Los amos del aire - Donald L. Miller - E-Book

Los amos del aire E-Book

Donald L. Miller

0,0

Beschreibung

Tras Hermanos de sangre y The Pacific, Los amos del aire es el libro que ha inspirado la nueva serie de Steven Spielberg y Tom Hanks para Apple TV. Los amos del aire es la historia personal de los bombarderos aliados que en la Segunda Guerra Mundial golpearon con su carga letal el mismísimo corazón del Tercer Reich. Combinando el poder del rigor histórico con la fuerza narrativa propia de la mejor ficción, su aclamado autor, Donald L. Miller, transporta al lector en un viaje trepidante a través de los cielos teñidos de fuego sobre Berlín, Hannover y Dresde, una guerra sin cuartel con devastadoras consecuencias tanto para la maquinaria de guerra nazi como para el pueblo alemán librada a más de 7000 metros de altitud, unas cotas a las que jamás se había combatido anteriormente y que llevaron a extremos inconcebibles la resistencia física y psicológica de las tripulaciones aliadas. El combate aéreo era mortal pero intermitente: periodos de inactividad y ansiedad eran seguidos por breves descargas de fuego y terror. La campaña de bombardeos angloamericana contra la Alemania nazi fue la operación militar más larga de la Segunda Guerra Mundial, una guerra dentro de otra guerra. Hasta que los soldados aliados entraron en Alemania en los últimos meses de la guerra, fue la única batalla librada dentro de territorio germano. Pero más allá de los aspectos militares, Los amos del aire es un relato tremendamente humano, de la vida en la Inglaterra del momento y en los campos de prisioneros alemanes, donde decenas de miles de aviadores pasaron parte de la guerra, y de las espeluznantes marchas del hambre que los aviadores capturados se vieron obligados a realizar a través del país que sus bombas destruyeron. Elaborado a partir de entrevistas recientes, historias orales y archivos estadounidenses, británicos, alemanes y de otros países, Los amos del aire es un relato autorizado y profundamente conmovedor de la primera y única guerra de bombarderos de la historia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 1528

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



«Una historia inquisitiva y apasionante de la guerra aérea estadounidense contra la Alemania nazi […] que recrea con viveza la vida cotidiana de los hombres que volaron en las misiones y la de sus compañeros en tierra […] describe resueltamente la devastación provocada por la campaña de bombardeos contra objetivos civiles y aborda las cuestiones morales de frente […] Miller pasa con efectividad de la discusión de teorías y tácticas a las historias personales que les dan peso humano».

William Grimes, The New York Times

«Durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, las únicas bajas estadounidenses en suelo europeo fueron aviadores caídos desde el cielo. Mucho antes de Normandía, los bomber boys estadounidenses libraron la campaña más larga de los aliados en la Segunda Guerra Mundial y llevaron la guerra a Hitler. Ahora tenemos la suerte de que el incomparable Donald Miller nos haya devuelto el recuerdo de estos amos del aire».

James Bradley, autor de Banderas de nuestros padres y Flyboys

«Absorbente y exhaustivo […] Miller no deja dudas acerca de la contribución de la 8.ª Fuerza Aérea a la derrota de los alemanes y a ayudar a poner fin a lo que podría haber sido una guerra mucho más larga».

Stephen J. Lyons, Chicago Tribune

«Los amos del aire deja sin al lector sin respiración […] Es un retazo de historia que cuenta de manera precisa y completa la trayectoria de la 8.ª Fuerza Aérea en su lucha mano a mano contra un enemigo duro y decidido. El increíble coste para ambas partes se relata con un fascinante detalle. Me dejó conmocionado».

Teniente general Bernard E. Trainor, marine retirado y coautor de Cobra II: The Inside Story of the Invasion and Occupation of Iraq

«Una crónica superlativa […] una historia maravillosa […] investigada y escrita de forma impresionante».

Library Journal

«El formidable y entretenido volumen de Miller puede llegar a ser la historia canónica de la 8.ª Fuerza Aérea».

Booklist

«Los amos del aire de Donald L. Miller es un logro sorprendente. La mezcla del ritmo narrativo del libro y la atención a los detalles humanos es fantástica en todos los sentidos de la palabra: aterrador, extraordinario y sumamente admirable. ¡Qué pedazo de historia!».

David McCullough

«El trabajo de Miller es siempre extraordinario, pero este imponente volumen es especialmente notable por su valiosa recuperación de detalles, como todo el desplome psicológico de los numerosos bomber boys asignados a matar civiles alemanes. Este es un relato poco común de la 8.ª Fuerza Aérea estadounidense y, con tantos lectores engañados por las fantasías de la “guerra justa” [The Good War], merece una amplia aceptación y la consagración definitiva como un clásico».

Paul Fussell, autor de La gran guerra y la memoria moderna

«Durante sesenta años hemos esperado una historia que iguale la saga épica de la lucha de la 8.ª Fuerza Aérea contra los cazas, el fuego antiaéreo y la meteorología en un campo de batalla que se mueve a casi cinco kilómetros por minuto y ocho millas sobre la corteza terrestre. Ahora está aquí. Con una destreza brillante, Don Miller pinta la historia a partir de la paleta de las voces de aquellos que tripulaban los aviones o de las personas que los esperaban en tierra».

Richard B. Frank, autor de Downfall: The End of the Imperial Japanese Empire

Los amos del aire

Miller, Donald L.

Los amos del aire / Miller, Donald L. [traducción de Javier Romero Muñoz].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024 – 776 p. ; 23,5 cm – (Segunda Guerra Mundial) – 1.ª ed.

D. L: M-564-2024

ISBN: 978-84-127443-2-3

94(410.1:430:73)“1942/1945”

355.46 623.557

LOS AMOS DEL AIRE

La historia de los aviadores que golpearon el corazón de la Alemania nazi

Donald L. Miller

Título original:

Masters of the Air

by Donald L. Miller

All Rights Reserved.

Published by arrangement with the original publisher, Simon & Schuster, LLC

Todos los derechos reservados

Publicado según el acuerdo con el editor original, Simon & Schuster, LLC

Copyright © 2006 by Donald L. Miller

ISBN: 978-0-7432-3544-0

© de esta edición:

Los amos del aire

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º dcha. 28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-127443-3-0

D.L.: M-564-2024

Traducción: Javier Romero Muñoz

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: febrero 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2024 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Créditos de las imágenes:

Hundredth Bomb Group Archives, Historian, Michael Faley: 4, 5; Louis Loevsky: 44; Mighty Eighth Air Force Museum, Savannah (Georgia): 3, 7, 8, 9, 10, 13, 14, 18, 22, 28, 29, 30, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 40, 41, 45, 46; National Archives and Record Administration, College Park (Maryland): 1, 2, 6, 11, 12, 15, 16, 17, 19, 20, 21, 23, 24, 25, 26, 27, 31, 32, 39, 42, 43.

Impreso por: Anzos

Impreso y encuadernado en España – Printed and bound in Spain

A la pandilla del bar Black Cat:Alyssa, Alexis, Ashlee,Devin, Austin y Mason

ÍNDICE

Agradecimientos

Prólogo. El «Sangriento 100.º»

CAPÍTULO 1

La mafia de bombarderos

CAPÍTULO 2

Los aficionados de Eaker

CAPÍTULO 3

El cielo peligroso

CAPÍTULO 4

¡Aviador abatido!

CAPÍTULO 5

Anatomía del valor

CAPÍTULO 6

Enséñalos a matar

CAPÍTULO 7

Las campanas del infierno

CAPÍTULO 8

Hombres en guerra

CAPÍTULO 9

Punto de inflexión

CAPÍTULO 10

Cielos liberados

CAPÍTULO 11

Trampa mortal

CAPÍTULO 12

Prisioneros de los suizos

CAPÍTULO 13

Ya he tenido bastante guerra

CAPÍTULO 14

La alambrada

CAPÍTULO 15

Terror sin fin

CAPÍTULO 16

Las chimeneas casi nunca se derrumban

CAPÍTULO 17

Un desfile de miserias

Epílogo

Bibliografía

En la primavera de 1944 [...] éramos maestros en el aire. La amargura de la lucha había generado en la Luftwaffe una tensión mayor de la que era capaz de soportar [...] Para nuestra superioridad aérea, que a finales de 1944 se convirtió en supremacía aérea, es necesario rendir un homenaje a la 8.ª Fuerza Aérea de Estados Unidos.

Winston Churchill, El anillo se cierra

En todo momento era consciente de la presencia de sus camaradas alrededor de él. Sentía la sutil hermandad de la batalla incluso con más fuerza que la causa por la que estaban combatiendo. Era una fraternidad misteriosa, nacida del humo y del peligro de muerte.

Stephen Crane, La roja insignia del valor

AGRADECIMIENTOS

Al mirar atrás, me doy cuenta de que este libro empezó en el momento en que descubrí, en la buhardilla de mis abuelos, la chaqueta de vuelo de mi padre de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época yo era un muchachito que visitaba a mis abuelos en su casa adosada en la que mi madre y su hermana Helen, recién casadas con chicos llamados a filas, pasaron los años de la guerra. Un año más tarde, mi madre vestía aquella chaqueta mientras tendía la colada de la familia en el patio. Me dijo que por la tarde iríamos al teatro Strand a ver The Glenn Miller Story, protagonizada por Jimmy Stewart, un héroe en la vida real de la 8.ª Fuerza Aérea, como me contó mi padre después de la proyección. La chaqueta pasó al fin a mis manos después de ver a Gregory Peck en Almas en la hoguera (Twelve O’Clock High), la mejor película que jamás se ha rodado de la 8.ª Fuerza Aérea. Me sorprende que me haya llevado tanto tiempo escribir este volumen acerca de una de las formaciones de combate más extraordinarias de la historia de la guerra.

Comencé a trabajar en esta historia antes de conocer a Robert «Rosie» Rosenthal, aunque, a partir de ese momento, él se convirtió en mi fuerza inspiradora. Siempre fue muy generoso con su tiempo y me puso en contacto con otros veteranos de su grupo de bombardeo, el «Sangriento 100.º». Conocí a «Rosie» en Savannah, Georgia, en el Mighty Eighth Air Force Heritage Museum, y su entusiasta equipo no tardó en convertir al museo en la nave nodriza de esta empresa. La directora de historia oral, Vivian Rogers-Price, fue quien más me ayudó, pues puso a mi disposición su impresionante colección de entrevistas con veteranos de la 8.ª Fuerza Aérea y halló más fotografías en la fabulosa colección del museo de las que yo podía soñar emplear. El antiguo responsable del museo, C. J. Roberts, y su director actual, el doctor Walter E. Brown, se esforzaron mucho por hacer mis visitas regulares a Savannah tan productivas como agradables.

Siempre que había dificultades, los veteranos de la 8.ª Fuerza Aérea, entre ellos Gale Cleven, Sherman Small, Lou Loevsky, Hank Plume, Craig Harris y el difunto Paul Slawter, encontraron tiempo para responder a mis preguntas. Y siempre estaba «Rosie».

En los cinco años que me llevó investigar y redactar esta historia entrevisté a más de 250 veteranos de la 8.ª Fuerza Aérea. Todos ellos eran modestos, sin excepción, nunca reclamaban atención e insistían en que los únicos héroes fueron los hombres que no regresaron. Ahora que nos van dejando, solo podemos esperar volver a conocer algún día a gente como ellos.

El trabajo del historiador sería imposible sin bibliotecarios comprometidos. En todos los centros de documentación que visité tuve la buena fortuna de encontrar a personas generosas como Stan Spurgeon, que dedicó una semana entera de su tiempo a guiarme entre la extraordinaria colección de historia oral del American Airpower Heritage Museum de Midland, Texas. El espacio me impide citar los nombres de docenas de bibliotecarios que me proporcionaron su experta asistencia, pero he enumerado sus instituciones en la Bibliografía.

Tengo una deuda especial con los hijos de los veteranos difuntos de la 8.ª Fuerza Aérea por poner a mi disposición las cartas y diarios de sus padres. Un agradecimiento especial para Pat Caruso y Suzi Tiernan, hijas de los aviadores Francis Gerald y Paul Slawter.

El Lafayette College no podría haber sido más útil. Karen Haduck, directora del servicio de préstamo interbibliotecario de la Skillman Library, halló una y otra vez viejos documentos y libros que creía inalcanzables. En uno u otro momento, casi todo el personal de investigación de la Skillman Library –y en particular Terese Heidenwolf– participó en esta aventura. El director de la biblioteca, Neil McElroy, al anticiparse a todas y cada una de mis necesidades, hizo que trabajar en Skillman fuera el equivalente a hacerlo en un gran centro de documentación.

Mellon Foundation y el Lafayette College proporcionaron la financiación que me permitió reunir a un equipo extraordinario de investigadoras estudiantes, lideradas por Alix Kenney, Marisa Floriani y Emily Goldberg, con la ayuda de Jessica Cygler, Miriam Habeeb y Margarita Karasoulas. Alix fue de particular ayuda en la Library of Congress y en los National Archives y localizó muchas de las fotografías del presente volumen. La indispensable Kathy Anckaitis me permitió concentrarme en mis estudios, al asumir un trabajo que, de otro modo, me habría desbordado.

Dos distinguidos historiadores militares, Williamson Murray y Conrad Crane, así como Michael P. Faley, de los archivos fotográficos del 100.º Grupo de Bombardeo, un historiador de profundos conocimientos, leyeron un borrador del manuscrito e hicieron acertadas críticas que me ahorraron embarazosos errores y omisiones. Donald Meyerson, mi amigo desde hace más de treinta y cinco años, y veterano condecorado en combate, leyó el libro según lo iba redactando y ayudó a darle forma en constantes conversaciones, que a veces se prolongaban hasta altas horas de la noche. Un segundo amigo íntimo, James Tiernan, leyó fragmentos del original y me proporcionó una inmensa ayuda con mis investigaciones en el Reino Unido, en el Imperial War Museum, el Mass-Observation Archive y los museos de las viejas bases de la 8.ª Fuerza Aérea gestionados por entusiastas voluntarios. Un agradecimiento especial es para Ron Batley, del 100th Bomb Group Memorial Museum en Thorpe Abbotts, por alojarme en Anglia Oriental y organizar entrevistas con los lugareños que conocieron a los bomber boys estadounidenses durante la guerra. El National D-Day Museum de Nueva Orleans me facilitó ayuda de viaje para investigar en Alemania y otros cuatro países de la Europa continental. Susan Wedlake, de la oficina de asuntos culturales de la embajada estadounidense en Londres, me organizó conferencias de presentación del libro, entre otros lugares, en las universidades de Oxford y Cambridge. Además, visité por primera vez las antiguas bases de la 8.ª Fuerza Aérea mientras residía en el All Souls College de Oxford.

Escribir puede ser la ocupación más solitaria que existe, pero dos amigos, Bob Bender, mi editor, y Gina Maccoby, mi agente, siempre estuvieron ahí con su apoyo y sus inteligentes consejos. He publicado cuatro libros con Bob y su soberbia asistente, Johanna Li, y seis con Gina y en ningún otro fueron de tanta ayuda como en este. Gypsy da Silva y Fred Chase, una vez más, han sido mis editores de texto y también mis perspicaces críticos. La becaria Dahlia Adler fue su capaz asistente. Por fin, está mi madre, Frances Miller, la persona que más me ha inspirado y animado en mi vida y quien me alentó a escribir este libro.

Todo libro que escribo debería estar dedicado a Rose. Como más de uno de mis amigos ha dicho: sin Rose, no hay libros. Sin embargo, este es para nuestros seis nietos –la banda del bar Black Cat– el lugar de reunión en nuestro hogar, como lo llama mi nieta Alyssa, y también lo dedico a la memoria de mi padre, Donald L. Miller.

PRÓLOGO

EL «SANGRIENTO 100.O»

La 8.ª Fuerza Aérea fue una de las formaciones de combate más grandes de la historia de la guerra. Tenía el mejor equipo y los mejores hombres, todos los cuales, a excepción de unos pocos, eran civiles estadounidenses, formados y dispuestos a combatir por su país y por una causa que consideraban en peligro: la libertad. Esto es lo que hizo especial a la Segunda Guerra Mundial.

Andy Rooney, My War

Londres, 9 de octubre de 1943

La guerra particular del comandante John Egan empezó mientras desayunaba en un hotel londinense. Egan había llegado con un permiso de dos días desde Thorpe Abbotts, una base de bombarderos estadounidenses situada a unos 145 kilómetros al norte de Londres y a un paseo de la aldea de Norfolk que le daba nombre. La estación n.º 139, pues tal era su designación oficial, con sus 3500 aviadores y personal de apoyo, estaba construida en las tierras de un noble. Las dotaciones despegaban rumbo a la guerra sobre los campos labrados por los aparceros de sir Rupert Mann, los cuales vivían cerca, en ruinosas casitas de piedra calentadas por chimeneas abiertas.

Thorpe Abbotts se halla en Anglia Oriental, una región repleta de historia, de antiguas granjas, ríos serpenteantes y marismas bajas. Se extiende al norte desde los chapiteles de Cambridge hasta la elevada localidad catedralicia de Norwich y hacia el este llega hasta Great Yarmouth, un puerto industrial en las oscuras aguas del mar del Norte. Con sus canales de drenaje, sus molinos de viento y sus extensos marjales, este rincón de Inglaterra recuerda a Holanda, situada justo al otro lado de las aguas.

Se trata de un arco de tierra que se adentra en el mar, el cual, en los años de guerra, apuntaba como un hacha alzada contra el enemigo. Sus campos drenados proporcionaron buenas bases aéreas desde las que golpear en lo más hondo del Reich germano. Más o menos un siglo por detrás de Londres en ritmo y personalidad, la guerra la transformó en uno de los grandes frentes de batalla del mundo, una vanguardia bélica del todo diferente a ninguna otra de la historia.

Era un frente aéreo. Desde las bases recién construidas de Anglia Oriental se libró un nuevo tipo de contienda: el bombardeo estratégico desde gran altura. Fue un acontecimiento singular en la historia de la guerra, no tenía precedentes y nunca más volvió a repetirse. La tecnología necesaria para librar una contienda de bombarderos prolongada y a gran escala no estuvo disponible hasta principios de la década de 1940 y durante los compases finales de esa misma guerra de bombarderos los aviones de motor a chorro, los misiles propulsados por cohetes y las bombas atómicas la dejaron obsoleta. En el aire tenue y gélido sobre el noroeste de Europa, los aviadores sufrieron y murieron en un entorno que ningún otro guerrero había experimentado nunca. Fue una contienda aérea librada no a 4000 metros, como la Primera Guerra Mundial, sino a altitudes dos o tres veces superiores, cerca de la estratosfera, donde los elementos eran aún más peligrosos que el enemigo. En este campo de batalla color azul brillante, el frío mataba, el aire era irrespirable y el sol exponía a los bombarderos a la súbita violencia de los aviones de caza y los cañones de tierra germanos. Este campo de matanza infinito y desconocido añadía una nueva dimensión al tormento del combate y ocasionó problemas emocionales y físicos que los efectivos no habían experimentado hasta entonces.

Para la mayoría de aviadores, volar era algo tan ajeno como combatir. Antes de alistarse, miles de tripulantes estadounidenses jamás habían puesto pie en un aeroplano o habían disparado a nada más amenazador que una ardilla. Un nuevo tipo de guerra dio lugar a un nuevo tipo de práctica médica: la medicina aérea. Sus pioneros fueron cirujanos y psiquiatras que trabajaban en hospitales y clínicas situadas a poca distancia de las bases de bombarderos, lugares donde se enviaba a los hombres cuando la congelación les destrozaba el rostro y los dedos, o cuando el trauma y el terror los vencían.

La guerra de los bombarderos era una contienda intermitente. Se alternaban periodos de inactividad y aburrimiento con breves ráfagas de furia y miedo. Al regresar del combate en los cielos, los hombres encontraban sábanas limpias, comida caliente y la adoración de las chicas inglesas. En esta increíble contienda, un muchacho de 19 o 20 años podía, en el mismo día, estar combatiendo a vida o muerte sobre Berlín a las once en punto de la mañana y disfrutar en un hotel londinense de la cita de sus sueños a las nueve de la noche. Algunos infantes envidiaban el confort de los aviadores, pero, tal y como se pregunta el personaje de una novela de un navegante estadounidense: «¿Cuántos tipos de la infantería crees que se dirigirían a la línea del frente si les dieran un avión con depósitos llenos de gasolina?».1 La guerra aérea, presentada a la opinión estadounidense como una forma de ganar más rápida y decisiva que los trabajosos combates terrestres, se convirtió en una lenta y brutal batalla de desgaste.

John Egan era jefe de un escuadrón de B-17 Fortalezas Volantes, una de las máquinas de matar más temibles del mundo en su época. Egan era un bomber boy: destruir era su oficio. Y, al igual que otros tripulantes de bombarderos, se entregó a su trabajo sin ningún atisbo de mala conciencia, convencido de combatir por una causa noble. También mataba para que no lo matasen.

Egan llevaba cinco meses volando misiones de combate en el teatro aéreo de la guerra más peligroso, las «Grandes Ligas»,* como lo llamaban los hombres; y este era su primer permiso prolongado… Si bien apenas tuvo respiro. Esa noche, la Fuerza Aérea alemana, la Luftwaffe, castigó la ciudad y causó incendios en los alrededores del hotel. Era su primera vez bajo las bombas y le resultó imposible dormir a causa del aullido de las sirenas y el retumbar de las explosiones.

Egan estaba destinado en la 8.ª Fuerza Aérea, una unidad de bombarderos que se había formado un mes después de Pearl Harbor en la base aérea del Ejército de Savannah, Georgia, para asestar el primer golpe estadounidense contra la Alemania nazi. Tras un comienzo poco prometedor, pronto empezó a convertirse en una de las grandes fuerzas de ataque de la historia. Egan llegó a Inglaterra en la primavera de 1943, un año después de que los primeros hombres y máquinas de la 8.ª empezaran a ocupar bases transferidas por la RAF (la Real Fuerza Aérea británica), cuyos bombarderos llevaban percutiendo sobre ciudades alemanas desde 1940. Cada uno de los Grupos de Bombardeo (Bombardment Group, coloquialmente entre los aviadores Bomb Group) numerados –el suyo era el 100.º Grupo– se componía de cuatro escuadrones con de ocho a doce bombarderos cuatrimotores, los denominados heavies [pesados], y ocupaban su propia estación aérea, en Anglia Oriental o en las Midlands, justo al norte de Londres, en las inmediaciones de la localidad de Bedford.

Durante un tiempo en 1943, la 8.ª dispuso de cuatro grupos de bombardeo equipados con bimotores B-26 Marauder, que se empleaban sobre todo para ataques a baja y media altura, con resultados desiguales. En octubre de ese año, estas pequeñas unidades de Marauders fueron transferidas a otra formación estadounidense con base en Gran Bretaña, la 9.ª Fuerza Aérea, que estaba siendo organizada para proporcionar apoyo aéreo próximo al desembarco al otro lado del canal, en la Europa ocupada por los nazis. Desde ese momento hasta el fin de la contienda, todos los bombarderos de la 8.ª Fuerza Aérea fueron Fortalezas o B-24 Liberator, los únicos aparatos estadounidenses diseñados para ataques a larga distancia y desde gran altura. Por otra parte, la 8.ª mantuvo su propia formación de cazas para proporcionar escolta en misiones de penetración superficial en el norte de Europa. Sus pilotos volaban monomotores P-47 Thunderbolt y bimotores P-38 Lighting y operaban desde bases cercanas a las estaciones de bombarderos.

Cuando el 100.º Grupo de Bombardeo volaba en combate, solía hacerlo acompañado de otros dos grupos de bombardeo de bases próximas, el 390.º y el 95.º y los tres formaban la 13.ª Ala de Combate. Un ala de combate era una pequeña parte de una formación de muchos centenares de bombarderos y escoltas de caza que sacudían la tierra bajo los campesinos ingleses que salían de sus cabañas al amanecer para ver partir a los americanos «a zurrar a los hunos».

«Nadie […] podía evitar emocionarse al ver las grandes falanges que partían desde los aeródromos de Anglia Oriental –escribió el historiador John Keegan, un muchacho que se crio en Inglaterra durante la guerra–. Escuadrón tras escuadrón, ascendían y formaban círculos por grupos y alas. Después, partían al sudeste, cruzando el mar en demanda de sus objetivos, una constelación refulgente y centelleante de gracia aérea y de poder bélico, que dejaba sobre el azul profundo de los cielos veraniegos ingleses puras estelas de condensación blanca formadas por seiscientas puntas de ala. Con cada misión volaban tres mil de los mejores y más brillantes aviadores de Estados Unidos, diez por “nave”; cada una de estas tenía un mote característico, a menudo basado en el título de una canción, como My Prayer, o una frase de una película, como “Yo soy Tondelayo”».2

Durante el vuelo hacia la costa, «sintonizábamos la BBC para escuchar todos los temas románticos del momento»,3 recordó el copiloto Bernard R. Jacobs de Napa, California. Al pasar sobre la siempre verde campiña inglesa, a Jacobs le pareció extraño que una tierra tan apacible fuera la base de una campaña de inimaginables matanzas, de una destrucción como nunca había conocido el mundo.

Aunque el presidente Franklin D. Roosevelt había puesto fin hacía poco a los alistamientos voluntarios, la 8.ª Fuerza Aérea seguía siendo una formación de élite, compuesta casi en exclusiva por voluntarios, hombres que se habían incorporado antes de la orden presidencial u hombres muy preparados captados por los reclutadores de la Fuerza Aérea después de que el Ejército los movilizara, pero antes de que los asignasen un destino concreto. Las dotaciones de bombardeo de la 8.ª Fuerza Aérea las componían gentes de todos los confines de Estados Unidos y de casi todos los estratos sociales. Había graduados en Historia por Harvard y mineros de carbón de Virginia Occidental, abogados de Wall Street y vaqueros de Oklahoma, ídolos de Hollywood y héroes del fútbol americano. El actor Jimmy Stewart fue un bomber boy, como también lo fue el Rey de Hollywood, Clark Gable. Ambos sirvieron junto con hombres y muchachos que limpiaban cristales en las oficinas de Manhattan o cargaban vagones de carbón en Pensilvania… Polacos e italianos, suecos y alemanes, griegos y lituanos, nativos americanos e hispanoamericanos, aunque no afroamericanos, pues la política oficial de la Fuerza Aérea prohibía que los negros volaran en las unidades de combate de la 8.ª Fuerza Aérea. En los claustrofóbicos compartimentos de los bombarderos pesados, en el crisol del combate, católicos y judíos, ingleses e irlandeses se hermanaron en espíritu, aunados por el deseo de no morir. En la guerra de los bombarderos, la capacidad de sobrevivir, de sacudirse el miedo, dependía tanto del carácter de la tripulación como de la personalidad del individuo. «Quizá en ningún otro momento de la historia de la guerra –escribió Starr Smith, antiguo oficial de inteligencia de la 8.ª Fuerza Aérea–, ha existido una relación entre combatientes similar a la que se dio entre las dotaciones de combate de los aviones pesados de bombardeo».4

La 8.ª Fuerza Aérea llegó a Inglaterra en el momento más sombrío para las naciones en liza contra las potencias del Eje: Alemania, Italia, Japón y sus aliados. Los imperios de ingleses, neerlandeses y franceses en el Lejano Oriente y en el Pacífico habían caído hacía poco en manos de los japoneses, al igual que las Filipinas bajo ocupación estadounidense. En mayo de 1942, cuando el general de división Carl A. «Tooey» Spaatz llegó a Londres para asumir el mando de las operaciones aéreas estadounidenses en Europa, Japón controlaba un extenso imperio territorial. Los muchachos de la RAF habían vencido en la batalla de Inglaterra un par de años antes, Inglaterra había resistido el Blitz, la primera campaña extensa de bombardeo de la guerra, pero desde la evacuación del Ejército británico de Dunkerque en mayo de 1940, y la caída de Francia poco después, Alemania había sido la dominadora absoluta del oeste de Europa. En la primavera de 1942, Gran Bretaña estaba sola y expuesta, la última democracia europea superviviente en la contienda contra los nazis. La pregunta era ¿cómo devolver el golpe al enemigo?

«No disponemos de un ejército continental que pueda derrotar al poder militar germano –declaró el primer ministro Winston Churchill–. Pero existe una cosa que lo […] doblegará y es un ataque absolutamente devastador, de exterminio, con bombarderos muy pesados enviados desde este país contra el corazón nazi».5 A partir de 1940, el Mando de Bombarderos de la RAF atacó los objetivos industriales de Renania y el Ruhr, núcleos del poder material nazi. Las primeras incursiones de la RAF tuvieron lugar a la luz del día, pero, tras encajar pérdidas devastadoras, esta se vio obligada a bombardear de noche y a cambiar de blancos. Dado que durante las noches sin luna era imposible avistar, y mucho menos alcanzar, plantas industriales, la RAF empezó a bombardear conurbaciones enteras; reventar ciudades era el apropiado término que empleaban las tripulaciones. El propósito era desencadenar incendios arrasadores que acabaran con miles de personas y quebraran la moral de los civiles alemanes. El bombardeo era muy poco preciso y las pérdidas de dotaciones terribles. Sin embargo, matar germanos era maravilloso para la moral británica… Era la respuesta a los bombardeos de Coventry y Londres. Además, Inglaterra no tenía ningún otro modo de infligir daños directos a Alemania. Hasta que los ejércitos aliados no entraron en Alemania en los meses finales de la contienda, el bombardeo estratégico fue la única batalla que se libró en el interior de la patria nazi.

La 8.ª Fuerza Aérea fue enviada a Inglaterra para incorporarse a esta campaña de bombardeo cada vez más acelerada. Fue la batalla más prolongada de la Segunda Guerra Mundial. Inició las operaciones de combate en agosto de 1942, en apoyo del esfuerzo bélico británico, aunque con un plan y unos propósitos diferentes. La clave era la mira de bombardeo Norden, un dispositivo de alto secreto desarrollado a principios de la década de 1930 por científicos de la Marina. Pilotos como Johnny Egan lo probaron en los elevados y refulgentes cielos del oeste estadounidense y lograron colocar sus bombas sobre blancos de arena con una precisión espectacular; algunos bombarderos afirmaban poder colocar una solitaria bomba en un barril de pepinillos desde 6000 metros. La mira Norden, insistían los jefes de la Fuerza Aérea, haría más efectivo y más humano el bombardeo de gran altura. Ahora era posible golpear las ciudades con precisión quirúrgica y destruir las fábricas de municiones con pérdidas mínimas de vidas y propiedades civiles.

La 8.ª Fuerza Aérea era el instrumento de este bombardeo «de barriles de pepinillos». Con máquinas mortíferas como la Fortaleza Volante o el Consolidated B-24 Liberator, también formidable, la contienda podía ganarse, aducían los teóricos de la guerra de bombardeo, sin una masacre en tierra similar a la de la Primera Guerra Mundial, o con elevadas pérdidas de vidas en el aire. Esta idea no ensayada atraía a una opinión pública estadounidense que temía las luchas prolongadas, pero que ignoraba que el combate siempre desconcierta a la teoría.

El bombardeo estratégico diurno podía hacerse solo con bombarderos, sin aviones de caza que los protegieran. Tal era la convicción inamovible del general de brigada Ira C. Eaker, antiguo piloto de caza al que Carl Spaatz eligió para comandar las operaciones de bombardeo de la 8.ª Fuerza Aérea. Eaker creía que los bombarderos, al volar en formaciones cerradas –organizadas en «cajas de combate» autodefensivas–, disponían de la potencia de fuego concentrada necesaria para abrirse paso hasta el objetivo. Johnny Egan tenía fe en el bombardeo estratégico, aunque no creía en esta idea. Se incorporó a la guerra en el momento en que Ira Eaker empezó a enviar a sus flotas de bombarderos al interior de Alemania, sin escolta de cazas, pues en esa época no existía ningún avión monomotor con radio de acción suficiente para acompañar a los cazas pesados hasta los distantes objetivos y escoltarlos de regreso. En el verano de 1943, Johnny Egan perdió a muchos amigos a causa de la Luftwaffe.

LA DOTACIÓN DE UN BOMBARDERO PESADO DE LA 8.ª FUERZA AÉREA SE componía de diez hombres. El piloto y su copiloto se sentaban en la cabina, uno al lado del otro; el navegante y el bombardero estaban justo debajo, en el morro de plexiglás transparente del aparato. Detrás del piloto estaba el ingeniero de vuelo, que también controlaba la torreta superior. Algo más atrás, en un compartimento separado, estaba el operador de radio, que manejaba una ametralladora dorsal; y en mitad del aparato había dos artilleros dorsales y el servidor de la torreta de bola o ball turret, situado en una burbuja giratoria de plexiglás que pendía –en una posición terriblemente expuesta– de la parte inferior del fuselaje. En un compartimento aislado en la parte posterior del avión iba el artillero de cola, subido a un asiento de bicicleta agrandado. Cada posición del avión estaba expuesta; en el cielo no había trincheras. Junto con las tripulaciones de los U-boote alemanes y estadounidenses, y los pilotos de la Luftwaffe que encontraban en combate, los bomber boys estadounidenses y británicos ocupaban el puesto más peligroso de la guerra. En octubre de 1943, menos de uno de cada cuatro aviadores de la 8.ª Fuerza Aérea completó su turno de servicio: veinticinco misiones de combate. Las estadísticas no eran nada tranquilizadoras. Dos tercios de los hombres morirían en combate o serían capturados por el enemigo. Un 17 por ciento sufriría heridas de gravedad, quedaría discapacitado por un colapso mental o moriría en accidente aéreo sobre suelo inglés. Apenas un 14 por ciento de los aviadores asignados al grupo de bombardeo del comandante Egan, que había llegado en mayo de 1943 a Inglaterra, lograría cumplir su vigésimo quinta misión. Hacia el fin de la contienda, la 8.ª Fuerza Aérea habría sufrido más bajas mortales –26 000– que todo el Cuerpo de Marines de Estados Unidos. Un 77 por ciento de los estadounidenses que volaron contra el Reich antes del Día D acabó muerto, herido, desaparecido o prisionero.6

Como jefe del 418.º Escuadrón del 100.º, Johnny Egan voló con sus hombres en todas las misiones duras. Cuando sus muchachos se exponían al peligro, quería afrontarlo con ellos. «Todo el que vuela en operaciones está loco»,7 confesó Egan al sargento Saul Levitt, operador de radio de su escuadrón, que, tras resultar herido en un accidente en la base, fue transferido a la plantilla de la revista Yank, una publicación del Ejército. «Y, aun así –dijo Levitt–, siguió siendo un loco y siguió volando operaciones. Y no eran precisamente rutinarias […]».

Cuando sus «hombres-muchachos», como Egan los llamaba, caían envueltos en llamas en sus aviones, él escribía a su hogar, a las esposas y madres. «No eran cartas reglamentarias –recordó Levitt–, el comandante creía que debían estar escritas a mano para ofrecer cercanía y no existen copias de esas misivas. Nunca habló mucho de ellas. Las cartas eran algo entre él y las familias implicadas».8

El comandante Egan era bajo y delgado como una vara, apenas pesaba 63 kilos, con espeso cabello negro peinado en un tupé, ojos negros y un finísimo bigote. Se distinguía por su cazadora de aviador forrada de vellón blanco y una forma de hablar característica, un estilo callejero tomado del escritor Damon Runyon. A sus 27 años, era uno de los «viejos» de la unidad, aunque a los jóvenes miembros de su escuadrón los retaba: «Puedo beber más que todos vosotros, niños».9 En las noches que no tenía previsto volar al día siguiente, subía a un jeep para ir a su «local», donde se reunía en la barra con una cuadrilla de obreros irlandeses con la que cantaba baladas hasta que se agotaban los barriles o el dueño, cansado, los echaba.

Mientras Egan se divertía, su mejor amigo solía estar en el catre. Los placeres del comandante Gale W. Cleven eran simples. Le gustaba el helado, el melón cantalupo y las películas bélicas inglesas; era fiel a Marge, la novia que le esperaba en casa. Vivía para volar y, junto con Egan, era uno de los miembros de la «Cámara de los Lores de los pilotos».10 Sus amigos de la infancia lo llamaban «Cleve», pero Egan, su inseparable compañero desde la escuela de vuelo en Estados Unidos, lo rebautizó «Buck» porque se parecía a un muchacho con ese nombre al que Egan había conocido en Manitowoc, Wisconsin. El apodo arraigó. «Nunca me ha gustado, pero he sido Buck desde entonces»,11 manifestó Cleven sesenta años más tarde, después de lograr un máster de la Escuela de Negocios de Harvard y un doctorado en física interplanetaria.

Gale Cleven, enjuto y de hombros caídos, se crio en el duro entorno petrolífero del norte de Casper, Wyoming, y trabajó como peón en un equipo de perforación hasta que acudió a la Universidad de Wyoming. Con su gorra de oficial ladeada y un palillo asomando de la boca, parecía un tipo rudo, pero «tenía un corazón tan grande como Texas y lo daba todo por sus hombres»,12 según explicó uno de sus aviadores. Era una persona de extravagante viveza y puede que uno de los mejores contadores de historias de la base.

Jefe de escuadrón a sus 24 años, se convirtió en un héroe en Estados Unidos después de protagonizar una historia del Saturday Evening Post relacionada con el raid de Ratisbona firmada por el teniente coronel Beirne Lay jr., futuro coautor, junto con Sy Bartlett, de Almas en la hoguera (Twelve O’Clock High!),** la mejor novela y posterior película surgida de la guerra aérea europea. La misión de Ratisbona-Schweinfurt del 17 de agosto de 1943 fue la operación más grande y más desastrosa que habían emprendido los estadounidenses hasta ese momento. Se perdieron 60 bombarderos y casi 600 hombres. Fue un «doble golpe» contra las fábricas de aviación de Ratisbona y la planta de rodamientos de bolas de Schweinfurt, dos enormes centros industriales protegidos por uno de los sistemas de defensa aérea más formidables del mundo. Beirne Lay voló ese día con el 100.º como observador en una Fortaleza llamada Piccadilly Lilly. Entre el fuego y el caos de la batalla, vio a Cleven, con su vulnerable escuadrón inferior –estaba en el denominado rincón de los ataúdes, el grupo más bajo y rezagado de la columna de bombarderos–, «vivir su mejor momento».13 Con su avión destrozado por los cazas enemigos, el copiloto de Cleven se dejó llevar por el pánico y se dispuso a saltar. «Ante los daños estructurales, la pérdida parcial de control, el incendio y las heridas graves del personal y la llegada de nuevas oleadas de cazas de ataque [Cleven] tenía motivos justificados para abandonar la aeronave», escribió Lay. Sin embargo, ordenó a su copiloto quedarse donde estaba. «Sus palabras se oyeron por el interfono y tuvieron un efecto mágico sobre la dotación. Se mantuvieron en sus puestos. El B-17 siguió adelante».14

Beirne Lay recomendó a Cleven para la Medalla de Honor. «No la recibí y no la merecía»,15 dijo Cleven. Sí que le dieron la Cruz por Servicios Distinguidos, aunque nunca fue a Londres a recogerla. «¿Una medalla? Demonios, lo que necesitaba era una aspirina –comentó mucho tiempo después–. Por lo que me quedé sin condecoración».16

La historia de Cleven en el raid de Ratisbona «electrificó la base»,17 recordó Harry H. Crosby, navegante del 418.º Escuadrón de Egan. Johnny Egan también combatió bien ese día. Cuando le preguntaron cómo sobrevivió, este respondió con sorna: «Llevaba dos rosarios, dos medallas de la buena suerte y un billete de 2 dólares del cual masticaba una esquina por cada una de mis misiones. También llevaba el jersey al revés y mi chaqueta de la suerte».18 Otros no tuvieron tanta fortuna. El 100.º perdió 90 efectivos.

Ese verano, las bajas se acumularon a un ritmo alarmante, demasiado rápido para que los hombres pudieran llevar la cuenta. Un aviador de reemplazo llegó a Thorpe Abbotts a tiempo para un bocado de última hora, se fue a dormir en su nuevo camastro y cayó a la mañana siguiente sobre Alemania. Nadie recordó su nombre. A partir de entonces, fue conocido como «el hombre que vino a cenar».19

Ante la muerte de tantos amigos, los hombres del 100.º estaban muy necesitados de héroes. En el club de oficiales, los jóvenes aviadores se reunían alrededor de Cleven y Egan y «veían a los dos volar misiones con sus manos»,20 escribió Crosby en sus memorias de la guerra aérea. «La tropa los adoraba» y los pilotos querían volar igual que ellos. Con sus gallardas bufandas blancas y sus gorras «de cincuenta misiones», eran personajes extraídos de I Wanted Wings [Yo quería alas], otro libro de Beirne Lay en el que también se basó una película hollywoodiense,*** y que alentó a miles de jóvenes a alistarse en el Cuerpo Aéreo del Ejército. Incluso hablaban como en Hollywood. La primera vez que Crosby se fijó en Cleven estaba en el club de oficiales. «Por algún motivo quería hablarme y me dijo “estacione aquí, teniente”».21

A Cleven le caían bien los jóvenes reemplazos, pero le preocupaba su valentía no demostrada. «Su miedo no era tan grande como el nuestro y, por tanto, era más peligroso. Ellos temían a lo desconocido. Nosotros temíamos lo conocido».22

EN LA MAÑANA DEL 8 DE OCTUBRE DE 1943, MÁS O MENOS UNA HORA antes de que Johnny Egan subiera al tren que le llevaría a Londres en su primer permiso de Thorpe Abbotts, «Buck» Cleven despegó rumbo a Bremen. Nunca regresó. Tres cazas de la Luftwaffe surgieron del sol**** y destrozaron su Fortaleza; dejaron fuera de servicio tres motores, abrieron boquetes en la cola y el morro, arrancaron buena parte del ala izquierda e incendiaron la cabina. La situación era desesperada y Cleven ordenó saltar a la tripulación. Fue el último hombre en abandonar el aeroplano. Cuando saltó, el bombardero estaba apenas a unos 600 metros del suelo.

Esto sucedió a las 15.15 h, más o menos la hora en la que Johhny Egan se registró en su hotel londinense. Suspendido de su paracaídas, Cleven vio que iba a aterrizar cerca de una pequeña granja «y más rápido de lo que me hubiera gustado».23 Balanceó el paracaídas para evitar la casa, pero perdió el control y entró volando por la puerta abierta hasta la cocina; se llevó por delante muebles y una pequeña estufa de hierro. La mujer y la hija del granjero se pusieron a gritar, histéricas, y el granjero le colocó una horca sobre el pecho. «En mi penoso alemán de escuela secundaria, traté de convencerle de que era un buen tipo. No me creía».24

Esa noche, algunos de los hombres del escuadrón de Cleven que habían sobrevivido a la misión de Bremen entraron en la taberna de la aldea y se agarraron una buena borrachera. «Ninguno de nosotros podía creer que ya no estaba»,25 dijo el sargento Jack Sheridan, también miembro del escuadrón de Cleven. Si Cleven «el invencible» no podía lograrlo, ¿quién podría? Pero, tal y como observó Sheridan, «hombres desaparecidos no detienen una guerra».26

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en el hotel huevos fritos con un whisky doble, Johnny Egan leyó los titulares del Times de Londres: «La 8.ª Fuerza Aérea pierde treinta Fortalezas sobre Bremen». Saltó de la silla y corrió a telefonear a la base. Las normas de seguridad en tiempo de guerra eran estrictas, por lo que la conversación fue en código. «¿Cómo fue el partido?»,27 preguntó. Le habían dicho que habían eliminado a Cleven. Silencio. Egan se repuso y preguntó: «¿El equipo tiene partido mañana?».

«Sí», le respondieron.

«Quiero ser el lanzador».28

Esa misma tarde estaba de vuelta en Thorpe Abbotts a tiempo de «sufrir la espera» de una larga misión que el grupo voló sobre Marienburg, una incursión dirigida por el jefe del 100.º, el coronel Neil B. «Chick» Harding, antigua estrella del equipo de fútbol americano de West Point. Tan pronto como retornaron los escuadrones, Egan obtuvo permiso de Harding para dirigir la formación del 100.º en la misión del día siguiente. Al amanecer, fue a una de los barracones de las tripulaciones y despertó al piloto John D. Brady, antiguo saxofonista de una de las bandas más grandes del país. Harry Crosby, cuya cama estaba al otro lado de la del capitán Brady, oyó la conversación. «John, voy a volar contigo […] vamos a cazar a los bastardos que derribaron a Buck».29 A continuación, los dos hombres fueron a la reunión previa al despegue.

«El objetivo de hoy es Münster»,30 informó a las somnolientas tripulaciones el oficial de inteligencia, el comandante Miner Shaw, mientras retiraba la tela que cubría un gran mapa del norte de Europa. Un hilo rojo se estiraba desde Thorpe Abbotts y recorría los Países Bajos hasta un pequeño nudo ferroviario justo al otro lado de la frontera neerlandesa. Sería un raid corto y habría aparatos P-47 Thunderbolt –el mejor caza aliado disponible– para escoltar a los bombarderos hasta el límite de su radio de acción, muy cerca del objetivo. Parecía rutinario, salvo por una cosa. Debían apuntar al corazón de la vieja ciudad amurallada, a un nudo ferroviario y a un vecindario cercano de casas de trabajadores. Más cerca había una magnífica catedral cuyo obispo era un conocido y ruidoso opositor de los nazis.***** «Casi todos los trabajadores ferroviarios del valle del Ruhr se alojan en Münster», dijo Shaw con tono bajo. Si los bombarderos atacaban el blanco con precisión, todo el sistema ferroviario de esta zona de denso tráfico quedaría afectado de gravedad.

Era un cambio radical con respecto a las prácticas de bombardeo estadounidense. Aunque la 8.ª Fuerza Aérea haría un desmentido oficial con posterioridad, el raid de Münster fue una operación para reventar ciudades. Los reportes de misión y los informes de vuelo desclasificados determinan con claridad que el «punto de referencia» era el «centro de la ciudad»; un reporte, el del 94.º Grupo, afirma que debían apuntar a «la sección edificada del extremo norte del nudo ferroviario».31

Cuando Shaw anunció que «vamos a machacar un distrito residencial […] me encontré (sic) en pie, vitoreando –dijo Egan–. Otros, que habían perdido a buenos amigos en incursiones [anteriores] se sumaron a los vítores porque era una oportunidad de matar alemanes, los que habían engendrado el odio racial y la opresión de minorías. Era la misión soñada para vengar la muerte de un camarada».32

Sin embargo, algunos de los aviadores presentes aquella mañana en la sala de reuniones no recuerdan ovación alguna. Uno de ellos fue el capitán Frank Murphy, en aquella época, un músico de jazz de 22 años de edad de Atlanta, Georgia, que había dejado la Universidad Emory para convertirse en navegante de la Fuerza Aérea. Murphy no recuerda que Egan saltara jurando venganza, aunque también comenta que nadie en la sala protestó abiertamente por atacar civiles, ni siquiera los que, como él mismo, tenían familiares nacidos en Alemania. Quizá algunos de los hombres se acordaron de la advertencia que su primer comandante, el coronel Darr H. «Pappy» Alkire, les había hecho en Estados Unidos, justo después de completar la instrucción de vuelo y recibir sus alas: «No piensen que su trabajo va a ser glorioso o glamuroso. Van a tener que hacer un trabajo sucio, por lo que es necesario que afronten lo hechos. Van a ser asesinos de bebés y de mujeres».33

No todo el mundo en el 100.º se consideraba un asesino, pero la mayor parte de los hombres confiaba en sus jefes. «Sentía que estaba allí para ayudar a ganar la guerra, si era posible –dijo el teniente Howard «Hambone» Hamilton, bombardero del capitán Brady–. El problema básico de tratar de bombardear un sistema ferroviario es que, si se dispone de mano de obra suficiente, las vías férreas pueden repararse en poco tiempo. Nos dijeron que bombardear las casas de esos obreros ferroviarios privaría a los alemanes de la gente encargada de los trabajos de reparación».34

Sin embargo, en las reuniones de esa misma mañana en otras bases vecinas de bombarderos la selección del blanco provocó murmullos. «Era un domingo y muchos tripulantes […] tenían profundas reservas con respecto a bombardear cerca de iglesias»,35 recordó el teniente Robert Sabel, piloto del 390.º Grupo de Bombardeo. El capitán Ellis Scripture, un navegante que se disponía a volar con la Fortaleza de cabeza del 95.º Grupo, The Zootsuiters, describió su reacción tiempo después: «Yo había sido criado en un estricto hogar protestante. Mis padres eran gente devota de Dios […] quedé aterrado cuando descubrí que, por primera vez en la guerra, nuestro objetivo principal sería bombardear civiles».36 Ellis Scripture se dirigió a su jefe de grupo tras la sesión y le dijo que no quería volar ese día. El coronel John Gerhart estalló: «Mire, capitán, esto es una guerra, se deletrea G-U-E-R-R-A. Estamos empeñados en una lucha total; los alemanes llevan años matando gente inocente por toda Europa. Estamos aquí para machacarlos […] y eso es lo que vamos a hacer. Veamos. Estoy al mando de esta misión y usted es mi navegante […] Si no vuela, tendré que llevarlo ante un consejo de guerra. ¿Alguna pregunta?».37

Scripture dijo «no, señor» y se dirigió a la línea de despegue. «En aquel momento y lugar, me hice a la idea de que la guerra no es un duelo entre caballeros –manifestó tiempo después–. Nunca más volví a tener dudas acerca de la estrategia de nuestros líderes. Tenían que tomar decisiones difíciles […] y las tomaron».38

Un segundo aviador del grupo de bombardeo de Scripture, el teniente Theodore Bozarth, describió con más precisión lo que pensaba de esa misión la mayoría de los hombres de la 13.ª Ala de Combate. Sería la tercera misión del ala en tres días: Bremen, Marienburg y ahora Münster. «Estábamos demasiado cansados para preocuparnos de una manera u otra».39

Harry Crosby no tenía programado volar a Münster. Tanto él como su piloto, el capitán Everett Blakely, se estaban recuperando de su espectacular aterrizaje forzoso en la costa inglesa de regreso de Bremen. La mañana de la misión de Münster, Crosby decidió requisar un avión con daños de combate y volar a localidad costera de Bournemouth para descansar un poco de la contienda al lado del mar. Antes de despegar, Crosby llamó al meteorólogo de la base, el capitán Cliff Frye, y acordó un código para que le pasaran un informe telefónico de la incursión de Münster.

A las 16.00 h, Crosby llamó a Frye: «¿Han vuelto todos mis amigos del pase?».40

No hubo respuesta.

«¿Algunos han tenido un cambio permanente de estación?».

«Sí, todos menos uno».

Frye perdió entonces la compostura. «Egan ya no está. Tu vieja tripulación se ha perdido. Todo el grupo se ha esfumado. La única que volvió fue la nueva tripulación del 418.º [Escuadrón] [A su piloto] le llaman Rosie».41

EL TENIENTE ROBERT «ROSIE» ROSENTHAL NO SE FORMÓ CON LAS DOTACIONES originales del 100.er Grupo. Procedentes de una reserva de reemplazos en Inglaterra, su tripulación y él fueron asignados en agosto al grupo para cubrir las pérdidas de la incursión de Ratisbona. «Cuando llegué, el grupo no estaba bien organizado –recordó Rosenthal–. Era un equipo pendenciero, lleno de personajes. «Chick» Harding era un tipo maravilloso, pero no imponía disciplina estricta, ni en tierra ni en el aire».42 Rosenthal no voló una misión durante treinta días. «Nadie vino a examinarme y a comprobar que estuviera preparado para volar misiones de combate. Al fin, mi comandante de escuadrón, John Egan, me hizo volar en una formación de práctica. Lo hacía a la derecha de su avión. Había hecho un montón de vuelo en formación durante mi entrenamiento y me sentía frustrado; estaba desesperado por entrar en guerra. Puse el ala de mi aeroplano pegada a la derecha del avión de Egan y allí donde iba él, allí iba yo. Cuando aterricé, Egan me dijo que quería que fuera su ala».43

Rosenthal había estudiado en la Universidad de Brooklyn, no lejos de su casa en Flatbush. Extraordinario atleta, había sido capitán de los equipos de fútbol americano y de béisbol y, tiempo después, fue admitido en el salón de la fama de su instituto. Tras graduarse summa cum laude en la facultad de Derecho de Brooklyn, se incorporó a un destacado bufete de abogados de Manhattan. Apenas empezaba a adaptarse a su nuevo trabajo cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor. A la mañana siguiente, se alistó en el Cuerpo Aéreo del Ejército.

Tenía 26 años, hombros anchos, rasgos marcados y el cabello oscuro y ondulado. Un chico de gran ciudad que adoraba el hot jazz, pese a que caminaba arrastrando los pies como un granjero, con los dedos girados al interior […] y no tenía ni un ápice de cinismo neoyorquino. Era tímido y fácil de incomodar, aunque ardía de determinación. «Leí Mein Kampf en el colegio y vi los noticieros de las multitudinarias concentraciones nazis en Núremberg, en las que Hitler se paseaba en un vehículo descapotable entre los vítores enloquecidos de la muchedumbre. Eran los rostros de la multitud lo que me sorprendió, las miradas de adoración. No era solo Hitler. Toda la nación había enloquecido; había que detenerla».44

«Soy judío, pero no es solo eso. Hitler era una amenaza para la gente decente de todo el mundo. Además, sentía un tremendo orgullo por los ingleses. Se enfrentaron solos a los nazis durante la batalla de Inglaterra y el Blitz. Leía con avidez los diarios en busca de noticias de la guerra y oía las emisiones en directo de Edward R. Murrow acerca del bombardeo de Londres. Estaba ansioso por ir allí».

«Cuando llegué al fin, pensé que estaba en el centro del mundo, en el lugar donde se agrupaban las democracias para derrotar a los nazis. Estaba justo donde quería estar».

«Rosie» Rosenthal no compartía tales pensamientos con sus compañeros de tripulación, unos tipos simples que desconfiaban de lo que ellos llamaban pensamiento profundo. Nunca supieron qué había en su interior, qué era lo que le hacía volar y combatir con ardiente resolución. En un momento posterior de la guerra, ya como uno de los aviadores más condecorados y famosos de la 8.ª, se propagó por Thorpe Abbotts el rumor de que su familia estaba en un campo de concentración alemán. Alguien le preguntó de forma directa; respondió que todo eso «no eran más que tonterías».45 Toda su familia –madre, hermana, cuñado y sobrina (su padre había fallecido hacía poco)– estaba en Brooklyn. «No tengo razones personales. Todo lo que he hecho o espero hacer se debe estrictamente a que odio la persecución […] un ser humano debe cuidar de otros seres humanos, pues de lo contrario no habría civilización».

En la reunión informativa previa a Münster, «Rosie» recordó que el blanco era el núcleo ferroviario de la ciudad, no los alojamientos de los obreros. «Estaba cerca del centro de la ciudad; moriría gente inocente, como sucede en todas las guerras».46

En aquella brumosa mañana de octubre, el avión de «Rosie» era el tercero de la pista, en fila con el resto de las máquinas destructoras de treinta toneladas, que, con motores rugientes, se disponían a despegar a intervalos de medio minuto. «Rosie» y su dotación volaban una aeronave nueva, Royal Flush. Su avión habitual, Rosie’s Riveters,****** había sufrido daños de gravedad en combate en las misiones de Bremen y Marienburg. Los hombres eran supersticiosos y les inquietaba volar en un bombardero que no conocían. «Rosie» los reunió bajo un ala y los tranquilizó.

«Cuando las compuertas de la bodega de bombas se cierran detrás de ti, sabes que eres prisionero de esa nave».47 Así es como describió Denton Scott, corresponsal de Yank, el miedo que muchos aviadores sintieron esa mañana en la línea de despegue. «Solo tres factores pueden romper ese encarcelamiento, y son, por este orden: desastre por explosión y lanzarse en paracaídas a una segunda prisión, muerte, o retornar sanos y salvos».

A las 11.11 h de la mañana, las ruedas del avión de cabeza de Brady, M’lle Zig Zig, con el comandante Egan en el puesto del copiloto y el teniente John Hoerr, copiloto de Brady, en el asiento plegable, se separaron del suelo. Con la panza repleta de bombas, el avión superó a duras penas los árboles del final de la pista. Era la primera vez de Brady en posición de cabeza y no se sentía preparado. Egan también estaba incómodo. Se había dejado su cazadora de la suerte. A «Buck» Cleven, el amigo al que estaba vengando, nunca le gustó porque no estaba limpia.

Los 53 bombarderos de la 13.ª Ala de Combate se reunieron sobre Great Yarmouth. El 100.º formó tras el 95.º, que iba en cabeza, y voló al sudeste para unirse a las otras alas de combate; la formación de bombarderos se componía de 275 B-17. Sobre el mar del Norte, cuatro bombarderos dieron media vuelta alegando problemas mecánicos. La formación reducida contaba ahora con 36 ametralladoras menos del calibre 12,7 mm. Esto podía significar mucho en un combate aéreo. Sin embargo, nadie parecía preocupado. «Nos sentíamos cómodos con el trayecto –recordó el teniente Douglas Gordon-Forbes, bombardero del Cabin in the Sky, del 390.º Grupo de Bombardeo–. Era la primera vez que teníamos escolta de cazas sobre Alemania y rebosábamos confianza».48

Los alemanes disponían de una cadena de estaciones de radar que abarcaba desde Noruega al norte de Francia y supieron que los estadounidenses venían desde el momento en que los aviones empezaron a agruparse sobre Anglia Oriental. Una vez los bombarderos cruzaron la frontera neerlandesa y sobrevolaron las bien definidas ciudades de Westfalia, hallaron un intenso fuego antiaéreo, la llamada flak, abreviatura de Fliegerabwehrkanonen, o cañones de defensa contra aviones. Egan vio a Brady hacer la señal de la cruz. Segundos más tarde, un fragmento de metralla de un cañón antiaéreo nazi mató a uno de los artilleros laterales.

En el momento en que la formación del 100.º se acercó al Punto Inicial (Initial Point, IP) –el lugar en el que los pesados aeroplanos se alineaban para la pasada de bombardeo– Egan comunicó al grupo que los Thunderbolt «volvían al granero»,49 pues habían alcanzado el límite de su radio de acción. Tras girarse a la derecha para ver cómo alabeaban las alas en señal de buena suerte, Egan miró al frente y gritó: «¡Dios mío! ¡Interceptores a las doce en punto! ¡Parece que vienen a por nosotros!».50 Unos 200 cazas germanos los atacaron de frente, sin romper el contacto. Estuvieron a una fracción de segundo de colisionar con los bombarderos.

El avión de cabeza de Brady fue el primero en ser alcanzado. Frank Murphy, que volaba en el morro de vidrio del Aw-R-Go justo detrás del M’ll Zig Zig, vio «una horrorosa explosión»51 bajo el avión de Brady y contempló con mudo horror cómo la Fortaleza herida se precipitaba en un picado vertiginoso y dejaba una estela de humo negro y combustible. Tiempo después, Egan describió la escena en el destrozado aeroplano: «[Nuestro bombardero] vino desde el morro con aspecto descompuesto y nos dijo que teníamos que abandonar la formación porque “Hambone” Hamilton tenía numerosos agujeros y quería volver a casa […] Le aseguré que habíamos dejado la formación».52

Mientras Brady pugnaba por mantener estable su aparato para que la dotación tuviera una «plataforma» desde la que saltar, Egan supervisó la maniobra de «abandonar la nave». Tan pronto como empezó a hablar por el interfono, el avión estalló en llamas. Envió abajo a John Hoerr a ayudar a «Hambone» Hamilton, de 19 años, a salir por la escotilla de escape delantera, situada en el suelo del aparato. A continuación, Egan y Brady pusieron el piloto automático y corrieron hacia la compuerta de bombas. En pie sobre la estrecha y precaria pasarela que separaba los dos compartimentos principales de la bodega, Egan miró abajo, hacia el suelo, y gritó: «Adelante, Brady […] yo soy el hombre con más antigüedad a bordo».53 Pero Brady quería ser el último; era su nave y su tripulación. «Discutimos un poco más –dijo Egan– y, entonces, aparecieron los agujeros mejor ordenados que jamás hayas visto, una fila a unos dos centímetros bajo nuestros pies, a todo lo largo de la puerta de la bodega de bombas. Eran signos de puntuación de calibre 7,7. Dije, “Nos vemos, Brady” […] salto, cuento hasta uno y tiro del cordón más o menos a la altura de la torreta ventral. El paracaídas se abrió como una seda y las pelotas estaban intactas».54

Segundos más tarde, Egan vio a tres cazas germanos separarse de los bombarderos e ir a por él. Abrieron fuego con sus cañones, lo alcanzaron y le llenaron de agujeros el paracaídas. Desaparecieron, dijo, solo cuando pensaron «que [estaba] muy muerto […] no sabían que soy irlandés».55 Cuando tocó tierra, Egan avistó a unos soldados enemigos que se dirigían hacia él. Se deshizo del paracaídas y del aparatoso equipo de vuelo y desapareció entre unos bosques.

«Hambone» Hamilton aterrizó a menos de kilómetro y medio de distancia. Aun así, los dos hombres nunca establecieron contacto. Hamilton yacía solo en el suelo y seguía sangrando profusamente. Sin embargo, estaba convencido de que no era su día para morir; minutos antes había logrado escapar casi de milagro de las fauces de la muerte.

Cuando el teniente Hoerr fue al morro del aeroplano a ayudar a Hamilton, halló al bombardero herido colgando de la escotilla de escape, fuera del avión, con solo 6000 metros de aire entre sus pies colgantes y un fin aterrador. Con el pulmón perforado, Hamilton no tenía fuerzas para abrir la escotilla de escape con sus manos, por lo que se puso en pie sobre esta y giró la manecilla de apertura. Cuando la compuerta se abrió, cayó por ella, pero el arnés del hombro derecho de su paracaídas se enredó con la empuñadura y quedó colgando fuera del bombardero, con la hélice del motor interior a escasos centímetros de su cabeza.

Después de un tenso forcejeo, Hoerr pudo liberar a Hamilton de la puerta de escape y ambos descendieron a tierra en sus paracaídas, donde fueron capturados por soldados alemanes. Pidieron una ambulancia y Hamilton fue conducido a Münster. El nieto del conductor, un muchacho de unos 15 años, le apuntó en la cabeza con un largo rifle de caza durante los treinta minutos que duró el trayecto.

Más o menos en ese mismo momento, la dotación del bombardero de Rosenthal, Royal Flush, estaba en los minutos finales de lo que un comandante aéreo calificó de «la más feroz batalla aérea de esa guerra, o de todos los tiempos».56 Pese a que apenas duró cuarenta y cinco minutos, no hubo casi nada en la guerra europea que igualara su furia concentrada. Esa tarde, la 8.ª Fuerza Aérea se enfrentó a lo que el teniente Gordon-Forbes consideró «la mayor concentración de cazas nazis jamás lanzada contra una formación de bombarderos estadounidenses».57

La Luftwaffe empleó nuevas tácticas y armas. Atacó unos pocos grupos de bombardeo para así maximizar el número de derribos y disparó misiles aire-aire contra las densas cajas de combate. El 100.º, que volaba en la peligrosa posición inferior de su ala, encajó el grueso del ataque. Segundos después de que el aparato de Brady fuera alcanzado, toda la formación del 100.º quedó dispersa por bandadas de cazas monomotores y por cohetes disparados por aviones bimotores que volaban en paralelo a los bombarderos, fuera del alcance de sus potentes ametralladoras. Douglas Gordon-Forbes describió uno de estos terroríficos ataques con cohetes: «Vinieron hacia nosotros bolas rojas de fuego, que dejaban largas estelas de humo blanco y pasaban a toda velocidad con un gran silbido […] varios fallaron por poco nuestra nave y uno pasó a apenas un metro bajo el morro de plexiglás en el que estaba sentado».58