Macarras interseculares - Iñaki Domínguez - E-Book

Macarras interseculares E-Book

Iñaki Domínguez

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Beschreibung

Una historia oral tejida desde la fascinación por aquellos tiempos, sin duda más peligrosos pero también más libres, en los que el indómito macarra campaba en las calles, parques y tugurios de Madrid. A través de sus páginas, el lector conocerá las barras americanas de la "Costa Fleming", el consumo de kif en las corralas de Lavapiés y los botellones en Malasaña antes de la gentrificación, las peleas de mods y rockers frente al Rock-Ola, el tráfico de heroína en los poblados del extrarradio y el menudeo en la plaza Dos de Mayo, las "colmenas" del parque Calero que Almodóvar convirtió en plató, la plaza Barceló tomada por las tribus urbanas y el metro asaltado por grafiteros enganchados al hip hop, así como muchos otros parajes insólitos de la capital de España.

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Madrid (1985). © Miguel Trillo.

© Iñaki Domínguez, 2020

© De la presente edición: Editorial Melusina, s.l.

www.melusina.com

Primera edición: marzo de 2020

Cuarta edición corregida: octubre de 2022

Tercera edición digital: octubre de 2022

Reservados todos los derechos de esta edición.

Fotografía de cubierta: El boxeador Dum Dum Pacheco a las puertas de Carabanchel sobre su Lotus Cabriolet de 1970. Fotografía tomada del archivo personal de José Luis Pacheco.

Imagen de cubierta: Jesús Araque e Iñaki Domínguez

Diseño del mapa: Araceli Segura

eisbn: 978-84-18403-09-5

Dedicado a los macarras de Madrid

contenido

Introducción

1. La figura del macarra: etimología e identidad

2. Póker, putas y cuba libres: «Costa Fleming» y alrededores

3. Historias de Lavapiés, años setenta

4.Zona Cuatro Caminos: territorio salvaje

5. Malasaña: iraníes, caballo y quinquilleros

6. El Rock-Ola, las viejas pandillas y las nuevas tribus urbanas

7.Mundo rocker: los «desterrados de la Movida» frente a los mods

8. Punkis, heroína y poblados de la droga

9.Torrejón y la prehistoria del hip hop español

10.Pijos malos: la Panda del Moco

11. Los macarras y el mundo de la noche: años ochenta y noventa

12.Olavide, donde viven los monstruos: vuelcos, extorsión y abogados corruptos

13. «¡La Prospe resiste!» Leyendas del barrio de Prosperidad

14.cpv y la zona Este: el renacimiento del rap

15.Treneros, ladrones, Tribunal y la fauna callejera

16. La Ciudad de los Poetas o barrio de Saconia. Años noventa y dos mil

Epílogo

Introducción

El libro que te dispones a leer es un análisis de una figura, quizás demodé, pero reconocible: el macarra autóctono español. Los macarras reales, no simulados, parecen tener cada día menos visibilidad en nuestro país y bien merecen un estudio pormenorizado. Quizás sea demasiado aventurado hablar de ellos como de una especie en extinción, pero sí da la impresión de que esta figura, en su vertiente tradicional, está poco a poco desapareciendo del mapa. A esto se debe mi interés en dicho tipo humano, que ha de ser comprendido, en este caso, desde unos parámetros temporales y geográficos concretos.

Me ocupo aquí exclusivamente de los macarras interseculares, como reza el título; es decir, personajes que han habitado calles, parques y tugurios, siempre en los límites de la marginalidad, en un lapso de tiempo que va de los años sesenta del siglo xx hasta entrado el siglo xxi. Es a este periodo a lo que me refiero cuando uso la palabra «intersecular». Quizá el término resulte algo pedante, pero es una palabra evocadora que cuenta con una magnífica sonoridad. Por otra parte, quiero dejar claro que el término macarra no lo empleo despectivamente. Me refiero con él, como se diría informalmente, a personas con calle.

Por otra parte, ¿cómo no? El macarra que estudio aquí es el que más destaca entre todos: el macarra castizo, madrileño. Si existe un macarra por antonomasia, ese es el habitante de la capital. Se ha dicho siempre de los «gatos» que son unos chulos, y no hemos de olvidar que, como comprobaremos más adelante, chulos y macarras en origen representan una y la misma figura: el proxeneta callejero. No cabe duda de que la cuna del macarreo patrio es la ciudad de Madrid.

La idea de escribir este libro se me ocurrió hace ya años. No recuerdo bien si en torno a 2010, o así. Me pareció fascinante recuperar para la memoria las vidas y actividades de los más representativos macarras con los que hasta entonces me había topado, ya fuese en persona o de oídas en base a rumorologías. Llegó para mí el momento en que quise recordar aquellos nombres y hazañas del pasado, de un tiempo que se desvanece por momentos, para fijar en la memoria colectiva esos siempre efímeros mitos callejeros. Por otra parte, hay que entender que este libro es también un tratado de mitología urbana y de folclore contemporáneo; aunque no se trata solo de recabar dichos mitos, sino también de penetrar en ellos, de pasar al otro lado del espejo, de esas proyecciones colectivas que son los mitos, para encontrar el núcleo de verdad que dichos relatos contienen. Se trata, en parte, de hallar la «cosa en sí» del asunto; un trabajo, por otra parte, apasionante.

Al ser un libro construido exclusivamente a base de entrevistas personales, se trata de una fuente primaria en toda regla; un texto que habrá de interesar a historiadores futuros especializados en el Madrid callejero del periodo intersecular. A pesar de que todo lo que aparece en las páginas que siguen es veraz y auténtico, este libro es necesariamente, como ya he dicho, un tratado de mitología urbana. Esto se debe a que la memoria es siempre selectiva y parcial, de modo que distorsiona los hechos. Existe siempre en la mente del informante una subjetividad inevitable que afecta a los contenidos narrados. En palabras del Coleta, famoso rapero al que entrevisté para esta investigación: «Igual que una persona cuando te cuenta que se ha pegado con otro pavo y no es igual cómo te lo cuenta que cómo ha sido… “¡No, es que le metí un puñetazo que le reventé la cara!”, y al final se enzarzaron sin más y le raspó, ¿sabes? Hay gente… que se inventa un personaje y se está tirando un moco que flipas». Sin embargo, la totalidad de los personajes que aparecen en el libro son «reales», es decir, que cuentan con «street cred» de sobra, algo que ha sido contrastado por espectadores, víctimas y perpetradores.

Esta subjetividad narrativa no me preocupa demasiado, pues también me fascina esa distorsión como elemento propiamente mitológico que sirve de vehículo a ciertas verdades. El mito estimula la mente humana de una manera que la mera realidad es incapaz de lograr. Me interesa excitar esos elementos de la potencia simbólica, no a través del falseamiento de los datos, sino permitiendo que sean mis informantes, mis lectores y yo mismo los que construyamos este relato colectivo en base a hechos estrictamente verídicos. Dicho esto, relato cada historia con la mayor meticulosidad posible.

Mi propósito, por otra parte, no ha sido analizar e investigar las vidas de macarras cualesquiera, sino de macarras que, en mi época y en otras, contasen con una sólida reputación entre las personas de la calle. He querido acercarme a estos personajes como si fuese yo uno de los hermanos Grimm. Estos quisieron, en el periodo romántico, «atrapar» o capturar el espíritu nacional que se expresa en el folclore y la sabiduría popular para que, a través de estas elaboraciones colectivas —mitos y cuentos de hadas—, el volksgeist germano viese la luz y quedasen registrados por escrito el espíritu de la nación y sus producciones. Los Grimm interrogaron a viejas y ancianas de poblaciones rurales para anotar las historias que estas conocían; cuentos de viejas, los llaman. Gracias a su labor, relatos tan universales como Blancanieves, La Cenicienta, Barba Azul, Hänsel y Gretel, Rapunzel, La Bella Durmiente, El gato con botas o Pulgarcito llegaron a ser conocidos por los lectores de todo el mundo. Algo así he querido hacer yo, solo que con narraciones urbanas protagonizadas por macarras diversos, integrando sus andanzas en los procesos urbanísticos y civilizatorios de la capital. En este libro, macarra y entorno urbano forman una simbiosis: la identidad del uno no puede existir sin el otro. Sujeto y ecosistema se desarrollan y reafirman en una relación dialéctica en la que uno se nutre del otro y viceversa. 

Para escribir este texto he recurrido, como siempre, a mi intuición. Desde los trece o catorce años no he dejado de moverme por la ciudad y como buen madrileño (vivo aquí desde que tenía diez años) he conocido muchos barrios de la capital. Yo, como tantos otros, represento la antítesis de esos personajes que vienen a estudiar sus respectivas carreras para quedarse luego a vivir en la capital, sin salir casi nunca del centro. Madrid bien merece ser investigada, experimentada y vivida en toda su amplitud. Desde hace veinticinco años he conocido bien barrios como Colombia, Prosperidad, Malasaña, Retiro, Chamberí, barrio de la Concepción, avenida de América, Embajadores, barrio del Pilar o Diego de León. Aquellos que desprecian tales comunidades no saben lo que se pierden. A pesar de que, por lo visto, dichos lugares no atesoran capital simbólico (exceptuando Malasaña), uno no ha de creer que carecen de interés. Explorar la ciudad en profundidad es un modo de trascender los dogmas que se nos imponen desde la caverna mediática, las revistas «cool» y la siempre errada opinión pública. Explorar la ciudad es un acto de libertad que contribuye a redimirnos de estructuras mentales rígidas que no hacen sino empobrecer nuestra experiencia y, en definitiva, nuestras vidas e identidades.

He centrado mis investigaciones en la figura del macarra autóctono. Alguien que habita las calles, que quiere reafirmar su identidad públicamente y que, para lograrlo, en muchos casos hace uso de sus puños o delinque. Sin embargo, mis trabajos me han llevado por distintos derroteros y, en algunos casos, me he adentrado en ámbitos de pura delincuencia. Los límites entre el macarra y el criminal —incluso el mafioso— son difusos y uno no debe atemorizarse al cruzar de un terreno al otro. Ambos están tan íntimamente ligados que a menudo se confunden.

A la hora de documentarme, me he sentido como un espeleólogo que se adentra en la oscuridad más absoluta con una linterna adherida al casco. La luz que se desprende del artefacto solo alcanza un perímetro limitado: aquel que ilumino gracias a la voz de mis informantes, junto con mis propios recuerdos. En este sentido, yo también soy un informante. Mis experiencias forman también parte esencial del libro. Por eso este texto tiene mucho de indirecto autoanálisis. Uno se sorprendería del número de macarras, delincuentes, drogadictos y asesinos que conoce; si no directamente, a través de terceras personas. Recordar el propio pasado hace que uno confronte su mierda y, de alguna manera, esto resulta liberador. La mierda está ahí para todos. Uno rememora cosas que jamás recordaría si no escribiese un libro por el estilo. Escribir este tipo de relatos permite retener la identidad propia, en toda su miseria y en toda su grandeza. En los recuerdos uno se reconoce a sí mismo. En lo bueno y en lo malo.

Decía Charlie Chaplin que al ilustrar el modo en que una película es producida se priva al cine de su encanto. A mi juicio, ocurre precisamente lo contrario; al menos en relación con los libros. Desvelar los tejemanejes que me han llevado a dar cuerpo al texto sirve para otorgar más profundidad, creo yo, a su lectura. He tratado de conservar los nombres y apelativos reales de las personas retratadas, solo que en algún caso esto ha sido imposible: muchos de ellos son celosos de su intimidad, otros siguen en activo1 y algunos simplemente no están orgullosos de sus acciones pasadas.

Entre los entrevistados me he encontrado con dos tipos esencialmente antitéticos: el introvertido-reservado y el extrovertido-comunicativo. Naturalmente, a mí me interesan los informantes del segundo tipo.

Por otra parte, siempre había creído que, como antropólogo y escritor, yo era un teórico, que prefería pasar el tiempo en mi escritorio que realizando trabajo de campo. Lo cierto es que, en este caso, las entrevistas personales han sido, por lo general, un verdadero placer. Me encanta tratar con personas y me gusta beber cerveza, y ambas cosas eran parte ineludible del proceso de investigación. Al recabar información, entre muchas otras cosas, he tratado personalmente con macarras, delincuentes y politoxicómanos de toda condición y pelaje, he visitado narcopisos y he entablado conversaciones con asesinos confesos. El libro es, en términos estrictos, una etnografía del macarreo. Es probable que mi propia madre se sienta preocupada por estas investigaciones pero, sin duda, mucho más habrá de preocuparse cuando se adentre en los contenidos que se ofrecen a continuación. Uno no escribe para honrar a las madres, o para reproducir un discurso halagüeño que satisfaga la censura intrínseca tanto a la propia familia como a la comunidad a la que uno pertenece, sino con el solo propósito de exponer verdades que, por muy incómodas que puedan resultar, nos sirvan para reconocernos en ellas. La escritura, ya sea novelada, antropológica o filosófica, ha de incrementar siempre, a mi juicio, una cuota de autoconocimiento. Al menos ese es el objetivo planteado por el relato que se precipita ante el lector. El tema tratado aquí es especial. En términos literarios estamos hablando de una temática casi inédita. En palabras del fotógrafo Miguel Trillo: «Hay una agrafía absoluta de la calle. No hay… Llega cualquier escritor y todo de lo que habla son referencias de referencias, recortes de prensa. No hay contacto con la realidad. Hay un distanciamiento total [con respecto a] los hechos». No sería desdeñable, por lo demás, promover también con este texto la lectura entre macarras que se sientan identificados con lo que aquí cuento, o que aspiren a reconocer sus propias hazañas sobre el papel.

En su estructura el libro aspira a ser heterogéneo. Incluye reflexiones mías además de entrevistas, poesías, canciones y fotografías que describen la realidad analizada. Habiendo dicho todo esto, serán los propios personajes callejeros quienes llevarán, de ahora en adelante, el peso del relato. Ellos habrán de narrar con sus propias palabras en qué consiste su mundo y cómo se mueven en él. No obstante, será necesario aportar primero algunas notas introductorias sobre nuestro presente objeto de estudio.

1.En palabras de uno de mis informadores: «Una vez te metes en ciertos estilos de vida es muy difícil salir. ¿Que vas a pasar de ganar cuatro mil pavos al mes a novecientos? Yo me encontré a uno que decía que lo había dejado. Que tenía niños. Pero el pavo iba súper bien vestido, llevaba un bmw».

1. La figura del macarra: etimología e identidad

Comencemos por definir adecuadamente el término que sirve de hilo conductor a este libro: el macarra. Como dije en otro lugar, la palabra macarra originalmente viene a significar proxeneta. El vocablo proviene del francés «maquereau» que significa literalmente «caballa». No se sabe muy bien cuál es la asociación entre el chulo de putas y ese pescado en concreto. Hay quien dice que quizás tenga algo que ver con el olor de las partes pudendas de hombres y mujeres. El arquetípico proxeneta afroamericano es llamado «Mack Man» o «mackerel»; un concepto transferido a Estados Unidos, también del francés, a través de Nueva Orleans.1 Tanto el macarra español como el mack estadounidense cuentan con la misma raíz etimológica: «maquereau». Se considera que el término maquereauestá emparentado con el neerlandés makelaer, algo así como un corredor o agente; también con makeln (traficar, comerciar), derivado a su vez de maken (hacer). En castellano contábamos con un término similar proveniente del árabe: alcahueta, que contiene el prefijo «al» (el) y «qawwád» (mensajero). La alcahueta era aquella que hacía de mediadora entre amantes cuyos amoríos, generalmente, habían de permanecer en secreto. La alcahueta representaba, y representa, la contrapartida femenina del chulo: la madame. El término «rufián» tiene la misma significación que macarra, solo que es un término de origen italiano. Tanto rufián como macarra, sin embargo, han dejado de significar —en el lenguaje cotidiano al menos— lo que significaban. Según la Real Academia de la Lengua, macarra viene a ser una persona «agresiva, achulada».

No es de extrañar que los pobladores de Madrid sean considerados chulos o macarras, puesto que la ciudad de la villa ha estado tradicionalmente vinculada al ámbito de lo público, de lo callejero. En Madrid, la gente ha hecho siempre vida en las calles. Desde que Felipe II estableció la Corte en Madrid el 12 de febrero de 1561 —se dice que aterrorizado por potenciales ataques navales—, en Madrid han confluido personajes provenientes de todos los puntos de España. ¿Qué ocurre cuando uno deja atrás sus raíces y se adentra en grandes centros urbanos donde reina el anonimato? Que se desinhibe y explaya, que de algún modo se torna chulesco. He ahí uno de los múltiples factores que sirven de base al archiconocido chulo madrileño. Por otra parte, la ciudad de Madrid se caracteriza por el protagonismo que ha tenido siempre la propia población a la hora de conformar la identidad urbana, siendo una capital en la que «los movimientos sociales urbanos han sido determinantes en la modificación del modelo de desarrollo».2

Podemos afirmar que el macarra surge exclusivamente en las ciudades y que es eminentemente masculino y más propio de la juventud. Hemos de tener en cuenta que las ciudades representan, históricamente, los grandes focos de delincuencia y patologías mentales frente al mundo rural. Con el desarrollo de las grandes ciudades europeas en la segunda mitad del siglo xix, la delincuencia se incrementó exponencialmente.3 En palabras de Mireya Suárez: «El origen del pícaro es la ciudad … donde la aglomeración dificulta el vivir».4 Sin embargo, curiosamente los macarras son más prevalentes en aquellas zonas suburbanas, haciendo uso de dicha palabra en términos literales; es decir, en entornos sub-urbanizados es donde los macarras han contado con gran presencia. Es en ese límite entre lo rural y lo urbano donde han florecido algunos de los personajes más agresivos y pendencieros de las ciudades. Esta difusa frontera entre lo urbano y lo rural ha sido, de hecho, el ecosistema del quinqui, esa figura tan en boga en los tiempos actuales. La marginalidad no solo tiene un significado metafórico en relación a la delincuencia, sino verdaderamente literal. En muchos casos los índices de criminalidad vienen determinados por la localización del delincuente en el plano físico de la ciudad. A mayor centralidad, siempre hablando en términos generales, la agresividad de los habitantes disminuye. Como ejemplo de esto contamos con el testimonio documental del género cinematográfico llamado quinqui. En Perros callejeros (1977), el Esquinao, que al final de la película decide castrar al Torete, pasa su tiempo en una cuadra, que parece hallarse en las inmediaciones de los altos bloques de viviendas en los que vive el propio Torete;5 el protagonista de La semana del asesino (1972), Marcos, vive en una pequeña casa de apariencia pueblerina, también en las inmediaciones de unos grandes edificios recién construidos (el futuro Pinar de Chamartín); en Deprisa, deprisa (1981) el paisaje urbano y rural se entremezclan de continuo, de modo repetitivo, hasta la saciedad; en El Lute: camina o revienta (1987), los protagonistas se hacen un «trespa» (que significa ir montadas tres personas en una sola moto) desde un poblado chabolista hasta una joyería del distrito de Tetuán para cometer un atraco; y en Colegas (1982), ambientada en el barrio de la Concepción, ocurre tres cuartos de lo mismo. Los ejemplos de lo que aquí quiero ilustrar son innumerables.

Pero no hace falta remitirse al cine. Recuerdo yo tener tan solo diez años, en 1991, y esperar el autobús debajo de unas Torres Kio todavía en construcción, y ver a dos gitanos en un carro tirado por un burro, circulando por la continuación de la Castellana en medio del tráfico, exclamando a grito pelado: «¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes! ¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes!». Escuché yo entonces a un señor con bigote y gafas de aviador que había a mi lado decir para sus adentros: «Tu puta madre…». Quinquis y gitanos son los protagonistas de este entorno entre urbano y campestre, no del todo definido, aún por construir.

También el macarra ha ocupado tradicionalmente un espacio periférico. En Madrid, muchos de los «ventorrillos, tabernas y bodegones» donde se juntaba gente de mala vida estaban en «arrabales y extramuros», localizados durante el reinado de Felipe IV en barriadas a día de hoy tan céntricas como Lavapiés. Lugares análogos durante el periodo intersecular aquí analizado serían los barrios de la periferia. En tales emplazamientos había, además, solares donde la gente humilde podía realizar sus reuniones dominicales. Esta apropiación del espacio público por parte de las clases menos pudientes con fines celebratorios sigue existiendo. Todavía recuerdo encontrarme una noche de verano a una familia gitana haciendo una barbacoa en el interior de la piscina pública del barrio del Pilar, o las memorables reuniones de los años noventa celebradas por numerosos ecuatorianos en la Chopera del parque del Retiro los domingos. Cuando le comenté esta costumbre a un amigo peruano me dijo que eso era cosa de «cholos», un término derogatorio para referirse a los indios cuya etnicidad está vinculada a los estratos sociales más desfavorecidos. También en California las barbacoas realizadas en los parques son un elemento distintivo tanto de mexicanos como de afroamericanos. Aquellos que no cuentan con espacios privados para celebrar fiestas multitudinarias lo hacen necesariamente en lugares públicos.

Por otro lado, y al igual que la picaresca de los siglos xvi y xvii que «alcanza todos los estratos de la sociedad», los macarras de finales del siglo xx están presentes también entre las clases pudientes. Esto es algo típico de Madrid, donde la aristocracia siempre tuvo interés en identificarse con las costumbres y ritos de las clases populares. Si Madrid cuenta con una virtud, esta es su horizontalidad con relación al trato entre personas pertenecientes a diversas clases sociales. La cercanía de la aristocracia a los estratos más bajos es lo que vino a denominarse «majismo». No es de extrañar, pues, que el rey Juan Carlos I fuese más conocido como «el campechano». De esta manera popular del ser aristócrata provienen también las célebres Maja desnuda y Maja vestida, retratos de Francisco de Goya que se dice que representaban, nada más y nada menos, a la Duquesa de Alba. Madrid era la corte donde ricos y pobres se confundían unos con otros, al menos en su apariencia y en muchas de sus costumbres.6

Por lo general, el macarra no es una persona cultivada intelectualmente, algo que le hace depender del ingenio y la fuerza bruta. En los barrios duros de Madrid un elemento que impera es la picaresca. Tal concepto, que tiene precursores en la literatura latina, cobra importancia en España a partir de los siglos xiv y xv. Con todo, el «pícaro» como término inicia su andadura en el xvi. Se llama pícara a la gente «perdida, vagabunda o rufianesca», siendo un atributo de aquellos que han de ganarse el sustento de modo ilegítimo por vía del engaño. Dice el historiador José Deleito y Piñuela que ese engaño nace de la necesidad, pero que pasa luego a ser «engaño por gusto y por costumbre».7 Como veremos en las páginas de este libro, lo que se inicia a modo de tentativa se convierte en hábito por lo fácil que resulta. Los pequeños hurtos y los abusos cometidos contra otros se perpetúan en el tiempo por los beneficios, casi sin consecuencias, que reportan. El antropólogo y criminólogo pionero en España Rafael Salillas entendía que la picaresca era propia de lo que denominó la «psicología del nomadismo»: carecer de un lugar fijo en el que vivir induce a las personas a conducirse de modo inmoral. Se entiende que aquellos que deambulan de un sitio para otro, o permanecen en un lugar público sin un propósito aparente, tienen siempre intenciones ocultas de tipo antisocial. De ahí que la II República aprobara en 1933 la Ley de vagos y maleantes. Se entendía que esta norma servía para evitar potenciales conductas delictivas, si bien su función consistía, básicamente, en poder quitarse del medio a personajes considerados molestos. Esta ley se modficó con el franquismo para incluir a los homosexuales y, con la Transición, devino en la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social. Según el fotógrafo Miguel Trillo, un macarra podía ser detenido sin más, pues se trataba de «una ley anti-pintas». Por poner un ejemplo, si esta ley siguiese en funcionamiento podría haber servido para acabar con todo lo relativo a las llamadas «cundas» de la Glorieta de Embajadores de Madrid, donde se juntaban los toxicómanos para tomar taxis hasta los mercados de la droga. A ese vaguear en inglés se le llama «loitering», algo que en Lavapiés hacen a día de hoy muchos subsaharianos, pero que también es propio de ancianos y jóvenes autóctonos. Como establece City of Quartz(1990), del escritor marxista Mike Davis, existen formas de arquitectura de corte conservador que interfieren de modo invisible con ciertas formas de entender la ciudad. En Madrid, en plazas como la de Callao, los bancos fueron eliminados en favor de sillas de madera y acero separadas unas de otras a gran distancia para impedir que la gente socializase en las calles y, en su lugar, corriesen de un lado para otro buscando bienes de consumo. Otro ejemplo son las más recientes paradas de autobús de Madrid —diseñadas durante la alcaldía de Ana Botella—, que están partidas en dos por un filo intermedio que impide a vagabundos y borrachos tumbarse en las mismas. Por su parte, en diciembre de 2018, la alcaldesa Manuela Carmena colocó espaciosos bancos en la Gran Vía de Madrid en los que alguien pudiese pararse a tomar un café, hacer botellón o tumbarse cómodamente. El diseño urbano expresa implícitamente ideologías políticas concretas. De algún modo, en la actualidad las políticas urbanas conservadoras parten de principios anti-callejeros que favorecen la circulación de personas guiadas por estímulos utilitarios que fomenten el consumo.

Como ya hemos visto, el macarra habita el espacio público, algo que se debe, entre otras cosas, al hecho de que —al menos los macarras interseculares por mí descritos— son personas jóvenes que por lo general carecen de vivienda propia. En Madrid el espacio paradigmático del macarra, aquel en el que pasa su tiempo cotidiano de ocio, es «el parque». Todo macarra en su sano juicio ha de contar con un parque al que acudir a diario para socializar, fumar porros y beber litronas.8 Cada macarra, según el barrio, cuenta con un parque fetiche: parque de Berlín, parque del Gato, parque de Colombia, parque de los Mosquitos, parque del Oeste, parque Calero, a no ser que viva en el centro, donde los parques brillan por su ausencia. Para los personajes callejeros del centro, el lugar de reunión es la plaza Olavide, Dos de Mayo, plaza del Madroño (de Juan Pujol), plaza de los Borrachos (San Ildefonso). España es, en el imaginario colectivo, un país de holgazanes en el que la gente hace vida en la calle, por lo que su territorio no podría dejar de representar el caldo de cultivo ideal para la proliferación de macarras. Sin embargo, no todo es holgazanería. Muchos macarras son buscavidas que convierten su ocio en un tiempo para el lucro económico.

Leo en un estudio psicológico sobre el pícaro que este es «móvil, impulsivo, rebelde y que le falta perseverancia». Tanto pícaros como macarras son personas que viven al día y que se hallan familiarizadas con el dolor, tanto físico como moral. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el pícaro y el macarra: éste último quiere imponer su voluntad de modo directo, al descubierto. Si el pícaro se guía por argucias subrepticias, el chulo hace más uso de la violencia y la intimidación. En todo caso, ambas figuras son consideradas por la España convencional como seres amorales. Esa amoralidad está vinculada a la juventud propia del macarra. La adolescencia es una época en la que los principios morales no están plenamente fijados, lo que conduce a una falta de conciencia ética. Muchos jóvenes desconocen casi por completo los sentimientos de culpa hasta su madurez. Esta amoralidad es uno de los temas principales de La naranja mecánica (1962), la novela de Anthony Burgess. Lo cierto es que la violencia en los jóvenes —especialmente entre varones— es más común que entre personas maduras. Esta violencia se expresa de muchas maneras: en agresiones físicas a otros, en vandalismo, gamberradas o en crueldades de todo tipo. Esto probablemente obedece a aspectos biológicos y hormonales, pero también a determinantes de corte psicológico: los adultos son aquellos que se hacen responsables de sus actos, y la responsabilidad está irremisiblemente vinculada a la culpa. Solo nos sentimos culpables de aquello de lo que somos responsables. Cuanto más consciente de su propia responsabilidad sea el individuo, más familiarizado estará con el sentimiento de culpa. Por otro lado, existe una impulsividad y agresividad que van decayendo con los años. Como me dice un macarra de la vieja escuela: «Con los años te vuelves manso».

La adolescencia es una edad complicada en términos morales. Atendamos al testimonio de un profesor que se escandaliza ante sus propias acciones de juventud: «Recuerdo los sentimientos de mi propia juventud, quizás con mayor claridad que la mayoría de la gente, y sé que entre los once y quince años de edad estaba desprovisto de todo afecto, era apasionadamente vengativo y capaz de actos de los que hoy retrocedería con horror… y —basándome en mis experiencias como profesor— tengo la impresión de que la mayoría de los chicos de esa edad [también] son [así]».9 El cambio de perspectiva moral que tiene lugar a medida que uno madura ha sido perceptible para mí en el proceso de investigación del presente libro en la reticencia con la que me he topado al tratar de entrevistar a algunos de mis informantes. Estos se han negado a colaborar, sencillamente, porque no querían recordar acciones pasadas de las que no se sentían orgullosos. Habían madurado y el recuerdo de su pasado les resultaba desagradable.

Por otro lado, esa «movilidad, impulsividad, rebeldía y falta de perseverancia» a las que hemos hecho alusión serían también atributos típicos de la juventud. El atrevimiento en la adolescencia cuenta con un lado negativo que tratamos de olvidar, quizás con la intención de mejor aceptarnos a nosotros mismos.

1.Christina y Richard Milner, Black Players: The Secret World of Black Pimps, Bantam Books, 1972, pág. 32.

2. Manuel Castells, Crisis urbana y cambio social, Siglo xxi, 1981.

3.Havelock Ellis, The Criminal, Walter Scott, 1901, págs. 369-370.

4.Citado en José Deleito y Piñuela, La mala vida en la España de Felipe IV, Alianza Editorial, 2008 (1948), pág. 126.

5. Frank Braña, el actor que da vida al Esquinao fue, de hecho, pastor en sus años mozos.

6. Una de las cosas que más sorprende al realizar trabajo de campo sobre el tema es la abundancia del llamado «pijo malo», la oveja negra de familias con alto poder adquisitivo que sabe moverse con toda soltura en los bajos fondos. Muchos de los más grandes camorristas y delincuentes madrileños han sido «niños bien». Es este un fenómeno verdaderamente fascinante al que prestaremos alguna que otra atención más adelante.

7.José Deleito y Piñuela, La mala vida en la España de Felipe IV, Alianza Editorial, 2008 (1948), págs. 11, 120, 194.

8.Un clásico del macarreo madrileño consiste en ir al parque a fumarse un porro y «pasear a la perra». Es un enigma por dilucidar el porqué tales animales son siempre del género femenino. Ningún macarra que se precie «pasea al perro».

9. Havelock Ellis, The Criminal, Walter Scott, 1901, pág. 384.

Cartel de Perros callejeros (1977).

2. Póker, putas y cuba libres: «Costa Fleming» y alrededores

Aunque mi intención inicial era comenzar mi relato en los años setenta —los años de la Transición, la proliferación de las drogas y la rebelión juvenil—, todo cambió al conocer a un personaje en una noche de excesos. En julio de 2018, fui invitado a una fiesta en la casa de una nueva amiga en la calle Academia, donde me presentaron a un tal Ángel. Le comenté que estaba realizando entrevistas para un libro sobre historias callejeras y él me habló de su padre, del que me contó varias historias de los años sesenta que despertaron mi interés. Decidí, entonces, entrevistarme con el referido señor, ya octogenario, y arrastré un poco más hacia atrás la cronología de mi libro. 

Iniciaremos, pues, nuestra andadura con el Madrid de los años sesenta. Es decir, en una gran ciudad que se abre económicamente al capitalismo. Se trata de un suceso decisivo que transformará la conciencia nacional y traerá una riqueza insospechada a los hogares españoles. Curiosamente, la idea de retrotraer los hechos hasta el boom económico tardo-franquista tenía todo el sentido. El origen de la España intersecular hunde sus raíces precisamente en esa transformación estructural, económica y social a la que Franco se vio obligado por circunstancias geopolíticas. Originalmente, como los eslavófilos del siglo xix pertenecientes a una Rusia cuya economía estaba fundada en la agricultura, Franco aspiraba, en sus delirios megalómanos, a que el Dios cristiano salvase no solo a la patria sino al mundo entero a través de España, también denominada tendenciosamente por algunos la «reserva espiritual de Europa». En un principio, Franco pretendía, cual Quijote, un retorno al pasado: volver a una realidad en la que Dios fuese el centro, en actitud defensiva frente al subjetivismo liberal —fruto del liberalismo político burgués. En palabras de Mercedes Martín Luengo, con Franco, la «España tradicional sigue enarbolando la bandera del credo cristiano frente al paganismo relativista y la modernidad reinante en Europa».1 Pero dicha fe insensata tenía verdaderamente poca utilidad política, y una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, que arrastró consigo a los sistemas dictatoriales con los que simpatizaba Franco, solo le quedó aliarse con Estados Unidos y abrir las fronteras de la llamada reserva espiritual, precisamente para que esta dejase de serlo. El capitalismo, enemigo del catolicismo autoritario franquista, habría de contaminar el territorio nacional. Se trataba de un sacrificio necesario que Franco había de realizar para la pervivencia del régimen y, por ende, de sí mismo. Franco eligió un mal menor por mera supervivencia. No hemos de olvidar que el régimen franquista fue una estructura diseñada para que Franco y sus élites siguiesen perpetuándose en el poder.

El franquismo tardío tenía cierta semejanza con la China comunista actual, en la que un régimen autoritario abre sus fronteras al capitalismo por necesidad, en una tremenda falta de coherencia cuya razón última es la pervivencia del poder político que ha de ser poseído exclusivamente por ciertas élites políticas y económicas. Así pues, en 1951, la necesidad de conservar el poder en un entorno político enrarecido llevó a Franco a negociar con el presidente Eisenhower los Pactos de Madrid, merced a los cuales se construirían cuatro bases militares estadounidenses en España a cambio de apoyo económico y de legitimidad política internacional para la dictadura.2 Una de estas bases militares fue la de Torrejón de Ardoz. No mucho antes, en 1946, el aeropuerto de Barajas, en las inmediaciones de Torrejón, había comenzado a operar. Ambos se encuentran al este de Madrid. Esto hizo necesarias una serie de vías de comunicación entre la capital y ambas instalaciones. Un año antes de iniciarse las obras de la base de Torrejón, el 8 de mayo de 1952, queda inaugurada la avenida de América, también conocida como la «primera autopista de España». En origen, dicha avenida fue diseñada para «mejorar las condiciones de vida de los pueblos del extrarradio», esas comunidades que a día de hoy son barrios asimilados por la propia ciudad: Ciudad Lineal, San Blas-Canillejas, Guindalera, Barajas, San Juan Bautista, Piovera. Muchos de esos distritos eran barrios obreros. De este mismo periodo datan los edificios que hoy dominan la plaza de avenida de América, el más destacado de los cuales es la llamada Torre Iberia. Los obreros que construyeron esos edificios fueron recompensados con viviendas en una colonia de casas bajas y ajardinadas que se encuentra justo en frente: la Colonia Virgen del Pilar. Barrios como San Blas, por otro lado, fueron el fruto de las políticas sociales de Franco y su Plan de Urgencia Social de 1957, con el que se construyeron hasta veinte mil nuevas viviendas. Se estaba configurando la estructura urbanística que serviría de decorado y sustrato a parte del universo macarra del que hablaremos en páginas sucesivas.

Torre Iberia, avenida de América (1953).

Los inicios de la década de 1950 fueron unos años de grandes cambios y desarrollo en la capital de España. Por el noreste se construyeron también nuevas viviendas, muchas de las cuales fueron ocupadas por militares norteamericanos, como en el llamado barrio de Corea (por la guerra que luchó Estados Unidos entre 1950 y 1953). Digamos que en esa época toda la zona noreste de Madrid estaba en construcción. Algunos de los soldados, dependiendo de su estatus en el propio ejército, vivían en unos barrios o en otros. La zona del barrio de Corea la ocuparon por lo general importantes militares, mientras que en otros lugares, como aquellos que conforman la ciudad dormitorio de barrio de la Concepción, se alojaban soldados rasos.

En 1953 se inicia, en este último barrio, la construcción de las llamadas Colmenas, también conocido como el Complejo Residencial del parque Calero. Se trata de unas enormes edificaciones que seguían algunos de los parámetros de la ciudad autónoma establecidos por el arquitecto suizo Le Corbusier, inspirador del movimiento brutalista en la arquitectura. Estas ocho mil viviendas fueron construidas por José Banús, poco después de completar el Valle de los Caídos. La mayoría de ellas miden entre 55 y 60 metros cuadrados. La idea era crear grandes edificaciones a modo de microcosmos con viviendas y locales comerciales integrados, que fuese capaz de «respirar» y auto-abastecerse. Gran parte de sus habitantes habían sido realojados desde poblados chabolistas de la Ventilla, gente que vivía antaño en el ensanche de la Castellana. Según un artículo de El Mundo: «Las viviendas fueron adquiridas por los estratos enriquecidos del régimen, que las arrendaron a las clases bajas, a razón de 415 pesetas al mes. Sin dotaciones y alejadas del centro de la capital, pues cuando se construyeron, desde 1953, aún no existían ni la m-30 ni el parque de las avenidas».3 Las Colmenas eran habitadas por muchas familias, contenían prostíbulos —muchos más que a día de hoy— y en ellas vivían muchas «queridas» de altos cargos de la policía y el ejército. Estos les «ponían un pisito» para poder visitarlas cuando necesitasen saciar su apetito sexual. Normalmente, sus «benefactores» eran padres de familia casados: «hombres de bien» con una doble vida.

Colmenas construidas por José Banús (1953).

No es de extrañar que estos grandes bloques organicistas fuesen más conocidos como Colmenas, que son la forma de organización social animal que sirve de base a la meditación filosófica en torno al funcionalismo y la integración armónica de elementos dispares, al menos desde el siglo xviii. La colmena ha representado siempre la metáfora de toda sociedad armoniosa y equilibrada. Dicha armonía, sin embargo, pertenecía, al menos en el caso de estas grandes moles, más al ámbito de la imaginación y al pensamiento abstracto que al de la realidad material, puesto que las expectativas utópicas que suscitaron como proyecto jamás se cumplieron. En los ochenta se convirtieron en el escenario idóneo para películas de cine quinqui o tragicomedias sobre la clase trabajadora, como Colegas (1982) o Qué he hecho yo para merecer esto (1984).4

También en estos años se levantó el barrio de parque de las avenidas, colindante con la autopista de avenida de América, donde vivían muchos pilotos de Iberia. Todavía hoy representa un gran bastión del franquismo tardío, tanto estética como culturalmente, puesto que muchos de los adinerados miembros de la estructura socioeconómica del franquismo siguen vivos todavía, y uno puede encontrarlos precisamente ahí. De dicho barrio provienen los Hombres G, que al hacer pellas del Colegio Menesiano, frente a la m-30, iban al mítico bar Rowland, regentado por el Nano y abierto aún a día de hoy. Al otro lado de la carretera está el barrio de la Concepción.

Bar Rowland. © Rocío García.

¿Qué ocurre con la llegada de los americanos a estos barrios? Que comienzan a surgir locales para el placer y el disfrute sensual; establecimientos donde hay alcohol, cabarets y prostitución. Desde entonces, tanto el barrio de la Concepción como la parte este de la Castellana (barrio de Corea) cuentan con prostíbulos que nacen de las necesidades de la soldadesca norteamericana, solo que Corea era el lugar de las «putas finas», como dice uno de mis informantes.5 En sus locales podía uno conocer a tales mujeres para luego recalar en uno de los apartamentos unipersonales de Capitán Haya —al otro lado de la Castellana—, que siguen en funcionamiento a día de hoy. Dicha parte noroeste de Madrid, de más rango que el barrio de la Concepción, está atravesada por la calle Doctor Fleming, que en los años sesenta fue área festiva paradigmática de la capital. La calle Doctor Fleming se alza desde el estadio Santiago Bernabéu casi hasta la plaza de Castilla. La zona, irónicamente, fue construida en el seno de un franquismo sociológico sujeto a elementos como el estatus, las apariencias y una profunda represión de las pulsiones instintivas. De modo llamativo, los americanos —que pertenecían a otro mundo— daban rienda suelta ahí mismo a sus apetitos, y muchos españoles seguían también su ejemplo. Como suele decirse, donde hay soldados hay disipación y libertinaje. Los locales del barrio de Corea estaban diseñados para el disfrute de los americanos; también para el lucro de todos los buscavidas, prostitutas y propietarios del mundo de la noche. Franco hacía la vista gorda, pues los americanos eran quienes imponían sus criterios, dada su supremacía política y económica.6

La Castellana en construcción.

Ese Madrid del franquismo tardío estaba construido a base de hormigón, compuesto de estancias repletas de madera y portales kitsch ornamentados con estatuaria bizarra (en algunos casos, de corte religioso). Conozco a habitantes castizos de estas construcciones subsumidos en su propia burbuja imaginaria de rancio abolengo. Son ese tipo de gentes que fuman sus puros en el ascensor, importándoles muy poco si el hedor de su tabaco molesta a sus vecinos; que no saludan porque creen ser mejores que los demás; que están subyugados por una soberbia impostada que brota de una falta de genuina estima de sí mismos. Es la España reaccionaria atravesada por una neurosis que supura por sus poros; una neurosis sustentada en una cultura que es enemiga de la vida, como diría Nietzsche. Esa neurosis de las altas esferas de la españolidad rancia se fundamenta, principalmente, en el rechazo del sexo, es decir, el repudio de uno mismo.

Cartel de la película Madrid, Costa Fleming (1973).

Hay culturas que reniegan de la naturaleza biológica pero que, aun así, canalizan o subliman sus propias necesidades animales. Y cada una de estas estructuras culturales cuenta con una eficacia mayor o menor dependiendo del contexto histórico. El cristianismo de finales de siglo xx en España, sin embargo, no habría de ejercer dicha función. De hecho, sus mandamientos eran por completo contraproducentes dadas las circunstancias. Esos españoles antiguos tenían (y tienen) muchos esqueletos en sus armarios e hijos adultos neuróticos en sus cuartos de calderas. En una ocasión, bajando por la Castellana, vi a un señor de unos sesenta años temblando tendido en la acera, en un ataque que no sabría definir. Su dentadura postiza le colgaba de la boca. La imagen era perturbadora. Seguí caminando y un transeúnte que andaba en mi misma dirección comenzó a hablarme. Aunque en un principio creí que era marroquí, dijo ser napolitano. Tendría treinta años y su oficio era el de repartidor que lleva la compra a casa de familias de la zona. Trabajaba para Sánchez Romero, probablemente el supermercado más caro de España. Me dijo que no podría creer lo que él veía en su trabajo. Que la gente del barrio «estaba loca». Que eran todos alcohólicos, miembros de familias disfuncionales en las que convivían grandes señoras y caballeros altaneros, con sus hijos de cincuenta años, y que el tipo ese al que le estaba dando el ataque era un ejemplo de ello. Ese hombre en el suelo representaba tan solo el síntoma de un padecimiento colectivo.

La zona de juerga de la calle Doctor Fleming de finales de los años sesenta estaba compuesta, pues, de dos grupos humanos bien diferenciados: extranjeros vividores y castellanos ensimismados que pertenecían más a la Edad Media que al siglo xx. Los dionisiacos norteamericanos iban a ganar la partida, y lo sabían, pues el universo y la historia conspiraban a su favor.

Por lo visto, una calurosa tarde del verano de 1968 preguntaron al joven periodista Raúl del Pozo dónde veraneaba y él respondió que en la «Costa Fleming». Sus palabras remitían a dicho barrio de Corea, situado en la franja este de la Castellana; avenida «estructurante» de la ciudad, pues la atraviesa de norte a sur. El éxito de esa zona, en lo que a festividades nocturnas se refiere, hizo que dicho modelo de negocio se extendiese tanto hacia el oeste de la Castellana, en Capitán Haya (que todavía a día de hoy está lleno de barras americanas, locales de strip tease y prostitutas callejeras), como hacia el este, hasta Príncipe de Vergara, ya en las inmediaciones del parque de Berlín (inaugurado en 1967).

A esta última zona —situada en el límite oriental del barrio de Corea— remitirán las historias que narraré a continuación.  Se conocía al barrio de Colombia (oficialmente conocido como Hispanoamérica a modo de homenaje a la fecundación cultural que supuso la conquista de América), como de las Cuarenta Fanegas o el barrio de las Preñadas. Como ya vimos, en los sesenta había una demanda latente de pisos, y se construyeron muchas viviendas para funcionarios, militares y empleados institucionales. El barrio de Colombia está conformado, en gran parte, por viviendas de protección oficial, solo que dependiendo de la categoría oficial a la que uno perteneciese accedía a viviendas más o menos lujosas.

Como ya dije, tras mi encuentro fortuito con Ángel esa noche de verano de 2018 quise entrevistarme con su padre, propietario de varios locales nocturnos de la zona durante los sesenta. Varios meses después concertamos la cita en un restaurante de Madrid, entre Ángel, su hermano, su padre y yo. El primero en llegar fui yo, y quedé a la espera en una mesa del restaurante Lobbo. Bebía cerveza mientras escuchaba las conversaciones de los adinerados venezolanos sentados en la mesa de al lado. No mucho tiempo después llegó Ángel. Hablamos un rato hasta que aparecieron sus dos familiares. Su padre era un hombre de ochenta y cuatro años, que se sentó a mi lado sin decir palabra. Tras intercambiar unos y otros las debidas palabras de cortesía, el viejo clavó sus ojos en los míos con una media sonrisa y un perverso brillo en la mirada, diciendo: «Bueno, ¿y qué quieres saber?». Yo saqué mi grabadora y apreté el botón de rec.

El padre de Ángel, José Núñez, comenzó su carrera en las oficinas de la Azucarera, en las que trabajó durante diecisiete años. Al casarse, el sueldo no le llegaba, por lo que se vio obligado a ponerse a trabajar en un mesón de El Viso [en el límite sur del barrio de Corea] llamado El Sobaco, donde se familiarizó con el mundo de la hostelería. Con la modernización del barrio a principios de los sesenta, las barras americanas comenzaron a proliferar en el lugar. Viendo una oportunidad de negocio, en 1963 montó, con su hermano, el bar Tokio en la calle entonces conocida como del General Mola (Príncipe de Vergara), al sureste del barrio de Corea. El Tokio era una barra americana: un local donde se reunían prostitutas para atraer a clientes. Este tipo de locales no son prostíbulos per se, sino que operan como plataformas de encuentro para putas y puteros. El propietario del bar se lucra de las copas que los potenciales clientes consuman, siempre animados por las prostitutas que exigen ser invitadas. De las copas que estos pagan, las prostitutas se llevarán un porcentaje. Si estas luego quieren cobrar al cliente o no por servicios sexuales, es cosa suya. El bar no cuenta con habitaciones o estancias para practicar el sexo. Las chicas hacen de reclamo que incrementa el consumo (y precio) de bebidas.

José Núñez con el autor.

Estos locales estaban sujetos a una serie de medidas estrictas y, en algunos casos, absurdas. Por poner un ejemplo, estaba terminantemente prohibido que las mujeres ocupasen el espacio fuera de la barra, y la corrupta policía franquista hacía asiduas visitas al local. En la calle Hermanos Bécquer, donde vivían tanto Carmen Polo como Carrero Blanco, la cosa era bien distinta. Según me comenta José, debajo del ático donde vivía «la Franca» —como él la llama—, en un local a pie de calle, había otro bar americano. En el resto de Madrid, las autoridades complicaban las condiciones para que estos bares operasen autónomamente. Sin embargo, en Hermanos Bécquer los escoltas de la familia Franco podían disfrutar del alcohol, el sexo y la música con toda libertad. El resto de bares se veían acosados por dos comisarios bien conocidos en el mundo de la noche. Ambos agentes eran el azote de muchos de estos locales. «Esos nos daban caña constantemente», dice José. La corrupción, muy arraigada en el régimen como parte estructural del mismo, salpicaba también a la policía. Uno de los comisarios tenía irónicamente «en Ciudad Lineal un chalet con putas dentro. Y a nosotros no nos dejaban…». Digamos que el agente de la ley trabajaba a dos bandas. Putear a otros locales era un buen modo de diezmar a la competencia.

Dado el éxito del Tokio, José y su hermano siguieron con la temática japonesa y abrieron el Samurai, otro local del estilo justo en frente del anterior. En el Samurai llegaron a contar «con dieciocho chicas». El negocio iba tan bien que montaron otro bar americano un número más abajo: el Acapulco. Los clientes de estos negocios comenzaron siendo los americanos, que luego fueron sustituidos por clientela española. Por lo general varones de unos cuarenta a cincuenta años de edad, lo cierto es que toda la gente importante del régimen pasaba por ahí haciendo gala de una tremenda hipocresía. Precisamente quienes imponían las normas para prohibir dicho tipo de negocios eran los primeros en hacer uso de ellos. De hecho, tales prohibiciones eran, en muchos casos, un modo de hacerse con el negocio o de tener un acceso más exclusivo al mismo. La policía trataba de confraternizar con los propietarios para que fueran sus confidentes, algo que, según José, podía traer más problemas que beneficios.

El Samurai contaba con un salón detrás de la barra, disponible solo para los buenos clientes, aquellos dispuestos a pagar una botella de champán. Entonces salían las mujeres. Si la policía descubría que éstas no estaban detrás de la barra imponía al bar una multa de mil pesetas de aquel entonces. A los propietarios, sin embargo, les salía a cuenta, puesto que uno de esos clientes vip gastaba entre cuatro y cinco mil pesetas en una botella de whiskey o de champán. Entre los tres locales, José y su hermano llegaron a contar con unas ochenta o noventa prostitutas.

Muchas de estas mujeres tenían sus trabajos diarios, aunque visitaban estos clubes para ganar un dinero extra y, quién sabe, quizás encontrar marido (el modo más seguro de obtener una posición acomodada en esos años). Hay que decir que por aquel entonces todas estas mujeres eran de nacionalidad española, pues los ratios de inmigración extranjera eran insignificantes. El país no era lo suficientemente rico como para atraer mano de obra extranjera. Generalmente, esas mujeres formaban parte de flujos migratorios interiores al propio país. Es decir, que muchas de ellas provenían de poblaciones más pequeñas: de pueblos o ciudades de provincias.

Puesto que muchas prostitutas se marchaban con sus clientes a las dos o tres de la mañana a alguna boite —las discotecas del momento—, José y su hermano decidieron sacar más partido económico a la noche y abrieron una sala de fiestas en la calle Londres, que llamaron Carnaby St., famosa referencia cultural de los Swinging Sixties.7 En ese local podía el público beber y bailar hasta las siete de la mañana. En muchas ocasiones, sin embargo, la cosa no terminaba ahí. Se organizaban timbas de póker en las oficinas de la sala de fiestas que duraban hasta bien entrado el día. Por entonces, drogas como la cocaína eran difíciles de encontrar, y la fiesta consistía, básicamente, en beber alcohol, follar y jugar a las cartas apostando dinero. En España el juego estaba terminantemente prohibido, algo que no hacía sino suscitar el interés en torno al mismo. Dicha prohibición responde a las actividades ilícitas generalmente asociadas al juego, junto con los riesgos que supone la posibilidad de perder ingentes cantidades de dinero en una de esas timbas. Las adicciones, generalmente, emanan de instintos masoquistas y la prohibición de conductas compulsivas tiene como objeto impedir que las personas se hagan un daño innecesario a sí mismas. No obstante, la prohibición de estas actividades no hace sino incrementar la fascinación que pueden ejercer sobre el consumidor.8 El juego, por otra parte, podía llegar a ser algo más que un simple pasatiempo. Para algunos, era un modo de ganarse la vida.

Para asegurarse la victoria, muchos marcaban las cartas con un rotulador de cera. Los que sabían mirar distinguían la marca. Los desprevenidos, sin embargo, no se percataban de que estaban jugándose el dinero en inferioridad de condiciones. El avispado tahúr podía, de este modo, saber qué cartas tenía su contrincante, conociendo de antemano, por ejemplo, si uno se estaba tirando un farol. La idea en esos casos era desplumar a alguien en concreto. «¿Cómo es posible que yo siempre pierda?», exclamaban algunos de estos jugadores. Cuando terminaba la partida, el tramposo manoseaba la baraja para limpiarla y se la entregaba al perdedor para que éste comprobase por sí mismo que las cartas no estaban marcadas.

En muchas ocasiones, José abandonaba la partida de póker sobre las ocho de la mañana para llevar a sus hijos al colegio. La timba, sin embargo, podía continuar hasta el mediodía. No era raro que las esposas de algunos de los jugadores apareciesen en la puerta del local para reclamar la vuelta de sus maridos a la vivienda familiar.

Por otra parte, muchos de los dueños de este tipo de locales, al cerrar, abandonaban su local con la prostituta más atractiva. Se iban luego a bares de flamenco en la carretera de Barcelona (avenida de América).9 Según José, muchos de esos personajes terminaron arruinados, precisamente, debido a sus excesos. Él, por su parte, estando casado, sabía controlarse con las mujeres. Como todo buen traficante de drogas, que sabe bien que no debe consumir su propio producto,10 el verdadero macarra ha de saber domeñar sus apetitos y, a decir de los pimps de Estados Unidos, acostarse con sus «protegidas» solo a cambio de dinero. El chulo original debe preocuparse tan solo de cuestiones económicas, sin caer en líos de faldas que solo interfieren con el negocio. Esto es lo que cualquier profano en estos asuntos llamaría «separar trabajo y placer»; una buena máxima a la que toda persona debería ceñirse.

Los propietarios de este tipo de negocios debían aprender a defenderse de mucha gente. No obstante, por lo general, dichos emplazamientos no contaban con porteros. Cuando había algún cliente borracho que se negaba a pagar la cuenta, se daba la voz de alarma y llegaban otros hosteleros del barrio que se hacían pasar por clientes. La intención era vigilar que nada se fuese de madre. En una ocasión, unos clientes despilfarradores no aceptaron la cuenta, creyendo que les estaban cobrando de más. José y otros hosteleros se vieron obligados a sacar «el florero», unos palos cortos y gruesos. José, siendo más bajito que ellos, se subió a una mesa para poder golpear al cliente en la cabeza. Los agredidos se quedaron con su cara, y eso le costó pasar por la cárcel. El juez, por lo visto, era amigo de uno de los denunciantes y le impuso una sentencia de tres días en la cárcel de Carabanchel. Pero José, que también tenía contactos, logró pasar tan solo una noche en la enfermería de la cárcel. En la España de Franco, como en parte ocurre todavía hoy, tener contactos era fundamental para el bienestar de cada cual.

Pasados los años, con la llegada de las libertades a España, todos estos negocios dejaron de funcionar. Lo mismo que en Estados Unidos, una vez el sexo fue contemplado como algo más accesible y tolerado, lo prohibido perdió mucha de su fuerza. Generalmente, los negocios son más lucrativos siempre y cuando sean ilegales. De ahí que cuando surgieron bingos al margen de la legalidad en distintas partes de España, José y sus socios decidieron meter mano en esa industria emergente.11 Sin embargo, para poder abrir un bingo en Asturias era necesario hablar primero con un coronel de la Guardia Civil que era de quien dependía la futura apertura del negocio, ilegal por aquel entonces. Se suponía que la Guardia Civil, a cambio de ciertas cantidades de dinero, miraba para otro lado. Al parecer, el coronel les dijo al entrevistarse con ellos que acababa de llegar una orden de Madrid de clausurar todos los bingos. Sin embargo, como José tenía la intención de abrirlo con una asociación «de subnormales» de Asturias, harían lo siguiente: una parte de los ingresos iría a la asociación y otra habría de ser entregada al hijo del guardia civil que era, según José, «un tío muy marica… que era un escándalo… con alzas y medias a rayas». El bingo serviría, entonces, para que el hijo del coronel viviese holgadamente. Así pues, el bingo fue «tolerado», que no «autorizado oficialmente».

Dice José que fue él quien inventó la maquina de bolas que sale en todos los sorteos televisivos, puesto que antes se hacía el sorteo con un bombo. Gracias a un ebanista y un motor de absorción inventó una máquina que chupaba las bolas que anunciaban el premio. Con estos nuevos dispositivos operaban de modo itinerante en los pueblos de la cuenca minera. Cada vez que se movilizaban, el hijo del guardia civil llamaba al cuartel de la población y avisaba de su llegada. El bingo solo podían montarlo ellos. José y los suyos gozaban de exclusividad, gracias al dinero que pagaban religiosamente al hijo de coronel. En definitiva, con la excusa de la «asociación para subnormales» se lucraban José, la asociación y el hijo del guardia civil.

Todo ese dinero se abonaba en efectivo, y los bingos eran muy lucrativos. La vía de conexión con Madrid era por aire y llegaron a ganar tanto dinero que se veían obligados a dejar montones de billetes en un coche que aparcaban en el aeropuerto. Cada quince días volvían a Madrid con dinero, un dinero que por aquel entonces no era necesario blanquear.

No obstante, no mucho tiempo después los bingos fueron legalizados y se estipuló toda una normativa a la que era necesario someterse. Naturalmente, los impuestos a pagar eran todo un inconveniente y José y sus socios decidieron invertir en otros asuntos. Parte de su dinero lo emplearon en comprar dos locales en el barrio de la Concepción, justo en frente del tanatorio de la m-30 (cerca de las famosas Colmenas). Tras la muerte de uno de los encargados de los locales nocturnos de José, asistieron a su velatorio en ese mismo tanatorio. Una vez en la puerta, alguien les ofreció coronas de flores que se vendían en la calle. Esto llamó su atención. Quizás podrían dar uso a sus locales recién adquiridos. Corría el año 1984 y decidieron montar un negocio de venta de coronas de flores que sigue activo a día de hoy.

La competencia en dichos locales era feroz. José y sus hijos tuvieron que ganarse el respeto de algunos de los personajes callejeros que vendían flores en la zona. Para llegar a los clientes que se acercaban al tanatorio era necesario pasar mucho tiempo en la calle. Como ocurre con todo buscavidas, existían unas normas no escritas que había que respetar. Es necesario saber identificar «quién es cliente tuyo y quién no lo es». Hay que saber, además, «pedirse» al cliente. Si uno llega primero, tiene la prioridad. Quien tiene prioridad elige al cliente, que es aquel que llega al tanatorio con un papel amarillo, que es el certificado de defunción. Dicha persona, normalmente, es la que ha de resolver todos los trámites, entre los cuales está comprar las flores que servirán para honrar al fallecido. Si coges tu turno, el siguiente cliente potencial le pertenece a otra floristería. Puede, sin embargo, que el vendedor esté despistado y entonces otro florista le dé su tarjeta al nuevo cliente.

En esos años los vendedores callejeros de flores que trabajaban frente al tanatorio eran como corredores de bolsa, siempre atentos a lo que acontecía a su alrededor. «El respeto te lo ganabas si tenías la cabeza en tu sitio, no te pedías a clientes que le correspondían a otro y no perdías tus propios clientes por despistes». Como dice Ángel, hijo de José: «Si no sabías lo que era tuyo, entonces estabas pisando el terreno a otros».