Luz de luna en manhattan - Sarah Morgan - E-Book
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Luz de luna en manhattan E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Vuelve Sarah Morgan con más amor y humor en otra novela que Publishers Weekly califica como «una experiencia romántica encantadora». Harriet Knight estaba decidida a superar una vida entera de timidez y decidió que cada día de diciembre haría algo que le diera miedo, incluido celebrar la Navidad sin su familia. Y cuando Harriet, que se dedicaba a pasear perros, conoció a su último cliente, Madi, un perro de aguas exuberante, añadió otro desafío a su lista: lidiar con el arisco doctor Ethan Black, cuidador temporal de Madi, y con la inesperada química que había entre ellos. Ethan creía estar habituado al desorden… hasta que conoció a Madi. ¿Cómo era posible que un perro tan pequeño provocara tanto caos? Para Ethan, la solución era muy fácil. Pagar a Harriet para que compartiera su apartamento de Nueva York y cuidara las veinticuatro horas del animal. Pero lo que le hacía sentir Harriet no tenía nada de fácil. Los besos de Ethan hacían brillar a Harriet más que las estrellas y la luz de luna que bañaba Manhattan. Pero, cuando se acabara su trabajo de canguro del perro y volviera a su casa, ¿se atrevería con el mayor desafío de todos y le haría saber a Ethan que le había robado el corazón de por vida y no solo durante las Navidades?

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Seitenzahl: 482

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Sarah Morgan

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Luz de luna en Manhattan, n.º 263 - abril 2020

Título original: Moonlight Over Manhattan

Publicada originalmente por HQN™ Books.

Traducido por Ángeles Aragón López

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-198-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Nora, Laura, Ruth, Mary, Kat y Janeen, por las risas, la amistad y los grandes recuerdos

 

 

 

 

 

 

Haz todos los días algo que te dé miedo

 

ELEANOR ROOSEVELT

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Una cita no tenía que acabar así.

Si hubiera sabido que iba a tener que salir por la ventana del aseo de mujeres, no habría elegido esa noche para ponerse aquellos tacones tan altos. ¿Por qué no había practicado más tiempo equilibrio antes de salir de su apartamento?

Nunca había sido muy amiga de los tacones altos, razón por la que llevaba en ese momento unos de aguja altísimos. Para tachar un artículo más de la lista que había hecho de «Cosas que Harriet Knight no haría normalmente».

Era una lista vergonzosamente larga, recopilada una solitaria noche de octubre, al darse cuenta de que, si estaba sentada sola en su apartamento, hablando con sus animales adoptados, era porque llevaba una vida segura y no se permitía salir de su zona de confort. A ese paso, moriría sola, rodeada por cientos de perros y gatos.

«Aquí yace Harriet, quien conoció bien a animales peludos, pero muy poco a la especie humana».

Una vida de pecado sería más emocionante, pero había elegido al nacer el libro de reglas equivocado. De niña había aprendido a esconderse. A hacerse pequeñita, cuando no invisible. Desde entonces había seguido el camino más seguro, y lo había hecho con zapatos cómodos. Muchas personas, incluidos su hermano y su hermana gemela, dirían que tenía un buen motivo para hacer eso. Pero los motivos eran cosa del pasado, ella llevaba una vida recogida y era incómodamente consciente de que lo hacía por propia elección.

Había una palabra fea que dominaba su mundo.

No era una palabrota. Ella no era el tipo de persona que decía palabrotas. La palabra fea era Miedo.

Miedo al ridículo, miedo a fracasar, miedo a lo que los demás pensaran de ella, y todos esos miedos habían partido del miedo a su padre.

Estaba cansada de esa palabra.

No quería vivir su vida sola, y por eso había decidido que esa Navidad se haría un regalo distinto.

Valor.

No quería mirar atrás cincuenta años después y pensar en lo que habría podido hacer si hubiera sido más valiente. No quería tener que lamentar nada. Durante el día feliz de Acción de Gracias que había pasado con su hermano Daniel y Molly, la prometida de este, había decidido acometer su lista de miedos con un reto cada día.

Los Retos de Harriet.

Estaba inmersa en una misión para buscar la seguridad en sí misma que le faltaba y, si no podía encontrarla, la fingiría.

Durante el mes entre Acción de Gracias y Navidad, haría cada día una cosa que le daba miedo o que le resultaba incómoda. Tenía que ser algo que le hiciera pensar: «no quiero hacer eso».

Durante un mes, se esforzaría por hacer lo contrario de lo que hacía normalmente.

Un mes recorriendo un infierno autoprovocado.

Y saldría de allí convertida en una versión de sí misma nueva y mejorada. Más fuerte. Más valiente. Más segura. Más… todo.

Y por eso se encontraba en aquel momento colgada en la ventana de un baño, ayudada por Natalie, su nueva amiga. Por suerte para ella, el restaurante no estaba en la terraza del ático.

—Quítate los zapatos —le aconsejó Natalie—. Te los tiraré después.

—Me caerán encima y se clavarán en mi cuerpo o me dejarán inconsciente. Creo que es mejor que me los deje puestos —contestó Harriet. Había días en los que cuestionaba las ventajas de ser sensata, pero en ese momento no sabía si esa cualidad era algo que le impedía divertirse o si la mantenía con vida.

—Llámame Nat. Si te estoy ayudando a escapar, dejemos los formalismos. Y no puedes dejarte los zapatos puestos. Te harás daño al aterrizar. Y dame tu bolso.

Harriet se aferró a él. Aquello era Nueva York. Había tantas probabilidades de que le diera su bolso a una desconocida como de que caminara desnuda por Central Park. Iba en contra de todos sus instintos. Era el tipo de persona que miraba dos veces antes de cruzar la calle, que comprobaba la cerradura de la puerta antes de irse a dormir. Ella no corría riesgos.

Y precisamente por eso debía hacerlo.

Se impuso a la parte de ella que quería apretar el bolso contra el pecho y no soltarlo jamás y se lo arrojó a Nat.

—Tómalo. Y tíramelo cuando esté abajo —dijo.

Pasó una pierna por la ventana, sin hacer caso de la voz ansiosa que sonaba fuerte en su cabeza. «¿Y si no lo hace? ¿Y si se larga con él? ¿Y si utiliza mis tarjetas de crédito y usurpa mi identidad?».

Decidió que, si Nat quería usurpar su identidad, era más que bienvenida. Ella estaba preparadísima para ser otra persona. Sobre todo después de la velada que acababa de pasar.

Ser ella misma no le funcionaba muy bien.

Por la ventana abierta oía el ruido del tráfico, la cacofonía de los cláxones, el chirrido de los frenos, el rumor de fondo que era Nueva York. Harriet había vivido allí toda su vida. Conocía prácticamente todas las calles y todos los edificios. Manhattan le resultaba tan familiar como la sala de estar de su casa, aunque considerablemente más grande.

Nat le quitó los zapatos.

—Intenta no romperte el abrigo. Es fantástico, por cierto. Me encanta el color.

—Es nuevo. Lo compré especialmente para esta cita porque tenía grandes esperanzas. Lo que demuestra que una naturaleza optimista puede ser un inconveniente.

—Yo creo que es fantástico ser optimista. Los optimistas son como luces de Navidad, lo iluminan todo a su alrededor. ¿De verdad tienes una hermana gemela? ¡Cómo mola!

El reto de ese día era «No ser tímida con desconocidos». Harriet se mostraba abierta cuando llegaba a conocer a alguien, pero a menudo no conseguía pasar de las primeras fases, en las que era muy reservada. Y estaba decidida a cambiar eso.

Teniendo en cuenta que Natalie y ella se habían conocido hacía solo media hora, cuando la primera le había servido una ensalada de gambas de aspecto delicioso, podía considerar que había hecho al menos algunos progresos. No se había cerrado en banda ni contestado con monosílabos, como hacía a menudo con la gente a la que no conocía. Y lo más importante de todo, no había tartamudeado, lo cual tomaba como muestra de que por fin había aprendido a controlar los problemas de fluidez en el lenguaje que la habían atormentado hasta los veinte años. Hacía mucho tiempo que no se paraba en mitad de una frase y ni siquiera las situaciones estresantes parecían desatar el tartamudeo, así que no tenía excusa para mostrarse cautelosa con los extraños.

En conjunto, aquello era un buen resultado. Y en gran parte se debía al apoyo de su hermana.

—Es guay tener una hermana gemela, sí. Mola mucho.

Nat suspiró con añoranza.

—Es tu mejor amiga, ¿verdad? ¿Lo compartís todo? Confidencias, zapatos…

—Muchas cosas —repuso Harriet.

La verdad era que, hasta entonces, había sido ella la que más compartía. A Fliss le costaba mucho contar lo que sentía, incluso con ella, pero últimamente había hecho bastantes esfuerzos por cambiar.

Y Harriet intentaba cambiar también. Le había dicho a su hermana que no necesitaba que la protegiera y ya solo tenía que demostrárselo a sí misma.

Tener una hermana gemela proporcionaba muchas ventajas, pero una de las desventajas era que te hacía perezosa. O quizá «autocomplaciente» fuera un término más apropiado. Harriet nunca había tenido que preocuparse mucho por navegar por las aguas tormentosas del lago de la amistad porque su mejor amiga siempre había estado allí, a su lado. Fuera lo que fuera lo que les arrojara la vida, y les había arrojado muchas cosas, Fliss y ella siempre habían sido una unidad. Otras personas tenían buenas amigas, pero nada, nada, podía compararse a la maravilla de tener una hermana gemela.

En lo relativo a hermanas, a ella le había tocado la lotería.

Nat se colocó el bolso de Harriet debajo del brazo.

—¿Compartís apartamento? —preguntó.

—Lo hemos hecho. Ahora ya no —Harriet se preguntó cómo había personas que podían hablar y hablar sin cesar. ¿Cuánto tardaría el hombre del restaurante en ir a buscarla?—. Ahora vive en los Hamptons —no estaba a un millón de kilómetros de allí, pero como si lo estuviera—. Se ha enamorado.

—Genial por ella, supongo, pero imagino que tú la echarás mucho de menos.

Muchísimo.

El impacto en Harriet había sido enorme, y tenía todavía sentimientos encontrados. Le encantaba ver feliz a su hermana, pero ella vivía sola por primera vez en su vida. Se despertaba sola y todo lo hacía sola.

Al principio le había resultado raro y un poco amedrentador, como la primera vez que montas en bicicleta sin las ruedas de atrás. También la había hecho sentirse vulnerable, como salir a dar un paseo en medio de una ventisca y darse cuenta de que se ha dejado uno el abrigo en casa.

Pero esa era la realidad de su vida en aquel momento.

Despertaba por las mañanas en silencio en lugar de oyendo cantar a Fliss desafinando. Echaba de menos la energía de su hermana, su gran lealtad, su fiabilidad. Hasta echaba de menos tropezar con sus zapatos, que casi siempre dejaba esparcidos por el suelo.

Y lo que más echaba de menos era la camaradería cómoda de estar con alguien que la conocía. Alguien en quien confiaba implícitamente.

Se le formó un nudo en la garganta.

—Tengo que irme antes de que venga a buscarme. No puedo creer que esté saliendo por una ventana para huir de un hombre al que solo hace media hora que conozco. Yo no suelo hacer estas cosas.

Tampoco solía buscar citas en Internet, razón por la cual se había obligado a probar.

Aquella era su tercera cita, y las otras dos habían sido casi igual de malas.

El primero le había recordado a su padre. Hablaba alto, tenía opiniones muy marcadas y estaba enamorado del sonido de su voz. Harriet, abrumada, había guardado silencio, pero eso no había importado porque estaba claro que a él no le interesaban sus opiniones. El segundo hombre la había llevado a un restaurante caro y había desaparecido después del postre, dejándola con una cuenta lo bastante elevada para conseguir que ella lo recordara siempre. Y en cuanto al tercero… Bueno, estaba sentado en la mesa al lado de la ventana, esperando que ella volviera del baño para que pudieran enamorarse y vivir felices para siempre. Y en su caso, ese «siempre» probablemente no duraría mucho porque, a pesar de su afirmación de que estaba en la plenitud de la vida, era evidente que había dejado ya atrás la edad de la jubilación.

Si Harriet no hubiera tenido la impresión de que él la seguiría, habría dado por finalizada la cita y salido por la puerta principal. Pero había algo en él que la ponía nerviosa. Y, en cualquier caso, salir por la ventana de un baño de mujeres era claramente algo que ella nunca debería hacer.

Para Los Retos de Harriet había sido una velada muy exitosa.

En términos de amor, no tanto.

En aquel momento, morir rodeada de perros y gatos le parecía la mejor opción.

—Vete —Nat abrió más la ventana y se le iluminó la cara—. ¡Está nevando! Vamos a tener unas navidades blancas.

¿Nevando?

Harriet miró el lento remolino de copos de nieve.

—Falta un mes para Navidad.

—Pero intuyo que van a ser unas navidades blancas. No hay nada más mágico que Nueva York nevada. Me encanta la Navidad. ¿A ti no?

Harriet abrió la boca y volvió a cerrarla. Normalmente habría dicho que sí. Adoraba las navidades en familia, aunque la suya se limitara a los tres hermanos. Pero ese año había decidido que pasaría la Navidad sin ellos. Y ese iba a ser el mayor reto de todos. Tenía casi un mes para ir practicando para el desafío mayor.

—Tengo que irme ya.

—Sí. No quiero que encuentren tu cuerpo congelado en la acera. Y no caigas en el contenedor de basura.

—Eso sería mejor que todo lo demás que ha pasado esta velada —Harriet miró hacia abajo. No estaba lejos y, además, ¿acaso se podía caer más? Tenía la impresión de que ya había tocado fondo—. Quizá debería volver y explicarle que no es lo que yo esperaba. Así podría salir por la puerta principal y no arriesgarme a torcerme un tobillo o a que se me peguen envoltorios de comida en el abrigo nuevo.

—No —Nat negó con la cabeza—. Ni se te ocurra. Ese hombre da repelús. Ya te he dicho que eres la tercera mujer a la que trae aquí esta semana. Y no me gusta cómo te mira. Como si fueras a ser su postre.

Harriet había pensado lo mismo.

Su instinto le había gritado eso, pero la Harriet empeñada en los retos estaba aprendiendo a no hacer caso de su instinto.

—Parece una grosería —dijo.

—Esto es Nueva York. Tienes que ser lista. Yo lo distraeré hasta que estés a una distancia segura —Nat miró hacia la puerta, como si temiera que el hombre entrara en cualquier momento—. No me puedo creer que te haya llamado rellenita. ¿Te puedo preguntar por qué decidiste salir con él? ¿Qué fue lo que te atrajo? Eres la tercera mujer guapísima que ha traído esta semana. ¿Tiene alguna cualidad especial? ¿Qué te hizo elegirlo a él?

—No lo elegí a él. Elegí al hombre del perfil que puso en la web de citas. Sospecho que puede tener problemas con la realidad —Harriet recordó el momento en el que se había sentado enfrente de ella. Era tan obvio que no se trataba de la persona del perfil, que ella había sonreído amablemente y le había dicho que esperaba a alguien.

En lugar de disculparse y marcharse, él se había sentado.

—Tú debes de ser Harriet, ¿no? Amante de los perros y de los gatos. Me encanta una mujer cariñosa que sabe desenvolverse en la cocina. Nos va a ir muy bien juntos.

En aquel momento, Harriet había sabido con seguridad que no estaba hecha para las citas por Internet.

¿Por qué había usado su nombre auténtico? Fliss habría inventado algo. Probablemente algo escandaloso.

Nat parecía fascinada.

—¿Qué decía su perfil? —preguntó.

—Que tiene treinta años —Harriet pensó en el pelo canoso y la frente arrugada. En los dientes amarillentos y el pelo gris de la mandíbula. Pero lo peor de todo había sido que la había mirado con lascivia.

—¿Treinta? Seguro que duplica esa edad. O puede que sea como los perros, que cada año equivale a siete nuestros. En ese caso, tendría… —Nat arrugó la nariz—. Doscientos diez años humanos. Es muy viejo.

—Tiene sesenta y ocho —repuso Harriet—. Me ha dicho que se siente de treinta por dentro. Y su perfil dice que trabaja en inversiones, pero, cuando le he preguntado, ha confesado que invierte su pensión.

Nat se echó a reír y Harriet movió la cabeza.

Estaba nerviosa y se sentía estúpida.

—Después de tres citas, he perdido mi sentido del humor. Se acabó. Yo he terminado.

Solo quería divertirse y un poco de compañía humana. ¿Acaso era mucho pedir?

—Decidiste darle una oportunidad al amor. Eso no tiene nada de malo. Pero alguien como tú no debería tener problemas para conocer gente. ¿En qué trabajas? ¿No conoces a gente en el trabajo?

—Paseo perros. Me paso el día con atractivos animales de cuatro patas. Siempre son lo que crees que son. Aunque, bien mirado, paseo a un terrier que cree que es un rottweiler. Eso crea algunos problemas —repuso Harriet.

Quizá debería ceñirse a los perros.

Se había demostrado a sí misma que podía concertar citas por Internet de ser necesario. Había tachado eso de su lista. Era una victoria, ¿no?

Nat abrió más la ventana.

—Denúncialo en la página de citas para que no ponga a más mujeres crédulas en la posición de tener que saltar por la ventana. Y míralo por el lado bueno. Al menos no te ha robado los ahorros de tu vida —dijo. Miró la calle—. Todo despejado.

—Encantada de conocerte, Nat. Y gracias por todo.

—Si una mujer no pudiera ayudar a otra en apuros, ¿dónde estaríamos? Vuelve pronto.

Harriet sintió una punzada interior.

Amistad. Esa era una palabra que sí le gustaba.

Con ciertos remordimientos porque sabía que jamás volvería a acercarse a aquel restaurante y Natalie le caía bien, contuvo el aliento y se dejó caer a la acera.

Sintió que se torcía el tobillo y un dolor intenso le subió por la pierna.

—¿Estás bien? —preguntó Nat. Le tiró los zapatos y el bolso y Harriet hizo una mueca de dolor cuando le cayeron en el regazo. Lo único que iba a sacar de aquella cita eran golpes.

—Mejor que nunca —contestó.

Pensó que la victoria era a la vez dolorosa e indigna.

La ventana se cerró encima de ella y Harriet fue inmediatamente consciente de dos cosas. La primera, que apoyar el peso en aquel tobillo suponía una agonía y la segunda, que si no quería cojear descalza hasta su casa, tendría que ponerse los zapatos de tacón de aguja que había tomado prestados del montón que Fliss se había dejado en casa.

Se puso uno con cuidado y contuvo el aliento cuando el dolor le atravesó el tobillo.

Por primera vez en su vida, lanzó un juramento para expresar algo distinto al miedo.

Una cosa más que tachar de la lista de Los Retos de Harriet.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Al otro lado de la ciudad, en la zona de Urgencias de uno de los hospitales más prestigiosos de Nueva York, el doctor Ethan Black y el resto de su equipo cortaban con suavidad y eficiencia la ropa ensangrentada de un hombre inconsciente para dejar al descubierto los daños de debajo. Y estos eran muchos. Suficientes para poner a prueba la habilidad del equipo y garantizar que el paciente recordara aquella noche el resto de su vida.

En opinión de Ethan, las motos eran uno de los peores inventos del mundo. Desde luego, el peor medio de transporte que existía. Muchos pacientes que llegaban allí por heridas de moto eran varones, y una proporción alta llegaba con heridas múltiples. Aquel hombre no era una excepción. Llevaba casco, pero eso no le había impedido hacerse lo que parecía una herida grave en la cabeza.

—Intúbenlo y coloquen una vía —dijo Ethan, que daba instrucciones mientras evaluaba los daños.

El equipo estaba apiñado a su alrededor, buscando coherencia en lo que para los demás habría sido caos. Cada persona tenía un papel y todos tenían claro cuál era ese papel. Allí, en Urgencias, era donde más importante resultaba el trabajo en equipo.

—Ha perdido el control y chocado de frente con un coche.

Del pasillo de fuera llegaron gritos, seguidos de un montón de palabrotas pronunciadas en voz lo bastante alta para romper los cristales.

Uno de los residentes hizo un gesto de sorpresa. Ethan no reaccionó. En ocasiones se preguntaba si se había insensibilizado a las respuestas de otros a las crisis. Trabajar en Urgencias lo ponía en contacto con las emociones humanas más extremas y distorsionaba su opinión de la humanidad y de la realidad. Lo que para él era normal, para otra persona sería una película de terror. Había aprendido temprano en su carrera a no hablar de su trabajo en reuniones sociales, a menos que todos los presentes fueran médicos, aunque, en general, estaba demasiado ocupado como para asistir a reuniones sociales. Entre sus responsabilidades clínicas como médico de Urgencias y su interés por la investigación, su día estaba completo. El precio que había pagado por todo eso era un apartamento que veía muy poco y una exesposa.

—¿Alguien se está haciendo cargo de la mujer que grita así? —preguntó.

—Ella no es la paciente. Ha visto cómo apuñalaban a su novio. Él está en la sala 2 con cortes múltiples en la cara.

—Que alguien la lleve a la sala de espera y la calme —Ethan miró más detenidamente la pierna del hombre, valorando los daños—. Lo que haga falta para que deje de gritar.

—No sabemos cómo de graves son las heridas.

—Razón de más para proyectar calma. Dile que su novio está en buenas manos y recibiendo el mejor tratamiento posible.

Era un sábado por la noche típico. Ethan pensó que quizá debería haber optado por la especialidad de obstetricia y ginecología. Así habría estado presente en los momentos más álgidos de la vida de la gente en lugar de en los más bajos. Habría ayudado a nacer en lugar de luchar por impedir la muerte.

Habría celebrado los nacimientos con los pacientes. Y en vez de eso, pasaba muchas noches de los sábados rodeado de gente en momentos de crisis. Víctimas de accidentes de tráfico, de disparos de bala, de apuñalamiento, drogadictos que buscaban un chute… La lista era interminable y variada.

Y él adoraba eso.

Le gustaban la variedad y el reto. Y los médicos de Urgencias tenían ambas cosas para dar y tomar.

Estabilizaron al paciente lo bastante para enviarlo a que le hicieran un TAC. Ethan sabía que no podrían valorar plenamente la herida de la cabeza hasta que tuvieran los resultados de esa prueba.

También sabía que era difícil anticipar lo que mostraría el TAC. Había visto pacientes con daños visibles mínimos que resultaban tener grandes hemorragias internas y otros con heridas aparatosas que tenían una hemorragia interna sorprendentemente pequeña.

Avisó a los neurocirujanos y habló con la novia del paciente, que había llegado asustada, con un abrigo encima del pijama y terror en los ojos. En urgencias, todo era concentrado e intenso, incluidas las emociones. Había visto quebrarse y sollozar como niños a hombres que se enorgullecían de ser duros. Y había visto rezar a gente que no creía en Dios.

Había visto de todo.

—¿Se va a morir?

Ethan escuchaba aquella pregunta varias veces al día, y casi nunca estaba en posición de dar una respuesta definitiva.

—Está en buenas manos. Podremos darle más información cuando tengamos los resultados del TAC —dijo.

Se mostraba amable y tranquilo, y le aseguró que estaban haciendo todo lo que se podía hacer. Se daba cuenta de lo importante que era saber que la persona a la que quieres recibía los mejores cuidados, así que se tomó la molestia de explicarle lo que ocurría y sugerirle que llamara a alguien para que le hiciera compañía.

Cuando por fin entregaron al hombre a los neurocirujanos, Ethan se quitó los guantes y se lavó las manos. Probablemente no volvería a ver al paciente. Aquel hombre había salido de su vida y seguramente nunca sabría cómo había contribuido él a mantenerlo con vida.

Más tarde quizá lo visitara para ver sus progresos, pero a menudo estaba demasiado ocupado con el siguiente caso prioritario que llegaba para pensar en los que habían pasado ya por allí.

Susan, su colega, lo apartó con el codo y se quitó también los guantes.

—Ha sido emocionante. ¿Nunca sientes tentaciones de aceptar un trabajo de medicina de familia? Podrías vivir en una ciudad pequeña hermosa, cuidando a tres generaciones de la misma familia. Abuelos, padres y un montón de nietos. Pasarías el día diciéndoles que dejaran de fumar y perdieran peso. Posiblemente nunca verías una gota de sangre.

—Eso era lo que hacía mi padre —repuso Ethan. Y él nunca había querido tal cosa. Sus elecciones solían ser tema de debate siempre que iba a su casa. Su abuelo no dejaba de decirle lo que se perdía al no seguir a una familia desde el nacimiento hasta la muerte. Ethan contestaba que él era el que se encargaba de mantenerlos con vida para que pudieran volver con sus familias.

—Tantos meses trabajando juntos y no sabía eso —Susan se frotaba bien las manos—. ¿O sea que ya sois dos generaciones de médicos?

Hacía más de un año que trabajaban juntos, pero casi todas sus conversaciones eran siempre del presente. Urgencias era así. Se vivía el momento en todos los sentidos.

—Tres generaciones. Mi padre y mi abuelo trabajaron ambos en medicina de familia. Tenían una consulta en la parte norte del estado de Nueva York —dijo.

Y él, con cinco años, se sentaba en la sala de espera y veía pasar a una fila de gente por la puerta a hablar con su padre. En ocasiones se había preguntado si el único modo de ver a su padre era ponerse enfermo.

—¿Y tu madre?

—Es pediatra.

—¡Caray, Black! No tenía ni idea. O sea que lo llevas en el ADN —Susan arrancó una toalla de papel del dispensador con tanta fuerza, que casi lo arrancó de la pared—. Eso lo explica.

—¿Qué explica?

—Por qué siempre actúas como si tuvieras que demostrar algo.

Ethan frunció el ceño. ¿Aquello era cierto? No. Claro que no.

—Yo no tengo que demostrar nada.

—Tienes que estar a la altura de todos ellos —ella lo miró comprensiva—. ¿Por qué no te uniste a ellos? Doctores Black, Black y Black. Aunque ahí hay mucho Black. No me lo digas, te encanta la cálida sensación de trabajar en Urgencias —se oyó a través de la puerta a una mujer que mandaba a alguien a la mierda y Susan sonrió—. Y todos los maravillosos pacientes que te colman de amor y gratitud.

—¿Gratitud? Espera. Creo que eso me ocurrió una vez, hace un par de años. Dame un momento para recordarlo bien —comentó Ethan.

No tenía la sensación de tener que estar a la altura de nada.

Susan se equivocaba en eso. Él recorría su propio camino, por sus propias razones.

—Debiste de estar alucinando. La falta de sueño tiene ese efecto. Pero si no son esas raras dosis de gratitud, tienen que ser los pacientes que te maldicen, que vomitan en tus botas y te dicen que eres el peor doctor que ha pasado por la faz de la tierra y que te van a demandar. ¿Eso es lo que te llena?

El humor los ayudaba a superar los días que estaban cargados de tensión.

Los sostenía en los turnos más duros, cuando tenían que ver heridas que harían que una persona normal necesitara terapia.

En el equipo de trauma, todos encontraban un modo de lidiar con ello.

A diferencia de la gente normal, ellos sabían que una vida podía cambiar en un instante. Que un futuro seguro simplemente no existía.

—Me encanta esa parte. Y también el placer constante de trabajar con colegas respetuosos que me adoran, como tú.

—¿Quieres que te adoren? Elige a otra mujer.

—¡Ojalá pudiera!

Susan le dio una palmada en el brazo.

—Es cierto que te adoro. No porque seas guapo y musculoso, que lo eres, sino porque sabes lo que haces y aquí la competencia es lo más próximo a un afrodisíaco que puedes encontrar. Y tal vez eso se deba al deseo de ser mejor que tu padre o tu abuelo, pero me encanta de todos modos.

Él la miró con incredulidad.

—¿Estás intentando ligar conmigo?

—¡Eh!, quiero estar con un hombre que sea bueno con las manos y sepa lo que hace. ¿Qué tiene eso de malo? —a ella le brillaron los ojos y él supo que hablaba en broma.

—¿Seguimos hablando de trabajo? —preguntó.

—Claro. ¿De qué si no? Estoy casada con mi trabajo, igual que tú. Me comprometí con Urgencias en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y te aseguro que, viviendo en Nueva York, es más bien pobreza. Pero no te preocupes, no podría estar despierta el tiempo suficiente para hacer el amor contigo. Cuando salgo de aquí, caigo inconsciente en cuanto llego a casa y no me despierto por nadie. Ni siquiera por ti, ojos azules. Así que, si tú no estás aquí por el amor y las valoraciones positivas, tiene que ser porque eres un adicto a la adrenalina.

—Puede que sí —contestó Ethan.

Era verdad que le gustaba el ritmo rápido, la imprevisibilidad, la inyección de adrenalina que producía no saber quién sería el siguiente que entraría por la puerta. La medicina de Urgencias era a menudo un puzle y él disfrutaba del estímulo intelectual de averiguar dónde encajaban las piezas y cuál era la imagen final. También le gustaba ayudar a la gente, aunque la relación entre doctor y paciente había cambiado en los últimos tiempos. La medida que imperaba era la satisfacción del paciente y en general cosas que tenían poco que ver con practicar bien la medicina. Había días en los que le costaba recordar las razones por las que había querido ser médico.

Susan echó la toalla a la cesta de la ropa sucia.

—¿Sabes lo que más me gusta a mí? —preguntó—. Cuando llega alguien lleno de vendas y no sabes qué vas a encontrar cuando las retires. Me encanta el suspense. ¿Será un corte del tamaño de la cabeza de un alfiler o se le caerá un dedo?

—Eres una morbosa, Parker.

—Cierto. ¿Me vas a decir que a ti no te gusta esa parte?

—Me gusta arreglar a la gente —Ethan alzó la vista cuando uno de los residentes entró en la sala—. ¿Problemas?

—¿Por dónde quiere que empiece? Hay unos sesenta esperando, la mayoría borrachos. Tenemos uno que se ha caído de la mesa en la fiesta de la oficina y se ha hecho daño en la espalda.

Ethan frunció el ceño.

—Ni siquiera estamos en diciembre.

—Lo celebran pronto. No creo que necesite una resonancia magnética, pero ha leído una página de medicina de Google e insiste en que le hagan una y, si no se la hago, me demandará por todos mis ahorros. ¿Cree que puedo disuadirlo contándole cuánto debo en préstamos de estudiante?

Susan agitó una mano en el aire.

—Ethan se ocupará de eso. Se le da muy bien guiar a la gente para que tome la decisión correcta. Y, si eso no funciona, también es bueno haciendo de «Poli malo».

Ethan enarcó una ceja.

—¿Poli malo? ¿En serio?

—¡Eh!, es un cumplido. No hay muchos pacientes que se te resistan.

Dolores de espalda, de cabeza, de muelas… Todos ellos aparecían normalmente por allí, junto con exigencias de que les recetaran analgésicos. La mayoría de los sanitarios experimentados notaban cuándo les tomaban el pelo, pero para los que tenían menos experiencia era un reto constante mantener el equilibrio correcto entre la compasión y el recelo.

Ethan se dirigió a la puerta, pensando todavía en la etiqueta de poli malo, pero su avance se vio interrumpido por la llegada de otro paciente, esa vez un hombre de cuarenta años que había sentido dolores en el pecho en el trabajo y había sufrido una parada cardíaca en la ambulancia. En consecuencia, pasó otra media hora hasta que Ethan llegó al hombre de la lesión en la espalda y para entonces, la atmósfera en la habitación era claramente hostil.

—¡Por fin! —el hombre apestaba a alcohol—. Llevo siglos esperando que me vea alguien.

Alcohol y miedo. En Urgencias veían mucho de ambas cosas. Era una mezcla tóxica.

Ethan repasó el informe.

—Aquí dice que lo vieron a los diez minutos de llegar, señor Rice.

—Una enfermera. Eso no cuenta. Y después un residente, que sabía menos que yo.

—La enfermera que lo vio tiene mucha experiencia.

—El que está al cargo es usted, así que quiero que me vea usted, pero ha tardado lo suyo.

—Hemos tenido una urgencia, señor Rice.

—¿Quiere decir que yo no soy una urgencia? Yo he llegado antes. ¿Por qué es él más importante que yo?

«¿Porque él llegaba clínicamente muerto?».

—¿En qué puedo ayudarle, señor Rice? —preguntó Ethan.

Mantenía siempre la calma porque sabía que, en un entorno ya tenso, la tensión podía escalar a velocidad supersónica. Lo único que no necesitaban en Urgencias era una dosis de estrés aún mayor.

—Quiero una maldita resonancia —dijo el hombre con voz pastosa—. Y la quiero ahora, no dentro de diez años. O me la hacen o los demando.

Aquel era un escenario demasiado familiar. Pacientes que buscaban los síntomas en Internet y estaban convencidos de que no solo conocían el diagnóstico, sino también todo lo que había que hacer. No había nada peor que un aficionado que se consideraba un experto.

Y las amenazas y los insultos eran solo dos de las razones por las que el personal de Urgencias se quemaba tanto. Había que aprender a manejarlos o desgastaban a alguien como desgasta el océano las rocas hasta que se hacen añicos.

Y en el periodo de locura entre Acción de Gracias y Navidad, todo aquello empeoraba aún más.

Los que pensaban que era una época de paz y buena voluntad tendrían que pasar un día trabajando con Ethan. A este le dolía la cabeza.

Si fuera uno de sus pacientes, exigiría un TAC de inmediato.

—¿Doctor Black? —uno de los residentes apareció en la puerta y Ethan hizo un gesto de asentimiento para indicar que iría lo antes posible.

Como jefe de la unidad, todos le pedían respuestas. Residentes, internos, auxiliares, enfermeras, farmacéuticos, pacientes… Todos esperaban que lo supiera todo.

En aquel momento solo sabía que quería irse a casa. Había sido un turno largo y estresante y no parecía que eso fuera a cambiar.

Examinó concienzudamente al hombre y le explicó con calma y claridad por qué no necesitaba una resonancia magnética.

Como era de esperar, el paciente no se lo tomó bien.

Algunos doctores hacían pruebas para que los pacientes se fueran contentos. Ethan se negaba a ello.

Cuando el otro empezó a llamarlo inhumano, incompetente y una deshonra para la profesión médica, desconectó mentalmente. Desconectar de lo que sentía le resultaba fácil. Volver a conectar con sus emociones… bueno, eso le costaba más. Sin duda, debido a su desastroso historial con las relaciones.

Dejó que el paciente se desahogara, pero no cambió de idea. Había decidido hacía tiempo que no permitiría que los insultos ni el grado de satisfacción de los pacientes influyeran en su toma de decisiones. Hacía lo que consideraba que era lo mejor para ellos y eso no incluía someterlos a pruebas o a medicinas innecesarias que no tendrían ningún impacto en su salud o, peor aún, tendrían un impacto negativo.

—¿Doctor Black? —Tony Roberts, uno de los pediatras más antiguos del hospital apareció en el umbral—. Necesito urgentemente su ayuda.

Ethan dio instrucciones al residente que se ocupaba del paciente y se disculpó.

—¿Cuál es el problema, Tony? ¿Tienes una urgencia?

—Sí —Tony estaba muy serio—. Dime, ¿tú crees en Papá Noel?

—¿Cómo dices? —Ethan lo miró con incredulidad y se echó a reír—. Si existiera, probablemente me castigaría por decirle que no solo debería perder unos cuantos kilos, sino que además, si insiste en montar en un vehículo tirado por renos a más de diez mil metros de altura, también debería llevar casco. O al menos ropa de cuero.

—¿Papá Noel con ropa de cuero? Umm, eso me gusta —murmuró Susan, que se dirigía a hablar con la enfermera de triaje.

Tony sonrió.

—Justo la respuesta cínica que esperaba de ti, Black, y por eso estoy aquí. Te voy a dar una oportunidad que jamás has pensado que llegarías a tener.

—¿Un año sabático en Hawái con el sueldo completo?

—Mejor. Te voy a cambiar la vida —Tony le dio una palmada en el hombro y Ethan se preguntó si no debería decirle que, después de un turno entero en Urgencias, no se necesitaba mucho para dejarlo KO.

—Si no llego pronto al siguiente paciente, sí cambiará mi vida. Ya me enfrento a una demanda. ¿Podemos darnos prisa, Tony?

—¿Sabes que Papá Noel viene todos los años a la planta de pediatría?

—No lo sabía, pero ya lo sé. Eso es genial. Seguro que a los niños les encanta —repuso Ethan. Aquel era un mundo muy distinto al que habitaba él.

—Pues sí. Papá Noel es… —Tony miró a su alrededor y bajó la voz—. Es Rob Baxter, uno de los pediatras.

—No me digas. Yo creía que era real —Ethan firmó una petición que un residente le colocó delante—. Te acabas de cargar la última ilusión que me quedaba. Me has roto el corazón. Tengo que irme a casa a tumbarme.

—Olvídalo —Susan volvía a pasar, esa vez en dirección contraria—. Aquí no se tumba nadie. A menos que estés muerto. Cuando te mueres, te tumbas, y solo después de que hayamos intentado resucitarte.

Tony se quedó mirándola.

—¿Siempre es así? —preguntó.

—Sí. La comedia es parte del servicio. La risa cura todas las enfermedades, ¿no lo has oído? ¿Qué querías, Tony? ¿No has dicho que era una urgencia?

—Lo es. Rob Baxter se ha rasgado el tendón de Aquiles corriendo en Central Park. No podrá andar hasta después de Navidad. Eso en sí ya es una crisis para el Departamento de Pediatría, pero es más crisis todavía porque él es Papá Noel y no tenemos un sustituto.

—¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Quieres que le examine el tendón? Díselo a Viola. Es una cirujana fantástica.

—No necesito un cirujano, necesito un Papá Noel.

Ethan lo miró sin entender.

—No conozco a ninguno —dijo.

—Los Papás Noeles se hacen, no nacen —Tony bajó la voz—. Queremos que seas tú el Papá Noel de este año. ¿Lo harás?

—¿Yo? —Ethan se preguntó si habría oído mal—. Yo no soy pediatra.

Tony se acercó más a él.

—Quizá no lo sepas, pero Papá Noel no tiene que operar ni tomar decisiones clínicas. Solo sonríe y reparte regalos.

—Parece un día normal de trabajo —repuso Ethan—. Solo que aquí quieren que repartas resonancias magnéticas y recetas de analgésicos. Lo que más se lleva este año es el Vicodin envuelto en papel de regalo.

—Eres cínico e insensible.

—Soy realista, y por eso precisamente no estoy cualificado para tratar con niños ilusionados que todavía creen en Papá Noel.

—Y exactamente por eso deberías hacerlo. Te recordará los motivos por los que te metiste en medicina. Tu corazón se derretirá, doctor Scrooge.

—No tiene corazón —murmuró Susan, que escuchaba sin molestarse en disimular.

Ethan la miró exasperado.

—¿No tienes pacientes que ver? ¿Vidas que salvar?

—Solo estoy esperando a oír tu respuesta, jefe. Si vas a pasar de Scrooge a Papá Noel, tengo que saberlo. Quiero estar presente para verlo. De hecho, trabajaré en Navidad solo por verlo.

—Tú ya vas a trabajar en Navidad. Y no estoy cualificado para ser Papá Noel. ¿Qué te ha hecho pensar que yo aceptaría esto?

Tony lo miró pensativo.

—Puedes hacer feliz a un niño. No hay nada mejor que eso. Piénsalo. Te llamaré la semana que viene. Es un trabajo fácil y gratificante —dijo. Salió del departamento, dejando a Ethan perplejo.

—Doctor Scrooge —dijo Susan—. Eso es muy bonito.

—No tiene nada de bonito —contestó Ethan. Tony no podía hablar en serio. ¿O sí? Él era la última persona en el mundo que debería hacer de Papá Noel con niños llenos de ilusión.

Vio a uno de los residentes esperando.

—¿Más problemas? —preguntó.

—Una mujer con un tobillo lesionado. Muy inflamado y amoratado. No sé si hacerle una radiografía o no. El doctor Marshall está ocupado. Si no le preguntaría a él.

—¿Crees que busca Vicodin?

—Creo que es sincera.

Como Ethan sabía que el joven residente no tenía experiencia para distinguir si alguien era sincero, lo siguió hasta la paciente. El Vicodin era un analgésico muy eficaz. También se utilizaba para drogarse y a él ya no le sorprendía hasta dónde estaba dispuesta a llegar la gente por conseguir una receta. No quería que nadie recetara analgésicos fuertes a personas que solo buscaban colocarse.

Lo primero que pensó al ver a la joven fue que parecía fuera de lugar entre las personas que decoraban la sala de espera de Urgencias un sábado por la noche. Tenía el pelo largo, del color de la mantequilla. Sus rasgos eran delicados y sus labios, rosas y brillantes. Llevaba un zapato con un tacón tan alto que podía ser utilizado como arma. El otro lo tenía en la mano.

Su tobillo ya se estaba volviendo azul.

¿Cómo esperaban las mujeres llevar tacones así y no hacerse daño? Aquel zapato anunciaba un accidente. Y aunque ella parecía bastante normal, él sabía que no podía dejarse llevar por las apariencias. Unos años atrás se había presentado una estudiante con dolor de muelas y al final había resultado que solo buscaba analgésicos. Días después había sufrido una sobredosis y había vuelto a ir a Urgencias.

Ethan había estado presente en la segunda visita, no en la primera, y aquello había sido una lección que nunca olvidaría.

—¿Señorita Knight? Soy el doctor Black. ¿Puede decirme qué le ha ocurrido?

«Ha debido de ser una gran fiesta», pensó mientras examinaba el tobillo.

—Me lo he torcido. Siento molestar cuando están tan ocupados —comentó ella. Parecía avergonzada, lo cual suponía un cambio con los pacientes que se tomaban sus cuidados como si fueran un derecho otorgado por Dios.

Ethan se preguntó por qué estaría sola allí un sábado por la noche. Iba arreglada, así que probablemente no había pasado la velada sola.

Calculó que tendría veintitantos años. Treinta, quizá, aunque tenía una de esas caras a las que resulta difícil calcularle la edad. Con maquillaje, podía parecer algo mayor. Sin él, podía pasar por una estudiante universitaria. Tenía los ojos azules y la mirada cálida y amistosa, lo cual suponía un cambio refrescante.

En general, no podía decirse que Ethan viera muchas miradas cálidas y amistosas en su jornada laboral.

—¿Cómo se lo ha torcido? —preguntó. Entender el mecanismo de una herida era uno de los modos que más ayudaban a imaginar la lesión—. ¿Bailando?

—No. Bailando no. No llevaba puestos los zapatos cuando me lo he torcido.

Ethan vio fascinado que ella se sonrojaba.

Hacía tiempo que no veía sonrojarse a nadie.

—¿Y cómo se lo ha hecho? —preguntó. Se dio cuenta de que ella podía pensar que buscaba información personal—. Cuantos más detalles sepa, más fácil me será valorar la lesión —aclaró.

—Saltando por una ventana. No estaba lejos del suelo, pero he caído mal y me he torcido el tobillo.

¿Había saltado por una ventana?

—¿Le gusta correr riesgos? —preguntó él.

Ella sonrió nerviosa.

—Mi idea del riesgo es leer mi ebook en la bañera, así que no. Creo que no me describiría como una mujer arriesgada.

Ethan volvía a estar en alerta. En vez de pensar en una posible adicta o una yonqui de la adrenalina, estaba pensando en una posible víctima de malos tratos.

—¿Y por qué ha saltado? —preguntó. Suavizó el tono, intentando dar la impresión de que podía confiar en él.

—Necesitaba escapar de alguien —contestó ella. Debió de notar un cambio en la expresión de él porque negó rápidamente con la cabeza—. Ya sé lo que está pensando, pero yo no estaba siendo amenazada. Ha sido solo un accidente.

—La gente no salta por la ventana accidentalmente —contestó él.

A menos que estuviera embriagada, pero no olía a alcohol y parecía muy serena. Más que la mayoría de la gente que la rodeaba. Urgencias no era un lugar agradable un sábado por la noche.

—¿Por qué no se ha ido por la puerta?

Ella bajó la vista.

—Es una larga historia.

Historia que, obviamente, no tenía intención de contar.

Ethan sopesó sus opciones. Veían muchos incidentes de violencia doméstica en Urgencias y tenían el deber de ofrecer un lugar seguro a las víctimas y todo el apoyo que pudieran necesitar. Pero también había aprendido que no todas querían que las ayudaran. Que había un proceso hasta llegar allí.

—Señorita Knight…

—No tiene que preocuparse. Si tanto le interesa, tenía una cita y no iba bien. Un error mío.

—¿Ha saltado por la ventana para huir de su cita?

Ella miró un punto por encima del hombro de Ethan.

—Él no era exactamente lo que decía en su perfil —aclaró.

—¿No lo había visto antes? —preguntó él. Y eso le hizo pensar en tráfico sexual. Y quizá se había equivocado sobre su edad y estaba más cerca de los veinte que de los treinta.

Miró el formulario y su fecha de nacimiento le indicó que había acertado la primera vez. Tenía veintinueve años.

—Estaba probando las citas por Internet. No ha salido como yo pensaba. ¡Oh!, esto es muy embarazoso —ella se frotó la frente con los dedos—. Él mentía en su perfil y yo ni siquiera sabía que la gente hacía eso. O sea que soy una estúpida, lo sé. Y una ingenua. Y sí, supongo que también he sido una temeraria, aunque fuera sin intención. Y se me da fatal.

Él seguía concentrado en sus primeras palabras.

—¿Mintió? —preguntó.

—Usó una foto suya de hace treinta años y contó muchas falsedades sobre sí mismo —ella enderezó los hombros—. Me dio un poco de repelús. Tenía un mal presentimiento con la situación y decidí salir por donde no podía verme. No quería que me siguiera a casa. Pero usted no necesita saber todo esto, ¿verdad? —ella se inclinó para frotarse el tobillo y su pelo cayó hacia delante, oscureciendo su rostro.

Ethan miró un momento aquella cortina de oro brillante.

Inhaló su perfume. Floral. Sutil. Tanto, que se preguntó si no sería su champú lo que olía.

Jamás se involucraba emocionalmente con sus pacientes, pero, por alguna razón, sintió rabia contra el hombre que le había mentido a esa mujer.

—¿Por qué por la ventana? —preguntó. Apartó la vista de su pelo y miró su tobillo, que examinó con atención—. ¿Por qué no se ha ido por la puerta principal o por la salida de atrás de la cocina?

—La cocina se veía desde nuestra mesa. No quería que me siguiera. Y, para ser sincera, tampoco pensaba mucho, aparte de que quería escapar. Patética, lo sé. ¿Está roto?

—No parece —Ethan se enderezó. La lesión era real. El dolor de ella era real y él sospechaba que iba mucho más allá de un tobillo amoratado—. No creo que necesite una radiografía, pero, si empeora, vuelva o acuda a su médico de cabecera.

Esperaba que discutiera con él sobre la necesidad de la radiografía, pero ella se limitó a asentir.

—Bien. Gracias.

Era una respuesta tan poco frecuente, que él repitió para ver si lo había oído bien:

—No creo que sea necesaria una radiografía.

—Comprendo. Probablemente no debería haberle hecho perder el tiempo, pero no quería empeorarlo haciendo algo que no debiera. Le estoy muy agradecida y me alivia que no esté roto.

¿Aceptaba sin más su diagnóstico profesional? ¿Sin discutir ni maldecir? ¿Sin cuestionarlo ni amenazar con demandarlo?

—Puede tomar cualquier analgésico que tenga en casa —dijo.

Aquel era el momento en el que una gran proporción de sus pacientes exigían algo que solo se podía conseguir con receta.

O quizá era cierto que se estaba convirtiendo en un cínico.

Quizá necesitaba unas vacaciones.

Tendría unas pronto. La semana antes de Navidad. Una semana en una cabaña de lujo en Vermont.

Se reunía allí todos los años con familiares y amigos y ese año necesitaba el descanso más que nunca. Amaba su trabajo, pero la presión y el estrés se cobraban su precio.

—No necesito analgésicos, solo quería saber que no está roto. Camino mucho en mi trabajo —ella le sonrió con una dulzura que le nubló el cerebro.

En todo su tiempo en Urgencias, Ethan había lidiado con pánico, histeria, insultos y sorpresa. Se sentía cómodo con esas reacciones. Las entendía.

No tenía ni idea de cómo responder a una sonrisa como aquella.

Ella luchó por levantarse y él tuvo que frenarse para no tender el brazo y ayudarla.

—¿En qué trabaja? —dijo. La pregunta tenía relevancia médica, no la hacía porque quisiera saber más cosas de ella.

—Tengo un negocio de pasear perros. Tengo que poder moverme y no quiero que eso empeore la lesión.

Un negocio de pasear perros.

Ethan miró las pecas que adornaban su nariz.

No le costaba imaginársela paseando perros. Ni creyendo en Papá Noel.

—Si se dedica a pasear perros, quizá sea mejor que no use tacones de aguja —comentó.

—Sí, ha sido una idea estúpida. Un capricho. Estoy intentando hacer cosas que no hago normalmente y… —ella se interrumpió y movió la cabeza—. No tiene por qué oír esto. Está ocupado y yo le estoy quitando tiempo. Gracias por todo.

Aquella paciente le había dado más veces las gracias en los últimos cinco minutos, que todos los demás juntos en las últimas cinco semanas.

No solo eso, sino que, además, no había cuestionado su criterio médico.

Ethan, al que nunca sorprendía un paciente, estaba sorprendido.

E intrigado.

Quería preguntarle por qué intentaba hacer cosas que no hacía normalmente, por qué había decidido llevar tacones de aguja. Por qué había ido a cenar con un hombre al que había conocido en Internet.

En vez de eso, se mantuvo en un plano profesional. Le dijo que tenía que descansar, ponerse hielo y colocar el pie en alto, y todo el tiempo se sentía culpable por haber dudado de ella.

Se preguntó cuándo, exactamente, había empezado a recelar tanto de la naturaleza humana.

Definitivamente, necesitaba unas vacaciones.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—Fue la peor noche de mi vida. Tengo que borrarla de la memoria —Harriet descansaba el tobillo herido en el sofá y hablaba con su hermana por teléfono—. Y, para colmo, acabé en Urgencias, donde el doctor Sexy-pero-Crítico obviamente decidió que era una fulana —todavía podía ver la expresión de la cara de él, como si no estuviera seguro de que la profesión de ella fuera del todo honorable.

Ella se preguntaba lo mismo los días en los que estaba rodeada de perros babosos.

—¿Era sexy? Dime más.

—¿En serio? Te digo que quedé con un acosador espeluznante y salté por una ventana encima de un contenedor de basura, ¿y tú solo quieres que te hable del doctor de Urgencias?

—Si era sexy, sí. ¿Le pediste una cita?

Para ser alguien que afirmaba que no le interesaba nada el romanticismo, la hermana gemela de Harriet pensaba mucho en los hombres.

—No, no le pedí una cita.

—Creía que intentabas ponerte retos.

—Tengo mis límites. Uno de ellos es insinuarme a un doctor que me está tratando en Urgencias.

—Tendrías que haberlo abrazado y haberle plantado un beso en los labios.

Harriet se imaginó la mirada horrorizada de él.

—Y luego te habría llamado desde la celda donde me habría encerrado la policía por agresión. Espera, ¿te estás riendo?

—Tal vez. Un poco —Fliss resopló—. ¿Hay imágenes del episodio de la ventana? Me encantaría verlas.

—Espero que no, porque no es algo que yo quiera revivir —repuso Harriet.

El recordatorio doloroso del tobillo era todo lo que necesitaba. Eso y la vergüenza que la invadía cuando pensaba en aquel momento en el hospital.

—Estoy orgullosa de ti —dijo Fliss.

—¿Por qué?

—Porque todo esto es muy impropio de ti.

—Eso es muy cierto —Harriet movió el tobillo y se preguntó cuánto tardaría en desaparecer la hinchazón. Lo último que necesitaba en su trabajo era una herida que le imposibilitara andar—. Es la última vez que le hago caso a Molly. Fue ella la que me dijo que probara las citas por Internet.

—Fue un gran consejo, es una experta en relaciones. Lo sabe todo sobre el tema.

Harriet pensó en las tres citas que había tenido últimamente.

—No todo.

—Ella domó a nuestro salvaje hermano. Eso demuestra que lo sabe todo.

—No es el mejor enfoque para una persona que tiene problemas con desconocidos. No reacciono muy bien cuando no conozco a la gente.

—Si no puedes andar, ¿cómo te vas a arreglar con el negocio?

—Voy a pasar a otros los paseos míos de los dos próximos días.

—¿Quieres que llame yo a alguien?

—No, ya lo he hecho yo.

—¿A paseadores de perros y a clientes?

—Ya está todo hecho.

—¿La señora Langdon también?

Ella Langdon era la editora de una revista rosa importante y a Harriet le aterrorizaba tratar con ella. Había tenido que concienciarse bastante antes de llamarla.

—Ella también. Ha usado su voz más impertinente, pero en conjunto no ha sido una pesadilla absoluta.

Y Harriet no había tartamudeado, que era lo más importante. Aunque hacía mucho que no le ocurría, todavía vivía con miedo de que ocurriera cuando menos lo esperaba. De niña, su tartamudeo le había acarreado las burlas de sus compañeros de clase. No sabía cómo habría podido sobrevivir sin su hermana gemela.

—Estoy impresionada. Es como hablar con una Harriet nueva. Y, en cuanto se te cure el tobillo, volverás a tener más citas.

—No lo creo. Las citas por Internet no son lo mío. ¿Y por qué iban a serlo? ¿Cómo vas a encontrar a alguien que te guste partiendo de un breve esbozo de su personalidad? Y la gente dice lo que quiere que veas. Es todo muy falso.

Y Harriet odiaba eso. ¿Qué sentido tenía? Si no podías ser sincero con otra persona durante dos horas, ¿cómo ibas a poder pasar cuarenta o cincuenta años con ella? Tal vez fuera poco realista esperar que una relación durara para siempre, quizá ella fuera una mujer muy anticuada.

Tenía la moral por los suelos. Unos meses atrás, le habría contado eso a su hermana, pero ese día se lo guardó para sí. Sentía un dolor detrás de las costillas que no sabía si era indigestión o una acumulación de sentimientos con los que no sabía qué hacer.

—En cualquier caso, es irrelevante, porque no iré a ninguna parte en los próximos días. ¿Cómo va todo por Los Hamptons? ¿Cómo están la abuela y Seth?

—Todo va bien —contestó Fliss—. La abuela está ocupada con sus amigas. Ya sabes cómo es. Es la persona con más vida social que conozco. Y Seth pasa mucho tiempo trabajando, pero yo también. Caminar por la playa es una bendición y aquí hay mucho más negocio del que nunca imaginé.

Y, cuando se trataba de buscar negocio, Fliss tenía el olfato de un terrier.

—Sin ti, los Rangers Ladradores no existirían —comentó Harriet.

—¡Eh!, puede que yo iniciara el negocio, pero eres tú la que lo mantiene en marcha. Los clientes te adoran y los perros también —Fliss hizo una pausa—. ¿Seguro que no quieres pasar la Navidad con nosotros? No he pasado ni una Navidad sin ti en toda mi vida. Va a ser muy raro.

—Será bonito —repuso Harriet. «¿Quién es la falsa ahora?», pensó—. Estarás con la familia de Seth.

—Pero tú también estás invitada. Y me gustaría que vinieras.

Harriet pensó en pasar la Navidad con un montón de gente a la que no conocía. Fliss se sentiría obligada a estar pendiente de ella. Sería agotador. Y, además, aquel sería el mayor reto de todos. Navidad sin su hermana gemela. Era como cortar el cordón umbilical. Si podía sobrevivir a eso, sobreviviría a cualquier cosa. Sería un buen modo de ganar en autoestima.

Siempre que sobreviviera.

—Quiero quedarme en la ciudad. Adoro Manhattan en Navidad —dijo. Esa parte era cierta. Le gustaba ver los escaparates y observar a la gente caminar por la Quinta Avenida cargada de bolsas y regalos—. Han anunciado más nieve. Será mágico. Me encanta la nieve, aunque, con la suerte que tengo, seguro que resbalo y me tuerzo el otro tobillo.

—Así volverás a ver al doctor sexy.

—Y, si ocurriera eso, seguramente pensaría que tengo que aprender a andar —repuso Harriet.

Había pensado mucho en él desde la noche anterior. Tenía unos ojos de un azul muy intenso. Unos ojos azules cansados. Ella no podía ni imaginar la energía que necesitaba para hacer su trabajo, lidiar con montones de personas en la sala de espera y con las urgencias de vida o muerte que llegaban en medio de una fanfarria de sirenas y luces parpadeantes.

Mientras esperaba en la sala de espera, había tenido tiempo de sobra para verlo en acción.