Los guardianes de la memoria - Valentina Pisanty - E-Book

Los guardianes de la memoria E-Book

Valentina Pisanty

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Dos hechos saltan a la vista. En primer lugar, que, en los últimos veinte años, la Shoah ha sido objeto de actividades conmemorativas generalizadas en todo el mundo occidental. En segundo lugar, que, en los últimos veinte años, el racismo y la intolerancia se han incrementado drásticamente en aquellos países donde la política de la memoria se ha implementado con mayor intensidad. ¿Son hechos que no están relacionados, dos secuencias históricas independientes, de la misma manera que no existe ningún vínculo demostrable entre, digamos, la violencia en los estadios de fútbol y los avances en la investigación del cáncer? ¿O existe una conexión, y le corresponde a una sociedad ávida de contrarrestar la actual oleada de xenofobia preguntarse por las razones de esta contradicción? Este libro parte de la constatación del fracaso de las políticas de la memoria basadas en la ecuación simplista "Para no olvidar = Nunca más". La pregunta más urgente para Valentina Pisanty, atenta investigadora de las lógicas del negacionismo, es si este fracaso es casual (la xenofobia crece a pesar de las políticas de la memoria) o es inherente a las premisas (debido a la forma en la que se han formulado las premisas políticas, solo podrían contribuir al resultado que produjeron). El objetivo de este enfoque crítico es combatir la discriminación de una forma eficaz e incisiva, pero también honesta, consciente y, en caso necesario, autocrítica.

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HISTÒRIA / 199

DIRECCIÓN

Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)M.ª Cruz Romeo Mateo (Universitat de València)

CONSEJO EDITORIAL

Pedro Barceló (Universität Postdam)Peter Burke (University of Cambridge)Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)Roger Chartier (EHESS)Rosa Congost (Universitat de Girona)Mercedes García Arenal (CSIC)Sabina Loriga (EHESS)Antonella Romano (CNRS)Adeline Rucquoi (EHESS)Jean-Claude Schmitt (EHESS)Françoise Thébaud (Université d’Avignon)

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

Título original: I guardiani della memoria. E il ritorno delle destre xenofobe

© Valentina Pisanty, 2020

© 2020 Giunti Editore S. p. A Bonpiani, Firenze-Milano

© De la traducción: Mónica Granell Toledo, 2022

© De esta edición: Universitat de València, 2022

Publicacions de la Universitat de València

https://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta:

Bruselas, Bélgica. 28 de mayo 2019. Manifestantes sosteniendo pancartas y gritando consignas durante una protesta contra el ascenso de la extrema derecha y el fascismo. Foto: Ale_Mi.

Coordinación editorial: Amparo Jesús-Maria Romero

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: David Lluch

Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

IISBN: 978-84-9134-967-9 (papel)

ISBN: 978-84-9134-968-6 (ePub)

ISBN: 978-84-9134-969-3 (PDF)

Edición digital

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. Lo que ha salido mal

1. EL DEBER DE LA MEMORIA

Nunca más

Aporías de la memoria

¿Una memoria para Europa?

Pantallas y apropiaciones

Los guardianes de la memoria

2. EL DISCURSO DE LA HISTORIA

El método historiográfico

«Yo estuve allí. Creedme»

La era posterior al testigo

The Holocaust Experience

Efectos colaterales

3. MEMORIAS COLECTIVAS

A quién pertenece la memoria

Nosotros, ¿quiénes?

Recuerdos latentes

My Holocaust

Negacionismo y revisionismo

Competencia entre víctimas

4. NUEVO CINE SOBRE LA SHOAH

El canon cinematográfico

Ausencia de escándalo

La institucionalización de la memoria

La Shoah contada a los jóvenes

Más allá de los testigos

Haz lo correcto

Mise en abyme

El agotamiento de la memoria

5. EL ESPECTÁCULO DEL MAL

«Yo estuve allí. Dadme like»

La risa malsana

LULZ

Víctimas, supervivientes y rough heroes

6. NEGAR Y CASTIGAR

La defensa de la memoria

Cuando negar es hacer

El agravante

Historia de una provocación

Funciones latentes

APÉNDICE. SEMIÓTICA DEL TESTIMONIO

BIBLIOGRAFÍA

FILMOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

INTRODUCCIÓNLo que ha salido mal

Dos hechos saltan a la vista. En primer lugar, que, en los últimos veinte años, la Shoah ha sido objeto de actividades conmemorativas generalizadas en todo el mundo occidental. En segundo lugar, que, en los últimos veinte años, el racismo y la intolerancia se han incrementado drásticamente en aquellos países donde la política de la memoria se ha implementado con mayor intensidad.

¿Son hechos que no están relacionados, dos secuencias históricas independientes, de la misma manera que no existe ningún vínculo demostrable entre, digamos, la violencia en los estadios de fútbol y los avances en la investigación del cáncer? ¿O existe una conexión, y le corresponde a una sociedad ávida de contrarrestar la actual oleada de xenofobia preguntarse por las razones de esta contradicción?

Las reflexiones que siguen fueron recogidas entre 2015 y 2019, un periodo que los historiadores deberán interpretar con la necesaria distancia, pero que, visto desde dentro, parece anunciar cambios importantes. En el contexto de unos hechos demasiados reales, el entorno simbólico se satura de viejos y nuevos relatos en lucha por la hegemonía. Lo que está en juego es el poder de controlar las percepciones y las pasiones públicas, siempre condicionadas por metáforas influyentes, esquemas argumentativos y narrativas identitarias depositados en un conjunto siempre cambiante de creencias comunes. Pero mientras en las décadas en que académicos y medios de comunicación discutían el «fin de la historia» el orden del discurso parecía estable e inexpugnable (y demasiado desfavorable para los excluidos), los primeros diez años del siglo XXI terminaron con un escenario inestable que dejó a los ciudadanos frente a una elección aparentemente ineludible.

Por una parte, el viejo orden liberal, atrincherado tras los valores de la democracia, invoca la memoria de los crímenes de lesa humanidad –especialmente de la Shoah– para reafirmar las razones de su irremplazable permanencia. Por otra, las nuevas formaciones políticas se presentan con contrahistorias alternativas, muchas basadas en recuerdos latentes, rencores reprimidos y mitos nacionales que se creían enterrados, pero que ahora se revelan con una vitalidad inesperada. Las posiciones de ambas partes, asumiendo que solo haya dos, están plagadas de evidentes incongruencias.

El segundo grupo, definido por sus oponentes como soberanista, está dividido entre un ostentoso impulso revolucionario (socavar el sistema) y el imaginario colectivo ultrarreaccionario en el que se basa para generar consenso.

Pero el primer grupo, al que sus adversarios etiquetan de diversas formas (establishment, élite, Europa, Soros…), tampoco está libre de contradicciones. La discrepancia entre los fines y los medios parece ser su principal limitación. El arsenal retórico con el que se autolegitima, empezando por los conceptos estrechamente interrelacionados de identidad y memoria, choca con el anunciado proyecto de una democracia abierta, libre, justa y progresista.

Las aporías surgen en diversos ámbitos de la vida cultural, no solo en el conmemorativo, y de ello es de lo que hablaremos aquí. La fetichización del testimonio como el único tipo de discurso autorizado, la privatización de la historia como activo para gastar en la escena pública, la apropiación del léxico del Holocausto por parte de aquellos interesados en hacer que sus argumentos partidistas parezcan universales, el uso político del derecho penal como barrera de protección contra los vándalos de la memoria; estos instrumentos de consenso son más adecuados para un régimen autoritario que para un proyecto democrático: no es de extrañar que la nueva derecha se haya apropiado de ellos y los haya adaptado a sus propios fines.

Como en las artes marciales, los partidos xenófobos utilizan los movimientos de sus oponentes contra ellos. Vacían las formas dominantes de su contenido histórico para apropiárselo subrepticiamente y, al hacerlo, se hacen pasar por víctimas perseguidas por un establishment celoso de sus privilegios; rechazan las acusaciones; adoptan teorías y posiciones tradicionalmente de izquierdas para desviar la conciencia de los excluidos y oprimidos y centrarla en enemigos imaginarios (inmigrantes, gitanos, la casta, Eurabia…). Proliferan en medio del caos que ayudan a crear. Allí donde llegan al poder, implementan políticas discriminatorias en detrimento de las nuevas minorías mientras afirman defender a las mayorías y sus derechos oprimidos, difunden noticias falsas mientras lanzan campañas contra la desinformación, hacen un guiño al fascismo mientras rechazan cualquier distinción entre derecha e izquierda, declaran su solidaridad con Israel mientras rehabilitan la vieja calumnia de la conspiración judía para controlar el mundo.

Puede ser que se haya superado –seguramente es minoritaria– la creencia de la Ilustración según la cual el progreso humano pasa por el ejercicio de la razón (o, al menos, de la razonabilidad), exponiendo los engaños retóricos y desplegando una oposición disciplinada entre perspectivas que contrastan violentamente entre sí. Aquellos que aún anhelan las promesas de la modernidad se preguntan cómo reaccionar ante la creciente ola de intolerancia y se desesperan por devolver el debate al ámbito de la argumentación correcta, del pensamiento dialéctico que reconoce la legitimidad ontológica incluso en las teorías que intenta desmontar.

¿Cómo reafirmar los principios democráticos en un contexto de competencia salvaje, que beneficia a los prevaricadores más atrevidos y desaprensivos, como en algunos de los ejemplos más oscuros de la ficción distópica que recientemente –no por casualidad– han conquistado la imaginación de un público global? Por supuesto, las reglas del juego se pueden cambiar; por supuesto, los principios democráticos a menudo se transforman para favorecer los intereses de quienes los invocan; y, por supuesto, la falta de proyectos políticos alternativos desalienta al bando progresista, cada vez más hundido en su complejo de impotencia, obligado durante décadas a sufrir el chantaje del mal menor, de un compromiso a la baja para evitar escenarios aún más catastróficos.1 Pero no veo ninguna salida que no pase por una promoción decidida del pensamiento crítico en todos los niveles de la vida pública. Pensamiento que, por definición, debe aplicarse a los prejuicios propios antes incluso que a los del adversario.

LOS CAPÍTULOS

1. El deber de la memoria. La memoria de la Shoah ha llenado el vacío dejado por la crisis de las grandes utopías revolucionarias del siglo pasado. Elegida como la piedra angular de la ética liberal tras la caída del Muro de Berlín, es el fruto de un proyecto top-down (liderado por Estados Unidos) destinado a unir los fragmentos dispersos de una Europa en busca de identidad en medio de la condena unánime del nazismo y, por extensión, del comunismo soviético. Cualquiera puede identificarse con las víctimas del Mal absoluto, pero ese es precisamente el problema: las aporías de la «memoria cosmopolita» acechan en el antagonismo entre la supuesta universalidad de la narrativa central y la inevitable especificidad de los usos que se hacen de ella. Adaptada a una amplia gama de contextos históricos, la narrativa del exterminio ha moldeado el imaginario político de los últimos treinta años, reduciendo cada conflicto al esquema víctimas-verdugos (a veces con una retroalimentación catastrófica, como en el caso de las guerras de la antigua Yugoslavia). De ahí la competencia entre víctimas y las acusaciones de traición que cada grupo lanza a los grupos rivales. Los guardianes de la memoria –personas, asociaciones o instituciones responsables de administrar prácticas conmemorativas adecuadas– gestionan estas disputas para determinar quién, entre las partes en conflicto, tiene más derecho a expresar sus reivindicaciones con el léxico del Holocausto.

2. El discurso de la historia. Los guardianes hablan en nombre de las víctimas. Testigos de testigos, obtienen legitimidad de una especie de contacto osmótico con quienes «estaban allí». El supuesto es que la presencia física en los lugares del trauma es, en sí misma, motivo de credibilidad y autoridad. Antes de analizar los circuitos a través de los cuales se delega en los guardianes, me centraré en las transformaciones que han afectado a la figura de los testigos, desde que sus palabras han adquirido un valor de verdad que trasciende los parámetros de la investigación historiográfica. En contraste con el método crítico que los historiadores emplean para sopesar, cotejar e interpretar sus fuentes (sin dejar de ser conscientes del margen de error que todo testimonio implica necesariamente), la retórica de la memoria fetichiza a los testigos, como si no existieran filtros cognitivos o culturales entre los relatos que producen y los acontecimientos de los que hablan. Y los sacraliza, como si los traumas sufridos los hubieran proyectado fuera de la historia, a alguna dimensión metafísica trascendente. La apelación a la autoridad («Lo creo porque él/ella lo dijo») toma el relevo de los principios rectores más cautelosos del pensamiento científico-argumentativo. En este capítulo analizaré algunos efectos colaterales de este cambio, mientras que en el apéndice trataré, en términos algo más técnicos, el estatus epistemológico del testimonio como prueba o indicio de que «algo pasó».

3. Memorias colectivas. La historia es pública, mientras que la memoria siempre pertenece a alguien. Como tal, refleja las preocupaciones y los intereses particulares de quienes la gestionan. Mientras que los historiadores aspiran, al menos en teoría, a reconstruir los hechos de la forma más objetiva posible (sobre la base de documentos de acceso público), aquellos que recuerdan las experiencias que han vivido en primera persona se apropian plenamente de sus reminiscencias, incluso cuando se confunden o recuerdan mal. Sin embargo, la cuestión se vuelve más compleja en el paso de los recuerdos de primera mano a las representaciones con las que una comunidad cultural perpetúa la imagen de su pasado en beneficio y como advertencia para las generaciones posteriores. ¿Quién tiene derecho a establecer estas representaciones en detrimento de otras posibles? ¿Qué sucede con las memorias que no se pueden traducir en los términos del paradigma dominante y cómo resurgen en periodos de inestabilidad política, cuando se reorganizan las relaciones de poder entre las memorias hegemónicas, las contramemorias antagónicas y las minorías silenciosas? El aspecto irreductiblemente propio de toda memoria es el tema de este tercer capítulo. En concreto, cuando la memoria en disputa todavía tiene efectos en el presente, como en el caso de la Shoah, su control es objeto de amargas disputas destinadas a socavar tanto la primacía de las representaciones dominantes como la autoridad de los guardianes que se erigen en sus defensores.

4. Nuevo cine sobre la Shoah. Los formatos de la memoria están particularmente influenciados por la industria audiovisual (el cine y la televisión), que recoge y amplifica las actitudes conmemorativas dominantes. En el pasado, los debates sobre los límites de la representación fascinaron a directores, intelectuales y opinión pública, decididos a cuadrar el círculo en torno a la «representación de lo irrepresentable» de la muerte en los campos de concentración. En los últimos años, la tensión creativa de los cineastas se ha debilitado gradualmente a medida que la memoria de la Shoah se ha asentado en un canon ético-estético que ningún crítico, o casi ninguno, está dispuesto a volver a cuestionar. ¿Cuál es el motivo de este desistimiento y hasta qué punto es razonable considerarlo síntoma de un agotamiento más general de la memoria? En este cuarto capítulo analizaré cuatro películas recientes a la luz de una crítica de la llamada posmemoria. La hipótesis es que estamos atravesando una crisis del paradigma del Holocausto, incapaz de dar cuenta de un presente diversamente traumático que ya no puede reducirse al esquema conocido víctimas versus verdugos.

5. El espectáculo del mal. El agotamiento palpable de una memoria cada vez más ritualizada, empobrecida y centrada en sí misma se percibe en diversos ámbitos de la vida social: de los irrespetuosos selfies que se hacen los turistas en sus viajes a Auschwitz a los episodios irreverentes sobre el tema del Holocausto, especialmente en las redes sociales; de las manifestaciones racistas en los estadios de fútbol (a menudo disfrazadas de provocaciones carnavalescas) al lenguaje indignante que utilizan los líderes de la nueva derecha para estigmatizar a las minorías a las que, de vez en cuando, ponen en su punto de mira. La impresión es que estas conductas irrespetuosas y/o xenófobas no se dan a pesar del escudo de la memoria, sino que, por el contrario, los nuevos racistas han aprendido a incorporar las respuestas de los guardianes a las estrategias retóricas que emplean para generar consenso. Si la narrativa de la Shoah ha perdido su calado anterior, ¿cuáles son los formatos del storytelling contemporáneo de los que podrían surgir las próximas grandes narrativas? Los buscaré en los ámbitos hipercompetitivos de la nueva generación de productos audiovisuales, cuyo éxito global sugiere una identificación muy superior a aquella con la que actualmente abordamos las narrativas moralizantes sobre el Holocausto. Basadas en los valores del darwinismo social y la supervivencia del más apto, las nuevas películas y series win-or-die plantean a los espectadores una inquietante pregunta que cambia el significado de los testimonios de los campos de concentración: ¿qué principios estaríais dispuestos a sacrificar para lograr vuestros objetivos?

6. Negar y castigar. El último bastión de la memoria es la ley. Todo sistema legal refleja la voluntad política de dar forma a una comunidad cohesionada gracias (también) al inspirador ejemplo de episodios pasados. Por lo general, las intervenciones legislativas se limitan a promover narrativas dominantes a través de currículos escolares, celebraciones nacionales, monumentos y otras medidas no punitivas. Solo ocasionalmente se utiliza la ley para criminalizar algún comportamiento conmemorativo que se considere inaceptable, a pesar del evidente conflicto entre dicha intervención y el principio de libertad de expresión. Este es el caso de la ley marco europea de 2008 que decreta que todos los países de la Unión Europea deben adoptar leyes que impongan sanciones a quienes nieguen o minimicen los episodios más traumáticos de la historia del siglo XX, empezando por la Shoah. En este sexto capítulo argumentaré que las leyes antinegacionistas –cuya ineficacia es fácil de demostrar– no pretenden tanto proteger los derechos de las minorías a las que pertenecen esas memorias negadas, como salvaguardar las memorias en sí mismas, como si la perpetuación de los traumas históricos constituyera un bien jurídico inalienable que debería ser defendido «by any means necessary». Pero ¿es posible vislumbrar una finalidad diferente (respecto a la declarada por los partidarios de las leyes: combatir el racismo) en la voluntad de sustraer una teoría, por muy autoritaria que sea, del ámbito de la dialéctica?

1. Para Hannah Arendt (1963), el principio del «mal menor» fue lo que permitió a los regímenes totalitarios imponer un plan de acción excepcional con el pretexto de evitar una injusticia mayor, acostumbrando así a la población a aceptar la inevitabilidad del mal en sí mismo. Según Eyal Weizman, el hombre del saco del Mal absoluto sirve hoy para hacer aceptable cualquier mal menor: «en nuestra cultura política contemporánea posutópica, el término [mal menor] se naturaliza y se invoca en una serie de contextos increíblemente diferentes –desde la ética individual y situacional a las relaciones internacionales, pasando por los intentos de gobernar la economía de la violencia en el contexto de la “guerra contra el terror” o los esfuerzos de los activistas humanitarios y de los derechos humanos para maniobrar a través de las paradojas de la asistencia–, y parece haber reemplazado por completo la posición previamente reservada al término “bien”» (Weizman, 2009: 8).

1. EL DEBER DE LA MEMORIA

NUNCA MÁS

Para no olvidar. Nunca más. Traducción de los icónicos «never forget», «never again», los dos mantras de la retórica conmemorativa recuerdan la fórmula de un juramento o los versos de una oración. Evocados juntos, como si lo primero presupusiera lo segundo, se proclaman en acontecimientos oficiales para reafirmar un compromiso solemne con las generaciones pasadas y futuras. Quienes los pronuncian no sienten la necesidad de precisar exactamente lo que no se debe olvidar y, sobre todo, lo que nunca debe volver a suceder.

Todo el mundo sabe que esta doble promesa se refiere al Holocausto, pero pocas personas recuerdan el sentido de la llamada a las armas atribuido al lema «Never again!» por su primer divulgador, el rabino ortodoxo Meir Kahane, controvertido fundador de la Liga de Defensa Judía y más tarde líder del partido israelí de extrema derecha Kach. En medio de la controversia con los judíos estadounidenses, en ese momento más involucrados en los movimientos por los derechos civiles de otros grupos que en su propia lucha por la supervivencia, en 1971 Kahane los instó a no volver a dejarse sorprender por ningún acto hostil o agresión antisemita: «Para el judío, que es tan inteligente por el bien de los demás y tan obtuso cuando se trata de sus propios intereses, el amor por los judíos requiere un criterio político coherente: ¿es bueno para los judíos? Esta es la pregunta de Ahavat Yisroel: así, y solo así, sobrevivirá el judío» (Kahane, 1971: 236-237). «By any means necessary», diría Malcolm X, en cuya retórica se inspiró Kahane a modo de provocación.

Portada de la primera edición de Never Again! A Program for Survival, de Meir Kahane, 1971.

Desde entonces, «never again» ha perdido su valor como grito de guerra para adquirir uno antitético, como signo de reconciliación universal. Junto con el otro lema, «never forget», es proclamado por las personalidades públicas que visitan los distintos lugares del trauma (Auschwitz, Hiroshima, Srebrenica, Ruanda…) como homenaje a los muertos y esperanza de un futuro sin víctimas ni verdugos. Sin embargo, en esta revisión universal, los términos del compromiso siguen siendo vagos en general: ¿se refieren a genocidio en el sentido estricto de la palabra (no más exterminios a escala industrial) o también a otras modalidades de discriminación? ¿A antisemitismo (no más persecuciones a judíos) o a cualquier forma de racismo y opresión? Además de la extensión de las categorías aquí mencionadas, lo que rara vez se discute es el paso de la primera fórmula a la segunda, casi como si el cumplimiento del deber de la memoria –otra expresión ritual en boga desde hace algunas décadas–1 fuera en sí mismo garantía de un futuro libre de cualquier injusticia comparable a la que sufrieron los judíos durante los años del nazi-fascismo. ¿Basta realmente con recordar los acontecimientos pasados para protegerse de la posibilidad de que vuelva a suceder algo parecido?

No es que los dos conceptos estén desconectados por completo. Hay quienes encuentran el vínculo en el famoso aforismo de George Santayana –«Quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo»–,2 dejando de lado el hecho de que el autor se refería a la memoria positiva de experiencias útiles para el progreso de la civilización, y no a la memoria traumática de la violencia nazi que en 1905, momento en que Santayana escribió estas palabras, aún no se había producido y ni siquiera era concebible.3 Reinterpretada en clave profética y lanzada al espacio público como una advertencia universal, la cita ha adquirido el valor de una verdad evidente por sí misma. La gente no espera una explicación adicional de por qué el recuerdo de un hecho es suficiente para evitar que vuelva a repetirse. No hacen ningún intento por ampliar los contraejemplos más obvios (lamentablemente Hitler recordaba a la perfección el genocidio armenio). Tampoco objetan que «el que está condenado a repetir el pasado no es quien no lo recuerda, sino quien no lo comprende» (Giglioli, 2014: 17). Es prerrogativa de las creencias fundamentales, las certezas de las que hablaba Wittgenstein (1951), prescindir de las legitimaciones racionales. Las creencias básicas no se cuestionan, se aceptan.

Por lo tanto, es posible evitar una paradoja evidente: el crecimiento exponencial del racismo a medida que la retórica de la memoria se afianzaba gradualmente en Europa y Estados Unidos durante los años ochenta y noventa, y cada vez más a partir del 2000. Los datos son difíciles de refutar. El progresivo aumento de episodios de violencia racista, reivindicaciones explícitas de orgullo nacionalista, desfiles con símbolos fascistas, discriminación en el lugar de trabajo, propagación del odio en internet, en las calles, en la televisión, en la prensa y en las instituciones, partidos xenófobos en el poder… ¿Cómo se puede interpretar todo esto si no es reconociendo en ello una siniestra convergencia entre argumentos ultranacionalistas y manifestaciones racistas que, hasta hace poco, creíamos haber superado definitivamente?

El informe anual elaborado en 2016 por la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) confirma la impresión de que, desde hace algunos años, los discursos y las prácticas racistas están volviendo a cobrar protagonismo en la vida pública.

En el discurso público de muchos países, se ha desarrollado una dicotomía creciente entre «nosotros» y «ellos», con la intención de excluir a las personas por su color de piel, religión, idioma o etnia. Esto no solo concierne a los inmigrantes recién llegados, sino también a las minorías establecidas desde hace mucho tiempo en Europa. Estas tendencias no solo amenazan la actitud de acogida hacia las personas que acaban de llegar al continente europeo, sino también el proyecto más amplio, perseguido en décadas anteriores, de construir sociedades inclusivas y fortalecer la aceptación de las diferencias culturales. A raíz de estas tendencias, los partidos políticos tradicionales, en un esfuerzo por evitar una mayor erosión de su base electoral, han incorporado a menudo ciertos elementos de esta retórica y las ideas asociadas a ella, amplificando así los efectos de la actual oleada de populismo xenófobo y allanando el camino para que tales actitudes pasen de los sectores extremistas a la corriente política principal.

Sin embargo, el 26 de enero de 2018, la propia comisión, en palabras de su presidente, Jean-Claude Juncker, celebró el papel fundamental desempeñado por las organizaciones internacionales en la divulgación del conocimiento sobre el Holocausto para la «consolidación de las defensas contra todas las formas de odio que amenazan a las sociedades europeas».4 Se asume que una amplia campaña de información sobre el genocidio judío es el mejor remedio contra la aparición de nuevas formas de racismo, fascismo, nacionalismo y enemistades entre los pueblos.

El horror por Auschwitz es un sentimiento unificador que trasciende todas las diferencias culturales, económicas y políticas. Activar ese sentimiento desde las primeras etapas educativas, nutrirlo a través de programas de «educación sobre la Shoah» [sic]5 y reavivarlo año tras año en las fiestas religiosas es nuestra forma de garantizar la paz social. En cualquier caso, esto es lo que expresan todos aquellos que, en contextos altamente institucionales, celebran la función benéfica de la memoria con fórmulas estándar basadas en la secuencia «never forget-never again».

Veamos algunos ejemplos: «Es un poderoso recordatorio de los peligros de la discriminación y la intolerancia, de lo catastrófica y bárbara que puede ser la incitación al odio racial. Hoy nuestro solemne deber es asegurarnos de que esto nunca vuelva a suceder» (Alexander V. Yakovenko, embajador de Rusia en Londres, 27 de enero de 2016);6 «Recordar no es solo un gesto de conmemoración. Es un proceso crucial para evitar que se repitan los mismos errores» (Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, 26 de enero de 2017);7 «En el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto, reconocemos esta oscura mancha en la historia de la humanidad y prometemos no dejar que vuelva a suceder» (Donald Trump, 26 de enero de 2018).8

«Algo no está bien… pero ¿qué?».10 ¿Es posible que –como observó recientemente Henry Rousso– en una época en la que «todas las políticas públicas, por no hablar de todas las actividades cotidianas, están cada vez más sujetas a formas de evaluación o benchmarking», solo las políticas de la memoria estén exentas de este tipo de control? (Rousso, 2016: 24). ¿Por qué nos resulta tan difícil admitir que algo no ha funcionado?

APORÍAS DE LA MEMORIA

No nos apresuremos a responder. Dada la complejidad del tema, las razones podrían ser diversas, y no se puede decir que los avances en la lucha contra el racismo sean necesariamente el único criterio para medir la performance de la memoria. La memoria de la Shoah (filtrada a través del punto de vista de las víctimas) ha llenado el vacío que, en el siglo pasado, dejó la crisis de las grandes utopías revolucionarias. Su éxito también se mide en relación con el poder mitopoiético que ciertamente ha demostrado poseer: la capacidad de establecerse como paradigma o esquema narrativo con el que cualquiera puede identificarse. De ahí que se adapte a una amplia gama de contextos en los que el grupo que mejor cuenta la historia de violencia que ha sufrido adquiere un excedente de credibilidad y legitimidad que puede gastar en la escena pública (Giglioli, 2014).

Respecto a las afirmaciones descaradamente sectarias de Meir Kahane (cuyo único criterio era: «¿Es bueno para los judíos?»), los usos contemporáneos de la memoria se combinan para crear una mezcla sin precedentes de universalismo y particularismo, según la cual todos deben compartir las especificidades de la experiencia de cada grupo en particular. No solo en un sentido histórico y, en la medida de lo posible, objetivo, ya que desde cualquier posición de la que se observen se reconoce que los hechos en discusión se desarrollaron más o menos de una determinada manera, y serán los tribunales internacionales u otros órganos designados los encargados de establecer la responsabilidad de los hechos, castigar a los culpables e indemnizar a las víctimas de una manera más o menos tangible, para que puedan subsanar la ruptura con el pasado y reconstituir su propia identidad de grupo entre los demás. (Por supuesto, estoy hablando en términos muy abstractos, casi ilusorios. En realidad, las cosas nunca son tan simples; ni los historiadores ni los jueces son inmunes a la ideología y no está tan claro que los llamados derechos universales lo sean en realidad).11

En este marco de referencia ideal, la historia y el derecho aspiran efectivamente a la universalidad, mientras que las experiencias, las sensibilidades y los proyectos de cada grupo siguen siendo particulares. No es necesario saber cómo se sentían los esclavos encadenados para establecer que la trata de esclavos en el Atlántico fue uno de los peores crímenes imputables al mundo occidental.

Sin embargo, si el reconocimiento de la condición de víctima se convierte en un objetivo en sí mismo, más deseable por el impulso identitario que ofrece que por la restauración de un principio de equidad, entonces el proceso se vuelve más complejo. Cada grupo quiere transmitir a los demás la sensación casi física de las injusticias sufridas. La idea básica es que solo el conocimiento fenomenológico y subjetivo de una experiencia dolorosa garantiza la comprensión del hecho que la causó (y las posteriores afirmaciones de quienes la han vivido). No se trata simplemente de despertar un grado de empatía suficiente para permitir que las personas ajenas puedan colocarse en lo que John Rawls (1971) denominó la «posición original»: la condición abstracta de quienes, sin saber de antemano qué papel podría serles asignado en el guion de la historia, valoran las situaciones sobre la base del parámetro de la protección de los más débiles, pero sin penalizar desproporcionadamente a los que no lo son. La implicación emocional suscitada por las narrativas identitarias implica una orientación específica, un vínculo emocional, una sensibilidad particular hacia las necesidades del grupo victimizado, comparable a lo que se supone sienten quienes pertenecen al grupo mismo («Todos somos Ana Frank», o berlineses, o armenios, o neoyorquinos, o Charlie, o refugiados sirios…). Desde este punto de vista, «¿es bueno para los judíos?» –o para cualquier otro grupo al que se le reconozca la condición de víctima– es una pregunta que atañe a toda la humanidad.

Este es el problema. Mientras que el quid de todo discurso universal es esto vale para todos, la clave de todo discurso identitario es solo yo he vivido esto. Combinados, los dos conceptos producen un extraño hircocervo: solo yo he vivido esto, así que vale para todos. En otras palabras, precisamente porque mi experiencia (o la de mi grupo) es solo mía, precisamente porque solo yo tengo los derechos exclusivos sobre mi (nuestra) memoria, las reivindicaciones particulares que presento sobre la base de esa experiencia y esa memoria deben ser universalmente aceptadas.

¿Hay alguna manera de transformar este aparente non sequitur en un argumento razonable? Si el reconocimiento al que aspira cada grupo se limitara al derecho a expresar de manera autónoma una identidad cultural (incluida su propia memoria), se podría apelar a un principio humboldtiano de igualdad cultural, «indispensable para la historia de la humanidad y el inventario de los recursos del planeta» (Balibar, 2016: 142), para ratificar una visión ecológica pluralista de la semiosfera (el medio cultural entendido como un todo). Cada comunidad tiene su propia memoria (o sus memorias; por ahora, pasemos por alto las aporías contenidas en este «universalismo de lo múltiple», que favorece las diferencias entre comunidades en detrimento de las que están dentro de los grupos). Cada recuerdo representa un nicho cultural, una forma de vida única e irrepetible que como tal debe preservarse del olvido y la destrucción (al igual que en la biosfera deben salvarse las especies en peligro de extinción). Es responsabilidad de todos salvaguardar la diversidad cultural de la semiosfera y la pluralidad de memorias que la componen.

No obstante, es mucho más lo que está en juego en los discursos actuales sobre la memoria. No se trata solo de afirmar que la expresión de las diversas identidades culturales es un derecho que debe ser preservado colectivamente, para que cada grupo pueda utilizarlo de forma independiente y justa, unos fomentando la memoria inuit, otros la bantú, etcétera. Aquí se dice que algunas memorias particulares tienen derecho a ser incorporadas a la memoria universal, a ese depósito de narrativas identitarias al que recurre la hipotética comunidad global para definir las condiciones indispensables de su existencia. De acuerdo con los criterios adoptados por el Registro de la Memoria del Mundo patrocinado por la UNESCO, a estas memorias seleccionadas se les reconoce un «significado universal excepcional».12Como la dieta mediterránea, los cantos polifónicos georgianos, las danzas folclóricas bretonas y el arte textil peruano, se consideran un patrimonio inmaterial de la humanidad que debe protegerse (¿«by any means necessary»?) frente a «la amnesia colectiva, la negligencia y la destrucción intencionada y deliberada».

Un principio de prestación y selección de los más aptos se insinúa en el argumento ecológico. La vida de las culturas está constituida –y es posible– por una serie incesante de pérdidas, amnesias, negligencias y destrucciones deliberadas, de lo contrario se correría el riesgo de sobrecarga informativa que impediría que nuevas formas de vida arraigaran en un entorno repleto de vestigios del pasado (véase el argumento de Nietzsche [2006] sobre los riesgos de la memoria hipertrófica). ¿Por qué algunas memorias particulares son consideradas más merecedoras que otras de escapar a los mecanismos fisiológicos del olvido? En otras palabras, ¿qué es lo que debería inducir a la comunidad mundial a tomar medidas de peso para contrarrestar, solo en algunos casos, la acción erosiva del tiempo?

Por un lado, es el valor excepcional de la experiencia atestiguada por la memoria específica lo que la hace valiosa para el resto de la humanidad. La memoria de lo que ha hecho o le ha sucedido a la comunidad X debe ser trasplantada en la memoria global en virtud del enriquecimiento que introduce en el abanico de posibilidades existenciales que abre, del brote de conciencia que produce, de la capacidad de ir más allá de los límites de lo que se puede esperar del género humano. Grandes hazañas, inventos y gestas heroicas, pero también ejemplos negativos –guerras, epidemias y otras catástrofes– que sirven de advertencia sobre acontecimientos que, en circunstancias particulares, pueden perturbar o destruir la vida cotidiana de una comunidad. Cuanto más inusuales, extraños, oscuros o desviados de una norma hipotética parezcan los hechos relatados, más posibilidad tienen de ser incluidos en el catálogo de memorias que debe conservarse a escala planetaria como en una especie de Wunderkammer de la historia.

Por otro lado, sin embargo, la naturaleza ejemplar de estas experiencias depende de sus posibilidades de generalización. Para alcanzar el estatus de patrimonio inmaterial de la humanidad, una memoria particular debe hablar al corazón de everyman, interpelarlo como organismo sensible, activar sus neuronas espejo (por así decirlo). Como se ha mencionado con anterioridad, la retórica actual de la memoria insiste fuertemente en la necesidad de identificarse con las experiencias ajenas, siendo la empatía el único elemento compartido que cuenta. Tanto es así que los museos y los lugares del trauma se esfuerzan por encontrar nuevas técnicas interactivas para involucrar a los visitantes de una manera activa en las historias que se exponen. Obviamente, desde este punto de vista, las diferencias culturales suponen un obstáculo, a menos que concluyamos que todas las personas son iguales en cualquier parte del mundo y que, con el debido respeto a Humboldt y Sapir-Whorf, las experiencias de un guerrero hopi o una campesina francesa del siglo XVIII son inmediatamente accesibles a todo ser humano sensible de cualquier época y cualquier lugar. Reducidas a accesorios escénicos, las especificidades históricas, lingüísticas, políticas (etcétera) de las situaciones narradas sirven, principalmente, para resaltar un núcleo de experiencias comunes supuestamente intuitivas y primordiales. Por tanto, en la carrera por el reconocimiento universal, tienen ventaja aquellas memorias que se traducen más fácilmente al lenguaje universal de las emociones primarias.

¿UNA MEMORIA PARA EUROPA?

Algunas memorias son más particulares que otras. Algunas son más fáciles de generalizar que otras. Es poco probable que las más particulares sean también las más generalizables; pero la memoria que más que ninguna otra parece reunir estos atributos opuestos es la de la Shoah, excepcional por su objetiva enormidad histórica, universal –o transcultural– por las emociones que despierta, empezando por el sufrimiento, quizá la más ineludible de todas las experiencias humanas. Y no solo eso: el exterminio programado de los judíos de Europa y otras minorías perseguidas durante la Segunda Guerra Mundial también es transcultural en relación con la procedencia múltiple de sus protagonistas, víctimas y verdugos, así como de todos aquellos que, en alguna medida, y con diversos grados de responsabilidad, participaron en la perpetración del genocidio.

Toda Europa contribuyó a este proceso. Algunos lo hicieron con acciones directas, otros de manera más indirecta; algunos explotando la debilidad de sus semejantes, otros poniéndose del lado de los más fuertes debido a un instinto infalible de supervivencia; algunos espoleados por la propaganda racista (que en ese momento no solo se limitaba a los países del Eje), otros priorizando su propio egoísmo mientras a sus vecinos se les negaba el derecho a existir. Desde este punto de vista, ¿tiene sentido considerar la memoria de la violencia racista como la imagen en la que reflejarse colectivamente, cada uno a través del filtro de su propia historia nacional, pero todos unidos por la conciencia del colapso político y moral de todo el continente, conciencia indispensable para su reconstrucción radical? Sin duda, tendría sentido si el impulso predominante en la Europa de posguerra hubiera sido un esfuerzo conjunto para comprender cómo se pudo llegar hasta ahí, reconocerse en la historia para ganarse el derecho a repudiarla, abrir los archivos o desacreditar ciertos mitos familiares («Tu abuelo era fascista pero no denunció a la vecina que estaba escondiendo a una pareja judía». «Bueno, entonces vale»)13 y, si es necesario, crear una fractura definitiva entre las generaciones. Y luego reconocer que, si bien no faltan en las historias de cada país –en algunas más que en otras– episodios heroicos y movimientos de resistencia dignos de ser recordados (como prueba de que incluso entonces existían algunas alternativas), no se puede dar ni mucho menos por sentado que la Europa actual sea una digna heredera de esas valientes decisiones.

Hay al menos dos puntos problemáticos. El primero se refiere a la reconstrucción de memorias nacionales específicas, cada una con sus ambivalencias y zonas grises, así como con sus picos de infamia y de grandeza. El segundo tiene que ver con la fundación de una metamemoria europea, una memoria cosmopolita (Levy y Sznaider, 2002: 87-106)14 en la que cada memoria nacional puede insertarse sin fricciones excesivas entre las demás.

Empecemos por el primero. Construir un autonarrativa nacional es ya una empresa complicada que, en algunos casos (como el italiano), nunca se completó del todo, y tal vez ni siquiera fuera factible. En una entrevista al Corriere della Sera el 26 de noviembre de 2010, el historiador Claudio Pavone comentó: «En cuanto a la memoria común, es un concepto desprovisto de sentido. No hay nada más subjetivo que la memoria: un expartisano y un veterano de la RSI15 nunca podrán tener la misma visión del pasado». Hacer prevalecer un punto de vista sobre otro significa tener en cuenta el carácter estratégico de la llamada memoria colectiva, que servía a los intereses y sensibilidades de quienes detentaban en aquel momento el soft power. Por ejemplo, se puede establecer que, en relación con lo que se esperaba de la Italia de posguerra, la memoria partisana tenía más motivos para ser valorada que la de los partidarios de la República de Saló. Fue una decisión política legítima, porque así es como funcionan las historias fundacionales, aunque no estuvo exenta de riesgos, empezando por los resentimientos que presumiblemente suscitó en aquellos que, habiendo sido empujados a los márgenes de la narrativa dominante, no lograron identificarse con las experiencias de sus antiguos enemigos ni aun queriendo. Los focos de latencia en los que se acumulan las memorias olvidadas siempre están disponibles para su modificación posterior en caso de que el poder cambie de manos (como sucedió en Italia durante los años de Berlusconi), por lo que, más allá de las proclamas conciliadoras, la memoria nacional es un factor cultural que divide tanto como cohesiona.

Es aún más laborioso construir un marco transcultural capaz de acomodar el conjunto de memorias nacionales y, al mismo tiempo, superarlas de forma armoniosa con miras a configurar una nueva identidad europea más inclusiva (el segundo punto problemático). Este es el objetivo de numerosos organismos internacionales encargados de difundir e institucionalizar la memoria del Holocausto en todos los países de la Unión Europea y más allá: el Parlamento Europeo, la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA), el Consejo Europeo, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos (OIDDH)… Además de veintiséis de los veintisiete Estados miembros de la UE (con la curiosa deserción de Malta),16 los otros países del viejo continente que, a instancias de las instituciones intergubernamentales, «celebran» el Día de la Conmemoración son Albania, Noruega, Suiza, Liechtenstein, el Principado de Mónaco, Moldavia, Ucrania, Macedonia, Serbia y Bosnia-Herzegovina. En vista del número de países participantes, se podría decir que se trata de un gran éxito político, pero no podemos dejar de preguntarnos en qué se basa este consenso prácticamente unánime.

Hoy estamos acostumbrados a considerar la memoria del exterminio como un hito en la conciencia europea; tan acostumbrados, de hecho, que nos sorprendemos cuando alguien nos recuerda que la «europeización del Holocausto» es una cuestión bastante reciente (Kucia, 2015). El proceso se inició en los años noventa, poco después de la caída del Muro de Berlín, cuando los antiguos países comunistas entraron en el área de influencia de la OTAN y solicitaron su admisión en la UE. Hasta entonces, reacios a conmemorar el genocidio judío –aunque las fases más intensas tuvieron lugar en los territorios de Europa del Este ocupados por los nazis–, los Estados que aspiraban al reconocimiento occidental se enfrentaban a una doble tarea. Por un lado, tuvieron que desarrollar apresuradamente su propia memoria específica del Holocausto, en algunos casos muy difícil de insertar en la narrativa nacional debido a la censura y la represión que en las décadas anteriores habían corrido un velo sobre los episodios de antisemitismo autóctono (piénsese en los pogromos y el saqueo de propiedades judías en Polonia y otros países de Europa del Este),17 mientras que los recuerdos traumáticos de las persecuciones sufridas a manos de los nazis primero, y de los soviéticos después, tuvieron que ser revividos y procesados públicamente. Por otro lado, tuvieron que aceptar los formatos de la memoria europea (filtrados en gran parte a través de los productos de la industria cultural estadounidense), centrada enteramente en el sufrimiento de los judíos, la maldad de los nazis y la miseria moral de los bystanders