Mariquita y Antonio - Juan Valera - E-Book

Mariquita y Antonio E-Book

Juan Valera

0,0

Beschreibung

Novela inconclusa de corte costumbrista que cuenta una historia de amor frustrado en el madrid de la época del autor, con dos personajes que se aman pero son incapaces de expresar sus sentimientos. Está vagamente basada en el romance que el propio autor mantuvo en Rusia con una actriz.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 255

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Juan Valera

Mariquita y Antonio

 

Saga

Mariquita y Antonio

 

Copyright © 1861, 2023 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726661453

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Lector benévolo: en la novela que te ofrezco no tengo más parte que la de haber pulido un poco el estilo del manuscrito original que ha tiempo obra en mi poder.

Compuso esta novela, o mejor diré, escribió estas memorias, puesto que cuanto, aquí se refiere ha pasado real y efectivamente, un joven llamado don Juan Moreno, que fue estudiante en Granada, donde yo le conocí y traté mucho.

Desde hace doce o catorce años no he vuelto a saber de su paradero. Moreno debe de haber muerto o emigrado a América.

Si aparece por Madrid algún día, quiero que conste que le declaro autor de este libro, y que así como ahora le doy toda la gloria que de haberle escrito pudiera originarse, estoy asimismo dispuesto a entregarle todas las riquezas que de su publicación, y venta se logren, y que sospecho que han de ser una buena ayuda de costas para cualquiera.

Sólo reservo incondicionalmente para mí la censura que los críticos, puedan hacer de este libro. Yo le publico y yo soy responsable del aburrimiento, del escándalo o del disgusto que promueva. No le defenderé como ingenioso, porque hay en él pocos lances, y éstos sucedidos y no inventados, y no trataré de demostrar que es verosímil su argumento, porque es verdadero, y lo verdadero suele no ser verosímil. Sólo sostendré, y sostengo, para disculpa de la publicación, que este libro está escrito con un candor y una buena fe maravillosos, y es cuadro exacto, o mejor dicho, una fotografía de costumbres más o menos honradas.

Intención filosófica, tendencia política o social, pensamiento profundo y, en suma, todo eso que ahora hay, o se estila decir que hay, en las novelas, no se descubre en ésta ni por asomo, al menos yo no he acertado a descubrirlo. En cuánto a moralidad..., perdone usted, por Dios. Por fortuna, el cuento no es inmoral, y esto es todo lo que hay que pedirle con tal de que entretenga. Mariquita y Antonio no son ni quieren ser más que un libro de entretenimiento.

¡Ojalá lo consigan! Tú, lector mío, eres juez inapelable y decidirás sobre este punto. Vale.

- I -

Nociones preliminares

Cuando yo era estudiante (¡dichosos tiempos aquéllos!), había en Granada, en la famosa Carrera de las Angustias, una casa de huéspedes de lo más aristocrático y confortable que a duras penas podía entonces hallar en aquella ciudad morisca el más curioso y sibarítico viajero. Había pupilaje hasta de dos duros; pero tanta suma no podía ni solía pagarla sino tal cual inglés que, disfrazado de majo, se descolgaba a veces por allí a visitar la Alhambra y el Generalife. Lo general y ordinario era que cada huésped pagase siete, ocho y hasta nueve reales al día. Por este precio le daban a uno cuarto, cama, luz, asistencia y una opípara comida. El almuerzo no era muy variado en cuanto a la materia; pero variaba infinitamente en cuanto a la forma. Cada huésped se almorzaba un par de huevos, postres, esto es, una naranja u otras frutas y, los domingos y fiestas, su jicarita de rico chocolate. La variación estaba en el modo de preparar los huevos, que ya eran fritos, ya revueltos con tomates, ya pasados por agua y ya en tortilla. De vez en cuando almorzaba el huésped pajarillas, y no del aire, o asadura en chanfaina en lugar de los huevos, y con el chocolate, migas y picatostes.

La comida era aún más espléndida: buena sopa, puchero, con morcilla o chorizo en las grandes ocasiones y siempre con garbanzos, verdura y tocino en abundancia, y, por último, un principio; y digo mal por último, porque siempre después del principio había un postre.

No contento con esto, todo huésped cenaba en aquella bendita casa. Constaba la cena de ropavieja o estofado, lo cual traía siempre consigo su correspondiente ensalada, y cuando no era tiempo de lechugas, apio o escarola, o bien, si estos artículos estaban por las nubes, un gazpacho supletorio.

En su época y sazón, se condimentaban y comían en aquella casa los mejores pimientos asados y las más deliciosas ensaladas de pepino que le ha sido dado saborear, desde hace muchos siglos, a un paladar andaluz.

Imposible parece que por tan poco dinero le diesen a uno tan buen trato; pero hay que considerar que Granada es lugar abundante de mantenimientos, y tan barato, que suele llamarse la tierra del ochavico; y hay que añadir que aún no se habían descubierto las minas de California, ni las de Australia, ni las tan ricas en plomo argentífero que hoy se explotan en las Alpujarras. El dinero estaba más caro que en el día y dos pesetas eran entonces, y allí sobre todo, una cantidad muy decente y tónica para gastada en el sustento y regalo de una personita del gremio estudiantil.

A pesar de estas consideraciones, para hablar con verdad y hacer justicia a la patrona, conviene que yo deje aquí consignado que lo bien que nos iba en su casa (pues de más habrá comprendido el lector que yo he sido su huésped) se debía en gran parte a la buena traza que ella se daba para arreglarlo todo, ora en la cocina dirigiendo a la cocinera, y auxiliándola col seno e colla mano, ora en nuestras habitaciones cuidando de que los pocos muebles que había en ellas estuviesen limpios, curiosos y en orden ora en la plaza del mercado, logrando con su mucha discreción y notable ingenio para regatear que le diesen la mejor fruta, los huevos más frescos y gordos y la carne mejor pesada y con menos hueso. Tenía, además, la patrona, que se llamaba doña Francisca, el tino más prodigioso para escoger melones.

No hay que decir que iba a la plaza por las mañanitas, con mucha autoridad acompañada siempre de una criada que llevaba uno y hasta dos cenachos para traer el avío. Cuando había en casa muchos huéspedes y la compra era o tenía que ser considerable, doña Francisca recurría a un coadjutor del sexo fuerte. Era éste un ciudadano que, a fuerza de vivir entre estudiantes, sabía más leyes que los más de nosotros que decíamos que las estudiábamos; decidor, chistoso, despierto y siempre alerta, citaba muchos latines, vendía y compraba libros, llevaba empeñar o a vender nuestra ropa cuando nos faltaba dinero y la limpiaba y cuidaba los demás días, que no eran de tribulación y penuria. En fin, era Merengue. Y con decir Merengue está todo dicho, al menos para mis camaradas, a cuya mente, al leer tan dulce nombre, acudirá un enjambre de recuerdos, como las moscas a la miel. Para los que no tuvieron la dicha de estudiar en Granada en la época en que Merengue florecía, ya haremos de suerte que poco a poco vayan conociendo y aun ponderando los subidos quilates de su mérito. Baste saber por ahora que doña Francisca iba a veces al mercado acompañada de Merengue.

En repostería y confitería rayaba muy alto doña Francisca, y se pintaba sola para hacer pestiños, buñuelos, piñonate y otras frutas de sartén. De cocina en general se le alcanzaba bastante y dilucidaba las más arduas cuestiones mejor que pudiera un sanedrín gastrosófico. Nunca me olvidaré en la vida de aquella inagotable facundia y de aquel vigor de argumentación con que sostenía que el cochifrito de lechones era el más sabroso de los guisos (ella le condimentaba magistralmente), y que de los dulces, los roscos de Loja y las tortillas de Morón son los mejores, pues a par que deleitan y lisonjean el paladar, nutren y no son como las yemas y otras golosinas, que estragan el estómago y echan a perder las muelas.

En los trabajos de Minerva, quiero decir en lo tocante a costura, no puedo elogiar, sin pecar de apasionado, la habilidad de doña Francisca. Apenas si sus conocimientos iban más allá de los meramente indispensables para pegar un botón. Zurcir un desgarrón o coger un punto a una calceta eran negocios que estaban muy por cima de sus facultades.

Por fortuna, doña Francisca tenía consigo una sobrina que era nuestra providencia. En toda Granada no había manos como las suyas para cualquiera linaje de puntos, pespuntes, bordados, zurcidos, calados, dobladillos y vainicas; por manera que los estudiantes que vivíamos en aquella casa no estábamos ni rotos ni descuidados como otros suelen andar, sino que íbamos siempre muy atildados y con todos nuestros botones, y a menudo hasta primorosos, por poco que la sobrina nos quisiese bien. Mariquita, que así se llamaba, era limpia como una plata, y el poco aseo ofendía su natural delicado y le crispaba los nervios. Así es que cuando venía a vivir a la casa algún estudiante zarrapastroso o hidrófobo, como hay tantos, no paraba ella de excitarle con suaves burlas, con afectuosas sonrisas y con elocuentes, y por lo común eficaces palabras, a que se puliese, lavase y pergeñase según es justo. Si nos visitaba un amigo y ella descubría rasgón o descosido en su traje, punto en sus medias, luto en sus uñas, churrete en su cara o sarro en sus dientes, luego se lo daba a entender con ingeniosos rodeos y con delicadeza bastante para que no se ofendiese, mostrándonos a nosotros con orgullo, como otros tantos dechados de pulcritud, curiosidad y esmero en la persona.

Con esto, con la gentil presencia de la sobrina, que era muy linda muchacha, y con el cuidado y manejo de la tía, la mujer más hacendosa que yo he conocido, los huéspedes, estudiantes los más, llovían en aquella casa como una bendición del cielo. Bueno es confesar, sin embargo, que la causa principal de esta concurrencia era el incentivo y señuelo de las patronas, viudas ambas y celebradas por su ameno trato, buen humor y honesta desenvoltura.

Doña Francisca podría tener entonces unos cuarenta años; mas a pesar de ellos y de su más que mediana gordura, estaba fresca y colorada como rosa de mayo, y pasaba por de muy buen parecer. Presumía, y con razón, de discreta y sentenciosa, y las máximas y documentos que dejaba escapar de sus labios estaban llenos de concisa y utilísima doctrina, que corría de boca en boca por toda la ciudad, con no escasa admiración de los entendidos y aprovechamiento de la gente inexperta.

Su filosofía era toda práctica, y no por eso menos poética. Dividía el universo mundo en dos partes, que llamaba cosas de tejas arriba y cosas de tejas abajo. De las primeras nunca se aventuraba a discurrir, pero las segundas pocas se libraban de su crítica inflexible y severa, tan sólo indulgente con ciertas debilidades o fragilidades, hijas de la ternura. Sobre este punto, a pesar de su catolicismo acrisolado, se solía elevar, o por mejor decir, solía caer en consideraciones algo heterodoxas y molinosistas, porque juzgaba, según su manera de ver las cosas, y por experiencia propia, a lo que tengo entendido, tan difíciles de cumplir algunos preceptos que no le parecía que debían tomarse al pie de la letra y los interpretaba de un modo holgadamente herético.

Salvo este extravío (que yo le perdono, y que, si bien no quiero meterme en escudriñar los altos y escondidos designios de Dios, todavía me complazco en creer que S. D. M. habrá también de perdonársele), era doña Francisca muy buena cristiana y sumamente devota. Tenía en su cuarto una pila de agua bendita a la cabeza de la cama, varios libros piadosos sobre la mesita que le servía de tocador, sobre la cómoda un San Antonio de barro, muy dorado de peana, muy circundado de flores de papel y resguardado por un fanal, y en las paredes no pocas estampas y pinturas de santos, entre las cuales formaba singular contraste un Hércules harto mal pintado que, depuestas la clava y la piel del león Nemeo, se entretenía en hilar, mientras que Cupido le encadenaba con una guirnalda de rosas.

El corazón de la buena señora era benévolo y afectuoso. Amaba doña Francisca a su sobrina con amor de madre, y aún guardaba en el alma tesoros de cariño para otros objetos, siendo el dogo Palomo, constante y fiel compañero suyo, el ser a quien más se los prodigaba.

Este animalito, aunque bastante feo, no ha de negarse que se merecía tanta amistad. Yo le conocí mucho cuando viví en aquella casa, y por cierto que nunca he visto en perro alguno mejores cualidades. No le faltaba más que hablar, y hasta imagino que a veces andaba melancólico y desabrido pensando en aquella imposibilidad en que se veía de expresar sus pensamientos por medio del lenguaje. Puede ser que yo me equivoque; en esto de anima brutorum es menester irse con tiento; Dios me perdone si me entrometo en cuestión tan resbaladiza; pero sospecho que los perros, cuando no otros animales, tienen por alma algo que se aproxima más al espíritu que a la materia, y que si no hablan los perros consiste en defecto físico y no en otra cosa. Aun así, yo he leído, no recuerdo dónde, que Leibnitz enseñó a hablar en alemán a uno suyo. Pero sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que doña Francisca notaba cierta prodigiosa semejanza entre el carácter de su difunto marido y el de su dogo. Como a su marido le llamaba siempre Palomo, dio al perro el mismo nombre, ya cuando viuda, y hablando de ellos colectivamente, los apellidaba sus dos palomos. El humano había sido de tropa y hombre de pelo en pecho, que hizo prodigios en la guerra de la independencia, y aunque no pasé de teniente de Infantería, hubiera llegado, sin duda, a general, si hubiera vivido en nuestra época en que se premia más el mérito. Su viuda solía hacer esta reflexión con lágrimas en los ojos. Desgraciadamente, aquel varón ilustre, víctima de unas calenturas malignas, bajó al sepulcro después de haber ganado cinco cruces por hechos heroicos y distinguidos, y con una hoja de servicios más pura y más brillante que el sol.

Hay quien asegura, a pesar de todo, que doña Francisca nunca estuvo casada y otras cosas peores aún. ¡Dios nos libre de una mala lengua y de un testigo falso!

La verdad del caso es que el período mitológico de la historia de doña Francisca se extiende hasta el año 1824. Nada puede admitirse por cierto de todos los sucesos anteriores. Envueltos en densas e impenetrables tinieblas, doña Francisca los enriquecía, o dígase mejor, los representaba y simbolizaba con mitos, de los cuales, para sacar en claro el sentido histórico, creo que no bastarían la inmensa erudición y profunda crítica de Niebuhr.

Ya en 1824 aparece doña Francisca en Málaga, conocida y famosa bajo el dictado de la linda pupilera. Su sobrina Mariquita vivía ya con ella de edad de tres años; pero poco después las vuelve uno a perder de vista, y todos los hechos posteriores son igualmente dificilísimos de averiguar. Tía y sobrina anduvieron vagando desde aquella época por todas las grandes ciudades de España. Ya estaban en Madrid, ya en Barcelona, ya en Valencia, ya en Sevilla; por manera que, como yo no soy amigo de inventar y componer a mi antojo cosas falsas y jamás acontecidas, sino que siempre procuro atenerme a lo verdadero y comprobado, y como no he tenido tiempo ni ocasión, a pesar de mi grande amistad por doña Francisca, de irme por esos mundos, como otro Herodoto, recogiendo datos para mi historia, sólo hablaré en ella de lo que vi y presencié, que no fue poco, y que fue tan notable, que a no haberlo visto yo mismo con estos ojos que ha de comerse la tierra, acaso no lo creería, aunque me lo contasen frailes descalzos.

Debo advertir aquí que si doña Francisca no me enteró menudamente de su vida y milagros, no fue por ser ella en punto alguno misteriosa, sino porque hablaba tanto y contaba lances tan contradictorios e inverosímiles, que nunca me sentí con fuerzas para desenmarañar aquellos enredos y poner en claro la verdad, separándola de lo fantástico en que venía envuelta. Y aquí debo también dejar a salvo la buena fe de doña Francisca, haciendo saber que sus embustes no eran embustes para ella. Su imaginación y su memoria estaban unimismadas, y de este poético enlace brotaba de continuo una intrincada selva de aventuras.

Mariquita tenía muy diversa índole que su tía. No fantaseaba nada, pero tampoco refería la verdad de su historia. Era reservadísima, y nunca nos dijo, ni supimos sino por suposiciones gratuitas, ni con quién se casó, ni cuándo enviudó tampoco. Sólo podré decirte, lector mío, que cuando yo la conocí estaba ya viuda, o al menos la decían viuda, y podría tener unos veinte años. Era rubia como unas candelas; su pelo parecía una madeja de hitos de oro; sus labios, una clavellina entreabierta, y sus dientes, por lo blancos, más que perlas, pelados piñones. Sus manos blancas y delicadísimas, con dedos afilados por el extremo y uñas encanutadas, largas y brillantes como el nácar, hubieran dado envidia a muchas duquesas. Estaba doña Mariquita pálida y ojerosa siempre; pero tenía dos ojos verdes como los de Circe, que derramaban por toda su fisonomía una expresión apasionada y cierto resplandor gatuno que hería y cegaba las almas. Al través de su tez, de una transparencia de alabastro, se diría que se veía circular por las azules venas una sangre, más que líquida, vaporosa. Era de mediana estatura, delgada, airosa y con unos pies pequeñuelos que daba gloria el verlos. De otras mujeres se dice que tienen mucha alma en los ojos y en la fisonomía; ésta tenía alma en todo su cuerpo, en sus movimientos y en su voz. Unos imaginaban que doña Mariquita era toda espíritu, y otros que estaba hecha de una carne más viva que las demás mujeres, de un compuesto de luz, fuego y magnetismo solidificados.

Atraído yo por la buena fama y crédito de doña Francisca, fui a instalarme en su casa no bien llegué a Granada a estudiar el primer año de leyes y permanecí allí desde octubre de 1841 hasta junio de 1842, época en que me volví a mi lugar, examinado ya de Derecho Natural, que era lo que entonces se estudiaba, o se suponía que se estudiaba en el primer año, y con la nota de sobresaliente, merced a la excesiva benevolencia de mis examinadores.

Salí tan encantado de la casa de doña Francisca y del trato agradable de esta señora y la hermosura y discreción de la sobrina, y de la sociedad estudiantil que se reunía allí durante el invierno en torno de un brasero lleno de ardiente pasta de orujo, que todos los encantos de mi villa natal, una de las más ricas y bonitas del reino de Córdoba, y el placer de estar con mis señores padres y con mis amigos de la infancia, no fueron bastantes a hacerme olvidar ni un momento la vida, a mi ver deliciosa, que había yo pasado en Granada. Grandes eran mi impaciencia y mi deseo de que llegase el nuevo año académico y tuviese yo que volver a la Universidad.

Para distraer estos pensamientos, que, valiéndome de una voz portuguesa, me atreveré a llamar saudosos, daba yo solitarios paseos, recordando siempre los de la Alhambra, los callejones de Gracia y la romántica fuente del Avellano, leía algunos buenos libros y me entretenía en contar a mis amigos la vida de aventuras que imaginaba yo haber hecho en la ciudad de Granada, y los lances extraños y las conversaciones saladísimas de mis compañeros. En suma, yo no cesaba de referir lo que llaman ahora las impresiones, idealizando y poetizando con la imaginación el recuerdo de todas las que había yo recibido en aquel tiempo dichoso, en que, sin padre ni tutor, independiente y autonómico, me parecía que había yo empezado a gozar de la libertad, de la juventud y de la vida.

Muchos mozos de mi edad o más mozos aún, prestaban oído atento a mis discursos y me tenían ya por un hombre de mundo, curtido y experimentado si los hay. Pero el que más me oía y del que más me lisonjeaba yo de ser oído, era de mi amigo Antonio, hijo del labrador más rico de la villa y mancebo de gallarda presencia, agudo ingenio y pensamientos levantados.

Tenía Antonio dieciséis años, uno menos que yo, y estaba asimismo un año más atrasado en la carrera. Había terminado el estudio de la Filosofía y se disponía a partir conmigo a Granada a estudiar el primer año de leyes, mientras que yo estudiase el segundo. Yo, por consiguiente, me juzgaba ya destinado y casi obligado a poner mi experiencia a su servicio y a ser su mentor en la antigua corte de los nazaristas.

Antonio había ya convenido en que vendría a vivir conmigo a casa de doña Francisca, y yo había escrito a esta señora anunciándole la feliz nueva de que el hijo del Creso de mi lugar iba a ser su huésped, y de que, deseando estar bien alojado, pagaría con rumbo hasta veinte reales diarios. Doña Francisca me había contestado muy satisfecha, asegurándome que la mejor habitación de la casa sería para don Antonio y para mí. En su carta ponderaba las excelencias de su casa por muy elocuente estilo. Hablaba de la finura de la ropa de cama; de los farfalaes de muselina bordada que tenían las sábanas; del aseo de sus habitaciones, que se aljofifaban todos los sábados y se enjabelgaban una vez cada dos meses, y de los muebles ricos, elegante vajilla y delicados manjares con que regalaba ella a sus huéspedes, que eran, siempre no obscuros y plebeyos estudiantes, sino de los más ilustres señoritos que de los cuatro reinos de Andalucía, y en particular los de Córdoba y Jaén, venían a estudiar a su casa.

Con la lectura de esta epístola, y con las noticias que yo había dado a Antonio, estaba éste deseoso de ser huésped de doña Francisca y de ver a su linda sobrina.

Así pasaron las vacaciones, y llegó al fin el suspirado instante de abandonar el techo paterno, de ponerse en camino y de renovar yo y empezar Antonio la vida holgada y aventurera de estudiantes.

- II -

Un ángel

Era una hermosa mañana de mediados de octubre cuando salimos del lugar Antonio y yo, caballeros de sendos caballos y seguidos, yo de un criado de mi casa, que llevaba mi equipaje en un mulo, y Antonio de tres criados y un ángel, todos en buenos caballos y armados de escopetas de dos cañones.

Harto comprenderá el discreto lector que el ángel de que aquí se trata no era un ángel del cielo, sino un simple mortal llamado ángel, porque guarda y protege en los caminos a las personas que le llevan en su compañía. El padre de Antonio había escogido a éste entre la gente del bronce y entre los más íntimos amigos de Navarro, Caparrota y otros caballeros andantes que recorrían entonces nuestra provincia y las inmediatas en busca de aventuras. Con Miguel, que así se llamaba nuestro ángel, bien podíamos viajar seguros y con todo el oro del Perú en nuestras maletas. No podíamos tropezar con cuadrilla alguna de valientes, cuyo capitán no fuera uña y carne con Miguel y nos dijese al vernos bajo su custodia: «Caballeros, están ustedes indultados.»

Las armas eran, por consiguiente inútiles; pero todos las llevaban por decoro. Antonio tenía escopeta y pistolas de arzón. Iba sobre un magnífico caballo con aparejo redondo, rico en flecos de seda. Vestía de corto los zahones llenos de muletillas de plata; el marsellé vistoso por sus remiendos de mil colores; los botines bordados a maravilla por los presidiarios de Málaga, admirables artistas en esta clase de primores; un anillo de oro y diamantes, enlazando al cuello un pañuelo amarillo y colorado del propio color de la ancha faja de seda; y, en la cabeza, sobre otro pañuelo de seda que lo envolvía lindamente, aunque dejando al descubierto los copiosos rizos que coronaban las sienes, el sombrero calañés, bastante inclinado sobre la oreja derecha y sostenido por un barbuquejo de listón negro.

Era Antonio de regular estatura, de muy lindo talle, delgado y ágil a par que robusto, bastante moreno, y con unos ojos como la endrina. Merced a su sal andaluza, aquel traje le sentaba muy bien.

Nuestra comitiva no era menos macarena, y, a no ser por los baúles y por mi facha y vestido, más de estudiante que de majo, nos hubiera podido tomar cualquiera por una partida de contrabandistas o de otra gente de vida más airada y libre.

De nuestro lugar a Granada hay dieciocho a diecinueve leguas de distancia; pero leguas de las que dicen los arrieros, que son tan angostas como largas. El terreno, por lo general, es muy quebrado y montañoso, y el camino, entonces al menos, merecía bien el nombre de camino real de perdices.

Nosotros nos proponíamos hacerle en dos días, durmiendo la noche de nuestra salida en una venta que le promedia, y yendo, a la otra noche a dormir en Granada.

Ibamos, por consiguiente, a buen paso; Antonio, el ángel y yo delante, fumando y charlando, y los criados detrás. El mío era buen cantador y de vez en cuando echaba una copla de playeras de las más sentimentales, como la que sigue:

Cuando yo me muera

dejaré encargado que con una trenza

de tu pelo negro

me amarren las manos.

Lo que es el ángel tenía gran familiaridad con nosotros, y más parecía nuestro amigo o nuestro ayo, que nuestro criado. Era de nuestro mismo lugar y muy entrante y saliente en la casa del padre de Antonio, a quien llamaba su compadre.

Miguel era no sólo el gallito o el valiente del pueblo, sino también el discreto, el habilidoso y el docto. Miguel no desmentía su casta y era hijo legítimo de el maestro Cencias.

El maestro Cencias no era carpintero, ni picapedrero, ni herrero, ni calderero, ni albañil, y, sin embargo, era todo esto y aun mil cosas más. El maestro Cencias era un matemático y un maquinista natural, que por un instinto maravilloso y sin estudio alguno, entendía de todo y todo lo componía y arreglaba que no había más que pedir. Se rompía algún cañuto o algún fuelle del órgano de la iglesia y se apelaba al maestro Cencias para que le restaurase; iba mal el reloj de las Casas Consistoriales, y el maestro Cencias hacía que fuese bien; se quebraba el husillo de un molino, y el maestro Cencias le dejaba entero y más firme que nunca; se agujereaba la caldera del alambique o la culebra del refriante, y el maestro Cencias la soldaba y fortalecía. En suma, todo lo comprendía y de todo se ocupaba. Por eso fue apellidado con razón el maestro Cencias y fue llorada su muerte como una pérdida irreparable en el lugar.

El maestro Cencias había sido un sabio sin pulir, un sabio en bruto. Su hijo Miguel fue un poeta y un artista de la misma clase. En vez de dedicarse a la mecánica, se dedicó a la poesía, a la música y a otras artes liberales. Así como su padre fue lo útil, él fue lo dulce y el encanto del pueblo. Tocaba admirablemente la guitarra, contaba cuentos y chascarrillos graciosos; componía no sólo coplas, sino hasta décimas y romances, e inventaba, dirigía y representaba juegos, tan divertidos como complicados.

Con otra educación y entre otra gente, Miguel hubiera sido un gran poeta dramático. Los juegos son una especie de tragicomedias populares, y a él atribuye la fama, entre otros, la invención del juego del horno, uno de los más ingeniosos que han podido inventarse. Se cuenta que lo inventó en Olvera, adonde había ido a pasar una temporada, llevado de sus instintos vagabundos y de la alta y merecida fama que alcanzan los habitantes de aquel pueblo por su esparciata ferocidad.

Es el caso que había en aquel pueblo un viejo muy viejo, que tenía sólo un diente, pero tan largo y tan afilado y tan fuera de sus casillas, que no servía para mascar ni para morder. Un diente, en fin, que no sólo era inútil, sino nocivo. Afeaba la cara, impedía cerrar la boca y descendía por la barba, en la que se hincaba, o mejor diré, se incrustaba. Este diente era la desgracia, el sambenito del pobre viejo. Todos sus compatriotas tenían siempre que decir alguna burla contra el diente. Por dicha, el viejo del diente se halló con Miguel en una función de campo. Se bailó mucho fandango, se empinó bastante el codo, y ya la gente, alegre por demás, dispuso que se hicieran juegos. Entonces fue cuando, a lo que parece, inventó Miguel el del horno.

Salieron en él tres personajes, si personajes se puede llamar el horno mismo, representado por el viejo, a quien pusieron en medio de los espectadores inmóvil y con la boca muy abierta.

Miguel hizo de propietario del horno y un amigo suyo, muy socarrón, de panadero que venía a alquilarle.

El panadero examinó detenidamente el horno, que era la boca del viejo, y le halló sólido y capaz.

Miguel encareció los méritos de su finca.

El Panadero convino en todo pero encontró un grave estorbo en la piedra que estaba a la entrada. Mientras existiera este estorbo no le parecía bien hacer el arrendamiento.

Miguel trató de convencerle de que aquella piedra (que como el lector habrá adivinado, no era otra sino el diente del viejo) de nada estorbaba.

El panadero no quiso convencerse.

Entonces, dijo Miguel:

-Pues eso pronto se remedia.

Y sacando rápidamente del bolsillo de la chaqueta un martillo, que en él traía escondido, asestó con mucho tino y pulcritud un golpe seco y firme en el diente, el cual, como ya cascabelease un poco, se desprendió con facilidad y casi sin sangre, metiéndosele por el gaznate a su dueño, que le escupió enseguida entre las risas y el aplauso de aquel ilustre senado.