Llamadme Ismael - Charles Olson - E-Book

Llamadme Ismael E-Book

Charles Olson

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EL ENSAYO LITERARIO QUE REVOLUCIONÓ LA MANERA DE ACERCARSE A MOBY DICK. «En su indispensable Llamadme Ismael, Olson demostró que el descubrimiento de Shakespeare y la lectura de El rey Lear fue una fuente tan esencial para Melville como sus propias experiencias embarcado en balleneros: estas prestaron el fondo y aquel el ímpetu y la ambición de totalidad».JUAN BONILLA En 1947, con la publicación de su primer libro, Charles Olson no solo revolucionó la aproximación canónica a la obra maestra de Herman Melville, sino que también multiplicó para el siglo XX las posibilidades del ensayo como género literario. Según Olson, Moby Dick solo habría cobrado su forma definitiva cuando su autor, tras una iluminada relectura de las tragedias de William Shakespeare —especialmente Macbeth y El rey Lear—, reorganizó la narración según una estructura cercana a la de los actos del drama isabelino, insufló vida al fáustico capitán Ahab y dotó a la ballena blanca de su inconmensurable densidad simbólica.Al igual que en el panorama de la novela decimonónica Moby Dick resultaba un proyecto radicalmente moderno en el que, junto a la narración propiamente dicha, convivían con naturalidad el tratado de estética, el diálogo teatral o el texto enciclopédico, Llamadme Ismael es igualmente en su composición un erudito y personal discurso ensayístico, un libérrimo homenaje a la heterodoxia melvilliana.

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Edición en formato digital: septiembre de 2020

 

Título original: Call Me Ishmael

En cubierta: Ilustración de © José Enrique Gómez Larraz (www.minimae.com)

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© 1947, 1967 by The Estate of Charles Olson

Originally published in English as Call me Ishmael by City Lights Books (San Francisco, CA).

© De la traducción y el epílogo, Carlos Jiménez Arribas

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18436-11-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

EL PRIMER DATO es el prólogo

 

LA PRIMERA PARTE es un DATO

 

LA SEGUNDA PARTE es la FUENTE: Shakespeare

 

EL SEGUNDO DATO es dromenon

 

TERCERA PARTE: Moisés

 

CUARTA PARTE: Cristo

 

UN ÚLTIMO DATO

 

LA QUINTA PARTE es la CONCLUSIÓN: Noé

 

Epílogo de CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS

 

Para Caresse Crosby

y para Ezra Pound,

que fue el primero que le dio a este libro su salvoconducto 1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Cuando vivía en Washington D. C., en los años 1940, Olson fue asiduo visitante del poeta Ezra Pound en la clínica mental en la que estaba recluido. Fue Pound quien le recomendó que mandara el manuscrito de Llamadme Ismael a T. S. Eliot, para que lo publicara en Faber y Faber. Por mediación de Pound, Olson había conocido a Caresse Crosby, a cuyo nombre figura la primera patente del sujetador como prenda íntima femenina, y casada con Harry Crosby, editores de Black Sun Press, que publicó el primer libro de poemas de Olson, Y&X. Eliot rechazó el manuscrito de Llamadme Ismael, y quizá así se explique no solo la dedicatoria a quienes sí lo ayudaron, Pound y Crossby, sino sus certeros dardos contra Eliot al final del ensayo seminal de Olson: Projective Verse.

 

Ay, padre, padre,

entre los idos

 

Ay, del ojo que mira

 

Mira, padre:

¡tu hijo!

 

EL PRIMER DATO es el prólogo

PRIMER DATO

Herman Melville nació en Nueva York, el 1 de agosto de 1819; y el 12 de ese mes, el Essex, un ballenero de 238 toneladas, salió del puerto de Nantucket en óptimas condiciones de navegación, capitaneado por George Pollard hijo. Llevaba a Owen Chase y Matthew Joy como segundos de a bordo, a seis hombres de color entre su tripulación de veinte, y ponía rumbo al océano Pacífico, con víveres y aprovisionamiento para dos años y medio.

Un año y tres meses después, el 20 de noviembre de 1820, a escasas millas del ecuador, 119 grados longitud oeste, con la mar en calma y un sol espléndido, el barco sufrió dos embestidas de un macho de ballena, un cachalote de 25 metros, y, con la proa hendida, hizo agua y se hundió.

Los veinte tripulantes abordaron las tres balleneras y pusieron rumbo a la costa de Sudamérica, a 2.000 millas de distancia. Llevaban pan consigo (90 kilos), agua (245 litros) y unas tortugas de las Galápagos. Aunque, en el punto en el que se encontraban, no estaban lejos de las costas de Tahití, desconocían el natural de los nativos y temían que fueran caníbales.

Empezaron a sufrir de verdad una semana más tarde, cuando cometieron el error de comer el pan que había quedado empapado en el agua salada, con la intención de que les duraran más los víveres. Mataron una tortuga para beberse la sangre y así aliviar la consiguiente sed; y fue un espectáculo que les revolvió el estómago a los hombres.

En las primeras semanas de diciembre, se les hincharon y cuartearon los labios, y les subió a la boca una saliva pegajosa, de un sabor insoportable.

Empezaron a consumirse los cuerpos, llegando a tener tan poca fuerza que hubieron de ayudarse unos a otros en el desempeño de las funciones corporales más nimias. Los percebes se pegaban a los bajos de las barcas, y los arrancaban para comérselos. Hubo peces voladores que chocaron contra las velas, cayeron dentro y fueron tragados crudos.

Después de un mes en mar abierto, les alegró la vista una pequeña isla que tomaron por Ducie, pero que era la isla de Henderson. Las corrientes y una tormenta los habían apartado mil millas de su rumbo.

Hallaron agua en la isla, después de cavar inútilmente con las hachas en unas rocas que vieron mojadas. Manaba de un pequeño orificio en la arena, en un confín que dejaba al descubierto la marea. Podían recogerla solo cuando estaba baja. El resto del tiempo, el mar anegaba el manantial, que quedaba a más de metro y medio de profundidad.

La isla no daba para que sobrevivieran veinte hombres, y, con idea de alcanzar tierra firme antes de que se les acabaran las provisiones del barco, diecisiete de ellos se hicieron de nuevo a la mar el 27 de diciembre.

 

 

Los tres que se quedaron, Thomas Chapple, de Plymouth, Inglaterra, y William Wright y Seth Weeks, de Barnstable, Massachusetts, se refugiaron en cuevas entre las rocas. En una de esas oquedades encontraron ocho esqueletos humanos, uno al lado del otro, como si se hubieran echado allí a morir todos juntos.

La única comida que había era una especie de mirlo que cazaban cuando se posaba en los árboles, y cuya sangre succionaban. Con la carne del ave, y unos pocos huevos, masticaban una planta que sabía como la lentejilla, y que hallaron en las hendiduras entre las rocas. Sobrevivieron.

 

 

Las tres barcas con los diecisiete hombres surcaron juntas el océano bajo el sol hasta el 12 de enero, cuando la comandada por Owen Chase, segundo de a bordo, se separó de las otras por la noche.

Ya había muerto uno de los diecisiete, Matthew Joy, tercero al mando. Lo enterraron el 10 de enero. Cuando Charles Shorter, de raza negra, murió en la misma barca que Joy el 23 de enero, se repartió el cuerpo entre los hombres del bote y el capitán, y lo devoraron. Dos días más, y murió Lawson Thomas, de raza negra, y fue devorado. De nuevo otros dos días, e Isaac Shepherd, de raza negra, murió y fue devorado. Asaban los cuerpos, hasta dejarlos secos, al fuego que prendían con la arena del lastre en el fondo de las barcas.

Dos días más tarde, el 29, la barca que había comandado Matthew Joy se separó de la del capitán, y nunca más se supo de ella. Había a bordo todavía tres hombres vivos en el momento de la desaparición: William Bond, de raza negra, Obed Hendricks y Joseph West.

La barca del capitán seguía rumbo, ya sola en el mar, con cuatro hombres a bordo. El quinto, Samuel Reed, de raza negra, había sido devorado a su muerte el día de antes, para reponer fuerzas. En los tres días que siguieron, estos cuatro hombres, después de hacer el cálculo de las millas que les faltaban por recorrer, decidieron echar a suertes quién tendría que morir para que los otros vivieran, y quién sería el encargado de matarlo. Perdió el más joven, Owen Coffin, que se había echado por primera vez a la mar como grumete para aprender el oficio familiar. Fue deber de Charles Ramsdale, natural de Nantucket también, dispararle. Así lo hizo, y él, el capitán y Brazilia Ray, de Nantucket, se lo comieron.

Eso fue el 1 de febrero de 1821. El 11 de febrero, murió el propio Ray, y fue devorado. El 23 de febrero, el ballenero Dauphin, de Nantucket, recogió al capitán y a Ramsdale. Comandaba la nave el capitán Zimri Coffin.

 

 

Los hombres del tercer bote, al mando de Owen Chase, segundo de a bordo, fueron los que más aguantaron. Se separaron de las otras dos barcas antes de que el hambre y la sed llevaran a la tripulación del Essex a situaciones extremas; y enterraron al primero de sus muertos, Richard Peterson, de raza negra, el 20 de enero.

No fue hasta el 8 de febrero, día en el que Isaac Cole murió entre grandes convulsiones, cuando Owen Chase se vio obligado a proponerles a sus dos hombres, Benjamin Lawrence y Thomas Nickerson, que comieran carne humana: dos semanas más tarde que las otras dos barcas. En tamaña ocasión, procedieron de la siguiente manera: separaron del cuerpo los miembros, a los que cortaron toda la carne, arrancándola del hueso, después de lo cual, abrieron el cuerpo, sacaron el corazón, lo cerraron otra vez, lo cosieron como pudieron y lo entregaron al mar.

Bebieron del corazón y lo comieron. Comieron unos trozos de carne y colgaron el resto, cortado en finas tiras, para que se secara al sol. Hicieron fuego, tal y como había hecho el capitán, y asaron parte para que les sirviera de alimento al día después.

La mañana siguiente, vieron que la carne puesta al sol estaba echada a perder y tenía un color verde. Hicieron fuego otra vez para asarla y aprovechar lo que pudieran. Sobrevivieron a base de ella cinco días, sin tener que echar mano de los restos de pan que les quedaban.

Recuperaron las fuerzas gracias a la carne, que comían en trocitos, con agua salada. El 14, ya pudieron emplearse con un remo para guiar la barca.

El 15 ya se habían comido toda la carne, y les quedaba lo último del pan: dos galletas. Llevaban dos días con los brazos y las piernas hinchados, y empezaron entonces a tener dolores terribles. Calcularon que les quedaban todavía 300 millas.

El 17, al ver cómo se formaba una nube, Chase pensó que estaban cerca de tierra firme. Con todo y eso, la mañana siguiente, Nickerson, de 17 años, después de achicar el agua de la barca, se tumbó en el fondo, echándose un trozo de lona por encima, y dijo que se quería morir allí en el acto. El 19, a las siete de la mañana, Lawrence avistó una vela a siete millas de distancia, y los tres fueron rescatados por el bergantín Indian, de Londres, al mando del capitán William Crozier.

 

 

No se sabe qué suerte corrieron en los años venideros los tres hombres que sobrevivieron a su paso por la isla. Pero los cuatro de Nantucket que, junto con el capitán, sobrevivieron a la travesía por mar, se hicieron todos capitanes. Murieron de viejos: Nickerson, a los 77; Ramsdale, que tenía 19 cuando salió embarcado en el Essex, a los 75; Chase, que tenía 24, a los 73; Lawrence, de 30, a los 80; y Pollard, el capitán, que contaba con 31 años en aquel viaje, vivió hasta 1870 y una edad de 81.

El capitán, al volver a Nantucket, se hizo cargo del barco Two Brothers, otro ballenero, y cinco meses después de salir de puerto, chocó contra un arrecife al oeste de las islas Sándwich. El barco quedó completamente destrozado, y Pollard no volvió a hacerse a la mar. Con motivo de este segundo naufragio, llegó a decir: «Ahora sí que estoy arruinado del todo. Ningún armador me dejará ya nunca pilotar un barco suyo, pues todos dirán que soy un hombre sin suerte». Acabó sus días de sereno en la ciudad de Nantucket, protegiendo a la gente y sus casas en plena noche.

Owen Chase siempre tuvo suerte. En 1832 le construyeron el Charles Carrol, en Brant Point, Nantucket, y lo trajo colmado a puerto en dos ocasiones, con 2.600 barriles de aceite de cachalote cada una de ellas. Los últimos años que vivió, le dio por esconder comida en el desván de su casa.

LA PRIMERA PARTE es un DATO

Llamadme Ismael

Tengo para mí que la existencia de todo ser humano nacido en Norteamérica gira en torno a la idea del ESPACIO, desde la cueva Folsom al día de hoy 2. Lo escribo con mayúsculas porque aquí es algo mayúsculo. Mayúsculo y despiadado.

No es más que geografía, en el fondo, una tierra vastísima desde el mismo comienzo. De ahí surgió el primer relato norteamericano (el de Parkman3): la exploración.

Algo más que una extensión de mares planetarios a ambos lados, sin barreras que contuvieran una cosa tan inquieta como el ser humano occidental que se estaba ya gestando en días de Colón. De ahí surgió el relato de Melville (en parte).

SUMADA a una dureza que todavía perpetuamos, un sol como un tomahawk, pequeños terremotos, pero grandes tornados y huracanes, un río de norte a sur que parte en dos la tierra y drena la sangre.

El fulcro de Norteamérica son las llanuras, a mitad de camino entre la tierra y el mar, un sol en todo lo alto, metálico y obstinado como el ferruginoso horizonte, y el trabajo del ser humano, para hacer la cuadratura del círculo.

Los hay que cruzan a caballo semejante espacio, otros han de clavarse a la tierra como la estaca de una tienda de campaña para poder sobrevivir. Según lo veo yo, Poe cavó, y Melville cabalgó. Ellos son las dos alternativas.

Los estadounidenses se siguen creyendo unos demócratas. Pero sus triunfos son los de la máquina. Es el único dominio del espacio que conoce la mayoría de ellos: de la llanta al pistón, del músculo al chorro. Y les da una trayectoria.

Para Melville, lo que yace en el fondo de nosotros como individuos y como pueblo no es la voluntad de ser libres, sino la voluntad de aplastar la naturaleza. Ahab no tiene nada de demócrata. Moby Dick, en tanto antagonista, reina solo como fuerza natural, como recurso.

Me interesa un Melville que decidió, a la altura de 1850, escribir un libro sobre la industria ballenera y lo que le pasó a un hombre al mando de una de las máquinas más atinadas en su funcionamiento hasta la fecha, llevada a la perfección por los estadounidenses en la época: el ballenero.

Este capitán, de nombre Ahab, conocía el espacio. Lo cabalgó por los siete mares. Era un avezado patrón de barco, alguien que los pescadores entre los que me crie llamarían «de sedal fino». Grandes capturas: volvió con las bodegas llenas de barriles, a rebosar de grasa de ballena, la luz de los hogares europeos y norteamericanos hasta mediados del siglo XIX.

Este Ahab se había vuelto loco. El objeto de su atención era algo desmesuradamente grande y blanco. Se había convertido en un especialista: tenía todo el espacio concentrado en la forma de una ballena llamada Moby Dick. Y la asedió, tal y como hizo Colón con un océano; La Salle, con un continente; la expedición Donner, con el invierno que pasaron atrapados en las montañas4.

 

 

Me interesa un Melville que dejó vagar la mirada lo suficiente como para comprender que el Pacífico es parte de nuestra geografía, otro lejano Oeste, y que lo prefiguran las llanuras, antitético.

El principio del ser humano fue la mar salada, y la perpetua reverberación de este dato incontestable desde antiguo, renovado constantemente en el despliegue de la vida que constituye cada ser humano individual, es el dato más importante que hay que retener cuando se trata de Melville. Pelágico.

Tenía la tradición dentro de sí, muy dentro, en el cerebro, en las palabras; la sal le latía en la sangre. Tenía el mar de sí mismo, que era a la vez en él vigor y herida, como lo era la calle para Poe. Le permitió beber en Shakespeare. Hizo de Noé y de Moisés sus contemporáneos. La historia era ritual y repetición cuando la imaginación de Melville latía a su propio y acordado ritmo.

En un sentido más antiguo que el de los europeos, tenía más que ver con la magia que con la cultura. Una magia que es toda negra, a diferencia de la adoración. Porque la magia tiene un propósito: obligar a los seres humanos y a las fuerzas no humanas a someterse a la voluntad de uno. Como Ahab, estadounidense, con un único objetivo: enseñorearse de la naturaleza.

 

 

Estoy dispuesto a montar cual caballo la imagen que Melville tiene del ser humano, de la ballena y del océano, para hallar en él las profecías, las lecciones que no nos explicó con detalle. Cien años nos dan una ventaja. Porque Melville iba más allá de sí mismo en estatura, tal y como más allá de sí mismo iba el odio de Ahab. Melville se tiraba de cabeza; sabía cómo arriesgarse.

El pobre lo estropeó todo. Se hizo un lío con Jesucristo. Contrajo matrimonio y no lo consumó. Se le murió un hijo de tuberculosis, el otro se pegó un tiro. Solo cabalgó en su propio espacio una vez: con Moby Dick. Tenía que pasarse de rosca si quería ser alguien. Tenía que ir a todo galope, como buen estadounidense, si no quería ser puro torpor. Mitad caballo y mitad caimán.

Melville aguantó lo suyo, contra viento y marea. No le quedaba más remedio. Él era el origen, el aborigen. Un principiante. Sucede así con los soñadores que hacen falta para descubrir América: Colón y La Salle ganaron, y luego la perdieron a manos de los competentes. Daniel Boone amaba su tierra. Harrod cuenta que se encontró un día con Boone más al oeste de Kentucky de lo que ningún blanco había estado nunca. Oyó un ruido que no supo descifrar, se subió a una peña con sigilo y allí, en un claro en la alta hierba, halló a Boone, cantando solo. Boone murió al oeste del Misisipi, el delincuente más «buscado» en su propio país, sin dinero, sin espíritu, sin tierra.

 

 

Principiante, e interesado en los principios. A Melville se le daba bien echar la vista atrás en el tiempo, hasta llevar la historia a sus umbrales y transformar el tiempo en espacio. Era como un migrante que volviera a Asia sobre sus propios pasos, un inca que quisiera encontrar el hogar perdido.

Somos el último «primer» pueblo. Y se nos olvida. Vivimos a lo grande, abusamos de la tierra y de nosotros mismos. Perdemos lo primordial que tenemos.

Melville fue para atrás, logró así descubrirnos, venir para delante. Lo más lejos que llegó fue hasta Moby Dick.

Según Ortega y Gasset, el hombre de la Antigüedad, antes de hacer nada, dio un paso atrás, como el torero cuando va a asestar la estocada mortal5.

 

 

Whitman es más poeta, se ve en cómo esboza los grandes rasgos de la vida en los Estados Unidos y cómo se identifica de forma consciente con el pueblo. Pero Melville tenía la voluntad. Estaba sin hogar en su tierra, en su sociedad y en sí mismo.

La lógica y la clasificación habían llevado la civilización hasta el ser humano, la alejaron del espacio. Melville fue al espacio a sondear y encontrar al ser humano. Los primeros pobladores hicieron lo mismo: la poesía, el lenguaje y la preocupación por el mito, como dice Fenollosa6, crecieron a la par. Entre los egipcios, Horus era el dios de la escritura y el dios de la luna, una misma figura para ambos, un MONO BLANCO.

En el puesto de Zeus, Odiseo, el Olimpo, hemos tenido a César, Fausto, la Ciudad. El giro llevó del ser humano como grupo al ser humano individual. Ahora, a pesar de la corrupción del mito que ha supuesto el fascismo, el péndulo ha girado otra vez. Melville fue el que le dio el primer impulso.

 

 

Le tiraba el origen de las cosas, el primer día, el primer ser humano, el mar desconocido, Betelgeuse, el continente hundido. Su imaginación sacaba un arpón de los sitios pasivos.

Buscó lo primigenio. Tenía frío, igual que nosotros, pero se calentó al amor de los primeros fuegos que siguieron al Diluvio. Le dio el poder de encontrar el pasado perdido de Norteamérica, el presente no hallado, y construir un mito, Moby Dick, para un pueblo de Ismaeles.

Se le fue de las manos. Como se nos va a nosotros. Construimos a AHAB, la BALLENA BLANCA, y los perdimos. Dejamos que se nos fuera John Henry7, de raza negra, trabajador, martillo en mano:

 

Dejó el martillo en el suelo y se murió.

 

Hemos dicho de Whitman que es la voz más grande que tenemos porque nos dio esperanza. Melville es más verdadero. Vivió intensamente el mal que hizo su pueblo, su culpa. Pero recordó el primer sueño. La Ballena blanca es más precisa que Briznasde hierba. Porque es Norteamérica, todo el espacio que abarca, la malicia, la raíz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2 Yacimiento en una cantera a las afueras de Folsom, estado de Nuevo México, EE. UU., donde se descubrieron, en 1927, restos de huesos de bisonte y primitivas flechas que permitieron datar la presencia del ser humano en el subcontinente norteamericano 10.000 años atrás en el tiempo.

3 Francis Parkman, historiador estadounidense del siglo XIX, cuyo libro El camino de Oregón, publicado en España por la editorial Siete noches en 2007, fue siempre obra de referencia para Olson.

4 René Robert Cavelier de La Salle (1643-1687), explorador francés que recorrió el subcontinente norteamericano en numerosos viajes. La expedición Donner la formaron un grupo de pioneros estadounidenses, con George Donner y James F. Reed a la cabeza, que intentaron llegar a California por el camino del norte, y quedaron atrapados en la Sierra Nevada en el invierno de 1846-1847, perdiendo numerosos de sus miembros y viéndose obligados a caer en el canibalismo para sobrevivir.

5 «El grecorromano padece una sorprendente ceguera para el futuro. No lo ve, como el daltonista no ve el color rojo. Pero, en cambio, vive radicado en el pretérito. Antes de hacer ahora algo da un paso atrás, como Lagartijo al tirarse a matar». José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, segunda parte, «¿Quién manda en el mundo?», Barcelona, Círculo de Lectores, 1969, pág. 185.

6 Ernest Fenollosa y Ezra Pound, El carácter de la escritura china como medio poético, trad. de Mariano Antolín Rato, Madrid, Visor, 2001.

7 John Henry, personaje mítico de la cultura estadounidense, forjado en el siglo XIX como trabajador ferroviario, símbolo de los operarios enfrentados a la frialdad de la máquina y reemplazados por ella. La línea extractada a continuación forma parte de una pieza musical popular inspirada en el personaje.