Manual de autodefensa intelectual - Loris Zanatta - E-Book

Manual de autodefensa intelectual E-Book

Loris Zanatta

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Beschreibung

En el origen de cada drama, de cada tragedia, se pueden identificar lugares comunes abriéndose camino de a poco. Se trata de afirmaciones abusivas, mentiras que se instalan de manera impune como verdades y que dan una pátina de sofisticación a quienes simplemente no se atreven a enfrentar el peligro y terminan siendo cómplices por omisión. Se escucha, por ejemplo: "No soy antisemita, soy antisionista"; "Clases hubo"; "El peronismo siempre acompañó a los derechos humanos"; "El muro de Berlín se cayó para los dos lados"; "Los problemas de Cuba los causa el bloqueo yanki". Podríamos llenar varias páginas con este tipo de afirmaciones que, para el que guarda aún cierto apego a hechos comprobables, son como mínimo una simplificación, pero que constituyen coartadas eficientes y letales contra la democracia, oxigenan dictaduras y regímenes totalitarios, violadores sistemáticos de derechos humanos. Este libro se propone desmenuzar los lugares comunes más nocivos y extendidos. Está dirigido a lectores que se niegan a participar de la decadencia y están dispuestos a correr riesgos, porque pretenden seguir mirándose al espejo sin sentir vergüenza.

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Loris ZanattaCecilia DenotLeonardo D’EspósitoGabriela SaldañaGustavo Noriega (Coord.)QuintínAndrea Calamari

Manual de autodefensa intelectual

Manual de autodefensa intelectual / Gustavo Noriega ... [et al.]. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal; Edhasa, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-923-7

1. Análisis de Políticas. 2. Sociedad Contemporánea. I. Noriega, Gustavo.

CDD 306.42

Diseño de portada: Osvaldo Gallese

Diseño de colección: Enric Jardí Soler

© 2023. Edhasa

© 2023. Libros del Zorzal

Buenos Aires, Argentina

<www.delzorzal.com>

ISBN 978-987-599-923-7

Comentarios y sugerencias: [email protected]

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Índice

Introducción

El populismo, una ideología de lugares comunes

Por Loris Zanatta | 8

Antisemitismo: esa mala costumbre de culpar de todo a los judíos

Por Cecilia Denot | 31

Paraíso Caja Negra Cuba y el respeto religioso por las dictaduras

Por Leonardo D’Espósito | 58

La apropiación de causas: peronistas somos todos

Por Gabriela Saldaña | 82

La gran estafa

Por Gustavo Noriega | 113

El comunismo no existe

Por Quintín | 137

Sin plural para el feminismo

Por Andrea Calamari | 165

Introducción

“Cuando estés estudiando cualquier tema, pregúntate a ti mismo cuáles son los hechos y cuál es la verdad que los hechos revelan. Nunca te dejes desviar por lo que deseas creer o por lo que crees que te traería beneficio si así fuera creído”.

Bertrand Russell

El 7 de enero de 2015, dos hombres con Kalashnikov entraron a las oficinas de Charlie Hebdo en pleno centro de París y acribillaron a casi toda la redacción de la revista satírica al grito de “¡Vengamos a Alá!”, en represalia por la caricatura de Mahoma, el fundador del islam, publicada en 2006. Vale la pena recorrer los sucesos que tienen al atentado terrorista como desenlace.

El 30 de septiembre de 2005, el periódico danés Jyllands-Posten publicó doce caricaturas satíricas en torno a la figura de Mahoma. Los dibujos acompañaban un artículo sobre autocensura y libertad de expresión por miedo a represalias de musulmanes extremistas, dado que, según las creencias islámicas, está prohibido representar la figura del profeta. Sus caricaturistas se vieron obligados a esconderse, debido a amenazas de muerte llegadas al periódico, y este debió reforzar sus medidas de seguridad. Además, como consecuencia de las publicaciones, miles de manifestantes incendiaron la Embajada de Dinamarca en Siria y el Consulado danés en Beirut.

En Francia, en solidaridad con el periódico danés, las doce caricaturas fueron posteriormente publicadas por France Soir, junto con una reflexión en torno al derecho a blasfemar. El periodista de France Soir que firmó la nota fue despedido al día siguiente, lo que provocó indignación en toda la prensa francesa. Tal como cuenta Philippe Val —director de Charlie Hebdo en aquel momento— en su libro C’était Charlie, rápidamente se reunieron los principales directores de diarios franceses y acordaron que todos publicarían caricaturas de Mahoma, como manera de solidarizarse con el periodista despedido y recordarle a su público que en Francia la libertad de expresión es un valor inclaudicable. Pero a medida que pasó el tiempo las redacciones fueron cambiando su postura… Salvo la de Charlie Hebdo, que el 8 de febrero de 2006 publicó todas las caricaturas danesas y un dibujo de Cabu en primera plana con Mahoma diciendo: “¡Qué difícil es ser amado por idiotas!”.

Los hechos que acabo de enumerar alcanzan para afirmar que, si todos los diarios franceses hubieran honrado el compromiso inicial de publicar una caricatura de Mahoma, habría sido muy improbable que el atentando del 7 de enero de 2015 tuviese lugar, sencillamente porque no habría existido un blanco. Charlie Hebdo fue el objetivo del terrorismo porque fue el único medio que dio el paso hacia delante. En conclusión: la redacción de Charlie Hebdo no fue acribillada por haber publicado una caricatura de Mahoma en su portada, sino porque todos los demás diarios no lo hicieron.

Y aquí es donde surge el tema de este libro, Los lugares comunes. En el caso de Charlie Hebdo, los que se acomodaron lo hicieron en nombre de justificaciones como “no hay que echar leña al fuego”, “no es momento para burlarse”, “la libertad de expresión, de acuerdo, pero blasfemias no”, “no somos islamófobos”. Lugares comunes instalados por personalidades influyentes, como el papa Francisco, por ejemplo, que afirmó con relación al atentado: “Es verdad que no se puede reaccionar violentamente, pero si un amigo dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!”. “No se pude provocar —añadió—, no se puede insultar la fe de los demás. No se puede burlarse de la fe. No se puede”, insistió. Y agregó: “Tenemos la obligación de hablar abiertamente, de tener esta libertad, pero sin ofender”.

En el origen de cada drama, de cada tragedia, se pueden identificar lugares comunes abriéndose camino de a poco. Se trata de afirmaciones abusivas, mentiras que se instalan de manera impune como verdades y que dan una pátina de sofisticación a quienes simplemente no se atreven a enfrentar el peligro y terminan siendo cómplices por omisión. Como dice Riss en su libro Un minuto y cuarenta y nueve segundos: “Los colaboracionistas son los que se acomodan. Gente que se muestra defendiendo ideales de libertad y democracia, pero cuando el peligro llega y aparecen formas de totalitarismo, se acomodan. Quizás es una cuestión de supervivencia”.

Se escucha, por ejemplo: “No soy antisemita, soy antisionista”; “Clases hubo”; “El peronismo siempre acompañó a los derechos humanos”; “El muro de Berlín se cayó para los dos lados”; “Los problemas de Cuba los causa el bloqueo yanki”. Podríamos llenar varias páginas con este tipo de afirmaciones que, para el que guarda aún cierto apego a hechos comprobables, son como mínimo una simplificación, pero que constituyen coartadas eficientes y letales contra la democracia, oxigenan dictaduras y regímenes totalitarios, violadores sistemáticos de derechos humanos.

Este libro se propone desmenuzar los lugares comunes más nocivos y extendidos. Para ello, recurrimos a la honestidad y la agudeza de Loris Zanatta, Cecilia Denot, Leonardo D’Espósito, Gabriela Saldaña, Quintín, Andrea Calamari y Gustavo Noriega, a quien agradezco especialmente haber aceptado coordinar este trabajo. Está dirigido a lectores que se niegan a participar de la decadencia y están dispuestos a correr riesgos, porque pretenden seguir mirándose al espejo sin sentir vergüenza.

Leopoldo KuleszJunio de 2023

El populismo, una ideología de lugares comunes

Por Loris Zanatta1

Los lugares comunes son expresiones de pereza mental, y la pereza mental es una fábrica de lugares comunes. Unidos, elevan lo cuestionable a dogma, el evento particular a ley general, lo complejo a simple. Toman la parte y la elevan al todo; a “lo que se ve”, prefieren “lo que se dice”. Condensados en fórmulas obvias y cautivadoras, van de boca en boca, de los bares llegan a las universidades y de las universidades vuelven a los bares. Hasta cuando la verdad a medias se impone como verdad absoluta, la necedad como buena idea, el flatus vocis como artículo de fe. Si así son y funcionan los lugares comunes, entonces de ellos están llenos los populismos, traducidos en consignas políticas, estribillos en las marchas, canciones de mítines. Certezas de granito, a su alrededor se forman las comunidades populistas, se calientan los corazones y las mentes de los devotos, se crean identidades indestructibles: el paso del lugar común a la ideología es corto, cómodo, espontáneo. Ya nadie preguntará a esa altura si el cliché populista está fundado o no; no se discute lo que es cierto a priori.

Para no proceder al azar, no saltar de lugar común en lugar común o responder a lugares comunes con otros lugares comunes, primero habrá que explicar de qué estamos hablando. No solo porque es un deber, sino también porque muchas veces se habla de populismo sin ton ni son. El populismo del que hablo es, con Cas Mudde, “una ideología que considera a la sociedad dividida en dos grupos antagónicos y homogéneos, el ‘pueblo puro’ y la ‘élite corrupta’”. Esta ideología sostiene que la división entre ellos es “moral” y que “la política debe expresar la ‘voluntad general’ del pueblo”.2 No es la única definición posible, quizás ni siquiera la mejor, pero viene al caso para alinear los principales lugares comunes populistas, aquellos que, encadenados entre sí, forman un “relato”, y con el relato, una “ideología”: la “pureza del pueblo”, la “corrupción de la élite”, la “moral del populismo”, la “democracia populista”. ¿Son reales? ¿Están bien fundamentados? ¿Es “puro” el pueblo populista? ¿Es su enemigo una “élite” inmoral? ¿Se opone su superioridad moral a la inmoralidad del capitalismo y del “neoliberalismo”? ¿Son los populismos democracias verdaderas y las democracias liberales “tiranías del dinero”? Estos son, por tomarlos por los cuernos, los clichés populistas por excelencia. Veámoslos.

“El amor es ciego”. El pueblo populista es “puro”

El “pueblo” es el príncipe de los lugares comunes populistas, el faro que ilumina a todos los demás. Los populistas lo mencionan antes y después de las comidas, lo evocan en cada recodo del camino, lo aman con un amor ilimitado e incondicional. “El amor es ciego”, dice un famoso cliché, ve lo que es lindo y no se entera de lo que es feo, del defecto hace virtud, fantasea e idealiza, hasta el agrio despertar, el día en que, caído el velo, la realidad aparece tal como es, aristas y redondeces. ¡No para el populismo! Su amor por el “pueblo” nunca baja, nunca afloja, no cede al desgaste del tiempo y el aburrimiento. Puede ser que más que una “realidad” ame una “idea”, que del “pueblo” hiciera, precisamente, un lugar común. De hecho, ¿cómo es, quién es el “pueblo”, qué hace de él populismo? ¡Hagamos que lo digan los populistas!

Que fuera el trópico, andá a saber, el sentimentalismo caribeño a explicar sus melosos excesos. El caso es que Hugo Chávez no se contenía: su pueblo era “amado”, era “sagrado”. ¿Él? Era el “corazón” del pueblo. ¡Cuántas virtudes tenía su pueblo, qué “fervoroso” era!3 Nunca como el cubano, “el pueblo más noble y sensible del mundo”. Así tronaba Fidel Castro, perentorio y competitivo. En su corazón, juró mil veces, “solo estaba él”.4 Juan D. Perón era más tanguero: del “pueblo argentino —dijo emocionado—, ¡llevo en mis oídos la más maravillosa música”!5 Música aprendida de memoria por Néstor Kirchner, verdadero “animal de pueblo” para su esposa Cristina, feliz de “estar” también en el “corazón del pueblo”.6 “Pueblo solidario”, sobra decir, “pueblo valiente”, rico en “honestidad” y “extraordinaria fraternidad”, se emociona Andrés Manuel López Obrador.7 ¿Podrá un pueblo así no tener siempre razón? ¿Podrá alguna vez equivocarse? Nunca, para Jorge Mario Bergoglio, para el populista medio.8 Cuánto corazón, ¿verdad? ¡Mucho amor! ¡Qué destello de clichés, qué triunfo de lugares comunes!

Tan “puro” es el pueblo populista, tan “mítico” que no puede ser sino “homogéneo”. “Madre solo hay una”, dice el cliché. Madre única de un pueblo Uno, de un pueblo que trasciende las personas como un organismo vivo sus órganos. La pluralidad rompe la unidad natural; la cacofonía, la sinfonía de la creación; la herejía, la fe común. ¡Por eso Dios envió a Eva Perón! Para salvar la “fe y esencia” del “pueblo”.9 Suma de cualidades, trenzado de virtudes, cuerpo vivo y quintaesencia del lugar común, el “pueblo” ama y odia, exulta y sufre, se excita y se deprime, muere y resucita. “Muerto” estaba el pueblo mexicano, antes de resucitar como “un colectivo Lázaro” con López Obrador, quien ha “recogido sus sentimientos”. ¿El Parlamento argentino aprueba la legalización del aborto? Es contra “el sentir del pueblo”, se alzan los obispos, que al parecer de ese “sentir” tienen el secreto.10 El “pueblo” es una orquesta que toca al unísono, una gran ola en un estadio, un público de fieles escuchando la homilía. Sin sospechar de estar reviviendo lugares comunes tan viejos como Platón, Castro disuelve a las personas, transitorias, en los pueblos, eternos: “Un solo pueblo” con “un solo rostro” donde “todos piensan lo mismo”, porque tienen “la misma fe”. “Un haz”. Un haz como el de Mussolini, “el más homogéneo” jamás creado, a punto de lograr, con la “sangre del imperio” y el “trabajo fecundo”, la “unidad moral” que permitirá salvar “el alma de un pueblo”.11 O el volk de Hitler, de pureza cristalina, “tanto en cuerpo como en alma”.12 Y el de Stalin, “valiente y perspicaz” hasta el punto de “hacer milagros”.13 Y tantos otros pueblos esparcidos por el mundo, todos “modestos”, “sencillos”, “buenos”, pero capaces de grandes cosas, pueblos “pobres”, pero nobles, pueblos “nuevos” formados por “hombres nuevos”. Pueblos sagrados.

Sagrados pero mudos. Los pueblos populistas oyen, pero no hablan, alaban y no opinan, invocan y no piensan, asienten y no critican. Llenan las plazas en las que los balcones se alzan como púlpitos en las iglesias. ¿Qué quieren? ¿Qué piden? “Buen corazón”, ¡alguien tendrá que darles la voz! “Voz a los sin voz”, dice el lugar común. Y como el pueblo es Uno, Una será su voz, la voz del jefe, la voz de Dios: “Vox Populi, vox Dei”, ¿no? O también: Ein volk, Ein Führer. Ventrílocuo del pueblo, hablará el caudillo. En resumen: el pueblo populista habla a través de un líder que dice hablar por él. El líder descarga sobre el pueblo la responsabilidad por lo que hace y decide en nombre del pueblo. ¿No habrá truco? “Haré lo que el pueblo quiera”, juraba humildemente Eva Perón. Pero también, por el contrario, “el pueblo sigue a sus héroes”. Héroes para los que, aseguraba Castro, el pueblo “está dispuesto a morir”. Y a matar, por supuesto. Cristina Kirchner tomó a su vez “las banderas del pueblo”. ¿O el pueblo tomó las suyas? ¿Qué líder populista no pronunció una infinidad de veces esas fatídicas palabras? ¿Quién no cayó en la tentación de emborracharse con ese juego verbal? Quizá por eso a todos les encanta, cultos o iletrados, decir que se inspiran en Napoleón, que admiran a Alejandro Magno, que su modelo es Jesús. Lo que por definición es una “relación”, la relación entre gobernado y gobernante, el populismo lo transforma en “fusión”. Lo que en la historia es siempre informe e imperfecto, el “pueblo”, el populismo lo eleva a cuerpo místico. Por lo tanto, el pueblo del populismo no es unido por la razón, sino por la fe.

Si el “pueblo” es el lugar común populista por excelencia, entonces todo lo que el populismo ama y odia, desea y combate, sueña y teme es “del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”. Y si el pueblo del populismo es tan “puro” y “homogéneo”, si es un organismo vivo en constante peligro de muerte, el fin supremo de su seguridad y felicidad justificará todos los medios, desde el abuso de poder hasta la violencia revolucionaria, desde la demagogia más desenfrenada hasta la mentira más desvergonzada, desde la censura hasta el genocidio. ¿Por qué no, si el populista se considera investido de una misión providencial en su nombre? ¿Si tiene que “liberarlo”, “redimirlo”, “salvarlo”? Su horizonte no es parcial, sino absoluto, y su pueblo no es “un” pueblo, sino “el” pueblo.

Como lugar común, el “pueblo” se encuentra entre los más fuertes y sutiles, flexibles y penetrantes. Invocarlo hincha los pechos y calienta los corazones, hace sentir comprendidos y protegidos. Así funcionan los lugares comunes: la prosaica realidad se erige en ellos como “mito”, y los “mitos” no son poderosos porque sean verdaderos, sino por la necesidad que satisfacen en quienes creen en ellos. Entonces, ¿existe el pueblo? ¡Por supuesto! Pero ¿de verdad el pueblo es tan virtuoso, tan homogéneo? ¿Es el populismo el “gobierno del pueblo”? A veces sí, a veces no, depende; no es ninguna ley. En un sentido práctico, ya señaló Karl Popper y lo repitieron muchos: ningún pueblo se gobierna nunca a sí mismo, siempre gobierna a través de otro.14 La retórica populista es eso: retórica. Tampoco existe en la naturaleza un pueblo tan homogéneo como para expresarse por boca de un solista: es una manera de decir, una metáfora. Donde esto sucede, como ocurre en la historia de los populismos, es porque el pueblo se ha convertido en “masa inerte”, ha abandonado la “sociedad abierta” para volver al estado tribal y a la autoridad mágica del chamán. O porque su homogeneidad, siempre relativa, se logró erradicando a la fuerza la heterogeneidad: a través de la coerción y la represión, la violencia y la intimidación, el ostracismo y la marginación. Se necesita poco para que un “pueblo heroico” se convierta en “pueblo vil” y un pueblo “puro”, en pueblo “malvado”.

Aún menos es necesario para que el pueblo bueno y sagrado para unos se vuelva opresivo y despiadado hacia otros. “Pueblo” es también el que denuncia al hereje a la Inquisición y al judío a la Gestapo, quien entrega al vecino a la Stasi o a la guillotina. ¿No era pueblo el pueblo que aplaudía al Duce mientras declaraba la guerra, el que ovacionaba a Perón cuando amenazaba con matar a cinco por cada uno de los suyos? ¿Quién festeja sino el “pueblo” las “conquistas” de Putin y las violencias de Ortega o Maduro? Es el “pueblo irredento” que persigue a la disidencia, el “pueblo enardecido” que encabeza los “actos de repudio”, el “pueblo cómplice” para el cual “la mafia no existe”. El pueblo que ama es también el pueblo que odia, el pueblo Uno es también el pueblo que aplasta al Otro. El pueblo del populismo no es el pueblo que impone límites a los abusos de la tiranía, sino el pueblo en cuyo nombre la tiranía los justifica. Y amar al pueblo es un poco como amar a “todos” para no amar a “alguien”. Ningún lugar común es más bello que el “pueblo”, ni menos inofensivo.

“Quien no te ama no te merece”. El pueblo es víctima de la “élite corrupta”

Para el populismo, no hay “pueblo puro” sin “élite corrupta” que amenace su pureza. Y tan bueno y amoroso es el primero como la segunda es pérfida e insensible. ¡Cuántos enemigos tiene el pueblo populista! Cada enemigo su estereotipo, su lugar común. Aunque, si se le hace caso, siempre es el mismo. ¿Cuál es la diferencia entre el “gusano” de Fidel Castro, el “escuálido” de Hugo Chávez, el “fifí” de López Obrador, el “gorila” antiperonista, la “contrera” antisandinistas? ¿Qué distingue a la “oligarquía” de Juan Perón de los “chetos” de Cristina Kirchner? ¿El “comunista” que obsesiona a Jair Bolsonaro del “fascista” que Nicolás Maduro ve por todas partes?15 No hay pueblo populista que no animalice al enemigo, que no deshumanice a una minoría, condición necesaria para eliminarla. La “inclusión” del “pueblo” implica la “exclusión” de una “élite” señalada como causa de su sufrimiento. ¿Qué “élite”?

La culpa de la “élite” es no ser “como el pueblo”. Si el pueblo populista es “humilde”, ella será “arrogante”; si es “pobre”, será “rica”. La “élite” contra la que arremete el populismo es, en general, una “élite del conocimiento” o una “élite del dinero”, una “élite ilustrada” y alejada del “trabajo material”. Un grupo culto, en fin, una minoría acomodada, a menudo dedicada al comercio y las finanzas, actividades “innobles” que ensucian y contaminan:16 un camello pasará por el ojo de una aguja antes que un rico vaya al cielo; la Biblia es una mina de lugares comunes populistas. Ricos e intelectuales, bancos y periódicos son los blancos favoritos del populismo. Nadie más corrompe tanto el alma pura del pueblo con el virus del egoísmo, el flagelo del materialismo.

¡Cuántas cruzadas de Rafael Correa contra “la prensa corrupta”,17 cuántas amenazas de Evo Morales a periodistas independientes, cuántas agresiones kirchneristas a los “medios concentrados”! Perón había resuelto el problema: ¡se los había llevado todos! Como castristas y fascistas, bolcheviques y franquistas. ¿Lo critican? “Operación de prensa”, se irrita Bergoglio, “periodistas coprófilos”. Detesta los devaneos “intelectuales” de los “círculos elitistas” ajenos a la “sabiduría del pueblo”. Castro pensaba igual: “No saben cuántos litros produce una vaca”, me siento “mejor con los campesinos”. Porque “mejor que decir es hacer”. “Arte degenerado” y “modas extranjeras”, quema de libros y escritores prohibidos, esculturas “blasfemas” y tangos edulcorados: cada populismo, un género prohibido, por “extraño”, dicen a la “cultura del pueblo”. La misma sentencia infligida a los hippies rockeros y a los novelistas “invertidos”.

Si la “élite ilustrada” es “corrupta”, ¡peor aún la enriquecida! Una y otra unidas forman la “burguesía”, el arquetipo populista de la “élite” corruptora del “pueblo puro”. Enferma de “individualismo”, López Obrador la desprecia, “está en contra de los campesinos”, de quienes “aman al pueblo”. Los burgueses no producen, “comercian”, no invierten, “especulan”. Son “compradores” en América Central, “contratistas” en América del Sur, “timba financiera” en Argentina. Prefieren las finanzas intangibles al trabajo material, el lujo al sudor, las “multinacionales” al “pueblo”. A la “pereza burguesa”, Bergoglio opone “los ojos sufridos del pueblo fiel”. Son los “grandes capitalistas” contra los que armó el subcomandante Marcos “a los indígenas”,18 el “globalismo” despiadado contra el que incitó a los productores franceses Jean-Marie Le Pen,19 el “banco internacional” que mata de hambre al pueblo y financia a los narcos contra los que Cristina Kirchner moviliza a La Cámpora. No hay populista que no imagine una élite omnipotente que domina el mundo desde los pisos superiores del “gran banco” y conspira para oprimir a “los pueblos”: la “sinarquía” de Perón, el “grupo Bilderberg” de Castro, la Trilateral, la Organización Mundial del Comercio, el globalismo sin Dios ni patria. Antes habían sido la masonería y las “finanzas judías”. ¡Cuántas veces las evocó Hitler para redimir “al pueblo traicionado por la burguesía”! ¡Cuántas veces se jactó el Duce de haber “expulsado del templo a los mercaderes burgueses”! Otro pasaje bíblico, otro lugar común populista.

Así como el “pueblo puro” es un solo cuerpo, para el populismo también la “élite corrupta” es homogénea dentro de ella. “Antipopolo”, la llamaba Juan Carlos Scannone, padre de la teología del pueblo:20 más claro, imposible. Es raro que el populista señale esto y aquello, que al enemigo le dé nombre y apellido: su cruzada es contra el pecado más que contra el pecador; su mundo es un mundo de colectividades, y no de individuos, de “pueblos”, y no de personas. Su ira, por lo tanto, arremete en abstracto contra burgueses y capitalistas, “poderes fuertes” e imperialistas, enemigos vastos y vagos que están en todas partes sin verse nunca, que explican todo sin necesidad de probar nada. En resumen, lugares comunes. Antes de ellos, el “pueblo” era feliz; por ellos, el “pueblo” es infeliz. Era Uno, ahora está roto. Tenía una identidad, ahora la ha perdido. Era soberano, ahora está colonizado. La “corrupción” de la “élite” actual es siempre destrucción de una edad de oro perdida, que el populista invoca con nostalgia y a la que promete traer de vuelta al pueblo. La de Simón Bolívar para Hugo Chávez, de José Martí para Fidel Castro, de Lázaro Cárdenas para Andrés Manuel López Obrador, de José de San Martín para Juan Perón y de Eva Perón para los kirchneristas, del Tawantisuyu para Evo Morales y Pedro Castillo, de la hispanidad para la Iglesia de antaño y de los indígenas del Amazonas para la Iglesia de hoy. El fascismo invocaba a la antigua Roma; el nazismo, a la mitología germánica; el franquismo, al Imperio católico: ideales del pasado, “pueblos míticos” cada vez más remotos en el tiempo y distantes en el espacio. Y, cuanto más remotos, más inmunes a la erosión; cuanto más alejados, más resguardados de la fugacidad del hombre y la imperfección de la historia.

Pero ¿existe realmente la “élite” a la que los populistas acusan de “corrupción” del “pueblo puro”? ¿O cómo todo lugar común se ha convertido en mito a fuerza de ser repetido, en chivo expiatorio a fuerza de ser evocado, en dogma de fe a fuerza de ser invocado? Al igual que el “pueblo puro”, en realidad, la “élite corrupta” no es una “persona colectiva” ni es homogénea en su interior. Por lo general, ni siquiera es una “élite”. ¿Qué “oligarquía” era la mitad escasa de los argentinos que no votaron por el “pueblo puro” peronista en 1946? ¿La abundante mitad que no lo vota en 2022? ¿Qué “élite” la masa de venezolanos que rechazan a Nicolás Maduro o de bolivianos que detestan a Evo Morales? ¿El medio México oponiéndose a López Obrador o la marea de exiliados cubanos que huyen del “paraíso” castrista? Antes de eliminar a las “élites”, Hitler y Mussolini no alcanzaron la mayoría absoluta. De haber sido una “élite”, los kulaks no habrían pasado por los gulags de Stalin por millones. Como, por otro lado, “el pueblo” ama y odia, protege y aplasta, calienta y margina, así la burguesía es ahora productiva y ahora parasitaria, las finanzas son ahora útiles y ahora especulativas, el globalismo es ahora una oportunidad y ahora una amenaza. Lo cierto es que la dicotomía populista que enfrenta a una “élite corrupta” contra un “pueblo puro” manipula la realidad, la simplifica a su conveniencia. Una manipulación maniquea que al elevar un polo, el “pueblo”, a la encarnación del bien, relega al polo opuesto, “la élite”, al papel del mal. Y como el bien no puede convivir con el mal ni la verdad con el error, el populismo deriva de ello el derecho a monopolizar y no ceder nunca el poder: si Uno es el pueblo, no habrá otro pueblo fuera de él, otro lugar común, fuente ya conocida. ¿Los demás? “Marranos”, se llamaban judíos y moros convertidos en la España de los reyes católicos; “clase colonial”, definía Bergoglio a la clase media argentina. La guerra religiosa populista reemplaza así la dialéctica pluralista de la democracia.

“El dinero no da la felicidad”. El capitalismo es el enemigo del pueblo

Lo que para los populistas cava un abismo infranqueable entre el “pueblo puro” y la “élite corrupta”, hasta el punto de convertirlas en dos humanidades irreconciliables, es un clivaje moral. Es cierto, normalmente el primero es “pobre” y la segunda, “rica y culta”, pero no siempre, ni es ese el punto. ¡Cuántos populistas adinerados al frente del “pueblo puro”! ¡Qué rápido se apresuran a enriquecerse si no tienen un centavo! ¡Pero cómo desprecian a los “pobres” que admiran a los “ricos” y aspiran a serlo! “Traidor” al pueblo es quien escapa a su “cultura”, quien rompe la tribu y su homogeneidad. Es el individuo que se desprende de su destino colectivo y viola así su “identidad moral”. Pero ¿qué es la “moral populista”? ¿Qué hace que unos sean “puros” y otros, “corruptos”? Las virtudes que hacen “puro” al “pueblo” son más o menos siempre las mismas: desinterés, solidaridad, altruismo, comunitarismo, espiritualismo. El pueblo sagrado del populismo las une a todas. ¿Será un lugar común? Sí, entre los más arraigados. Por otro lado, la élite corrupta es exactamente lo contrario, una concentración de todos los vicios: es oportunista, egoísta, individualista, materialista. ¿Otro lugar común? Aún más poderoso: “Los ricos no son buenas personas”, según el dicho. El primero es después de todo el “pueblo mítico” de los orígenes; la segunda, el producto de la degeneración de la historia.

De ser así, entonces, es previsible que la moral populista señale al “capitalismo” como enemigo jurado, que a sus ojos sea el instrumento predilecto con el que la “élite” corrompe al “pueblo”. ¿Hay algo que se corresponda mejor con el arquetipo del “mal”? En el imaginario populista, nada como el capitalismo encarna en conjunto el egoísmo, el individualismo y el materialismo, las plagas de Egipto que sufre el “pueblo”. El capitalismo en sus mil formas: mercantilismo, neoliberalismo, tecnocracia, globalismo. Muchos nombres, una cosa. Hidra de siete cabezas, el capitalista de hoy es el “plutócrata” de antaño, perejil imprescindible en las catilinarias de falangistas, fascistas y nazis. Tan obvio, tan evidente es la maldad moral intrínseca del “capitalismo” que los populistas no pierden tiempo en explicar qué es, qué entienden: como el ogro del cuento, basta con evocarlo para causar asco y terror. No lo consideran un fenómeno histórico complejo y ambivalente como todo proceso histórico, útil o nocivo según el caso, emancipador u opresor según el contexto, diferente según la época y el lugar. Llevados por su furia ética, lo elevan a tótem demoníaco a derribar: “El capitalismo no creó nada —gritaba Fidel Castro—. Inventó el hambre de millones de hombres”, decía maltratando la historia y desafiando el sentido común. Como el “pueblo puro”, como la “élite corrupta”, también el “capitalismo” es para los populistas un organismo vivo con cuerpo y alma. Un alma negra. No es un producto cambiante e imperfecto de la historia humana, sino una “enfermedad moral”.

Su “capitalismo” viaja, por lo tanto, siempre acompañado por oscuros adjetivos: es “depredador” para Perón, “individualista y consumista” para Bergoglio, siempre “salvaje” para todos. Resulta imposible saber dónde está la frontera con el capitalismo “civilizado”. El capitalismo es “el enemigo de la humanidad”, truena Evo Morales; la peor “plaga materialista” para Eva Perón. Para Hugo Chávez, es excluyente “en su esencia”. La historia que cuenta Cristina Kirchner es una típica parábola populista: había una vez “el gobierno del pueblo”, el peronismo. Luego vino, quién sabe cómo, quién sabe por qué, el “neoliberalismo” y, de su mano, “el desastre y la tragedia social y económica”, la “disgregación nacional”. ¿La crisis económica, se pregunta López Obrador? Culpa del neoliberalismo. ¿La crisis educativa? Culpa del neoliberalismo. ¿Corrupción? ¿Deuda? ¿Violencia? Neoliberalismo. Las condenas suenan tan imperativas, tan absolutas y definitivas, como para disipar cualquier duda: para los populistas, el capitalismo es toda actividad que genera una ganancia, toda acción donde el individuo no actúa como “pueblo”, donde la iniciativa “privada” trasciende la comunidad “pública”. Eso es suficiente para que se eleve al cielo el grito populista contra la plusvalía, la explotación, la crónica agresión capitalista contra la “dignidad” del hombre. Fuentes inagotables de lugares comunes, los textos sagrados de las antiguas religiones acuden en su ayuda: un versículo contra el egoísmo aquí, una parábola contra el comercio allá, una carta contra el crédito, una epístola contra los “bienes materiales”. Si la “élite corrupta” de los capitalistas es siempre secular, el “pueblo puro” de los populistas es siempre religioso.

Pero ¿qué son, en la práctica, el capitalismo y el neoliberalismo? ¿Son realmente los grandes culpables del hambre y la corrupción, la explotación y la opresión, la pobreza y la marginación? ¿Qué había “antes” de ellos? ¿Qué hay “fuera” de ellos? Lugar común sobre lugar común, el populismo crea un relato mítico. Repetición tras repetición, el mito se eleva a ideología; la ideología, a dogma; el dogma, a fe. Pero ¿se sostiene? ¿Tiene fundamento histórico? ¿O esconde falsedades e hipocresías? ¿No será que el anticapitalismo populista impute al “capitalismo” las plagas de las que él mismo es responsable? Que los países hispanos y católicos sean más que otros paraísos populistas donde florece la planta anticapitalista en todas sus variantes impone tales cuestionamientos. Hace surgir la sospecha de que no es el “capitalismo” lo que los ata a sus taras, sino los obstáculos que aquel encuentra para aclimatarse a esos climas. Los populistas confunden las causas con los efectos. No es un cambio inocente.

Si miramos la historia por lo que es, y no por lo que el populismo piensa que debería ser, si medimos sus avances y fracasos en comparación con el pasado, y no con una ciudad de Dios populista que nunca existió, el infame “capitalismo” sale mejor parado de como entró en ella. Ya sea que lo consideremos un “modo de producción” o un “ethos social y económico”, ha permitido resultados que nadie hubiera previsto y mejorado en el camino. Y, si realmente es una “enfermedad moral”, ciertamente hay enfermedades peores. Si entre tantas opiniones enfrentadas hay un consenso básico entre los historiadores económicos, es que el llamado “capitalismo” es el resorte que ha desencadenado el “gran enriquecimiento” mundial en los dos últimos siglos. Desde 1800, la renta per cápita de los habitantes más pobres del planeta ha crecido un 3.000%.21 La posibilidad de ser pobre es un 95% menor hoy que entonces. Los grandes ricos de los siglos pasados hoy serían considerados indigentes. ¿Existe un tipo específico de pobreza atribuible al “capitalismo”? Seguramente. ¿Es el “capitalismo”, por lo tanto, la principal causa de la pobreza? De ninguna manera. Si todavía hay tanta miseria y desigualdad en el mundo, si en algunas áreas se han reducido mucho mientras que en otras son más persistentes, las causas son numerosas, pero la principal no es el “capitalismo”. De hecho, suelen ser las barreras culturales e institucionales, los tabúes sociales y morales para su difusión, los lugares comunes anticapitalistas del populismo. Los períodos históricos de mayor expansión del “capitalismo”, las sucesivas oleadas de “globalización”, son los de mayor crecimiento y difusión de la riqueza. Típica en este sentido es la última y más odiada, la “globalización neoliberal”. “El aumento de la pobreza” depende de las “políticas neoliberales”, no duda Jorge Mario Bergoglio y repiten hasta el cansancio los líderes populistas. Sin embargo, en sólo cuarenta años favoreció la reducción de la pobreza extrema en el mundo del 43% al 9%.22 Es impresionante en comparación con lo que “había antes”, en el mundo precapitalista, pero también con lo que “hay fuera” del capitalismo. Todos los sistemas inspirados en los valores morales y materiales del anticapitalismo populista, desde el socialismo de Estado hasta el corporativismo autárquico, destruyen la prosperidad “inmoral” y reproducen la “santa pobreza”. Por otro lado, nada habla más claro que los rankings mundiales sobre “libertad económica”: a más libertad, mayor prosperidad. ¡Todos los países más ricos, según los estándares populistas, son “neoliberales”! No sólo los “imperiales” de la antigua industrialización, sino también los que, partiendo de atrás, consiguieron llegar a la cima.23

Sin embargo, el neoliberalismo es “genocida”, se sublevan indignados los populistas. Sobre el “neoliberalismo”, son tan vagos como sobre el “capitalismo”. ¿Qué es? ¿Dónde comienza y dónde termina? ¿Por qué “irrumpió”, dice Cristina Kirchner, como si fuera un meteoro? ¿Realmente sólo coleccionó desastres? Para los populistas, no es una palabra, sino anatema. Alter ego capitalista, es un “pecado social”, como todo lo que evoca el mercado, el dinero, el comercio. Sin embargo, si la memoria histórica populista no fuera selectiva, no sería difícil recordar que las “reformas neoliberales” se volvieron imprescindibles para sanar las terribles crisis inflacionarias heredadas del “populismo económico”. Tanto es así que el “neoliberalismo” no fue “impuesto”, sino la mayoría de las veces votado y confirmado. Detrás del “neoliberal” Carlos Salinas de Gortari, destaca la devastación económica del “populista” Luis Echeverría; detrás de los “neoliberales” Carlos Menem y Fernando Henrique Cardoso, Alberto Fujimori y Carlos Andrés Pérez, se encuentran décadas de estatismo y proteccionismo, corporativismo y nacionalismo.24 Hasta el más despiadado, el “neoliberalismo” de Augusto Pinochet, se nutrió de los fracasos del “populismo” de Salvador Allende.

¿Y los resultados? Datos en la mano y anteojeras en el bolsillo, salta a la vista que durante treinta años el Chile “neoliberal” ha eliminado tanta pobreza como la provocada por la Venezuela “antiliberal”; que la Colombia “capitalista” avanzaba mientras la Argentina “populista” decaía. El caso más dramático de decadencia económica y pobreza estructural no es el más “neoliberal” de los países, sino Cuba, que el “liberalismo” lo prohibió por decreto. ¡Con el “neoliberalismo”, profetizó Fidel Castro, los antiguos países comunistas se convertirán en Tercer Mundo! Al ingresar a la Unión Europea, dieron un gran salto adelante. Sin embargo, “el pueblo puro” se levantó contra las “élites corruptas” neoliberales en Chile, Colombia, Perú, las derrotó en Polonia y Hungría. Demasiada desigualdad. Es verdad. Pero una cosa es usar la prosperidad para mitigar las desigualdades, y otra cosa muy diferente es secar las fuentes de la prosperidad en nombre de la igualdad. Hay medicinas que hacen más daño que el mal que pretenden curar: con la excusa de tirar el agua sucia, los “populismos económicos” también tiran al niño. Les pasa a muchas “culturas” que cultivan “tabúes consuetudinarios” y “celdas tribales”, herencias que explican más y mejor la pobreza que el “capitalismo”.25

Por último, queda la hipocresía. No hay populismo que no haya tenido, tarde o temprano, que llevar a cabo reformas “neoliberales”, porque a fuerza de “repartir la riqueza” había matado la gallina que la producía, porque la falta de incentivos paralizaba la producción, porque el rechazo fanático del “mercado” desincentivaba la competencia y la innovación. Después de la era de las vacas gordas, todos pasaron por la misma etapa: del chavismo al sandinismo, del peronismo al castrismo, devaluaron o dolarizaron, recortaron gastos y eliminaron subsidios, subieron precios y controlaron salarios, privatizaron servicios y cortejaron al capital extranjero. Vengan, los halagó Perón, van a poder repatriar las ganancias. Corran, prometió Castro, nadie los molestará, aquí no habrán huelgas paralizándoles la producción. El mejor capitalismo está en China, según Cristina Kirchner. Aún más que con el “capitalismo”, los populistas tienen problemas con la libertad.

“Los últimos serán los primeros”. El populismo es lo más democrático

La política, para el populismo, debe “expresar la ‘voluntad general’ del pueblo”. Si lo hace, realiza la “verdadera democracia”. No hay populista que no se embriague con su talante democrático. ¿Quién, por otra parte, “no es democrático hoy en día”, se preguntaba Mussolini ya en 1921? La carrera de los grandes populistas de la historia por ver quién es más democrático es apasionante. Aquí reina la “verdadera democracia”, explicaba Eva Perón ante la multitud; una “democracia feliz”, le hacía eco su marido. Nada en comparación con Hugo Chávez: “Socialismo es igual a democracia, democracia es igual a socialismo”. Siendo el suyo “el socialismo del siglo xxi”, ¿quién más democrático que él? Uno había, en realidad, y se jactaba de ello: “Cuba es la mejor democracia del mundo”, decía Fidel Castro. ¿Cuál era el problema? “Gobernar con el pueblo, esto es democracia”, explicó Andrés Manuel López Obrador, sumándose al almanaque de los “verdaderos demócratas”.