Los papeles de Aspern - Henry James - E-Book

Los papeles de Aspern E-Book

Henry James

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Beschreibung

Esta novela corta publicada por entregas a finales del siglo XIX, pese a tener casi apariencia de un cuento o como, en palabras de su propio autor, "una anécdota", es una de las obras más renombradas de Henry James.Construida en torno a solamente tres personajes, cuenta la historia de un crítico literario que en sus ansias por hacerse con las cartas de amor que su ídolo (el ficticio poeta norteamericano Jeffrey Aspern) se intercambió con una amante en su juventud, logra colarse como huésped en la casa en la que esta mujer, ahora anciana ya, vive con su sobrina. Pese a que los personajes que la protagonizan son ficticios, la historia está sin embargo inspirada en una anécdota de la vida real que el autor escuchó una vez estando de paso en Florencia.Ambientada en Venecia, esta ciudad única es el escenario ideal para darle vida al ruinoso palacio en que viven anciana y sobrina, las señoritas Bordereau, con la decadencia y majestuosidad que inspira su entorno.El suspense y la intriga están servidas, de alguna forma nos recuerda a una búsqueda del tesoro, con un final inesperado, y su lectura tan fácil y fluida hacen que sea una forma de acercamiento perfecta para que aquéllos que quieren descubrir a este autor, con fama de complicado, puedan hacerlo con una sensación de ligereza.Como ocurre con las obras de James, el lector tiene la sensación de que la historia podría haber ocurrido ayer mismo, ya que la vigencia de su narración, la exquisitez de su lenguaje y su relato son tal que casi sin darnos cuenta nos sorprende con su atemporalidad.-

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Henry James

Los papeles de Aspern

 

Saga

Los papeles de Aspern

 

Original title: The Aspern Papers

 

Original language: English

 

Copyright © 1888, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672589

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTULO I

Me confié a la señora Prest; lo cierto es que sin ella mis avances habrían sido muy escasos, pues la idea más provechosa salió de sus labios cordiales. Fue ella quien descubrió la fórmula y desató el nudo gordiano. Se supone que a las mujeres no les resulta fácil alcanzar una perspectiva libre y general de las cosas, de ningún asunto práctico; pero a veces improvisan con singular serenidad una idea audaz, una idea que a ningún hombre se le ocurriría. «Consiga que lo acepten como inquilino». Creo que jamás habría llegado a esta conclusión sin ayuda. Estaba dando palos de ciego; intentaba ser ingenioso, buscaba la combinación de artes que me permitiese entablar relación, cuando la señora Prest me sugirió felizmente que la manera de entablar relación pasaba por integrarme en su círculo más íntimo. Mi amiga no conocía mucho mejor que yo a las señoritas Bordereau; de hecho, llegué de Inglaterra con ciertos datos concluyentes que eran nuevos para ella. Las Bordereau se habían relacionado en el pasado, hacía de eso mucho tiempo, con uno de los grandes personajes del siglo, y vivían ahora recluidas en Venecia, muy modestamente, olvidadas, inalcanzables, en un recóndito y ruinoso palacio. Ésta era, en lo esencial, la impresión de la señora Prest. Ella, por su parte, llevaba alrededor de quince años en la ciudad, donde había realizado un montón de buenas obras; pero la esfera de su bondad nunca abarcó a las tímidas, misteriosas y, para algunos, poco respetables americanas —se presumía que en el curso de aquel largo exilio habían perdido su identidad nacional, a lo cual se sumaba un origen francés más remoto, tal como indicaba su apellido que ni pedían favores ni reclamaban atención. En los primeros años que pasó en Venecia, la señora Prest intentó verlas en una ocasión, pero sólo llegó a conocer a la pequeña, como llamaba ella a la sobrina; más tarde descubrí que la mujer en cuestión le sacaba cinco centímetros a la otra. Llegó a oídos de mi amiga que la señorita Bordereau se encontraba enferma, la creyó necesitada y se presentó en su casa para prestar ayuda, la que fuera, a fin de que, si había allí algún sufrimiento, tanto más si se trataba de un sufrimiento americano, no pesara éste sobre su conciencia. La «pequeña» la recibió en la grande, fría y deslustrada sala veneciana, el vestíbulo central del palacio, con suelos de mármol y techo de oscuras vigas transversales, y ni siquiera la invitó a sentarse. Este detalle me desalentó un poco, pues yo siempre deseaba sentarme en seguida, y así se lo señalé a la señora Prest. Ella replicó, con mucha sagacidad:

—Su caso es muy distinto: yo iba a ofrecer un favor y usted irá a pedirlo. Si son orgullosas, se mostrarán predispuestas.

Se ofreció, para empezar, a enseñarme dónde vivían, a llevarme en su góndola. Le hice saber que ya había estado allí lo menos media docena de veces, pero acepté la invitación de todos modos, porque me fascinaba merodear por los alrededores. Me acerqué hasta el palacio el día siguiente a mi llegada a Venecia —me lo había descrito de antemano el amigo de Inglaterra que me confirmó definitivamente que los papeles obraban en poder de estas damas— y lo asedié con la mirada mientras trazaba mi plan de campaña. Jeffrey Aspern nunca había estado en el palacio, que yo supiera, aunque algo en la voz del poeta parecía insinuar veladamente que allí permanecía, como una «cadencia persistente».

La señora Prest nada sabía de los papeles, pero se interesó por mi curiosidad, como se interesaba siempre por las alegrías y las penas de sus amigos. Sin embargo, mientras nos deslizábamos en su góndola, bajo la acogedora cabina abierta, con la espléndida imagen de Venecia enmarcada a ambos lados de la ventanilla móvil, comprendí que le divertía mi entusiasmo y que percibía en mi interés por el posible botín un sutil caso de monomanía.

—Se diría que espera encontrar usted la respuesta al enigma del universo —señaló. Y negué yo la acusación respondiendo que, si tuviera que elegir entre tan valiosa solución y un paquete de cartas de Jeffrey Aspern, no tendría duda de qué sería lo más grandioso. Ella fingía subestimar el genio del poeta y yo no me esforzaba en defenderlo. Uno no se molesta en defender a su dios; ese dios es, en sí mismo, una defensa. Además, todavía hoy, tras un largo período de relativo olvido, Aspern sigue brillando en el cielo de nuestra literatura, donde todo el mundo pueda admirarlo; es parte de la luz que ilumina nuestro camino. Todo lo más que dije fue que, sin duda, Aspern no era un poeta de la mujer, a lo que mi amiga replicó, muy atinadamente, que lo había sido al menos de la señorita Bordereau. Lo raro fue descubrir en Inglaterra que esta mujer seguía con vida; fue como si me dijeran que Sarah Siddons o la reina Carolina, o la famosa lady Hamilton, aún viviesen, pues pertenecía para mí a una generación igualmente extinguida. «Debe de ser muy anciana… tendrá lo menos cien años», dije al saberlo. Pero, al cotejar las fechas, comprendí que no era estrictamente necesario que la señorita Bordereau hubiese excedido ampliamente el promedio de vida normal. En todo caso, había alcanzado una edad venerable, puesto que su relación con Jeffrey Aspern tuvo lugar cuando ella era muy joven.

—Eso pone como excusa —dijo la señora Prest en un tono casi sentencioso; aunque pareció avergonzarse de hacer un comentario tan desacorde con la estampa de Venecia. ¡Como si una mujer necesitase alguna excusa por haber amado al divino poeta! Aspern no sólo había sido uno de los espíritus más brillantes de su tiempo (y en aquellos años, cuando el siglo era todavía joven, hubo, como es bien sabido, muchos hombres brillantes), sino que fue además uno de los hombres más geniales y uno de los más atractivos.

La antigüedad de la sobrina era menor, a decir de mi amiga, y aventuró la conjetura de que en realidad se trataba de una sobrina nieta. Era posible; sólo podía basarme en los muy limitados conocimientos de mi amigo John Cumnor, que veneraba al poeta tanto como yo y que nunca había visto a estas damas. El mundo, como digo, había reconocido a Jeffrey Aspern, pero nadie lo admiraba tanto como nosotros. Acudían multitudes en tropel a su templo, del que Cumnor y yo nos considerábamos los ministros elegidos. Sosteníamos, creo que con justicia, que habíamos hecho más que nadie por su memoria, y lo habíamos hecho, sencillamente, desvelando algunos aspectos de su vida. Nada debía temer de nosotros el poeta, pues nada debía temer de la verdad que sólo después de tanto tiempo podía interesarnos establecer. Su muerte prematura fue, por así decir, el único punto oscuro de su fama, a menos que los papeles que obraban en poder de la señorita Bordereau revelasen alguna otra perversidad. Se rumoreó, en torno a 1825, que él «la había tratado mal», tal como se rumoreaba que había «obsequiado» a otras damas —según decía el populacho— con la misma actitud despótica. Cumnor y yo tuvimos la ocasión de investigar cada uno de estos casos, y en todos ellos nos fue posible absolverlo rigurosamente de cualquier acto brutal. Es posible que yo lo juzgase con mayor indulgencia que mi amiga; lo cierto es que, a mi modo de ver, ningún hombre habría obrado con más rectitud dadas las circunstancias. Eran siempre momentos difíciles y peligrosos. La mitad de las mujeres de su época, exagerando un poco, se rendía en sus brazos, y mientras duró este furor —que sin duda era muy contagioso— no dejaron de producirse accidentes, en algunos casos graves. Aspern no fue un poeta de la mujer, como le señalé a la señora Prest, en la etapa moderna de su fama; pero la situación cambió cuando la voz del hombre se fundió con la voz de su canto. Esta voz, a tenor de todos los testimonios, era una de las más cautivadoras que jamás se habían escuchado. «¡Orfeo y las Ménades!», fue, como es natural, la sentencia que formulé cuando empecé a hojear su correspondencia. Las Ménades eran, en su mayoría, unas insensatas, y en muchos casos resultaban insufribles; juzgué por tanto que se había mostrado más compresivo y más considerado de lo que yo —si es que alcanzaba a imaginarme en semejante tesitura— hubiera sido capaz.

Fue en verdad extraño entre tantas cosas extrañas, y no malgastaré espacio en intentar explicarlo, que, siendo todas esas otras relaciones y todas las demás líneas de nuestra investigación tan sólo polvo y fantasmas, meros ecos de ecos, pasáramos por alto la única fuente de información que había sobrevivido hasta nuestros días. Estábamos convencidos de que todos los contemporáneos de Aspern habían fallecido; no logramos dar con un solo par de ojos que hubiesen mirado los ojos del poeta, ni sentir en una mano envejecida la huella de su mano. La pobre señorita Bordereau parecía la más muerta entre los muertos, y, sin embargo, era la única que había sobrevivido. No dejó de asombrarnos durante meses el hecho de no haberla encontrado antes, y lo atribuimos esencialmente a su reclusión. Lo cierto es que la pobre mujer tenía razones para obrar de este modo. No obstante, fue para nosotros una revelación que alguien pudiera desvanecerse a tal punto en la segunda mitad del siglo XIX, la época de los periódicos, los telegramas, las fotografías y las entrevistas. Tampoco es que le costase demasiado; no se escondió en un agujero secreto, sino que tuvo la osadía de establecerse en una ciudad que era como un escaparate. Concluimos que el misterio de su seguridad obedecía a que Venecia albergaba otras curiosidades mucho más notorias. También el azar la había favorecido de algún modo, como demostraba, por ejemplo, el que la señora Prest jamás me hubiese mencionado su nombre, pese a que cinco años antes yo había pasado tres semanas en la ciudad, delante de sus narices, por así decir. Lo cierto es que mi amiga no la había nombrado casi nunca ante nadie; casi parecía haberse olvidado de la existencia de la señorita Bordereau. Claro es que la señora Prest no tenía la paciencia de un editor. La circunstancia de que la anciana viviese en el extranjero tampoco explicaba que hubiese logrado eludirnos, pues nuestras pesquisas nos habían llevado reiteradamente —no sólo por correspondencia, sino también por averiguaciones personales— a Francia, a Alemania y a Italia, países en los que, sin contar su importante estancia en Inglaterra, Aspern había pasado muchos de los pocos años de su carrera. Nos complacía pensar al menos que, en todas nuestras divulgaciones —creo que algunos las consideran hoy exageradas—, habíamos rozado siquiera de pasada y de la manera más discreta la relación con la señorita Bordereau. Curiosamente, aun cuando hubiésemos dispuesto de aquellos documentos —y eran muchas las ocasiones en que nos preguntábamos qué sería de ellos—, esta relación habría sido el episodio más difícil de tratar.

La góndola se detuvo, y allí estaba el viejo palacio. Era uno de esos edificios que, aun en condiciones de extremo deterioro, merecen en Venecia tan majestuosa denominación.

— ¡Qué maravilla! ¡Es gris y rosa! —exclamó mi amiga. Y era ésta la mejor descripción que podía hacerse de él. No era demasiado antiguo; no tendría más de dos o tres siglos, y ostentaba un aire, no tanto de decadencia como de sereno desánimo, como si hubiese errado su vocación. Su amplia fachada, recorrida por un balcón de piedra de lado a lado del piano nobile o planta principal, era sobradamente monumental, con ayuda de varios arcos y columnas; y el estuco que en otro tiempo revistiera los intervalos entre estos elementos ornamentales era de color rosa en la tarde de abril. Se alzaba sobre un canal limpio, melancólico y bastante solitario, provisto de una estrecha riva o acera a ambos lados.

—No sé por qué… porque no hay tejados de teja —dijo la señora Prest—, pero este rincón siempre me ha parecido más holandés que italiano, más propio de Ámsterdam que de Venecia. Es de una pulcritud excéntrica, por razones que desconozco, y, aunque se puede pasear por aquí, a casi nadie se le ocurre. Es tan solitario… teniendo en cuenta «dónde» está… como un domingo protestante. Puede que la gente tema a las señoritas Bordereau. Creo que tienen fama de brujas.

No recuerdo qué respondí a este comentario; me hallaba sumido en otras dos reflexiones. La primera era que, si la anciana vivía en una casa tan grande e imponente, no podía encontrarse en la miseria y, por lo tanto, nada la tentaría a alquilar un par de habitaciones. Le expresé mis temores a la señora Prest, que me ofreció una respuesta muy sencilla:

—Si no viviese en una casa tan grande, ¿cómo iba a tener habitaciones para alquilar? Si no dispusiera de tanto espacio, no tendría usted la oportunidad de acercarse a ella. Además, una casa así, y sobre todo en este quartier perdu, no demuestra nada; es perfectamente compatible con una situación de penuria. Palacios en ruinas, si uno los busca, se encuentran por cinco chelines al año. Y, en cuanto a las personas que viven en ellos, hasta que no conozca tan bien como yo a la sociedad veneciana no podrá hacerse una idea de su desolación. Viven de la nada, pues no tienen nada de que vivir.

La otra idea que me vino a la cabeza se relacionaba con un muro alto y liso que parecía confinar un terreno a un lado de la casa. Aunque digo liso, estaba salpicado de parches de pintura, grietas reparadas, yeso que se caía a pedazos, ladrillos desplazados que habían cobrado un tono rosáceo con el paso del tiempo; unos árboles flacos, además de los postes de alguna espaldera desvencijada, asomaban por encima del muro. Era un jardín, y al parecer pertenecía a la casa. Se me ocurrió de repente que el jardín me ofrecía un pretexto ideal.

Contemplaba este escenario, teñido por el resplandor dorado de Venecia, desde la sombra del felze, en compañía de la señora Prest, cuando ésta me preguntó si tenía intención de entrar, mientras ella me esperaba, o si pensaba volver otro día. Al principio no lograba decidirme, lo que sin duda daba muestra de mi flaqueza. Quería seguir pensando que podría alojarme allí, y temía fracasar, pues eso me dejaría, tal como le señalé a mi acompañante, sin otra flecha para mi arco.

— ¿Y si probara otra cosa? —propuso, mientras yo vacilaba y daba vueltas a la cuestión; y preguntó por qué, en ese mismo momento, y antes de complicarme la vida convirtiéndome en su inquilino (lo que a fin de cuentas podía ser francamente incómodo, aunque finalmente lo consiguiera), no me limitaba a ofrecer una suma de dinero. De ese modo tal vez pudiera obtener lo que buscaba sin necesidad de pasar malas noches.

—Querida amiga —exclamé—; disculpe mi impaciencia al señalarle que olvida usted precisamente (estoy seguro de habérselo explicado ya) lo que me movió a confiar en su ingenio. La anciana no querrá ni hablar de sus reliquias y sus recuerdos; son personales, delicados, íntimos, y ella no tiene una sensibilidad moderna. ¡Dios la bendiga! Si le hablara de este asunto desde un primer momento, temo que podría echarlo todo a perder. Sólo me haré con el botín si consigo que ella baje la guardia, y sólo conseguiré que baje la guardia predisponiéndola con artes diplomáticas. La hipocresía y la duplicidad son mi única oportunidad. Lamento tener que hacerlo, pero no hay bajeza que no esté dispuesto a cometer por Jeffrey Aspern. Primero tengo que tomar el té con ella; después ya abordaré la empresa principal. —Y le conté lo que le había sucedido a John Cumnor cuando escribió a la anciana en un tono de lo más respetuoso. Su primera carta no obtuvo respuesta y la segunda sólo mereció una áspera contestación de la sobrina, en seis líneas. «La señorita Bordereau le había rogado que le transmitiese que no alcanzaba a comprender cómo se atrevía a molestarlas. No tenían ningún “documento literario” del señor Aspern y, aunque lo tuvieran, por nada del mundo se les ocurriría enseñárselo a nadie, bajo ningún concepto. Ignoraba a qué podía referirse y le suplicaba que la dejase en paz». Yo no quería recibir el mismo trato.

—Muy bien —dijo mi amiga, tras reflexionar unos instantes y en un tono sumamente provocador—. Es posible que no tengan nada. Pero, si lo niegan de un modo tan tajante, ¿cómo puede estar seguro?

—John Cumnor está seguro, pero me costaría mucho explicarle a usted cómo ha llegado a forjarse esta convicción o esta suposición profunda, lo suficientemente profunda para no verse desmentida por la comprensible mentirijilla de la anciana. Además, Cumnor apoya buena parte de la prueba interna en la carta de la sobrina.

— ¿La prueba interna?

—El hecho de que lo llame «señor Aspern».

—No veo que eso demuestre nada.

—Demuestra familiaridad, y la familiaridad implica la posesión de recuerdos, de objetos tangibles. No se imagina cuánto me afecta ese «señor», cómo tiende un puente sobre el abismo del tiempo para acercarme a nuestro héroe, y cuánto aviva mi deseo de conocer a Juliana. Nadie habla del «señor» Shakespeare.

— ¿Lo haría yo si tuviese una caja llena de cartas suyas?

—Sí, si él hubiera sido su amante y alguien las quisiera. —Y añadí que John Cumnor estaba tan convencido (y el tono de la señorita Bordereau no había hecho sino fortalecer su convicción) que habría venido personalmente a Venecia de no haber sido por el inconveniente de que, para ganarse la confianza de estas damas, tendría que demostrar que él no era la persona que les había escrito, como a buen seguro sospecharían ellas, por más que disimulara y hasta cambiase de nombre. En el caso de que le preguntasen a bocajarro si no era él quien las había desairado, le resultaría muy embarazoso mentir, mientras que yo, por fortuna, no tenía esta atadura. Yo era nuevo en la partida, y eso me permitía negar sin necesidad de mentir.

—De todos modos tendrá usted que adoptar un nombre falso —observó la señora Prest—. Juliana podrá vivir muy alejada del mundo, pero es posible que haya oído hablar de los editores del señor Aspern. Incluso puede que tenga los libros que ustedes han publicado.

—Ya he pensado en eso —respondí; y saqué del bolsillo una tarjeta de visita hábilmente grabada con un nom de guerre bien escogido.

—Es usted muy extravagante; eso contribuirá a hacerlo inmortal. Aunque podría haberlo escrito a lápiz o a tinta —señaló.

—Así parece más auténtica.

—No puede negarse que la curiosidad le infunde coraje. Pero tenga en cuenta que eso será un inconveniente para su correspondencia; no se la entregarán bajo esa máscara.

—La recibirá mi banquero y yo iré a recogerla todos los días. Me vendrá bien pasear un poco.

— ¿Sólo cuenta con eso? —preguntó la señora Prest—. ¿Es que no piensa ir a verme?

—Se habrá marchado de Venecia, para pasar fuera los meses de calor, antes de que se produzca algún resultado. Estoy dispuesto a achicharrarme aquí todo el verano, y puede que también en el más allá, como probablemente diría usted. Entre tanto John Cumnor me bombardeará con cartas dirigidas a casa de la señorita Bordereau con mi nombre falso.

—Reconocerá la letra —objetó.

—Podrá disimularla en el sobre.

— ¡Son ustedes un par de cuidado! ¿Y no se le ha ocurrido pensar que, aunque lograra usted convencerlas de que no es el señor Cumnor, tal vez sospechen de todos modos que podría ser un emisario suyo?

—Naturalmente que sí, y sólo veo un modo de evitarlo.

— ¿Y cuál podría ser?

Vacilé un momento y dije:

—Enamorar a la sobrina.

— ¡Ay! —exclamó mi amiga—. ¡Mejor espere a verla!

CAPÍTULO II