Los papeles de Aspern - Henry James - E-Book

Los papeles de Aspern E-Book

Henry James

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Henry James no se parecía a ningún escritor americano o inglés, su libros difícilmente se insertarlo en una tradición literaria conocida. Fue necesario que después de su muerte pasaran treinta años para que se produjera su reconocimiento. Hacia el centenario de su nacimiento, 1943, la aceptación de que se trataba de un clásico y de un innovador excepcional era ya casi unánime.

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Los papeles de Aspern

Los papeles de Aspern (1889)Henry James

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Octure 2022

Imagen de portada: RawpixelProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

I

La señora Prest se había ganado mi confianza; en verdad sin ella yo habría conseguido muy poco, porque la fructífera idea de todo el asunto surgió de sus amables labios. Ella fue quien encontró el atajo, quien desenredó el nudo gordiano. Se supone que no está en la naturaleza de las mujeres, por lo común, alcanzar la postura más amplia y libera —me refiero a cuestiones prácticas; no obstante, me parece que a veces aportan un concepto atrevido—, la que un hombre no hubiera adoptado con singular serenidad.

—Sencillamente pídales que lo acepten como huésped —sugirió.

No creo que yo hubiera llegado a esa conclusión sin ayuda. Le daba vueltas al asunto, intentaba ser ingenioso, me preguntaba mediante cuáles artimañas podría establecer contacto, cuando ella me dio la afortunada sugerencia de que, para tener contacto, primero debía residir ahí. El conocimiento que ella tenía de las señoritas Bordereau apenas era mayor que el mío, y en realidad yo había traído de Inglaterra algunos datos importantes que ella desconocía. Hacía mucho tiempo, el apellido de las señoritas se había relacionado con uno de los nombres más importantes del siglo, y ahora vivían en Venecia en el anonimato, con muy pocos recursos, sin recibir a nadie, inaccesibles, en un destartalado palacio antiguo en un canal recóndito: esto era, en esencia, lo que mi amiga sabía de ellas.

Ella misma se había establecido en Venecia quince años atrás y había realizado muchas buenas acciones; pero el círculo de su benevolencia no incluía a las dos norteamericanas reservadas, misteriosas y, como se suponía de algún modo, dudosamente respetables (se pensaba que, en su prolongado exilio, habían perdido toda identidad nacional, además de que tenían, como lo sugería su apellido, alguna vena de origen francés), que no pedían favores y no deseaban llamar la atención. Durante los primeros años que vivieron en Venecia, ella había intentado verlas, pero sólo consiguió entrevistarse con la pequeña, como la señora Prest llamaba a la sobrina; aunque en realidad, según supe después, ella era por mucho la más alta de las dos. La señora Prest había escuchado que la señorita Bordereau estaba enferma y sospechó que podía necesitarla; por lo tanto, había ido a la casa a ofrecer ayuda, porque si existía el sufrimiento (y sufrimiento norteamericano), cuando menos ella no lo llevaría en su conciencia. La "pequeña" la recibió en la enorme, helada y lúgubre sala veneciana, el salón central de la casa, con piso de mármol y oscuras vigas en el techo, y ni siquiera la invitó a sentarse. Esto no me parecía alentador, por mi deseo de introducirme con rapidez, y así se lo indiqué a la señora Prest. Sin embargo, ella contestó con profundidad.

—Ah, pero en eso estriba toda la diferencia: yo fui a ofrecer un favor y usted irá a pedirlo. Si son orgullosas, estará en una posición conveniente.

Y, para empezar, ella ofreció mostrarme la casa, llevándome allá en su góndola.

Le informé que ya había visto el lugar una docena de veces; pero acepté su invitación, porque me encantaba rondar por ahí. Me había acercado a la casa al día siguiente de mi llegada a Venecia (el amigo en Inglaterra a quien le debía la información específica de que ellas poseían los papeles me había descrito el lugar), y la había sitiado con la mirada mientras consideraba mi plan de campaña. Hasta donde sabía, Jeffrey Aspern nunca había estado en el lugar; pero algún eco de su voz parecía vivir ahí, como una implicación indirecta, una leve reverberación.

La señora Prest no sabía nada acerca de los papeles, pero a ella le interesaba mi curiosidad, porque siempre se involucraba en las penas y las alegrías de sus amigos. Sin embargo, mientras avanzábamos en su góndola, que destacaba bajo la simpática cubierta con una resplandeciente imagen de Venecia enmarcada a cada lado de la ventana móvil, me di cuenta que a ella le divertía mi capricho, el modo en que mi interés en los papeles se había vuelto una idea fija.

—Cualquiera creería que espera encontrar en ellos la respuesta al enigma del universo —dijo ella; y yo refuté la acusación con sólo contestar que si tuviera que elegir entre esa valiosa respuesta y el montón de cartas de Jeffrey Aspern no tenía dudas de me parecía más grandioso. Ella intentó desestimar la genialidad del poeta y yo no tuve que esforzarme para defenderlo. Uno no defiende a su dios: el dios de uno se defiende a sí mismo. Además, en la actualidad, después un prolongado periodo sin reconocimiento, el poeta brilla en el cielo de nuestra literatura, para que todo el mundo lo vea; es parte de la luz con la cual caminamos. Sólo me atreví a decir que sin duda él no era un poeta para una mujer: a lo que ella replicó con presteza que cuando menos lo había sido para la señorita Bordereau. Me pareció desconcertante descubrir en Inglaterra que todavía estuviera viva: era como si me hubieran dicho lo mismo de la señora Siddons, la reina Carolina o la famosa Lady Hamilton, porque me parecía que ella pertenecía a una generación casi desaparecida.

—Vaya, debe ser muy anciana (tendría por lo menos menos cien años) —había dicho yo.

Pero al analizar las fechas, comprendía que no era estrictamente necesario que ella excediera por mucho el promedio de vida normal. No obstante, ella había vivido mucho tiempo y sus relaciones con Jeffrey Aspern se desarrollaron cuando ella era muy joven.

—Eso le sirve de excusa —dijo la señora Prest, con cierta afectación, aunque también, de alguna manera, como si se avergonzara de alejarse tanto del carácter verdadero de Venecia. Como si una mujer necesitara una excusa por haber amado al poeta celestial! Él no sólo había sido una de las mentes más brillantes de su época (y en esos años, cuando comenzaba el siglo, había muchas, como todos saben), sino uno de los hombres más geniales y más atractivos.

Según la señora Prest, la sobrina no era tan vieja y se atrevía a suponer que en realidad era una sobrina nieta. Esto era posible; sólo compartía los limitados conocimientos de mi compañero de veneración John Cumnor, un inglés que nunca había visto a la pareja.

Como ya mencioné, el mundo había reconocido a Jeffrey Aspern, pero los máximos niveles de reconocimiento provenían de Cumnor y de mí. En la actualidad, la multitud acudía en tropel a su templo, pero en ese santuario él y yo nos considerábamos los ministros. Opinábamos, con justa razón, me parece, que habíamos hecho más por su memoria que cualquier otra persona, y lo habíamos logrado al arrojar luz sobre su vida. No tenía nada que temer de nosotros, porque no tenía nada que temer de la verdad, la cual sólo a tal distancia en el tiempo nos interesaría establecer. Su temprana muerte había sido el único punto oscuro en su vida, a menos que los papeles en poder de la señorita Bordereau malignamente sacaran a relucir otros. Alrededor de 1825 había circulado el rumor de que él "la había tratado mal," al igual que se pensaba que él había "atendido", como dice el populacho en Londres, a varias otras damas del mismo modo.

Cumnor y yo habíamos podido investigar cada uno de esos casos, y siempre habíamos conseguido declararlo inocente de cualquier conducta mezquina. Tal vez yo lo juzgaba con más indulgencia que mi amigo; de todos modos, me parecía que ningún hombre podría haber procedido con mayor rectitud en tales circunstancias, porque éstas casi siempre eran delicadas. La mitad de las mujeres de su época, por decirlo de algún modo, se habían arrojado a sus brazos y, debido a esta perniciosa moda, habían surgido muchas complicaciones, algunas de ellas graves. No fue el poeta de una mujer, tal como se lo había dicho a la señora Prest, en la etapa moderna de su reputación; pero la situación había sido diferente cuando la voz del hombre se mezclaba con su canto. Esa voz, según todos los testimonios, era una de las más dulces que jamás se habían escuchado. "¡Orfeo y las ménades!", fue la exclamación que subió a mis labios la primera vez que me volqué sobre su correspondencia. Casi todas las ménades eran desmesuradas, y muchas de ellas insoportables; en pocas palabras, me parecía que había sido más amable y considerado de lo que yo hubiera sido de estar en su lugar (en caso de que me atreviera a imaginarme en su lugar).

De entre todas las cosas extrañas, la más singular, y no dedicaré mucho espacio para tratar de explicarla, era que mientras en todas las otras líneas de investigación habíamos tenido que bregar con fantasmas y polvo, reflejos de imágenes de por sí borrosas, habíamos pasado por alto la única fuente de información que había perdurado hasta nuestra época. Hasta donde sabíamos, todos los contemporáneos de Aspern habían fallecido; no habíamos podido contemplar un solo par de ojos que hubieran mirado los del poeta, ni habíamos sentido un contacto transmitido por una mano envejecida que hubiera tocado la suya. La pobre señorita Bordereau parecía la más muerta entre los muertos y, sin embargo, ella era la única que había sobrevivido.

En el transcurso de los meses no dejamos de admirarnos por no haberla encontrado antes y la esencia de nuestra explicación era que se había mantenido callada. La pobre dama había tenido toda la razón para hacerlo.

Pero, para nosotros, fue una revelación el hecho de que fuera posible mantenerse tan callada en la segunda mitad del siglo xIX —la época de los periódicos, los telegramas, las fotografías y los entrevistadores—. Y ella no se había esforzado mucho para conseguirlo: no se había ocultado en una madriguera imposible de descubrir; más bien se había atrevido a establecerse en una ciudad siempre en exhibición. El único secreto de su seguridad que pudimos percibir era que Venecia tenía una multitud de curiosidades que eran más notorias que ella. E incluso el azar la había favorecido de algún modo, como lo demostraba el hecho de que la señora Prest nunca me hubiera mencionado su existencia, aunque yo había estado tres semanas en Venecia —al otro lado de la calle, por así decirlo— cinco años antes.

La señora Prest ni siquiera le había comentado esto a muchas personas; casi parecía haber olvidado que había estado allí. Claro que ella no tenía las responsabilidades de un editor. El que la anciana viviera en el extranjero no servía para explicar que nos hubiera eludido, porque una y otra vez nuestras investigaciones nos habían llevado —no sólo por correspondencia sino en consultas personales— a Francia, a Alemania, a Italia (sin contar su corta estancia en Inglaterra), países en donde habían transcurrido muchos de los pocos años de la muy breve carrera de Aspern. Nos alegraba pensar que, cuando menos, en todas nuestras publicaciones (me parece que algunas personas consideraban que nos habíamos excedido), sólo habíamos mencionado de paso y de la manera más discreta la conexión con la señorita Bordereau. Por extraño que parezca, incluso si hubiéramos tenido el material (y a menudo nos preguntábamos qué había pasado con él), hubiera sido el episodio más difícil de manejar.

La góndola se detuvo frente al viejo palacio; era una casa del tipo que en Venecia es digna de su nombre, incluso después de un despiadado descuido.

—¡Qué encanto! ¡Es toda gris y rosa! —exclamó mi acompañante.

Esa es la descripción más precisa de ella. No era particularmente antigua, sólo dos o tres siglos; y no tenía un aspecto de deterioro, sino de un callado desaliento, como si no quisiera ser comparada con otras de su especie. Pero su amplia fachada, con un balcón de piedra de un extremo al otro del piano nobile o piso principal, era muy arquitectónica, con la ayuda de varios arcos y columnas; y el estuco que los cubría desde hacía tanto tiempo era color de rosa en la tarde de abril. Estaba frente a un canal limpio, melancólico

y poco transitado, que tenía una estrecha riva o acera a ambos lados.

—No sé por qué, no hay techos de tejas —dijo la señora Prest—, pero esta esquina me pareció más holandesa que italiana, más del estilo de Amsterdam que de Venecia. Está inquietantemente limpia, por razones que desconozco; y, aunque se puede pasar a pie, es difícil encontrar a alguien que quiera hacerlo. Tiene la atmósfera de un domingo en un lugar protestante. Tal vez la gente teme a las señoritas Bordereau. Supongo que tienen una reputación de brujas.

No recuerdo qué cosa le contesté, estaba enfrascado en otras dos reflexiones. La primera era que si la anciana dama habitaba una casa tan enorme e imponente no padecía ningún tipo de miseria y, por lo tanto, no le tentaría la oportunidad de rentar un par de habitaciones. Le comenté esto a la señora Prest, quien me dio una respuesta muy lógica.

—Si ella no viviera en una casa enorme, ¿cómo podría preguntarle si le sobraban habitaciones? Si no tuviera alojamientos tan amplios no tendría elementos para acercarse a ella. Además, una casa grande aquí, y sobre todo en esta zona escondida, no demuestra nada en absoluto: es perfectamente compatible con un estado de penuria. Uno puede encontrar palazzi viejos y destartalados por cinco chelines al año, en caso de buscarlos. Y en cuanto a las personas que viven en ellos... no, no podrá formarse una idea de su desolado modo de vida hasta que haya explorado a la sociedad de Venecia tanto como yo lo he hecho. Viven en la nada, porque no tienen nada de qué vivir.

La otra idea que rondaba mi cabeza se relacionaba con un enorme muro blanco que parecía limitar un espacio de terreno a un lado de la casa. Se diría que era blanco, pero tenía numerosos parches que hubieran entusiasmado a un pintor, resquebrajaduras reparadas, el yeso cayéndose a pedazos, ladrillos expulsados que se habían vuelto color de rosa con el tiempo; y por encima se veían unos cuantos árboles bastante ralos, al igual que los postes de unos tambaleantes emparrados. El lugar era un jardín, y aparentemente pertenecía a la casa. De repente pensé que, si era parte del lugar, ya tenía un pretexto.

Me senté a mirar esto desde afuera con la señora Prest (todo estaba cubierto con el dorado resplandor de Venecia) bajo la sombra de nuestro toldo, cuando me preguntó si iría en ese momento, mientras ella me esperaba, o regresaría en otra ocasión. Al principio no alcanzaba a decidirme —sin duda se debía a mi debilidad de carácter—. Todavía quería analizar si yo podría conseguir alojamiento, y temía fracasar, porque eso me dejaría, como le comenté a mi acompañante, sin otra flecha para mi arco.

—¿Por qué no habría de pensar en otra cosa? —replicó ella, mientras yo dudaba y lo volvía a pensar; y ella quería saber por qué simplemente en este momento, y antes de complicarme la vida para convertirme en su huésped (lo cual podría ser muy incómodo después de todo, incluso si conseguía mi propósito), no recurría a ofrecerles una suma de dinero. De ese modo obtendría los documentos sin desvelarme.

—Estimada señora —exclamé—, disculpe mi impaciencia al sugerirle que olvida un hecho importante (que estoy seguro de haberle comunicado) que me impulsó a confiar en su inventiva. La anciana no desea que le mencionen esos documentos; son personales, delicados, íntimos y ella no posee ideas modernas, ¡Dios la bendiga! Si menciono eso desde el principio con toda seguridad estropearé el juego. Sólo puedo alcanzar esos papeles si consigo que ella baje la guardia, y sólo puedo lograr que eso suceda congraciándome con tácticas diplomáticas. La hipocresía y el engaño son mis únicos recursos. Lamento hacer esto, pero por Jeffrey Aspern soy capaz de cosas peores. Primero debo tomar té con ella; después, emprender la tarea pricipal.

Le conté lo que le había sucedido a John Cumnor cuando le escribió a la dama. Su primera carta no obtuvo respuesta, y con la segunda consiguió una respuesta cortante, en seis líneas, de la sobrina.

—La señorita Bordereau le solicitó que le dijera que no podía imaginar qué buscaba al molestarlas. No tenían ningún papel del señor Aspern, y si lo tuvieran nunca considerarían la posibilidad de mostrárselo a alguien por ninguna razón. Ella no conocía el asunto que él mencionaba y le suplicaba que la dejara en paz.

Y por supuesto que yo no quería hacer contacto de ese modo.

—Bueno —dijo la señora Prest un momento después, desafiante—, tal vez después de todo no tienen ninguna cosa suya. Si lo niegan de manera tan rotunda, ¿cómo pueden ustedes estar seguros?

—John Cumnor está seguro, y me llevaría demasiado tiempo explicarle cómo se fortaleció su convicción, o su muy fuerte suposición; lo bastante fuerte para descartar las anormales mentiras de la dama. Además, obtiene bastante evidencia interna de la carta de la sobrina.

—¿Evidencia interna?

—Que lo llame señor Aspern.

—No veo qué demuestra eso.

—Demuestra una familiaridad, y la familiaridad implica la posesión de recuerdos o reliquias. No puedo explicarle cómo me conmueve ese trato de "señor". Es como si cerrara una brecha en el tiempo y acercara a nuestro héroe. Y estimula mi deseo por conocer a Juliana. Uno no habla del "señor Shakespeare".

—¿Lo haría yo si tuviera una caja llena de cartas suyas?

—¡Sí, si hubiera sido su enamorado y alguien las quisiera!

Añadí que John Cumnor estaba tan convencido, y mayor era su convencimiento por el tono de la señorita Bordereau, que él mismo hubiera venido a Venecia para encargarse del asunto, si no se interpusiera la dificultad de desmentir su identidad como la persona que les había escrito, de quien las señoras seguramente sospecharían a pesar de una simulación y un cambio de nombre. En caso de que le preguntaran directamente si él no era esa persona, le resultaría muy embarazoso mentir; mientras que yo, por suerte, no tenía esa limitación. Yo era nuevo en la historia y podía negarlo sin mentir.

—Pero tendrá que cambiarse el nombre —dijo la señora Prest—. Juliana podrá vivir muy alejada del mundo, mas es probable que sepa quiénes son los editores del señor Aspern; tal vez ella posea lo que ustedes han publicado.

—Ya pensé en eso —repliqué.

Saqué de mi bolsillo una tarjeta de visita, limpiamente grabada con un nombre que no era el mío.

—Es usted muy extravagante; pudo haberlo escrito con su puño y letra —sugirió mi amiga.

—Así se ve más auténtica.

—¡Ya veo que está preparado para llegar muy lejos!

Pero será muy complicado para su correspondencia; no podrá recibirlas bajo esa máscara.

—Mi banquero las recibirá, y yo iré todos los días a recogerlas. Me servirá para salir un poco.

—¿Eso es lo único con que cuenta? —pregunto la señora Prest—. ¿No va a venir a verme?

—Oh, usted abandonará Venecia durante los meses de calor, mucho antes de que consiga resultados. Estoy preparado para asarme todo el verano, y desde este mismo instante, diría usted. Mientras tanto, John Cumnor me enviará muchas cartas, con mi nombre falso, a la dirección de mi casera.

—Ella reconocerá su mano —sugirió mi acompañante.

—Puede desfigurar su letra en el sobre.

—Bueno, ustedes forman una pareja tremenda. ¿No ha pensado que, incluso si usted afirma que no es el señor Cumnor en persona, todavía pueden sospechar que es su emisario?

—Por supuesto. Y sólo veo un modo de evitar eso.

—¿Cuál puede ser?

Dudé apenas un momento.

—Enamorar a la sobrina.

—¡Vaya! —exclamó la señora Prest—, ¡espere hasta conocerla!

II

"Debo aprovechar el jardín; debo aprovechar el jardín", me dije en silencio, cinco minutos más tarde, mientras esperaba, después de subir un tramo de escaleras, en la enorme y brumosa sala, en donde el desnudo piso de scagliola brillaba vagamente por una abertura en las cerradas contraventanas. El lugar era impresionante, pero parecía frío y reservado. La señora Prest se había retirado, aunque acordamos reunirnos media hora más tarde en un puente cercano; y después de hacer resonar una herrumbrosa campana, una sirvienta pálida y pelirroja, pequeña, muy joven, nada fea, que usaba unos chanclos ruidosos y un chal en forma de capucha, me introdujo a la casa. No se limitó a abrir la puerta desde arriba mediante el acostumbrado dispositivo de una polea chirriante, aunque al principio me había mirado desde una ventana superior, sino que hizo a un lado el inevitable desafío que en Italia precede a todo acto de hospitalidad. En general, me molestaba la supervivencia de costumbres medievales, aunque como apreciaba lo antiguo, supongo que debía agradarme eso; pero estaba tan decidido a ser amable que saqué la tarjeta falsa de mi bolsillo y se la mostré, sonriendo como si fuera una señal mágica.

En realidad, funcionó como si lo fuera, porque la hizo bajar. Le supliqué que se la entregara a su ama, después de escribir en ella, en italiano: "¿Sería tan amable de atender a un caballero norteamericano por un momento?"

La sirvienta no era hostil, y deduje que incluso eso tal vez era algo a mi favor. Se sonrojó, sonrió y se veía a la vez atemorizada y complacida. Sentí que mi aparición fue un gran acontecimiento, que las visitas eran extrañas en esa casa, y que a ella le habría agradado que hubiera más trato social en el lugar.