Los primeros pobladores de Europa - Jordi Agustí - E-Book

Los primeros pobladores de Europa E-Book

Jordi Agustí

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Beschreibung

En la ciudad caucasiana de Dmanisi un grupo de paleontólogos, entre los que se encontraban los autores, halló los restos fósiles de homínidos de casi 1,8 millones de antigüedad. Estos ejemplares se clasificaron como Homo georgicus, y posiblemente son la especie «puente» entre el Homo habilis y el Homo erectus. Este hallazgo es de una importancia decisiva porque abre nuevas vías de investigación sobre el debate en torno a la primera colonización humana de Europa y contribuye al desarrollo del estudio de la evolución de nuestros antepasados: en el año 2004, la última mandíbula encontrada en el yacimiento pertenecía a un «anciano» que había perdido los dientes y al cual debieron de alimentar los miembros de su familia o de su comunidad.

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Edición: Danielle Molina Stajnsznajder

© 2005, Jordi Agustí y David Lordkpanidze

© de las ilustraciones de cubierta: Gouram Tsibakhashvili, Cristopher Zollikofer y Marcia Ponce de León

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO721

ISBN: 9788490563175

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Presentación

Prólogo

1. Oscuros orígenes

2. Memorias de África

3. Amanecer en el Cáucaso

4. Los homínidos de Dmanisi

5. Interludio andaluz

6. ¿Por qué salieron de África?

7. Final de trayecto

PRESENTACIÓN

Hay libros que están llamados a ser un hito, una referencia obligada para quienes pasarán por el mismo camino. Y éste es uno de ellos. Lo sabía incluso antes de leerlo. Por la temática de que trata y por sus autores, no podía ser de otra manera.

Dos reputados investigadores haciendo literatura científica en español, pensando en el gran público, es algo que hoy no resulta extraño, pero no siempre ha sido así. Hace unos años, muy pocos, estaba incluso mal visto entre los científicos españoles escribir para el común de los mortales. No debía desvelarse el metalenguaje que les convertía en los chamanes de la tribu.

En el campo del período geológico Pleistoceno, el largo proceso de la hominización o las culturas del Paleolítico, esta actitud se aplicaba de forma tan rígida que la llamada divulgación quedaba reservada a periodistas y aficionados.

Figura tan señera como Emiliano Aguirre, empeñado de siempre en hacerse comprender popularmente, era la excepción que confirmaba una regla no escrita, pero inflexiblemente aplicada.

Me vienen a la cabeza algunos libros esenciales, verdaderos hitos de la alta divulgación: La evolución, de Crusafont, Meléndez y Aguirre (1966); Hacia el desvelamiento del origen del hombre, de Leakey y Goodall (1969 en inglés y 1973 en español); Vida y muerte en Cueva Morín, de González Echegaray y Freeman (1978); y El primer antepasado del Hombre. Lucy, de Johanson y Edey (1982).

Los años noventa son, sin embargo, extraordinariamente fértiles en este terreno. Creo inmodestamente que Revista de Arqueología había contribuido ya en los años ochenta a cambiar la actitud de los investigadores españoles, aún tributarios del trabajo externo. Y, en efecto, en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos recorrido de éste el panorama cambia ostensiblemente.

Para entenderlo hay que fijarse en la excepcional escuela que Aguirre había creado en torno a Atapuerca y en el que sus seguidores —Arsuaga, Bermúdez de Castro y Carbonell— comprendieron la importancia de contar sus descubrimientos e investigaciones en las revistas de mayor impacto científico a escala mundial, pero sin descuidar la difusión entre el gran público.

Fruto de ese trabajo de siembra, en el que también uno de nuestros autores, Jordi Agustí, ha echado su cuarto a espadas, es el buen caldo de cultivo en el que ve la luz este libro que presentamos y que, a buen seguro, será un auténtico best-seller en español y en las lenguas a las que será traducido.

National Geographic no podía haber buscado dos paleontólogos más autorizados para escribirlo.

Por una parte, Jordi Agustí (Barcelona, 1954) es ya un investigador conocido por el gran público al que ha ofrecido numerosos libros y conferencias sobre cuestiones evolutivas. Discípulo del paleontólogo Miguel Crusafont, se especializó en microfauna, roedores sobre todo, aunque doy fe de su sabiduría y sus vastísimos conocimientos sobre cualquier asunto paleontológico o no paleontológico. Persona afable y asequible como pocos, amigo de sus amigos, posee una de las conversaciones más inteligentes y amenas de cuantas he disfrutado, siempre trufadas con un deseo de ampliar saberes, experiencias y fronteras.

Desde 1985 hasta 2005 dirigió el Instituto de Paleontología M. Crusafont de la Diputación de Barcelona, con sede en Sabadell, al que estuvo vinculado desde los primeros años setenta.

Científicamente son de incalculable valor sus trabajos en la cuenca de Guadix-Baza (Granada) y en Dmanisi (Georgia).

Por otra parte, David Lordkipanidze (Tbilisi, 1963), Dato para los amigos, es según Tim White el investigador más influyente en la paleoantropología mundial, por ser el director de las excavaciones en Dmanisi.

Lordkipanidze, discípulo de Leo Gabunia, se ha formado en Tbilisi, Moscú, Berlín, París y Madrid y llama la atención por sus grandes dotes organizativas y de liderazgo. Personalmente, destacaría su capacidad de observación, negociación y persuasión. Provisto de un gran olfato para el trabajo de campo, heredado de su padre el gran arqueólogo Othar Lordkipanidze, es sabedor de su responsabilidad ante la historia y ante una jovencísima nación, que quiere aprovechar la espectacularidad de Dmanisi para «hacer país» formando a sus jóvenes profesionales al máximo nivel científico y generando recursos culturales. Algunos de ellos han colaborado en nuestras excavaciones en Pinilla del Valle poniendo de manifiesto su valía profesional y humana.

También desde la dirección de los museos estatales de Georgia está haciendo una gran labor en procura de un país emergente, pero con un capital humano repleto de ilusiones, ideas y talento a raudales.

Comprendo muy bien por qué Jordi admira tanto a Dato, admiración y amistad que compartimos.

Y ahora hablemos del libro.

El texto consiste en un recorrido por la evolución de los homínidos con algunas peculiaridades que lo hacen especialmente novedoso.

Desde luego, cabe destacar la atención que se presta a la evolución de los mamíferos y de los primates, donde encaja Homo como un género más del reino animal al presentarse en paralelo con la evolución del resto de géneros. Por cierto, que esta evolución del resto de los mamíferos durante el Pleistoceno europeo y, sobre todo, en lo que a los roedores se refiere, constituye una verdadera síntesis actualizada de lectura necesaria para quien quiera adentrarse en la comprensión del entorno biológico en que fuimos mutando los homínidos.

Destaca también la actualización del texto que presenta hallazgos tan recientes como Pierolapithecus, descubierto por el equipo del Instituto Miguel Crusafont, u Homo floresiensis que nuestros autores aceptan como una evolución insular de Homo erectus, según la tesis de sus descubridores.

El tema central del libro es el poblamiento europeo por parte de los homínidos y, lógicamente, las referencias fundamentales son el yacimiento de Dmanisi (Georgia) y los de Orce (Granada, España).

El yacimiento georgiano bajo la ciudadela medieval que Lordkipanidze y su equipo, entre otros Agustí, vienen excavando desde sólo hace algo más de una década, es clave para entender la salida humana de África y el poblamiento euroasiático. Pero es, además, en mi opinión, el yacimiento más fascinante que actualmente se estudia en relación con la evolución humana. Los cuatro cráneos completos de Homo georgicus, con muchos otros restos humanos (entre otros la mandíbula D-2.600 que claramente pertenece a una cosa distinta aún indeterminada), en un contexto geológico claro, con un acompañamiento faunístico coherente y una cronología contrastada, hacen de Dmanisi un verdadero unicum en la investigación paleoantropológica.

Desde el punto de vista cultural, puede decirse que la industria lítica, y hemos tenido la oportunidad de apreciarlo personalmente, es la que esperaríamos encontrar en un yacimiento como éste. Hasta la presencia de un ejemplar humano desdentado y con los alvéolos reabsorbidos, da pie a pensar en el primer caso, testificado fósilmente, de cooperación solidaria. En fin, el sueño de todo investigador dedicado a estos temas.

Junto a Orce, en la cuenca de Guadix-Baza, el Olduvai europeo, bajo la dirección de Jordi Agustí, Isidro Toro y Bienvenido Martínez Navarro, se han excavado tres importantes yacimientos, Venta Micena, Fuente Nueva y Barranco León, los dos últimos con industria lítica en lo que supone la muestra de presencia humana más antigua al oeste del Cáucaso, es decir, en el otro extremo de Europa.

Nuestros autores se plantean la posibilidad, que no descartan, de que en momentos de máximo frío, entre 1,5 y 1,3 millones de años, se hubiera producido un paso desde África hasta la península Ibérica a través no del estrecho de Gibraltar, sino 20 kilómetros al oeste, entre Punta Camarinal y Tánger.

La idea del paso por el estrecho se ha aceptado o desechado según qué autores, aunque el no paso imperante está siendo desestabilizado por la distribución geográfica de yacimientos arqueológicos en toda Europa, a partir del medio millón de años, y sólo en su zona occidental, donde las industrias del Achelense tienen características netamente africanas, según los análisis de Manuel Santonja y otros.

Nuestros autores prestan un especial interés a los yacimientos del Pleistoceno inferior, incluida la presencia de Homo antecessor, descubierto por primera vez en el estrato Aurora del nivel VI de la Gran Dolina, en la Sierra de Atapuerca (Burgos), y especie a la que Giorgio Manzi también atribuye el cráneo de Ceprano (Italia). Agustí y Lordkipanidze interpretan a Homo antecessor como un posible descendiente con modificación de sus abuelos orientales frente a la tesis africanista. Las últimas investigaciones del equipo de Atapuerca (PNAS, 19 de abril de 2005) basadas en una mandíbula descubierta en 2003, apuntan en esa misma dirección.

Recuerdo ahora la anécdota que me contó Emiliano Aguirre cuando vio la primera mandíbula humana de Dmanisi. Se la mostró otro venerable paleoantropólogo, Leo Gabunia, al que está dedicado el presente libro. El investigador georgiano se había trasladado al congreso de Francfort, en 1991, acompañado de Abesalom Vekua y David Lordkipanidze para presentar su hallazgo que pasó bastante desapercibido para los científicos, enfrascados como estaban en el debate sobre la frontera del género Homo. Gabunia llevó a Aguirre a la habitación de su hotel para mostrarle, abriendo una pequeña caja de madera, la primera mandíbula dmanisiense, que con el tiempo ha revolucionado todas las ideas sobre el poblamiento euroasiático.

Los arqueólogos, mucho más positivistas y pacatos que los paleontólogos, no dejamos de sorprendernos con la capacidad hipotético-deductiva de nuestros colegas. Una simple mandíbula humana, aún a sabiendas de la gran variabilidad intraespecífica, el dimorfismo sexual, las etapas de crecimiento, la presencia de patologías, etcétera, puede cambiar tantas cosas. Y llevaban razón, los hallazgos posteriores ratificaron que se encontraban ante un descubrimiento excepcional.

Por todo ello, esa capacidad que poseen los paleontólogos sabios que les lleva a inferir conocimientos tan atrevidos, convenientemente contrastados con el vuelo rasante de los arqueólogos, nos permite reconstruir un mundo —ahí están las excelentes ilustraciones de Mauricio Antón— tan lejano como apasionante. Sólo el rigor científico de Agustí y Lordkipanidze, aderezado con toda amenidad, nos transporta como «diablos cojuelos» a lugares y tiempos remotos para saber de dónde venimos y entender quiénes somos.

ENRIQUEBAQUEDANO

Director del Museo Arqueológico Regional

de la Comunidad de Madrid

PRÓLOGO

Este libro, cuyo subtítulo evoca el largo periplo del joven Marco de los Apeninos a los Andes, trata de una epopeya todavía mayor. De la cuenca del lago Turkana en Kenya a los imponentes relieves del Cáucaso median más de 4.000 km. Ciertamente, se trata de una distancia bastante menor que la que tuvo que cubrir el pequeño italiano hasta los confines de Suramérica en pos de su madre. Y, sin embargo, superar el largo trecho que separa las sabanas de Kenya de los escarpados relieves de Georgia constituyó un episodio clave en la evolución de nuestros ancestros, hace cerca de dos millones de años. Los primeros homínidos bípedos se originaron en África hace unos seis millones de años, a partir de un grupo de primates que otrora habían proliferado por toda Eurasia. Una crisis ambiental profunda acabó con la mayor parte de ellos, quedando desde entonces confinados al continente africano, cuna de todas las humanidades. Y en este último continente transcurrió la mayor parte de la evolución de nuestro grupo, hasta que hace poco menos de dos millones de años una pequeña fracción de estos homínidos acertó a adentrarse en las vastas tierras al norte del Sahara. Fue este un paso decisivo que marcó la evolución posterior de nuestra especie y también del planeta.

Este libro trata precisamente de ese acontecimiento único, de cómo una especie de características excepcionales, hasta aquel momento confinada en África, emprendió aquel largo viaje que la llevaría de una punta a otra de Eurasia, desde los lejanos bosques tropicales de Extremo Oriente hasta las resecas estepas del sur de España. Entre Marco y aquellos remotos homínidos media algo más que los casi dos millones de años que han transcurrido desde entonces. Media la enorme distancia que nos separa de un homínido dotado de escaso cerebro (menos de la mitad del volumen del nuestro) y de una tecnología basada en unos pocos guijarros toscamente golpeados. Y, sin embargo, armados con tan exiguo bagaje, estos homínidos protagonizaron la primera gran emigración de la humanidad.

Pero, como hemos apuntado, ese viaje viene marcado por una escala especialmente significativa: el sur del Cáucaso. Hasta no hace mucho, poco era lo que sabíamos de aquellos remotos parientes que se asomaron por vez primera fuera de África. Esta situación cambió a principios de la década de los noventa del pasado siglo cuando, inesperadamente, un yacimiento extraordinario comenzó a proporcionar los primeros restos directos de estos primeros europeos. Los hallazgos realizados desde entonces en el yacimiento de Dmanisi, en la República de Georgia, han proporcionado una apabullante cantidad de información sobre cómo eran y en qué entorno vivieron estos primeros emigrantes fuera de África. Estos descubrimentos están revolucionando las ideas que hasta hace un tiempo se tenían sobre estos primeros pobladores de Eurasia.

El yacimiento de Dmanisi comenzó a liberar sus tesoros paleontológicos a principios de la década de los noventa y, tanto por el número de restos que hasta ahora ha proporcionado como por el excelente estado de conservación de los mismos, se ha convertido en un enclave excepcional a la hora de analizar las primeras fases de la evolución de nuestro propio género a dos millones de años vista. La presencia de cráneos y mandíbulas completos, de abundantes partes esqueléticas, todo ello acompañado de una abundante fauna, de herramientas y de un contexto geológico bien calibrado, sitúan a Dmanisi y el resto de yacimientos georgianos al nivel de otros yacimientos africanos de edad parecida, como los del lago Turkana, en Kenya. En este sentido, Dmanisi encuentra su contrapartida perfecta en el otro extremo del Mediterráneo, con los yacimientos de Atapuerca y Orce. Aunque más recientes que los de Dmanisi, estos yacimientos plantean la misma problemática sobre la primera ocupación humana del Mediterráneo. Dmanisi, Atapuerca y Orce configuran algo así como una especie de «triángulo de las Bermudas» en el esquema de las primeras dispersiones humanas fuera de África, a la manera de las tres ciudades mágicas de Arkham, Dunwich e Insmouth del universo lovecraftiano.

Aunque centrada en Dmanisi y en el tema de las primeras migraciones humanas fuera de África, no hemos renunciado en esta obra a reflejar nuestra visión del antes y del después de este importante evento del género humano. El libro, por tanto, intenta dar cuenta del conjunto de la evolución humana desde los albores de los primates hasta la expansión global de nuestra propia especie, Homo sapiens. En este sentido, como cualquier manual de paleontología humana, aspira a contentar a todos aquellos que deseen obtener una visión actualizada del proceso. Además, los hallazgos de Dmanisi serían difícilmente comprensibles para el lector sin un repaso previo de sus antecedentes y de las consecuencias posteriores de la primera salida del continente africano.

Pero los grandes eventos de la historia de la vida no se producen en el vacío, no suceden así como así. Por el contrario, todos ellos tienen lugar en el seno de unas circunstacias ambientales concretas, dentro de un entorno ecológico que a veces se erige en motor principal de tales eventos y condiciona su evolución futura. La primera dispersión humana fuera de África no constituye una excepción a esta regla y es por ello que en este libro se ha querido prestar una atención preferente al contexto biológico en el que se ha desarrollado esta parte de nuestra evolución. Como el lector apreciará en los diversos capítulos, los protagonistas no son sólo los homínidos que se aventuraron más allá del continente africano, sino también las decenas de especies animales que los acompañaron a lo largo de su evolución. Este enfoque tiene una contrapartida poco amable para el lector y es que, con frecuencia, el texto se ve inundado por una profusión de nombres en latín, que son los que los paleontólogos utilizamos para nombrar a los diferentes géneros y especies que tapizan la evolución de los homínidos (ellos mismos, con sus correspondientes nombres y apellidos en latín). Hace cerca de 300 años, el naturalista sueco Carl von Linné estableció el sistema de taxonomía biológica que todavía hoy empleamos. En este sistema jerárquico, las especies son agrupadas en géneros, siendo ambos, género y especie, escritos en la lengua culta de la época, el latín. La profusión de nombres en latín se deja notar especialmente en el primer capítulo de este libro. No podía ser de otra manera, si se quieren sintetizar más de 50 millones de años de evolución de los primates en unas pocas páginas. El lector puede obviar esta primera parte, si así lo desea, sin que la comprensión del resto de la obra se resienta. De todos modos, le animamos a no ahorrarse esta compleja parte de la historia de la Tierra. Al fin y al cabo, tras cada nombre en latín palpita la vida de una especie cuyo registro biológico hemos perdido para siempre pero que, en su día, constituyó una pieza clave de su entorno. En cualquier caso, cuando ha sido posible, hemos tratado de castellanizar el nombre a fin de aproximarlo al lenguaje común. En algunos casos, ello ha entrañado ciertas dificultades. Por ejemplo, los componentes de nuestra especie hermana Homo neanderthalensis pueden ser referidos simplemente como «neandertales» o como «hombres de Neanderthal» (en este último caso se conserva la hache del topónimo original en Alemania). En fin, la profusión de términos en latín en algunas partes del texto no constituye más que una expresión modestísima de la extraordinaria diversidad biológica de un pasado al que este libro pretende rendir homenaje.

Naturalmente, una obra de este tipo es deudora de la interacción con un gran número de colegas cuyo contacto diario o intermitente ha influido decisivamente en las ideas que en ella se expresan. Hemos de mencionar, en primer lugar, al conjunto de colegas del equipo internacional de Dmanisi, al que nos unen largas horas de trabajo en común: Abesalom Vekua, Jumber Kopaliani, Reid Ferring, Philip Rigthmire, Gocha Kiladze, Alex Mouskhelishvili, Medea Nioradze, Marcia Ponce de León, Marta Tappen, Cristopher Zollikofer, Mark Meyer y tantos otros con los que, campaña tras campaña, hemos compartido emociones y fatigas. Uno de nosotros, Jordi Agustí, está también en deuda con sus compañeros del equipo del proyecto «Ocupaciones humanas en el Pleistoceno inferior de Guadix-Baza», que excava los yacimientos de Orce, entre los que destacan Isidro Toro, Bienvenido Martínez Navarro y Oriol Oms, quienes han compartido con nosotros una parte de la información contenida en el capítulo 5. Jordi Agustí está así mismo en deuda con los compañeros del Instituto de Paleontología M. Crusafont de la Diputación de Barcelona que le han acompañado en diversas ocasiones en su periplo georgiano, como Toni Adell, Manel Llenas y Marc Furió. A esta última corporación queremos agradecerle el soporte tanto en medios económicos como materiales que ha venido prestando en los últimos años. Las láminas en color correspondientes a las reconstrucciones de paisajes del Eoceno, del Mioceno medio y de los felinos del Neógeno forman parte de los fondos del mencionado Instituto de Paleontología M. Crusafont. La figura 5.4 ha sido elaborada a partir de otra publicada por Paul Louis Blanc y procede de los estudios en la zona de Gibraltar desarrollados por SECEG S.A. National Geographic y la Fundación Leakey han soportado así mismo las excavaciones en Dmanisi. La presencia hispánica al otro lado del Mar Negro se ha benefiado también de las ayudas obtenidas del Departamento de Universidades e Investigación de la Generalitat de Catalunya y de la Fundación Duques de Soria. Por supuesto, este libro se ha enriquecido a partir del contacto con numerosos compañeros y amigos en los quehaceres paleontológicos y arqueológicos, como Juan Luís Arsuaga, Enrique Baquedano, Ofer Bar-Yoseph, José María Bermúdez de Castro, Eudald Carbonell, Francis Clark Howell, Lorenzo Rook o Robert Sala. En esta obra nos hemos permitido incluso disentir con los puntos de vista de algunos de ellos, sabedores de que una pequeña discrepancia científica no puede nublar una amistad de muchos años. También puede constituir un nuevo acicate para reencontranos una vez más y continuar un diálogo que en algunos casos se ha prolongado durante años. Nuestro recuerdo para Leo Gabunia, fallecido cuando el proyecto de Dmanisi levantaba el vuelo, y alma del mismo hasta que nos dejó. A pesar de los éxitos posteriores, su pérdida sigue siendo irreparable y, su vacío, imposible de llenar.

Por razones de estilo, uno de los autores de este libro, Jordi Agustí, se ha visto en la necesidad de utilizar la primera persona para referirse a determinadas vivencias y sensaciones que han tenido lugar durante su periplo georgiano. Aunque referidas al punto de vista de uno de los autores, hay que señalar que los dos nos sentimos solidarios de estas vivencias.

Finalmente, un comentario. Esta obra no tiene final o, si lo tiene, es un final abierto, tal como se muestra en el epílogo. Del yacimiento de Dmanisi sólo ha aflorado una pequeñísima parte de la información que yace en sus capas. Y otros yacimientos más antiguos de Georgia, como Diliska o Kvabebi, aguardan su turno. Además, las derivaciones futuras de hallazgos como los de Dmanisi están todavía por ver. No hace mucho salían a la luz los sorprendentes homínidos de la isla de Flores. Con menos de 30.000 años de antigüedad, estos pequeños moradores isleños demuestran que la estirpe de Dmanisi pudo persistir durante más de un millón de años en las remotas selvas de una pequeña isla de Extremo Oriente. La realidad, testaruda, demuestra que la evolución ha ido siempre más allá de nuestras propias ideas sobre ella. En el futuro no cabe duda de que nuevos hallazgos en Dmanisi y en otras regiones del mundo obligarán a replantearnos, de nuevo, nuestra visión de la evolución humana.

JORDIAGUSTÍ

DAVIDLORDKIPANIDZE

Barcelona-Tbilisi, marzo de 2005

División de la Era Cenozoica en períodos y épocas. Las cifras a la derecha indican millones de años hasta la actualidad.

1

OSCUROSORÍGENES

Nuestro relato comienza muchos millones de años atrás. El planeta acababa de atravesar una de las peores crisis de su historia. Hace 65 millones de años, un bólido de unos 10 km de diámetro impactó en aguas cercanas a lo que hoy es la península de Yucatán, en México, creando un cráter de más de 150 km de diámetro e inyectando en la atmósfera una nube letal de polvo y cenizas. Como consecuencia, cerca del 70 % de las especies vivientes se extinguieron sin remisión. En los océanos, numerosos microorganismos planctónicos (foraminíferos, algas microscópicas...), moluscos (diversos bivalvos y cefalópodos extintos como los ammonites y los belemnites), así como una variada fauna de reptiles marinos (plesiosaurios, ictiosaurios y grandes lagartos marinos de la familia de los mosasaurios) llegaron súbitamente a su fin. En tierra firme, los ecosistemas terrestres se vieron sacudidos por la extinción de los últimos dinosaurios, en su mayoría enormes vegetarianos comedores de hojas como el ceratopsio Triceratops, los hadrosaurios Anatosaurus y Edmontosaurus o los titanosaurios Saltasaurus e Hypselosaurus, pero también sus depredadores asociados, los «pequeños» Dromaeosaurus y Velociraptor o el enorme Tyrannosaurus. Ningún animal terrestre de más de 25 kg sobrevivió a la crisis que asoló la Tierra hace algo más de 65 millones de años. Por el contrario, otros vertebrados que habían iniciado su andadura millones de años antes atravesaron esta terrible prueba sin grandes pérdidas. Éste fue el caso, por ejemplo, de ranas, salamandras, tortugas y cocodrilos. Junto a estos supervivientes se encontraban también diversos grupos de mamíferos placentarios, es decir, mamíferos que, como nosotros, estaban dotados de una placenta que permitía la gestación de las crías inmaduras en el seguro resguardo de la madre, a diferencia de otros vertebrados terrestres, como los reptiles, las aves o los mamíferos monotremas, en los cuales las crías se desarrollan a la intemperie en el interior de un huevo.

LOSPLESIADAPIFORMES

Una imagen muy extendida de la crisis de finales de la Era Mesozoica tiende a presentar a los mamíferos como un grupo que sólo empezó a diversificarse y a tener algún éxito «apreciable» a partir de la extinción de los dinosaurios. Pero esta imagen forzada por la dinomanía no se ajusta exactamente a la realidad. Antes de la extinción de los dinosaurios, diversos grupos de mamíferos habían iniciado ya su diversificación, sobrepasando el humilde estadio de «musaraña» que en general se atribuye a los representantes de este grupo en el Mesozoico. Entre ellos se encontraban los primeros ungulados (es decir, los primeros antepasados de todos los grandes herbívoros actuales) y, curiosamente, las primeras formas próximas a nuestro propio orden, los primates. Todos ellos lograron superar la gran crisis de hace 65 millones de años sin pérdidas apreciables, aunque no procede cantar victoria tan rápido. Así, algunos grupos de mamíferos, y más concretamente nuestros parientes marsupiales, estuvieron a punto de extinguirse sin remisión: un único género sobrevivió a la catástrofe, siendo el padre común de formas como los actuales koalas, canguros, zarigüeyas y semejantes. Pero no fue éste el caso de Purgatorious y su cohorte, los plesiadapiformes, primeros eslabones de la cadena que, muchos millones de años después, lleva hasta nuestros orígenes.

Los plesiadapiformes toman su nombre de Plesiadapis, el más común y mejor conocido miembro de este grupo, del que se conservan varios cráneos y esqueletos parcialmente completos en diversos yacimientos del Paleoceno (el primer período de la Era Cenozoica, más conocida como «edad de los mamíferos»). Sin embargo, cualquiera que hubiese contemplado a este grupo en su entorno, difícilmente habría reconocido en ellos a la semilla de los actuales antropoides. El cráneo de Plesiadapis se parecía más por su diseño al de un roedor que al de un auténtico primate, con un largo morro armado en su extremo anterior de un par de potentes incisivos en forma de cincel y separados del resto de piezas dentarias por un espacio vacío llamado «diastema». Además de su largo morro, los plesiadapiformes mantenían una serie de rasgos arcaicos, como es la posesión de manos y pies con garras en lugar de uñas planas y un primer dedo del pie (o «hálux») no oponible —a diferencia de lo que ocurre con la mayor parte de primates... ¡excepto en nosotros!—. En lugar de primates, a nuestro imaginario observador este grupo de mamíferos arborícolas se le habrían antojado más bien ardillas, corriendo y saltando de rama en rama en las copas de los árboles más altos, ayudados de sus miembros flexibles y de sus largas colas. ¿Qué movió, entonces, a los paleontólogos del siglo XX a identificar a estos arcaicos placentarios como los primeros eslabones de la cadena que lleva al ser humano? Pues la presencia en ellos de una serie de caracteres dentarios que los diferencian de los otros grupos de mamíferos primitivos y que parecen anunciar las tendencias que luego desarrollarán los primates propiamente dichos: grandes incisivos centrales, segundos premolares con aspecto de molar, cúspides de premolares y molares bajas, últimos molares alargados y otros más.

FIG. 1.1. Reconstrucción del esqueleto de Plesiadapis tricuspidens del yacimiento de Cernay (Francia).

Representados a finales de la Era Mesozoica por el género Purgatorius, los plesiadapiformes experimentaron una extraordinaria diversificación en el primer período de la Era Cenozoica, el Paleoceno. Entre 65 y 50 millones de años atrás, numerosas formas como Plesiadapis, Carpolestes, Paromomys, Phenacolemur y hasta 30 géneros más colonizaron los bosques de Europa y Norteamérica, deviniendo uno de los grupos más florecientes de principios de la Era Cenozoica.Ya nos hemos referido a Plesiadapis,una forma relativamente grande que podía llegar a los 5 kg y que, a tenor de su robusto esqueleto y de las proporciones de sus extremidades, debía de pasar buena parte de su tiempo en tierra, colonizando el sotobosque de las selvas primigenias del Paleoceno.

En el extremo opuesto, las formas más primitivas de plesiadapiformes, como Berruvius, apenas alcanzaban los 20 g (las dimensiones de una musaraña actual). Berruvius pertenecía a la familia de los microsiópidos que, como su nombre indica, incluye a los miembros más arcaicos y de talla más reducida del grupo, y que algunos autores relacionan con los actuales lémures voladores del sureste asiático. Como muchos pequeños mamíferos de su tiempo, hoy sabemos que Berruvius mantuvo una dieta básicamente insectívora, a juzgar por sus dientes agudos y de cúspides afiladas. Por el contrario, otras formas de talla mayor, como Chiromyoides,de unos 300 g, debió de mantener una dieta diferente, basada sobre todo en semillas y frutos secos, tal como lo indican su corto y potente morro y sus profundas mandíbulas. Esta variante «cascanueces» de los plesiadapiformes llegó a su cénit con los denominados carpoléstidos, los cuales no sólo desarrollaron unos potentes incisivos en forma de cincel (como los Plesiadapis o Chiromyoides), sino que transformaron su último premolar en una especie de enorme muela cortante, bien adaptada para la sujeción y el procesamiento de semillas y vegetales duros.

LOSPRIMATESDELEOCENO: ADÁPIDOSYOMÓMIDOS

Los plesiadapiformes todavía se encontraban presentes en el siguiente período del Cenozoico, el Eoceno, hace unos 50 millones de años. Ahora bien, durante esta época se produjo la eclosión de los primeros primates verdaderos (también conocidos como euprimates), cuyos caracteres aún podemos reconocer en algunos grupos actuales como los lémures de Madagascar o los tarseros de Borneo y Sumatra. Estos primitivos miembros de nuestro orden, agrupados básicamente en las familias de los adápidos y los omómidos, se convirtieron a mediados del Eoceno en los grupos dominantes de primates, desplazando de forma definitiva a los últimos plesiadapiformes. Adápidos y omómidos eran en realidad muy diferentes de los arcaicos plesiadapiformes y, en ellos, podemos identificar ya los caracteres que son comunes a todos los primates actuales. Muchas de estas diferencias se refieren a características asociadas a un modo de vida plenamente arborícola. Así, a diferencia de los plesiadapiformes, estos grupos presentaban morros más cortos, en tanto que su órbita ocular estaba cerrada en la cara posterior por una barra de hueso, lo que indica una mayor relevancia del sentido de la vista frente al olfato. Las garras de los plesiadapiformes fueron sustituidas por verdaderas uñas planas, mientras que el pulgar se hizo oponible, facilitando la capacidad aprehensora y trepadora de estos primates. Su dentición era también muy diferente, ya que, en lugar de un diseño de tipo roedor, con largos incisivos separados del resto de dientes por una diastema sin dientes, adápidos y omómidos presentaban denticiones completas dotadas de unos pequeños incisivos. En estos grupos son los caninos los que aumentaron de tamaño y pasaron a jugar un papel más relevante. Por lo demás, y a diferencia de los plesiadapiformes, podemos hacernos una imagen «viviente» de estos lejanos primates de principios de la Era Cenozoica, ya que adápidos y omómidos se relacionan con dos grupos de primates primitivos actuales, como son los lémures (en el caso de los adápidos) y los tarseros (en el caso de los omómidos).

Los adápidos constituían el grupo dominante de primates durante el Eoceno, habiéndose diversificado en numerosos géneros y especies tanto en Europa como en Norteamérica. El cráneo de los adápidos presentaba un morro relativamente alargado, parecido al de los actuales lémures de Madagascar. Como en el caso de los lémures, algunos adápidos desarrollaron grandes crestas sagitales en la bóveda del cráneo, que servían como punto de anclaje a una potente musculatura masticatoria. Su esqueleto locomotor era también muy parecido al de los lémures, con patas relativamente largas, un largo tronco y una cola así mismo larga. Entre los más antiguos representantes de esta familia se encuentra Cantius, un pequeño adápido cuyo peso no excedía los 5 kg y que, probablemente, llevaba una dieta basada en frutos, a juzgar por sus premolares y molares, dotados de cúspides bajas conectadas por crestas cortantes. Al igual que la mayor parte de adápidos, es muy posible que Cantius fuera un primate de hábitos diurnos que utilizaba sus cuatro patas para trepar y correr por las copas de los árboles (lo que se conoce como un «cuadrúpedo arborícola»). A partir de Cantius,los adápidos se diversificaron de un modo extraordinario en los continentes del norte, con formas de talla reducida como Donrussellia y Protoadapis, de no más de 3 kg, hasta los grandes Leptadapis que podían superar los 8 kg.

FIG. 1.2. Reconstrucción de Adapis parisiensis de Quercy (Francia), uno de los adápidos mejor conocidos del registro fósil.

El segundo grupo de primates, que coexistió con los diurnos adápidos en los bosques del Eoceno, fue el de los omómidos. Mientras que los adápidos parecen haber compartido una serie de características con los actuales lémures, los omómidos, por su parte, recuerdan en muchas de sus características a otro grupo de primates prosimios actuales, los tarseros. Los tarseros son primates nocturnos que en la actualidad pueblan los bosques tropicales del sureste asiático. Lo que más se destaca de este grupo son sus enormes ojos, implantados al frente de una cara redonda y plana. En realidad, aunque comúnmente se han clasificado como «prosimios», esto es, como «primates inferiores», por la estructura de su nariz y por otros detalles del cráneo los tarseros se aproximan mucho más a los actuales antropoides que a los lémures.

Como los tarseros, los omómidos del Eoceno estaban dotados de unas grandes órbitas y una bóveda craneana globulosa. Su morro era corto y, por tanto, muy diferente al de los adápidos. A diferencia de éstos, se supone que los omómidos fueron criaturas nocturnas que llevaban un modo de vida parecido al de los actuales tarseros. Así mismo, su dieta debió de diferir también de la de los adápidos. En efecto, la presencia de molares con cúspides puntiagudas indica que los omómidos fueron formas más insectívoras y menos frugívoras que aquéllos. Los escasos restos conocidos del esqueleto locomotor de los omómidos indican una buena disposición para trepar y saltar, tal como ocurre con los tarseros asiáticos. En general, los omómidos fueron primates de dimensiones más reducidas que los adápidos. Así, Teilhardina, uno de los más antiguos miembros del grupo, no excedía los 150 g. Como sucediera con los adápidos, a lo largo del Eoceno los omómidos se diversificaron en numerosos géneros y especies de tallas variadas, como Pseudoloris o Necrolemur.

El hábitat en el que adápidos y omómidos se desenvolvían hace unos 37 millones de años era muy parecido al de los actuales bosques tropicales de África y del sureste asiático, en un contexto de elevada humedad y altas temperaturas. Una pléyade de grandes y pequeños herbívoros compartían con ellos los recursos de estas selvas del Eoceno, como los paleotéridos en Europa, un grupo emparentado con los antepasados de los caballos y que presentaban extremidades con tres o cuatro dedos en cada una y dientes de corona baja, adaptados a la ingestión de hojas. Junto a estos «ramoneadores» (es decir, comedores de hojas) se encontraba una amplia panoplia de pequeños herbívoros corredores, como los anoploterios, los xifodontos o los cainoterios, todos ellos representantes arcaicos del orden de los artiodáctilos (el grupo que incluye a jabalíes, camellos, ciervos, jirafas, antílopes, búfalos y demás formas dotadas de pezuñas hendidas). Numerosos roedores arborícolas parecidos a ardillas, como los pseudoesciúridos y los teridómidos, compartían las copas de los árboles con adápidos y omómidos.

FIG. 1.3. Reconstrucción del omómido Necrolemur antiquus de Quercy (Francia).

Todos ellos eran, a su vez, presa de pequeños depredadores de bosque poco especializados como los creodontos. Entre los depredadores de gran talla se encontraban grandes aves carnívoras como Dyatrima,así como diversos cocodrilos del grupo de los aligatores.

LAGRANRUPTURADELOLIGOCENO

A mediados del Eoceno, Australia y Suramérica estaban todavía unidas a la Antártida como parte del antiguo supercontinente meridional de Gondwana. Con esta configuración, las aguas ecuatoriales del Atlántico Sur y del Pacífico Sur fluían hasta las costas de la Antártida, transmitiendo calor desde los Trópicos hacia las altas latitudes del sur. Sin embargo, hacia finales del Eoceno Australia comenzó su separación de la Antártida, proceso que se completó hace unos 34 millones de años. En ese momento se establecieron las bases de lo que hoy es la «corriente circumpolar», una corriente fría que circunvala la Antártida y que impide cualquier transmisión de calor desde latitudes más bajas. Como consecuencia de este aislamiento del gran continente del sur, hace 33 millones de años se produjo un enfriamiento súbito, de manera que la nieve caída durante cada invierno comenzó a acumularse año tras año. Se inició así la primera glaciación desde el final del Paleozoico, en este caso restringida al polo Sur. Durante cientos de miles de años, los glaciares se extendieron por la Antártida cubriendo grandes extensiones de su parte oriental. Este episodio marcó el primero de los grandes cambios ambientales que han afectado a los ecosistemas terrestres en los últimos 65 millones de años.

El inicio de la glaciación en la Antártida dio lugar a un importante descenso del nivel general de los océanos, que se calcula en unos 30 m. Como consecuencia, muchos mares superficiales y muchas plataformas costeras se convirtieron en zonas terrestres, incluido el brazo de mar que hasta entonces había separado Europa de Asia. La barrera que había impedido que las faunas asiáticas colonizasen Europa desapareció súbitamente, y una oleada de nuevos inmigrantes penetró en el Viejo Continente. Este evento coincidió con un acentuamiento de la tendencia a la aridez en extensas zonas del globo, que se tradujo en el establecimiento de un clima más templado allá donde antes reinaba la selva tropical. Por tanto, buena parte de los elementos que habían permanecido aislados en Europa declinaron o se extinguieron, siendo reemplazados por nuevos inmigrantes asiáticos. Este importante recambio faunístico, que marcó el inicio del Oligoceno, ya fue reconocido en 1910 por el gran paleontólogo suizo Hans Stehlin, quien acuñó el término «Grand Coupure», o «Gran Ruptura», para referirse a él. Entre las primeras víctimas de la Gran Ruptura se encuentran los paleoterios, que sufrieron una drástica reducción en su diversidad. En su lugar, otros perisodáctilos, los rinocerontes, ocuparon su posición como grandes ramoneadores de hojas. Estos arcaicos rinocerontes del Oligoceno, como Egyssodon o Ronzotherium, carecían de los característicos apéndices córneos que exhiben sus representantes actuales y eran, en general, formas corredoras de patas largas, mejor adaptados a la carrera que los paleoterios del Eoceno. Entre los artiodáctilos, las formas eocénicas de las familias de los xifodontos y los anoploterios fueron reemplazadas por verdaderos rumiantes como Gelocus, Lophiomeryx o Bachitherium. A su vez, numerosos inmigrantes asiáticos de este orden de mamíferos penetraron en Europa, especialmente del grupo de los suiformes (el orden de mamíferos que incluye a hipopótamos, jabalíes, cerdos, pécaris, facoqueros y semejantes). Es el caso de los enormes entelodóntidos del género Entelodon,una especie de gran jabalí carroñero cuyo cráneo podía llegar a medir 1 m, o los primeros representantes verdaderos del grupo de los jabalíes como Palaeochoerus o Doliochoerus. Entre los carnívoros, los arcaicos creodontos del Eoceno quedaron notablemente mermados en su diversidad, mientras que los verdaderos carnívoros entraron en escena, representados por la familia de los anficiónidos (los llamados perros oso, como Amphicynodon) y la de los nimrávidos (Eusmilus, una primera versión de los félidos «dientes de sable» o «macairodontinos»). Entre los roedores, la mayor parte de seudosciúridos y teridómidos de corona baja desaparecieron, pero otros miembros de este último grupo tendieron a desarrollar molares de corona muy alta (un fenómeno que se conoce con el nombre de «hipsodoncia»), compuestos por una sucesión de crestas paralelas adaptadas para el procesado de vegetales duros. Algunos de estos roedores presentaban «bulas timpánicas» muy grandes, como sucede con las especies que actualmente habitan ambientes desérticos o subdesérticos (las bulas timpánicas son las cavidades que alojan el oído interno). Las consecuencias de la Gran Ruptura fueron todavía más duras en el caso de los adápidos y omómidos que entonces poblaban Europa y Norteamérica, ya que éstos se extinguieron sin remisión en ambos continentes. Como consecuencia, los primates se encuentran ausentes del registro fósil europeo durante cerca de 17 millones de años (desde principios del Oligoceno hasta mediados del Mioceno). A partir de ese momento, la evolución de los primates continuó en África y Suramérica.

EXILIOYDIVERSIFICACIÓNENÁFRICA

Tras su definitiva desconexión de los continentes americanos y de Europa occidental en las postrimerías del Eoceno, África se convirtió en un enorme continente-isla, de manera parecida a como sucede actualmente con Australia. Aislado durante millones de años por el Atlántico, el Pacífico y el Tethys al norte, el continente africano, como en el caso de Australia, desarrolló su propia fauna endémica de mamíferos. Numerosos grupos que durante el Eoceno habían poblado varios continentes y que se extinguieron en ellos tras la Gran Ruptura, pudieron sobrevivir en tierras africanas, ajenos a la gran crisis que estaba teniendo lugar en los continentes del norte. Así, África desarrolló su propia fauna de grandes herbívoros ungulados, agrupados bajo la categoría general de «Afrotheria». Entre los afroterios se incluyen ungulados que conocemos muy bien, como los elefantes o los actuales dugongs y manatíes, los llamados sirénidos o vacas de mar y que, a pesar de sus adaptaciones acuáticas que los asemejan a grandes focas, se encuentran estrechamente emparentados con los proboscídeos. Afroterios son también los damanes, pequeños ungulados que pueblan las sabanas y los pedregales de África y que, a pesar de que por su tamaño y aspecto parecen más bien roedores, se encuentran en el origen de la radiación evolutiva de los grandes ungulados en África; algunos autores, de hecho, relacionan a los pequeños damanes con los paleoterios del Eoceno europeo, dadas las similitudes observadas en la dentición.

Pero elefantes, sirénidos y damanes constituyen en realidad los restos de una radiación evolutiva mucho más amplia de grandes herbívoros que alcanzó su esplendor durante el Oligoceno, hace entre 34 y 24 millones de años, cuando África era una especie de continente flotante a la deriva. Las arcillas resecas de El Fayum, en Egipto, han dejado el testimonio de la fauna que en su día, hace más de 30 millones de años, pobló un delta subtropical en las orillas del Mediterráneo (algo así como un «Paleo Nilo», aunque varios kilómetros de tierra adentro). Impresionante entre todos ellos debió de ser Arsinoitherium, lo que podríamos considerar la versión «Afrotheria» de los rinocerontes actuales que, contra lo que se pueda pensar, no son de origen africano. Arsinoitherium era una especie de enorme damán de cuyo morro partían dos grandes cuernos, los cuales con seguridad le otorgaban un aspecto imponente. A diferencia de los rinocerontes, sin embargo, estos dos cuernos se situaban en paralelo sobre las fosas nasales, y no uno a continuación del otro. Pero junto a estos grandes herbívoros, el bosque tropical de El Fayum estaba poblado por una pléyade de pequeños herbívoros del orden de los roedores, los llamados fiomorfos. Estos fiomorfos forman parte de la misma radiación evolutiva que dio lugar a los actuales puerco espines y, como ahora veremos, están en el origen de la actual fauna suramericana de roedores, los caviomorfos, que incluye formas tan diversas como las capibaras, las chinchillas, las cobayas y otras muchas más.

No obstante, los bosques tropicales de El Fayum alojaban algo más que pequeños roedores saltando de rama en rama, ya que en ellos encontramos también una variada gama de lo que fueron los primeros simios antropoides de la historia. Los simios constituyen el grupo de primates avanzados que incluye a monos (tanto del Viejo como del Nuevo Mundo), a antropomorfos (esto es, los llamados «antropoides superiores») y a nosotros mismos. El primer simio antropoide (simio y antropoide vienen a ser sinónimos) apareció probablemente en África a partir de algún omómido desconocido, aunque algunos autores defienden un origen asiático para este grupo. Sin embargo, existen eviden-cias de la presencia de primates antropoides en el norte de África en una fecha tan temprana como hace 45 millones de años (Algeripithecus minutus,delEoceno inferior y medio de Glib Zegdou, en Argelia). Y, de hecho, en los mismos yacimientos de El Fayum está documentada la presencia de omómidos e incluso de un auténtico tarsero (Afrotarsius).

Las capas de El Fayum demuestran que, ya a finales del Eoceno y a principios del Oligoceno, existía en África una elevada diversidad de simios (en otras palabras, monos), que incluía hasta 10 géneros diferentes. Toda esta diversidad se concentra básicamente en dos grupos de características algo diferentes. Por un lado están los llamados parapitécidos, familia que toma su nombre del género Parapithecus. Parapithecus y otras formas relacionadas como Apidium eran monos arcaicos cuya fórmula dentaria es similar a la de los actuales monos del Nuevo Mundo (llamados monos platirrinos), es decir, dos incisivos, un canino, tres premolares y tres molares por cada media mandíbula (o «hemimandíbula»). Esta fórmula dentaria difiere de la nuestra, que es común a todos los monos del Viejo Mundo o catarrinos, así como a todos los antropomorfos y que se caracteriza por la posesión de sólo dos premolares por hemimandíbula.

FIG. 1.4. Reconstrucción del yacimiento del Oligoceno de El Fayum (Egipto). En primer plano, sobre una rama, el mono primitivo Apidium. Por debajo, los grandes ungulados del género Arsinoitherium.

El segundo conjunto de especies de El Fayum, los propliopitécidos, responden a este último esquema, y formas como Propliopithecus o Aegyptopithecus se encuentran en el origen de los simios que hoy pueblan buena parte de África y Asia.

Los parapitécidos como Apidium,del que se conocen numerosos restos de su esqueleto, eran cuadrúpedos arborícolas de entre menos de 1 kg a cerca de 2 kg. Muchas de sus características dentarias y de su aparato locomotor recuerdan extraordinariamente a los actuales monos platirrinos de Suramérica, es decir, los actuales titís, monos araña, monos aulladores y otros pobladores de la selva amazónica. De hecho, hoy ya no existe ninguna duda de que la colonización de Suramérica por parte de los monos platirrinos se realizó en algún momento de finales del Eoceno o principios del Oligoceno, a partir de parapitécidos africanos como los encontrados en El Fayum. Esta hipótesis está avalada por el hecho de que también las formas endémicas de roedores suramericanos, los caviomorfos, se encuentran estrechamente relacionadas con el puerco espín y tienen con mucha seguridad su origen en los mismos roedores fiomorfos que se hallan en esta localidad egipcia. Todo ello indica que simios y roedores fiomorfos cruzaron en algún momento, a mediados o finales del Eoceno, el Océano Atlántico y colonizaron Suramérica. Esta evidencia plantea un problema zoogeográfico, ya que, aunque a finales del Eoceno el Atlántico no había alcanzado sus dimensiones actuales, ciertamente África y Suramérica estaban desconectadas por completo y separadas por un amplio brazo de mar. ¿Cómo pudieron entonces salvar simios y roedores una barrera espacial de tal magnitud? La posible existencia de arcos de islas entre los dos continentes ha sido aducida como una posible explicación, y no hay que olvidar que parapitécidos y fiomorfos eran en general formas de pequeño tamaño, cuyo transporte a través de balsas fortuitas como troncos de árbol caídos no es descartable.

El otro grupo de simios de El Fayum, los propliopitécidos, se relaciona directamente con el conjunto de monos del Viejo Mundo, los catarrinos. Muchos de los caracteres presentes en estos últimos, como es la posesión de unos caninos potentes, se encuentran ya en formas como Propliopithecus o Aegyptopithecus. Como en el caso de muchos monos actuales, existía un acusado dimorfismo sexual entre machos y hembras, estas últimas de menor talla y con los caninos menos desarrollados que los primeros. En general, se trata de formas de mayores dimensiones que los parapitécidos, de entre unos 4 kg (Propliopithecus) y 8 kg (Aegyptopithecus). Aunque más robustos que aquéllos, se trataría igualmente de cuadrúpedos arborícolas que desarrollarían su vida en los árboles. Su dieta estaría basada en frutos y complementada ocasionalmente con hojas en el caso de Aegyptopithecus. De este último género se han encontrado diversos cráneos que proporcionan mucha información sobre su anatomía y afinidades. El cráneo de Aegyptopithecus es alargado y presenta un morro más desarrollado que el de cualquier mono actual —si exceptuamos a los papiones y mandriles—, un carácter que debe considerarse heredado a partir de sus antepasados prosimios y que, tal vez, tenga también que ver con el desarrollo de sus caninos. En los ejemplares adultos, una cresta sagital recorría la parte superior del cráneo. Esta cresta sagital tenía como función dar soporte a una potente musculatura masticatoria, probablemente relacionada con una dieta folívora y menos frugívora que la de Propliopithecus. Las órbitas, como en la mayor parte de simios de El Fayum, eran pequeñas, lo que indica un modo de vida básicamente diurno (a diferencia, tal vez, de sus predecesores omómidos).

A partir de los yacimientos de El Fayum, el registro de simios africanos de finales del Oligoceno se hace nebuloso, ya que escasean los niveles fosilíferos con primates de esta edad. Sin embargo, sabemos que Aegyptopithecus y sus congéneres sobrevivieron a las vicisitudes climáticas del tránsito entre el Oligoceno y la siguiente edad del Cenozoico, el Mioceno, por cuanto a principios de este último período encontramos las primeras evidencias directas de su éxito evolutivo. Se trata del grupo conocido como proconsúlidos, que demuestra la existencia de verdaderos hominoides (o antropomorfos) en África en una fecha tan temprana como hace unos 24 millones de años. La mayor parte de la información sobre este grupo de antropoides procede de una única especie, Proconsul heseloni, del que se conoce un esqueleto juvenil y numerosos elementos esqueléticos correspondientes a diversos individuos. Por la proporción de sus miembros y la forma de la columna vertebral, la locomoción de Proconsul debía de aproximarse mucho a la de un mono, esto es, cuadrúpeda y arborícola. Los omóplatos estaban a los lados del tórax y no detrás como en los antropomorfos vivientes, y el movimiento predominante de los brazos habría sido lateral y hacia delante, más que rotatorio y por encima de la cabeza. La caña del húmero estaba curvada, a diferencia de las cañas rectas de antropomorfos como el gorila o el chimpancé. Sin embargo, diversas características como la articulación del húmero, la robustez de la fíbula, la forma de los huesos del pie y la ausencia de cola indican que nos encontramos ya ante un auténtico antropomorfo (u hominoide) primitivo y no de un mono, antepasado por tanto del grupo formado por gibones, orangutanes, gorilas, chimpancés y nosotros mismos.

A partir de Proconsul,los proconsúlidos protagonizaron en el inicio del Mioceno una verdadera radiación evolutiva de formas de variada talla y morfología. Los había pequeños y de cara corta, como Micropithecus (de unos 4 kg), otros de talla moderada y cara más larga, como Turkanapithecus o el propio Proconsul (entre 10 y 30 kg), y otros finalmente de talla grande y morro alargado, como Afropithecus y Morotopithecus, de cerca de 50 kg. Algunas de estas formas presentaban incluso adaptaciones muy avanzadas que reaparecerán luego ligadas a la reducción de las masas boscosas y la apertura de espacios abiertos, como es el desarrollo de un esmalte dentario más grueso en el caso de Afropithecus. Todo indica, sin embargo, que el ambiente en que se desarrollaron estos antropoides durante el Mioceno inferior africano estuvo todavía dominado por el bosque tropical.

RETORNOAEUROPA

Así pues, hasta principios del Mioceno las innovaciones más significativas en la evolución de los primates se desarrollaron básicamente en África. Entre los últimos adápidos y omómidos del Eoceno terminal, y los primeros antropomorfos de comienzos del Mioceno como Proconsul, el teatro de operaciones de la evolución de los simios parece situarse principalmente en el continente africano —si excluimos la radiación evolutiva de los monos platirrinos en Suramérica—. Sin embargo, todo esto empezó a cambiar hace unos 20 millones de años, cuando la placa africana, en su deriva hacia el este, colisionó con el gran continente euroasiático en la zona que hoy es Oriente Próximo. Este evento geológico fue decisivo para las faunas de ambos continentes, condicionando su evolución futura. Después del contacto entre África y Europa, grupos de extracción estrictamente africana como los primates y los proboscídeos enriquecieron las faunas de este último continente. Por su parte, grupos como los bóvidos o los ciervos de agua (o tragúlidos) pasaron, a su vez, a formar parte de los ecosistemas africanos de principios del Mioceno.

Los primeros primates que hicieron su aparición en Europa a raíz del contacto entre África y Eurasia pertenecen al género Pliopithecus. Los pliopitecos fueron pequeños primates arborícolas de no más de 10 kg, cuyo aspecto hizo pensar que podían tratarse de formas emparentadas con los actuales gibones. Hoy sabemos, sin embargo, que los pliopitecos proceden de la misma radiación evolutiva que dio origen a Aegyptopithecus, Propliopithecus y otros monos catarrinos primitivos de El Fayum, y que es muy anterior a la que dio lugar a los verdaderos gibones. Pliopithecus cuenta en su honor el hecho de haber sido el primer primate fósil descrito como tal en la historia de la paleontología. Fue descubierto por Edouard Lartet en 1834 en la colina de Sansan, cerca de la población francesa de Gers. Los pliopitecos mostraban una dentición especializada adaptada al consumo de hojas y, a lo largo de su historia, estuvieron representados por más de 10 especies, repartidas en unos cinco géneros. Su rango de distribución abarca desde la península Ibérica hasta China, aunque la mayor parte de los hallazgos proceden de Europa occidental y central. Precisamente, la localidad de Neudorf an der Marche, en Eslovaquia, ha proporcionado numerosos restos esqueléticos de la especie Pliopithecusvindoboniensis, lo cual ha permitido hacerse una idea bastante exacta de la anatomía de estos primates. Así, su cara era corta y ancha, con grandes órbitas semicirculares situadas frontalmente. Esta morfología contrasta con el morro alargado que caracterizaba a Aegyptopithecus y otros catarrinos primitivos de África y recuerda a la de los actuales gibones —aunque, como hemos indicado, no existe ningún parentesco directo con estos últimos—. Las extremidades eran gráciles y alargadas, con brazos y piernas de tamaño parecido, lo que sugiere que Pliopithecus era un primate arborícola que, como los gibones, practicaba la suspensión en los árboles —si bien las proporciones de sus miembros eran muy diferentes a las de los gibones y más parecidas a las de un primate básico—. Existía un acusado dimorfismo sexual que se manifestaba en el tamaño relativo de los caninos y en el desarrollo de una pequeña cresta sagital en la parte posterior del cráneo de los machos. Por lo demás, todo apunta a que los pliopitecos carecían de cola.

Acompañando a Pliopithecus, las faunas de principios del Mioceno presentaban una estructura básica muy característica. Entre los ungulados, abundaban suidos omnívorosparecidos a jabalíes como Aureliachoerus y formas frugívorascomo los mastodontes del género Gomphotherium, también de origen africano. Junto a ellos se encuentra una variada gama de herbívoros ramoneadores de hojas como los proboscídeos del género Deinotherium,los suidos del género Bunolistriodon, los pequeños «caballos» del género Anchitherium, losrinocerontes acuáticos de los géneros Brachypotherium y Plesiaceratherium