Los mejores cuentos de Miguel de Cervantes - Miguel de Cervantes - E-Book

Los mejores cuentos de Miguel de Cervantes E-Book

Miguel de Cervantes

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Descubra Los mejores cuentos de Miguel de Cervantes.

Don Miguel de Cervantes Saavedra es el escritor español más laureado de la historia universal. Su impacto en escritores de todas las épocas es una evidencia y algo que corroboran numerosos estudios. Su Don Quijote (El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha) es el libro más traducido de la historia, solo superado por la Biblia; considerado con total unanimidad la obra más representativa, admirada e influyente de las letras españolas; leída, admirada y estudiada por millones de lectores de todas las lenguas y países, además de ser reconocida como la primera novela moderna.
En el presente libro hemos querido rendir un sentido homenaje a la figura de Cervantes, rescatando de su admirada y brillante producción, cuentos pertenecientes al propio Quijote, a su obra bizantina Los trabajos de Persiles y Sigismunda y a sus denominadas Novelas Ejemplares, conformando así un libro único que hará las delicias de todo lector entusiasta.

Sumérjase en estos cuentos clásicos y déjese llevar por la historia.

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Portada

Página de título

INTRODUCCIÓN

Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.

Miguel de Cervantes

Don Miguel de Cervantes Saavedra es el escritor español más laureado de la historia universal. Su impacto en escritores de todas las épocas es una evidencia y algo que corroboran numerosos estudios. Su Don Quijote (El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha) es el libro más traducido de la historia, solo superado por la Biblia; considerado con total unanimidad la obra más representativa, admirada e influyente de las letras españolas; leída, admirada y estudiada por millones de lectores de todas las lenguas y países, además de ser reconocida como la primera novela moderna.

La historia de España está plagada de sueños gloriosos, y además tardíos en muchas ocasiones. Cervantes y El Quijote son una estupenda demostración de ello. La historia de un viejo que confunde la ficción con la realidad y que se inventa pasiones para afrontar sus días de madurez, nos hace reflexionar a todos sobre qué es realmente la cordura y a admirar los momentos, tanto de locura como de lucidez, del personaje, tan lleno de matices como de ocurrencias. Un hidalgo aficionado a leer libros de caballerías pierde el juicio, se cree un caballero andante y sale en busca de aventuras. Su sueño inalcanzable es la bella Dulcinea. Como contrapunto, su genial escudero Sancho Panza, cuya personalidad se va formando y madurando a lo largo del relato. Nunca antes el uso de nuestro idioma alcanzó las cotas que logró el autor en esta obra.

El éxito alcanzado en su momento por la primera parte de las andanzas de Don Quijote, aconsejó la aparición de una segunda, que gozó de igual crítica favorable y notoriedad, contribuyendo a coronar una de las narraciones más emblemáticas, hilarantes, divulgadas e importantes de la historia de la literatura.

El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.

Y si el Quijote es una clara muestra de cómo una historia puede verse desde distintos prismas y géneros, sus cuentos son la reafirmación de que en la mente de Cervantes se juntaban toda clase de mundos y ficciones que una vez puestos en papel, cobraban vida para toda una eternidad. Todo en su conjunto tenía un sentido, pero desmenuzando cada una de las partes, podemos apreciar los detalles con más precisión, deleitarnos con las pequeñas historias que después conformarán un todo. Es como si, para el autor, toda su obra formase parte de una misma realidad; realidad que fragmentada va dándonos minúsculas porciones para que las apreciemos por sí mismas y no las olvidemos a la hora de realizar un visionado completo.

En el presente libro hemos querido rendir un sentido homenaje a la figura de Cervantes, rescatando de su admirada producción, cuentos pertenecientes al propio Quijote, a su obra bizantina Los trabajos de Persiles y Sigismunda y a sus denominadas Novelas Ejemplares, conformando así un libro único que hará las delicias de todo lector entusiasta.

El editor

EL ENAMORADO

De lo que contó el enamorado portugués1

Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, rico en los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza. Mi nombre es Manuel de Sosa Coitiño; mi patria, Lisboa, y mi ejercicio el de soldado. Junto a las casas de mis padres, casi pared en medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de los Pereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bienes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad de sus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermosura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal. Y yo, que, como más vecino de su casa, tenía más comodidad de verla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza más dudosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa; y, por ahorrar de tiempo, y por entender que con ella habían de valer poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de que un pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía, pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad, diferenciábamos en nada.

La respuesta que trujo fue que su hija Leonora aún no estaba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le daba la palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo sin hacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombros de mi paciencia y en el escudo de la esperanza, pero no dejé por esto de servirla públicamente a sombra de mi honesta pretensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retirada en la fortaleza de su prudencia y en los retretes de su recato, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis servicios, y daba a entender que, si no los agradecía con otros, por lo menos no los desestimaba.

Sucedió que, en este tiempo, mi rey me envió por capitán general a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio de calidad y de confianza. Llegose el día de mi partida, y, pues en él no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolor que consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porque era discreto, y consintió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonor, la cual, en compañía de su madre, salió a verme a una sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasmeme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura; quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme al paladar la lengua, y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo, y dijo: “Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otra retórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo, y vuelva en buen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a servirle. Leonora, mi hija, es obediente, y mi mujer desea darme gusto, y yo tengo el deseo que he dicho; que con estas tres cosas, me parece que puede esperar vuesa merced buen suceso en lo que desea”. Estas palabras todas me quedaron en la memoria y en el alma impresas de tal manera que no se me han olvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pude, como he dicho, decir alguna.

Partime a Berbería; ejercité mi cargo, con satisfación de mi rey, dos años; volví a Lisboa, hallé que la fama y hermosura de Leonora había salido ya de los límites de la ciudad y del reino, y estendídose por Castilla y otras partes, de las cuales venían embajadas de príncipes y señores que la pretendían por esposa; pero, como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus padres, no miraba si era o no solicitada. En fin, viendo yo pasado el término de los dos años, volví a suplicar a su padre me la diese por esposa.

¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas circunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la muerte, y temo que no me ha de dar espacio para contar mis desventuras; que, si así fuese, no las tendría yo por tales!

Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo venidero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltó poco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis parientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con todos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casaba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegose este día, y yo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monasterio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me dijeron que mi esposa, desde el día antes, me esperaba; que había sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su desposorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.

Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para tomar aliento de proseguir su plática, y luego dijo:

Llegué al monasterio, que real y pomposamente estaba adornado. Salieron a recibirme casi toda la gente principal del reino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras de la ciudad, de las más principales. Hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la priora y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchillado con saya entera a lo castellano, tomadas las cuchilladas con ricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro verde; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios que deslumbraban los del sol, y tan luengos que casi besaban la tierra; la cintura, collar y anillos que traía, opiniones hubo que valían un reino. Torno a decir que salió tan bella, tan costosa, tan gallarda y tan ricamente compuesta y adornada, que causó invidia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decir que quedé tal con su vista, que me hallé indigno de merecerla, por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperador del mundo.

Estaba hecho un modo de teatro en mitad del cuerpo de la iglesia, donde desenfadadamente, y sin que nadie lo empachase, se había de celebrar nuestro desposorio. Subió en él primero la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallardía y gentileza. Pareció a todos los ojos que la miraban lo que suele parecer la bella aurora al despuntar del día, o lo que dicen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana en los bosques, y algunos creo que hubo tan discretos que no la acertaron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensando que subía a mi cielo, y, puesto de rodillas ante ella, casi di demostración de adorarla. Alzose una voz en el templo, procedida de otras muchas, que decía: “Vivid felices y luengos años en el mundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes! Coronen presto hermosísimos hijos vuestra mesa, y a largo andar se dilate vuestro amor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invidia a vuestros pies, y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa”.

Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano, y, así en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: “Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar, pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío”.

Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comenzaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabellos. Yo enmudecí; y, por no dar muestra de flaqueza, tuve cuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos, y, hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la besé la mano, y ella, cristianamente compasiva, me echó los brazos al cuello; alceme en pie, y, alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: Maria optiman partem elegit. Y, diciendo esto, me bajé del teatro, y, acompañado de mis amigos, me volví a mi casa, adonde, yendo y viniendo con la imaginación en este extraño suceso, vine casi a perder el juicio, y ahora por la misma causa vengo a perder la vida.

Y, dando un gran suspiro, se le salió el alma y dio consigo en el suelo.

Acudió con presteza Periandro a verle, y halló que había espirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.

1 Fragmento de la novela Los trabajos de Persiles y Segismunda.

LA GITANILLA2

Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte. Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos y trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada. Y, con todo esto, era algo desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad; antes, con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas. Y, finalmente, la abuela conoció el tesoro que en la nieta tenía; y así, determinó el águila vieja sacar a volar su aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.

Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas, y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire. Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos para acrecentar su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo, y no faltó poeta que se los diese: que también hay poetas que se acomodan con gitanos, y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que les fingen milagros y van a la parte de la ganancia. De todo hay en el mundo, y esto de la hambre tal vez hace arrojar los ingenios a cosas que no están en el mapa.

Crióse Preciosa en diversas partes de Castilla, y, a los quince años de su edad, su abuela putativa la volvió a la Corte y a su antiguo rancho, que es adonde ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara, pensando en la Corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera entrada que hizo Preciosa en Madrid fue un día de Santa Ana, patrona y abogada de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y cuatro muchachas, y un gitano, gran bailarín, que las guiaba. Y, aunque todas iban limpias y bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal, que poco a poco fue enamorando los ojos de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y castañetas y fuga del baile salió un rumor que encarecía la belleza y donaire de la gitanilla, y corrían los muchachos a verla y los hombres a mirarla. Pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada, ¡allí fue ello! Allí sí que cobró aliento la fama de la gitanilla, y de común consentimiento de los diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y joya de la mejor danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María, delante de la imagen de Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa unas sonajas, al son de las cuales, dando en redondo largas y ligerísimas vueltas, cantó el romance siguiente:

—Árbol preciosísimo

que tardó en dar fruto

años que pudieron

cubrirle de luto,

y hacer los deseos

del consorte puros,

contra su esperanza

no muy bien seguros;

de cuyo tardarse

nació aquel disgusto

que lanzó del templo

al varón más justo;

santa tierra estéril,

que al cabo produjo

toda la abundancia

que sustenta el mundo;

casa de moneda,

do se forjó el cuño

que dio a Dios la forma

que como hombre tuvo;

madre de una hija

en quien quiso y pudo

mostrar Dios grandezas

sobre humano curso.

Por vos y por ella

sois, Ana, el refugio

do van por remedio

nuestros infortunios.

En cierta manera,

tenéis, no lo dudo,

sobre el Nieto, imperio

piadoso y justo.

A ser comunera

del alcázar sumo,

fueran mil parientes

con vos de consuno.

¡Qué hija, y qué nieto,

y qué yerno! Al punto,

a ser causa justa,

cantárades triunfos.

Pero vos, humilde,

fuistes el estudio

donde vuestra Hija

hizo humildes cursos;

y agora a su lado,

a Dios el más junto,

gozáis de la alteza

que apenas barrunto.

El cantar de Preciosa fue para admirar a cuantos la escuchaban. Unos decían: «¡Dios te bendiga la muchacha!». Otros: «¡Lástima es que esta mozuela sea gitana! En verdad, en verdad, que merecía ser hija de un gran señor». Otros había más groseros, que decían: «¡Dejen crecer a la rapaza, que ella hará de las suyas! ¡A fe que se va añudando en ella gentil red barredera para pescar corazones!» Otro, más humano, más basto y más modorro, viéndola andar tan ligera en el baile, le dijo: «¡A ello, hija, a ello! ¡Andad, amores, y pisad el polvito atán menudito!» Y ella respondió, sin dejar el baile: «¡Y pisarélo yo atán menudó!»

Acabáronse las vísperas y la fiesta de Santa Ana, y quedó Preciosa algo cansada, pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y de bailadora, que a corrillos se hablaba della en toda la Corte. De allí a quince días, volvió a Madrid con otras tres muchachas, con sonajas y con un baile nuevo, todas apercebidas de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no consentía Preciosa que las que fuesen en su compañía cantasen cantares descompuestos, ni ella los cantó jamás, y muchos miraron en ello y la tuvieron en mucho.

Nunca se apartaba della la gitana vieja, hecha su Argos, temerosa no se la despabilasen y traspusiesen; llamábala nieta, y ella la tenía por abuela. Pusiéronse a bailar a la sombra en la calle de Toledo, y de los que las venían siguiendo se hizo luego un gran corro; y, en tanto que bailaban, la vieja pedía limosna a los circunstantes, y llovían en ella ochavos y cuartos como piedras a tablado; que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida.

Acabado el baile, dijo Preciosa:

—Si me dan cuatro cuartos, les cantaré un romance yo sola, lindísimo en extremo, que trata de cuando la Reina nuestra señora Margarita salió a misa de parida en Valladolid y fue a San Llorente; dígoles que es famoso, y compuesto por un poeta de los del número, como capitán del batallón.

Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a voces:

—¡Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos!

Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos. Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas y, al tono correntío y loquesco, cantó el siguiente romance:

—Salió a misa de parida

la mayor reina de Europa,

en el valor y en el nombre

rica y admirable joya.

Como los ojos se lleva,

se lleva las almas todas

de cuantos miran y admiran

su devoción y su pompa.

Y, para mostrar que es parte

del cielo en la tierra toda,

a un lado lleva el sol de Austria,

al otro, la tierna Aurora.

A sus espaldas le sigue

un Lucero que a deshora

salió, la noche del día

que el cielo y la tierra lloran.

Y si en el cielo hay estrellas

que lucientes carros forman,

en otros carros su cielo

vivas estrellas adornan.

Aquí el anciano Saturno

la barba pule y remoza,

y, aunque es tardo, va ligero;

que el placer cura la gota.

El dios parlero va en lenguas

lisonjeras y amorosas,

y Cupido en cifras varias,

que rubíes y perlas bordan.

Allí va el furioso Marte

en la persona curiosa

de más de un gallardo joven,

que de su sombra se asombra.

Junto a la casa del Sol

va Júpiter; que no hay cosa

difícil a la privanza

fundada en prudentes obras.

Va la Luna en las mejillas

de una y otra humana diosa;

Venus casta, en la belleza

de las que este cielo forman.

Pequeñuelos Ganimedes

cruzan, van, vuelven y tornan

por el cinto tachonado

de esta esfera milagrosa.

Y, para que todo admire

y todo asombre, no hay cosa

que de liberal no pase

hasta el extremo de pródiga.

Milán con sus ricas telas

allí va en vista curiosa;

las Indias con sus diamantes,

y Arabia con sus aromas.

Con los mal intencionados

va la envidia mordedora,

y la bondad en los pechos

de la lealtad española.

La alegría universal,

huyendo de la congoja,

calles y plazas discurre,

descompuesta y casi loca.

A mil mudas bendiciones

abre el silencio la boca,

y repiten los muchachos

lo que los hombres entonan.

Cuál dice: «Fecunda vid,

crece, sube, abraza y toca

el olmo felice tuyo

que mil siglos te haga sombra

para gloria de ti misma,

para bien de España y honra,

para arrimo de la Iglesia,

para asombro de Mahoma».

Otra lengua clama y dice:

«Vivas, ¡oh blanca paloma!,

que nos has de dar por crías

águilas de dos coronas,

para ahuyentar de los aires

las de rapiña furiosas;

para cubrir con sus alas

a las virtudes medrosas».

Otra, más discreta y grave,

más aguda y más curiosa

dice, vertiendo alegría

por los ojos y la boca:

«Esta perla que nos diste,

nácar de Austria, única y sola,

¡qué de máquinas que rompe!,

¡qué de disignios que corta!,

¡qué de esperanzas que infunde!,

¡qué de deseos mal logra!,

¡qué de temores aumenta!,

¡qué de preñados aborta!»

En esto, se llegó al templo

del Fénix santo que en Roma

fue abrasado, y quedó vivo

en la fama y en la gloria.

A la imagen de la vida,

a la del cielo Señora,

a la que por ser humilde

las estrellas pisa agora,

a la Madre y Virgen junto,

a la Hija y a la Esposa

de Dios, hincada de hinojos,

Margarita así razona:

«Lo que me has dado te doy,

mano siempre dadivosa;

que a do falta el favor tuyo,

siempre la miseria sobra.

Las primicias de mis frutos

te ofrezco, Virgen hermosa:

tales cuales son las mira,

recibe, ampara y mejora.

A su padre te encomiendo,

que, humano Atlante, se encorva

al peso de tantos reinos

y de climas tan remotas.

Sé que el corazón del Rey

en las manos de Dios mora,

y sé que puedes con Dios

cuanto quieres piadosa».

Acabada esta oración,

otra semejante entonan

himnos y voces que muestran

que está en el suelo la Gloria.

Acabados los oficios

con reales ceremonias,

volvió a su punto este cielo

y esfera maravillosa.

Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:

—¡Torna a cantar, Preciosica, que no faltarán cuartos como tierra!

Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las gitanas, y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la villa, y, viendo tanta gente junta, preguntó qué era; y fuele respondido que estaban escuchando a la gitanilla hermosa, que cantaba. Llegóse el tiniente, que era curioso, y escuchó un rato, y, por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin; y, habiéndole parecido por todo estremo bien la gitanilla, mandó a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas, que quería que las oyese doña Clara, su mujer. Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría.

Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien aderezado a Preciosa, y, dándole un papel doblado, le dijo:

—Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.

—Eso aprenderé yo de muy buena gana —respondió Preciosa—; y mire, señor, que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos; y si quisiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada y docena pagada; porque pensar que le tengo de pagar adelantado es pensar lo imposible.

—Para papel, siquiera, que me dé la señora Preciosica —dijo el paje—, estaré contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en cuenta.

—A la mía quede el escogerlos —respondió Preciosa.

Y con esto, se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomóse Preciosa a la reja, que era baja, y vio en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.

—¿Quiérenme dar barato, cenores? —dijo Preciosa (que, como gitana, hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza).

A la voz de Preciosa y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego y el paseo los paseantes; y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:

—Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.

—Caro sería ello —respondió Preciosa— si nos pellizcacen.

—No, a fe de caballeros —respondió uno—; bien puedes entrar, niña, segura, que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.

Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.

—Si tú quieres entrar, Preciosa —dijo una de las tres gitanillas que iban con ella—, entra en hora buena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.

—Mira, Cristina —respondió Preciosa—: de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones, pero han de ser de las secretas y no de las públicas.

—Entremos, Preciosa —dijo Cristina—, que tú sabes más que un sabio.

Animólas la gitana vieja, y entraron; y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vio el papel que traía en el seno, y llegándose a ella se le tomó, y dijo Preciosa:

—¡Y no me le tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído!

—Y ¿sabes tú leer, hija? —dijo uno.

—Y escribir —respondió la vieja—; que a mi nieta hela criado yo como si fuera hija de un letrado.

Abrió el caballero el papel y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:

—En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro; toma este escudo que en el romance viene.

—¡Basta! —dijo Preciosa—, que me ha tratado de pobre el poeta, pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle; si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general y envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.

Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.

—Lea, señor —dijo ella—, y lea alto; veremos si es tan discreto ese poeta como es liberal. Y el caballero leyó así:

—Gitanica, que de hermosa

te pueden dar parabienes:

por lo que de piedra tienes

te llama el mundo Preciosa.

Desta verdad me asegura

esto, como en ti verás;

que no se apartan jamás

la esquiveza y la hermosura.

Si como en valor subido

vas creciendo en arrogancia,

no le arriendo la ganancia

a la edad en que has nacido;

que un basilisco se cría

en ti, que mate mirando,

y un imperio que, aunque blando,

nos parezca tiranía.

Entre pobres y aduares,

¿cómo nació tal belleza?

O ¿cómo crió tal pieza

el humilde Manzanares?

Por esto será famoso

al par del Tajo dorado

y por Preciosa preciado

más que el Ganges caudaloso.

Dices la buenaventura,

y dasla mala contino;

que no van por un camino

tu intención y tu hermosura.

Porque en el peligro fuerte

de mirarte o contemplarte

tu intención va a desculparte,

y tu hermosura a dar muerte.

Dicen que son hechiceras

todas las de tu nación,

pero tus hechizos son

de más fuerzas y más veras;

pues por llevar los despojos

de todos cuantos te ven,

haces, ¡oh niña!, que estén

tus hechizos en tus ojos.

En sus fuerzas te adelantas,

pues bailando nos admiras,

y nos matas si nos miras,

y nos encantas si cantas.

De cien mil modos hechizas:

hables, calles, cantes, mires;

o te acerques, o retires,

el fuego de amor atizas.

Sobre el más esento pecho

tienes mando y señorío,

de lo que es testigo el mío,

de tu imperio satisfecho.

Preciosa joya de amor,

esto humildemente escribe

el que por ti muere y vive,

pobre, aunque humilde amador.

—En «pobre» acaba el último verso —dijo a esta sazón Preciosa—: ¡mala señal! Nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque a los principios, a mi parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.

—¿Quién te enseña eso, rapaza? —dijo uno.

—¿Quién me lo ha de enseñar? —respondió Preciosa—. ¿No tengo yo mi alma en mi cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni renca, ni estropeada del entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las demás gentes: siempre se adelantan a sus años; no hay gitano necio, ni gitana lerda; que, como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el ingenio a cada paso, y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Ven estas muchachas, mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el dedo en la boca y tiéntenlas las cordales, y verán lo que verán. No hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinte y cinco, porque tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.

Con esto que la gitanilla decía, tenía suspensos a los oyentes, y los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus corderas y fuese en casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento aquellos tan liberales señores.

Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor teniente, cómo habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa. Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores. Y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara decía:

—¡Éste sí que se puede decir cabello de oro! ¡Éstos sí que son ojos de esmeraldas!

La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y, llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:

—¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.

Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:

—¿Ése llama vuesa merced hoyo, señora mía? Pues yo sé poco de hoyos, o ése no es hoyo, sino sepultura de deseos vivos. ¡Por Dios, tan linda es la gitanilla que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?

—De tres o cuatro maneras —respondió Preciosa.

—¿Y eso más? —dijo doña Clara—. Por vida del teniente, mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.

—Denle, denle la palma de la mano a la niña, y con qué haga la cruz —dijo la vieja—, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.

Echó mano a la faldriquera la señora tenienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual visto por Preciosa, dijo:

—Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o, por lo menos, de a cuatro, que soy como los sacristanes: que cuando hay buena ofrenda, se regocijan.

—Donaire tienes, niña, por tu vida —dijo la señora vecina.

Y, volviéndose al escudero, le dijo:

—Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele, que, en viniendo el doctor, mi marido, os le volveré.

—Sí tengo —respondió Contreras—, pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís que cené anoche. Dénmelos, que yo iré por él en volandas.

—No tenemos entre todas un cuarto —dijo doña Clara—, ¿y pedís veinte y dos maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.

Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:

—Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?

—Antes —respondió Preciosa—, se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.

—Uno tengo yo —replicó la doncella—; si éste basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.

—¿Por un dedal tantas buenasventuras? —dijo la gitana vieja—. Nieta, acaba presto, que se hace noche.

Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora tenienta, y dijo:

—Hermosita, hermosita,

la de las manos de plata,

más te quiere tu marido

que el Rey de las Alpujarras.

Eres paloma sin hiel,

pero a veces eres brava

como leona de Orán,

o como tigre de Ocaña.

Pero en un tras, en un tris,

el enojo se te pasa,

y quedas como alfinique,

o como cordera mansa.

Riñes mucho y comes poco:

algo celosita andas;

que es juguetón el tiniente,

y quiere arrimar la vara.

Cuando doncella, te quiso

uno de una buena cara;

que mal hayan los terceros,

que los gustos desbaratan.

Si a dicha tú fueras monja,

hoy tu convento mandaras,

porque tienes de abadesa

más de cuatrocientas rayas.

No te lo quiero decir…;

pero poco importa, vaya:

enviudarás, y otra vez,

y otras dos, serás casada.

No llores, señora mía;

que no siempre las gitanas

decimos el Evangelio;

no llores, señora, acaba.

Como te mueras primero

que el señor tiniente, basta

para remediar el daño

de la viudez que amenaza.

Has de heredar, y muy presto,

hacienda en mucha abundancia;

tendrás un hijo canónigo,

la iglesia no se señala;

de Toledo no es posible.

Una hija rubia y blanca

tendrás, que si es religiosa,

también vendrá a ser perlada.

Si tu esposo no se muere

dentro de cuatro semanas,

verásle corregidor

de Burgos o Salamanca.

Un lunar tienes, ¡qué lindo!

¡Ay Jesús, qué luna clara!

¡Qué sol, que allá en los antípodas

escuros valles aclara!

Más de dos ciegos por verle

dieran más de cuatro blancas.

¡Agora sí es la risica!

¡Ay, que bien haya esa gracia!

Guárdate de las caídas,

principalmente de espaldas,

que suelen ser peligrosas

en las principales damas.

Cosas hay más que decirte;

si para el viernes me aguardas,

las oirás, que son de gusto,

y algunas hay de desgracias.

Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya; y así se lo rogaron todas, pero ella las remitió para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían reales de plata para hacer las cruces.

En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla; él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y, poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer darle algo, y, habiéndola espulgado, y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía y dijo:

—¡Por Dios, que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica, que yo os le daré después.

—¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?

—Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.

A lo cual dijo doña Clara:

—Pues, porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.

Antes, si no me dan nada —dijo Preciosa—, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores, pero trairé tragado que no me han de dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced, señor tiniente; coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y, aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.

—Así lo dicen y lo hacen los desalmados —replicó el teniente—, pero el juez que da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio será el valedor para que le den otro.

—Habla vuesa merced muy a lo santo, señor teniente —respondió Preciosa—; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.

—Mucho sabes, Preciosa —dijo el teniente—. Calla, que yo daré traza que sus Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.

—Querránme para truhana —respondió Preciosa—, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.

—Ea, niña —dijo la gitana vieja—, no hables más, que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás; habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías, que no hay ninguna que no amenace caída.

—¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! —dijo a esta sazón el tiniente.

Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo la doncella del dedal:

—Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal, que no me queda con qué hacer labor.

—Señora doncella —respondió Preciosa—, haga cuenta que se la he dicho y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.

Fuéronse y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas; y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras; porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.

Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversas colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole, y pusiéronsele a mirar muy de espacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo.

Él se llegó a ellas, y, hablando con la gitana mayor, le dijo:

—Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.

—Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora —respondió la vieja.

Y, llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos; y así, en pie, como estaban, el mancebo les dijo: