Los amigos de los amigos - Henry James  - E-Book

Los amigos de los amigos E-Book

Henry James

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Beschreibung

Si, como dice Foster Wallace, toda historia de amor es una historia de fantasmas; "Los amigos de los amigos" es la historia perfecta. Historia o fábula de los encuentros que necesariamente deben ocurrir, y ocurren contra todos los pronósticos. Historia o fábula narrada por una protagonista torturada por sus celos, pálidos monstruos, burladores del alma, que finalmente se convierten en la clave de una trama compleja y llena de misterio. Quizás éste sea uno de los mejores relatos de Henry James, el rey de las atmósferas.

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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Creo —tal como adelantaste— que tiene mucho de interesante, pero poca aplicación práctica para la cuestión que analizamos: la posibilidad de publicación. Sus diarios son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, por supuesto, no tanto a las cosas que oía, sino a la que veía y sentía. A veces escribe sobre sí misma, a veces sobre otros, a veces sobre la mezcla de ambas cosas. Bajo este último punto se incluye lo que suele ser más vívido. Pero, como comprenderás, no siempre lo más vívido es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Te envío como ejemplo este fragmento que he dividido para tu comodidad en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que hice copiar, tiene el valor de ser más o menos redondo, algo así como un todo inteligible. Es evidente que estas páginas datan de unos cuantos años. He leído con la mayor curiosidad lo que exponen de modo un tanto ligero, e hice todo lo posible por digerir el prodigio que permiten deducir. Sería atractivo para cualquier lector, ¿no? Pero ¿te imaginas colocar semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no especifique los nombres ni las iniciales de sus amigos? ¿Tienes alguna pista sobre sus identidades? Le cedo a ella la palabra.

I

Sé perfectamente que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni agrega. Fui la primera en hablarle de ella, nunca la había oído nombrar. Después traté de consolarme pensando que aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí. Pero el consuelo que da el pensamiento es mínimo: en la vida el único consuelo verdadero es no haber hecho estupideces. Una bienaventuranza de la que yo, sin duda, nunca disfrutaré. “Deberías conocerla y hablar con ella”, le dije casi de inmediato. “Son almas gemelas”. Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Todos sus amigos lo sabían —cada dos por tres le pedían que relatara el incidente—. Era encantadora, inteligente, guapa, y claro, infeliz; pero precisamente a eso debía su popularidad. Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje con su tía fuera del país, tuvo la visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad. Ella se había adelantado a sus acompañantes, pasando sola a una salita que contenía una obra de arte famosa en la que había en aquel momento otros dos individuos. Uno era un vigilante anciano; al otro, lo tomó por un desconocido, un turista, antes de observarlo con más cuidado. Sólo notó que éste tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco. Pero en el instante en que se fijó bien en él vio con asombro a su padre, que, como si llevara esperándola mucho tiempo, la miraba con inusitada angustia y con una impaciencia que era casi un reproche. Corrió hacia él gritando descolocada: “¿Papá, qué te pasa?”; pero a esto siguió un sentimiento todavía más intenso al ver que ante ese movimiento su padre simplemente se desvanecía, dejándola abatida entre el vigilante y sus parientes, que para entonces ya la habían alcanzado. Esas personas: el empleado, la tía, los primos, fueron, en cierto modo, testigos del hecho —del hecho, o al menos, de la impresión que ella recibió—; se sumó a esto el testimonio de un médico que atendía a una de las personas del grupo y a quien se comunicó inmediatamente lo sucedido. El médico le dio un remedio contra la histeria pero le dijo a la tía en privado: “Espere a ver si no ocurre algo en su casa”. Y algo ocurrió: el pobre padre había muerto esa mañana, víctima de un ataque súbito y violento. La tía, hermana de la madre, recibió durante el día un telegrama en el que le anunciaban lo sucedido y le pedían que preparara a su sobrina. Su sobrina ya estaba preparada, y aquella aparición dejó en ella una marca indeleble. A todos nosotros, sus amigos, nos había sido transmitida, y todos la habíamos compartido de un modo un poco escalofriante. Hacía doce años de esto, y ella, una mujer con un matrimonio infeliz, ya separada de su marido, se había convertido en alguien interesante por otros motivos; pero como el apellido que ahora llevaba era un apellido común, y su separación judicial apenas permitía diferenciarla en los tiempos que corrían, era habitual clasificarla como “sí, esa, la que vio al fantasma de su padre”.

En cuanto a él, él había visto al de su madre… ¡qué más hacía falta! Yo no lo sabía hasta aquella ocasión en que nuestro cercano más íntimo, nuestro más agradable conocido, lo llevó, por algo que salió a raíz de nuestra conversación, a mencionar el asunto y eso inspiró mi impulso por contarle que tenía un rival en aquel terreno, una persona con quien comparar impresiones. Más tarde, esa historia se convirtió para él —quizá porque yo la repetía indebidamente— también en una cómoda etiqueta; pero no era de acuerdo a esa referencia como me lo habían presentado un año antes. Tenía otros méritos; como ella, pobrecita, también los tenía. Yo puedo decir sinceramente que fui muy consciente de sus méritos desde el primer momento, los descubrí antes de que él descubriera los míos. Recuerdo como me sorprendió que su percepción de los míos se intensificara por esto de que yo fuera empática, aunque no por propia experiencia, a su curiosa anécdota. Databa su anécdota, como la de ella, de una docena de años: fue un año en el que se había quedado, no sé por qué razón, más tiempo del esperado en Oxford. Era una tarde del mes de agosto; había estado en el río. Cuando volvió a su habitación, todavía a la clara luz del día, encontró allí a su madre, de pie, con los ojos como fijos en la puerta. Aquella mañana había recibido una carta de ella desde Gales, donde estaba con su padre. Al verlo le sonrió con muchísimo cariño y le tendió los brazos, y cuando él se adelantó abriendo los suyos lleno de alegría, ella se desvaneció. Él le escribió esa misma noche, contándole lo sucedido; la carta fue cuidadosamente conservada. A la mañana siguiente le llegó la noticia de su muerte. Aquella conversación nuestra, azarosa, lo dejó muy impresionado por el pequeño prodigio que yo le presenté. Nunca se había tropezado con otro caso igual. Desde luego, mi amiga y él tenían que conocerse; seguramente tendrían cosas en común. Yo lo coordinaría, ¿verdad? —si ella no tenía inconveniente—; él no lo tenía en absoluto. Yo había prometido hablarlo con ella lo antes posible, y en la misma semana lo hice. De “inconveniente” tenía tan poco como él; estaba perfectamente dispuesta a verlo. Y sin embargo, el encuentro no ocurriría de la manera como vulgarmente se entienden los encuentros.

II