Lucha de gigantes - Roberto Muñoz Bolaños - E-Book

Lucha de gigantes E-Book

Roberto Muñoz Bolaños

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Beschreibung

La pugna por los océanos resultó decisiva para el desenlace de la Primera Guerra Mundial, por más que haya quedado opacada por las grandes batallas terrestres que, entre trincheras y gases, han adquirido la categoría de mitos imperecederos. Sin embargo, a nivel estratégico, las grandes flotas se habían convertido en el vector que definía a las grandes potencias y su capacidad para imponerse en un conflicto que fue, en buena medida, de desgaste y resistencia. Acciones como el bloqueo británico de las costas alemanas, el épico enfrentamiento entre los buques pesados de la Royal Navy y la Kaiserliche Marine en Jutlandia, el fracasado desembarco de Galípoli o las inmisericordes campañas sin restricciones desencadenadas por los submarinos del káiser, no solo influyeron decisivamente en el resultado de la Gran Guerra, sino que contribuyeron a que esta se prolongara a lo largo de cuatro largos y sangrientos años. En el libro Lucha de gigantes. Una historia naval de la Primera Guerra Mundial, Roberto Muñoz Bolaños no solo explica las principales campañas, combates y acciones navales en todos los teatros de operaciones, tan dramáticos, sino que plantea una nueva historia de la Gran Guerra alrededor del eje naval: desde las causas que provocaron la contienda y la situación de las flotas de los beligerantes en 1914, a las dinámicas políticas, económicas y militares que definieron su posición a lo largo de estos años, los cambios en la estrategia naval y, finalmente, las consecuencias que se derivaron de la victoria aliada. Un planteamiento global e innovador sobre una lucha de gigantes decisiva, en la que titanes y lobos de acero, acorazados, destructores y submarinos pugnaron por decantar la balanza entre la Entente y las Potencias Centrales. «Creo importante resaltar que el autor ha procurado en todo momento equilibrar tres aspectos: en primer lugar, no perder de vista el contexto global del desarrollo de la guerra, resumido útilmente al comienzo de cada capítulo. En segundo, no dejar que los datos técnicos, corazas, calibres o direcciones de tiro oscurezcan la experiencia personal de los combatientes, siempre presente en forma de numerosas y extensas citas literales de primera mano. Y en tercer lugar, tratar no solo los trillados y trágicos escenarios del mar del Norte, la guerra submarina, o los Dardanelos, sino dar voz a otros teatros menos conocidos. Ahora corresponde al lector juzgar todo ello. Pero creo que estamos ante un trabajo esforzado, riguroso, útil y relevante como obra de consulta, aunque al tiempo legible como una completa historia de la decisiva actividad naval en la Gran Guerra».  Del prólogo de Fernando Quesada Sanz 

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Seitenzahl: 790

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Lucha de gigantes

Muñoz Bolaños, Roberto

Lucha de gigantes / Muñoz Bolaños, Roberto

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2025 – 496 p. ; 23,5 cm – (Primera Guerra Mundial) – 1.ª ed.

D.L.: M-9453-2025

94(4)"1914/1918"

355.49

LUCHA DE GIGANTES

Una historia naval de la Primera Guerra Mundial

Roberto Muñoz Bolaños

© de esta edición:

Lucha de gigantes

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º dcha. 28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-129846-1-3

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro y Javier Veramendi B

Primera edición: junio 2025

Todas las imágenes incluidas en este libro son de dominio público

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2025 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Cuando me documentaba para La caída de los gigantes, me impactó darme cuenta de que la Primera Guerra Mundial fue una guerra que nadie quería. Ningún líder europeo de ninguno de los dos bandos tenía intención de que sucediera. Pero, uno por uno, los emperadores y primeros ministros tomaron decisiones –decisiones lógicas y moderadas– que nos acercaron un pasito más al conflicto más terrible que el mundo ha conocido. Llegué a creer que todo fue un trágico accidente.

Ken Follett, Nunca

Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad […].Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes.

Stefan Zweig, El mundo de ayer

ÍNDICE

Título

Créditos

Índice

Nota a esta edición

Agradecimientos

Prólogo

Introducción

1

Camino de Sarajevo (1870-1914)

2

Las fuerzas en presencia

3

La guerra naval en ultramar

4

1914. Una contienda profesional con apoyo popular

5

1915. El tiempo de guerra que nunca debió existir

6

1916. El punto de inflexión

7

1917. Submarinos, Estados Unidos y la Revolución rusa

8

1918. «Ya no tengo una Armada»

Conclusiones

Anexos

Abreviaturas utilizadas en este libro

Bibliografía

Guide

Cover

Índice

Start

NOTA A ESTA EDICIÓN

Acerca de la designación de las unidades navales, se ha seguido la convención militar de las fuentes originales. Para el caso de las Potencias Centrales, estas aparecen en números romanos (III Escuadrón de Batalla) y para el caso de la Entente en números ordinales (1.er Escuadrón de Cruceros de Batalla).

En el caso de los ejércitos y unidades terrestres en campaña, las designaciones numéricas correspondientes al Imperio austrohúngaro y a Alemania se escriben en letra (Octavo Ejército alemán, Tercer Ejército austrohúngaro) y con ordinal en el resto de casos (29.ª División del Ejército Metropolitano, 53.er Regimiento del Cáucaso).

En cuanto a los rangos, se ha empleado la denominación original tanto para el caso de las Potencias Centrales (coronel general), como para el caso de la Entente (mayor general). Para la equivalencia en su idioma original y en el escalafón español, vid. Anexos XI y XII de esta obra.

En las imágenes, la fecha entre paréntesis corresponde a la entrada en servicio de los buques.

AGRADECIMIENTOS

Este libro hubiera sido imposible sin el apoyo de Alberto Pérez, de Javier Veramendi y de Javier Gómez, de Desperta Ferro Ediciones. Desde 2014 han mostrado su confianza en mi persona, que se ha plasmado en numerosos artículos para una revista tan prestigiosa como Desperta Ferro Historia Contemporánea y en el encargo para escribir esta obra. ¡Muchas gracias!

Este agradecimiento lo hago extensivo a Carlos de la Rocha, autor de los magníficos mapas que incluye la obra, y que la mejoran notablemente, y a Mónica Santos del Hierro, por su excelente trabajo de edición. Así como a Fernando Quesada, catedrático de Arqueología en la Universidad Autónoma de Madrid, que leyó el manuscrito con detalle y me hizo el honor de escribir el prólogo.

Tampoco quiero olvidarme de mis mentores, Álvaro Soto Carmona y Fernando Puell de la Villa, que tanto me han enseñado a lo largo de la vida. Al primero, por la paciencia infinita que ha tenido conmigo y por lo mucho que me ha enseñado acerca de la profesión y la institución militar. Al segundo, por la magnifica dirección de mi tesis doctoral y por el apoyo académico que siempre me ha brindado.

Mención aparte, y como hago en todos mis libros, nunca doy gracias infinitas a otras dos personas: al maestro de historiadores Stanley G. Payne y a mi amigo Antonio Hermosa Andújar, catedrático de Filosofía en la Universidad de Sevilla.

Por otro lado, este libro no hubiera sido posible sin mis amigos de Magister –Eduardo, Dragan, Ana Rosa, Raúl, Carmen, Manuela, Elenita, José Antonio…–. Todos. Fue el primero el que, hace veinticuatro años, me dio su confianza para impartir docencia en ese centro y, desde entonces, allí sigo. Sin Magister jamás hubiera podido desarrollar mi labor investigadora y sin Dragan, Raúl y José Antonio, por su ayuda en el campo de la informática, tampoco habría redactado este libro. Muchas gracias a todos los miembros de mi querida institución.

Mi reconocimiento también es para las universidades del Atlántico Medio, Francisco de Vitoria, Camilo José Cela, Nebrija, el Centro de Educación Superior de Enseñanza e Investigación Educativa (CEIE) y el Instituto Universitario Gutiérrez Mellado, perteneciente a la Universidad Nacional de Educación a Distancia, instituciones académicas donde ejerzo, o he ejercido, la docencia.

Por último, tengo que hacer mención a las personas que más han influido en mi vida. En primer lugar, a los miembros de mi familia, tanto los que no están: mi padre y mi tío Angelín; como los que están: mi madre, mis hermanos, Fernando, Virginia y Mónica, y… ¡cómo no!, mis sobrinos, María y Fernando. Y segundo, a mis amigos de la infancia: Álvaro, Carlos, Chus, Fernando, Ignacio, Javi, Juanjo, Marta, Natalia, Nuria, Óscar, Raquel y Susana. Todos ellos son también autores de este libro, porque sin su aliento nunca hubiera podido desarrollar mi carrera académica.

PRÓLOGO

La Primera Guerra Mundial evoca imágenes terribles de trincheras enfangadas, infantes agotados de miradas vacías, cadáveres pudriéndose en cráteres de proyectiles, hileras de soldados vendados e indefensos, sus ojos abrasados y cegados por el gas venenoso. Y todo ello es cierto. Solo con mucha menor frecuencia nos viene a la memoria el componente naval de esa colosal contienda y son, sobre todo, las imágenes de pérfidos submarinos alemanes hundiendo desprotegidos transatlánticos neutrales, o de enormes cruceros de batalla estallando en un cataclismo en Jutlandia/Skagerrak. Solo rara vez se recuerda el bloqueo naval aliado al suministro de alimentos y otros productos básicos –mucho más importante y eficaz–, que, para el «invierno de los nabos» de 1916-1917, había desmoralizado a la población alemana y la había reducido casi a la hambruna generalizada para 1918.

En conjunto, fue la guerra naval la que permite, con sus operaciones desde el canal de la Mancha al remoto Pacífico y al Índico, hablar de «Guerra Mundial» más allá del término usual –antes de 1939– de Gran Guerra. La derrota de la ofensiva submarina alemana sin restricciones, la creciente impotencia de su Hochseeflotte [Flota de Alta Mar] para impedir el bloqueo aliado o perturbar sus rutas marítimas, por no hablar de su incapacidad para debilitar seriamente a la Grand Fleet británica en las aguas del mar del Norte, fueron todos sucesos que desempeñaron un papel extraordinariamente relevante en las fases sucesivas de desgaste, impotencia, asfixia y derrota final de las Potencias Centrales. El libro que el amable lector tiene en las manos comprende bien, y analiza, la decisiva importancia del elemento naval de esta contienda y, en realidad, de casi todos los grandes conflictos desde las Guerras Médicas del siglo V a. C., pasando por la Guerra de Secesión y hasta el subterráneo conflicto actual –esperemos que permanezca «frío»– en el mar de China Oriental. Roberto Muñoz Bolaños lo deja claro desde su Introducción a sus Conclusiones. En estas últimas recuerda, además, con énfasis y plena justicia la enorme influencia de las obras del capitán de navío –luego contraalmirante– estadounidense Alfred T. Mahan, en particular su The Influence of Sea Power upon History, 1660-1783 (1890), que se convirtió en libro de cabecera de estadistas y militares de todos los pelajes ideológicos y rangos y que contribuyó, junto con el imperialismo global rampante de las potencias, a una forma de pensamiento navalista-belicista que resultó decisivo, a finales del siglo XIX, para fomentar una furiosa carrera naval de desastrosas consecuencias.

El análisis de las causas profundas, de las inmediatas y de los detonantes de la Gran Guerra, en la distinción tucididea, ha hecho correr ríos de tinta, académica y más divulgativa, como en el todavía excelente e improbable superventas Los cañones de agosto (1962), de Barbara W. Tuchman. Imperialismo europeo, africano y mundial, el complejo sistema de alianzas y relaciones dinásticas, el nacionalismo ascendente, los rencores históricos, el militarismo, la carrera de armamentos, la incompetencia o incluso estupidez de ciertos personajes, la torturada psicología o la ambición de otros, el mecanicismo atroz de los planes y sistemas de movilización militares, los desequilibrios y rivalidades económicas… Todo ha sido analizado y diseccionado, por separado y en conjunto. Incluso la visión de un mundo europeo que se creía capaz de superar las crisis que habían llevado a hecatombes como las Guerras Napoleónicas y que, sin embargo, se vio deslizándose –en una especie de tragedia griega de destino inevitable– por una pendiente hacia la contienda que muy pocos deseaban, ha sido abordado incluso en la literatura más popular, donde creo que Ken Follett no hizo un mal trabajo en su novela La caída de los gigantes (2010). Con todo, la cuestión de las culpas, del papel de los militares del Imperio austrohúngaro y de mil otras cuestiones resurge una y otra vez; no nos ocuparemos ahora de ello.

Sin embargo, hay una cuestión, precisamente la naval, que está en la raíz de uno de los fenómenos en apariencia más extraños de la alineación de bandos en la Gran Guerra. Gran Bretaña era tradicional aliada del mundo alemán por razones dinásticas –Casas de Hannover y Sajonia-Coburgo– y geoestratégicas, como contrapeso al poder militar terrestre de Francia, tradicional enemiga de Gran Bretaña (1707) y del Reino Unido (desde 1800). Porque, en efecto, el canal de la Mancha se ha percibido en términos militares como un profundo foso defensivo protector de Gran Bretaña desde la Grande y Felicisima Armada de 1588 y las Guerras Napoleónicas (1798-1815), así como en la mitología nacional británica sobre todo frente a los blindados de Hitler en 1940. Pero, en realidad, antes no había supuesto obstáculo relevante para todo tipo de invasiones y migraciones, célticas, romanas, anglosajonas, vikingas, etc. El desembarco en 1066 de los «hombres del norte» de Guillermo el Conquistador de Normandía fue origen y germen de una rivalidad y enemistad antifrancesa con diversos matices de vasallaje feudal, económicos y culturales que alcanzó el apogeo en la Guerra de los Cien Años y que perduró no solo hasta época napoleónica, sino durante la mayor parte del siglo XIX, en el que, por el contrario, las relaciones del Reino Unido con Prusia y más tarde el Segundo Imperio alemán fueron cordiales. No obstante, para 1914 la situación se había invertido y Gran Bretaña se alió con Francia y Rusia… Y no precisamente para defender la violada neutralidad belga, aunque ello proporcionara una bienvenida capa adicional de moralidad y ética. ¿Qué había ocurrido? Porque este cambio de alianzas en particular decidiría, en la práctica, el resultado final de una guerra en favor de Francia y sus aliados, incluso sin la intervención estadounidense, si esta se convertía en larga y total a poco que –como, en efecto, ocurrió– algún incidente operacional impidiera el desplome de Francia en los dos primeros meses de conflicto abierto.

A mi juicio, las dos ideas clave para entender este volte-face británico son «un lugar bajo el sol» y «tecnología naval», que se hayan en la raíz del libro que prologamos –en concreto, en su imprescindible Capítulo 1–, aunque desarrollos más extensos y, en mi opinión, recomendables son otros dos de autores no académicos; el del marino David Gregory, en el primer volumen de su The Lion and the Eagle. Anglo-German naval confrontation in the Imperial Era. The Protagonists (1815-1914) (2012); y el del también marino Peter Padfield The Great Naval Race: Anglo-German naval rivalry 1900-1914 (2005). El segundo más centrado en cuestiones técnicas y el primero en las personalidades.

La cuestión de partida es que a finales del siglo XIX el colosal Imperio británico abarcaba todo el globo, con territorios que proporcionaban a su industria las materias primas que permitían un inigualable potencial comercial y la creación de una enorme riqueza nacional. Pero esta potencialidad tenía su precio: exigía el mantenimiento libre de trabas de unas líneas comerciales marítimas mundiales que, a su vez, requerían de una armada sin parangón con muchas escuadras, repartida por todo el globo. Una armada sin rival posible.

En este contexto hay que tener en cuenta la psicología de algún personaje clave. El káiser Guillermo II (reg. 1888-1918) era nieto de la reina Victoria (reg. 1837-1901), sobrino de Eduardo VII (reg. 1901-1910) y primo del rey Jorge V (reg. 1910-1936). Esta vinculación familiar a través de la Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha –más tarde autodenominada Windsor, en 1917– refleja una relación de amorodio por parte de un káiser acomplejado por su brazo izquierdo inútil que compensaba con un aire arrogante y una fijación por lo marcial. Contando con el ejército de tierra más poderoso del mundo, el káiser, sin embargo, estaba fascinado por el mar, influido por su madre, la princesa real Victoria –hija de la reina Victoria–. Adoraba la Royal Navy y gustaba de hacerse retratar con su uniforme de almirante –honorario–, Orden de la Jarretera incluida, e incluso desafiaba a Eduardo VII a regatear en las aguas de la isla de Wight. Aunque Guillermo solo contaba con una pobre y anticuada armada costera prusiana, que quedó ensombrecida en la gran Revista Naval de 1897 que celebró el Jubileo de la reina Victoria.

Su frustración y envidia llevaron de forma eventual al káiser a impulsar desde ese mismo año la conversión a gran ritmo de su modestísima armada en una poderosa Kaiserliche Marine dotada de una verdadera Flota de Alta Mar, una Hochseeflotte. Para ello, tuvo la fortuna –o quizá desventura, por lo que se verá en el libro– de contar con Alfred von Tirpitz, un almirante enérgico, capaz y buen político a quien nombró ministro de Marina en ese mismo año decisivo de 1897. Tirpitz tenía ideas claras y muy peligrosas que iban en rumbo de colisión con la estrategia británica: consideraba que Alemania debía dotarse no solo del poderoso ejército de tierra que ya tenía, sino de una armada capaz de disuadir a Londres. El libro de Jonathan Steinberg, Tirpitz and the birth of the German battle fleet (1965) es clarificador en este respecto pese a sus años. No soñaba Tirpitz con llegar a la paridad numérica con la Royal Navy, pero sí, al menos, con construir una fuerza de dos tercios del total de acorazados británicos que pudiera dañar en batalla a la británica hasta el punto de que el Reino Unido ya no pudiera garantizar el control mundial imperial de las rutas de comercio de las que dependía.

Esta visión de Tirpitz encajaba como un guante en la del emperador, que ya de joven había comentado a su tío Eduardo, entonces príncipe de Gales, que soñaba con tener en el futuro una armada como la Royal Navy. Pero es que, además, Guillermo quería desarrollar y expandir un imperio colonial ultramarino propio, «un lugar bajo el sol» en expresión algo rencorosa y acomplejada pronunciada por Guillermo II en un discurso de 1901 en la Asociación de Regatas del Norte de Alemania, que causó cierto impacto en el Reino Unido –aunque ya tenía un precedente calcado en un discurso ante el Reichstag del ministro alemán de Exteriores Von Bülow de 1897–. Porque esa expansión colonial y diplomacia de cañoneras exigía también, para ser eficaz, una gran armada de aguas azules, como se reflejó en la derrota política alemana en el «incidente de Agadir» de 1911 con Francia y Gran Bretaña.

Los británicos empezaron a observar el proceso de expansión naval germana primero con inquietud, luego recelo y, finalmente, con verdadero temor. Como bien indica el autor en su libro, la nueva Naval Defence Act de 31 de mayo de 1889 hizo oficial el two power standard, por el que la Royal Navy debería mantener una fuerza similar o superior a la de las dos siguientes armadas del mundo juntas. No obstante, aunque en principio esta ley miraba a Francia y Rusia, y enseguida a Estados Unidos y Japón, el foco se centró rápidamente en Alemania. Sin duda, como indica Muñoz Bolaños, hubo otros factores en juego, como Estados Unidos, pero la propuesta, en al menos dos ocasiones (1904 y 1908), del jefe de la flota, el almirante, muy influyente, John Arbuthnot «Jackie» Fisher, para «copenhaguenizar» en Kiel la flota alemana, demuestra hacia dónde evolucionó el mayor temor británico. Por el término se entendía atacar, sin declaración de guerra ni previo aviso, y destruir la flota alemana en puerto, como ya en 1801 y en 1807 había hecho la Navy con la neutral flota danesa en Copenhague para evitar que cayera en manos de Napoleón.

Las previsiones de la Ley Naval británica de 1889 implicaban, pues, la costosísima construcción y mantenimiento de una fuerza abrumadora, no solo de cruceros para controlar las rutas del mundo, sino del arma naval decisiva de la época, el acorazado. Sin embargo, en este contexto de carrera naval desatada se estaban produciendo desde 1850 innovaciones tecnológicas a un ritmo espectacular, por parte de Francia y sobre todo de la propia Gran Bretaña, que, paradójicamente, estuvieron a punto de arruinar la superioridad de la Royal Navy al poner a cero el «contador de acorazados». En efecto, la construcción del Dreadnought, puesto en servicio en 1906 con su novedosa propulsión por turbina de vapor y desarrollando el concepto de una sola gran batería de grandes cañones de calibre homogéneo, dejó obsoletos incluso a los más recientes acorazados predreadnought –que enseguida formaron una clase de barcos de segunda– y dio al Imperio alemán, que partía muy retrasado en la carrera naval, la oportunidad de acercarse peligrosamente a la Royal Navy en esta categoría, la de los acorazados, entonces percibida como decisiva.

Ya en 1904 una caricatura de la revista Punch mostraba a un burlón y obviamente satisfecho John Bull (Gran Bretaña) llevándose del brazo a una emperifollada Marianne (Francia) y dando la espalda a un altivo pero enfurruñado –y armado con sable– káiser Guillermo II. Era el aviso de lo que estaba por venir. La viñeta recogía la firma, el 8 de abril de 1904, de la Entente Cordiale entre Francia y Gran Bretaña que certificaba una mejora radical de sus relaciones, en cuanto a Europa y, sobre todo, en el reparto mundial de colonias. Aunque, más que un amor sincero, este inusitado acercamiento reflejaba el miedo francés a la amenaza prusiana, con los rescoldos de la catástrofe de 1870 aún calientes, y también la creciente inquietud británica ante el vertiginoso desarrollo de la armada germana. En efecto, fue clave en esto el recelo, enseguida inquietud y luego miedo de los británicos por el creciente poder naval alemán. Una cosa era que tuvieran un enorme ejército terrestre y otra muy distinta que desarrollaran una armada capaz de competir con la Royal Navy.

Sea como fuere, la percepción británica –y las percepciones y los miedos son importantes– era que, de seguir las cosas así, no solo el Imperio prusiano podría controlar con su enorme contingente toda Europa y romper el delicado equilibrio continental que tanto favorecía la estrategia comercial e imperial británica, sino que una armada alemana capaz de competir con la Royal Navy constituía un peligro mortal para el Imperio británico, no solo para las rutas comerciales que aseguraban su prosperidad, sino incluso para su propia supervivencia. Como llegó a decir Winston Churchill –a la sazón, First Lord of the Admiralty, cargo político muy relevante, equivalente a un ministro de Marina, no confundir con el First Sea Lord, almirante al mando del total de la flota–, de sir John Jellicoe, comandante de la Grand Fleet y luego First Sea Lord, era «el único hombre en ambos bandos que podía perder la guerra en una tarde» (Churchill, The World Crisis, vol. III, 70). Hasta ese punto Gran Bretaña percibía que su existencia misma dependía de su control de los océanos del globo, y hasta ese punto el temor a una flota alemana rival podía alterar su política tradicional de alianzas. Este desafío naval alemán, impulsado por el tándem káiser-Tirpitz, y facilitado por un dócil Reichstag, fue el que, en último extremo, reorientó la gran política del Reino Unido e impulsó la Gran Entente con Francia, su rival y enemigo histórico, y, finalmente, garantizó que entraría en la guerra de agosto de 1914 como enemigo de Alemania.

POR LA TRASCENDENCIA DE TODO LO APUNTADO –QUE HA OLVIDADO DE forma consciente otras cuestiones que el libro, en cambio, no orilla–, es siempre buena noticia la aparición de una obra en español dedicada en exclusiva a la guerra naval entre 1914 y 1918 en toda su amplitud, complejidad y extensión geográfica, pero también a sus antecedentes estratégicos y condicionantes tecnológicos. Roberto Muñoz Bolaños se une hoy, pues, a una nómina corta, pero excelente, de autores españoles que se han arriesgado a ello; bastará recordar el excelente libro Historia Naval de la Gran Guerra (1932), del capitán de corbeta Mateo Mille y García de los Reyes (Ferrol, 1890-Paracuellos del Jarama, 1936), que todavía hoy se reimprime por su amena lectura, aunque ya haya quedado anticuado en aspectos bibliográficos y falta de aparato crítico. Dignos sucesores, en la misma línea divulgativa y de honda expresividad en la pluma, aunque con limitaciones similares, fueron los trabajos del también marino Luis de la Sierra (Santander, 1920-Palma de Mallorca, 2014), en particular El mar en la Gran Guerra (1914-18) (1982), todavía reimpreso –una vez más– en 2013.

El doctor Roberto Muñoz Bolaños, profesor de la Universidad Camilo José Cela y de la Universidad del Atlántico Medio, es un historiador extraordinariamente competente y que viene demostrando en su prolífica obra –una decena de monografías académicas lo avalan, además de una amplia producción investigadora en revistas y congresos– gran variedad de intereses que, eso sí, orbitan casi siempre en torno a la milicia, la estrategia y la geopolítica. Esto es así incluso en sus relevantes estudios acerca de la transición española y el golpe de 1981, o de la Segunda República y la Guerra Civil. Aunque es, sobre todo, en sus trabajos más recientes, a partir de 2020, cuando se ha centrado en la historia militar, además de en la faceta divulgativa que implica la ahora llamada «historia pública». Este prologuista recuerda con afecto y respeto su capacidad de debatir en privado y con competencia en torno a temas abstrusos como la capacidad militar real de la moderna Bundeswehr, que desde el final de la Guerra Fría ha acelerado el proceso de despojamiento no solo de buena parte de su hardware y efectivos, sino también, y de manera consciente, de buena parte de sus tradiciones militares, esenciales para la autoestima y autopercepción de cualquier ejército, para tratar de construir y reforzar una nueva tradición de diferentes raíces que no ha acabado de calar en la propia mentalidad de sus soldados ni en la sociedad antimilitar que la sustenta. En este contexto de vastos conocimientos transversales, y a diferencia de sus predecesores, que eran marinos de guerra, Muñoz Bolaños ha sabido construir desde el rigor académico y un extenso bagaje de lecturas una obra larga –casi quinientas páginas– y densa acerca de un tema distinto a su inicial zona de confort. Y lo ha hecho utilizando un notable aparato erudito y una amplísima bibliografía, no solo secundaria, como es tradicional en obras de síntesis españolas, sino con el empleo de material de archivo digitalizado, colecciones documentales de material primario y abundantes memorias de participantes en el conflicto. En esto su obra se aparta de sus predecesoras y gana en rigor, percepción actualizada de los problemas tanto técnicos –tratados con bastante detalle– como geopolíticos, pero procurando, al tiempo, no perder en legibilidad y claridad en la expresión de sus puntos de vista y conclusiones.

Creo importante resaltar que el autor ha procurado en todo momento equilibrar tres aspectos: en primer lugar, no perder de vista el contexto global del desarrollo de la guerra, resumido útilmente al comienzo de cada capítulo. En segundo, no dejar que los datos técnicos, corazas, calibres o direcciones de tiro oscurezcan la experiencia personal de los combatientes, siempre presente en forma de numerosas y extensas citas literales de primera mano. Y en tercer lugar, tratar no solo los trillados y trágicos escenarios del mar del Norte, la guerra submarina, o los Dardanelos, sino dar voz a otros teatros menos conocidos. Ahora corresponde al lector juzgar todo ello. Pero creo que estamos ante un trabajo esforzado, riguroso, útil y relevante como obra de consulta, aunque al tiempo legible como una completa historia de la decisiva actividad naval en la Gran Guerra.

Fernando Quesada Sanz

INTRODUCCIÓN

En 2019 llegó a las pantallas el largometraje británico 1917, dirigido por Sam Mendes. La película narraba, en parte, las vivencias del abuelo paterno del director, Alfred Mendes, en una de las múltiples ofensivas aliadas que tuvieron lugar durante ese año y que terminaron en sangrientos fracasos. Sin embargo, no fue el primer, ni probablemente será el último, largometraje en el que se recojan las acciones terrestres de este conflicto. ¿Por qué? Porque el relato construido en torno a la Gran Guerra desde 1918 se ha centrado única y exclusivamente en los enfrentamientos entre los diferentes Ejércitos, que supusieron la muerte de buena parte de la juventud europea. En esta dinámica no solo ha influido el cine –la manifestación artística más importante del siglo XX–, sino también las novelas escritas por combatientes, como la del estadounidense Ernest Hemingway (Adiós a las armas), del británico Robert Graves (Adiós a todo eso), del francés Gabriel Chevallier (El miedo) o las de los alemanes Ernst Jünger (Tempestades de acero) y su némesis Erich Maria Remarque (Sin novedad en el frente), y, sobre todo, el culto a los caídos que se plasmó en ceremonias públicas y en cementerios colectivos tan bien descritos por George Mosse.1 El resultado –vigente hasta nuestros días y representado en el Remembrance Day [Día del Recuerdo], que se celebra el 11 de noviembre en el Reino Unido como homenaje a los muertos– ha sido la aparición de una memoria colectiva en las poblaciones de los países combatientes articulada en torno a las grandes batallas terrestres de esta contienda elevadas a la categoría de mitos: Marne, Tannenberg, de los lagos Masurianos, Verdún, Somme, Passchendaele, Cambrai, Caporetto, Lys, Aisne, Amiens, Arrás o Vittorio Veneto. Por el contrario, los encuentros navales de Coronel, Malvinas, el banco Dogger e incluso Jutlandia y las hazañas de los submarinos alemanes han caído en el olvido, aunque sus protagonistas también dejaron un relato de sus vivencias. ¿Por qué esa diferencia? ¿Tal vez porque fueron los enfrentamientos terrestres los que forjaron la victoria y la derrota final en la Gran Guerra? Para responder a esta cuestión podemos recordar las palabras de Eberhard Weichold, oficial naval alemán en las dos contiendas mundiales:2

Alemania perdió la Primera Guerra Mundial porque no logró doblegar el poderío marítimo británico. Todos los éxitos del Ejército alemán en el continente se vieron anulados por el curso de la guerra en el mar. Todos los medios de presión utilizados por los aliados, que condujeron al colapso de las Potencias Centrales en 1918, fueron solo una consecuencia del poder marítimo británico. Además, la última batalla decisiva, que se libró en el continente, solo fue posible gracias al ejercicio del poder marítimo.

Entonces, si el poder marítimo resultó decisivo en la victoria aliada, como reconoció el oficial del Ejército británico y gran historiador militar, el capitán Basil Liddell Hart,3 ¿cuál es la causa de que sus acciones estén olvidadas a diferencia de las terrestres? La respuesta a esta pregunta la proporcionó en 1921 el vicealmirante William S. Sims, jefe de la U. S. Navy [Fuerzas Navales de Estados Unidos] que operaron en Europa durante la Gran Guerra:4

A excepción de algunos combates entre buques de superficie, como los de Jutlandia y las Falkland [Malvinas], la guerra naval no fue, en general, más que una serie de encuentros entre buques aislados o unidos en pequeños grupos. Los submarinos enemigos trataron de ganar la guerra destruyendo el tonelaje aliado, del que dependía el esencial abastecimiento de poblaciones y ejércitos; y el esfuerzo de los aliados para impedirlo, atacando a los submarinos en cuantas ocasiones se le presentaban, constituyó la parte más interesante de las actividades de la guerra naval.

Por tanto, a pesar de su importancia decisiva en el desenlace final del conflicto, la guerra en el mar careció de la épica de la terrestre y tuvo un número de bajas enormemente menor. Por esa razón, resulta más desconocida de manera general, incluso entre los habitantes de los países que contendieron.

Sin embargo, esa falta de interés no existe en el ámbito académico, en especial en los países anglosajones, lo que ha dado como resultado un conjunto de obras de investigación de una calidad más que notable que abarcan desde análisis globales de la guerra naval hasta estudios específicos de batallas, campañas o teatros de operaciones. Entre las primeras destacan la monumental del estadounidense Arthur Marder, cuya primera edición se publicó entre 1961 y 1970, y las de sus compatriotas Paul Halpern (2012), Lawrence Sondhaus (2014) y Robert Massie (2003). No obstante, a pesar de su indudable interés, estos libros adolecen de ciertas carencias. Así, Marder, como especialista en la Royal Navy, realizó su exhaustiva investigación desde un punto de vista británico. Por su parte, Halpern se centró exclusivamente en los aspectos militares de la contienda y dejó de lado los económicos y políticos, a semejanza de lo que también hicieron los dos únicos autores españoles que escribieron acerca de este tema: el capitán de corbeta Mateo Mille (1932) y el de fragata Luis de la Sierra (2006). Por el contrario, Sondhaus intentó abordar la guerra naval desde una visión más global e introdujo las dinámicas políticas y económicas en su relato, a cambio de no profundizar en aquellos teatros navales que consideraba secundarios. Finalmente, Massie también se inclinó por un análisis de estas características, aunque excesivamente centrado en la lucha de superficie y en el enfrentamiento anglo-alemán, como quedó de manifiesto en la poca relevancia que concedió a los acontecimientos posteriores a la batalla de Jutlandia.

Por el contrario, la obra que presentamos intenta llenar este vacío y aborda las acciones navales dentro de un contexto más amplio en el que tienen cabida las dinámicas económicas, las políticas internas y las relaciones internacionales, pero sin olvidar el análisis de la totalidad de los teatros de operaciones navales. El resultado de este planteamiento se concreta en la siguiente hipótesis: la guerra naval entre 1914 y 1918 se articula sobre cuatro dinámicas principales:

1. La relación entre la construcción de una flota de acorazados y la consideración de potencia mundial, consecuencia de la suma de tres procesos paralelos: la Segunda Revolución Industrial, que tuvo como principales protagonistas a Estados Unidos y el Imperio alemán; la aparición de una nueva ideología, el navalismo, y el proceso de expansión imperial, desencadenado en la segunda mitad del siglo XIX por las principales potencias mundiales. Fue esta simbiosis una de las razones que llevó al Imperio alemán, creado en 1871, a construir una potente escuadra, la Hochseeflotte [Flota de Alta Mar], que, en 1914, era la segunda en importancia del mundo, aunque su alto coste debilitó las finanzas alemanas y, sobre todo, impidió que el Ejército pudiera encuadrar a todos los hombres disponibles, lo que resultó decisivo en los primeros meses del conflicto.

2. Los cambios operados en el sistema de relaciones internacionales a partir de 1890 que trajo como consecuencia la aparición de dos coaliciones enfrentadas: la Triple Alianza, integrada por el Imperio alemán, Austria-Hungría e Italia; y la Triple Entente, formada por Francia, el Reino Unido y Rusia. En la conformación de esta dinámica desempeñaron un papel fundamental dos acontecimientos. El primero, la progresiva decadencia del Reino Unido como potencia hegemónica, que le obligó a abandonar el «espléndido aislamiento» por su incapacidad para hacer frente en solitario a las múltiples presiones de Estados Unidos, Francia o Rusia que sufría su enorme imperio. El segundo, el cambio operado en la política exterior alemana tras la llegada al trono de Guillermo II (1888) y la caída de Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro (1890), que supuso el abandono de la Realpolitik –política basada en factores pragmáticos– y su sustitución por la Weltpolitik [política mundial], cuyo objetivo era convertir el Imperio alemán en una potencia mundial. Sin embargo, este proyecto careció de una línea política clara, lo que terminó por enfrentar a los alemanes con las principales potencias mundiales.

3. El fracaso de los planes de guerra de los dos bandos contendientes que habían diseñado un conflicto terrestre y de corta duración en el que el papel de las unidades navales, salvo en el caso británico, sería secundario. Este fiasco abrió la puerta a una contienda de larga duración donde las operaciones navales cobraron una importancia decisiva y que se desarrolló en seis teatros principales: el mar del Norte y el océano Atlántico, los mares Báltico, Mediterráneo, Adriático y Negro y el río Danubio. Además, en 1914, existió un conflicto naval global protagonizado por las unidades alemanas en diferentes puntos del globo, que finalizó en seis meses tras su destrucción por la Royal Navy, y, a partir de 1915, se abrió un nuevo frente en el mar Blanco. En todos esos teatros, salvo en el Adriático, el Báltico y el Danubio, el Imperio alemán y sus aliados estuvieron en una situación de inferioridad. Sin embargo, ese poder de la Entente no fue suficiente por sí mismo para inclinar la guerra a su favor. Es más, el control que ejercieron sus enemigos sobre los cuatro frentes citados impidió que británicos y franceses pudieran ayudar a rusos y serbios y provocó la salida del conflicto de los primeros y la derrota de los segundos.

4. La radicalización del conflicto, que evolucionó de manera progresiva de una guerra de profesionales con apoyo popular en 1914 a una guerra total, tuvo tres consecuencias: la movilización total de los recursos de los Estados combatientes, la conversión de sus poblaciones en objetivos militares y el debilitamiento del orden socioeconómico y político de las naciones beligerantes, algo que puso en peligro incluso su propia existencia. Esta dinámica tuvo sus manifestaciones más acusadas en el bloqueo naval británico al Imperio alemán puesto en marcha desde 1914, que, paulatinamente, fue debilitando a su población y su industria al impedir la llegada de alimentos y materias primas, así como en la campaña submarina sin restricciones, que fue su némesis, y que fue consecuencia del fracaso de la estrategia alemana de intentar debilitar a la fuerza de acorazados británica mediante el empleo de minas y submarinos o destruyendo a una facción de la misma en un combate de superficie. Esta opción implicó el hundimiento de buques mercantes sin previo aviso con el objetivo de derrotar por hambre al Reino Unido. Su desencadenamiento definitivo en 1917 provocó la entrada de Estados Unidos, que, con su poder industrial y financiero, contribuyó a la derrota de los sumergibles alemanes. La adición de Washington a la Entente, unida a la debilidad causada en el Reich por el bloqueo y la obsesión por conservar el imperio ganado en el este, fueron los factores clave que hicieron posible la victoria de los aliados en 1918.

Para desarrollar esta hipótesis, hemos estructurado la obra en ocho capítulos que, salvo los dos primeros, van precedidos de una explicación de los principales acontecimientos políticos y militares que tuvieron lugar en el periodo de tiempo que abarcan.

En el Capítulo 1 se analizan las relaciones internacionales y los cambios en el diseño naval entre 1871 –fecha de creación del Imperio alemán– y 1914.

El Capítulo 2 aborda las características de las flotas de los principales contendientes y articulamos su descripción en función de los teatros de operaciones navales.

Las acciones de los buques alemanes en ultramar durante el conflicto se explican en el Capítulo 3 y se da particular importancia a la campaña ejecutada por el Ostasiengeschwader [Escuadrón de Cruceros de Asia Oriental], mandado por el vicealmirante conde Maximilian von Spee.

En el Capítulo 4 se describen las operaciones navales en 1914 con el foco, fundamentalmente, en los encuentros que tuvieron lugar en el mar del Norte, aunque abordando también los otros teatros de operaciones, en especial el Mediterráneo por la trascendencia que tuvieron las acciones de dos navíos alemanes, el crucero de batalla Goeben y el ligero Breslau.

El desarrollo de la guerra naval en 1915 ocupa el Capítulo 5, con atención, sobre todo, a dos dinámicas: la primera campaña submarina sin restricciones y las operaciones en los Dardanelos. Además, se explica el impacto de la entrada de Italia en el conflicto y la apertura de un nuevo frente en el mar Blanco.

El Capítulo 6 aborda lo ocurrido en 1916, el año de Jutlandia, y se concede particular importancia al desarrollo y consecuencias de esta batalla, aunque también se explican las discusiones en el seno de la élite alemana en cuanto a la conveniencia de reiniciar de nuevo las operaciones de los sumergibles.

En el Capítulo 7, correspondiente al año 1917, se analizan como procesos fundamentales el desencadenamiento y fracaso de la campaña submarina sin restricciones, la entrada de Estados Unidos en el conflicto y la Revolución rusa y sus consecuencias en la guerra naval.

Finalmente, en el Capítulo 8 se exponen las operaciones navales en 1918, especialmente los últimos coletazos de la guerra submarina y las acciones británicas para poner fin a la guerra, así como la destrucción de las armadas alemana y austrohúngara a consecuencia de los motines.

La obra se complementa con doce Anexos referidos a las características de los acorazados, cruceros de batalla y artillería de las potencias beligerantes y a las equivalencias en los empleos del generalato y almirantazgo de las mismas.

Por último, para la elaboración de esta obra hemos utilizado tres tipos de fuentes. Primero, las colecciones de documentos de los principales beligerantes, entre las que destacan las de los almirantes británicos, así como las historias oficiales alemana y británica. También se han manejado los archivos nacionales de Estados Unidos, entre cuyos fondos destaca la correspondencia entre los almirantes de esta nación. Segundo, las memorias de los principales protagonistas, de gran importancia porque fueron escritas en los años inmediatamente posteriores al fin de la contienda. Tercero, las diferentes obras, fundamentalmente académicas, escritas acerca de los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial y las operaciones navales en este conflicto.

NOTAS

1 Mosse, G., 2016, 105-146.

2 Forbes, A., 2015, 3.

3 Liddell Hart, B., 2014, 112.

4 Sims, W. S., 1934, 11.

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CAMINO DE SARAJEVO (1870-1914)

LOS SISTEMAS BISMARCKIANOS.EL ASCENSO DE ESTADOS UNIDOS (1870-1890)

En 1871, el político británico Benjamin Disraeli afirmó a propósito de la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) que representaba «la revolución alemana, un acontecimiento político más importante que la Revolución francesa del siglo pasado […] No hay tradición diplomática que no haya sido barrida. Tenéis un mundo nuevo […] El equilibrio de poder ha sido destruido por completo».1 El gran político conservador británico había comprendido mejor que nadie en su generación que un orden nuevo empezaba a surgir tras esta derrota francesa y tras la proclamación del rey de Prusia, Guillermo I, como deutsche Kaiser [emperador alemán] el 18 de enero de 1871 en la Galería de los Espejos del palacio de Versalles: el fin del equilibrio de poder [balance of power] en el continente, cuyas bases habían sido establecidas por el Congreso de Viena (1814-1815) y cuyo objetivo fue evitar, a toda costa, la aparición de una potencia dominante en Europa. Sin embargo, tras la creación del Imperio alemán, este sistema se vino abajo definitivamente, ya que emergió un poder capaz de dominar el continente con su capacidad militar y económica, fruto de su tradición castrense y de su protagonismo en la Segunda Revolución Industrial (1870-1914). Un Estado que, sin embargo, a pesar de ser muy grande para Europa era demasiado pequeño para controlar el mundo y eso hacía que su poder en el concierto de las grandes potencias no fuera asimilable.2

No obstante, durante los veinte años siguientes, el hombre que había hecho posible la conversión de los treinta y nueve débiles Estados alemanes de 1814 en la potencia mundial que surgió en 1871, el príncipe prusiano Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, intentó evitar que los tres considerables problemas que sufría su gran obra provocaran su destrucción.3 Primero, el histórico. Como gran estudioso de esta materia, este político asumía que las naciones europeas, desde la Edad Moderna, no toleraban ningún poder hegemónico en el continente y que cuando había surgido alguno no habían dudado en establecer alianzas para contrarrestarlo. Primero, contra los Habsburgo en los siglos XVI y XVII y posteriormente contra Luis XIV y Napoleón. El próximo objetivo podía ser el Imperio alemán si su gobierno no era lo suficiente astuto para convencer a sus vecinos de sus intenciones pacíficas. Segundo, el geoestratégico. A pesar de su enorme poder, el nuevo Estado adolecía de una gran debilidad: su posición central en el continente, que permitía a sus posibles enemigos atacarlo por todos los flancos: por el oeste, Francia; por el sur, Austria-Hungría; por el norte, el Reino Unido con su potente flota; y por el este, el más peligroso, Rusia. Ante esta tesitura, se hacía necesario evitar una alianza entre estas naciones que obligara a los alemanes a sostener una guerra en varios frentes. Y tercero, el interno. Bismarck había construido el Imperio alemán sobre una alianza de soberanos, en la que el rey de Prusia con el título de káiser [emperador] actuaba como primus inter pares y el Gobierno de Berlín como gestor de las políticas exterior, comercial y financiera. Sin embargo, los asuntos domésticos quedaron en manos del resto de monarcas, cuyos Gobiernos basculaban desde la democracia al absolutismo. En este sistema, el Reichstag [Parlamento Imperial], elegido por sufragio universal, podía aprobar el presupuesto, pero no controlaba al ejecutivo ni elegía a su jefe, que dependía directamente del emperador. El resultado de esta situación era una auténtica paradoja: el país más desarrollado de Europa tenía un régimen político propio de otros tiempos, lo que provocaba una fuerte tensión social, sobre todo a medida que el Sozialdemokratische Partei Deutschlands [Partido Socialdemócrata de Alemania, SPD] se hizo cada vez más poderoso. Esta inestabilidad, combinada con un conflicto exterior, podía implosionar la organización estatal. En 1918 sus temores se hicieron realidad.

Para neutralizar estos problemas, el canciller decidió poner en marcha la Realpolitik y asegurar al Imperio alemán no solo sus fronteras exteriores, sino también su orden social. Para ello, era preciso establecer estrechas relaciones e incluso alianzas con las principales naciones europeas y evitar una coalición contra Berlín. Pero ¿con cuáles?

El peón más complicado en el tablero internacional era Francia, país fronterizo del Imperio alemán en el oeste. París se había convertido en un enemigo irreconciliable de Berlín a consecuencia de la decisión de arrebatarle Alsacia-Lorena –a la que Bismarck se había opuesto– tras la derrota de 1870.4 Como resultado de este hecho, los franceses deseaban la revancha contra los alemanes, aunque para lograr este objetivo debían unirse a otra gran potencia como mínimo, ya que no podían derrotar a los ejércitos alemanes en solitario. Por tanto, había que aislar a Francia internacionalmente para evitar que pudieran forjar una alianza antialemana.

El segundo peón era el Reino Unido, el Estado más poderoso del mundo entre 1870 y 1890, periodo en el que Bismarck estuvo al frente del Imperio alemán. Refugiado en su «espléndido aislamiento», tuvo como principal preocupación exterior en esos años frenar a Rusia en dos frentes. Por un lado, el mar Negro, donde, desde la firma del Tratado de París (1956) que puso fin a la Guerra de Crimea (1853-1856), los británicos, junto con Francia, habían obligado a San Petersburgo a aceptar que esta extensión de agua quedaba «prohibida oficialmente y a perpetuidad» a los buques de guerra tanto de las potencias que poseían sus orillas como de cualquier otra. Sin embargo, tras la derrota de 1871, París ya no pudo actuar como garante de ese acuerdo. El Imperio ruso empezó entonces a rearmarse en este flanco. Tal decisión supuso un desafío de incalculables consecuencias para Londres, ya que la existencia de una flota rusa en este mar podía poner en peligro la presencia británica en el Mediterráneo oriental, donde se hallaba su principal vía de comunicación, el canal de Suez, que enlazaba el Reino Unido con la India, su posesión imperial más rica. El segundo frente era Asia Central, donde se estaba desarrollando el «Gran Juego» de Rudyard Kipling, que también afectaba al Raj indio. A estos dos escenarios se unió, a partir de 1890, China, un territorio más importante para Londres, desde el punto de vista comercial, que África.5 A consecuencia de estas dinámicas, el Reino Unido era reacio a cualquier alianza permanente con una potencia europea, así como a inmiscuirse en los asuntos del continente, salvo que su equilibrio estuviera en peligro.

Por tanto, Bismarck decidió que la mejor opción con los británicos era mantener una actitud amistosa –favorecida por la relación de parentesco entre ambas familias reinantes–6 si no era posible establecer una alianza. Para lograr este objetivo fue necesario cumplir dos requisitos. Por un lado, no alterar el equilibrio continental. En este sentido, Disraeli, primer ministro entre 1874 y 1880, insinuó varias veces en esos años que no estaba dispuesto a tolerar que Francia, su gran enemiga histórica, fuera destruida. Este comentario supuso una advertencia para Berlín para que no desencadenara una guerra en Europa. Por otro, no intentar crear un imperio colonial que rivalizara con el británico. Esta postura del canciller alemán quedó reflejada en su célebre frase a propósito del reparto de África: «Aquí está Rusia, aquí está Francia y aquí estamos nosotros, en el centro. Este es mi mapa de África».7 No obstante, a partir de 1880, el canciller alemán autorizó expediciones a África del Sudoeste (Namibia) –lo que provocó una fuerte irritación de Londres–8 África Oriental (Tanganica), Togo, Papúa-Nueva Guinea, el archipiélago de Bismarck, las islas Marshall, las Salomón y Nauru. La decisión estuvo directamente vinculada con la vulnerabilidad del Reino Unido en Egipto –la clave de bóveda de su imperio–, lo que permitió a Berlín empezar a jugar en el tablero del imperialismo.9 Sin embargo, se trató de acciones limitadas que tenían por objeto demostrar a Londres el poder alemán. En paralelo, el Imperio alemán se retiro de Zululandia en el sur de África para no molestar a los británicos y ambas naciones derrotaron conjuntamente al sultán de Zanzíbar y se repartieron África Oriental en 1885. Es más, Bismarck pensó incluso en abandonar las posesiones coloniales alemanas para no crear focos de conflicto con el Reino Unido y Francia.10

El tercer peón era el Imperio austrohúngaro. La antaño poderosa monarquía de los Habsburgo seguía siendo un Estado relevante para mantener la estabilidad en Europa por el enorme y estratégico espacio que ocupaba. Sin embargo, las tensiones nacionalistas que la acosaban y que terminaron por destruirla la debilitaban de forma irreversible. Fueron estas dificultades las que aprovechó el canciller alemán para convertirla en su aliado más fiel, ya que las minorías alemana y magiar –que controlaban su gobierno desde el Österreichisch-Ungarischer Ausgleich [Compromiso Austrohúngaro] de 1867– comprendieron que solo una sólida unión con Berlín permitiría la supervivencia del viejo imperio y de sus privilegios.

El cuarto era el más significativo para Bismarck: Rusia, la nación más temible del continente por su enorme Ejército. San Petersburgo constituyó la base sobre la que edificó su sistema de alianzas, ya que así evitaría su mayor pesadilla: la guerra en dos frentes (Oriental y Occidental). No obstante, conseguir la amistad de San Petersburgo no fue una tarea fácil. El Imperio ruso, dominado por zares nerviosos y obsesionados con la seguridad de sus tierras –a pesar de que su enorme extensión era un freno para cualquier ejército– no era un aliado muy fiable. Además, el paneslavismo casi místico que caracterizaba a su corte lo convertía en el gran enemigo de Austria-Hungría en los Balcanes, zona de expansión natural de ambas potencias. A esta dinámica se unía la rivalidad anglo-rusa. Bismarck necesitaba a Rusia, pero no podía prescindir de Austria-Hungría ni enemistarse con el Reino Unido. El hecho de que mantuviese una relación fluida con estos tres Estados, en especial con los dos primeros, fue su mayor logro diplomático.

Si Rusia era el eje sobre el que Bismarck haría girar su política, Italia, tardíamente incorporada al club de las grandes potencias, y la más débil, era el menos importante de sus peones. Además, Roma mantenía un conflicto larvado con Viena, que tenía bajo su control notables territorios de habla italiana. No obstante, el canciller decidió que formara parte de su sistema de alianzas al aprovecharse de su rivalidad colonial con Francia.

El resultado final fue, pues, una sólida alianza con Austria-Hungría e Italia, combinada con una política de no agresión con Rusia y un trato favorable a Gran Bretaña, que le permitieron aislar por completo a Francia. Este diseño, cambiante a lo largo del tiempo –sistemas bismarckianos– estaba articulado sobre tres acuerdos en 1890. La Triple Alianza, entre el Imperio alemán, el austrohúngaro e Italia (1882), por la que los tres Estados signatarios se comprometían a defenderse mutuamente. Los Acuerdos Mediterráneos (1887), de claro contenido antifrancés, por los que Italia apoyaría a Gran Bretaña en Egipto –donde esta nación tenía una honda rivalidad con Francia–, mientras que los británicos harían lo propio con Roma en la Tripolitana (Libia) y frenar así el expansionismo francés en el norte de África. A estos acuerdos se adhirieron Viena y, curiosamente, Madrid, pero no Berlín, para no soliviantar a San Petersburgo. Sin embargo, el primer ministro conservador Robert Gascoyne-Cecil marqués de Salisbury (1886-1892, 1895-1902) rechazó ese mismo año una alianza con el Imperio alemán.11 Finalmente, el Tratado de Reaseguro (1888) con Rusia, que estipulaba la neutralidad de este país si Francia atacaba al Imperio alemán y la neutralidad alemana si Austria-Hungría atacaba a Rusia.

Bismarck había logrado su objetivo. Francia estaba aislada y la paz en Europa asegurada.

No obstante, hubo un país con el que su diplomacia fracasó totalmente y que terminó por provocar su caída: Estados Unidos. La eclosión del poder estadounidense a partir de 1870 ha quedado opacada por el desarrollo económico, político y diplomático del Imperio alemán. Sin embargo, en el último tercio del siglo XIX, Washington inició una política de expansión territorial más allá de la América continental que estuvo acompañada por un protagonismo en la Segunda Revolución Industrial que la convirtió, a finales de esta centuria, no solo en la primera potencia económica mundial, sino también en la más agresiva en el terreno internacional. No obstante, la presencia estadounidense en zonas monopolizadas hasta entonces por las potencias europeas se había iniciado con anterioridad.

En 1853, los célebres «navíos negros» del comodoro Matthew C. Perry llegaron al puerto de Uraga, cerca de Edo (actual Tokio) el 8 de julio de 1853. Portaba una carta del presidente de Estados Unidos Millard Fillmore (1850-1853) en la que requería a Japón la firma de un tratado comercial con su país. Las autoridades niponas le dijeron que acudiera a Nagasaki, donde se permitía el comercio limitado de los holandeses. El marino estadounidense se negó y exigió que se le permitiera entregar la misiva, con la amenaza de emplear la fuerza si se rechazaba su petición. El Gobierno nipón cedió y la misiva fue entregada. Como despedida, el comodoro dijo que volvería en un año para que le dieran una respuesta. El 13 de febrero de 1854 regresó con una flota mayor y, el 8 de marzo, entró en el puerto de Kanagawa. El día 31 del mismo mes firmó el Tratado de Paz y Amistad conocido como Convención Kanagawa. Los términos de este acuerdo establecían la apertura de los puertos de Shimoda y Hakodate a los barcos estadounidenses; la garantía de seguridad de los náufragos de este país y la presencia de un cónsul de Estados Unidos en Japón. Estas cláusulas se ampliaron dos años después tras la firma de un nuevo documento, el 29 de julio de 1858, conocido como «Tratado de Harris» por el representante estadounidense, Townsend Harris. Su contenido supuso una oportunidad para que se rubricaran acuerdos similares con otras potencias occidentales, conocidos como «tratados desiguales».12

En paralelo, durante el primer tercio del siglo XIX, los buques del pabellón de las barras y estrellas se habían adentrado en el océano Índico y habían hecho posible que Washington firmara un tratado con el sultán de Mascate (Omán) en 1833. Igualmente se negociaron varios acuerdos con el sah de Persia, Naser al-Din, entre 1851 y 1854 que nunca se ratificaron, pues el objetivo del monarca iraní era implicar a Estados Unidos en una contienda con el Reino Unido para convertirlo en un actor más en el conflictivo juego de intereses de Londres y San Petersburgo desplegado en este estratégico territorio. Dos años más tarde, en 1856, Teherán y Washington firmaron un acuerdo estrictamente comercial. Estas dinámicas demostraban que tanto Persia como los imperios ruso y británico empezaban a considerar a Estados Unidos como una potencia lo suficientemente poderosa para participar activamente en el sistema de relaciones internaciones de Oriente Medio. Una visión que también tenían los propios militares estadounidenses, a pesar de la oposición de su gobierno a inmiscuirse en los asuntos políticos de la zona. En 1879, el comodoro Robert Wilson Shufeldt, a bordo de la fragata Ticonderoga, entró en el golfo Pérsico e hizo un agudo análisis acerca del poderío de Londres en esta zona: «una fachada» que podría derrumbarse si la Royal Navy debía encarar un reto en aguas europeas. Es más, el marino abogó por enfrentarse ya a los británicos en esta estratégica región con el objetivo de controlarla económica y políticamente.13

Si Washington desistió de desafiar a Londres en el golfo Pérsico no haría lo mismo con Berlín en Samoa en 1888-1889. A lo largo de la década de los ochenta del siglo XIX, los intereses comerciales británicos, estadounidenses y alemanes chocaron en este archipiélago, cuya situación de inestabilidad se incrementó a consecuencia de una guerra civil en la que Washington y Berlín apoyaron a diferentes bandos y en la que participó un destacamento de soldados del káiser cuyas acciones bélicas dañaron propiedades estadounidenses. Estos acontecimientos provocaron una escalada de la tensión entre ambos países que alcanzó su punto culminante en 1888. La prensa y algunos políticos de Estados Unidos llegaron incluso a exigir una contienda contra Berlín porque, en palabras del senador William P. Frye, de Maine, la intervención alemana en Samoa era «uno de los insultos más grandes a los que Estados Unidos había sido sometido».14 Incluso Carl Schurz escribió una carta a Bismarck para advertirle de la posibilidad de una alianza de Washington y París contra Berlín, que supondría la ruina del Imperio alemán. El canciller se halló ante una situación diplomática que no era capaz de comprender, pues pertenecía a ese nuevo mundo de la industria, las finanzas y el comercio que despreciaba. Sin embargo, no podía permitir que Alemania fuera humillada, aunque tampoco estaba dispuesto a ir a una guerra con Estados Unidos como le exigían sus almirantes. Para buscar una solución, actuó como siempre lo había hecho en situaciones similares: ordenó a su hijo Herbert –secretario de Estado de Asuntos Exteriores– que convocase una conferencia en torno a Samoa en la capital imperial en 1889. El resultado fue el Tratado de Berlín, que establecía un condominio tripartito sobre Samoa, tal y como habían exigido los representantes estadounidenses. Para la opinión pública alemana este acuerdo fue una auténtica humillación internacional. El káiser Guillermo II (1888-1918) aprovechó esta indignación para cesar a Bismarck el 20 de marzo de 1890.15

La caída del canciller supuso el fin de una época en la política exterior alemana y mundial.

EL CAMBIO DE ALIANZAS (1890-1904)

El cese de Bismarck significó también el final de la Realpolitik y abrió una ventana de oportunidad para una nueva dinámica en la diplomacia alemana: la Weltpolitik. Guillermo II soñaba con convertir al Imperio alemán en un poder global y superar su tardía incorporación al reparto colonial. Tal deseo implicaba abandonar la política moderada y europea de Bismarck y establecer nuevas alianzas que permitieran esta expansión. El eje de este plan debía ser Londres, a la vez que se mantenían buenas relaciones con Rusia. Para lograr el objetivo el káiser pensaba utilizar la tensión latente entre ambos países en la India y China. Sin embargo, sus cálculos se iban a demostrar equivocados.

El general de infantería conde Leo von Caprivi, nuevo canciller (1890-1894), inició negociaciones con el primer ministro británico, Salisbury, con el objetivo de firmar una alianza entre ambos países. En paralelo, en 1890, y para no molestar a los británicos, Guillermo II se negó a prorrogar por tres años el Tratado de Reaseguro. El zar Alejandro III pensó que era el primer paso para un ataque concertado de Viena y Berlín contra su nación, por lo que decidió buscar nuevos aliados para neutralizar ese peligro. El único disponible era Francia y, pese a la repugnancia que sentía por el régimen republicano y anticlerical de esta nación, y que era correspondida por la de los políticos galos hacia la autocracia rusa, inició contactos con París. La respuesta francesa no se hizo esperar. Théophile Delcassé, uno de los ministros de Asuntos Exteriores más grandes de la historia de Francia, negoció un Convenio Militar en 1892 con el zar por el cual ambos países se comprometían a ayudarse mutuamente en caso de un ataque alemán. El fantasma de la guerra en dos frentes, la mayor pesadilla de Bismarck, acababa de hacerse realidad. Sin embargo, este acuerdo tuvo además otras dos derivadas. Por un lado, Londres se sintió cómodo en una Europa en la que la entente franco-rusa neutralizaba a la Triple Alianza y se restablecía de nuevo el viejo equilibrio continental. Por otro, demostró al káiser que una relación más estrecha con el Reino Unido podría acarrearle problemas en Europa con el imperio del zar.

Tras estos hechos, Guillermo II empezó a comprender también que las condiciones para llegar a una alianza con los británicos no resultaban favorables porque no había intereses comunes entre ambos imperios. El 1 de julio de 1890 intercambiaron Zanzíbar por Heligoland, pero las subsiguientes conversaciones no fueron tan fructíferas. Caprivi ofreció a Salisbury el Ejército alemán para defender el Imperio británico y a cambio exigía el apoyo de Londres en caso de un conflicto con Francia. El primer ministro se sintió horrorizado ante la propuesta, ya que los germanos ofrecían aquello que los británicos no querían –las fuerzas terrestres del káiser eran las más poderosas del mundo con 552 000 efectivos y, desde luego, Londres jamás aceptaría que protegieran la India porque además no las precisaban–, y solicitaban aquello que no les hacía falta, pues para derrotar a Francia no era necesario el minúsculo Ejército británico.16