Los placeres de la literatura japonesa - Donald Keene - E-Book

Los placeres de la literatura japonesa E-Book

Donald Keene

0,0

Beschreibung

«El aspecto más precioso de la vida es su incertidumbre». A partir de estas palabras de un monje budista del siglo XIV, Donald Keene, una de las mayores autoridades en Occidente sobre cultura japonesa, ofrece una elegante y sutil aproximación a la literatura de la era premoderna del imperio del Sol Naciente. Este delicioso ensayo acerca al lector a su poesía, su narrativa y su teatro, desde las que para Keene son las cuatro principales características del concepto nipón de belleza: irregularidad, simplicidad, caducidad y sugestión. Cada capítulo propone además brillantes reflexiones que nos iluminan sobre aquellos elementos culturales que, herederos de una tradición milenaria, se han conservado casi intactos hasta nuestros días. Así, descubriremos por ejemplo que la reducida extensión de sus poemas era originalmente casi una necesidad, por qué en el kabuki los actores representan también los personajes femeninos, la razón por la que los más exquisitos templos están construidos en madera, la preferencia por la cerámica imperfecta o el desbordante entusiasmo de todo un pueblo por la efímera y delicada flor del cerezo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2018

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Edición en formato digital: febrero de 2018

 

Título original: The pleasures of Japanese literature

En cubierta: grabado de Ohara Koson, Kingfisher (1910)

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Donald Keene, 1988

Columbia University Press, 1988

© De la traducción, Julio Baquero Cruz

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17308-51-3

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

 

1. La estética japonesa

2. La poesía japonesa

3. La utilidad de la poesía japonesa

4. La narrativa japonesa

5. El teatro japonés

 

Lecturas recomendadas

 

A Shirley Hazzard

y Francis Steegmuller

Prólogo

Este libro tiene su origen en cinco conferencias, tres de ellas impartidas en la Biblioteca Pública de Nueva York, en la primavera de 1986; la cuarta en la Universidad de California en Los Ángeles, en 1986, y la última, en el Museo Metropolitano de Nueva York, en 1987. Aunque en un principio me propuse tratar de todos los periodos de la literatura y del teatro japoneses, pronto me di cuenta de que en realidad no quería hablar de los desarrollos modernos, sino de los tradicionales. Este volumen, que surge de esas conferencias, trata pues de la poesía, la prosa y el teatro japoneses de la época premoderna, y solo incluye algunas referencias puntuales a obras más recientes.

Las conferencias —y el libro— se dirigían al público general, y por eso se incluyeron ciertos datos que cualquier niponista conoce. He añadido una bibliografía para quienes quieran, tras la introducción que constituye esta obra, leer trabajos más detallados y las obras disponibles en traducción.

1La estética japonesa

Sería difícil describir de forma adecuada, en unas cuantas páginas, el amplio ámbito de la estética japonesa, ni siquiera sugerir los rasgos principales del gusto japonés tal y como ha evolucionado a lo largo de los siglos. Puede que fuera aún más difícil referirse a cualquier aspecto de la cultura japonesa sin mencionar su concepción de la belleza, que tal vez sea el elemento central de toda la cultura japonesa. Voy a tratar de describir algunas de las características del gusto japonés a partir del Tsurezuregusa (Ensayos sobre la pereza), una colección de breves ensayos escritos por el monje Kenkō, la mayor parte entre 1330 y 1333. Aunque dicha obra por sí sola no puede explicar la estética japonesa en su conjunto, ni obviamente su evolución en los últimos seiscientos años, creo que contiene muchas cosas que ayudan a comprender el gusto japonés actual, pese a la gran cantidad de tiempo transcurrido desde que se escribió y a los enormes cambios que ha sufrido la civilización japonesa, en especial en el último siglo.

Al autor se le conoce generalmente por el nombre que usaba como monje budista, Kenkō. Nacido, en el seno de una familia de sacerdotes sintoístas, en 1283, su nombre original era Urabe no Kaneyoshi. Puede resultar sorprendente que una persona criada en la tradición sintoísta acabara siendo budista, pero los japoneses aceptaban ambas religiones, aunque en muchos aspectos fueran antitéticas; en general, en el pasado (y en el presente) los japoneses han recurrido al sintoísmo para obtener ayuda en esta vida, y al budismo para su salvación en la otra vida.

Aunque tenía un rango modesto como sacerdote sintoísta, parece ser que Kenkō se hizo un nombre en la corte gracias a su talento como poeta. Esto ilustra acerca del gran valor que se concedía a las habilidades poéticas en la corte, pese a la importancia tan grande que se daba al rango y al linaje. La capacidad de escribir poesía era una aptitud indispensable para todo cortesano, y es posible que a Kenkō se le recibiera en palacio no tanto como poeta sino sobre todo como maestro de poesía para los que carecían de especial talento poético.

Kenkō tomó votos budistas en 1324, a los cuarenta y un años de edad, tras la muerte del emperador Go-Uda, a cuyo servicio había estado. Se ha especulado mucho sobre los motivos de su decisión de «abandonar el mundo», pero no hay nada en sus escritos que pueda sugerir que se tratara de un acto desesperado. La filosofía budista tiene un lugar central en los Ensayos sobre la pereza y no puede dudarse de la sinceridad de Kenkō cuando anima a los lectores a «huir de la casa en llamas» y a buscar refugio en la religión, pero no se parecía en nada a los típicos monjes budistas de la época medieval, que vivían en monasterios o como ermitaños: Kenkō vivía en la ciudad y estaba tan enterado de los cotilleos de la corte como de la doctrina budista. Ciertas creencias budistas, especialmente la relativa a la impermanencia de todas las cosas, son constantes en su obra, pero, aunque insistía en que las posesiones que se acumulan en este mundo no duran, tampoco las condenaba como impurezas horribles, como habría hecho un monje budista más ortodoxo. Es evidente que no rechazaba el mundo. A la postre este mundo era insuficiente, pero Kenkō siempre parece estar diciendo que mientras estemos en él debemos tratar de enriquecer nuestras vidas con belleza.

Los Ensayos sobre la pereza contienen 243 secciones. No se presentan de forma sistemática; se trataba de una obra perteneciente a la tradición zuihitsu de «seguir el pincel», dejando que la escritura pasara de un tema a otro según la dirección que siguiera la asociación libre. Aunque Kenkō nunca expuso una filosofía coherente —es fácil encontrar contradicciones entre las distintas secciones, algunas de las cuales son tan banales que uno se pregunta por qué las incluyó—, el interés por la belleza nunca falta en sus pensamientos, y es este aspecto de la obra —mucho más que su mensaje budista— el que más ha influido en la estética japonesa. Los Ensayos sobre la pereza no eran muy conocidos por el público lector en vida de Kenkō, pero se hicieron famosos a principios del siglo XVII, y desde entonces siempre han estado entre los clásicos japoneses más celebrados. Los gustos de Kenkō eran un reflejo de los gustos de los japoneses de tiempos remotos, y al mismo tiempo contribuyeron a formar las preferencias estéticas de los japoneses de los siglos venideros.

Una sección típica de los Ensayos sobre la pereza ayudará a ilustrar el estilo de Kenkō. Se trata de la sección 81.

 

Un biombo o unas puertas corredizas decoradas con pinturas o inscripciones producto de un mal pincel, más que darnos una impresión desagradable, nos revelan el mal gusto del dueño que en la casa habita.

Suele ocurrir con bastante frecuencia que por los utensilios que usa una persona se nos revele su pobre calidad humana. Yo no quiero decir que uno no deba poseer más que obras maestras y de valor. Aquí me refiero a esos pegotes que se echan a las casas para evitar que se estropeen y al hecho de sobrecargarlas con una cantidad de cosas que desentonan, solo por el afán de que den la impresión de ser nuevas, produciendo un efecto de amontonamiento.

Las cosas deben tener un sabor añejo, no han de ser ni sobrecargadas ni costosas, pero la calidad tiene que ser buena1.

 

Hace unos años escribí un ensayo sobre la estética japonesa y me referí a cuatro elementos que me parecen muy importantes: sugestión, irregularidad, sencillez y carácter perecedero. Todavía me parecen útiles para acercarse al sentido japonés de la belleza, aunque soy consciente de que no cubren todas sus facetas. Las generalizaciones siempre son peligrosas. Así, por ejemplo, si uno dice que el teatro Nō constituye una expresión del gusto japonés por la sugerencia, la expresión silenciosa y el gesto simbólico, ¿cómo se explica que a los japoneses también les guste el kabuki, que se caracteriza por poses hiperbólicas, una declamación desmesurada, llamativos efectos de escena, etc.? Las sencillas líneas del palacio de Katsura se celebran hoy como la quintaesencia de la arquitectura japonesa, pero el primero en describir la belleza de dicho palacio en escritos de los años treinta del siglo XX fue un europeo, y durante siglos los japoneses solían apreciar mucho más la profusa decoración del mausoleo de los sogunes de Nikkō, construido en la misma época.

Reitero mi convicción de que hay pocos pueblos tan sensibles a la belleza como el japonés, pero un crítico japonés, Ango Sakaguchi, escribió lo siguiente en 1942: «Para los japoneses una vida cómoda es más importante que la belleza tradicional o la apariencia japonesa genuina. A nadie le importaría que se destruyeran totalmente los templos de Kioto o las estatuas budistas de Nara, pero sería muy molesto que los tranvías dejaran de circular». Aunque Sakaguchi ironizaba, hay algo de verdad en lo que escribió, y había que tener valor para propagar esas ideas en 1942, en un periodo en el que los japoneses pregonaban la superioridad espiritual de su cultura. Hechas estas salvedades, paso a hablar de los cuatro aspectos de la estética japonesa a los que acabo de referirme, especialmente en relación con las opiniones de Kenkō en los Ensayos sobre la pereza.

 

 

Sugestión

La expresión más clara de la defensa de Kenkō de la sugestión como principio estético la encontramos en la sección 137.

 

¿Solo se deben contemplar las flores de los cerezos cuando están en su mayor esplendor; y la luna cuando no la cubre ninguna nube? Añorar la luna que está al otro lado de la lluvia, retirarse a un cubículo, bajar las persianas y permanecer sin ser conscientes del paso de la primavera, es mucho más conmovedor. Una rama que está a punto de estallar y florecer y un jardín cubierto de pétalos son de mucho más interés para nuestros ojos. [...] La gente se apesadumbra cuando se marchitan las flores de los cerezos y cuando la luna declina en el firmamento, pero eso es natural. Solo un hombre que tenga un corazón insensible podrá decir: «Las flores de esta rama y de aquella ya han dejado caer sus pétalos. Aquí ya no queda nada que ver».

En todas las cosas, lo más admirable es su comienzo y su fin. ¿O es que el amor entre el hombre y la mujer solo existe en el momento en que se poseen?

El que siente el dolor y la angustia de un amor que no llega a fructificar, el que sufre y llora por un encuentro que no conduce a una unión, el que pasa solo largas noches en vela, el que tiene su mente puesta en seres lejanos, el que, viviendo en una choza, recuerda el pasado, este es el que sabe, de verdad, lo que es el amor. ¡Qué conmovedora y emocionante es la luna que, después de mucho esperarla, aparece al fin, al rayar el alba, lejana, esparciendo una luz azulada y verdosa por entre los espacios que dejan las copas de los cedros de los altos montes, y cuando se oculta momentáneamente detrás de un nubarrón que nos descarga el aguacero del otoño! El brillo de las perlas de agua sobre las hojas de las pasanias o de los abedules penetra hasta el corazón. [...]

Pero ¿solo debemos contemplar la luna y las flores con nuestros ojos de carne? ¡Qué hermoso y qué sublime es evocar la primavera sin salir de la propia casa y soñar con la luna permaneciendo en un rincón de nuestro aposento!

 

Kenkō presenta sus ideas con tal fuerza de convicción que podemos compartirlas sin darnos cuenta de que contradicen las ideas prevalentes en Occidente sobre esos mismos temas. El ideal occidental del clímax —cuando Laocoonte y sus hijos quedan atrapados por el terrible abrazo de la serpiente, cuando la soprano lanza el do de pecho, o cuando la rosa se ha abierto del todo— atribuye poca importancia a los comienzos y a los finales. Los japoneses también se han percatado del encanto de los momentos de clímax: celebran la luna llena mucho más que el cuarto creciente, y la radio informa a los oyentes sin parar cuando las flores de los cerezos están en su mayor esplendor, no cuando están a punto de caer. No obstante, aunque los japoneses compartan con otros pueblos el gusto por el punto álgido de la floración, su amor por los capullos apenas abiertos o por los pétalos caídos es característico. Los japoneses parecen haberse dado cuenta de que la luna llena (o el momento en que la floración de un árbol se halla en todo su esplendor), por muy bonitos que sean, limitan el juego de la imaginación. La luna llena o las flores del cerezo en su apogeo no sugieren el cuarto creciente o los capullos (o el cuarto menguante o las flores lacias), pero el cuarto creciente y los capullos sí sugieren el esplendor de la flor. Los comienzos que evocan lo que sigue, o los finales que sugieren lo que fue, dejan a la imaginación el espacio necesario para expandirse más allá de los hechos concretos hasta los límites de la capacidad del lector de un poema, del espectador de una obra de teatro Nō, o del amante de las pinturas monocromas.

El gusto por los comienzos y los finales no se debe a Kenkō, pero puede que fuera el primero en proponerlo como un principio. Encontramos el mismo fenómeno en las colecciones antiguas de poesía japonesa, pero nadie había explicado a qué se debía. Los numerosos poemas de amor conservados en antologías de poesía japonesa casi nunca se refieren a la alegría de encontrarse con la persona amada; en cambio, expresan lo mucho que el poeta desea ese encuentro, cuando no es la tristeza del amante —o, con mayor, frecuencia de la amante— al darse cuenta de que la relación se ha terminado y de que ya no habrá más encuentros.

En la pintura japonesa, sobre todo en la época de Kenkō, el uso de la sugerencia es muy frecuente: con unos cuantos trazos del pincel se sugieren cadenas montañosas, o con un único trazo se representa una rama de bambú. En la predilección por la pintura con tinta podemos adivinar el deseo de sugerir en lugar de afirmar con rotundidad. Ningún pueblo tiene un sentido del color tan desarrollado como el japonés, y hay muchas obras de arte japonesas espléndidas con colores brillantes; pero en el periodo medieval, en concreto, muchos pintores renunciaron al color para trabajar con tinta china. Nunca he visto que se diera una razón para ello, pero me pregunto si no se debía también a la conciencia acerca de la fuerza de la sugestión. Una montaña pintada de verde nunca puede tener otro color que no sea el verde, pero una montaña cuya silueta se da con unos cuantos trazos de tinta negra podría ser de cualquier color. Añadir un color, incluso el más sutil, a una obra monocroma sería tan horrible como colorear una escultura de mármol griega, o de tan mal gusto como los rubíes y las esmeraldas con las que los sultanes decoraban la porcelana china.

 

 

Irregularidad

El segundo rasgo esencial del gusto japonés es la irregularidad, y una vez más recurro a Kenkō para ilustrarla. En la sección 82 dice: «En todas las cosas, la uniformidad es un defecto. Es interesante dejar algo incompleto y por terminar; así se tendrá la sensación de que mediante esa imperfección se prolonga la vida de los seres. Alguien me dijo: “Hasta cuando construyen un palacio dejan algo por terminar”». Kenkō dio un ejemplo de lo que quería decir: «Hay quien piensa que una colección de libros no es hermosa a la vista si no tienen todos el mismo formato; pero a mí me impresionó mucho lo que le oí decir al abad Koyu: “Es propio de un hombre poco culto querer ordenar juegos completos de cosas; es mejor”». Aunque no creo que haya muchos bibliotecarios que estén de acuerdo con el abad Koyu, la verdad es que cualquiera que haya tenido delante la colección completa de clásicos editada por Harvard u otra similar sabe lo poco atractiva que resulta.

Además de por lo incompleto, los japoneses han sentido debilidad por otra forma de irregularidad: la asimetría. En eso se diferencian de los chinos y de otros pueblos asiáticos. En el arte iraní antiguo (y moderno) a menudo vemos un árbol en el centro de la imagen, con animales a cada lado. Si se traza una línea vertical que atraviese el árbol, lo que vemos a la derecha suele ser una imagen especular de lo que hay a la izquierda. Encontramos la misma simetría, aunque tal vez no tan rígida, en la arquitectura y el arte chinos. En la planta típica de un monasterio chino vemos los mismos edificios a ambos lados del eje central. En Japón, sin embargo, incluso cuando el plano original era simétrico siguiendo el modelo chino, en poco tiempo las edificaciones se acumulaban, como por voluntad propia, a un lado o al otro.

En el estilo literario, el paralelismo tanto en los textos en prosa como en la poesía es un rasgo fundamental de la escritura china. Las obras japonesas que no siguen la influencia china evitan el paralelismo, y las formas poéticas tradicionales tienen un número irregular de versos —cinco el tanka, y tres el haiku—. Existe un contraste evidente con las estrofas de cuatro versos que predominan entre las formas poéticas no solo chinas sino de todo el mundo.

También hallamos la misma tendencia en la caligrafía. Desde que empezaron a ejercitarse en la escritura de los caracteres chinos, los japoneses brillaron en la «escritura de hierba», la cursiva, pero no hay muchos ejemplos notables de estilos caligráficos más formales, que los japoneses ceden de buena gana a los chinos. En las clases de caligrafía, los niños japoneses aprenden a evitar las divisiones exactas a la hora de cortar un trazo horizontal con uno vertical: el trazo vertical siempre debe cruzar el horizontal en algún punto que no sea equidistante de los extremos. Los trazos simétricos se consideran «muertos». La escritura que más admiran los japoneses tiende a ser inclinada o en todo caso muy personal, y la perfección se elogia solo con condescendencia.

La irregularidad también caracteriza la cerámica japonesa, especialmente en las variedades más apreciadas en Japón. Las piezas de Bizen o de Shigaraki que hacen las delicias de los expertos casi nunca tienen formas regulares. Algunos de los ejemplos más logrados están torcidos o no son lisos, y el esmalte parece haberse aplicado intentando que queden algunas partes sin esmaltar aquí y allá. También se admiran mucho las rugosidades causadas por pequeñas piedras que hay en la arcilla. Se trataría de defectos graves si el alfarero hubiera querido hacer un cuenco o una jarra de forma simétrica con un esmalte liso, sin conseguirlo, pero obviamente no era esa la intención. Los japoneses han producido piezas de porcelana sin ningún defecto, que también admiran, pero no demasiado. Su perfección, y en particular su regularidad, parece ahuyentar las manos de quien bebe té con ellas, y los jarrones de porcelana parecen competir con las flores que ponemos en ellos en vez de acentuar su belleza.

Lo irregular también está presente en los arreglos florales (sobre todo en los basados en «el cielo, la tierra y el hombre») y en los jardines. Es poco probable que los jardines de Versalles, con su precisión geométrica, hubieran resultado un lugar de descanso para los japoneses antiguos. Los jardines japoneses más famosos insisten en lo irregular con la misma obsesión con la que el jardín clásico europeo insiste en la simetría. En su obra A history of garden design (Los jardines: Historia, trazado y arte) (1963), D. P. Clifford, una autoridad en el ámbito europeo en materia de jardines, expresó así su aversión hacia el famoso jardín de arena y tierra de Ryōan-ji:

 

Es la conclusión lógica del refinamiento de los sentidos, el mundo escarpado del artista abstracto, un mundo en el que las manchas de la portada de un libro pueden resultar más atractivas que la cúpula de la Capilla Sixtina, es el sutil filo del cuchillo del arte, que desecha y descarta todo lo que el hombre ha sido y ha logrado, prefiriendo un éxtasis místico y contemplativo, una especie de explosión suspendida de la mente, la disolución de la identidad. Realmente no se puede ir mucho más lejos a no ser que uno se siente en un cojín, como Oscar Wilde, para dedicarse a contemplar la simetría de una naranja.

 

Parece poco probable que la simetría de una naranja pudiera atraer la atención de los arquitectos de dicho jardín decididamente asimétrico: lejos de ser descuidadas «manchas en la portada de un libro», el jardín de Ryōan-ji es el producto de un sistema filosófico —el del budismo zen— tan riguroso como el que inspiró la cúpula de la Capilla Sixtina. Y, podría añadirse, incluso un europeo es capaz de disfrutar con gran placer de la contemplación diaria de las quince rocas del jardín de Ryōan-ji, sin tener que «desecha[r] y descarta[r] todo lo que el hombre ha sido y ha logrado». La Capilla Sixtina es extraordinaria, pero parece querer nuestra admiración más que nuestra participación; las rocas del Ryōan-ji, con su forma y posición irregulares, nos permiten participar en la creación del jardín, y por esa misma razón nos pueden conmover aún más. Pero esto puede deberse a que en nuestros tiempos la expresión artística occidental está más cerca de Ryōan-ji que del estilo de Miguel Ángel.

 

 

Sencillez

Kenkō tiene mucho que decir sobre la tercera característica de la estética japonesa de la que quiero hablar: la sencillez. Voy a citar algunas de sus ideas de la sección 10 de los Ensayos sobre la pereza:

 

La casa, creo yo, es la morada temporal del hombre. ¡Y qué agradable es vivir en una que reúna las condiciones necesarias y tenga armonía!