apreciación poética, contemporánea y ambivalente, del suceso.

En la presente publicación se analizan el «antes» –campañas otomanas previas y negociaciones liguistas– el «durante» centrado en los preparativos –circunstancias del embarque y abastecimiento y planes sopesados en ambos beligerantes» y en la propia batalla en cada una de las divisiones tácticas –centro y cuernos respectivos– y el «después» –inmediato y más mediato– de este acontecimiento. Otras aportaciones, literarias y tácticas completan el conjunto cuyo tratamiento es oportuno hasta en la elección previa de los autores y en la reunión en una sola obra de investigadores y opiniones de tres naciones diferentes y herederas de las potencias en liza en 1571: turcos, italianos y españoles.

En efecto, solo los súbditos de Felipe II –españoles e italianos– los del papa, los de Venecia, los del gran maestre melitense y los de Génova y otros «potentados» menores italianos, participaron en nombre de la cristiandad en esta última cruzada. Se echó de menos a las demás potencias, pese a los intentos pontificios por atraerse aliados para la jornada. Isabel Tudor no fue requerida, porque ya la había excomulgado el propio Pío V poco antes, por asumir la jefatura de la Iglesia de Inglaterra; quién sabe, sin embargo, si de no haber mediado esta bula hubiese aportado algo más significativo que lo meramente testimonial, ya que una vez conocida la victoria de Lepanto, ordenó celebraciones públicas y felicitó a su cuñado animándole a proseguir su ofensiva contra los turcos. En la Francia de Carlos IX –sombra difusa velada por Catalina, su madre–, inmersa en sus guerras de Religión, prevaleció la «razón de estado» y la oposición a cualquier engrandecimiento de la casa de Austria y de hecho firmó sus propias componendas con Selim II, en un marcado continuismo de la política de Francisco I.

Chesterton, autor del soberbio poema sobre Lepanto, escrito antes de su conversión al catolicismo, se referiría al imperdonable absentismo de ambos reinos: «The cold queen is looking in the glass. / The shadow of the Valois is yawning at the Mass».5 Por lo que se refiere a la primera, evoca el rumor de su orden de retirar todos los espejos que tenía en su dormitorio para así evitar contemplar su aspecto demacrado. El simbolismo del bostezo real francés, se anticipa en veintidós años a Enrique IV y su coronación de 1593 y al tópico cultural originado por su frase, probablemente apócrifa, pero muy representativa de la actitud poco devota y general de la monarquía «Muy Cristiana»: «Paris vaut bien une messe».

Los intentos con Portugal fracasaron de una manera más sorprendente. El también joven e inmaduro don Sebastián se reservaba para realizar su propio sueño contra el reino de Fez que le llevaría al desastre de Alcazarquivir, ocho años más tarde. Corte-Real, como buen portugués, le disculpa por no participar en una empresa que: «Quasi la Christiandad toda substenta / Y quasi toda su favor rescibe / Pues el Rey Lusitano está impedido / Con las continuas guerras de Oriente […]».6 La Signoria, por su parte, pidió auxilio al príncipe de Moscovia y al patriarca de Constantinopla a fin de sublevar a los ortodoxos del que iba a ser teatro de operaciones y de Morea, que aguardaban al más poderoso para definirse, pero Selim II se le había adelantado, por cuestión de días, con el acuerdo de pacificación de las fronteras con Iván el Terrible. La tregua pactada de Adrianópolis con el «tornadizo» Maximiliano II, que mantenía a este al margen de todo proyecto obstaculizador de los del sultán durante los siguientes ocho años a contar desde 1568, fue en especial dolorosa para el rey español, pero le permitió aparecer como verdadero representante de la casa de Austria, lavando la mancha del emperador. Por esta razón en algunas representaciones pictóricas de la batalla se arropan en el águila bicéfala los paños de varias banderas españolas a las que ya no les correspondía este timbre y la literatura encomiástica se manifieste en este sentido, recordando la condición paterna de cabeza de la estirpe y la de miembro destacado, aunque extramatrimonial, de su hermanastro, y capitán general de la Mar y de la Liga: don Juan, en un sinfín de poemas. En apariencia descontextualizados del momento histórico, los vates actuales siguen la misma pauta: así el canario Tomás Morales: «¡Don Juan de Austria! Sol de caudillos […] Hispania avara / De ti recibe su más sonora pompa guerrera: / tu heroico nombre Carlos legara / para decoro de la alta popa de una Galera […] y Osvaldo de Luis: “fue herencia de tu abuelo muy galano / y de tu padre tanta fortaleza, / ¡oh, vástago imperial y regio hermano!”».7 Porque Lepanto sobrevive potente entre nosotros, desdiciendo, por el momento, a la mejor poesía heroica en lengua castellana: «Vendrá tiempo en que tenga / Tu memoria el olvido, y la termine […]».8

NOTAS

1. Porcacchi, T., 1620.

2. AGS E., leg. 1401, 48.

3. Surià, F., 1746: La Nave Victoria: oratorio sacro historico que en accion de gracias al inmortal triunfo, que en el golfo de Lepanto, contra la sobervia othomana, concedió la Virgen de la Victoria a las catholicas armas, Barcelona.

4. «Prólogo a la magestad del Rey Philippe», en Corte-Real, J. de, 1575: Espantosa y felicissima vitoria…, BN, Mss/3693.

5. Chesterton, G. K., 1911, 374-378.

6. «Espantosa y felicíssima victoria…», 7.

7. Morales, T., 1914. Luis, O. de, 2014: Soneto a Juan de Austria, en <https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-284756>.

8. Herrera, F. de: «Canción en alabança de la Divina Magestad por la vitoria del señor don Juan de Austria en la batalla de Lepanto», 1572.

«Eso uso o tiranía de navegantes que los navíos sin remos reconozcan ventaja a los que los tienen, y los chicos a los grandes, y los pocos a los muchos».

Francisco López de Gómara, en López de Gómara, F., Bunes Ibarra, M. Á. de (ed.), Jiménez, N. E. (ed.), 2000: Guerras de mar del emperador Carlos V, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, p. 60.

Imagen superior:Galera anclada en el muelle del puerto de Mesina (ca. 1603-1658). Grabado de Abraham Casembroot (1593-1658). Rijksmuseum, Ámsterdam

1

LA GUERRA EN EL MEDITERRÁNEO DURANTE EL SIGLO XVI

Phillip Williams

La guerra naval en el Mediterráneo en el siglo XVI estuvo marcada por la tendencia de los otomanos a armar demasiadas malas galeras y la de los cristianos de equipar un número insuficiente de buenas galeras. Las muy distintas calidades de las armadas aprestadas por el Imperio otomano y por los cristianos llevaron a una suerte de inmovilidad estratégica. El rasgo esencial de la lucha en el Mare Nostrum era la variedad de buques de guerra de remo, es decir, que un mismo tipo de casco pudiera armarse de formas muy diversas con distintos propósitos. Los remeros eran fundamentales. La enorme variedad de tipos de galeras obedecía al amplio rango de calidades de las tripulaciones: las más fuertes de estas tenían poco que ver con las enfermizas, descoordinadas y febles «cadenas de presos» que impulsaban las naves en peores condiciones. La razón fundamental por la que el islam y la cristiandad armaban sus buques de maneras tan distintas era porque los métodos que empleaban para dotar de tripulaciones a sus flotas y para sufragar los costes de estas últimas eran casi diametralmente opuestos. La esclavitud era también un factor significativo. Las diferencias entre los sistemas de reclutamiento llevaban a planteamientos tácticos distintos que, a su vez, marcaban en gran medida los límites de lo que las potencias podían llegar a conseguir. Aunque, en todos los casos, las exigencias rivales del islam y de la Iglesia de Roma también tuvieron un papel crucial en la forja de las ambiciones y los objetivos. Casi todas las campañas vinieron a subrayar lo poco que podía conseguirse con la guerra. Sin embargo, el fin del conflicto también se demostró imposible.

Los historiadores han insistido a menudo en el impacto que tuvieron los rápidos avances tecnológicos en las velas, los cañones y las fortalezas en la guerra naval en el siglo XVI.1 Esta interpretación suele engarzarse con un aumento del poder de los gobiernos y de sus aspiraciones territoriales en el periodo, lo que ha venido a denominarse la tesis de la «revolución militar» renacentista. Sin embargo, las tácticas y los enfrentamientos de la era de Carlos V (emperador del Sacro Imperio de 1519 a 1558 y rey de España de 1516 a 1556) y del sultán Solimán (1520-1566) estuvieron dominados por unas características propias de los buques de guerra de remo que eran tan antiguas como la propia historia: ya las había plasmado Polibio en sus descripciones de las armadas de trirremes de Roma y Cartago y Tucídides acerca de las flotas de Atenas y Esparta.2 Las fuerzas veteranas y con amplia experiencia en combate se imponían, y de los buques se decía que podían ser fuertes o débiles, torpes o ágiles. Estos comentarios suponían un juicio directo sobre la calidad de sus dotaciones de remeros. Además, en la lucha en el «mar interior» tuvieron tanta importancia las consideraciones relativas al abastecimiento, las comunicaciones y la movilidad como las relacionadas con el empleo de la pólvora, los armamentos y el nuevo diseño abaluartado de los fuertes (las llamadas fortalezas de traza italiana).3 La planificación, la previsión y la adaptación eran cualidades cruciales. Las campañas se caracterizaban, con frecuencia, por la necesidad de sobreponerse a las condiciones medioambientales básicas del Mediterráneo, la serena ausencia de viento y la sequía de la parte más cálida del verano, y los vientos norteños que dominaban las últimas etapas de cada estación de campaña. Las galeras permitían a los gobiernos de Madrid, Constantinopla y Venecia superar estas limitaciones medioambientales.

Por distintas razones, los Estados cristianos confiaron en los buques de mayor calidad. La paradoja de la armada católica, igual que antes sucedió con las flotas de Cartago, de Atenas y de otras marinas tácticamente superiores al enemigo a lo largo de la historia, era que sus comandantes eran reacios en extremo a arriesgar su suerte en una batalla general. Como escribió Felipe II (1556-1598) en la época de Lepanto, un enfrentamiento naval significaba que podía perder su flota en una tarde, y la recuperación de una derrota así llevaría muchos años, además de que tampoco era segura.4 La preservación de la flota fue la prioridad estratégica de Carlos V y de los Habsburgo que le sucedieron, como puede comprobarse en las instrucciones que enviaron a sus almirantes a partir de la década de 1530. La movilidad y la circulación de los recursos eran claves para conservar estos imperios marítimos: las galeras eran las reinas de este teatro de operaciones porque solo ellas permitían superar los retos geográficos propios del mar interior. Es evidente que los soberanos eran muy conscientes del prestigio asociado a la conquista o conservación de las grandes fortalezas, las cuales poseían un notable papel como símbolos de la autoridad real. Estas consideraciones ligadas al prestigio llevaron a Carlos V y a su hijo ilegítimo don Juan de Austria (comandante de las fuerzas de la Monarquía Hispánica en la década de 1570) a tomar algunas decisiones muy cuestionables (los intentos de conservar Castelnuovo di Cattaro, actual Herceg Novi, en 1539, y Túnez en 1574). Sin embargo, una de las constantes más notables y duraderas de la política mediterránea de Felipe II fue la conciencia de que la utilidad de las fortificaciones dependía de que se cumplieran circunstancias muy concretas, de que era necesario acometer serios esfuerzos sostenidos durante un periodo prolongado para reforzarlas y –tal vez lo más crucial– planificar cómo dotarlas de guarniciones, cómo equiparlas, cómo aprovisionarlas y cómo socorrerlas en caso de ataque.5

La ciudad de Castelnuovo (1574). Grabado de Giovanni Francesco Camocio (1501-1575) incluido en Isole famose porti, fortezze, e terre maritime sottoposte alla Ser.ma Sig.ria di Venetia, ad altri Principi Christiani, et al Sig.or Turco, New York Public Library.

Las galeras eran buques de guerra de remo con dotaciones de entre 164 y 360 remeros. Aunque marineros, pilotos, contramaestres y oficiales tenían un papel vital en el manejo de los mástiles, las velas, el timón, la navegación y el control de las provisiones y las armas, se trataba de marinos bastante fáciles de reclutar y conservar. Como ha demostrado Hugo O’Donnell y Duque de Estrada, los tercios españoles basados en Nápoles y Sicilia eran tercios de armada o del mar, cuerpos de infantería de marina cuyos miembros eran capaces tanto de navegar como de combatir.6 El propio Miguel de Cervantes fue miembro de un tercio de armada y, como tal, habría adquirido experiencia y habilidades marineras durante sus años de servicio. Las calidades y capacidades de las dotaciones de remeros definían la utilidad de las galeras. Las escuadras cristianas, al depender de esclavos y de convictos para esta labor, funcionaban con un número relativamente reducido de tripulaciones disciplinadas, resistentes y hábiles. Eran cualidades que se ganaban tras años de ejercicio: igual que otras marinas de guerra tácticamente superiores de la historia, la Armada tenía que mantenerse activa para conservar su pericia marinera. El Imperio otomano, que contaba con enormes recursos humanos para obtener remeros –estos servían en las galeras durante un verano, en una especie de servicio fiscal, el kürekçi azäp–, fletaba una armada muy numerosa pero inferior en lo táctico. Los detallados registros de la campaña naval de 1539 muestran que entonces se movilizaron unos 23 538 campesinos de esta forma.7

Los planes y despliegues de los comandantes cristianos estaban regidos por la prudencia y por un respeto reticente hacia un enemigo poderoso, pero algo torpe. La posibilidad de alcanzar un triunfo final, igual que la de una derrota total, era intrínsecamente remota. Era muy improbable que los comandantes de lo que era, en esencia, una colección de escuadrones de gran calidad y movilidad de Nápoles, Sicilia, Malta, Florencia, Génova, Saboya, el papado y España decidieran enfrentarse a una gran flota enemiga no muy hábil pero sí poderosa. La batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) fue un gran choque en un siglo de confrontación y hostilidad casi continuas. En 1538 estuvo a punto de suceder otro combate similar, en las aguas frente a Préveza. Igual que sucedió en «la batalla naval» (como acabó por conocerse la propia batalla de Lepanto), aquel fue –o más bien habría sido, ya que no pasó de pequeña escaramuza– un enfrentamiento entre una armada de la Liga Santa cristiana y la flota otomana en los últimos estadios de la estación de campaña (27 de septiembre de 1538). Este tipo de encuentro solo fue plausible cuando Venecia, cuyas numerosas galeras eran impulsadas por remeros milicianos, formó parte de una alianza o «confederación» cristiana. Además, fue necesaria una conjunción diplomática muy poco habitual, incluso extraordinaria, para que los líderes de la Serenísima se convencieran de que la guerra contra el turco era lo que más les convenía.8

Las batallas navales eran, por tanto, intrínsecamente improbables, por mucho que ocuparan una posición dominante –incluso excelsa– en las respectivas expectativas culturales relacionadas con la actividad bélica y en los anhelos de los monarcas cruzados o de los sultanes ghazi.9 En otras palabras, podría decirse que, en la gran mayoría de los años, el enfoque general de la lucha estuvo mediatizado por la potencia que defendía con más ahínco su neutralidad. Cuando Venecia y su gran flota (de unas 120 galeras en 1520 y de alrededor de 113 en 1571, incluyendo algunas galeazas) no participaban activamente en la lucha, era imposible imaginar que las demás escuadras cristianas pudieran enfrentarse a las enormes escuadras enviadas por Constantinopla.10 Sin embargo, la política general de neutralidad de la república veneciana suponía un serio menoscabo cuando participaba en una guerra. El conflicto significaba la movilización súbita de un gran número de hombres con escasa o nula experiencia –y lo que era todavía más importante, sin inmunidad biológica– en las condiciones de vida brutalmente insalubres de aquellos buques de guerra que eran a la vez prisiones. La disentería, las fiebres y las epidemias asolaban a las tripulaciones nuevas cuando estas se instalaban en una galera. A lo largo del verano de 1571, los capellanes de las galeras venecianas se negaron en repetidas ocasiones a administrar los últimos sacramentos a los remeros moribundos, pues preferían huir de los apestados cascos.11 En los años en que Venecia operó junto con las demás escuadras cristianas (1537, 1538, 1570, 1571 y 1572), la mayoría de los demás comandantes aliados expresaron profundas reservas acerca de las cualidades marineras de los buques fletados por la Serenísima República de San Marcos. En 1570-1572, Felipe II actuó dando por sentado que la Marina veneciana podría navegar hasta, tal vez, Rodas o Eğriboz (Calcis o Eubea). Se opuso de forma categórica a que sus comandantes se aventurasen con ella en una misión hacia Chipre cuando ya se acercara el final de la estación de campaña, e incluso concretó la fecha en la que debían dar media vuelta. Desde un punto de vista práctico, Lepanto fue un triunfo vacuo, una batalla librada al final de la estación de campaña por dos armadas necesitadas de reparaciones y desesperadas, en la que la mayoría de las galeras apenas tuvo la más mínima iniciativa táctica. Es innegable que fue la culminación de una campaña sobre la que los comandantes de ambos bandos ya habían dejado plasmadas sus reservas.12

Casi todas las campañas principales estuvieron marcadas por la sensación patente de que aquellas guerras tan costosas daban muy magros resultados para los intereses de los dos principales protagonistas, los Habsburgo de Madrid y los otomanos de Constantinopla. Las posiciones por las que se luchó (Corón, Mahdía, Trípoli, Malta, La Goleta, Túnez, Los Gelves, la cadena de pequeños fuertes que salpicaban la costa norteafricana, e incluso Chipre y Creta) albergaban economías bastante limitadas, cuyas élites dirigentes locales conservaron una gran influencia en ellas; de hecho, esto continuó incluso cuando fueron obligadas a exiliarse.13 Por distintas razones, las fortalezas de territorios fronterizos como Grecia, Chipre y el norte de África tendían a ser deficientes en algún aspecto significativo. En 1532, las fuerzas de Carlos V se apoderaron de Corón, pero lo abandonaron dos años después, cuando fue evidente que el riesgo que correría la armada que intentara socorrer la plaza en caso de ataque enemigo era demasiado alto. En 1538 se conquistó Castelnuovo di Cattaro, pero se perdió al verano siguiente después de un asedio brutal, durante el cual Venecia permaneció neutral. Este posicionamiento resultó paradójico y debió ser una gran decepción para sus aliados, ya que el propósito explícito de la Liga Santa reunida por el papa Pablo III (1534-1539) había sido ayudar a la República de San Marcos tras el ataque otomano sobre Corfú, en 1537. La ciudad tunecina de Mahdía («África» en las fuentes de la época) se tomó en 1550 y fue destruida y abandonada en 1554. Trípoli siguió un proceso similar: no se intentó socorrer su fuerte cuando la gran flota otomana de Sinan Pachá y Turgut Reis le puso cerco en agosto de 1551. Por otro lado, debe reconocerse que este episodio, como muchos otros, fue muy controvertido en aquel momento. Se alzaron graves acusaciones (en apariencia fundadas) contra los comandantes hospitalarios que, se decía, no habían cumplido con su deber de proteger el fuerte con honor. Gaspard de Vallier se rindió tras solo seis días de bombardeo y aceptó la oferta enemiga por la que les dejaban el paso libre a él y sus caballeros, aunque dicha oferta no incluía a los soldados subalternos. Los documentos que nos han llegado acerca del estado del puerto, la muralla y la ensenada son poco claros o contradictorios y puede que el envío de una fuerza de socorro hasta aquel enclave fuera casi imposible.14

Las tareas operacionales (alimentar, vestir y armar a las guarniciones; almacenar municiones, alimentos y líquidos; contratar buques de carga; conseguir velas, toldos, botas y materiales de construcción; enrolar arquitectos, ingenieros, albañiles, soldados y remeros) resultaban tan difíciles como decisivas en los momentos clave. Estar preparados para la guerra era tener media batalla ganada. Aunque tal vez sea obvio que una guarnición no podría oponer una resistencia determinada sin agua o armamentos, no suele apreciarse que la industria armamentística de la época era, al parecer, bastante limitada –desde luego, sus dimensiones son una buena razón para dudar que hubiera una «revolución militar» en el siglo XVI–; además, los momentos de crisis habrían exacerbado los problemas de adquisición y suministro de las armas. Fernand Braudel comparó las flotas de los primeros años de la década de 1570 con ciudades flotantes: la mera labor de alimentar a fuerzas de aquellas dimensiones fue un gran logro logístico solo posible gracias a una sucesión de buenas cosechas. En esos años, Nápoles y Sicilia alimentaron «al equivalente de una ciudad entera de soldados y marinos, todos ellos con un gran apetito».15 Los Estados no mediterráneos, desde luego, no podían imaginar por entonces operaciones de aquella escala: parece que Lepanto fue la mayor movilización de recursos humanos en el mar hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918), incluso aunque juzguemos que la cifra estimada de 91 000 hombres a bordo de la armada de la Liga Santa es una exageración notoria.16 Sabemos que la célebre campaña de Solimán contra Viena en 1529 multiplicó por veintisiete el precio del grano en Hungría y los Balcanes entre agosto y noviembre, así que otras expediciones debieron afectar de modo similar a los mercados. En otras palabras, la relación entre la economía civil y las demandas de los ejércitos era muy tensa. Los materiales de construcción, por ejemplo, a veces escaseaban. Una de las primeras cosas que hizo la guarnición de Carlos V en La Goleta, tras su conquista en 1535, fue desmantelar parte del acueducto existente para utilizar la piedra con otros propósitos. Este acto, seguramente, no la congració con las comunidades locales que dependían de dicho conducto para abastecerse de agua.17

La conquista de la ciudad de Mahdía según un grabado coloreado del Civitates Orbis Terrarum (1575) de Georg Braun (1541-1622) y Frans Hogenberg (1535-1595). National Library of Israel, Jerusalén

Los estrategas más astutos y mejor informados tendieron a subrayar el valor de la paz entre los dos grandes imperios mediterráneos, pues percibieron que los Habsburgo españoles y los otomanos tenían poco que ganar y mucho que perder. Es cierto que Andrea Doria, Gian Andrea Doria y Felipe II pensaban que el mejor planteamiento era utilizar los escuadrones en el Mediterráneo occidental, una elección pensada para proteger el comercio y las localidades costeras y para mejorar la operatividad de las galeras. Hubo importantes esfuerzos para evitar la guerra. Se firmaron acuerdos de paz entre su majestad católica (primero Carlos V, luego Felipe II) y los sultanes Solimán y Murad III (1574-1595) en, respectivamente, 1545 y 1578. Sin embargo, conviene recordar que, en la tradición islámica, estos tratados se interpretaban como actos de sumisión y, por ello, los registros otomanos afirmaban que los Habsburgo se habían sometido a la majestad mundial del padichá (los cristianos ofrecían un presente y enviaban un embajador a Constantinopla, y el sultán figuraba en primer lugar en el texto del acuerdo).18 Después de los tratados de 1545 y de 1578, el problema residió en el mantenimiento de la paz. Las instituciones dedicadas a las razias o a la guerra santa –los corsarios ghazi de Argel, de Túnez (a partir de 1574) y de Trípoli (desde 1551), y los corsarios cristianos de Malta y Florencia– estaban decididas a reanudar la contienda, sobre todo porque de ella dependían sus privilegios y su estatus. Como ha observado Juan F. Pardo Molero, cuando se rompió la tregua entre Madrid y Constantinopla, en 1550, hubo grandes celebraciones en Argel, donde los corsarios (en esencia, piratas con patentes oficiales) vieron legitimadas sus actividades de nuevo.19 Sin embargo, la lucha de los aproximadamente cinco años siguientes demostró lo poco que las dos «grandes potencias» podían ganar de aquello. En primer lugar, la defensa de Trípoli en 1551 fue un episodio vergonzante (vid. supra) y, poco después, Gozo sufrió un saqueo brutal: alrededor de cinco mil súbditos del reino de Sicilia fueron apresados y deportados después de que el gobernador del fuerte se rindiera mansamente a la flota otomana.20 Mahdía (en Túnez) resultó en extremo costosa de conquistar y luego de conservar. Resulta curioso que Carlos V tuviera que cursar las ordenes de abandonar y destruir esta última posición al menos dos veces para que se cumplieran.21

LA SAGRADA PAZ: LA POLÍTICA INTERNACIONAL Y EL COMPROMISO CON LA GUERRA SANTA

Las causas que obraban contra el interés de «las grandes potencias» son objeto de debate. Tras la espectacular conquista por Selim del vasto imperio de los mamelucos egipcios, en 1517-1518, se enfrentó al problema de cómo justificar su autoridad sobre las grandes poblaciones árabes de Oriente Medio. Especialistas como Halil İnalcik, Colin Imber, Svatopluk Souček, Gülru Necipoğlu y Marc David Baer han demostrado que, para conseguirlo, Selim asumió el liderazgo de la comunidad musulmana como «la Sombra de Dios en la Tierra», presentándose como califa y, por tanto, como el defensor de los dominios del islam. Al engarzar su soberanía en la tradición islámica, los otomanos dieron un gran paso para conseguir el califato y el liderazgo de la comunidad musulmana (Ummah).22 Al mismo tiempo, se comprometieron a apoyar a los bandidos del mar o corsarios que operaban en la frontera de los Dominios de la Guerra (el Dar al-harb en preceptos islámicos, el mundo no islámico). Cumpliendo con dicho papel, Selim y Solimán proporcionaron apoyo material decisivo a los hermanos corsarios Aruj Reis y Jeireddín Barbarroja, que integraron Argel en el imperio en 1516 (por un tiempo) y en 1529 (de forma ya definitiva).23 Como protectores de los territorios del islam, los sultanes otomanos estaban obligados a protegerlos a ellos y a sus pueblos de las incursiones y ataques exteriores, con especial énfasis en la protección de los peregrinos musulmanes.

Carlos V y sus sucesores asumieron una obligación algo parecida en su compromiso con la Santa Sede, la Iglesia de Roma. En 1529, el papa Clemente VII sancionó la incorporación del importantísimo reino de Nápoles a la corona de Aragón (parte de la Monarquía Hispánica).24 El reino continuó siendo feudatario del papa, y Carlos V y sus sucesores hicieron promesas de servir a la Santa Sede en sus guerras contra los protestantes y los infieles, así como de nunca tolerar como súbdito a ningún hereje. Nápoles, que era uno de los territorios más ricos de Europa, desempeñaba un papel militar y naval crucial en el imperio de Carlos V. Al año siguiente, Malta, Trípoli y Gozo fueron concedidos por Carlos V a la Orden de los Caballeros del Hospital de San Juan de Jerusalén (también conocidos como los caballeros de Malta, los caballeros de San Juan o los hospitalarios). Estos territorios (el marquesado de Gozo) continuaron formalmente siendo parte del reino de Sicilia (de ahí la controversia, antes mencionada, en torno a la rendición de los fuertes de Trípoli y Gozo en 1551), aunque los hospitalarios actuaban con gran libertad de acción.25 En otras palabras, en 1529-1531, Carlos V fue investido rey de Nápoles y acogió a los hospitalarios en Malta como «súbditos». En adelante, ni él ni sus sucesores pudieron hacer gran cosa para embridar o controlar a los caballeros de San Juan de Jerusalén, por mucho que los hospitalarios lanzaran incursiones en Levante casi todos los años de los que se conservan registros. Tan pronto recibieron Malta, los hospitalarios, como si intentaran dejar claras sus intenciones, protagonizaron un ataque de una violencia horrenda contra la ciudad griega de Modón, en 1531, que culminó en una masacre y en la destrucción deliberada de edificios (algunos de ellos, tal vez elegidos de forma intencionada por pertenecer a instituciones de caridad islámicas). Las grandes ofensivas otomanas de 1565 (el fracasado asedio de Malta), Chipre (atacado en 1570 y conquistado al año siguiente) y Creta (1645-1669) fueron provocadas por incursiones de destrucción gratuita por parte de los caballeros de Malta en territorios islámicos. Los Habsburgo de Madrid y los otomanos de Constantinopla, obligados por los compromisos que habían asumido en defensa de la Santa Sede y del islam, se vieron forzados a apoyar a instituciones dedicadas a la confrontación entre sus respectivas civilizaciones.26

Melita Insula, quam hodie Maltam uocant (1551), mapa de Antonio Lafreri (1512-1577). Bibliothèque nationale de France, París

LA GEOGRAFÍA ESTRATÉGICA, LOS IMPERIOS Y LA GALERA MEDITERRÁNEA

Una tendencia reciente de la historiografía bélica es subrayar la dimensión operacional de la lucha, la «geografía estratégica» de la guerra: estudiosos como Lorraine White y Guy Rowlands han demostrado cómo los ríos, las carreteras o la lluvia han conformado las contiendas tanto como los armamentos, las fortificaciones o las tácticas.27 Este enfoque suele restar fuerza a la idea de que hubo una «revolución militar» en el siglo XVI, al argumento de que las armas de fuego transformaron el arte de la guerra, hicieron al Estado (en esencia, al gobierno central) mucho más potente e incrementaron su autoridad respecto a la situación anterior. Frente a esto, se hace hincapié en los factores operacionales (la logística y las conexiones de transporte; las carreteras y la arquitectura portuaria; la lluvia y los cursos fluviales; los pastos y los tipos de suelos), las obligaciones contractuales y «el negocio de la guerra». Las ambiciones de los cristianos estaban conformadas –y muy limitadas– por el doble uso de las escuadras de remo, por su función de conexión de España con Italia, o de Venecia con su imperio marítimo –el stato da mar– en el mar Jónico, en el Egeo y en Levante. Los comandantes a las órdenes de Madrid y de Venecia advirtieron en repetidas ocasiones a sus superiores sobre la posibilidad de que la pérdida de sus armadas condujese a la renuncia forzosa de sus dominios en ultramar. En julio de 1528, en la dramática cúspide de las guerras entre los Habsburgo y los Valois por Nápoles, lo que preservó este reino para Carlos V fue la decisión de Andrea Doria, contratista genovés, de ponerse de su lado y abandonar a Francisco I de Francia (1515-1547) y sus ambiciones en la Italia meridional. Las galeras de Doria, que operaban sobre todo como transportes de tropas y suministros, resultaron decisivas en una campaña mediatizada por el abastecimiento y las comunicaciones de los ejércitos y marcada por el rápido colapso sanitario del ejército francés. En aquel momento, Doria y sus capitanes validaron la máxima de que quien controle el mar será dueño de la tierra.28 Estos contratistas (asentistas o condottieri) genoveses comandaban embarcaciones anfibias que operaban con unidades de infantería de marina (tercios de armada) y ofrecían a Carlos V y a sus estrategas una gama de capacidades combinables: no solo luchar contra otros buques, darles caza o bombardear posiciones costeras, sino también navegar a vela, o a remo en los periodos de ausencia de viento (las calmarías) del verano. Los buques de remo eran muy efectivos, y a menudo decisivos, en un teatro de operaciones caracterizado por los imperativos logísticos (en el que con frecuencia resultaba muy difícil proveer de comida y bebida a las tropas) y por unos condicionamientos geográficos que complicaban el uso del mar para el abastecimiento de las fuerzas de tierra.29

Retrato de Andrea Doria (1598). Grabado de Crispijn van de Passe el Viejo (1564-1637). Rijksmuseum, Ámsterdam

Los Habsburgo españoles no olvidarían la lección aprendida en 1528, justo en el momento más cercano al eclipse. Si Carlos V y sus sucesores querían conservar su transnacional monarquía cristiana, necesitaban galeras para comunicar España con Italia. Las escuadras de remo funcionaban como un puente entre Cádiz y Sevilla y los grandes enclaves militares de Nápoles, Milán y (por extensión) Flandes. Para Venecia, la preservación de sus líneas de comunicación con Cefalonia, Zante, Corfú, Chipre (hasta 1571) y Creta (hasta 1645) era igual de importante. Estas islas eran cruciales desde el punto de vista militar (actuaban como diques que impedían la expansión otomana) y por cuestiones de prestigio (Chipre era una corona real, que había sido conquistada, en circunstancias extraordinarias, por el cruzado Ricardo Corazón de León en 1191), así como puestos avanzados que protegían el lucrativo comercio marítimo de la Serenísima en Levante. La república genovesa también dependía de las comunicaciones marítimas: por mar fluían hacia ella provisiones, materias primas, mercancías y plata desde España, Nápoles, Sicilia y el norte de África. Por esta razón, Génova también se sirvió fundamentalmente de buques de guerra de remo durante los siglos XVI y XVII.30

Las galeras eran vitales para los gobernantes de Madrid, Constantinopla, Venecia y Génova, pero no solo porque patrullaban las rutas marítimas y protegían las costas, sino también porque eran capaces de transportar a dignatarios, transmitir comunicaciones y transbordar unidades militares y abastecimientos a través del mar sin olas ni viento en el verano. Era necesario proteger a los barcos de alto bordo de los ataques y –lo de verdad crucial– de sus propias carencias y limitaciones: los galeones, las carracas y los cargueros con frecuencia eran remolcados para entrar o salir de los puertos, y había que tirar de ellos en los periodos de calma del verano. De hecho, los buques sin remos solían ser remolcados hasta una distancia considerable de los puertos para prevenir el riesgo de que los vientos o ráfagas desfavorables los empujaran a la costa. El impacto de las novedades tecnológicas relacionadas con la navegación que surgieron en el cinquecento ha llegado a exagerarse hasta extremos ridículos. Las ventajas que las nuevas velas latinas (de forma triangular) ofrecían a los barcos se veían gravemente cercenadas en la realidad por falta de suficiente marinería: las tripulaciones casi nunca tenían el número de hombres necesario para manejar estos nuevos diseños de velas y mástiles. La galera mediterránea conservaba numerosas ventajas tácticas frente a los galeones, las carracas, los bertoni y otros tipos de buques de alto bordo. Además, el valor simbólico de las galeras como materializaciones del prestigio y el poder de sus príncipes también era un factor significativo a su favor.31

Los «Estados transnacionales» y los escuadrones de galeras mediterráneas

En los últimos veinte años, los historiadores han cuestionado las antiguas concepciones sobre las dos grandes potencias del Mediterráneo, qué eran y cómo funcionaban. Los viejos modelos, basados en el concepto de Turquía y España como Estados dominantes, han sido en gran medida abandonados, aunque conservan su influencia en algunos círculos. Sin embargo, la noción tradicional continúa conformando la mayor parte de los análisis sobre las formas de organización naval, las tácticas y los objetivos estratégicos. Dicha noción sostiene que, cuando Constantinopla y Madrid decidieron que sus intereses residían en otras regiones, el Mediterráneo fue abandonado, en parte porque el sistema de combate empleado había fracasado. Esto sucedió alrededor de 1580 y estuvo motivado, según expuso John F. Guilmartin Jr en un estudio clásico, por la percepción de que la galera mediterránea, una vez alcanzado el límite posible de su evolución, era intrínsecamente ineficiente como instrumento de guerra en el contexto del rápido crecimiento de las dimensiones de los enfrentamientos bélicos iniciado a partir de 1530.32 En tiempos más recientes, se ha expuesto que estos imperios dependían de un flujo casi constante de tráfico marítimo para la circulación de recursos vitales. Por ello, era imposible que estas grandes potencias pudieran prescindir del Mare Nostrum: las conexiones entre Constantinopla y sus territorios árabes y las de España con sus grandes bastiones militares en Italia y en Europa septentrional (los contemporáneos hablaban del Camino Español que iba de Milán a Bruselas) eran el eje de sus respectivas formas de autoridad política y de su organización militar. Su implicación en el Mare Nostrum continuó siendo alta. Los enfrentamientos mantuvieron su intensidad en las décadas de 1590 y de 1600, mucho más que en el mundo atlántico, donde figuras como sir Francis Drake comandaban fuerzas que no solo eran mucho más pequeñas que las del Mediterráneo, sino mucho menos avezadas y veteranas en combate.33

El Imperio otomano y el islam: un «imperio de diversidad»

Como hemos mencionado antes, la conquista de enormes extensiones de territorios árabes en 1517-1518 cambió la propia naturaleza del Imperio otomano. Los sultanes del palacio de Topkapi, como «sombras de Dios sobre la Tierra», llegaron a asumir diversos deberes, en especial la defensa de los peregrinos y la custodia de los lugares sagrados del islam (Hiyaz).

Además, el Imperio otomano movilizaba los recursos militares, financieros, navales y humanos de sus numerosos estados: la antigua tendencia a denominarlo Turquía o Imperio turco ha dado paso, de forma sostenida, a enfatizar en sus características y cualidades multinacionales. Egipto, por ejemplo, desempeñaba un papel vital en el imperio transnacional de los sultanes del palacio de Topkapi: el gobierno imperial, no solo recibía enormes contribuciones financieras del gobierno de El Cairo y Alejandría, sino que muchos de los peregrinos que iban camino de La Meca y Medina pasaban por esas ciudades en su ruta hacia la Tierra Santa (actual Arabia Saudí).

Egipto, pues, no era solo de gran importancia financiera y militar para la suerte del imperio, sino que también tenía un papel clave en la proyección política y cultural de los sultanes, es decir, en las formas que estos empleaban para legitimar y justificar su dominio sobre aquella vasta colección internacional de estados y pueblos. Asimismo, Egipto también servía para otros fines, al estar gobernado según los ideales que daban forma a la política imperial. El sistema otomano, que bebía de una notable tradición intelectual heredada de los imperios euroasiáticos de los milenios anteriores, procuraba la circulación de los recursos para evitar las hambrunas, aliviar las penurias y aprovechar al máximo las oportunidades. Los camellos y los caballos purasangre se llevaban de los desiertos de Arabia a Hungría o a Argel, donde eran fundamentales tanto en la economía de los tiempos de paz como en las campañas militares. A cambio, La Meca y Medina recibían grano de Egipto, madera de los bosques de las orillas del mar Negro y metales preciosos y artesanos de la propia Constantinopla (el embellecimiento de las grandes mezquitas de La Meca y Medina fue clave en la proyección del prestigio y la autoridad otomana dentro de la comunidad musulmana). Como ha subrayado Rhoads Murphey, las campañas militares otomanas en las fronteras más distantes dependieron de un encomiable nivel de preparación y planificación. La previsión y la supervisión administrativas eran herramientas cruciales del imperio. Sus administradores planificaban las entregas a las guarniciones y los ejércitos y monitorizaban un complejo sistema militar multinacional cuya base fundamental (durante los siglos XV y XVI) descansaba en la movilización de los oficiales de caballería feudatarios, los timariots (cada uno al cargo de un timar). Sin estos complejos dispositivos administrativos, a Solimán I le habría sido imposible emprender campañas en las lejanas e inhóspitas fronteras de Irak o Hungría.34

Las operaciones navales no fueron de menor entidad o alcance. Desde 1534, la flota otomana se mantuvo activa en el Mediterráneo central, efectuando con frecuencia incursiones en las costas del Tirreno. En 1543-1544, la escuadra de Solimán efectuó una célebre invernada en Tolón. En 1558, se precipitó sobre Ciudadela, en Menorca, y, dos años después, sorprendió en mayo a la fuerza expedicionaria cristiana en Yerba (Los Gelves en la documentación cristiana). La decisión de mayor alcance que tomó Felipe III de España (1598-1621) debe entenderse en relación con la amenaza que representaba la «armada del Turco». La expulsión de los moriscos de España tuvo lugar a partir de otoño de 1609 y estuvo motivada por el temor al resurgimiento de la amenaza otomana después de los éxitos de Murad Pachá en el campo de batalla contra las rebeliones yelalis en Anatolia, en 1608. El Consejo de Estado español recibió, el 4 de abril de 1609, un informe procedente de Constantinopla que afirmaba que una flota otomana de ciento treinta naves zarparía pronto con la intención de atacar los territorios cristianos. Este despacho tuvo una importancia capital, ya que movió al Consejo a recomendar al rey la expulsión de los «cristianos nuevos» de sus dominios. Alrededor de trescientos mil moriscos fueron deportados de Valencia, Cataluña, Murcia, las islas Baleares y otras regiones ibéricas a lo largo de los cinco años siguientes.35 Otros doce mil murieron en rebeliones y durante el proceso de expulsión.

La «monarquía transnacional» de los Habsburgo de Madrid

Constantinopla, por tanto, funcionaba como el centro de un sistema imperial que buscaba coordinar y compartir recursos de todo tipo para el beneficio de sus muy distintos y dispares pueblos. Los ejércitos otomanos estaban en el extremo final de un sofisticado sistema de suministro cuyas redes llegaban a afectar a la economía de innumerables poblaciones. La monarquía española también dependía de la circulación constante de hombres, dineros, provisiones, animales, armamentos y tecnología. Especialistas en historia fiscal y de los desarrollos administrativo-militares, como Aurelio Musi, Giovanni Muto, Giulio Fenicia, Antonio Calabria, Mario Rizzo, Davide Maffi y Óscar Recio Morales han insistido en el alto grado en que la Monarquía Hispánica dependía de sus territorios y pueblos italianos y flamencos.36 Según expone el doctor Maffi, Milán, Nápoles y Flandes eran, junto con Castilla, los cuatro pilares de la «monarquía transnacional de los Habsburgo de Madrid».37 Paradójicamente, algunos territorios ibéricos (Cataluña, Valencia, Murcia y las Baleares) eran mucho más débiles desde el punto de vista militar que sus equivalentes de Italia y Flandes. Los puestos avanzados del norte de África, Orán-Mazalquivir (a partir de 1509), Melilla, Ceuta (que era una posesión portuguesa), Larache (desde 1610) y La Mamora (actual Mehdía, conquistada en 1614) también dependían de la circulación de soldados, armas, despachos, dineros y provisiones, pero dicho tráfico no era unidireccional. Beatriz Alonso ha detallado la forma en que la base de Orán servía para canalizar un trigo que tuvo una importancia vital en el sistema logístico español a lo largo de los siglos XVI y XVII.38 Los «moros de paz» vendían grano a funcionarios que lo enviaban a España, y que no solo fue clave para la economía de regiones como Murcia, Valencia y Cataluña en tiempo de paz, sino que también abasteció a los ejércitos de la Corona española en años de escasez. Como ha señalado Manuel Lomas Cortés, las galeras representaron un papel fundamental en estas operaciones. Ellas remolcaban los convoyes hasta las fortalezas de Berbería y los protegían de los piratas que, aunque resulte extraño, zarpaban de otras ciudades del norte de África para intentar interceptar a estos envíos y otros cargamentos.39 En el setecientos, un nuevo tipo de buque, el barco largo o longo, surgió para dar respuesta a los retos de la Monarquía Hispánica en sus comunicaciones con las Azores, las Canarias y sus puestos avanzados en Argel y Marruecos. La gran ventaja de este tipo de embarcación, que aunaba vela y remos, era que podía ser manejada por tripulaciones bastante reducidas y, a la vez, disponía de un área bastante grande para la carga.40

Los historiadores recientes han expuesto de un modo convincente que tanto el Imperio otomano como la Monarquía Hispánica eran «imperios de diversidad» (parafraseando a Karen Barkey): imperios bastante tolerantes; exitosos en la integración de numerosos pueblos en sus complejos sistemas administrativos; caracterizados por un «absolutismo arbitrado» en el que el centro y la periferia sostenían sutiles debates en torno a sus respectivos deberes y derechos, y dirigidos por élites internacionales que formaban redes de influencia extendidas por varios continentes.41 Los antiguos estereotipos de la «leyenda negra» y los tópicos románticos, que los veían como gobiernos intolerantes y autoritarios, antecedentes de las dictaduras militares del siglo XX, han sido cuestionados y, en gran medida, descartados. En su lugar, los historiadores actuales postulan que eran imperios complejos y multinacionales, aunque algunos siguen fieles a la teoría de la «revolución militar» e ideas asociadas a esta, como las de las «superpotencias» y la «hegemonía militar». Sin embargo, esta tendencia a valorar de forma más optimista la Monarquía Hispánica y el Imperio otomano todavía no ha puesto al día la antigua percepción negativa de su buque principal, la galera. Esta revisión es ya muy necesaria.

TÁCTICAS MEDITERRÁNEAS: GALERAS Y FORTALEZAS

En sus reportes sobre las flotas y escuadras de galeras, los espías, agentes, embajadores y capitanes proporcionaban descripciones muy sencillas: se trataba de buques de guerra de remo que calificaban de buenos o malos, débiles o fuertes, y los admiraban o despreciaban sin muchas contemplaciones. Estos juicios se basaban en el ritmo del golpe de los remos: las galeras demostraban la forma física, la técnica y la salud de sus tripulaciones en el movimiento coordinado de sus «piernas» o «pies». Una galera en buenas condiciones era una criatura muy distinta de otra en mala forma.

No hay duda de que los escuadrones de los buques de remo eran un entorno insalubre, aunque debemos ser algo escépticos ante afirmaciones como que el hedor transportado por el viento anunciaba su presencia a millas de distancia. En realidad, los demás ámbitos de la actividad castrense eran, tal vez, casi igual de sórdidos y degradantes. Los soldados sedientos, desnutridos y expuestos a temperaturas extremas (abundan las referencias a temperaturas nocturnas heladoras, aunque las relaciones de este tenor pueden haber sido exageraciones de administradores y cronistas con facilidad para el drama) resultaban presa fácil de la enfermedad. Un estudio sobre los galeotes franceses durante la segunda mitad del siglo XVII concluye que hasta la mitad de ellos moría durante el cumplimiento de su condena.42

Galeras en el mar Mediterráneo (1697). Grabado de Jan Luyken (1649-1712). Rijksmuseum, Ámsterdam

Sin embargo, los remeros que seguían con vida pronto llegaban a ser muy fuertes y atléticos.43 Además, la técnica de la boga significaba que se convertían en operativos mucho más efectivos. La tarea del remero depende tanto de la habilidad como de la potencia física, ya que la coordinación colectiva de las tripulaciones es clave para mantener el equilibrio y la velocidad de la nave en su desplazamiento. El ritmo de la boga es hoy día el factor decisivo en los equipos de remo deportivos. Tanto Andrea Doria como su pariente lejano y sucesor, Gian Andrea Doria (activo entre 1560 y 1601, gran almirante o capitán general del Mediterráneo desde 1584), estaban obsesionados por el «orden» de sus tripulaciones, queriendo significar la habilidad de 164, 244 o incluso 340 hombres (la última cifra, en el caso de los buques insignia, las galeras capitanas) de trabajar a la vez. Un remero veterano –después de, digamos, cinco años de servicio– no era solo un individuo mucho más fuerte físicamente que otro todavía en su primer año en galeras, también era mucho más resistente a las enfermedades que infestaban estos buques prisión y más hábil y coordinado en el uso del remo. Estas cualidades lo hacían mucho más útil que un nuevo galeote. Además, las tripulaciones más grandes eran, de hecho, más efectivas que las menos numerosas, siempre que se tratara de remeros hábiles, fuertes y ya acostumbrados a las durezas del mar y a sus numerosos padecimientos y fiebres (de estas, tal vez el tifus era la que causaba mayor mortalidad). Por extensión, un buque de guerra impulsado por 240 remeros veteranos (lo que se solía llamar una «galera reforzada») tenía un desempeño mucho mejor, en cualquier circunstancia, que otro movido por 164 reclutas bisoños.

En estas implacables condiciones de vida, dar caza a otros buques de remo era una tarea desagradecida. Las galeras capitanas, que eran los barcos de mayor manga y eslora, con dotaciones de hasta 340 remeros, serían las que iniciarían la persecución. Una galera ligera o galeota, del tipo habitualmente empleado por los corsarios con base en Argel y Túnez, solía tener una tripulación de entre 160 y 220 remeros. Hay que destacar que la descripción o clasificación de navíos y barcos era bastante fluida y, a su vez, el mismo navío se describe como galeota o galera. Mientras que una galera típica tenía de 18 a 22 filas o bancadas de remeros, las galeotas, por lo general más estrechas, solo tenían entre 12 y 18 filas y un número menor de remeros por bancada. Las galeotas prescindían de todos los cañones, armamento y equipo innecesarios. Si un grupo de galeras perseguía a un escuadrón de galeotas, los capitanes de estas dirigirían sus naves a remo contra el viento o la brisa dominante, con la esperanza de que la potencia de sus remos y su relativa ligereza las permitieran escapar. En el grupo perseguidor, el propósito era situarse a barlovento de los buques más ligeros. Cuando se consiguiera este objetivo, los grandes buques desplegarían sus velas y darían caza a los corsarios: las galeras de mayor tamaño, de mayor manga y altura en los costados, mástiles más altos y gruesos y tripulaciones más numerosas, eran mucho mejores navegando a vela que las galeotas. También estaban mucho mejor armadas, aunque no conviene exagerar la importancia de este factor. En realidad, incluso las galeras más grandes apenas llevaban un puñado de cañones en proa, armas que, en la mayoría de los casos, solo lograban disparar dos o tres veces durante la aproximación a un buque enemigo. Al llegar a ese punto, la lucha continuaba en un intenso combate cuerpo a cuerpo.

LOS PATRONES CLIMÁTICOS Y LA GUERRA NAVAL: LA «GEOGRAFÍA ESTRATÉGICA» DEL MEDITERRÁNEO

Las altas temperaturas del verano mediterráneo generan brisas diurnas, y las temperaturas terrestres suben y bajan en el transcurso del día. Hoy, los pilotos de yate más hábiles saben dónde están esas brisas y cómo aprovecharlas. En el siglo XVI, esos vientos y corrientes de aire pasajeros propios de cada lugar eran clave en la navegación estival. Las tripulaciones avezadas los aprovechaban para desplazarse por las principales rutas del mar (es decir, a través de los estrechos pasos marítimos situados entre tierra firme y las islas, o a lo largo de las costas de Chipre, Creta y Sicilia). Con todo, en 1500 o en 1550, la preocupación por la seguridad llevaba a muchos pilotos de embarcaciones mercantes de vela a navegar a cierta distancia de la costa, y su principal problema era la relativa ausencia de vientos en junio y julio. Durante julio y agosto, es habitual que un sistema de altas presiones se instale en el Atlántico norte. Según observó John H. Pryor en un estudio clásico, este patrón climatológico resulta en la prevalencia de vientos o brisas del norte o del noroeste en el mar interior durante el verano; de esos vientos, es posible que el más célebre sea el mistral del golfo de León.44 Era, por tanto, bastante fácil navegar desde el noroeste del Mediterráneo hacia el sudeste, desde Cartagena o Barcelona hasta Argel o Túnez. El problema, como descubrieron numerosos pilotos, era navegar en contra de las brisas dominantes, es decir, volver a Sicilia partiendo de Túnez, o a España saliendo de Orán. Estos patrones atmosféricos eran, sin duda, una de las razones por las que la contratación de marinos mercantes para llevar provisiones hasta los puestos avanzados norteafricanos resultaba extremadamente cara. Un estudio reciente acerca de Sicilia y La Goleta durante las décadas centrales del siglo XVI ha sugerido que el coste de contratar los buques mercantes que se necesitaban era igual, o incluso mayor, al coste de mantenimiento de la propia guarnición que protegía el enclave.

Por razones similares, la navegación desde Constantinopla hacia el Mediterráneo occidental entrañaba grandes dificultades, circunstancia que amplía el mérito de las flotas otomanas por conseguir llegar al Tirreno en años como 1543 o 1558. En ambas ocasiones, la clave del éxito fue lanzar la expedición con la ayuda de las brisas primaverales, aprovechando los vientos del norte que soplan desde el mar Negro, y una miríada de vientos y suaves corrientes locales de la Morea y del Egeo que favorecían la navegación en marzo, abril y mayo. (Como ha demostrado el Dr. Souček, estas mismas condiciones ayudaron de nuevo a los comandantes otomanos muchas generaciones más tarde, cuando quisieron oponerse a las incursiones venecianas en la Morea y el Egeo, en las décadas de 1650, 1680 y 1690).45 Las campañas de esta suerte, que exigían zarpar de Constantinopla en marzo o primeros de abril, eran maravillas de planificación cuyos preparativos debían iniciarse con dos o tres meses de antelación. La llegada de la flota de Pialí Pachá a la isla de Los Gelves, el 11 de mayo de 1560, fue tanto una proeza operacional y logística como un éxito de navegación. El resultado fue la famosa victoria sobre la desorganizada y desmoralizada fuerza expedicionaria cristiana que se había preparado en el septiembre anterior y que había tenido que esperar durante muchos meses, en Sicilia y Malta, el cese de las adversas condiciones meteorológicas.