Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
La creación, por iniciativa del padre Jofré, del primer hospital de Europa para enfermos mentales, el Spital dels Ignoscents, es uno de los mitos más arraigados de la Valencia bajomedieval. Sin embargo, nuestros locos, a pesar de contar con esta institución para ser atendidos, durante los siguientes cinco siglos permanecieron bajo un encierro en condiciones lamentables y fueron ridiculizados en ceremonias rituales. Posteriormente, a finales del siglo XIX, fueron trasladados al convento medieval de Santa María de Jesús, donde su situación no mejoraría, mientras se intentaban erigir sin éxito varios ambiciosos proyectos para albergarlos. Finalmente, ya en los años setenta del siglo XX, se inauguraría e Hospital Psiquiátrico de Bétera, con vocación de ser el mejor de Europa cuando el modelo en el que se basaba ya había sido rechazado por la OMS dos décadas antes. Basado en la utópica concepción de ciudad abierta, no tardó en fracasar por su anacronismo. Esta obra aporta una elocuente síntesis de las incoherencias asistenciales sufridas por los pacientes mentales en el curso del tiempo, las cuales alcanzarían su apogeo durante la conmemoración institucional de los "600 años de solidaridad".
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 512
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
© Del texto: el autor, 2024
© De esta edición: Universitat de València, 2024
Coordinación editorial: Maite Simón
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Cubierta:
Ilustración: Azulejo valenciano (autoría desconocida) que representa a un acaptador, uno de los personajes que, desde el siglo XV, recogían limosnas, en dinero o en especie, a beneficio del Hospital de los Inocentes (colección del autor).
Diseño: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: David Lluch
ISBN: 978-84-1118-421-2 (papel)
ISBN: 978-84-1118-422-9 (ePub)
ISBN: 978-84-1118-423-6 (PDF)
Edición digital
INTRODUCCIÓN
1. EL ORIGEN
1.1 Escenas callejeras en el Segle d’Or
1.2 La gesta fundacional
1.3Innocents, folls e orats
1.4 La Cofradía de los Desamparados
2. LA EXALTACIÓN
2.1 Casas de locos y locas
2.2 El mundo al revés
2.3 Inquisidores y reos
2.4 Brujas, beatas y emparedadas
2.5Psicopathia sexualis
3. LA DECADENCIA
3.1 Caridad, filantropía y beneficencia
3.2 El Manicomio Modelo
3.3 Nacionalcatolicismo y autarquía
3.4 Apoteosis del jofrismo
4. LA INSTRUMENTALIZACIÓN
4.1 «El mejor psiquiátrico de Europa»
4.2 Manicomios, ¿para qué?
4.3 Partidas de caza marginal
4.4 «600 años de solidaridad»
CONCLUSIÓN
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
ÍNDICE ONOMÁSTICO
El manicomio es la institución más moderna, el lugar clásico de la modernidad en donde la relación interhumana como tal se organiza y se convierte en una cosa anónima en el marco de la institución. Pero el manicomio es también más arcaico, no solo por la miseria y el horror que contiene, sino porque nada en él es racional, todo queda allí reducido a una mera relación de opresión entre individuos, todo es informalidad y arbitrariedad individual […] En él hemos aprendido todo lo que sabemos, en él empieza nuestra cultura, en él hemos descubierto el nexo radical existente entre el sufrimiento y la opresión.
Franco BASAGLIA
A comienzos del año 2009, con motivo de la efeméride del aniversario del Spital dels Innocents, Folls e Orats, fundado seis siglos atrás, los representantes de las principales instituciones públicas de nuestra ciudad, autonómicas, provinciales y municipales, iniciaron una solemne campaña de exaltación de la solidaridad del pueblo valenciano. El programa de actos incluía exposiciones, congresos, misas, conferencias, publicaciones, conciertos y documentales, con una amplia difusión en prensa, radio, televisión y redes sociales, todo lo cual giraba en torno a una icónica escena: El padre Jofré protegiendo a un loco, cuadro historicista de Joaquín Sorolla que se había exhibido durante la celebración del centenario anterior, en 1909. Este despliegue mediático pretendía fomentar el reconocimiento de nuestros valores altruistas concentrando en un escueto mensaje –600 años de solidaridad– una tradición muy arraigada en el imaginario colectivo de protección a los desamparados, expresamente simbolizada por la Iglesia con la patrona de la comunidad. Sin duda se trataba de una bella historia de caridad cristiana, aunque muy alejada del presente, pues la emoción que despertaban aquellos hechos tan remotos poco se correspondía con la atención que se prestaba a los enfermos mentales en nuestro tiempo. Precisamente por aquellos mismos días se venían sucediendo airadas protestas de asociaciones de pacientes y familiares, de plataformas de profesionales y de agrupaciones de usuarios, unidos todos para denunciar la falta de recursos y las numerosas deficiencias de los servicios de salud mental, inaceptables a comienzos del tercer milenio.
Algo desentonaba entre tanta ceremonia conmemorativa y la cruda realidad de los hechos, porque parecía evidente que semejante derroche publicitario no iba dirigido a los destinatarios últimos; más bien parecía orientado hacia la complacencia pública de sus gestores, autoerigidos en administradores del patrimonio inmaterial de la solidaridad colectiva. Estas manifestaciones grandilocuentes ya se habían escenificado desde los poderes públicos en anteriores ocasiones, como puede comprobarse rastreando el origen y desarrollo de esta página gloriosa de nuestra historia, sólidamente armada sobre algunos pilares religiosos, políticos y profesionales en el curso del tiempo. De hecho, resulta muy difícil separar unos elementos de otros por más diferentes que sean, ya que se han venido retroalimentando hasta impregnar la cultura y las artes de algunos estereotipos etnocentristas que hoy perviven dando el nombre del fundador a sucesivos proyectos benéficos. Nadie mejor que Fernando Domingo Simó, director del Sanatorio Psiquiátrico Provincial del Padre Jofré durante los años de máxima exaltación chovinista de aquel hito, para resumir las claves del discurso apologético con el que se pretendía dar reconocimiento científico a un hecho cuya dudosa celebridad estaba por demostrar:
Circulaba como leyenda conservada por tradición que el manicomio de Valencia era el primero o, mejor dicho, el más antiguo del mundo. Como valenciano, me halagaba sobremanera esta creencia, pero como universitario me sentía molesto de pensar que, si ello era cierto, nunca debió confiarse a una leyenda el detalle de tal honor, y que no habiéndose hecho de mejor modo carecía de fuerza probatoria, y era lo mejor no acariciar tal pensamiento. Pero en el fondo de mi alma valenciana me quedaba con el deseo de llegar un día a proclamarlo con seguridad y legítimo orgullo. Además, yo soy el director de tal institución y sobre mí pesaba la obligación de averiguarlo.1
Quizas le faltó advertir que la reivindicación profesional de aquella tradición legendaria ya se había ensayado con tesón un siglo antes, cuando algunos alienistas e historiadores decimonónicos hicieron causa común para reafirmar nuestro protagonismo ante la comunidad científica internacional, encabezados por Johann Baptist Ullersperger (1954: 2):
… reprochamos al mundo ilustrado el siguiente descuido: es incomprensible que España haya sido casi completamente ignorada en la literatura psicológica, frenopática y psiquiátrica incluso en Alemania, por lo demás tan diligente en sus investigaciones, y lo siga siendo a pesar de que toda la historia de estas dos disciplinas ha tenido su cuna en España […] puesto que el primer manicomio, en sentido estricto, fue fundado en Valencia, con lo que quedó inaugurada una nueva y mejor era para los enfermos mentales de todo el mundo.2
Lo cierto es que tanto la Administración como la psiquiatría española apostaron por la máxima difusión de la efeméride, mostrando una absoluta receptividad hacia aquella supuesta primicia, ante la expectativa de lograr algunos cambios inminentes en la dotación de los servicios hospitalarios. Una vez que el director facultativo consideró cumplidas sus averiguaciones históricas, se entregó a divulgarlas activamente junto con otro colega también motivado por las tradiciones valencianas, José Calatayud Bayá, coautor de una obra monográfica de título concluyente: El primer hospital psiquiátrico del mundo. Así se disipaba de forma incontestable cualquier duda sobre sus intenciones desde la misma portada, plenamente coincidentes con las de la Diputación Provincial, de la que dependían las competencias de salud mental y que puso todo su entusiasmo institucional al servicio de los eventos del 550 aniversario, desde febrero de 1959. Examinaremos con detalle el despliegue propagandístico que se produjo durante la autarquía franquista, sin duda el momento ideológico más propicio para aquella iniciativa nacionalcatólica que buscaba su legitimidad en las raíces de un episodio originario que seguía reapareciendo con una periodicidad cíclica. Y, sin embargo, esta estrategia urdida sobre los valores más nobles de la caridad difícilmente podría justificar la miseria asilar en la que sobrevivían más de 1.500 internos en Jesús, como fue conocido hasta su cierre el inhóspito convento franciscano del medioevo reconvertido en manicomio a finales del siglo XIX. Menos aún podría esperarse que la insufrible situación de los internos pudiera divulgarse en la calle por la prensa del Movimiento, que se prestaba dócilmente a silenciarla mientras la ciudad de València participaba de una gloria artificial en las portadas de los diarios.3 Así fue durante aquellos días de euforia institucional en los que no se produjo cambio alguno, y las cosas siguieron como estaban durante muchos años más, hasta que la prensa, que tanto contribuyó a aquella ceremonia de la confusión, intervino decisivamente para desvelar lo que se ocultaba al otro lado de la tapia.
Cincuenta años después llegó el VI Centenario y aparecieron nuevos ideólogos de la parafernalia institucional comprometidos en relanzar la exaltación mítica desde los canales a su alcance, contando con la colaboración de los profesionales más motivados por su aureola sacra. Uno de los primeros psiquiatras en anunciar la gozosa celebración fue un catedrático madrileño ligado al tema por raíces familiares, que reclamaba para la ciudad de València la primacía de un modelo organizativo y funcional rápidamente seguido por sucesivos centros asistenciales: «Durante siglos estos establecimientos se consideraron paradigmáticos y fueron copiados en otros países» (López-Ibor Aliño, 2008). Para describir las vicisitudes de su creación, el autor echaba mano de la cantera local de figuras religiosas con protagonismo histórico, junto a las circunstancias que coincidían en la València del siglo XV para favorecer la originalidad de aquel hospital que representaba lo mejor de nuestras tradiciones humanitarias. Con motivo de la conmemoración, el Ayuntamiento popular publicó una obra sobre los orígenes del Spital y el estado de la medicina en la València bajomedieval hasta la creación del Hospital General, un siglo más tarde. En aquel texto reivindicativo, José M.ª López Piñero describía el edificio hospitalario y su funcionamiento en la primera etapa, los tipos de pacientes y los médicos responsables con sus bibliotecas científicas y los recursos terapéuticos que entonces se empleaban. De la dinámica del establecimiento nos interesa resaltar aquí una rotunda afirmación del autor en sus primeras páginas:
El Hospital dels Ignoscents, Folls e Orats es, sin duda, la institución más importante de la tradición médica valenciana. Sin embargo, su extraordinario relieve no se debe a que fuera «el primer manicomio del mundo», como han repetido patrioteros desconocedores de las investigaciones más rigurosas que le ha dedicado la historiografía médica internacional (López Piñero, 2009: 3).
De este modo, el acreditado investigador desautorizaba una forma de hacer historia de la medicina a la ligera, más motivada por el relato autocomplaciente que por la objetividad científica. Sin embargo, está tan arraigado ese discurso localista entre nosotros, que existe una predisposición generalizada a creerlo sin más, antes que a examinar rigurosamente sus fundamentos. Porque son tantos los tópicos que se vienen reproduciendo sobre este asunto desde los primeros cronistas hasta las versiones más recientes, que la realidad histórica ha terminado por desvirtuarse para quedar transformada en una mera exaltación hagiográfica. Lo cierto es que, si entonces no existía nuestra especialidad, difícilmente aquellos establecimientos asilares podrían calificarse como hospitales psiquiátricos, cuando esta disciplina no sería reconocida hasta el siglo XIX, por más que ciertos representantes del saber académico hayan contribuido a sostener dicho anacronismo con tal de defender una dudosa primacía cronológica.
Así, se extendía igualmente el esplendor a la ciudad de València, que según los autores más enardecidos habría sido en la época un crisol donde se purificaba lo mejor de las tres culturas: musulmana, judía y cristiana. Por eso resulta especialmente indicado el abordaje crítico del tema desde una perspectiva distinta, que centre el interés en lo más destacable de la experiencia valenciana desde la historia social de la locura, a partir de la novedad de su iniciativa de asilo y protección a los necesitados y la utilidad sociosanitaria del establecimiento. Lo ha resaltado de otro modo Hélène Tropé, sin duda la mejor conocedora de la etapa hospitalaria inicial después de arduas investigaciones archivísticas:
Al fin y al cabo, el Hospital de los Inocentes cumplía con su misión: descargar a las familias del peso y del peligro que suponía un familiar loco, aliviar a la sociedad y desembarazar las calles de los vagabundos y locos, intentar socorrer a esos indigentes y desvalidos, y cuando era posible curarlos (Tropé, 1994: 173).
Debemos añadir otro rasgo destacable de la experiencia valenciana, su ininterrumpida continuidad a lo largo de seis siglos, desde distintos modelos conceptuales de asistencia centralizada a la locura: el hospital, el asilo, el manicomio y el psiquiátrico. Esta concatenación, que encuentra en los archivos especializados su mejor correspondencia, otorga a nuestra ciudad un destacado protagonismo, ya que reúne las mejores condiciones para investigar la historia social de la locura a partir de los sucesivos sanatorios que se han hecho cargo de los enfermos mentales: Spital dels Ignoscents, Hospital General, Manicomio de Jesús y Hospital Psiquiátrico de Bétera. Así consta desde los más antiguos testimonios clínicos y valiosos documentos históricos que se conservan celosamente hasta hoy, lo que reviste nuestra experiencia de un interés difícil de igualar. No tenemos la menor duda acerca de este hecho singular, que sí es fácilmente constatable y permite la reconstrucción del devenir de los hechos desde la sociología histórica, porque si hay un único privilegio que asista al manicomio, en tanto que microcosmos marginal al que se encomienda la custodia de la sinrazón, es el de arbitrar inversamente la cordura de las normas y los valores sociales que rigen la convivencia humana en su contexto.
Este es, ciertamente, el mérito más relevante de la fundación asilar, más allá de estériles discusiones sobre la demostración de su origen primigenio o exaltaciones autocomplacientes con intencionalidad más que cuestionable. Sin olvidar las funciones de orden público y protección social que la sociedad bajomedieval requería, como quedó demostrado por el compromiso que la naciente burguesía adoptó después del encendido reclamo de la Merced. Pero nuestro propósito se extiende más allá de la competencia sanitaria, para examinar el conflicto social entre la razón y la sinrazón desde la dialéctica que surge entre ambos lados de la tapia del manicomio, aunque a menudo no suele trascender a la calle, porque esta es una de las consecuencias del enclaustramiento y la lógica de la exclusión. Solemos caer fácilmente en el olvido de dicha misión custodial cuando se profesionaliza una tarea que, más allá de la asistencia, alberga otras dimensiones de gran trascendencia jurídica y moral, al arbitrar los patrones de locura y normalidad. Y, sin embargo, es precisamente a través de las políticas dedicadas a los sectores marginales como se puede evaluar mejor el grado de tolerancia y respeto a la alteridad que sostiene cualquier población; sobre todo en los aspectos ideológicos que inciden en la imagen pública de este fenómeno psicosocial, en tanto que desviación del sistema de valores y de la convivencia en cada momento histórico. No es de extrañar que fuera la Inquisición la que se ocupara de establecer los cánones de normalidad, desde su potestad para perseguir a las minorías sociales, con la excusa de las diferencias étnicas, religiosas, sexuales, etc. Y, entre ellas, numerosas conductas que hoy serían sin duda confirmadas como enfermedades mentales, según la variedad de casos y denominaciones recogida entre los procesos inquisitoriales por los investigadores más acreditados, como Albert Toldrà (2022). La arbitrariedad se mantuvo de manera inapelable durante los casi cuatro siglos que estuvo en vigor el Santo Oficio, encargado de ejecutar las instrucciones normativas del poder para asegurar el orden público. En el curso del tiempo, las desviaciones de la moral establecida y de la obediencia religiosa serían transferidas al arbitrio de la razón en perjuicio de la fe; ya en la Ilustración, serían la ciencia y la salud pública las que se ocupasen de ellas, hasta derivarse a la Beneficencia bien entrado el siglo XIX, mientras era definitivamente abolido el Santo Oficio junto con su obsesiva persecución del pecado y la impureza de sangre. También desaparecería con ello todo el catálogo de fantasmas diabólicos que desde sus comienzos habían invadido el imaginario común y las mazmorras inquisitoriales: brujas, marranos, herejes, sodomitas, hechiceras, alumbrados, etc. Así hasta que se pudo dar el relevo institucional para el control de nuevas especies de disidentes: «el otro» diseñado a la medida en cada momento histórico para mantener el equilibrio social.
Ciertamente, no existe gran diferencia entre los mecanismos de exclusión de a finales del medioevo y los establecidos en la era contemporánea, cuando el protagonismo correspondió al Manicomio Provincial, hasta su relevo por el Hospital Psiquiátrico de Bétera, que abrió sus puertas coincidiendo con la Transición democrática, en plena crisis del Estado de Bienestar, que viene determinando la discriminación de los sectores sociales más improductivos desde entonces. Sin duda, la experiencia valenciana reúne excelentes condiciones para el estudio de la historia social de la locura gracias a su continuidad y, sobre todo, a la celosa conservación de las fuentes documentales hasta nuestros días, lo que ha hecho posibles sucesivas investigaciones sobre cada uno de los periodos de la atención asilar. Con la acogida de los alienados en instituciones especiales se inauguraba en nuestro país la política de exclusión de los individuos desviados del orden público por su conflicto con las normas sociales, pero cuando se trata de escenarios marginales a menudo suele olvidarse un detalle elemental, por más que constituya uno de los tópicos recurrentes del universo manicomial: la tapia que delimita su contorno no solo sirve para encerrar a quienes allí habitan, sino también para aislarlos de los de fuera. Por más evidente que parezca esta doble segregación según el lado del que se mire, conviene recordarla siempre, como bien saben los internos de las «instituciones totales». Este término fue acuñado en 1961 por el sociólogo Erving Goffman (1973: 13) tras un laborioso trabajo de campo en el Hospital Psiquiátrico St. Elizabeth’s de Washington para definir las características comunes de asilos, conventos, manicomios, cuarteles o prisiones, entre otras residencias donde se convive bajo una disciplina formalmente administrada.
Independientemente de la vinculación activa o pasiva de los individuos residentes, este tipo de establecimientos han permitido reflexionar ampliamente sobre la vida fuera del sistema social y la gestión regular de la marginalidad. Por lo que respecta al manicomio, desde siempre ha sido un lugar maldito u objeto de comentarios chistosos por toda la relatividad que es capaz de albergar en su seno, entre la transgresión y la norma, donde fácilmente se cruzan las dimensiones extremas del orden y el caos. Y alrededor de este entorno acotado como una reserva natural de la locura, no debe olvidarse a la población donde se inserta y que lo erige para protegerse de las contradicciones de su propia convivencia. Porque si la sinrazón surge como una caricatura grotesca capaz de cuestionar la razón mayoritaria, el manicomio constituye un auténtico microcosmos donde este par de fuerzas antitéticas libran un combate desigual tratando de enmascarar el conflicto. De las repercusiones socioculturales de dicho combate nos vamos a ocupar aquí, en su doble dimensión espacial y temporal, atravesadas por mitos recurrentes, rituales de purificación y planteamientos utópicos que, a su manera, constituyen un espejo deformante y caricaturesco, imprescindible para conocer objetivamente lo mejor y lo peor de nuestra ciudad.
1. «Nuestro manicomio, el primero del mundo», Levante, 19 de julio de 1958.
2. El original alemán, de 1871, no fue traducido entonces, según aclaraba en su texto introductorio el promotor de la primera edición española, Vicente Peset Llorca.
3. «Nuestra ciudad, cuna mundial de la asistencia psiquiátrica», Levante, 20 de febrero de 1959, supl. Valencia, n.º 207.
ADV
Archivo Diocesano de Valencia
AEN
Asociación Española de Neuropsiquiatría
AEN-PV
Associació Espanyola de Neuropsiquiatria del País Valencià
AFEM
Asociación de Familiares de Enfermos Mentales
AGFDV
Archivo General y Fotográfico de la Diputación de Valencia
AHUV
Arxiu Històric de la Universitat de València
AHUV AHN
Archivo Histórico Nacional
AMV
Archivo Municipal de Valencia
AV
Ayuntamiento de Valencia
AVACOS
Asociación Valenciana contra el SIDA
BCSPC
Biblioteca de Ciencias de la Salud Pelegrí Casanova
BHJR
Biblioteca de Humanidades Joan Reglà
BHM
Biblioteca Histórico-Médica Vicente Peset Llorca
COPEL
Coordinadora de Presos en Lucha
DPV
Diputación Provincial de Valencia
GV
Generalitat Valenciana
FEAFES
Federación de Asociaciones de Familiares y Enfermos Mentales
FITUR
Feria Internacional de Turismo
HG
Hospital General
HMV
Hemeroteca Municipal de Valencia
HPB
Hospital Psiquiátrico de Bétera
IHMC
Institut de Història de la Medicina i de la Ciència López Piñero
MIR
Médicos Internos y Residentes
OMS
Organización Mundial de la Salud
PANAP
Patronato Nacional de Asistencia Psiquiátrica
RAEN
Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
UV
Universitat de València
WHO
World Health Organization
Capítulo 1.EL ORIGEN
Detalle del cuadro de Sorolla El padre Jofré protegiendo a un loco.
En la present ciutat ha molta obra pía e de gran caritat é sustentació empero una ni manca, qu’es de gran necesitat, so es un Hospital ó casa hon los pobres ignoscents é furiosos fosen acullits. Car molts pobres ignoscents van per aquesta ciutat, los quals pasen grans desaires de fam, fret e injuries. Per tal, com per sa ignoscentcia é furor no saban guanyar ni demanar la que han menester per sustentació de llur vida; é per so dormen per los carrers é pereixen de fam é de fret, é moltes los ulls de sa conciencia los fan moltes inguries é enuchs; é malvades persones no habents deu dabant senyaladamnt lla hon es troben adormits los nafren é moten alguns é á algunes mefbres ignoscents aonten. E així mateix los pobres furiosos fan dany á moltes persones anant per la ciutat, é aquestes coses son notories á tota la ciutat; perque sería sancta cosa é obra molt sancta que en la ciutat de Valencia fos feta una habitació é Spitall en que semblants folls e ignoscents estiguesen en tal manera que no anaren per la ciutat ni poguesen fer dany nils ne fos fet…1
Fray Juan GILABERT JOFRÉ
Sin ánimo de restar méritos a la Orden de la Merced por su labor benefactora en la València de la Baja Edad Media, se hace imprescindible ponderar el auténtico valor de su contribución a la asistencia a la locura, que se ha visto desvirtuada en buena parte por la exaltación hagiográfica de los protagonistas, al afianzarse algunos tópicos que se han repetido durante siglos con una reiteración cansina. En destacado lugar lo concerniente al padre Jofré, que pasó de fraile ejemplar a sujeto heroico, hasta quedar ligado como un arquetipo cultural inseparable al destino de los enfermos mentales. Se trata de un ejemplo que se ajusta a las características del personaje santo nítidamente definidas, desde una aproximación psicodinámica a la antropología, por Joseph Campbell (1959: 314-315):
Estos héroes están por encima de la vida y también por encima del mito. Ninguno de ellos trata el mito, ni el mito puede tratar de ellos en forma apropiada. Se han escrito sus leyendas, pero los sentimientos piadosos y las lecciones de sus biografías son necesariamente inadecuados, casi mezquinos. […] Cuando el perfil escondido se ha descubierto, el mito es la penúltima palabra y el silencio es la última. En el momento en que el espíritu pasa a lo escondido, solo permanece el silencio.
En tales casos resulta difícil discernir con claridad el problema metodológico que Lévi-Strauss planteaba como una premisa fundamental para adentrarse en estas investigaciones: ¿dónde empieza la mitología y dónde termina la historia? Para delimitar sus competencias debemos volver a aquel episodio de violencia callejera contra un sujeto perturbado –algo bastante frecuente en los burgos medievales, que tampoco ha cesado en nuestro tiempo, como veremos–, lo que dio origen al noble gesto de caridad cristiana cuando Jofré se interpuso con su hábito mercedario para protegerlo de la turbamulta. Poco después pronunció el encendido sermón de Cuaresma en el que desterró los prejuicios más arraigados sobre la locura, haciendo prevalecer la dignidad de los enfermos hasta conmover a algunos burgueses valencianos que se comprometieron a construir un hospital para los alienados. Así se inició la gestación del Spital dels Innocents, Folls e Orats, que es considerado uno de los primeros asilos para enfermos mentales del Occidente cristiano y modelo de los sucesivos hospitales creados en los reinos hispánicos, según la apreciación unánime de los expertos.
Desde entonces hasta ahora, son múltiples las valoraciones que han venido a consolidar la trascendencia mítica de aquel hecho, tanto desde su aura de santidad como desde su significación renovadora. Sin embargo, nadie puede atribuirse en particular el inicio de esta glorificación, pues los mitos no tienen una autoría concreta, sino que contienen en su esencia la transformación colectiva a través del grupo social donde se generan, según nos advierte el antropólogo francés Lévi-Strauss (1995: 60). Incluso, para que pueda estar asegurada su supervivencia, deben ser considerados algunos requisitos de memoria, oralidad y tradición, más allá del anonimato obligado del hacedor, según insiste otro reconocido especialista: «El mito solo permanece vivo si sigue siendo contado, de generación en generación, en el transcurso de la existencia cotidiana» (Vernant, 2000: 10). Aun así, debe reconocerse que buena parte de las versiones conocidas carecen del rigor exigible en cuestiones de ciencia, al estar sostenidas principalmente sobre testimonios de fratrías religiosas o de cofradías comprometidas en la misma misión. De hecho, la primera fuente sobre su creación aparece más de doscientos años después en los archivos de la Orden de la Merced, lo que puede haber contribuido a consolidar alguna distorsión de la realidad histórica, al superponerse la exaltación de aquel gesto piadoso con el inicio de una asistencia humanitaria a los alienados. Pero así suelen surgir las leyendas, a través de la reelaboración de algún hecho histórico relevante por la superposición de relatos posteriores y narraciones sobreañadidas bastante tiempo después. En el curso de los siglos se han venido sucediendo las versiones de cronistas, escribanos y viajeros –clérigos y literatos, en su mayor parte–, ajenos al saber médico y motivados por otros alicientes que quizás hayan podido contribuir a consolidar imprecisiones. Así, se superpone el enaltecimiento del mercedario con la evolución de la asistencia a los dementes, desde los más antiguos documentos hasta la exhaustiva recopilación llevada a cabo desde la Orden por el padre Félix Ramajo. De este modo, se completaba una amplia nómina de eruditos e historiadores locales que han venido repitiendo las referencias históricas de quienes tuvieron acceso a las fuentes primitivas: Escolano, Orellana, Teixidor, Zapater y Ugeda, Ruiz de Lihory, Jiménez Valdivieso, Gazulla, Almela y Vives, Llorente, Aparicio Olmos o Sanchis Guarner (Polo Griñán, 1997). Y, sin embargo, previamente a cualquier mitificación, contábamos con una temprana noticia del médico alemán Jerónimo Münzer a través de su valioso testimonio sobre el hospital en 1494, que le permitió compararlo con otros establecimientos europeos. Incluso dejó constancia de algún aspecto importante, como la represión de los judíos, lo que confirma la compenetración que ya existía con el Santo Oficio, pues el hospital colaboró estrechamente durante siglos con los inquisidores desde la creación del tribunal en 1482.
Además, es preciso añadir que la cadena hagiográfica creció sobre todo gracias al aura gozosa con que comenzó a ser venerada la Señora de los Inocentes, madre primitiva de aquella santa casa. No solo sus moradores eran acogidos por ella, sino también los náufragos, las prostitutas, los reos o los ajusticiados; los más desvalidos de todos quedaban bajo su manto protector, por lo que pronto ganó gran popularidad en los barrios más pobres de la ciudad. Aquella Virgen surgida de la veneración popular en los arrabales pronto fue adoptada por la Iglesia hasta ser entronizada como Santa María de los Desamparados, más tarde patrona de la ciudad y siglos después de toda la comunidad. Se tejía así un discurso apologista de exaltación propia cada vez más alejado de los hechos reales, que se retroalimentaba con la leyenda primigenia del Spital dels Ignoscents hasta construirse un entramado ideológico que conectó fácilmente con las generaciones siguientes. Hasta nuestros días, en los que una y otra vez se recurre a la figura del padre Jofré para dar nombre a los centros hospitalarios encargados de tomar su relevo asistencial, en una clara muestra de utilización de los «mitos de origen» para dar legitimidad a situaciones del presente (Vandermeersch, 1994). Es importante partir de esta reflexión para captar el «prestigio mágico de los orígenes», que adquieren posteriormente toda su coherencia según insistía el antropólogo Mircea Eliade (1968: 49) para subrayar la distinción: «La idea implícita de esta creencia es que es la primera manifestación de una cosa la que es significativa y válida [sic], y no sus sucesivas epifanías».
Este retorno a un tiempo sagrado es lo que podría representarse con la ritualización de ceremonias que tendremos oportunidad de revisar de manera reiterada en nuestra historia con una manifiesta intencionalidad; no tanto por la improbable regeneración simbólica de hechos remotos, sino por el comportamiento legendario que encierran las actitudes anacrónicas, más motivadas por dotarse convenientemente de autenticidad. Han sido numerosos los autores dispuestos a sumarse desde distintos frentes a la empresa autoafirmativa, hasta el extremo de reivindicar una idílica edad de oro en la atención a los alienados (Alonso-Fernández, 1989). La idealización llegaba a obviar algo tan elemental como que la psiquiatría no existía en aquellos tiempos y aún tardaría cuatro siglos en ser reconocida como disciplina entre las especialidades médicas. Lo que sí se producía, sin embargo, era la locura en muy diversas formas de presentación psicosocial, que por entonces agrupaba a los enfermos en dos grandes tipos, inocentes y furiosos, a los que esperaban formas de trato bien distintas. Así que, si hemos de aceptar las versiones más elogiosas sobre su asistencia con todos los anacronismos que inevitablemente contienen, justo será dar a conocer también los métodos represivos que eran empleados para someter a los internos, a juzgar por el repertorio de utensilios que se usaban en instalaciones más bien carcelarias y con la estrecha colaboración de los inquisidores y su cuerpo de familiares, que siempre tenían la última palabra.
Resulta especialmente indicado, por tanto, el abordaje del tema desde una perspectiva diferente que, lejos de repetir los tópicos conocidos, centre el interés en el devenir de la asistencia después de aquella novedosa iniciativa, comenzando por situar el nuevo hospital en el contexto sociocultural de la época. Quizá, lo más interesante de resaltar en esta primera etapa sea el cambio ideológico que se produjo en la València de 1409: el paso de la demonización tradicional de la locura a su santificación. Ello hizo posible un cambio de actitudes sociales hacia el sujeto estigmatizado, que pasaría a ser considerado como enfermo, ya que hasta entonces no se aceptaba su admisión en ningún hospital de la ciudad. Este rechazo era ampliamente compartido en aquella época, excepto en la cultura y las tradiciones del islam, donde el trato al alienado siempre fue más respetuoso. No olvidemos que la presencia agarena en la península ibérica se mantuvo durante ocho siglos, lo que podría justificar que pervivieran creencias y costumbres más afines a la caridad musulmana. De este modo, irían desapareciendo los malos tratos en las calles y las expulsiones de las ciudades, producto de prejuicios ancestrales y temores mágicosupersticiosos sobre posesos y energúmenos, para acoger a estos marginados en instituciones asilares inspiradas por los valores cristianos, bajo responsabilidad y asistencia médica. Este es, ciertamente, el mérito histórico más relevante –más allá de estériles discusiones sobre la primicia cronológica o exaltaciones autocomplacientes–, sin olvidar la función de orden público y protección social que reclamaba la naciente burguesía. Porque en ese mismo siglo la iniciativa benefactora sería secundada por diversas ciudades en los reinos hispánicos, como Barcelona en 1412, Zaragoza en 1424, Sevilla en 1436, Palma de Mallorca en 1456, Toledo en 1486, Valladolid en 1489, etc., hasta servir como modelo de referencia para la atención de los enfermos mentales en otras fundaciones del Nuevo Mundo y Europa occidental (Polo Griñán, 1996a).
Y, sin embargo, cuando el celebrado Spital dels Ignoscents llegó al final de la centuria y hubo de decidirse su oportuna renovación, que ampliaba sus competencias sanitarias con la construcción del imponente Hospital General en torno a aquel asilo primitivo, no se contó con los alienados, que permanecieron aislados en la Quadra de Orats. De este modo, aquellos destinatarios que habían servido como motivo para la celebrada fundación eran ahora objeto de una nueva forma de segregación, esta vez dentro de ese mismo emplazamiento, donde quedaban apartados de los demás enfermos. Y si esta marginación excluyente se producía en aquel lugar sagrado, cabe dudar si lo que entonces resultaba prioritario no era más bien el mantenimiento custodial. Sin embargo, para relativizar esta apreciación, conviene explorar el grado de cordura que regía en el seno de aquella bulliciosa ciudad, a juzgar por la escasa tolerancia que se dispensaba a otros tipos de conductas fuera de la norma en la València bajomedieval.
1.1 ESCENAS CALLEJERAS EN ELSEGLE D’OR
Para valorar la trascendencia de la fundación del Hospital de los Inocentes resulta imprescindible conocer las circunstancias que coincidieron en aquel tiempo, quizás el más brillante de la historia del Reino de Valencia, como queda acreditado por su destacada proyección en la Europa que alumbraba el Renacimiento. En efecto, resulta coherente que fuera en nuestra ciudad donde se levantara uno de los primeros asilos para enfermos mentales si consideramos aquel periodo de prosperidad, que también tuvo su reflejo en una notable fertilidad creativa en distintos ámbitos culturales. Aquella bonanza social discurría paralelamente en la arquitectura y las artes, así como en una excepcional producción literaria, hasta merecer la calificación de Siglo de Oro de la historia valenciana. Esta hegemonía alcanzó incluso a la Iglesia, ya que tres obispos vinculados a la diócesis valentina llegaron a regir la Santa Sede entronizados como papas: primero, el aragonés Benedicto XIII –el papa Luna, uno de los protagonistas del Cisma de Aviñón–, y después Calixto III y Alejandro VI, ambos de la poderosa familia Borja. Con ello se consolidaba una época de esplendor que alcanzó su máxima influencia en los albores de la Edad Moderna, cuando resonaban los versos de Ausiàs March y las gestas de Tirant lo Blanc, mientras los visitantes se maravillaban contemplando la Lonja de mercaderes.
No debe resultar ajeno a la innovación del Hospital que en el siglo XV la ciudad de València viviera su mayor protagonismo en la Corona de Aragón, con una notable expansión mediterránea durante el reinado de Alfonso el Magnánimo, lo que le permitió acercarse a los 80.000 habitantes a finales de la centuria, hasta convertirse en una de las más dinámicas urbes occidentales. Se consolidaba así el proceso de cristianización emprendido tras la conquista del rey Jaime I en 1238, a partir del cual la faz de la urbe mora hubo de cambiar su estructura y sus costumbres. Al mismo tiempo, sus habitantes se vieron gobernados por una minoría de repobladores llegados de Cataluña y Aragón para colonizar las tierras, que iban imponiendo unas normas y reglas de vencedores que anunciaban una auténtica limpieza étnica. Los edificios civiles y religiosos que se iban levantando señalaban un nuevo orden social, bien patente según se erigían nuevas iglesias cristianas sobre las antiguas mezquitas y sinagogas. Mientras tanto, en la calle se extendía una segregación amenazadora entre episodios de violencia hacia las minorías árabe y judía, que serían confinadas en la morería y en el call, respectivamente. Estos guetos, cerrados y periféricos, quedarían después aislados con una nueva muralla que los cercaba, aunque no sería suficiente para contener sucesivos episodios de hostilidad que alcanzaron su punto culminante con el asalto a la aljama de 1391. Los atropellos podían desencadenarse con cualquier excusa de interés material, aunque siempre se agravaban por las incompatibilidades raciales y religiosas, por lo que pronto se impusieron formas humillantes de identificación externa bien visible, hasta forzar a unos y otros a renegar públicamente de sus credos mediante ceremonias de conversión masiva. De ahí a la cadena de denuncias y delaciones por incumplimientos litúrgicos o ceremonias ocultas no había más que un paso, que pronto se dio excitando el morbo ciudadano con un ambiente de terror, sobre todo a partir de la creación del Santo Oficio. En efecto, este siniestro aparato represor, fundado por la Monarquía como brazo armado del poder religioso, se encargaría de los autos de fe, que escenificaban el mandato de la Inquisición hasta demostrar su cruel eficacia a finales de la centuria. Poco más de un siglo después, la expulsión de los moriscos –tras haberse completado previamente la de los judíos– pondría fin a esta depuración racial dictada por el cuerpo social dominante, hasta no dejar rastro de aquella ejemplar convivencia entre las tres culturas, según la versión acuñada por los relatos históricos más benévolos.
Sin embargo, resulta elemental considerar el inevitable trasvase de costumbres y de saberes que debió de producirse a lo largo de los siglos, durante los que unos y otros pudieron compartir sus respectivas tradiciones para ayuda mutua y beneficio general. Análogamente, todos ellos también pudieron verse afectados por la contaminación ideológica de sus respectivas creencias, que sin duda estarían presentes en el imaginario colectivo de la época. De hecho, a finales del medioevo circulaban por València abundantes supercherías esotéricas y creencias mágicosupersticiosas, en medio de un temor omnipresente a los manejos del maligno. Esto dejaba en manos del clero cualquier intervención arbitral sobre las conductas desviadas de la convivencia social cuando era requerido por las fuerzas del orden público para examinar posibles anomalías psíquicas. El gran mérito de la caridad cristiana en este periodo de transición fue contribuir a un cambio de mentalidad entre las gentes, logrando que el loco fuera considerado como un enfermo con necesidad de ayuda y protección social antes que un energúmeno portador de desgracias y peligros para la comunidad. Interesa resaltar, de esta primera etapa, el radical cambio ideológico que se produjo en la ciudad de València, al propiciarse el paso de una demonización tradicional de la locura a su progresiva santificación. Ello implicaba una modificación de las actitudes hacia aquellos sujetos estigmatizados, que así pudieron ser considerados como enfermos, ya que hasta entonces no estaba permitida su admisión en ningún hospital del municipio.
Los alienados solían llevar una existencia errabunda entre muchos otros individuos marginales que rondaban por las afueras de las poblaciones, de las que a menudo eran expulsados con malos modos. Estas actitudes de rechazo solían ser causadas por prejuicios de mal agüero, descargando sobre los extraños las culpas ante posibles desgracias y perturbaciones. El miedo a lo desconocido servía, así, de fundamento para la marginación de contrahechos, epilépticos y espiritados, entre tantos otros que eran considerados encarnaciones del mal, desde la posesión a la brujería. Esta grave estigmatización de la locura asociada a las formas más diversas de perversidad fue causa durante siglos de ceremonias de escarmiento y rituales de purificación, en autos públicos de tortura y exterminio escenificados con una ilimitada crueldad. Incluso cualquier inocente manifestación de divergencia era perseguida con el mayor ensañamiento, lo que ponía en evidencia, con tales castigos ejemplares, la más esclarecedora representación de la vesania del poder. De hecho, los desvaríos de las autoridades políticas y religiosas eran mucho más peligrosos que los riesgos atribuidos a quienes rompían las normas y alteraban el orden público. Especialmente cuando se ponían en cuestión los sagrados valores de la familia, como en los casos de incesto, que exigían la expiación por el fuego del padre que «s’era jagut ab sa filla». Tampoco se perdonaba la subversión de los patrones de género y de la identidad de sexo, como evidencia un caso de travestismo bajomedieval descrito con todo detalle por el capellán de Alfonso el Magnánimo, que solo ha encontrado reparación pública seiscientos años después con la dedicación a su memoria de una plaza en la ciudad:
Com penjaren a Margalida; era hom. En l’any de 1460, dilluns, a 28 de joliol, en lo Mercat de València, penjaren a Margalida, la que era home. E dien-li Miquel Borràs, fill de un notari de Malorca, lo qual anava vestit com a dona, e estigué en moltes cases en València en hàbit e vestidures de dona, la qual cosa fonc sabuda, e fonc presa e turmentada. E per causa de la dita Margalida o Miquel, foren presos alguns e turmentats. Emperò la dita Margalida fonc penjada e vestiren-li camisa de home, e ben curta, e sens panyos, en manera que amostrava bé totes ses vergonyes (Miralles, 2001: 132).
Solo a finales del medioevo pudo apreciarse una cierta tolerancia, al tiempo que algunas transgresiones eran integradas dentro de los rituales festivos y carnavalescos. Incluso la locura experimentó su propia inversión, llegando a coexistir la expiación de los sujetos diabólicos con la glorificación de los alienados, en una amplia representación de los locos de Dios. Bajo esta denominación protectora se incluía a imitadores de Cristo y videntes, falsos profetas y apocalípticos, junto a los inocentes y los tradicionales pobres de espíritu, hasta que pudo producirse la mutación ideológica que hizo posible el cambio de actitudes y creencias populares, en opinión de la francesa Muriel Laharie (1991: 23-87). Algo que, sin embargo, se venía produciendo entre los musulmanes desde hacía unos cuantos siglos debido a una concepción más tolerante de los alienados y faltos de juicio en la doctrina inicial del islam, por más que cueste reconocerlo desde la tradición judeocristiana (Rodríguez Mediano, 2002).
Durante estos siglos de dinamismo comercial impulsado por la burguesía había arraigado un escenario urbano donde prevalecía el modelo normativo de Francesc Eiximenis, que en el último tercio del siglo XIV había diseñado un código moral para su ciudad cristiana ideal que se ajustaba a una original concepción anatómica de la sociedad. En este cuerpo social quedaban representados, descendiendo desde la cabeza hasta los pies, los diversos estamentos, según su preponderancia en las responsabilidades cívicas de la comunidad. Se prestaba una atención especial a los sectores más improductivos –pobres, contrahechos, inútiles y enfermos–, que debían quedar bajo protección de la comunidad mientras se purificaban pidiendo limosna. De este modo, se pretendía favorecer la paz social, debiendo guardar buen cuidado de que solo mendigasen los que estuvieran debidamente censados y se vigilara con rigor la intromisión de los pícaros y maleantes, que eran un peligro público en tiempos de hambruna y miseria por sus conductas delictivas (Martín, 1982). Una visión más detallada de la decisiva influencia del franciscano durante la transformación urbana de la ciudad bajomedieval puede apreciarse en la investigación monográfica llevada a cabo por Soledad Vila, publicada en 1984. Así, sabemos que, entre las recomendaciones para los regidores de la ciudad, Eiximenis también dedicaba una atención preferente a los sectores más improductivos, donde se incluían los inválidos y discapacitados, que debían ser protegidos por la comunidad. De esta manera, los ricos podrían cumplir el mandato divino de las obras de misericordia. Siempre que se tratara de pobres verdaderos y con señas bien visibles de acreditación oficial, muy distintos a los que mendigaban para no trabajar y quitaban el puesto a los menesterosos, por lo que el franciscano exigía la persecución implacable de los vagabundos –una auténtica plaga medieval–.
Puede comprenderse que, en una época de profundas transformaciones socioeconómicas y creciente asentamiento de la vida en las ciudades como aquella, se produjeran continuos desajustes en la convivencia urbana, lo que hizo que fuese preciso crear sucesivas instituciones benefactoras. Entre ellas, merecieron justo reconocimiento por su gran utilidad social algunas que habían sido fundadas en la Valencia del Trescientos, como el Pare d’Orfens, para la mendicidad infantil, o el Procurador dels Miserables, que daba asistencia a los menesterosos. También es destacable la Casa de les Repenedides, que se ocupaba de la reinserción de las prostitutas que lo deseasen, hasta que pudo constituirse un convento capaz de dar acogida permanente a aquellas mujeres arrepentidas de comerciar con su cuerpo. Algo más tardío, el Afermamossos, tenía a su cargo en el siglo XV la integración social de los jóvenes desarraigados por medio de algún trabajo eventual o empleo en los servicios municipales. Cuando estas primitivas estrategias de bienestar social no bastaban para prevenir la delincuencia y los conflictos de convivencia persistían, el justicia criminal debía perseguir a los responsables. Entonces pasaban a presidio o eran sometidos públicamente a castigos, azotes y arrastres, hasta sufrir mutilaciones y descuartizamientos según la gravedad asignada a sus delitos. A veces, los reincidentes eran incluidos en alguno de los decretos reales que permitían expulsar de la ciudad «a persones bregoses, baralloses, revoltises e d’altres perversitats, e así mateix les vagaroses e ociosas». Así está documentado en la historiografía del periodo, lo que permite reconstruir algunas formas de resolución de las incidencias producidas por la vida marginal, que oscilaban entre el encierro y la expulsión: dos movimientos centrífugos de exclusión aplicados a los elementos más perturbadores para asegurar el equilibrio en la comunidad. También queda recogida entre nosotros la mítica figura de la Stultifera navis, que simbolizaba el rechazo popular de la locura, profusamente representada en la literatura y las artes como un potente arquetipo iconográfico en aquella Europa en tránsito entre la Edad Media y el Renacimiento. Valga como muestra el documento del destierro por vía marítima de un loco conflictivo solicitado por los regidores de València al justicia del Grau de la mar, el 16 de febrero de 1400 (Rubio Vela, 1985: 292-293).
… que sia tret e foragitat de la ciutat e de son terme per ço com ab sa follia o oradura fa molts damnatges, de què no pot o deu ésser per justícia punit, sia mès en qualque nau o altre vexell marítim, qui aquell dit En Joan se’n porte en parts lunyadanes, car pagarem volenterosament, si alcuna cosa lo dit patró vol o ha haver per provisió de menjar e nòlit del dit En Johan.2
Aún mayor preponderancia ideológica y moral, por su carismática personalidad, tuvo en aquel tiempo el dominico Vicent Ferrer, capaz de detener las rencillas entre los nobles catalanes y aragoneses que alteraban la paz ciudadana durante las bandositats protagonizadas por las familias de la élite (Vilaragut, Soler, Centelles…). Además, su participación en el Compromiso de Caspe, convocado a la muerte del rey Martín I el Humano en 1410 sin haber dejado descendencia, resultó decisiva para la entronización de la dinastía Trastámara después de acaloradas deliberaciones entre los compromisarios catalanes, aragoneses y valencianos. Recordemos que aquel importante acuerdo histórico, determinante para la unificación de los reinos de Castilla y Aragón que sentaría las bases de la futura Monarquía española, solo fue posible gracias a la exclusión del jurista de València Giner de Rabaça por una incapacitación mental a la que no fue ajena el dominico. Y aún llegaría el poder persuasivo del carismático fraile hasta el mismísimo Vaticano, gracias a su cercana relación con el aragonés Benedicto XIII –el antipapa Luna, que se mantuvo durante tres decenios en la Santa Sede–, hasta que pudo finalizar su polémico pontificado. Solo de este modo podría acabarse de una vez con el vergonzoso espectáculo del Cisma de Occidente, que dividía a una Iglesia católica enfrentada por conflictos muy poco edificantes: hasta tres papas diferentes se disputaban el trono de san Pedro en una escenificación nada modélica, que solo encontró una solución conciliar en Constanza tras cuatro años de discusiones. Con tantos frentes de inestabilidad social y temor apocalíptico, que el fraile se entregó a sofocar con su activismo evangélico, puede comprenderse que san Vicente Ferrer lograra ser reconocido en un plazo vertiginoso como el más popular de los santos valencianos. Sin embargo, a pesar de su carismática personalidad, en buena parte debida a su capacidad para conectar con sus paisanos en la lengua vernácula, no consiguió que fuera levantada la condena a la Biblia valenciana cuya traducción se atribuye a su hermano Bonifacio Ferrer, cuyas ediciones fueron secuestradas y quemadas en sucesivos episodios en la plaza de la Seo hasta lograr que no quedase un solo ejemplar.
Desde una mirada estrictamente psicopatológica vemos cómo la sinrazón también podía instalarse en las más altas jerarquías e instituciones sociales, políticas y religiosas, sin esconder siquiera sus conductas licenciosas y sus aficiones más perversas, de manera muy poco ejemplarizante para súbditos y fieles. Por tanto, cabe suponer que también pudiera coexistir una vida paralela escondida entre los resquicios del sistema social para subvertir aquella hipócrita moralidad, tras haber quedado en evidencia la cara oculta del esplendor. Podemos imaginar que el poble menut –según la expresión vicentina– recurriera también a alguna vía de escape para sus necesidades subversivas, siempre que no se pusieran en cuestión el trabajo y las buenas costumbres de la vida de familia establecidas por la Iglesia. Por ello se practicaban tales extralimitaciones clandestinamente, a pesar de la persecución de juegos, estafas y delitos en tabernas y tafureries, y muy especialmente de variadas formas de promiscuidad sexual, a pesar de las desesperadas amonestaciones que san Vicente dirigía una y otra vez a sus devotos cristianos porque todo lo querían probar, abiertos a cualquier forma de intercambio, sin limitaciones: «… mores e juhyes, bèsties, hòmens ab hòmens». Eiximenis, entre este exótico repertorio de desenfrenos y lascivia, mostraba su máxima repugnancia hacia la homosexualidad, a la que calificaba como la más corrupta de las conductas contra tota natura (Cervera Vera, 1989: 54-58). Quizás estas voces de alarma estuvieran más que justificadas, pues ni la recatada vida de los conventos escapaba a la molicie y la depravación a principios de siglo, pues «estaban algunos de ellos convertidos en inmundos burdeles». Así lo describe uno de los primeros estudiosos de este fenómeno en nuestra ciudad, considerado como incorregible si damos crédito a su indignación por la imposibilidad de poner fin a tales escándalos e inmoralidades (Carboneres, 1876: 56).
No es de extrañar que tanto Eiximenis como san Vicente fustigaran con firmeza los vicios e inmoralidades de clérigos y prelados, aunque, paradójicamente, tampoco dudaron en alinearse con los jurats, partidarios de acotar un recinto donde pudiera practicarse la prostitución, siempre que fuera de forma controlada y bajo vigilancia médica. Con esta institucionalización de los pecados de la carne se trataba de evitar el ejemplo pernicioso para los honrados ciudadanos al tiempo que se facilitaba algún desahogo para los célibes. Un mal menor si lo comparamos con los reiterados escándalos y delitos causados por el ejercicio clandestino y disperso de «les dones de finestra i fembres cantoneres», que no se lograba atajar con las infructuosas persecuciones de aredoraliças e bagasses. A pesar de que se intentaba erradicar el celestinazgo mediante el castigo ejemplar de las alcahuetas, que a veces eran exhibidas por las calles con capirotes amarillos y rojos mientras desfilaban públicamente entre azotes. Así nació la Pobla de les Fembres Pecadrius, popularmente denominada como el Publich o Bordell, que componía una auténtica «babilonia valenciana» habitada por prostitutas, hostalers, clientes y proxenetas. Reproducimos esta expresión del profesor Pablo Pérez (1990: 101-110), que ha estudiado detenidamente aquel espacio singular cuya actividad perduró hasta finales del siglo XVII, según los testimonios de numerosos viajeros y cronistas. Sin duda se trataba de un verdadero reducto de fantasías consentidas, bien alejado de los ciudadanos honrados y sus familias, que de algún modo pudo servir como modelo para acotar igualmente un espacio para locos e individuos anormales. De hecho, ambos espacios compartieron no solo sus respectivos enclaustramientos en los márgenes de la ciudad, junto a las murallas, locos y prostitutas quedaron también hermanados en su segregación ritual durante la Semana Santa, cuando el burdel se cerraba y sus pupilas eran alojadas en la vecina ermita de Santa Llùcia. A pesar de tanta precaución ante estos focos desestabilizadores, la convivencia ciudadana también se sobresaltaba por algún que otro escándalo sexual que inevitablemente culminaba en las plazas del Mercat o de la Seu, escenarios de crueles escarmientos a los que tampoco escaparon algunos ciudadanos principales.
Por su valioso testimonio histórico, recurrimos de nuevo a las minuciosas descripciones de un observador privilegiado, recogidas a modo de crónica periodística de aquellos días: «En l’any de 1437, dimarts, a 20 de febrer, cremaren un juriste per nom misser Coll de Jou, lo qual cremaren per sodomita, per ço com s’era jagut ab un fadrí. E féu-lo lo cremar don Joan, rei de Navarra e visrei d’Aragó, e fon cremat en la rambla» (Miralles, 2001: 99). Y poco después, el clérigo de la corte relata el implacable castigo a los protagonistas de un episodio de adulterio, con el agravante de tratarse de una relación interracial y la complicidad de una sirvienta, que tampoco se libró de unos azotes a pesar de sus escasas luces: «Cremaren a un moro e a la muler d’en Betanyer, e açotaren la moça que hera un poc ignocenta. Lo dimecres apres cremaren un altre moro per sodomita. Lo divendres apres, a XI, acanegaren a un moro» (Miralles, 2001: 403-404). Tratándose de infieles, no eran extrañas este tipo de humillaciones añadidas, aunque en lo tocante al pecado nefando ni valían privilegios de clase, como ya pudimos ver, ni se dejaba pasar la oportunidad de amedrentar a los ciudadanos con el sacrificio ritual del fuego: «En l’any de 1452, dissabte, 29 de abril, cremaren cinc hòmens per sodomites, ço és, Daniel “lo Vanover”, dos ermitans, un espaser e un veler. E d’aquell viatge fugiren molta gent de València per sodomites» (Miralles, 2001: 104).
Basten estas muestras de imposición a sangre y fuego de la moral dominante y las buenas costumbres, espigadas entre los testimonios que nos han dejado los cronistas oficiales, para que podamos constatar el debate entre razón y sinrazón en la vida cotidiana. En efecto, a partir de estos episodios puntuales de transgresión de las normas de conducta se desencadenaba una respuesta inmediata de restauración del orden en la convivencia social, con una clara intención moralizante y aleccionadora para los ciudadanos de la ciudad. El poder terrenal se empleaba a fondo para corregir cualquier extravío o disidencia, no solo en las minorías étnicas y los sujetos transeúntes, sino en el imaginario colectivo, donde subsistían antiguas creencias; incluso algún personaje influyente, como Jaume Roig, alude en distintos pasajes de su obra a la repulsión que le provocan los individuos afeminados. Todo ello podía servir de fundamento para la aparición de interpretaciones agoreras sobre las desgracias que afectaban a la comunidad, como la peste negra, que diezmó la ciudad en sucesivos brotes de epidemias, igual que sucedió en tantas otras urbes europeas. Incluso el justicia criminal hacía suyo este sentir de la calle, que terminaba asumido como una evidencia dogmática en sus pregones públicos, según recoge Angelina García en la transcripción de un texto de 1413: «… el que por los pecados y excesos cometidos y las graves ofensas contra la majestad divina, a las ciudades y villas les siguen mortaldades, guerras, hambres, sequías, langosta, terremotos y diversas plagas» (VV. AA., 1997: 79). Así se justificaba la necesidad de imponer el modelo normativo mediante severas ordenaciones, como las que perseguían la actividad de tahurerías y casas de juego, por ser los lugares donde se producían mayores altercados, fullerías y blasfemias.
También en las afueras de la ciudad se movía una abigarrada muchedumbre compuesta por individuos alejados de normas y leyes que, al verse rechazados, compartían entre ellos los vínculos de su destino con los distintivos más reconocibles de la mala vida. Por tanto, era fácil encontrar entre ellos todas las actividades transgresoras que no se permitían en el núcleo urbano, desde garitos hasta prostíbulos improvisados en los lugares menos imaginables (alquerías, molinos, cementerios, etc.). No faltaban allí sujetos anormales y trastornados que también acababan encerrados en la presó comuna con motivo de cualquier redada, pues era fácil encontrarlos mendigando o en cualquier algarada callejera. Incluso solían reclutarse entre las bandas de personas non gratas expulsadas lejos de estas tierras por expeditivas cridas de vagamundos, cuando no eran condenados a galeras entre muchos otros desarraigados. En cuanto a los ciudadanos dementes, tradicionalmente las familias estaban obligadas a hacerse cargo de sus miembros desvalidos, incluyendo los locos furiosos, que debían quedar encerrados bajo su responsabilidad para no causar daños a nadie. Aunque era fácil que ellos mismos resultasen lastimados, por los suyos o en las calles, por las actitudes irracionales que sostenían su rechazo; el miedo a lo desconocido estaba en el origen de esta culpabilización como víctimas propicias para el ensañamiento o el escarnio, por lo que su errático destino les hacia depender de la caridad o del azar que cada día pudiera aguardarles. Esta norma pervivió sin gran variación en los Fueros del Reino de Valencia, con un origen remoto en el derecho romano, según podemos comprobar en la transcripción de Hélène Tropé (1994: 20-21): «… empero lo furios deu esser guardat diligentment, e curosa per sos parents, o deu esser mes en presó perço que no pusca fer mal a alcú per sa furor, o per sa oradura».
Podemos deducir que también en aquel primitivo y contradictorio sistema de atención social, a la vez benefactor y excluyente, podría estar generalizada la marginación de los locos, y no solo de los callejeros; también lo estaban aquellos que convivían con sus familias y eran equiparados a los niños por la incapacidad para administrar sus bienes o hacer testamento, por lo que debía encargarse de su tutela algún valedor. Ni siquiera se les consideraba capaces de actuar como testigos, quedando fuera de ejercer esta elemental facultad, de manera semejante a las mujeres y los cautivos, que también estaban inhabilitados en sus derechos desde que se introdujo el régimen foral: «No deu esser testimoni, femma, furios, orat, ne catiu» (Peset Llorca, 1986: 152). Al menos, esta minusvalía quedaba compensada con otra disposición favorable que garantizaba sus cuidados materiales mientras tuvieran necesidad, tratando de evitar los daños a los demás al tiempo que ellos eran protegidos de sufrir malos tratos. No obstante, conociendo las costumbres punitivas de la época, era difícil esperar ningún trato de favor para quienes se sospechaba que eran portadores del mal, si consideramos la crueldad de los castigos que se imponían a otras desviaciones y faltas de diversa trascendencia. Para escarmentar a los infractores, se les azotaba y arrastraba por las calles mientras se desvelaban sus comportamientos o se les mutilaba de manera ostensible (orejas, manos, pies…) con el fin de señalar a los ladrones reincidentes. En cuanto a los delitos más graves, era inapelable la pena capital, que se ejecutaba degollando a los reos o decapitándolos, para después exhibir sus despojos como escarmiento ante los demás, con el fin de disuadir a futuros criminales mediante una sádica prolongación del terror. Las ejecuciones en la horca y la hoguera escenificaban el poder y el triunfo de la moral dominante sobre cualquier disidencia, purificando así cualquier rastro de perversión sexual o de prácticas anómalas que eran atribuidas a los manejos del maligno. En consecuencia, a pesar de su frecuencia, otras conductas desviadas del orden público, como el adulterio, la sodomía, el bestialismo y otros desahogos fuera del sacramento matrimonial, recibían idénticos castigos, aún con mayor crueldad si el trato sexual se daba entre individuos de razas o religiones diferentes. Tampoco era tolerado el incesto, que era castigado sin contemplaciones el mismo año del paso del cometa Halley y del terremoto de Nápoles: «En lo dit any de 1456, darrer dia de gener cremaren a Sebastiá Queixaler, perquè s’era jagut ab sa filla» (Miralles, 2001: 106). Al testimonio de los cronistas de la ciudad más autorizados hemos de añadir un documentado ensayo de Fina Querol (1963: 57-86) sobre la vida cotidiana, los rasgos ideológicos y las costumbres sociales a partir del Espill, de Jaume Roig, cuyo repertorio lingüístico compone un fresco muy variado y absolutamente verosímil de aquellos días. De todo ello parece desprenderse que la locura más perversa era la instalada en el poder, gravemente contagiada de la intolerancia cruel y el fanatismo cerril, a pesar de que los gobernantes eran quienes dictaban las normas de convivencia y se encargaban de asegurar su estricto cumplimiento, como lacónicamente se decretaba en los Fueros: «Heretjes e sodomites, sian cremats».
1.2 LA GESTA FUNDACIONAL
La ciudad de València se acercaba al umbral del siglo XV con una importante dotación de centros hospitalarios, ya fueran especializados o dedicados a algunas entidades que los sufragaban para las necesidades de sus fratrías, gremios, barrios o parroquias. Sin embargo, en ninguno de ellos eran admitidos individuos tan necesitados como los ciegos y los locos, expresamente excluidos por las dificultades de atención que planteaban sus enfermedades, según refieren las investigaciones más documentadas sobre el periodo (Rubio Vela, 1984: 136). En toda Europa, los malos augurios y las supercherías solían asociarse a los trastornos del espíritu, lo que servía de excusa para la hostilidad vecinal contra aquellos que los padecían por si pudieran acarrear infortunios, aunque entre los moriscos valencianos se conservaba alguna sensibilidad diferente, pues no en vano estaban arraigados ya casi setecientos años y seguían las tradiciones de respeto y tolerancia del islam hacia los alienados. Este importante aspecto confesional ha sido estudiado desde la antropología cultural y, más expresamente, desde la etnopsiquiatría (Devereux, 1973; Laplantine, 1979; Dols, 1992), lo que contribuye a relativizar las concepciones y enriquecer la historia social de la locura. Así mismo, ha sido confirmada la existencia de marestanes y casas de locos –Dayr Hizquil en la temprana era islámica– a partir de los siglos VIII y IX en algunas capitales de Oriente Medio (Gundisapur, Bagdad, Damasco, El Cairo, Divrigi…). Hasta alcanzarse el máximo reconocimiento con el bimarestán de Argoun, en la ciudad siria de Alepo, gracias a su reputado hospital para enfermos mentales, cuya primacía asistencial venía respaldada por el esmero de sus procedimientos terapéuticos (Garriga Guitart, 2010: 39-53). Como en otros sanatorios musulmanes, se empleaba la música para los melancólicos, junto a los baños relajantes, en un ambiente acogedor de jardines y fuentes que se alternaban entre los edificios de arquitectura islámica y decoración arabesca. También se alojaban allí los furiosos, que eran recluidos en celdas y sujetos con cadenas cuando no se apaciguaban por medio de los recursos ambientales (García, Girón y Salvatierra, 1989: 63-101). Más cerca de nosotros, es conocida la presencia de algunos hospitales más tardíos en el Magreb, como los de Marrakech (1190) y Fez (1286), lo que ha dado lugar a hipótesis bien fundadas sobre la posibilidad de que estos renombrados centros pudieran haber sido conocidos por algunos cristianos llegados hasta allí, especialmente por las órdenes religiosas más comprometidas en la redención de aquellos que sufrían cautiverio y esclavitud entre los sarracenos, las cuales podrían haber importado su forma de asistencia a los dementes.