Los años de las verdes manzanas - Cecilia G. de Guilarte - E-Book

Los años de las verdes manzanas E-Book

Cecilia G. de Guilarte

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Beschreibung

Mucho se aprendía del negocio de vivir en aquel Madrid de las verdes manzanas, tan agrias, en el que cada quien se soñaba, creo yo, el único cuerdo entre tantos locos. En 1935, con apenas diecinueve años y sintiéndose una pueblerina, Cecilia llega al «Madrid de la víspera», una ciudad vibrante en la que enseguida se abre camino. Encuentra trabajo en la revista Estampa después de que su director constate que no ha dejado al novio en el pueblo y le cambie el nombre por el más chic de G. de Guilarte. No imagina que a los pocos meses estará escribiendo crónicas de guerra desde el frente norte.

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Seitenzahl: 158

Veröffentlichungsjahr: 2025

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«La figura fundamental de Cecilia G. de Guilarte sigue envuelta en el manto del olvido. Hablamos de una mujer que debería ocupar por derecho propio un lugar destacado dentro de la historia del reporterismo de guerra».

La Marea, Miguel Ángel Fernández

«Cecilia recaló en la vizcaína CNT Norte, donde obtuvo exclusivas como “la única entrevista con un aviador alemán” —Karl Gustav Schmidt—, o la cita con un prisionero italiano del Corpo di Truppe Volontarie, capturado en la batalla de Sollube en mayo de 1937».

Deia, Míriam Vázquez

«A veces se piensa en un exilio dorado, pero no es así. Mi madre nunca quiso irse, sin embargo, llegó a México y no le faltó trabajo. Trabajó mucho como periodista, pero su verdadera vocación era ser novelista. Era valiente y muy trabajadora. Creo que no pasó un solo día de su vida sin trabajar; siempre la recuerdo sentada delante de la máquina de escribir».

Noticias de Gipuzkoa, Ana María Ruiz García, hija de Cecilia

Inédita, del archivo familiar

Cecilia García Guilarte (Tolosa, 1915-1989) se declaró anarquista a los quince años, a los dieciocho dejó su Guipúzcoa natal para abrirse camino como periodista en Madrid y a los diecinueve se convirtió en la primera mujer corresponsal de guerra del frente norte. Para entonces ya había publicado dos novelas, varios cuentos y unos cuantos artículos. Puso su pluma al servicio de la causa porque, dijo, «tenía tanto miedo que solo podía disimularlo yéndome de verdad al frente». En 1940 se exilió a México, donde continuó su producción literaria y periodística hasta que, en 1963, tras sufrir un grave accidente, decidió volver a España. Se encontró con una dura realidad que superó una vez más gracias al periodismo y la literatura.

Publicó las crónicas de Los años de las verdes manzanas en el diario donostiarra La Voz de España y tuvieron mucho éxito a pesar de que el periódico recibiera amenazas. En 1968, fue finalista del Premio Planeta con Todas las vidas y, al año siguiente, ganó el Premio Águilas con Cualquiera que os dé muerte. Al recoger el premio dijo: «Me marché porque me dio coraje perder la contienda. He regresado porque me da coraje estar fuera de España contra mi voluntad».

LOS AÑOS DE LAS VERDES MANZANAS

© 2024, herederos de Cecilia García Guilarte

Publicado por

Plankton Press S. L.

C/ Hernán Cortés, 3

29679 Benahavís (Málaga)

[email protected]

www.plankton.press

Primera edición en Plankton Press: diciembre 2024

© de esta edición, 2024, Plankton Press S. L.

© del epílogo, 2024, Manuel Aznar Soler

ISBN: 978-84-19362-05-6

eISBN: 978-84-19362-18-6

Depósito legal: MA 1938-2024

Diseño e ilustración de cubierta: Beatriz Lostalé

Edición: Claudia Pérez Herrero

Maquetación: Álvaro López López

Impresión y encuadernación: Estugraf

Impreso en España - Printed in Spain

Tipografía: Lora

Lora es una tipografía creada en 2011 por Olga Karpushina.

Con sus raíces en la caligrafía, consideramos que esta fuente transmite sin fisuras el estado de ánimo de una historia moderna.

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo sin autorización previa por escrito del titular de los derechos, salvo para uso personal y no comercial.

Las ilustraciones del interior proceden de las publicaciones originales, hemos hecho todo lo posible por encontrar al ilustrador/a, sin éxito.

CECILIA G. DE GUILARTE

LOS AÑOS DE LAS VERDES MANZANAS

Epílogo de Manuel Aznar Soler

Índice

¡Con estas lluvias…!

Aprendizaje de brujería en el Madrid de la víspera

Digresión arrabalera

También pudo ser Moscú

Con lo que por ahí se aprende…

Fórmula para el cultivo de pasionarias

ENTREACTO. A un señor de Rentería

Cosas del gazpacho y la revolución

Espionaje con hierbabuena

Unas botas viejas en la basura

Trapos sucios…

Al fin cumplí veinte años

Una canaria airada en Madrid

Madurar al sol

Invadidos por los demonios

Las escandalosas citas

Aventuras de mucha desventura

Los libros y sus prólogos

Un perro en la guerra

Epílogo por Manuel Aznar Soler

Nota bibliográfica

¡Con estas lluvias…!

Hace ya cuatro años, cuando la azafata del Iberia que habíamos abordado en París avisó que volábamos sobre San Sebastián y que podíamos ver sus luces, yo no tuve valor para mirar. No lo había pensado antes, pero lo pensé en ese instante porque todo llega a su hora justa: qué sería acaso mirar al fondo de un pedazo antiguo tras un desierto de ausencia y ver en la propia prehistoria llena de costuras y zurcidos, al aire las entretelas deshilachadas por el huracán que nos aventó. Y no sabía si eso sería bueno o malo, si dolería o no.

Mi hija, que había visto en un noticiero a Lola Flores arrodillándose en Barajas para besar el suelo, me hizo prometer una vez más que, al llegar a Madrid, yo no haría «eso». Ciertamente no es de las cosas que me van: lo que me sorprendía era que ella me creyera capaz de hacerlo. Además, a la hora en que eso pudo haber ocurrido, bastante teníamos con el empeño de hurtar cuerpo y alma a las heladas cuchilladas que nos lanzaba el Guadarrama, a nosotras, que veníamos del calor, para meternos en teatrerías desmelenadas y flamencas. Y al fin todo pasó pasando, sin pena ni gloria. Como al final de cualquier otro viaje que no fuera este tan largamente esperado. Acaso porque, siendo Navidad, no era día de fantasmas. Por allí, en cualquier lugar, debía haber un pasado muerto, pero yo no había venido al rescate de su cadáver.

Pero hoy… con estas lluvias que no son precisamente sirimiri poetizado por la nostalgia; con el inquieto mirar del agua que cae sin solución, con la crónica moscovita e Ismael Herraiz y algún otro ingrediente desconocido, el pasado ha vuelto mansamente, casi dulcemente. Como el perro amigo que se nos echa a los pies y nos mira con ojos de caramelo. Es el mío, son mis recuerdos, pero me parece lo de cualquier otro. Lo que me divierte es pensar que lo que no logró el regreso con tantos ayeres acechando en cada esquina, lo haya logrado el agua que cae de arriba abajo, como en cualquier parte.

Recién llegada, alguien, mordisqueado de quién sabe qué añejos resentimientos, me dijo que «nosotros» habíamos tenido suerte. Comprendí que le dolía nuestra tierra andada, casi tanto como nos había dolido a nosotros andarla. Sin «aquello», me dijo «tampoco tú habrías salido nunca del pueblo». Por si le servía de consuelo creerlo, no dije nada. Pero sabía que no era cierto.

De nosotros, los que teníamos veinte años al comenzar la guerra que perdimos y, además, nos fuimos, puede decirse, como dicen los mexicanos, que la vida «nos pintó un violín». Fue duro porque no teníamos ni oficio ni beneficio. Es cierto que algunos llegamos lejos y vimos tierras y «gran copia de gentes», que copia son pese a la unánime y común pretensión de ser todos diferentes, pero no sé yo en qué punto pueda esto ser identificado con la suerte, ya que no es cierto que haya lugar alguno en el que los perros se aten con lo que se dice. Las oportunidades, como Dios, están en todas partes: se nace para lo que se nace, creo yo, y no es esta una ley con agujeros como las regaderas.

Lo malo, lo peor, es ponerse a llorar por lo que pudo haber sido. Es mejor pensar simplemente que lo hecho, hecho está, y si se hizo con honesta lealtad, como se pudo, bien hecho está. Cada día trae su quehacer y, si no faltan la lealtad honesta y el pan de cada día, aunque solo sea pan, todo está bien. Lo que pudo ser y no fue, ni falta hacía.

Yo nunca he creído que la guerra, como parece creer mi amargado convecino, fuera un afortunado puntapié que me permitió llegar hasta América. Aparte de que no salir del pueblo no me parece a mí cosa tan amarga como por la cuenta le parece a él; creo que de todas maneras hubiera yo llegado lejos… Y conste que me refiero a kilómetros, no a cosas figuradas y comúnmente aceptadas en el lenguaje llano, por las que, a decir verdad, y seguramente para mi mal, siempre se me dio un pimiento.

Después de todo, aún no había empezado la guerra y ya había yo salido del pueblo. Esto, por lo menos, era algo que se me notaba de lejos: tanto que Vicente Sánchez-Ocaña, director de la revista Estampa de Madrid, tras leer concienzudamente mi primer reportaje, me miró, y miró tan hosca y fijamente que llegué a verme en las niñas de sus ojos pequeñita, pueblerina y desvalida. Temblaban por dentro mis empavorecidos diecinueve años pueblerinos cuando me dijo que «había que hablar claro»; que si yo era una de esas chicas de pueblo que han dejado allá su novio y, después de publicar algo en Madrid, les entra la perra y se vuelven para presumir por ello el resto de su vida, o si seriamente quería dedicarme al periodismo. Le dije que no, pero en voz bajita, porque bien sabe Dios que era aquella la primera vez que yo oía mentar a la tal perra y di en imaginarla rabiosa y descomunal.

Ya con eso nos pusimos de acuerdo, aunque yo no pueda decir que fue un acuerdo entre iguales. Para empezar, me cambió de nombre, o lo arregló a su gusto, que es poco más o menos lo mismo. Mis razones: el haber publicado dos novelas cortas en Barcelona y una en San Sebastián, además de una veintena de artículos en un periódico de Canarias con mi nombre natural de Cecilia García Guilarte, le parecía de poco valimiento y menos peso comparadas con la suya, que tenía la contundencia de una plancha eléctrica.

Y era que por aquellos tiempos se había hecho popular a escala nacional una chacha de la raza ponderada de Agustina de Aragón, que de un planchazo dejó seco y doblado al señorito de apetencias medievales que la asediaba por los pasillos. Cecilia Arnal se llamaba la aguerrida planchadora de señoritos desaforados y, al parecer, no convenía a mi «brillante futuro» que el público asociara nuestros nombres. Yo a honra lo hubiera tenido, pero ellos, hombres al fin, tal vez estaban secretamente de parte del planchado señorito. Y digo ellos porque se llamó a consejo al doctor Juan Encinas de Muñagorri, que fue mi introductor de escritores pueblerinos en el mundo variopinto del periodismo madrileño. Entre los dos perpetraron el desafuero de dejar mi García, tan castizo, en un punto de suspense, y añadir un «de» a mi Guilarte que hasta a mi honorable abuelo le hubiera parecido puro contrabando.

El caso es que, cubiertas todas estas formalidades, se publicó en Estampa mi primer reportaje y con él llegó el escándalo. De un tamaño que desbordaba ampliamente mi corazón pueblerino, y temerosa estuve, bien lo sabe Dios, de que, a pesar de mi aristocratizado nombre no fuera yo a dar con mis huesos en la cárcel, igual que le había sucedido a la chacha Cecilia Arnal.

Y no era para menos; que a mí en aquel tiempo las embajadas me parecían cosas del otro mundo, antros tenebrosos de conjurados poderes omnipotentes, y la de Francia había querido detener la tirada de la revista por causa del reportaje. Un reportaje firmado por una tal Cecilia G. de Guilarte que yo, repentinamente reencariñada con mi García, con gusto hubiera desconocido.

Pero así son las cosas, y no me faltó ocasión de aprenderlo. Caminando por aquellas calles que ya me parecían enemigas, Encinas de Muñagorri trataba en vano de tranquilizarme cuando nos encontramos con Ricardo Baroja que, con una fusión para mí más oscura que el parche de su ojo, me dijo: «Muchacha, eso es entrar en Madrid por la puerta grande».

Yo, la verdad, hubiera querido saber por dónde quedaba la pequeña, para salir a toda prisa…

Aprendizaje de brujería en el Madrid de la víspera

No sé si realmente ha existido un tiempo pasado que fuera mejor. Hay castizos a ultranza que se duelen de la desaparición del Madrid pintoresco y verbenero, que ni conocí ni me importa, pero creo que para pintoresco y loco, para ciego como aquellos a los que los dioses han decidido perder, el Madrid que yo conocí.

El de la víspera; el de un Frente Popular triunfante en el que todo estaba como pegado con salivita de grillo raspador. El del invierno más acalorado y gritón, el de la primavera más locamente exultante. Cuando en las calles se representaba el mismo tipo saltarín de Comedy Capers que en las pantallas de los cines de barrio. Teníamos la huelga de los obreros de la construcción, por mencionar lo más visible, con ladrillazos de a peseta por chinchón y más baratos por docena. Las marchas impresionantes y premonitorias a pura camisa roja y puño alzado de las juventudes socialistas, por la mañana; a mediodía, en Rosales, a Sorozábal dirigiendo a la banda municipal los alegres compases de las zarzuelas más populares. La enemistad «de fondo» entre los estudiantes de Medicina y los de Leyes, más el nacimiento del semanario Arriba que distribuían unas chicas monísimas, escoltadas por mocetones de impresionante aspecto hercúleo. Y amanecer cada día con un rumor diferente: que unos maleantes de las izquierdas habían envenenado las aguas de Lozoya, y que unas señoras de las derechas, de media edad y vestidas de alivioluto, repartían a los niños caramelos con estricnina. Por los barrizales del Campo de las Calaveras vi a una madre atizar a su hijo una cachetiza con tal garbo que le hizo devolver las sopas de la mañana; debió esto librar al mocoso de una muerte segura, y quedó ella así tan tranquila y él tan escarmentado que, si aún vive, recelará hasta del confite de un recién nacido.

Bien mirado, era una juerga; por lo menos me lo parecía a mí, que ni tenía ni tomaba partido, aunque por gala y porque algo había que ser me declaraba por aquel tiempo «antipolítica». Suponía yo haber superado un periodo anterior de anarco-sindicalismo-apolítico, aunque, para decir verdad, me había quedado con un poco del «anarco», por si era cierto eso de que «el español que no es anarquista a los veinte años, a los cincuenta es un cretino», como afirmaba un periodista uruguayo que conocí por aquellos tiempos.

Buena escuela de periodismo era aquella. Todo tan a lo vivo. En una calle vociferaban unos por no sé qué pleito hispanomexicano taurino, y a las puertas de un teatro llegaban otros a las manos por si Nuestra Natacha, de Alejandro Casona, era o no comunista. Y un día, que en misión profesional fuimos a un barrio, no recuerdo si el de Vallecas o el de Cuatro Caminos, nos apedrearon sañudamente y nos hicieron correr por una calle llena de baches, al destemplado grito de «¡Fuera los señoritos!». Y todo porque a mis colegas les faltó la sabia previsión de guardarse la corbata en el bolsillo que, por la cuenta, era lo que hacía el ministro González Peña para entrar en el Ateneo, aunque allí la gente se aguantaba las ganas de gritar «¡Fuera los mineros!». A mí, que no tenía lo que suele llamarse un espíritu intrépido, al principio tantos sustos me andaban medio matando. Pero solo al principio; luego me acostumbré.

Mientras, para terminar de embrujarme con eso del periodismo, me habían abierto una rendija en Ahora, diario que como Estampa pertenecía a la empresa de Montiel. Me pagaban diez pesetas por unas llamadas «croniquillas», que aparecían sin firma, en las que hacía guasa sin hiel porque, créase o no, yo era por entonces una inocente palomita. Lo mismo de la calva de Ruiz Funes que de la cara de pera de Gil Robles. En Estampa, si mal no recuerdo, se casaba por entonces Josefina Carabias, a la que nunca llegué a conocer, y se iba, dejando un hueco como hecho a mi medida. Aunque verde, me respaldaba el «éxito» de mi primer reportaje.

Lo del éxito lo digo con segundas y aun terceras, porque a mí nunca me lo pareció. Y si a eso saben todos, yo paso… La cosa fue que buscando no se qué en el archivo, en Pamplona, conocí a una historiadora francesa pensionada en la Casa de Velázquez; nos hicimos amigas y me invitó a visitarla cuando fuera a Madrid. Había allí pintores barbudos y escritores peleones; estaba también, no sé por qué no siendo francesa, una escultora ecuatoriana, América Salazar, de habla tan dulzona y cálida como su tierra, y gitanos. Gitanos por todas partes, modelando aquí, modelando allá. Y guitarras y castañuelas. Y un reloj en el comedor al que habían cubierto la esfera con el cromo de una «españolaza» a punto de cubrir su total desnudez con un mantón, y se lo sabían todos tan bien, que preguntabas la hora y respondían sin vacilar una obscenidad. Con todo y ser esto tan fuerte para mi estómago, lo aguantaba por dármelas de intelectual y también, creo yo, porque aun no sabiéndolo entonces, ya intuía que «el respeto al derecho ajeno es la paz», pero me gustó menos una fiesta de disfraces que organizaron, cuya «gracia» consistía en vestirse ellos de españolas y ellas al revés; monjas con barba y bigote, toreros con sobresalientes defensas delanteras. Yo iba de lo de siempre: de pueblerina, que es también muy español.

Lamentablemente, la gracia del festejo se vio después. Días después, cuando les propuse el reportaje y ellos aceptaron encantados. Y la verdad es que, a tantos años vista la cosa, aún no sé si toda la candidez pueblerina de mis diecinueve años pasaba de ser una gota en aquel cándido mar integrado por hombres y mujeres que tanto me ganaban en años y sabiduría. Nunca he podido pensar en ellos sin enternecerme.

El único que en aquello pudo presumir de colmillo retorcido y de buen conocedor del oficio, fue el fotógrafo de Estampa. Después de leer detenidamente el reportaje, ya aprobado por el director, les pidió que volvieran a ponerse los disfraces y se colocaran como él mandaba, obedeciendo ellos contentos y divertidos como niños. Nadie los engañó, eso es cierto; ellos sabían de qué iba la cosa.

En cuanto a mí, es cierto también que algo se me había subido lo español a la cabeza y que empezaba diciendo poco más o menos lo que todos decían: que los franceses seguían viendo España por los ojos de Teófilo Gautier y Próspero Mérimée… Mas tan poca malicia de mí misma había yo puesto en el asunto, y tan poca que poner tenía que, estando invitada para comer con ellos el mismo sábado en el que apareció el reportaje, fui. El conserje, que era español, me miró como se mira a una loca con manifiesta propensión al suicidio. Con lo que me dijo, y sin darle tiempo a terminar, corrí y no paré hasta el paseo de San Vicente, donde además de ver la revista, me lo explicaron todo: que la Embajada de Francia había querido detener la tirada sin conseguirlo y que un rayo había caído sobre los pensionados de la Casa de Velázquez, que para esa hora ya hacían sus maletas…

Yo era una pura congoja y ya estaba más que arrepentida de habar salido de mi pueblo. Y las felicitaciones que encima me caían, lejos de contentarme, me hacían ver que había entrado