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Fernando Pessoa

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Beschreibung

El Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, es una obra fragmentaria, íntima y profundamente introspectiva que ofrece una mirada única al alma humana. Atribuido a su heterónimo Bernardo Soares, el libro reúne pensamientos, reflexiones y confesiones que abordan temas como la soledad, la identidad, el tedio existencial y la imposibilidad de encontrar sentido en el mundo. Sin una trama lineal, se construye como un diario interior que revela la sensibilidad de un hombre entregado a la contemplación y a la melancolía. Desde su publicación póstuma, El Libro del desasosiego ha sido considerado una de las cumbres de la literatura portuguesa y un testimonio esencial del pensamiento moderno. La prosa lírica y aforística de Pessoa convierte la lectura en una experiencia profunda y filosófica, donde cada fragmento es una ventana a la complejidad de la conciencia. La relevancia perdurable de esta obra reside en su capacidad de dar forma al vacío, al desconcierto y a la lucidez del individuo frente a la existencia. Lejos de ofrecer respuestas, El Libro del desasosiego invita al lector a habitar las preguntas, en un viaje silencioso y universal por las sombras del alma.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Fernando Pessoa

LIBRO DEL DESASOSIEGO

Título original:

“Livro do Desassossego”

Sumario

PRESENTACIÓN

LIBRO DEL DESASOSIEGO

LOS GRANDES FRAGMENTOS

PRESENTACIÓN

Fernando Pessoa

1888-1935

Fernando Pessoa fue un escritor y poeta portugués, ampliamente reconocido como una de las figuras literarias más importantes del siglo XX. Nacido en Lisboa, Pessoa es célebre por su obra multifacética y su creación de múltiples heterónimos, cada uno con su propia voz, estilo y visión del mundo. Su trabajo explora temas como la identidad, la fragmentación del yo, la metafísica y el sentido de la existencia. Aunque publicó en vida una cantidad limitada de sus textos, su vasta obra póstuma consolidó su lugar como uno de los grandes innovadores de la literatura moderna.

Vida temprana y educación

Fernando Pessoa nació en una familia de clase media. Tras la muerte de su padre, su madre se casó con un diplomático, lo que llevó a Pessoa a vivir en Durban, Sudáfrica, durante su adolescência. Allí recibió una educación británica, desarrollando una profunda familiaridad con la literatura inglesa. Regresó a Lisboa a los 17 años, donde inició estudios en la Universidad de Lisboa, aunque los abandonó pronto. A lo largo de su vida trabajó principalmente como traductor comercial y correspondal, lo que le permitió dedicar gran parte de su tiempo a la escritura.

Carrera y contribuciones

La obra de Pessoa es única por su uso de heterónimos: identidades literarias completas con biografías, estilos y filosofías distintas. Entre los más conocidos están Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Cada uno explora diferentes aspectos de la condición humana, desde el naturalismo contemplativo hasta la exaltación futurista o el estoicismo clásico. Su único libro publicado en vida bajo su nombre fue Mensagem (1934), una obra patriótica y mística sobre la historia y el destino de Portugal.

El Livro do Desassossego, atribuido a su semi-heterónimo Bernardo Soares, es considerado su obra maestra póstuma. Este texto fragmentario y reflexivo combina prosa lírica con meditación filosófica, expresando una visión melancólica y existencial de la vida. A través de una narrativa introspectiva y poética, Pessoa expresa la angustia del individuo moderno frente a la inconsistencia del yo y la imposibilidad de conocer la realidad última.

Impacto y legado

La obra de Pessoa fue radical para su tiempo, anticipando temas existenciales y posmodernos que solo serían plenamente desarrollados décadas después. Su exploración de la multiplicidad del yo influyó profundamente en autores como Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Italo Calvino. La complejidad filosófica de su obra, combinada con una claridad estilística sorprendente, lo convierte en una figura central del modernismo europeo.

Pessoa desdibujó las fronteras entre autor y personaje, realidad y ficción, pensamiento y emoción. Su enfoque fragmentario e introspectivo de la escritura refleja la inestabilidad del ser humano moderno y su constante búsqueda de sentido. A través de sus múltiples voces, ofreció un retrato polifónico del alma humana.

Fernando Pessoa murió a los 47 años, en 1935, debido a una cirrosis hepática. En el momento de su muerte, era poco conocido fuera de ciertos círculos literarios portugueses. Sin embargo, la publicación póstuma de sus manuscritos —contenidos en un célebre baúl con más de 25.000 páginas— reveló la amplitud de su genio. Hoy en día, Pessoa es considerado uno de los pilares de la literatura universal.

Su legado trasciende el ámbito literario: su visión sobre la identidad, el tiempo y la percepción resuena con las inquietudes contemporáneas. Pessoa legó al mundo una obra profundamente original, que continúa interrogando y fascinando a lectores, académicos y creadores de todo el mundo.

Sobre la obra

El Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, es una obra fragmentaria, íntima y profundamente introspectiva que ofrece una mirada única al alma humana. Atribuido a su heterónimo Bernardo Soares, el libro reúne pensamientos, reflexiones y confesiones que abordan temas como la soledad, la identidad, el tedio existencial y la imposibilidad de encontrar sentido en el mundo. Sin una trama lineal, se construye como un diario interior que revela la sensibilidad de un hombre entregado a la contemplación y a la melancolía.

Desde su publicación póstuma, El Libro del desasosiego ha sido considerado una de las cumbres de la literatura portuguesa y un testimonio esencial del pensamiento moderno. La prosa lírica y aforística de Pessoa convierte la lectura en una experiencia profunda y filosófica, donde cada fragmento es una ventana a la complejidad de la conciencia.

La relevancia perdurable de esta obra reside en su capacidad de dar forma al vacío, al desconcierto y a la lucidez del individuo frente a la existencia. Lejos de ofrecer respuestas, El Libro del desasosiego invita al lector a habitar las preguntas, en un viaje silencioso y universal por las sombras del alma.

LIBRO DEL DESASOSIEGO

PREFACIO POR FERNANDO PESSOA

Hay en Lisboa un pequeño número de restaurantes o casas de comida [en] las que, sobre un establecimiento con aires de taberna decente, se levanta un entresuelo con el aspecto pesado y doméstico de restaurante de ciudad sin tren. En esos entresuelos, poco frecuentados excepto los domingos, no es raro encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida.

El deseo de sosiego y lo conveniente de los precios me llevaron, en un período de mi vida, a acudir con frecuencia a uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tocaba cenar sobre las siete de la tarde, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no había llegado a interesarme, pasó poco a poco a despertar mi interés.

Era un hombre que aparentaba treinta años, delgado, más alto que bajo, exageradamente encorvado cuando estaba sentado, pero no tanto cuando estaba de pie, vestido con cierto desaliño no del todo descuidado. En la cara pálida y sin rasgos particulares se apreciaba un aire de sufrimiento que no le añadía interés, y era difícil definir qué tipo de sufrimiento indicaba ese aire — parecía indicar varios, privaciones, angustias, y aquel sufrimiento que nace de la indiferencia fruto de haber sufrido mucho.

Cenaba siempre poco, y acababa fumando tabaco de hebra. Se fijaba extraordinariamente en los presentes, pero no de manera sospechosa, sino con un interés especial; no los observaba como quien los investiga, sino como interesándose por ellos sin querer concretarles las facciones o detallarles las manifestaciones del carácter. Fue ese curioso rasgo el que primero me interesó de él.

Fui observándolo mejor. Comprobé que un cierto aire de inteligencia animaba de algún incierto modo sus facciones. Pero el abatimiento, la inmovilidad de la angustia fría, cubrían tan regularmente su aspecto que era difícil descubrir cualquier otro rasgo.

Supe accidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado de comercio, de una casa allí al lado.

Un día pasó algo en la calle, bajo las ventanas — una escena de pugilato entre dos individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron a las ventanas, y yo corrí también, lo mismo que el individuo al que me refiero. Intercambié con él una frase casual, y él me respondió en el mismo tono. Su voz era melancólica y trémula, como la de los niños que nada esperan, porque es perfectamente inútil esperar. Pero tal vez era absurdo dar esa importancia a mi colega vespertino de restaurante.

No sé por qué, desde ese día pasamos a saludarnos. Uno de aquellos días, en que nos acercó quizás la circunstancia absurda de coincidir los dos en ir a cenar a las nueve y media, iniciamos una conversación casual. En cierto momento él me preguntó si yo escribía. Le respondí que sí. Le hablé de la revista Orpheu, que acababa de aparecer. Él la elogió, la elogió bastante, y yo entonces me quedé realmente pasmado. Me permití hacerle notar que me extrañaba, porque el arte de los que escriben en Orpheu suele ser para pocos Él me dijo que a lo mejor él era de esos pocos. Por lo demás, añadió, ese arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente comentó que, no teniendo qué hacer ni adonde ir, ni amigos que visitar, ni interés en leer libros, solía gastar sus noches, en un cuarto alquilado, escribiendo también.

Había amueblado — imposible que no fuera a costa de algunas cosas esenciales — con un cierto y relativo lujo sus dos cuartos. Se había preocupado especialmente de las sillas — con brazos, hondas, blandas — , de los reposteros y de las alfombras. Decía él que así se había creado un interior "para mantener la dignidad del tedio". En las habitaciones a la moderna el tedio se hace incomodidad, dolor físico.

Nada le había obligado nunca a hacer nada. Su niñez fue la de un niño solitario. No pasó nunca por ninguna asociación. Nunca asistió a clase. Nunca perteneció a una multitud. Se dio en él el curioso fenómeno que en muchos otros — bien mirado, quién sabe si en todos — se da, de que las circunstancias accidentales de su vida se habían ido tallando a imagen y semejanza de la dirección de sus instintos, todos de inercia, de distanciamiento.

Nunca tuvo que enfrentarse con las exigencias del estado o de la sociedad. A las exigencias personales de sus instintos él mismo supo hurtarse. Nada lo acercó nunca ni a amigos ni a amantes. Fui yo el único que, de algún modo, permanecí en su intimidad. Pero, junto al hecho de haber vivido él siempre bajo una falsa personalidad, y de sospechar yo que él nunca me tuvo realmente por amigo suyo, me di cuenta de que necesitaba acercarse a alguien para dejarle el libro que dejó. Me gusta pensar que, aunque al principio me doliera, cuando me di cuenta de ello, viéndolo todo al fin a través del único criterio digno de psicólogo, me mantuve de igual modo amigo de él y dedicado al objetivo para el que él me había atraído a sí — la publicación de este libro.

Incluso en esto — resulta curioso descubrirlo — las circunstancias, poniendo ante él a quien, con mi carácter, le pudiera ser útil, le fueron favorables.

AUTOBIOGRAFÍA SIN ACONTECIMIENTOS

En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones, y, si en ellas nada digo, es porque nada tengo que decir.

FRAGMENTO 12

1.

Nací en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la misma razón por la que sus mayores la habían tenido — sin saber por qué. Y entonces, como el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes escogió a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso ni abandoné a Dios tan ampliamente como ellos, ni acepté nunca a la Humanidad. Consideré que Dios, siendo improbable, podría existir, pudiendo por lo tanto deber ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto a la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una revivificación de los cultos antiguos, donde los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.

Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me quedé, como otros de la orla de las gentes, en aquella distancia de todo a la que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía.

A quien, como yo, así, viviendo, no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis escasos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Ÿ así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y menospreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada en un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.

Reteniendo de la ciencia sólo aquel precepto central suyo, de que todo está sujeto a las leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es que ellas han hecho que reaccionáramos; y verificando cómo ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entretenimiento de los atletas, y nos doblamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida.

No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese otorgada como cierta otra realidad fuera de nuestras sensaciones, a su abrigo nos acogemos, y las exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos ocupamos asiduamente no sólo en la contemplación estética sino también en la expresión de sus modos y resultados, es porque la prosa o el verso que escribimos, destituidos de la voluntad de querer convencer el entendimiento ajeno o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, hecho para dar plena objetividad al placer subjetivo de la lectura.

Sabemos bien que toda obra ha de ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero imperfecto es todo, y no hay ocaso tan bello que no pudiera serlo más aún, o brisa tan leve que nos produzca sueño que no pudiera darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores por igual de las montañas y de las estatuas, disfrutando los días como libros, soñándolo todo, sobre todo para transformarlo en nuestra íntima sustancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas de las que podremos disfrutar como si vinieran con la tarde.

No es este el concepto de los pesimistas, como el de Vigny, para quien la vida es una cadena, donde él trenzaba paja para distraerse. Ser pesimista es tomar cada cosa como algo trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valor para aplicar a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que trenza la paja para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadas para distraerse, sin más.

Considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé adónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta venta una prisión, porque estoy obligado a esperar en ella; podría considerarla un lugar social, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar Dejo estar a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo hacer a los que conversan en las salas, de donde las voces y las músicas llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos y oídos en los colores y los sonidos del paisaje, y canto lento, sólo para mí, vagos cantos que compongo mientras espero.

Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Gozo de la brisa que me dan y del alma que me dieron para gozarla, y no pregunto más ni busco. Si lo que dejé escrito en el libro de los viajantes puede, releído un día por otros, entretenerlos también en el tránsito, estará bien. Si no lo leen, ni se entretienen, estará bien también.

2.

Tengo que escoger lo que detesto — o el sueño, que mi inteligencia odia, o la acción, que a mi sensibilidad repugna; o la acción, para la que no nací, o el sueño, para el que no ha nacido nadie.

Resulta que, como detesto a ambos, no escojo ninguno; pero, como alguna vez tengo que soñar o actuar, mezclo una cosa con la otra.

3.

Me gusta, en las tardes lentas de verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo aquel sosiego que el contraste acentúa en el momento en que el día se entrega más al bullicio. La Rúa do Arsenal, la Rúa da Alfândega, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este desde el final de la de Alfândega, toda la línea distante de los muelles en calma — todo me conforta de tristeza, si me inserto, en esas tardes, en la soledad de su conjunto. Vivo en una era anterior a la era en que vivo; disfruto de sentirme contemporáneo de Cesário Verde, y tengo en mí, no otros versos como los de él, sino la sustancia igual a la de los versos que fueron suyos. Por allí arrastro, hasta entrada la noche, una sensación de vida parecida a la de esas calles. De día están llenas de un bullicio que no quiere decir nada; de noche están llenas de una ausencia de bullicio que nada quiere decir Yo de día soy nulo, y de noche soy yo. No hay diferencia entre yo y las calles de la parte de la Alfândega, salvo el ser ellas calles y yo ser alma, lo que puede que nada valga ante lo que es la esencia de las cosas. Hay un destino igual, porque es abstracto, para los hombres y para las cosas — una designación igualmente indiferente en el álgebra del misterio.

Pero hay alguna cosa más… En esas horas lentas y vacías, me sube del alma a la mente una tristeza de todo el ser, la amargura de que todo sea al mismo tiempo una sensación mía y una cosa exterior, que no está en mi poder alterar. ¡Ah, cuántas veces mis propios sueños se me yerguen en cosas, no para sustituirme la realidad, sino para confesárseme sus iguales al no quererlos yo, al surgirme desde fuera, como el tranvía que da la vuelta en la curva final de la calle, o la voz del pregonero nocturno de no sé qué, que sobresale, tonada árabe, como un chorro repentino, en la monotonía del atardecer!

Pasan futuros cónyuges, pasan las parejas de costureras, pasan muchachos con prisas de placer, fuman en su paseo de siempre los jubilados de todo, en una que otra puerta observan poca cosa los vagos parados dueños de las tiendas. Lentos, fuertes y flacos, los reclutas sonambulizan en haces muy ruidosos cuando no mucho más que ruidosos. Los automóviles allí a estas horas no son muy frecuentes; son, sí, musicales. En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación.

Pasa todo eso, y nada de todo eso me dice nada, todo es ajeno a mi destino, ajeno incluso al destino mismo — inconsciencia, carambas al desatino cuando el azar lanza piedras, ecos de voces incógnitas — ensalada colectiva de la vida.

4.

… y desde lo alto de la majestad de todos los sueños, ayudante de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa.

Pero el contraste no me abate — me libera; y la ironía que hay en él es sangre mía. Lo que debiera humillarme es mi bandera, que despliego; y la risa con que debería reírme de mí mismo, es un clarín con el que saludo y engendro una alborada en la que me hago.

¡La gloria nocturna de ser grande no siendo nada! La majestad sombría del esplendor desconocido… Y siento, de repente, lo sublime del monje en el yermo, y del ermitaño en el retiro, avisado de la sustancia de Cristo en las piedras y en las cavernas del alejamiento del mundo.

Y en la mesa de mi cuarto absurdo, despreciable, empleado y anónimo, escribo palabras como la salvación del alma y me doro del atardecer imposible de montes altos vastos y lejanos, de mi estatua recibida por placeres, y del anillo de renuncia en mi dedo evangélico, joya parada en mi desdén estático.

5.

Tengo ante mí las dos páginas grandes del pesado libro; alzo de su inclinación en el viejo pupitre, con los ojos cansados, un alma más cansada que los ojos. Más allá de la nada que esto representa, el almacén, hasta la Rúa dos Douradores, enfila los anaqueles regulares, los empleados regulares, el orden humano y el sosiego de lo vulgar. En la vidriera hay el ruido de lo diverso, y el ruido diverso es vulgar, como el sosiego que está junto a los anaqueles.

Me inclino con nuevos ojos sobre las dos páginas blancas en las que mis números cuidadosos pusieron resultados de la sociedad. Y, con una sonrisa que guardo para mí, recuerdo que la vida, que tiene estas páginas con nombres de tejidos y dinero, con sus blancos, y sus trazos a regla y en letra, incluye también a los grandes navegantes, los grandes santos, los poetas de todas las épocas, todos ellos sin obra, la vasta prole expulsada de los que constituyen el valor del mundo.

En el propio registro de un tejido que no sé qué cosa sea se me abren las puertas del Indo y de Samarcanda, y la poesía de Persia, que no es de un lugar ni de otro, hace de sus cuartetas, desrimadas en el tercer verso, un apoyo lejano para mi desasosiego. Pero no me equivoco, escribo, sumo, y la escritura sigue, hecha normalmente por un empleado de esta oficina.

6.

Pedí tan poco a la vida y ese mismo poco la vida me lo negó. Un haz de parte del sol, un campo próximo, un poco de sosiego con un poco de pan, no pesarme mucho el saber que existo, y no exigir nada de los otros ni ellos nada de mí. Esto mismo me fue negado, como quien niega la limosna no por falta de buena alma, sino por tener que desabrocharse la chaqueta.

Escribo, triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre yo he estado, solo como siempre estaré. Y pienso si mi voz, aparentemente tan poca cosa, no encarna la sustancia de millares de voces, el hambre de decirse de millares de vidas, la paciencia de millones de almas sometidas como la mía al destino cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin vestigios. En estos momentos mi corazón late más alto por mi conciencia de él. Vivo más porque vivo mayor. Siento en mi persona una fuerza religiosa, una especie de oración, un símil de clamor. Pero mi reacción contra mí desciende desde mi inteligencia… Me veo en el cuarto piso de la Rúa dos Douradores, me ayudo con sueño; miro, sobre el papel medio escrito, la vida sana sin belleza y el cigarro barato que apurándolo extiendo sobre el secante viejo. ¡Yo aquí, en este cuarto piso, interpelando a la vida!, ¡diciendo lo que las almas sienten!, ¡haciendo prosa como los genios y los célebres! ¡Yo, aquí, así…!

7.

Hoy, en uno de los devaneos sin objetivo ni dignidad que constituyen gran parte de la sustancia espiritual de mi vida, me imaginé liberado para siempre de la Rúa dos Douradores, del patrón Vasques, del tenedor de libros Moreira, de todos los empleados, del mozo, del muchacho y del gato. Sentí en sueños mi liberación, como si los mares del Sur me hubieran ofrecido islas maravillosas por descubrir. Sería entonces el reposo, el arte conseguido, el cumplimiento intelectual de mi ser.

Pero de pronto, y en el propio imaginar qué hacía en un café en el descanso breve del mediodía, una impresión de desagrado me asaltó el sueño: sentí que iba a tener pena. Sí, lo digo como si lo dijera en pormenor: iba a tener pena. El patrón Vasques, el tenedor de libros Moreira, el cajero Borges, todos los buenos chicos, el muchacho alegre que lleva las cartas al correo, el mozo de los recados, el gato cariñoso — todo eso se convirtió en parte de mi vida; no podría dejar todo eso sin llorar, sin comprender que, por malo que pudiera parecerme, era parte de mí lo que quedaba con todos ellos, que separarme de ellos era una mitad y semblanza de la muerte.

Por otra parte, si me apartara de todos ellos, y me despojara de este uniforme de la Rúa dos Douradores, ¿a qué otra cosa me habría de incorporar? — porque a otra tendría que incorporarme, ¿con qué otro uniforme me habría de vestir? — porque con otro me tendría que vestir.

Todos tenemos un patrón Vasques, para unos visible, para otros invisible. Para mí se llama realmente Vasques, y es un hombre sano, agradable, de vez en cuando brusco pero sólo por fuera, egoísta pero en el fondo justo, con una justicia de la que carecen muchos grandes genios y muchas maravillas humanas de la civilización, a derecha e izquierda. Para otros será la vanidad, el ansia de mayor riqueza, la gloria, la inmortalidad… Prefiero para patrón mío al Vasques hombre, que es más tratable, en las horas difíciles, que todos los patrones abstractos del mundo.

Considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo, socio de una firma próspera por sus negocios en todo el Estado: "usted está explotado, Soares". Eso me recordó que lo estoy; pero como en la vida todos tenemos que ser explotados, me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el Vasques de los tejidos que por la vanidad, la gloria, el despecho, la envidia o lo imposible.

Existen aquellos a los que el mismo Dios explota, y son profetas y santos en la vacuidad del mundo.

Y me retiro, como al hogar que los demás tienen, a la casa ajena, oficina amplia, de la Rúa dos Douradores. Me incorporo a mi mesa como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta las lágrimas, por mis libros ajenos en los que dejo mis registros por el tintero viejo que utilizo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace listas de envíos un poco más allá. Amo todo esto, tal vez porque no tenga otra cosa que amar — o tal vez, también, porque nada hay que valga el amor de un alma, y, si tenemos que darlo por sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas.

8.

El patrón Vasques. Me invade, muchas veces, inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, en un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, excepto en los momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a nadie. Sí, pero ¿por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Una razón? ¿Qué es?

El patrón Vasques. Lo recuerdo ya en el futuro con la saudade que sé que habré de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña en los alrededores de algo, disfrutando de un sosiego en el que no realizaré la obra que ahora no realizo, y buscaré, para seguir sin haberla realizado, disculpas diferentes de aquellas con las que hoy me disculpo. O estaré internado en un asilo de beneficencia, feliz por la derrota absoluta, mezclado con la gentuza de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con sueños, y junto a la masa anónima de los que no tuvieron poder para triunfar ni renuncia bastante para triunfar al revés. Dondequiera que esté, recordaré con saudade al patrón Vasques, la oficina de la Rúa dos Douradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí como el recuerdo de los amores que no me sucedieron, o de los triunfos que no habían de ser míos.

El patrón Vasques. Lo veo hoy desde allí, como lo veo hoy desde aquí mismo — estatura media, achaparrado, grosero con límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable — , jefe, al margen de su dinero, con las manos sudorosas y peludas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el cuello grueso sin ser gordo, las mejillas sonrosadas y al mismo tiempo tensas, bajo la barba oscura siempre recién cortada. Lo veo, veo sus gestos de sosiego enérgico, sus ojos pensando en su interior cosas de fuera, me llega la perturbación de la ocasión en la que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa amplia y humana, como el aplauso de una multitud.

Será, tal vez, porque no tengo junto a mí figura más destacada que la del patrón Vasques por lo que, muchas veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me distrae de mí. Creo que hay ahí un símbolo. Creo o casi creo que en algún sitio, en una vida remota, este hombre significó en mi vida algo más importante que lo que hoy significa.

9.

¡Ah, ya comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, necesaria y monótona, instigadora y desconocida. Este hombre banal representa la banalidad de la Vida. Él lo es todo para mí, exteriormente, porque la Vida es para mí todo exterior.

Y, si la oficina de la Rúa dos Douradores representa para mí la vida, este mi segundo piso, donde vivo, en la misma Rúa dos Douradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia la vida sin aliviar el vivir, que es tan monótono como la misma vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Rúa dos Douradores encierra para mí todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el hecho de la existencia misma de los enigmas, que es lo que no puede tener solución.

10.

Y así soy, fútil y sensible, capaz de impulsos violentos y absorbentes, malos y buenos, nobles y viles, pero nunca de un sentimiento que subsista, nunca de una emoción que prolongue y entre hasta la sustancia del alma. Todo en mí es tendencia para ser a continuación otra cosa; una impaciencia del alma consigo misma, como un niño inoportuno; un desasosiego siempre creciente y siempre igual. Todo me interesa y nada me cautiva. Atiendo a todo siempre soñando; fijo los mínimos gestos faciales de aquel con quien hablo, recojo las entonaciones milimétricas de cada palabra proferida; pero al oírlo, no lo escucho, estoy pensando en otra cosa, y lo que menos retengo de la conversación es la noción de lo que en ella se dijo, por mi parte o por parte de aquel con quien hablé. Así, muchas veces, repito a alguien lo que ya le había repetido, le pregunto de nuevo por aquello a lo que ya me había respondido; pero puedo describir, en cuatro palabras fotográficas, el semblante muscular con el que él me dijo lo que no recuerdo, o la inclinación de oír con los ojos con que recibió la narración que ya no recordaba haberle contado. Soy dos, y ambos mantienen la distancia — hermanos siameses que no están unidos.

11. LETANÍA

Nunca nos realizamos.

Somos dos abismos — un pozo mirando fijamente al cielo.

12.

Envidio — pero no sé si envidio — a aquellos de quienes puede escribirse una biografía, o que pueden escribir la suya propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones, y, si en ellas nada digo, es porque nada tengo que decir.

¿Qué puede tener alguien que confesar que valga o sirva para algo? Lo que nos sucedió, o sucedió a todos o sólo a nosotros; en un caso no significa nada nuevo, y en el otro no puede comprenderse. Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir Lo que confieso carece de importancia, pues no hay nada que tenga importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago vacaciones de las sensaciones. Entiendo bien a las bordadoras que lo son por dolor o a las que hacen punto de media porque hay una vida que vivir. Mi vieja tía hacía solitarios durante el infinito de la velada. Estas confesiones de sentir son mis solitarios. No los interpreto, como quien se sirviese de cartas para conocer el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen propiamente validez Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo mismo figuras de cordel, como las que se tejen en las manos extendidas y se van pasando de un niño a otro. Me preocupo sólo de que el pulgar no falle el nudo que le toca. Después vuelvo la mano y la imagen queda diferente. Y vuelvo a comenzar.

Vivir es hacer punto de media con una intención ajena. Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos los príncipes encantados pueden pasear por sus parques entre entrada y entrada de la aguja de marfil de punta curva. Croché de las cosas… Intervalo… Nada…

Por lo demás, ¿en qué puedo contar conmigo? Una sutileza horrible de las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo… Una inteligencia aguda para destruirme, y un poder de sueño ávido de entretenerme… Una voluntad muerta y una reflexión que la arrulla, como a un hijo vivo… Sí, croché…

13.

La miseria de mi condición no se ve perturbada por estas palabras ligadas con las que voy formando, poco a poco, mi libro casual y meditado. Subsisto nulo en el fondo de toda la expresión, como un polvo indisoluble en el fondo del vaso de donde se ha bebido agua Escribo mi literatura como escribo mis asientos — con cuidado e indiferencia. Ante el vasto cielo estrellado y el enigma de muchas almas, la noche del abismo incógnito y el caos de no comprender nada — ante todo esto lo que escribo en el libro auxiliar de caja y lo que escribo en este papel del alma son cosas restringidas por igual a la Rúa dos Douradores, muy poco a los grandes espacios millonarios del universo.

Todo esto es sueño y fantasmagoría, y de poco vale que el sueño sea de asientos con prosa de buen porte. ¿De qué sirve soñar con princesas, más que soñar con la puerta de entrada de la oficina? Todo lo que sabemos es una impresión nuestra, y todo lo que somos es una impresión ajena, melodrama de nosotros que, sintiéndonos, nos constituimos en nuestros propios espectadores activos, en nuestros dioses por licencia del Ayuntamiento.

14.

Saber que será mala la obra que no se ha de hacer nunca. Peor, no obstante, siempre será la que nunca se haga. La que se haga, al menos, queda hecha. Será pobre, pero existe, como la planta raquítica en el único jarrón de mi vecina tullida. Esa planta es su alegría, y a veces también la mía. Lo que escribo y reconozco que es malo, puede también ofrecer unos momentos de distracción peor a algún que otro espíritu afligido o triste. Eso me basta, o no me basta, pero de algún modo es útil, y así es toda la vida.

Un tedio que incluye la anticipación sólo de más tedio todavía; la pena ya de sentir mañana pena por haber sentido pena hoy — grandes marañas sin utilidad ni verdad, grandes marañas…

… donde, encogido en un banco de la sala de espera de un apeadero, mi desprecio duerme entre el gabán de mi desaliento…

… el mundo de imágenes soñadas de que se componen, por igual, mi conocimiento y mi vida…

En nada me pesa o en mí dura el escrúpulo de la hora presente. Tengo hambre de la extensión del tiempo, y quiero ser yo sin condiciones.

15.

Conquisté, palmo a pequeño palmo, el terreno interior que nació mío. Reclamé, espacio a pequeño espacio, el pantano en que me quedé nulo. Parí mi ser infinito, pero me extraje con gran esfuerzo de mí mismo.

16.

Devaneo entre Cascáis y Lisboa. Fui a pagar a Cascáis una contribución del patrón Vasques, de una casa que tiene en Estoril. Gocé anticipadamente del placer de ir, una hora de ida, una de vuelta, viendo los aspectos siempre diversos del gran río y de su hoz atlántica. En realidad, a la ida, me perdí en meditaciones abstractas, viendo sin ver los paisajes acuáticos que me alegraba ir a ver, y a la vuelta me perdí en la fijación de estas sensaciones. No sería capaz de describir el más pequeño pormenor del viaje, el más pequeño fragmento de cosa visible. Gané estas páginas, por olvido y contradicción. No sé si eso es mejor o peor que lo contrario, que tampoco sé qué cosa sea.

El tren se va parando, estamos en el Cais do Sodré. Llegué a Lisboa, pero no a una conclusión.

17.

Puede que ya sea hora de que haga el único esfuerzo de mirar para mi propia vida. Me veo en medio de un desierto inmenso. Digo de lo que ayer literariamente fui, procuro explicarme a mí mismo cómo he llegado aquí.

18.

Encaro serenamente, sin otra cosa que lo que en el alma pueda representar una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Rua dos Douradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener con qué comer y qué beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo de soñar, escribir — dormir — ¿qué más puedo pedir a los Dioses o esperar del Destino?

Tuve grandes ambiciones e ilimitados sueños — pero también los tuvo el mozo de los recados o la costurera, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguirlos o el destino de conseguirse en nosotros.

En sueños soy igual al mozo de los recados y a la costurera. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma soy su igual.

Sé de sobra que hay islas en el Sur y grandes pasiones cosmopolitas, y

Si tuviese el mundo en la mano, lo cambiaba, estoy seguro, por un billete para la Rúa dos Douradores.

Tal vez mi destino sea ser eternamente tenedor de libros, y la poesía o la literatura una mariposa que, posándoseme en la cabeza, me vuelva tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza.

Tendré saudades de Moreira, pero ¿qué son las saudades ante las grandes ascensiones?

Sé muy bien que el día en que sea tenedor de libros de la casa Vasques y Cía. será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certeza.

19.

En la ensenada de la playa junto al mar, entre el arenal y los matorrales costeros, ascendía de la incertidumbre del abismo nulo la inconstancia del deseo ardiente. No habría que escoger entre los trigos y los muchos [ríe], y la distancia seguía entre cipreses.

El hechizo de las palabras aisladas, o reunidas atendiendo a la armonía sonora, con resonancias íntimas y sentidos divergentes al mismo tiempo que convergen, la pompa de las frases colocadas entre los sentidos de las otras, malignidad de los vestigios, esperanza de los bosques, y nada más que la tranquilidad de los estanques entre los huertos de la infancia de mis subterfugios… Así, entre los altos muros de la audacia absurda, en las hileras de árboles y en los sobresaltos de lo que se agosta, otro que no fuera yo podría oír de los labios tristes la confesión negada a mejores insistencias. Nunca, entre el ruido de las lanzas en el patio no visto, ni que los caballeros vinieran de vuelta de la carretera que se ve desde lo alto del muro, habría más sosiego en el Solar de los Últimos, ni se recordaría otro nombre, de este lado de la carretera, que no fuera el que encantaba por la noche, con el de las moras, al niño que murió después, de la vida y de la maravilla.

Leves, entre los surcos que había en la hierba, porque los pasos abrían nadas entre el verdor agitado, los pasos de los últimos perdidos sonaban arrastrándose, como reminiscencias de lo por venir. Eran viejos los que habían de venir, y sólo jóvenes los que nunca vendrían. Los tambores rodaron a la orilla de la carretera y los clarines pendían inertes de las manos cansadas, que los habrían soltado de quedarles fuerzas para soltar algo.

Pero de nuevo, como consecuencia del hechizo, sonaban poderosos los alaridos apagados, y los perros tergiversaban en los visibles bulevares. Todo era absurdo, como un luto, y las princesas de los sueños de los otros paseaban sin claustros indefinidamente.

20.

En varias ocasiones, a lo largo de mi vida oprimida por circunstancias, me ha sucedido, cuando quiero librarme de algún conjunto de ellas, verme súbitamente rodeado por otras del mismo orden, como si existiera de forma definida una enemistad contra mí en el tejido incierto de las cosas. Arranco del cuello una mano que me ahoga. Veo que en la mano con que arranqué la otra me vino atado un lazo que me cayó en el cuello con el gesto de liberación. Aparto con cuidado el lazo, y casi me estrangulo con mis propias manos.

21.

Haya o no dioses, de ellos somos siervos

22.

Mi imagen, tal como yo la veía en los espejos, anda siempre al cuello de mi alma. Yo no podía ser sino encorvado y débil como soy, incluso en mis pensamientos.

Todo en mí es de un príncipe de cromo pegado en el viejo álbum de un niño que murió siempre hace mucho tiempo.

Amarme es sentir pena de mí. Un día, allá al fin del futuro, alguien escribirá sobre mí un poema, y tal vez sólo entonces yo comience a reinar en mi Reino.

Dios es el nosotros existir y el no ser eso todo.

23. ABSURDO

Nos volvemos esfinges, aunque falsas, hasta el punto de no saber ya quiénes somos. Porque, por lo demás, nosotros lo que somos es esfinges falsas y no sabemos lo que realmente somos. El único modo de estar de acuerdo con la vida consiste en estar en desacuerdo con nosotros mismos. Lo absurdo es lo divino.

Establecer teorías, pensándolas paciente y honestamente, sólo para después actuar contra ellas — actuar y justificar nuestras acciones con teorías que las condenan. Trazar un camino en la vida, y acto seguido actuar en contra de seguir ese camino. Tener todos los gestos y todas las actitudes de algo que ni somos ni pretendemos ser ni pretendemos ser tomados como siéndolo.

Comprar libros para no leerlos; ir a conciertos para no oír la música ni ver a los otros asistentes; dar largos paseos por estar harto de andar e ir a pasar unos días al campo sólo porque detestamos el campo.

24.

Hoy, como si me oprimiera la sensación del cuerpo aquella angustia antigua que a veces nos desborda, no comí bien, ni bebí lo habitual, en el restaurante o casa de comidas en cuyo entresuelo asiento la continuación de mi existencia. Y como, al salir, el camarero se diera cuenta de que la botella de vino había quedado a medias, se giró hacia mí y dijo: "Hasta luego, Sr. Soares, y que se mejore".

Al toque de clarín de esta simple frase mi alma se alivió como si en un cielo cubierto de nubes el viento de repente las apartara. Y entonces reconocí lo que nunca antes había reconocido con claridad, y es que en estos camareros de café y de restaurante, en los barberos, en los mozos de recados de las esquinas, yo encuentro una simpatía espontánea, natural, que no puedo enorgullecerme de recibir de los que tratan conmigo en la mayor intimidad, impropiamente dicha…

La fraternidad encierra sutilezas,

Unos gobiernan el mundo, otros son el mundo. Entre un millonario americano, un César o un Napoleón, o Lenin, o el jefe socialista de la aldea — no hay diferencia de calidad sino sólo de cantidad. Debajo de estos estamos nosotros, los amorfos, el dramaturgo desordenado William Shakespeare, el maestro John Milton, el vago Dante Alighieri, el recadero que ayer llevó un recado mío, o el barbero que me cuenta chistes, el camarero que acaba de hacerme la fraternidad de desearme una mejoría por no haberme bebido más que la mitad del vino.

25.

Es una oleografía sin remedio. La miro sin saber si la estoy viendo. En el escaparate hay otras como aquella. Está en el centro del escaparate del vano de la escalera.

Ella aprieta la primavera contra el pecho y los ojos con que me mira están tristes. Sonríe con brillo de papel y el color de su rostro es encarnado. El cielo a sus espaldas es azul de paño claro. Tiene una boca recortada y casi pequeña sobre cuya expresión postal sus ojos me observan siempre con una inmensa pena. El brazo que sujeta las flores me recuerda el de alguien. El vestido o blusa está abierto en escote ladeado. Los ojos están realmente tristes: me observan desde el fondo de la realidad litográfica con no sé qué verdad. Ella llegó con la primavera. Sus ojos tristes son grandes, pero no es por eso. Me alejo del frente del escaparate con una enorme violencia sobre mis pies. Atravieso la calle y me vuelvo con una rebelión impotente. Ella sigue sujetando la primavera que le dieron y sus ojos están tristes como lo que a mí me falta en la vida. Vista de lejos, la oleografía tiene aún más colores. La figura tiene una cinta de color de un rosa intenso rodeando la parte alta del pelo; no me había fijado. Hay en los ojos humanos, incluso en los litográficos, una cosa terrible: el aviso inevitable de la conciencia, el grito clandestino de que hay alma. Con gran esfuerzo me alzo del sueño en que me empapo y sacudo, como un perro, la humedad de la tiniebla de bruma. Y más allá de mi desertar, en una despedida de cualquier otra cosa, los ojos tristes de una vida entera, de esta oleografía metafísica que contemplamos a distancia, me miran fijamente como si yo supiera de Dios. El grabado tiene un calendario en su base Está enmarcado por arriba y por abajo con dos listones negros con un saliente plano mal pintado. Entre la parte alta y baja de su conclusión, por encima de 1929 con viñeta obsoletamente caligráfica cubriendo el inevitable primero de enero, los ojos tristes me sonríen irónicamente.

Resulta curioso de qué conocía yo, al fin, la figura. En la oficina hay, en el rincón del fondo, un calendario idéntico, que he visto muchas veces. Pero, por un misterio, oleográfico o mío, la idéntica de la oficina no tiene ojos de pena. No es más que una oleografía. (Es de papel brillante y duerme por encima de la cabeza del zurdo Alves su vivir esfumado).

Quiero sonreírme con todo esto, pero siento un profundo malestar. Siento un frío de enfermedad repentina en el alma. No tengo fuerzas para rebelarme contra ese absurdo. ¿A qué ventana para qué secreto de Dios me acercaría yo sin querer? ¿Adónde da el escaparate del vano de la escalera? ¿Qué ojos me observaban desde la litografía? Estoy casi temblando Levanto involuntariamente los ojos para el apartado rincón de la oficina donde está la verdadera litografía. Levanto una y otra vez los ojos hacia allí.

26.

Dar a cada emoción una personalidad, a cada estado del alma un alma.

Doblaron la curva del camino y eran muchas muchachas. Venían cantando por el camino, y el sonido de sus voces era felices [sic]. Ellas no sé lo que serían. Las escuché un rato desde lejos, sin sentimiento propio. Una amargura por ellas se me instaló en el corazón.

¿Por su futuro? ¿Por su inconsciencia? No directamente por ellas — o ¿quién sabe?, tal vez sólo por mí.

27.

La literatura, que es el arte casado con el pensamiento y la realización sin la mancha de la realidad, se me antoja el fin hacia el que debería tender todo esfuerzo humano, si fuera verdaderamente humano, y no una superfluidad del animal. Creo que decir una cosa significa conservarle la virtud y despojarla del terror. Los campos son más verdes en el decirlos que en su verdor. Las flores, si se describen con frases que las definan en el aire de la imaginación, tendrán colores de una permanencia que la vida celular no permite.

Moverse es vivir, decirse es sobrevivir. No hay nada de real en la vida que no lo sea porque fue bien descrito. Los criticastros suelen señalar que tal poema, ampliamente rimado, no quiere al fin decir sino que hace un buen día. Pero decir que hace un buen día es difícil, y hasta un buen día, al final, acaba por pasar. Tenemos por eso que conservar el buen día en una memoria florida y duradera, y así constelar de nuevas flores o de nuevos astros los campos y los cielos de la exterioridad vacía y pasajera.

Todo es lo que somos, y todo será, para quienes nos sigan en la diversidad del tiempo, conforme nosotros intensamente lo hayamos imaginado, esto es, lo hayamos, con la imaginación metida en el cuerpo, verdaderamente sido. No creo que la historia sea otra cosa, en su inmenso panorama deslucido, que una sucesión de interpretaciones, un consenso confuso de testimonios descuidados. El novelista es todos nosotros, y narramos cuando vemos, porque ver es, como todo, complejo.

Tengo en este momento tantos pensamientos fundamentales, tantas cosas verdaderamente metafísicas que decir, que me canso de pronto, y decido no seguir escribiendo, no seguir pensando, sino dejar que la fiebre de decir me dé sueño, y yo haga carantoñas con los ojos cerrados, como un gato, a todo cuanto podría haber dicho.

28.

Un hálito de música o de sueño, algo que haga casi sentir, algo que haga no pensar.

29.

Después de que las últimas gotas de lluvia empezaron a espaciar su caída del tejado, y por el centro empedrado de la calle el azul del cielo comenzó lentamente a espejear, el sonido de los vehículos adquirió otro canto, más alto y alegre, y se oyó el abrir de ventanas contra el desolvido del sol. Entonces, por la calle estrecha del fondo de la esquina próxima, estalló el pregón del primer vendedor de lotería, y los clavos clavados en las cajas de la tienda de al lado reverberaron por el espacio abierto.

Era un día de fiesta incierto, legal y que no se mantenía. Había paz y trabajo al mismo tiempo, y yo nada tenía que hacer. Me había levantado pronto y demoraba el prepararme para existir. Paseaba de un lado al otro del cuarto y soñaba en voz alta cosas sin nexo ni posibilidad — gestos que me había olvidado de hacer, ambiciones imposibles realizadas sin rumbo, conversaciones firmes y continuas que, de ser, habrían sido. Y en este devaneo sin grandeza ni calma, en este retrasar sin esperanza ni fin, gastaban mis pasos la mañana libre y mis palabras hondas, dichas en voz baja, resonaban múltiples en el claustro de mi sencillo aislamiento.

Mi figura humana, sí la consideraba con una atención exterior, era la del ridículo que todo lo humano asume cuando es íntimo. Me había echado sobre las ropas sencillas del sueño abandonado, un abrigo viejo, que me sirve para estas vigilias matutinas. Mis zapatillas viejas estaban rotas, sobre todo la del pie izquierdo. Y, con las manos en los bolsillos del chaquetón póstumo, recorrí la avenida de mi reducido cuarto con pasos apresurados y decididos, cumpliendo con el devaneo inútil un sueño igual al de todo el mundo.

Todavía, a través de la frescura abierta de mi única ventana, se oían caer de los tejados las gruesas gotas de la acumulación de la lluvia caída. Todavía, vagos, había frescores de haber llovido. El cielo, sin embargo, era de un azul conquistador, y las nubes que quedaban de la lluvia derrotada o cansada cedían, retirándose por las bandas del Castillo los caminos legítimos del cielo abierto.

Era el momento de estar alegre. Pero alguna cosa me pesaba, un ansia desconocida, un deseo sin definición, ni siquiera ordinario. Se me retrasaba, tal vez, la sensación de estar vivo. Y cuando me asomé desde la ventana altísima a la calle, que miré sin verla, me sentí de repente como uno de aquellos trapos húmedos de limpiar cosas sucias, que se llevan a la ventana para ponerlos a secar, pero que se olvidan, enrollados, en el alféizar que poco a poco van manchando.

30.

Reconozco, no sé si con tristeza, la sequedad humana de mi corazón. Vale más para mí un adjetivo que un lamento real del alma. Mi maestro Vieira

Pero a veces soy diferente, y tengo lágrimas, lágrimas de esas calientes de quienes no tienen ni tuvieron madre; y mis ojos ardiendo de esas lágrimas muertas arden dentro de mi corazón.

No recuerdo a mi madre. Murió cuando yo tenía un año. Todo lo que hay de disperso y duro en mi sensibilidad nace de la ausencia de ese calor y de la saudade inútil de los besos de los que no tengo memoria. Soy postizo. Me desperté siempre contra pechos ajenos, arrullado por vías secundarias.

¡Ah, es la saudade del otro que yo podía haber sido lo que me dispersa y sobresalta! ¿Qué otro sería yo si me hubiesen dado cariño desde lo que viene en el vientre hasta los besos en la carita menuda?

Tal vez la saudade de no ser hijo sea en buena parte responsable de mi indiferencia sentimental. La que, siendo niño, me apretujó contra su cara, no me podía apretujar contra su corazón. Esa estaba lejos, en una tumba — esa, la que me habría pertenecido, si el Destino hubiera querido que me perteneciese.

Me dijeron, más tarde, que mi madre era bonita, y cuentan que, cuando me lo dijeron, yo no dije nada. Era ya mayor de cuerpo y alma, desentendido de emociones, y el hablarme no constituía todavía una noticia de otras páginas difíciles de imaginar.

Mi padre, que vivía lejos, se mató cuando yo tenía tres años y no llegué a conocerlo Todavía no sé por qué vivía lejos. Nunca me interesó saberlo. Recuerdo la noticia de su muerte como una enorme seriedad durante las primeras comidas después de saberlo Recuerdo que, de vez en cuando, miraban hacia mí. Y yo les devolvía la mirada, entendiendo estúpidamente. Después comía con más formalidad, no fuera que, sin yo verlos, continuaran mirándome.

Soy todas esas cosas, aunque no lo quiera, en el fondo confuso de mi sensibilidad fatal.

31.

El reloj que está allá atrás, al fondo, en la casa desierta, porque todos duermen, deja caer lentamente el cuádruple sonido claro de las cuatro de la madrugada. No he dormido aún, ni espero hacerlo. Sin que nada me distraiga la atención, y así me impida el sueño, o me pese en el cuerpo, y por eso no pueda sosegar, mantengo sepultado en la sombra, que la luz vaga de las farolas de la calle hace todavía más desamparada, el silencio amortiguado de mi cuerpo extraño. No sé pensar, del sueño que tengo; no sé sentir, del sueño que no logro tener.

Todo a mi alrededor es el universo desnudo, abstracto, hecho de nocturnas negaciones Me divido en cansado e inquieto, y llego a tocar con la sensación del cuerpo un conocimiento metafísico del misterio de las cosas. De vez en cuando se me ablanda el alma, y entonces los pormenores sin forma de la vida cotidiana suben y flotan en la superficie de la conciencia, y me veo saltando sobre la superficie del agua al no poder dormir. Otras veces, me despierto del duermevela en el que me estanqué, e imágenes vagas, de un colorido poético e involuntario, dejan escurrir por mi desatención su espectáculo sin ruidos. No tengo cerrados por completo los ojos. Me orla la vista sin vigor una luz que viene de lejos; son las farolas públicas encendidas allá abajo, en el extremo de la calle.

¡Parar, dormir, sustituir esta conciencia entremezclada por mejores cosas melancólicas dichas en secreto a quien me desconociera!… ¡Parar, pasar líquido y ribereño, flujo y reflujo de un mar vasto, ante costas visibles en la noche en que realmente se durmiera!… ¡Parar, ser incógnito y externo, movimiento de ramos en apartados bulevares, tenue caer de hojas, percibido en el sonido más que en la caída, alta mar delicada de los lejanos surtidores, y la indefinición toda de los parques por la noche, perdidos entre sucesivas marañas, laberintos naturales de las tinieblas!… Parar, acabar definitivamente, pero con una supervivencia trasladada, ser la página de un libro, la trenza de un cabello suelto, el oscilar de la enredadera junto a la ventana entreabierta, los pasos sin importancia en el cascajo fino de la curva, el último humo ascendente de la aldea que adormece, el olvido del látigo del cochero a la orilla matutina del camino, … El absurdo, la confusión, el apagamiento — todo aquello que no fuera la vida…

Y duermo, a mi manera, sin sueño ni reposo, esta vida vegetativa de la suposición, y bajo mis párpados sin sosiego se cierne, como la espuma quieta de un mar sucio, el reflejo lejano de las farolas mudas de la calle.

Duermo y desduermo.

Del otro lado de mí, por detrás de donde yazgo, el silencio de la casa alcanza el infinito Oigo caer el tiempo, gota a gota, y ninguna gota de las que caen se oye caer. Me oprime físicamente el corazón físico la memoria, reducida a nada, de todo cuanto fue o fui. Siento la cabeza materialmente colocada en la almohada donde la tengo formando un valle. La piel de la funda mantiene con mi piel un contacto de personas en la sombra. La oreja misma, sobre la que me apoyo, se me graba matemáticamente contra el cerebro. Pestañeo de cansancio, y mis pestañas producen un sonido muy leve, inaudible, en la blancura sensible de la almohada erguida. Respiro, suspirando, y mi respiración aparece — no es mía. Sufro sin sentir ni pensar. El reloj de la casa, lugar exacto allá al fondo de las cosas, da las medias secas y nulas. ¡Todo es tanto, todo es tan hondo, todo es tan negro y frío!

Atravieso tiempos, atravieso silencios, mundos sin forma pasan a través de mí.

Súbitamente, como un niño del Misterio, un gallo canta ignorando la noche. Puedo dormir, porque es mañana en mí. Y siento que mi boca sonríe, corriendo levemente los suaves pliegues de la funda que se me engancha al rostro. Puedo abandonarme a la vida, puedo dormir, puedo ignorarme… Y, a través del sueño nuevo que me oscurece, o recuerdo el gallo que cantó, o es él, realmente, quien canta por segunda vez.

32. SINFONÍA DE UNA NOCHE INQUIETA

Todo dormía como si el universo fuera un error; y el viento, fluctuando incierto, era una bandera sin forma desplegada sobre un cuartel sin ser. Nada se desgarraba en el aire alto y fuerte, y los marcos de las ventanas sacudían los cristales para que la extremidad pudiera oírse. En el fondo de todo ello, callada, la noche era la tumba de Dios (el alma sufría con pena de Dios).

Y, de repente — nuevo orden de las cosas universales actuaba sobre la ciudad — , el viento silbaba en la pausa del viento, y había una noción dormida de muchas agitaciones en las alturas. Después la noche se cerraba como una trampa, y un gran sosiego resolvía el haber estado durmiendo.

33.

En los primeros días del otoño entrado de repente, cuando el oscurecer adquiere una evidencia de algo prematuro, y parece que hemos tardado mucho en lo que hacemos de día, disfruto, incluso en medio del trabajo cotidiano, este anticipo de no trabajar que la misma sombra trae consigo, por aquello de que es de noche y la noche significa sueño, hogares, liberación. Cuando las luces se encienden en la amplia oficina que deja de ser oscura, y organizamos la velada sin dejar de trabajar de día, siento una sensación de bienestar absurda como un recuerdo de otra persona, y estoy sosegado como si estuviera leyendo hasta sentir que voy durmiéndome.

Somos todos esclavos de circunstancias externas: un día de sol abre ante nosotros campos extensos en medio de un café de callejuela; una sombra en el campo nos encoge hacia adentro, y a duras penas nos abrigamos en la casa sin puertas de nosotros mismos; un hacerse de noche, incluso entre cosas del día, ensancha, como un abanico [que] se abriera lentamente, la conciencia íntima de tener que reposar.

Pero con eso el trabajo no se atrasa: se anima. Ya no trabajamos; nos recreamos con el asunto al que estamos condenados. Y, de repente, por la hoja extensa y pautada de mi destino numerador, la vieja casa de las tías antiguas alberga, cerrada contra el mundo, el té de las soñolientas diez, y el quinqué de petróleo de mi infancia perdida brillando sólo sobre la mesa de lino me oscurece, con su luz, la visión de Moreira, iluminado con una electricidad negra infinitamente más allá de mí. Traen el té — es la criada más vieja que las tías quien lo trae con los restos del sueño y el mal humor paciente de la ternura del viejo vasallaje — y yo escribo sin un solo fallo cantidades y sumas a través de todo mi pasado muerto. Me reabsorbo, me pierdo dentro de mí, me olvido en noches remotísimas, impolutas de deber y de mundo, vírgenes de misterio y de futuro.