Más que un guardaespaldas - Nikki Logan - E-Book

Más que un guardaespaldas E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Su protector preferido. Aquella época siempre había sido la más triste y solitaria del año para la heredera Sera Blaise, así que después de un desagradable incidente, escapar a un paraíso en el desierto le pareció la solución perfecta. Hasta que conoció al imponente guardaespaldas Brad Kruger, cuya presencia le resultaba más inquietante que tranquilizadora. Hacía ya mucho tiempo que Brad había aprendido a escuchar a su cabeza y no a su corazón, pero ver a Sera vibrar con la magia del desierto le hizo cuestionarse su regla de oro. ¿Estaría dispuesto este guardaespaldas a amarla, cuidarla y protegerla?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Nikki Logan

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Más que un guardaespaldas, n.º 2591 - abril 2016

Título original: Bodyguard…to Bridegroom?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8140-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Brad Kruger tardó tres segundos en reconocer el rostro que buscaba de entre los pasajeros del vuelo procedente de Londres. Primero, descartó a los hombres y luego a las mujeres de más de cuarenta años y menos de dieciocho y, por último, a las lugareñas impecablemente vestidas que volvían al lujoso emirato desértico de Umm Khoreem. Eso limitaba a tres las pasajeras que podían ser su cliente y solo una de ellas tenía una melena larga, que le caía sobre los hombros desnudos. Allí estaba la que había bautizado como Aspirina, por el dolor de cabeza que le iba a provocar durante el mes siguiente.

Brad observó cómo Seraphina Blaise era conducida hasta un mostrador de inmigración que en aquel momento estaba libre, a pesar de las largas filas que había en los otros. Mientras le abrían la banda para que pasara, parecía ajena a aquel trato de favor. A pesar de que había dejado las Navidades británicas atrás, en algún punto sobre el Báltico se había cambiado a una vestimenta más acorde con el calor de la zona desértica, aunque no con la cultura.

–Allá vamos… –murmuró Brad.

Se apartó del pilar en el que había estado apoyado y dio un rodeo para acercarse hasta el oficial que la seguía.

Probablemente, su inapropiado atuendo había llamado la atención en Inmigración, y posiblemente también lo hicieran sus antecedentes penales. Umm Khoreem concedía visas a la llegada de aquellos que estaban de visita. Sin visa, no se permitía la entrada. Y a mucha gente le era denegada por mucho menos que una mala elección en su vestimenta o una actitud atrevida.

Un oficial tomó el pasaporte de la mujer y, después de hacerle algunas preguntas, se quedó varios minutos leyendo la pantalla mientras aquella morena de largas piernas se movía incómoda. Mientras esperaba, miró a su alrededor y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que había sido conducida a un mostrador vacío mientras todos los demás esperaban en largas filas.

Volvió a fijar su atención en el oficial y cambió de postura. La indiferencia con la que se había comportado hasta entonces desapareció. Sus hombros desnudos se pusieron tensos y se irguió. Quizá estaba recordando su último encuentro con las autoridades…

Brad llamó a uno de los agentes de inmigración, que se tomó su tiempo para acercarse a él. Le mostró sus credenciales y en voz baja le dijo su nombre y el propósito que le había llevado allí. El hombre asintió y volvió a su puesto, antes de descolgar el teléfono. El oficial del puesto de al lado contestó, miró a su compañero y luego a Brad. Apenas reparó en él, pero no hacía falta más.

El oficial le pidió el equipaje a la mujer y un agente de aduanas se dispuso a inspeccionar el contenido de sus maletas de marca, sin ningún interés en particular más que ganar tiempo para completar el trámite de inmigración. Cuando el ordenador completó todo lo necesario, los hombres salieron de detrás del mostrador y le hicieron un gesto para que los siguiera. Ella se quedó donde estaba, a la espera de que acudiera alguien en su ayuda. Nadie apareció. Después de un momento, el más alto de los hombres volvió sobre sus pasos hasta ella y le señaló hacia la sala de entrevistas.

Quizá fue el «por favor» que Brad leyó en sus labios lo que la hizo ponerse en marcha. Fuera como fuese, el agente consiguió su objetivo y Seraphina Blaise comenzó a seguirlo mientras que otro la escoltaba. Justo antes de salir de la zona de llegadas, el hombre lo miró y le hizo un gesto con la cabeza a modo de permiso.

Brad se puso en acción de inmediato.

 

 

Dos ya le parecían demasiado y en aquel momento eran tres. El tercero era tan moreno e inexpresivo como los otros agentes, pero no llevaba la tradicional túnica ni turbante. Por su traje oscuro, parecía más bien un chófer o un agente de la CIA.

Los tres hombres se quedaron al otro lado de una cristalera insonorizada, hablando entre ellos. Los oficiales escuchaban atentamente mientras que el chófer hablaba y gesticulaba más que ellos.

–¿Hay algún problema? –preguntó, convencida de que podían escucharla.

Solo el chófer se molestó en mirarla un instante, antes de volver su atención a la conversación que mantenía con los empleados del aeropuerto.

Aquel no era su primer encontronazo con las autoridades, pero sí era el primero en un país conservador en el que las cosas se hacían de una manera diferente a Gran Bretaña. Aun así, decidió no mostrarse asustada, una regla que aplicaba en todos los aspectos de su vida.

–¿Podríamos empezar, por favor? –preguntó con cortesía–. Vienen a buscarme.

Esbozó una amplia sonrisa, en un intento de calmar los agitados latidos de su corazón. Pero la discusión continuó hasta que el agente más alto estrechó la mano del chófer y se acercó a la mesa en la que estaban sus documentos esparcidos. Abrió su pasaporte y estampó la visa en él, antes de entregárselo al hombre trajeado.

Se sobresaltó cuando el cristal se quedó a oscuras y volvió a hacerlo unos segundos después, cuando la puerta de la habitación se abrió y el chófer apareció, con su bolsa de equipaje en una mano y su documentación en la otra.

–Bienvenida a Umm Khoreem –dijo sin más explicación.

Aunque compartiera bronceado y pelo oscuro con los otros oficiales, su acento no era árabe. Se quedó mirándolo, incapaz de moverse del sitio.

–Puede irse –añadió.

–¿Eso es todo? ¿Por qué me han retenido?

Tenía una vaga idea ya que sabía que aquellas horas en un laboratorio de Londres la perseguirían de por vida, pero quería oírselo decir. Además, quería descubrir de dónde era su acento. Pero al parecer no era hablador. El hombre se puso las gafas de sol, se dio la vuelta y se marchó con su maleta y su pasaporte. Ella se apresuró a seguirlo.

–Por favor, ¿podría devolverme…?

–Siga andando, señorita Blaise –dijo señalando hacia la salida–. Hasta que no pase esa puerta, no estará legalmente en el país.

Aquellas palabras le dieron la respuesta: australiano. Por la manera en que se comportaba, no podía ser personal del aeropuerto. Pero, entonces, ¿quién era? ¿Por qué debía seguir a un completo desconocido por un pasillo largo y oscuro?

–Disculpe, ¿qué es lo que acaba de pasar? –preguntó ella acelerando el paso mientras él avanzaba con sus cosas–. ¿Por qué me han dejado ir como si nada?

–No tenían otra opción cuando el jeque que gobierna el país es el que responde por usted.

Ella se paró en seco.

–¿Usted es un jeque?

–¿Parezco un jeque?

¿Cómo iba a saberlo? Quizá todos tuvieran los mismos rasgos y aquella barba.

–Entonces, ¿cómo…?

–El jeque Bakhsh Shakoor es mi jefe. Responde por usted.

Todo empezaba a tener sentido.

–¿Y por qué iba a importarle a ese jeque lo que me pase?

–Va a alojarse en su complejo hotelero más lujoso. No le agradaría saber que una de sus huéspedes ha sido detenida por un malentendido.

Un delito penal no era precisamente algo banal y por eso lo había declarado en el formulario de inmigración. Pero iba a gastarse una fortuna en el mes que iba a pasar en el complejo hotelero del jeque en el desierto y ser expulsada del país por un tema burocrático tendría una consecuencia nefasta para el hotel. Teniendo en cuenta además que probablemente sería propietario del aeropuerto…

–¿No sabe lo que usted acaba de hacer, verdad?

–El jeque no tiene tiempo para nimiedades.

«Vaya manera de hacer sentir especial a una mujer».

–Así que ha decidido ser… creativo.

Apretó los labios al levantar la maleta y la empujó por delante de ellos hacia el lado del aeropuerto que oficialmente daba a Umm Khoreem, a la libertad.

–Les he dado algunas garantías –continuó él–. Nada que pueda estropear sus planes de tostarse al sol.

Sí, seguramente pensaba que había ido a Umm Khoreem por su sol invernal y no para huir de su vida y de la época del año que más detestaba.

–¿Qué clase de garantías?

El ritmo que imponía al recorrer la terminal del aeropuerto era difícil de seguir, aunque era maravilloso mover las piernas después de nueve horas en un avión abarrotado. Se apresuró a seguirlo mientras esquivaba a grupos de pasajeros.

–Mientras permanezca dentro del hotel Al-Saqr, será una invitada del jeque y estará bajo su protección. Bajo esa condición, han obviado su reciente percance y le han permitido la entrada a Umm Khoreem.

–Lo dice como si hubiera robado un banco.

–Se sorprendería si supiera lo mucho que sé de usted, señorita Blaise.

Se quedó mirándolo, tratando de averiguar si hablaba en serio. No había mucho que saber. No tenía antecedentes penales, salvo por una reciente condena por entrar ilegalmente en un laboratorio para defender a aquellos que no podían defenderse solos.

No había imaginado que su mes de exilio comenzaría con una discusión. Claro que tampoco siendo detenida. Una vez más, recordó lo diferente que era aquella cultura de la suya.

–Los límites del resort son amplios –continuó él–. Mientras permanezca dentro, estará bien.

Le fastidiaba que se ocuparan de ella.

–¿Y qué va a impedir que tome mi bolsa y desaparezca?

Desde donde estaban, se veían los edificios más altos de la capital.

Bruscamente el hombre se detuvo y a punto estuvo de arrollarlo. Unos impenetrables cristales oscuros se volvieron hacia ella.

–Yo –contestó–. También les he dado mi palabra.

–Así que ahora estoy retenida no solo por el jeque, sino por su chófer también.

–No soy un chófer, señorita Blaise. Formo parte de la escolta real.

¿Debía mostrarse impresionada por la palabra «real»? Ella misma era una celebridad entre la realeza y nunca había obtenido tratos de favor por ello, más bien todo lo contrario.

–Por lo que voy a ser su escolta durante el próximo mes –añadió.

Enseguida se arrepintió de todo lo que había pasado en los últimos quince minutos. No era culpa de aquel hombre que se hubiese dejado engañar por gente en quien creía que podía confiar, ni de que todo hubiera ocurrido justo antes de Navidad, la época del año que más detestaba. La idea de pasar las siguientes cuatro semanas discutiendo con alguien no le agradaba. Había ido allí para esconderse y no para provocar a los lugareños. Pero parecía más hábil creando conflictos que tendiendo puentes.

–Vaya, usted es el que sale peor parado –bromeó–. Va a tener que hacer de niñera durante un mes.

–No salgo mal parado. Ya lo verá cuando conozca dónde voy a pasar las próximas cuatro semanas.

Tardó unos segundos en ponerse en marcha, mientras él se dirigía a la salida. Luego, lo siguió moviéndose con toda la gracia que pudo reunir, a pesar de la bofetada de calor del aire desértico que sintió en la cara al abrirse las puertas.

 

 

Al otro lado de la ventanilla del lujoso todoterreno de Al-Saqr, la capital, Kafr Falaj, se mostraba en todo su esplendor. Era una ciudad espectacular fundada hacía apenas dos décadas, que había ganado terreno al desierto. Era una muestra de la supremacía del hombre sobre la naturaleza.

Claro que Sera prefería la supremacía de la naturaleza a la del hombre.

Por una página web de viajes había descubierto que su significado era ciudad de canales. Tenía su origen en una gran red de antiguas canalizaciones que rivalizaban con los acueductos romanos y que todavía llevaban agua desde los acuíferos subterráneos y las faldas de las montañas hacia la floreciente agricultura de aquel pueblo desértico. Un pueblo que se había convertido rápidamente en una ciudad. Por suerte, eso sería lo más cerca que estaría de Kafr Falaj y de sus numerosos residentes extranjeros. A donde se dirigían, apenas habría un puñado de extranjeros.

Había pasado un rato contemplando la ciudad y luego el desierto y, entre una cosa y otra, lo había estudiado a él, concentrado en la autopista. El corte de pelo, las solapas de su chaqueta, la barba cuidada, la cicatriz sobre su ceja izquierda… No habían hablado desde que la hiciera sentarse en el asiento trasero del gran todoterreno. Se las había arreglado para pasarse al asiento del copiloto antes de que él rodeara el coche hasta su puerta. No le gustaba ir en el asiento de atrás a menos que no le quedara otra opción.

–Así que vamos a pasar cuatro semanas juntos –dijo Sera, simplemente por romper el silencio–. ¿Cómo debo llamarlo?

–¿Cómo llamaba a su último escolta?

–Russell –contestó ella sonriendo–. ¿Qué probabilidades hay de que…

Las oscuras gafas de sol se volvieron ligeramente.

–Puede llamarme Brad, señorita Blaise.

–Sabe que Blaise es un nombre artístico, ¿verdad? Como Madonna o Bono. Al parecer, era algo común en los ochenta.

–Eso tengo entendido.

–¿Le habría gustado un apellido diferente?

–Lo cierto es que preferiría que no me llamara por mi apellido.

–De acuerdo, Seraphina.

–No, por Dios. Es un nombre tan llamativo como Blaise. Estoy convencida de que el publicista de mi padre lo eligió.

–¿Cómo le gusta que la llamen?

–Sera.

–Muy bien. ¿Qué le parece si ponemos algunas reglas?

–Parece muy preocupado en cómo hacer las cosas.

–Es necesario establecer parámetros. Tengo que cumplir una misión.

Ella abrió el pequeño compartimento frigorífico que había en el asiento trasero y sacó una botella de agua.

–No me gustan los parámetros. ¿No ha leído el informe sobre mí? Seguro que había algún comentario al respecto.

De su padre, de Russell, del escolta que lo había precedido, de su tutor, de cualquiera de sus niñeras… ¿Hasta dónde quería retroceder en el tiempo?

–Lo cierto es que había bastantes.

Y le daba la impresión de que aquel hombre los habría leído todos.

De nuevo, la mirada impenetrable fija en la carretera.

–¿Qué le parece si pongo la primera regla, Brad?

–Adelante.

–¿Qué me dice si cada vez que nos tengamos que hablar nos quitamos las gafas de sol para vernos los ojos? –preguntó ella con una sonrisa.

El silencio se hizo tenso hasta que Brad bajó la cabeza ligeramente, se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo del pecho. Luego, se volvió para encontrarse con sus ojos. Su mirada la recorrió como si estuviera escaneando su ADN y, por un momento, deseó haberse quedado callada.

Sus ojos grises, combinados con su piel oscura, resultaban impactantes.

«Vas a tener que dejarte las gafas puestas».

–Se da cuenta de que forma parte de un arquetipo, ¿verdad?

Volvió su atención al tráfico y ella pudo respirar más tranquila.

–¿Un arquetipo?

–Como todo nuevo cliente, quiere controlarlo todo.

Ella reparó en los ocho carriles de la autovía que se abrían paso hacia el sur en mitad del desierto, a las afueras de la ciudad. De repente, lo injusto de su comentario la hizo reaccionar.

–Escuche, Brad, llevo toda mi vida al cuidado de profesionales. Ha habido un par de idiotas, pero la mayoría han sido personas agradables, incluso algunas encantadoras. Pero todos ellos cobraban por estar ahí. Creo que no es mucho pedir que nos miremos a los ojos cuando nos hablemos. Al menos para saber que es una persona de verdad.

Él fijó su mirada gris en la autopista hasta que finalmente llegó a algún tipo de conclusión y volvió a mirarla.

–Punto uno –dijo antes de volver la atención a la carretera–. Cortesía en todas sus formas.

Antes de que Sera pudiera deducir a qué se refería, cambió de carril.

–Punto dos –continuó–. Respetaré su libertad de movimientos mientras usted respete mi responsabilidad como su escolta.

–¿Es su manera de pedirme que haga todo lo que diga?

–Es mi manera de pedirle que no discuta conmigo porque sí.

Vaya. Al parecer era cierto que había leído el informe sobre ella.

–Me parece justo. Punto número tres: soy su responsabilidad, no su amiga. No se enfade si las cosas no son como le gustaría.

Lo último que quería durante el tiempo que iba a pasar en el desierto descansando era que le recordaran a su padre.

–Eso se me da bien, de hecho se me da muy bien. No estoy en esto para charlar.

–¿Algún comentario final?

–Punto cuatro –dijo él después de unos segundos–. Si necesita ayuda, acuda a mí. No importa lo que pase desde ahora hasta entonces. Me ocuparé de lo que sea.

De nuevo aquella palabra. Se habían ocupado de ella toda la vida.

–¿Está obsesionado con el control, verdad?

–Me pagan por velar por su seguridad –contestó él encogiéndose de hombros.

–De acuerdo: cortesía, cooperación, respeto y un protocolo para emergencias. Creo que lo tenemos todo cubierto. Aunque nos falta una contraseña. ¿Qué le parece capsicum?

–¿Capsicum? –repitió él arqueando las cejas.

–Ya sabe, por si acaso uno de nosotros necesita poner fin a este acuerdo –dijo–. Es una clase de pimiento rojo –añadió y le pareció advertir una pequeña curva en la comisura de sus labios a modo de sonrisa.

–¿Qué pasa si lo dice en un restaurante, mientras está ordenando la comanda?

–Los llamaría pimientos.

–¿Y si planta un jardín?

–¿En el desierto de Umm Khoreem?

–¿Y si estuviera escogiendo un color para la pared?

–Juro no dedicarme a la decoración hasta que no pase este mes.

Volvió a mirarla a los ojos. Esta vez había en ellos un brillo cálido.

¿Por qué aquella broma le hacía sentirse triunfadora? ¿Y en qué momento exactamente habían empezado a flirtear?

Capítulo 2

 

 

Cuanto más hablaba aquella mujer, Brad se sentía más a gusto con el mes que tenía por delante. No era una princesa desesperada dispuesta a agitar las manos cada vez que algo no saliera a su manera. Le daba la impresión de que lo que más le preocupaba era protegerse de sí misma.

Aun así, era la hija de una celebridad y él era su guardaespaldas, así que, siguiendo la costumbre, estudió los lujosos coches que mantenían su misma velocidad en la autopista, alejándose de Kafr Falaj. Todos ellos tenían los cristales opacos, por lo que no se veía a sus ocupantes. En otra situación, eso lo habría puesto nervioso, pero estaba en Umm Khoreem, donde un mar rico en petróleo lo separaba de todas las zonas de conflicto en las que había estado destinado. Además, estaba cuidando de la hija de un cantante de rock y no protegiendo a personal de Naciones Unidas. Aquellos días habían quedado atrás.

Hizo crujir los nudillos y volvió a mirar a su cliente, que seguía con la mirada perdida en las dunas que se divisaban en la distancia mientras avanzaban por la autopista de Al-Dhinn. Recordó el informe que la empresa de seguridad con sede en Londres para la que trabajaba le había enviado. Seraphina Blaise, de veinticuatro años, hija del líder de mediana edad de un grupo de música, The Ravens, que siempre que sacaba un nuevo álbum alcanzaba los primeros puestos de las listas. Blaise no parecía tan mayor como para tener una hija de aquella edad.

El informe estaba lleno de adjetivos como «apasionada» e «impulsiva», pero también comprometida y leal. Había referencias al arresto que había sufrido a comienzos de ese mismo año, así como a su excelencia académica, a sus labores de voluntariado y a su talento como fotógrafa. Él también tenía sus distinciones, todo un cajón lleno, pero no por eso era mejor persona. Quizá fuera preferible ignorar lo que ponía en el expediente de Sera y sacar sus propias conclusiones.

Tenía una lengua afilada, en consonancia con una mente despierta, y acababa de desafiarlo como nunca nadie antes había hecho.

Físicamente, parecía esculpida por un escultor postmoderno. Aquel puñado de piezas desemparejadas proporcionaban un curioso e intrigante resultado al unirse. Todo en ella era alargado: su rostro, su mentón, su pelo, sus dedos, sus piernas… Era más impactante que una belleza clásica. Apenas llevaba joyas; la melena suelta sobre los hombros desnudos era el único accesorio que necesitaba.

Por otra parte, había viajado a un país conservador con los brazos y los hombros al descubierto. En otras circunstancias, lo habría achacado a la ignorancia, pero en Sera… Era imposible suponer que no se hubiera informado sobre la región que iba a visitar. Era como si estuviera desafiando a Umm Khoreem, provocando un debate de corte social.

Y tal vez así fuera. En su expediente constaban protestas sobre muchas cosas.

Por segunda vez en cuarenta minutos, Brad puso el intermitente y tomó el desvío de la carretera hacia Al-Saqr. Sera se irguió en su asiento y estiró el cuello para ver lo que tenían por delante. La mujer que había conocido en el aeropuerto se estaba convirtiendo en una criatura diferente, mucho más relajada. O quizá fuera la influencia del desierto.

–Todavía quedan quince minutos –murmuró Brad–. ¿Es la primera vez que visita el desierto?

Ella se recostó en el respaldo del asiento como si fuera una adolescente impaciente.

–Sin contar las veces que lo he sobrevolado, sí.

–Ya se dará cuenta de que no es como se lo imagina.

Sera se limitó a mirar el vasto espacio que tenían por delante y en el que no había nada.