Mater 2-10 - Hwang Sok-yong - E-Book

Mater 2-10 E-Book

Sok-yong Hwang

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Beschreibung

"De algún modo no sentía el vacío bajo sus pies. Cuando hacía deporte caminando una y otra vez por la zona de la barandilla, sentía el impulso de caminar sobre el aire. Jinoh metió el cuerpo entre los barrotes, inclinándose, y extendió una pierna. Parecía que estaba pisando un mullido colchón o edredón. Sujeto con ambas manos a la barandilla, sacó los dos pies por fuera." Jinoh Lee, un obrero al que despiden de su fábrica, organiza una sentada a gran altitud. Encaramado en la pasarela de una chimenea de dieciséis pisos de altura durante las largas y amargas noches frías, Jinoh habla con sus antepasados y amigos, se pregunta por el significado de la vida y recuerda la sabiduría transmitida de generación en generación. Mater 2-10 es a la vez un relato épico que captura el anhelo de una nación por una línea ferroviaria que conectaría el Norte y el Sur, una novela mágico-realista y la culminación de la carrera literaria de Hwang Sok-yong, que consigue mostrar el dolor de una nación dividida al tiempo que retrata un siglo de historia coreana, desde la era colonial japonesa hasta el siglo XXI.

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Seitenzahl: 915

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Hwang Sok-yong

Mater 2-10

Traducido del coreanopor Laura Hernández Ramos y Lee Eun Kim

Nota del autor

«Mater» es la abreviatura japonesa utilizada para referirse a las locomotoras de montaña. Durante la época colonial japonesa, cincuenta locomotoras Mater 1, siguiendo el modelo de las estadounidenses, fueron construidas en Gyeongseong y en la fábrica de Kisha Seizo en Japón. Se introdujo también la Mater 2 de treinta y tres vagones, una versión mejorada fabricada por Kawasaki, que se utilizó en Corea del Norte. La Mater 2-10 fue una locomotora que operaba en la línea Pionyang-Kaesong y que fue capturada durante la guerra de Corea por el ejército surcoreano cuando avanzaba hacia el norte. Finalmente acabó en la estación de Jangdan cuando los aliados se estaban retirando. Después, el 31 de diciembre de 1950, el ejército estadounidense la destruyó para evitar que cayera en manos del enemigo. Durante mucho tiempo permaneció abandonada oxidándose como una lata vacía en la zona desmilitarizada entre el norte y el sur e incluso le pusieron el apodo de Hwatong o Chimenea. Como parte del proyecto de restauración del patrimonio cultural, en 2004 la recuperaron y, tras dos años de reparaciones, la colocaron en el Parque de la Unificación Imjingak como Patrimonio Cultural Nacional Registrado n.º 78. El casco oxidado de la locomotora mira hacia el norte tras un letrero en el que puede leerse «Este caballo de hierro quiere correr». Se convirtió en un símbolo de la guerra de Corea por lo que apareció en libros de texto, periódicos, revistas, folletos gubernamentales e incluso tuvo su propio sello postal. Los restos de este viejo armatoste de metal han adquirido diferentes significados dependiendo de cada época y cada gobierno, siempre en medio de la dualidad de la Guerra Fría y el anticomunismo, la paz y la reconciliación. Como una momia en su tumba, la Mater 2-10 se ha conservado químicamente y se ha convertido en un fósil conmemorativo de la era de la división.

1

Jinoh Lee dejó un espacio aparte para hacer sus necesidades en el lado contrario del pasillo circular, lo más lejos posible de donde dormía. Primero, intentó hacerlo agarrándose a la barandilla, pero se caía hacia delante. Para mantenerse en cuclillas, tenía que hacer fuerza con el dedo pulgar del pie. Era la única forma de no irse de bruces ni caerse de espaldas. Podría encoger completamente los dedos dentro de las zapatillas, como si fueran las garras de un águila. Tendría que apuntar muy bien.

Bajó la cabeza y miró con atención si la orina y los excrementos caían correctamente en el plato de plástico de las gachas. Al principio, no fue capaz de encontrar algo adecuado que le sirviera de retrete. Un día que estuvo malo del estómago, los compañeros que lo ayudaban desde abajo le compraron unas gachas. Comió gachas tres veces al día y, apenas mejoró, se dio cuenta de que el tamaño y la altura del plato de gachas eran perfectos para usarlo de retrete. El olor era terrible en un espacio tan cerrado, pero soportable si lo cubría con la tapadera y lo envolvía todo en una bolsa de plástico. En cuanto se lo pidió, sus compañeros de abajo le prepararon una docena de los recipientes de gachas para llevar y le subieron varios de una vez. Cuando reunía varios de los recipientes que usaba una vez al día y se los daba, ellos los limpiaban, secaban y se los subían de nuevo.

Después de limpiar y cerrar firmemente la bolsa con sus heces, Jinoh se agarraba a la barandilla y contemplaba el paisaje de la ciudad, que siempre era igual. Estaba justo empezando a amanecer y el sol asomaba ligeramente por el este, por donde se extendían las nubes arreboladas. Los altos y bajos edificios de apartamentos y oficinas del centro de la ciudad parecían una jungla. Se veía la hilera de árboles que se alineaban al borde de la carretera y el bosque al lado derecho de Yeouido. El follaje de mayo ya presentaba un color verde claro. El puente de Omoknae al que iba a jugar cuando era niño ahora era de cemento, pero el riachuelo que se adentraba en el río Han seguía igual.

Un mes antes, Jinoh había trepado en medio de la noche a lo alto de la chimenea de esta central eléctrica. Mide cuarenta y cinco metros de alto, similar a un edificio de dieciséis plantas. Actualmente, estamos acostumbrados a que los bloques de apartamentos tengan veinte o treinta pisos, así que estar sobre esta chimenea no parecía tan alto ni daba sensación de vértigo. Aun así, era un espacio muy estrecho y no había nada alrededor, por lo que cuando salió por primera vez casi se cayó al vacío. La chimenea tiene seis metros de diámetro y está rodeada por un balcón circular de un metro de ancho. Además, recorrer su circunferencia son unos veinte pasos. Realmente, quitando el lugar donde dormía, eran unos dieciséis pasos. Como ya había habido otras personas que se habían encaramado a una grúa en otra ciudad, ya había cierto estudio sobre cómo sobrevivir. Cuando se manifestó la soldadora Sook Young, a quien Jinoh conocía muy bien, utilizó la cabina de la grúa como alojamiento y entre los pilares de hierro sembró tomates y otras plantas. Cada noche, ella soñaba con convertir las torres de acero del enorme astillero en árboles. Quizás era porque, subida a esa enorme masa de hierro, su débil y pequeño cuerpo le parecía otro accesorio de metal. Transformaba las grúas al otro lado en árboles de hoja ancha y observaba ese paisaje del que brotaban montones de árboles gigantes por todas partes. Jinoh, a diferencia del resto, no convirtió la chimenea en una escultura similar.

Aquí no se puede calcular el paso del tiempo y la sensación es como si se tratara de una goma elástica que se encoje inmediatamente por el rebote producido después de estirarla y soltarla.Antiguamente, la gente podía diferenciar el día de la noche y más o menos saber la hora que era gracias a las luces y sombras, así como la altura y posición del Sol. No obstante, él tenía un teléfono móvil, así que podía saber con exactitud hasta los minutos y segundos. De todas formas, poco a poco esta diferenciación se fue volviendo insignificante porque aquí los días se repetían en bucle y nunca pasaba nada. Los horarios de desayuno, comida y cena fijados por las autoridades eran los que marcaban regularmente sus días. Las horas determinadas eran las ocho para el desayuno, la una para la comida y las seis para la cena. Después de atravesar el portón, los compañeros no tardaban ni cinco minutos en llegar con la mochila llena de alimentos al espacio debajo de la chimenea.

Jinoh trabajó como empleado de fábrica durante veinticinco años hasta ya pasados los cincuenta. Su infancia transcurrió en Yeongdeungpo, donde también trabajó cerca de diez años, y después trabajó durante quince años en una ciudad de provincias al sur. En su juventud trabajó como jefe de una fábrica y luego se convirtió en representante regional de un sindicato cuando lo despidieron. Dijo que lo despidieron, pero realmente su puesto de trabajo desapareció de repente porque cerraron la fábrica y la vendieron a otra empresa, por lo que su vida se hizo añicos. Los despedidos empezaron a luchar en la sede central de Seúl por su reubicación. De entre los más de veinte compañeros que reclamaban la recuperación de su puesto y la subrogación del empleo, hasta el final solo aguantaron once personas, y en el centro de las protestas solo quedaron cinco, que eran del comité directivo o tenían la posibilidad de permanecer en Seúl. Estos son: Jinoh, un compañero de la misma edad llamado Changsoo Kim, Jeong y Park, de unos cuarenta años, y el veinteañero Cha. Ellos continúan trabajando como eventuales en fábricas o en oficios acordes con sus habilidades y mientras tanto cuidan de Jinoh. En la comisaría de policía que tiene jurisdicción sobre el área de la chimenea, trabajan por turnos de cinco agentes cada uno y en la puerta de la chimenea hacen guardia o un sargento o un oficial. A veces, cuando el sindicato del metal y las organizaciones civiles se congregan fuera de la central eléctrica para protestar, un autobús de la policía lleno de efectivos se acuartela bajo la chimenea. Cada día, sus compañeros atraviesan la puerta y los agentes solo les permiten entregar lo que llevan tras comprobar que no hay ningún producto no permitido. Por las mañanas, la inspección es inflexible mientras que, por la noche, cuando los altos cargos ya están a punto de irse a casa, son relativamente menos estrictos. Aunque encuentren un artículo prohibido, únicamente lo confiscan, pero no los arrestan ni ejercen violencia, como sí hacían antes, así que no es necesario ser tan prudentes. Cuando los pillan, solo les piden escribir un informe con los objetos que portan y los motivos por los que acceden al lugar. En consecuencia, al menos durante diez días la inspección es más estricta. Prometieron, en la medida de lo posible, subir lo necesario por las noches y los objetos susceptibles de incautación los fines de semana por la noche. Al fin y al cabo, los agentes también son seres humanos, y entre los policías de apoyo, aquellos que cumplen su servicio militar en la policía, hay jóvenes compasivos, por lo que de vez en cuando habían podido subir objetos prohibidos.

Antes de encaramarse, hicieron una exploración preliminar y unos días antes de madrugada empezaron a subir a la chimenea los objetos necesarios para la supervivencia por la barandilla del balcón. No traspasaron la puerta de la central eléctrica, sino que entraron colocando una escalera sobre un muro de bloques de cemento cerca de la chimenea. Primero, ataron firmemente a la barandilla de la chimenea un par de poleas y una soga para subir y bajar la comida y los artículos necesarios. Llevaron plásticos de invernadero e incluso un rollo de tela impermeable que sirviese para hacer una especie de pared. Prepararon una tienda de campaña de una sola habitación y un saco de dormir y adquirieron un farol y varios utensilios de senderismo. También incluyeron un teléfono móvil y una batería. Alrededor de la chimenea colocaron una pancarta que daba a conocer el motivo de la protesta. Sus compañeros junto con el sindicato del metal formaron un equipo de apoyo y en una zona vacía montaron una carpa donde cocinaban y ofrecían comida. Además, determinaron que iban a subirle tres comidas al día, qué objetos y qué cantidad necesitarían para solucionar circunstancias de la vida cotidiana como el agua potable y cómo deshacerse de la orina y heces. El agua lo echaban en botellas de plástico y le subían cuatro al día, pero cuando empezó a hacer más calor aumentaron a seis. Dos de las botellas eran para lavarse la cara y enjuagarse y otra botella la repartía entre las lechugas y otras plantas que ya estaba cultivando. Los compañeros le subieron unas semillas para luchar contra el aburrimiento y las largas horas de espera, así que Jinoh las plantó unos días después de empezar la protesta. Las botellas vacías las usaba para la orina y una vez llenas las dejaba en una esquina del balcón. Si la policía subiera a por él, quizás podría usarlas como arma arrojadiza. Recogía las heces en bolsas de plástico, pero estaba preocupado por el fuerte olor y por si goteaba, pero todo se solucionó cuando descubrió los platos de gachas.

El día antes del inicio de la protesta, Jeong y Cha subieron a la chimenea y lo ayudaron a instalar la tienda y la cubierta de plástico. Por último, ataron firmemente la pancarta por fuera del plástico que cubría la barandilla. «oelpme le necitnaraG .satnev sal a oN» estaba escrito en grande para mostrar el motivo de la protesta y debajo, un poco más pequeño, como subtítulo ponía «serodajabart sol sodot ed nóicacibueR .oelpme led nóicagorbuS». Jinoh no tenía más remedio que leerlo al revés, desde el lado contrario a la gente que miraba hacia arriba.

Hoy había un asunto al que poner fin. Anteayer, que era domingo, sus compañeros le metieron una llave inglesa en la cesta con la cena. Estaba envuelta en papel de aluminio y por debajo asomaban dos colas de pescado negruzcas, por lo que al principio pensó que se trataba de pescado asado. En cuanto lo cogió, notó que era muy pesado y de inmediato supuso que había algo dentro. Le costó mucho tiempo quitarle a la llave inglesa el olor a pescado, puesto que vino envuelta entre dos saurios del Pacífico.

Por la mañana, primero hace deporte. Antes lo practicaba después de desayunar para hacer bien la digestión, pero cambió el orden porque el movimiento lo ayuda a destensar el cuerpo después de pasar la noche encogido. Tras el desayuno, camina durante una hora recorriendo una y otra vez los aproximadamente treinta pasos del balcón. Por la tarde, después de comer, primero camina y a continuación ejecuta varios ejercicios. Después de cenar hace lo mismo y antes de irse a dormir relaja el cuerpo. Gracias al móvil está conectado con el entrenador de un gimnasio de los alrededores que le ha explicado los ejercicios varias veces. Los compañeros lo visitaron para informarlo de la situación y los pusieron en contacto por teléfono. Le dijo que el modo de hacer el ejercicio eficazmente era en intervalos cortos cada hora. Los movimientos para destensar el cuerpo son: mover el cuello de arriba abajo y de derecha a izquierda, sacudir los brazos, encoger y estirar las piernas, relajar las articulaciones de las extremidades, hacer abdominales sentado, girar el tronco a derecha y a izquierda, tumbarse sin hacer ningún tipo de fuerza, como un cadáver, etc. Hace ejercicios para mantener la fuerza muscular sin ningún instrumento: flexiones, doblar y encoger las piernas con la postura de montar a caballo y dominadas. Como no tiene ninguna barra ni aparato, se plantea dejar de hacer «los tres ejercicios». Dobla y estira los brazos; con las piernas juntas y el tronco recto, se pone en cuclillas y se levanta; alza los brazos, da un salto de repente y otra vez hace una sentadilla; estira las piernas y vuelve a hacer flexiones. Son movimientos simples, pero le dijo que haciéndolos unas veinte veces le servirían para mantener la fuerza física. Al principio, después de siete repeticiones ya estaba agotado y sin aliento. Todavía apenas puede hacerlos diez veces, así que no sabe cuánto tendrá que entrenar para cumplir con las veinte repeticiones. Sonó el teléfono. Era Cha, el más joven de sus compañeros:

—A partir de hoy, me encargaré yo de las comidas.

—¿Y eso? ¿Le ha salido trabajo a Kim?

—Sí, en una obra. Vendrá por la noche.

—¿Estáis todos bien?

—Sí, entro ahora.

Cha llegó al portón con el desayuno. Jinoh se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Cha apareció por la esquina del muro de cemento. Del puesto de guardia de la policía bajo la chimenea salió un agente de apoyo para recibirlo. Abrió la mochila que llevaba al hombro y sacó los recipientes de comida. El agente los observó sin prestar mucha atención y dio un paso atrás. Jinoh bajó la cuerda de la polea. Del cabo de la cuerda colgaba una cesta. Los de abajo agitaban la cuerda como señal de que ya podía subirla y entonces él tiraba de ella lentamente.

—Vale, gracias.

Jinoh subió la cesta y en cuanto saludó con la mano, Cha también agitó la suya y se dio la vuelta. Dentro de la cesta estaba la comida del desayuno: gachas, huevo frito, kimchi y boquerones fritos. Ese día le habían subido seis botellas de agua. Si empezaba a hacer más calor, quizás tendrían que entregarle agua dos veces al día. Primero se comió el huevo frito de un bocado. Las gachas se habían enfriado un poco, pero todavía estaban templadas. Sin embargo, eran unas gachas de verduras demasiado duras como para masticarlas. No tardó ni diez minutos en desayunar. Recogió los platos y los metió de vuelta en la cesta, se lavó los dientes con el agua mineral, echó agua en una palangana de plástico y se lavó la cara. Realmente suele hacer el lavado del gato, pasándose un poco de agua por la cara. Pensó en caminar yendo y viniendo por el balcón, pero desistió de hacerlo porque ese día había mucho trabajo que requeriría esfuerzo físico. Si no era esa semana, quizás fuera a principios de la siguiente, pero le habían comunicado desde abajo que tendrían una charla con la empresa. De llegar a un acuerdo, estaría bien, pero también decidieron estar preparados ante una posible ruptura de las negociaciones. Un conflicto que llevaba estancado unos dos años es imposible que se resuelva en una mañana; al subir ahí arriba, ya estaba concienciado ante una posible lucha a largo plazo. En caso de ruptura de las negociaciones, la empresa quizás pida encarecidamente a la policía que acabe con esa protesta y tal vez incluso envíen a los militares. Como por la escalera de la chimenea solo se puede subir de uno en uno, podría bloquear la entrada para ganar tiempo hasta que llegasen los miembros del sindicato y de las organizaciones civiles. Por eso ha estado guardando las botellas de plástico llenas de orina. Como no se quedaba tranquilo solo con eso, ha decidido inutilizar la escalera vertical que va desde donde termina la otra escalera de caracol hasta arriba de la chimenea. La escalera vertical mide aproximadamente diez metros y en la parte exterior tiene una cubierta de seguridad en forma de tubo de plástico transparente. Ha quitado los tornillos de la escalera y los ha vuelto a poner inclinados hacia fuera para que se queden atrapados en el pasillo y nadie pueda subir.

Jinoh amarró a su cuerpo la cuerda que le había sobrado, la ató a los barrotes de la barandilla y bajó por la escalera. Para que no se le cayera la llave inglesa, la había atado también con una cuerda fina y se la había colgado al cuello. En la parte más baja, aflojó los tornillos y, desde una altura similar a la suya, los sacó totalmente y se los guardó en el bolsillo del pantalón de trabajo. Al principio era difícil desatornillarlos, pero una vez que comenzaban a aflojarse ya podía hacerlo con las manos. Cuando justo estaba sujetando la cabeza de un tornillo con la llave inglesa y girando en dirección contraria a las agujas del reloj, oyó un grito desde abajo:

—¿Qué estás haciendo ahí?

Él simplemente se quedó en silencio. No tenía necesidad de responder a cada comentario. Mientras iba ascendiendo escalón a escalón quitando los tornillos, el agente trajo al oficial que estaba en la puerta principal.

—¡Deje de hacer eso tan peligroso!

Jinoh miró hacia abajo, sonrió y continuó en silencio. Ellos se acercaron a la escalera de caracol y empezaron a subir. Poco después, ya se estaban quedando sin aliento mientras seguían los pasos de Jinoh, que ya había llegado a la última parte. Sin embargo, como ya había subido tres metros, parecía que a ellos no les quedaba más remedio que mirarlo desde abajo sin posibilidad de detenerlo.

—¡Usted está dañando las instalaciones!

Eso le dijo el oficial, y el agente le preguntó:

—¿Pero por qué está quitando los tornillos de la escalera con lo peligroso que es?

Al final, Jinoh se detuvo en su tarea y les respondió:

—¿Esto? Es para que ustedes no puedan subir.

—Si quisiéramos, podríamos acabar con esta protesta, pero solo estamos aquí para vigilar.

Quitó otro tornillo y, dejándolo caer en el bolsillo del pantalón, dijo:

—Oye, ¿no es mejor esto que bajar corriendo?

—Ay, qué fastidio, de verdad. ¿Acaso alguien pensaba que esto se solucionaría en una mañana? —murmuró el oficial al darse la vuelta y bajar las escaleras de caracol doblando las rodillas con cuidado—. Puedes estar ahí eternamente, a los altos cargos nunca les interesan este tipo de asuntos.

En una hora y media, Jinoh quitó todos los tornillos de ambos lados de los diez metros de escalera. Subió y siguió con su tarea en los últimos tres escalones en una postura cómoda. Agarró la escalera y la empujó con fuerza provocando que se fuera contra la cubierta circular de plástico. De este modo, nadie podría ni entrar ni salir. En consecuencia, él también se quedó sin vía de escape. No sabe cuándo podrá bajar, pero ansía que llegue el día en el que lance los tornillos a sus compañeros para que los pongan de nuevo y suban.

Como cualquier otro día, comió, hizo sus tres ejercicios y caminó; leyó, cenó y realizó de nuevo sus ejercicios y movimientos para destensar el cuerpo. Era la hora a la que el resto de la gente sale de trabajar y va a tomar algo con los compañeros o vuelve a casa para cenar y ver la televisión. Llamó por teléfono a su mujer e intercambió algunos mensajes de texto con sus compañeros del sindicato. Había sido un día tranquilo sin ningún contratiempo. La oscuridad cubría la ciudad e iba anocheciendo. Poco a poco había menos ruidos y tan solo se escuchaban de vez en cuando los cláxones de los coches a lo lejos. Se metió y se tumbó dentro del saco de dormir e intentó quedarse dormido. Allí podía dormir a su antojo. En la oscuridad no había nada que hacer, así que pasadas las nueve de la noche se tumbaba y solía caer en un sueño profundo.

Se despertó porque se hacía pis. Abrió los ojos ligeramente y le dio pereza salir del saco, así que se quedó dando vueltas. Bajó la cremallera del saco y salió como un gusano escapando del capullo. La densa niebla se extendía por los alrededores. Jinoh caminó, aunque solo fueran unos pasos, lejos de la tienda de campaña y se quedó de pie frente a la barandilla. Como nadie podía ver la barandilla, hizo pis por fuera. Se estremeció y se dio la vuelta; después sacó y agitó el pie derecho por fuera de la barandilla desde la que se veía la niebla que lo envolvía todo como un mar de nubes. De algún modo no sentía el vacío bajo sus pies. Cuando hacía deporte caminando una y otra vez por la zona de la barandilla, sentía el impulso de caminar sobre el aire. Jinoh metió el cuerpo entre los barrotes, inclinándose, y extendió una pierna. Parecía que estaba pisando un mullido colchón o edredón. Sujeto con ambas manos a la barandilla, sacó los dos pies por fuera. «Mira, por aquí se podría caminar», murmuró sorprendido, y dio unos pasos titubeantes en la niebla. Parecía que andaba sobre una planicie cubierta de nieve. Al principio era como si caminara hundido hasta las rodillas y poco después empezó a deslizarse con pasos ligeros. Como si estuviera dentro de una nube, la niebla densa seguía rodeándolo. De repente se encontraba caminando sobre un camino sucio, seco y firme.

Apareció la vía del tren. Se empezaron a ver callejones estrechos a ambos lados de la vía en cuanto pasó por un bar y una tienda de techos bajos, cuyas débiles luces amarillas se filtraban a través de los tablones de los marcos de las ventanas. Él caminó siguiendo las vías. Se veía el centro social de veteranos con minusvalía con las luces apagadas.

Se acordó de que cuando era niño, había ido varias veces al cine con su padre para ver películas occidentales y el tercer año de primaria descubrió la forma de colarse. El hijo del barbero fue el primero en descubrir una forma de colarse por las ventanas del cine que daban al taller donde pintaban las carteleras. El centro social de veteranos había sido un antiguo almacén militar que después de la guerra, como parte de un proyecto para el bienestar de los soldados, se transformó en un cine que contribuyese al disfrute de los soldados heridos. Era un almacén de madera y acero galvanizado y el taller artístico, una construcción temporal justo al lado, siempre estaba abierto. Por la noche, la puerta del taller estaba cerrada, pero era posible empujarla sin esfuerzo y entrar. Subiendo donde estaban amontonadas pilas de cajas y leña, estaba la ventana con enrejado de madera del cine. Al otro lado de la ventana estaba el telón y mirando hacia abajo se veía el pasillo en el que se alineaban las butacas. En una ocasión, alguien intentó colarse al cine por allí, pero fue descubierto y castigado duramente por el guardia. Después de aquel suceso, por la noche también cerraban la puerta del taller y en la ventana pusieron una malla como si se tratara de un gallinero. Los empleados del centro social de veteranos eran tres antiguos combatientes que habían resultado heridos. En la taquilla había un señor estúpido, en la entrada había otro señor con una quemadura que se encargaba de recoger las entradas y el vigilante que recorría los alrededores del cine era manco. Los tres se turnaban para cuidar la entrada, limpiar y vigilar, pero el que más miedo daba de todos era el manco. Se colocó un brazo ortopédico y en el garfio afilado se enganchaba el filtro del cigarro para fumar, mientras con la otra mano recogía las entradas. Cuando se enfadaba, amenazaba a la gente acercándoles el garfio como si fuera un anzuelo enorme.

El hijo del barbero le dijo a Jinoh entre risas que había encontrado un nuevo camino. Jinoh lo siguió una mañana temprano hacia el callejón en la parte trasera del edificio. Nada más abrir la tapa de acero en el suelo, bajo la cubierta de madera de la parte de atrás del edificio, emanó un fuerte olor a pis y excrementos. Jinoh se arrepintió en cuanto vio aquello. A cambio de habérselo enseñado, debía pagar al chaval con piezas de papel de un juego tradicional llamado ttakji. Al pedirle todas las piezas, él le entregó su preciada caja del tesoro. Era una caja de galletas de lata que vendían en el mercado yanqui, uno de esos mercados donde vendían de forma ilícita artículos que provenían del Ejército estadounidense. Por muy bueno que fuera el fin, ¿cómo iba a meterse en un retrete? El chico le dijo que él ya había logrado completar la ruta para entrar y ya había conseguido ver un par de películas gratis. Esa noche, los dos niños habían arrancado las tapaderas de unas cajas de cartón y habían ido al cine con dos trozos de cartón cada uno. Se veía el suelo gracias a la luz que se filtraba por el agujero del retrete. El baño era profundo y amplio. Pisó sobre una piedra que habían llevado allí de antemano y salió del agujero evitando el pis y los excrementos que se acumulaban bajo el retrete. Antes de asomar el tronco, tuvo que colocar uno de los trozos de cartón donde iba a pisar. Salió con dificultad al interior del baño y llegó sano y salvo al cine. Como iba con relativa frecuencia, algunas veces se mojó de orina la parte de arriba o las manos e incluso se manchó los zapatos de caca porque, entre los que iban a ver películas, algunos eran hombres mayores un poco torpes que no apuntaban bien y salpicaban de orina y heces la parte de abajo. Tanteaban a oscuras hasta que encontraban un asiento y se sentaban. Al resto de la gente de repente les llegaba el olor a pis o se preguntaban los unos a los otros qué era aquel olor. Al final, dejaron de hacerlo por la vergüenza que les daba. El hijo del barbero vivía en casa de su hermano mayor, que también era barbero. Los padres habían fallecido pronto, por eso vivían juntos, y la relación con su cuñada no era buena. Como su padre era barbero, le habían puesto el apodo de pequeño Kkakse, que derivaba del verbo «cortar», así que su hermano era el gran Kkakse. Al final, se fue de casa y tuvo que hacer frente a todo tipo de situaciones. Vivía en una tienda de campaña con un rufián que iba por ahí recogiendo basura y aprendió a cazar serpientes de un amigo cazador. Comía serpientes a modo de tónico reconstituyente. Cocía unas cuantas grandes para comérselas, con lo que conseguía entrar en calor y llegaba incluso a sudar, aunque fuera invierno. Sabía hablarles a las serpientes. Antes de atraparla, la serpiente se escurría entre los matorrales y él le hablaba mientras ella lo miraba fijamente. «¿A dónde vas a ir tú? Ven aquí, que te voy a dar algo rico». Entonces, la agarraba sin dudar por la cola. La serpiente retorcía su cuerpo y se enroscaba. «Estás intentando morderme, ¿verdad? Lo tengo todo planeado, así que dejaré a tus padres y te llevaré a ti solita conmigo. ¿Cómo vamos a hacer? Hay muchos ratones y no los soporto. Te voy a dejar cazar un montón de ellos. Si me das problemas, te golpeo aquí mismo y te mato.» La guardaba con maña en un saco y hablaba con otra serpiente para meterla en el saco. Todo esto eran mentiras de Kkakse, pero a menudo Jinoh le pedía que le contara sus historias. Más tarde, Kkakse entró en un centro de detención de menores y se hizo trompetista. El chico volvió al barrio con la boquilla de una trompeta y convertido en un sabiondo. Se llevó la trompeta a los labios y juntando ambas manos interpretó espléndidamente un toque de diana en forma de triste melodía. Cuando los adultos le preguntaban qué querría ser de mayor, Kkakse les respondía que soldado o policía. Sin embargo, cuando le preguntaban sus amigos, decía que lo que más le gustaría era ser un ladrón. Comentaba que, si se le daba bien, podría poseer cualquier cosa en el mundo y comprar jajangmyeon para dar de comer a los más pobres. Al final Kkakse terminó muriendo de forma absurda. En el descampado de los alrededores del taller ferroviario, siempre había amontonados varios pilares de puentes oxidados y allí se cayó un día mientras hacía acrobacias saltando de una estructura de hierro a otra. Nadie lo vio, pero era fácil imaginar que su pequeño cuerpo pisó mal, se cayó entre las estructuras y fue golpeándose contra los hierros hasta chocar contra el suelo. Pasaron varios días hasta que encontraron el cadáver. Según las palabras de los chicos, en aquellos días un circo había llegado y en el barrio este era el único lugar para instalar la carpa. Decían que quizás Kkakse, a quien le gustaba mucho el espectáculo, se había colado todos los días en la carpa para ver las acrobacias aéreas. Tal vez los estaba imitando. Para convertirse en un gran ladrón, tendría que practicar mucho ese tipo de destrezas. En ese momento, Jinoh se dio cuenta de que el chico albergaba grandes sueños porque creía que podría poseer cualquier cosa en el mundo.

Se adentró en la calle principal de su pueblo. Estaba aumentando el número de tiendas al borde de la carretera y empezaba a haber callejones en todas las zonas. Resistían algunos de los conocidos como «árboles de las gotas» y en la calle que se dividía en tres era donde comenzaba el barrio de Jinoh. Los profesores decían que se llamaba «plátano oriental» y los niños lo llamaban «árbol de las gotas», pero el anciano farmacéutico lo llamaba platanus orientalis y les explicó que, antes de la inundación, los «japos» habían plantado una docena de ellos más o menos cuando se instalaron las vías del tren. Le preguntó a su padre y este le dijo que él y sus amigos también lo llamaban «árbol de las gotas» cuando eran niños, así que no pasaba nada si lo llamaba así. La casa de la esquina antiguamente había sido una tienda de productos fúnebres y después la habían reconvertido en una funeraria. Pasada la barbería de Kkakse, al otro lado del concurrido cruce, había una tienda de tofu. Al lado, había una carnicería, y junto a ella, una tienda de ultramarinos. Al entrar en el callejón situado después del aserradero, que antes fue un molino de arroz, se veía la casa en la que nació Jinoh, que estaba en el callejón de la tienda de arroz donde se alineaban pequeñas casas tradicionales. Jinoh empujó la puerta de la verja sin dudarlo. Justo ese día, la puerta, que se abría hacia dentro, no hizo ningún ruido. Normalmente, las bisagras provocaban tal estruendo que se ponía de mal humor. Junto a la puerta estaba la letrina y entrando por ella se accedía al jardín alargado. Originalmente era completamente cuadrado, pero el bisabuelo de Jinoh les pedía construir un taller cada vez que se mudaban, por lo que frente a la puerta habían levantado un edificio independiente de unos trece metros cuadrados. La familia de Jinoh llamaba «gran abuelo» o «abuelo mayor» al bisabuelo, cuyo nombre era Baekman Lee, para distinguirlo del abuelo, Ilcheol Lee. La abuela, que se llamaba Shingeum, nunca le había cedido a nadie la habitación principal. La casa había pertenecido a la tía abuela desde la época del colonialismo japonés y, aunque era una casa pequeña, los pilares y vigas todavía se mantenían firmes. Gracias al empleo del abuelo Ilcheol, la familia había podido trasladarse a una de las casas destinadas a los empleados de la empresa ferroviaria, pero al bisabuelo la vida allí le resultó un tanto agobiante después de unos años, por lo que decidieron mudarse a esta casa. Después de que Ilcheol y su hijo se fueran a Corea del Norte, el resto de la familia pudo mantenerse a salvo gracias a que aprendieron a vivir de manera independiente fuera de la residencia oficial de la empresa ferroviaria. En cuanto Jinoh abrió la puerta y entró en el jardín, la abuela Shingeum, que estaba lavando unas verduras en el grifo bajo la cocina, giró la cabeza y le dio la bienvenida alegremente.

—Ay, chiquillo, debes de estar cansado al ir al colegio con el calor que hace.

Jinoh se miró de arriba abajo y apenas se sorprendió al verse de nuevo con su cuerpo de estudiante de primaria. La abuela le cogió la mochila y le dijo que se quitara la camiseta y la de interior para lavarse. Jinoh se desnudó de cintura para arriba y se inclinó sobre la palangana de madera mientras la abuela cogía agua fría con un pequeño cuenco de madera y lo vertía sobre él sin piedad. «¡Ah!», Jinoh se asustó y gritó de forma exagerada mientras se ponía las manos en las axilas. La abuela le dio un golpe en la espalda y le dijo que se inclinara otra vez. Terminado el baño, la abuela puso sobre una mesa baja de patas inclinadas un cuenco de arroz y otro con agua, pedazos de unas corvinas secas y un cuenco de kimchi de rábano. La colocó al final del porche de madera techado. En aquella época todavía se pescaban muchas corvinas amarillas en el mar Amarillo. A principios de primavera, la gente de los alrededores de Seúl se llevaba para casa las corvinas que llegaban a la zona costera de Incheon. Las introducían en sal para conservarlas y después, en cada hogar, o bien las pasaban por un colador y las metían en vasijas de barro o las ataban con cuerdas de paja y las colgaban de las colas para secarlas al sol. Al igual que preparar kimchi era la tarea de principios de invierno, salar y secar corvinas era la de la primavera.

—Échale agua al arroz para que esté más fresco.

La abuela llevaba puesta una chaqueta corta de ramio, especial para el verano, y unos pantalones anchos de estilo japonés. No recogía su pelo en un moño, sino que llevaba una melena corta, lisa y redondeada en la que no se apreciaba ni una sola cana. Se parecía a la antigua profesora de la escuela nocturna y, por su aspecto, en el barrio la llamaban «la moderna». Shingeum, que nació en Gimpo, se graduó de la escuela elemental, lo cual no era frecuente en el campo, e incluso asistió a algunas clases de secundaria en la fábrica textil. Conoció a su marido Ilcheol gracias al hermano de este, Icheol. El bisabuelo, nada más nacer su primer hijo, pensó en los trenes y por eso decidió llamarlo Hansoe. Para su segundo hijo siguió la misma línea y lo llamó Doosoe, pero más tarde en el censo los inscribió como Ilcheol e Icheol1. Cuando trabajaba en la fábrica textil, Shingeum empezó a interesarse por leer la Biblia por recomendación de un misionero. En concreto, leyó una y otra vez el Antiguo Testamento como si leyera cuentos antiguos, por lo que adquirió una gran capacidad de lectura. Desde joven, la abuela Shingeum era capaz de observar a una persona y ver los fantasmas que estaban a su alrededor e incluso a veces fingía perseguirlos gritando. Cuando su cuñado Icheol vino a su casa en su época de soltero, ella murmuró que veía a dos mujeres detrás de él y su marido Ilcheol la regañó. Tal y como Shingeum le dijo a su hijo Jisan, las mujeres que más tarde pasaron por la vida de su cuñado tenían exactamente el mismo aspecto que aquellas apariciones. Le contó que ambas mujeres parecían muy desafortunadas, y en cuanto ella masculló «ni se os ocurra acercaros a mi cuñado», Icheol apartó la mesa y se marchó avergonzado. Con el paso del tiempo y con todo lo que experimentaron, resultó que la causa de la infelicidad de aquellas mujeres había sido el propio Icheol. Poco a poco dejó de ir a la iglesia. Cuando conocía a alguien por primera vez, lo observaba y, para sorpresa de los de su alrededor, adivinaba lo que le había pasado anteriormente y lo que le pasaría en el futuro como si de una vidente se tratara. Por todo ello su apodo era la mística y espiritual Shingeum. El bisabuelo trataba con indiferencia a su nuera Shingeum y únicamente en año nuevo le preguntaba discretamente qué tal se encontraban sus familiares.

Cuando Jinoh agarró la cuchara, la abuela cogió con otros palillos un poco de kimchi de rábano y lo puso sobre su arroz caldoso, y después le dio un trocito más de corvina seca. Se terminó el plato de arroz, fue al porche de madera techado, se tumbó y rápidamente se quedó dormido tan tranquilo.

No recuerda en qué año sería. La abuela le había contado tantas veces lo que pasó ese día que él casi lo había memorizado.

—Aquel día estaba incubando un resfriado y por eso no me sentía bien. No pude ir al mercado a vender ropa, a duras penas le preparé el desayuno a tu bisabuelo y me tumbé en la habitación arropada con el edredón. Me quedé dormida en un abrir y cerrar de ojos y de repente descubrí que estaba en nuestra antigua casa en la residencia oficial para trabajadores. Tu abuelo no volvía de su turno desde Manchuria hasta la madrugada, pero aquella mañana, a pesar de que era pleno día, regresó a casa. Aunque fuera en sueños, empecé a preocuparme por si había tenido un accidente o si lo habían despedido. Sin embargo, con una sonrisa radiante, tu abuelo me dijo que me traería de vuelta a mi hijo Jisan. Yo le pregunté muy contenta: «¿Dónde, dónde está mi hijo?». «Todavía no se encuentra bien, así que cuando luego lo veas no te asustes.» Dijo que era un milagro que regresara vivo y de repente desapareció. En ese momento, me desperté, me levanté tambaleándome y salí al porche. Delante de mí, frente a la verja de entrada, una sombra completamente negra que estaba de pie en la oscuridad dijo: «Mamá, he vuelto». «Te fuiste a los dieciséis años diciendo que ibas a buscar a tu padre y después no tuvimos noticias tuyas. La guerra debió de ser horrible.» Parecía que hubieran pasado más de cien años. Estaba totalmente cubierto de negro y en los huesos. ¡Madre mía! ¡Le faltaba una pierna! En aquel caluroso día, vestía un viejo uniforme militar, pero llevaba una de las perneras del pantalón doblada y caminaba con muletas bajo las axilas. El estudiante de secundaria que fue se había esfumado por completo y parecía un anciano que había perdido una pierna. Imagínate cómo me sentía, pero no lloré. En voz muy baja, le dije: «Qué bien que hayas vuelto, qué bien. Sabía que volverías. Tu padre me dijo que te traería de vuelta».

Cuando regresó, Jisan tenía ya veintiún años. Fue padre con veintisiete, así que aquello ocurrió seis años antes de que naciera su hijo Jinoh. En cuanto le dieron el certificado de puesta en libertad, se subió a un tren en Busan y, al llegar a la estación de destino, declaró y le dieron instrucciones de que fuera a la oficina del distrito para recibir su documento de identidad después de pasarse por la oficina del barrio. Cuando se bajó en Yeongdeungpo, vio las ruinas de la estación con solo algunos pilares en pie, tras haber sido bombardeada, y donde la maleza crecía aquí y allá entre el cemento. En la salida, un agente de policía y un policía militar estaban de pie uno junto al otro observando con detalle a todas las personas que salían. Jisan se acercó al militar, le dio el certificado de puesta en libertad y le dijo:

—Yo… soy un preso liberado y vuelvo a casa.

El militar examinó el trozo de papel, le hizo un gesto con los ojos al policía y, agitando la mano en la que llevaba el certificado, echó a andar por delante de ellos.

—Sígame.

Entraron en una carpa militar levantada en una esquina de la plaza de la estación. Unos hombres y mujeres que habían entrado primero estaban siendo escrutados. El policía y el militar se sentaron por separado. El militar señaló con la barbilla una silla de plástico frente a su escritorio.

—Siéntese ahí —le dijo el militar.

A continuación, le preguntó:

—¿Es de las milicias populares?

—No, era conductor de los militares, pero era funcionario.

—¿Conducía trenes?

Jisan respondió como siempre:

—Sí, nos movilizaron.

—¿Lugar del arresto?

—En los alrededores de Hwanggan.

—¿Hwanggan? ¿Eso dónde está?

—Justo antes de pasar Chupungnyeong.

—¡Ah! —El militar asintió con la cabeza dando a entender que ya sabía—. Transportabais materiales al frente cerca del río Nakdong.

Comprobó el nombre de Jisan en la lista de prisioneros de guerra, después le pasó el certificado de liberación al policía y un agente de paisano se hizo cargo de Jisan. Este agente de paisano, que había estado investigando a otras personas, observó de arriba abajo con mirada inquisitiva a Jisan y le preguntó dónde vivía. Él le dio la dirección de su casa del pueblo, una dirección que nunca podría olvidar. El agente sacó un grueso montón de documentos de un cajón y, mientras les echaba un vistazo, miraba de reojo a Jisan. Dando golpecitos en la mesa con el boli, le dijo:

—Usted es hijo de Ilcheol Lee. Ese tipo primero fue miembro de un sindicato de izquierdas y luego se convirtió en desertor, se fue a Corea del Norte. Aquí pone que antes de la guerra Jisan Lee estuvo en paradero desconocido. Son puros comunistas.

Luego, el agente de paisano agitó la cabeza y escupió en voz baja:

—¿Qué será de nuestro país si le absuelven de todas estas cosas? Si fuera como antes, inmediatamente después del arresto a usted le habrían pegado un tiro.

El militar dijo:

—Es una orden especial del presidente.

—¿Qué le pasó en la pierna?

El agente de paisano miró el bajo del pantalón que tenía doblado y se lo levantó ligeramente sin que Jisan se diera cuenta.

—Fue por una bomba. Me curaron y fui evacuado a un centro de detención.

—¿Entonces, es cierto que usted fue un prisionero de guerra? Bueno, de todas formas, váyase a casa y en tres días preséntese en la oficina de policía de su barrio encargada de las tendencias ideológicas.

Jisan, que se giró para salir de la carpa, escuchó a su espalda la voz del agente de paisano:

—Preséntese sí o sí. Ahórrese el disgusto de ser arrestado.

Jisan caminó hacia la plaza frente a la estación, que todavía se conservaba intacta. Los aliantos estaban verdes y esporádicamente faltaban algunos adoquines o tenían boquetes, pero, igual que en la época de ocupación japonesa, las zonas comerciales y peatonales estaban llenas de vitalidad. El escaparate circular de la tienda de dulces japoneses que solía quedarse mirando largo rato cuando regresaba de la escuela seguía tal cual, pero las galletas tradicionales expuestas en el interior habían desaparecido y ahora se amontonaban paquetes de galletas de arroz industriales. Frente a la rotonda del mercado, se detuvo un momento y contempló los antiguos carteles de la tienda de fotografía y del dentista. En los alrededores de la iglesia metodista, se multiplicaban las tiendas pequeñas y los puestos callejeros, que llegaban casi a ocupar la mitad de la calle. Habían podado todas las ramas de los sauces que colgaban sobre las escaleras de la iglesia. Al llegar a los alrededores de la vía del tren, dobló a la derecha y en cuanto giró otra vez hacia su casa, en el lado izquierdo, vio la entrada a su barrio no muy lejos de allí. Pasado el árbol de las gotas, avanzó hacia el molino de arroz que estaba en ruinas y por todas partes estaban colgados, en postes y mástiles, ropas viejas y uniformes militares teñidos. Cuando Jisan entró en el callejón de la tienda de arroz, vio que por el otro lado se acercaba una chica joven que llevaba en la cabeza una cesta de bambú con una pila de ropa húmeda. Llevaba un pañuelo en la cabeza, una chaquetilla de algodón y una falda por los tobillos y tenía el vientre abultado. Cuando estaban a unos diez pasos, fueron conscientes de la presencia el uno del otro. Jisan cogió sus muletas y esperó a que ella pasara. Al caminar cerca de él, la reconoció. Ella también lo miró de soslayo cuando se cruzaron. Ella dio unos pasos, se detuvo y ambos se giraron prácticamente a la vez. Él le dijo con voz temblorosa:

—Tú… eres Bokrye, ¿no?

—¡Madre mía!

Al inclinar la cabeza, la cesta de bambú se fue hacia un lado y algunas prendas se cayeron. Ella casi se desplomó y Jisan con las muletas se precipitó para ayudarla. La chica se incorporó rápidamente y puso en la cesta una a una la ropa que se había caído al suelo. No pudieron decir nada ninguno de los dos. Jisan, apoyado en sus muletas, bajó la cabeza, la observó un momento y se dio la vuelta.

Ese fue el instante en el que el padre y la madre de Jinoh se reencontraron. Los dos habían ido juntos a la escuela primaria. La hermana menor del superintendente Park, originario de Hwanghae y que había logrado reconocimiento gracias a su lucha contra la guerrilla comunista, entró en Yeongdeungpo como otros refugiados de Corea del Norte. Se ganaba un buen dinero vendiendo en el mercado los uniformes militares y otra ropa vieja, previamente teñida y arreglada, que sacaba de la base militar estadounidense y de una organización caritativa cristiana. En una época en la que no había ropa decente que ponerse excepto la de tela de cáñamo, los uniformes militares y las donaciones internacionales eran artículos esenciales y muy valiosos. Jisan regresó a casa, se presentó sin falta en la comisaría del distrito y pasados unos días le dijo a su madre con cuidado:

—El día que llegué a casa vi a Bokrye…

Mientras su madre, Shingeum, planchaba la chaqueta del abuelo con una plancha de carbón, le respondió con indiferencia:

—Sí, ya le queda poco para dar a luz.

Después se giró para mirar a su hijo y le dijo sin darle importancia:

—Se casó con alguien de buena familia. Aunque se lleven bastantes años de diferencia, en esta situación es una suerte tener algo que llevarse a la boca.

Shingeum también había obtenido artículos a través de la familia de Bokrye, gracias a los cuales consiguió muchos beneficios en su puesto del mercado, y empezó a alabar tanto su carácter como su habilidad para mantener su hogar. Reconoció no solo su destreza, sino también su calidad humana a pesar de lo joven que era.

—¡El tiempo lo enfría todo! ¿Vosotros no erais amigos?

Fue lo último que le dijo. Madre e hijo no hablaron más.

Jinoh estaba escuchando todos estos relatos de señales que percibía su abuela tumbado en el porche. Le daba la impresión de que podría escuchar sin cesar todas las historias de antaño contadas entre susurros por su abuela. El bebé del que su madre estaba embarazada en aquella época era la hermana mayor de Jinoh, Jeongja, quien nació seis años antes que él. En el registro civil estaban inscritos como Jinoh Lee y Jeongja Park. El dueño de la tintorería con el que estaba casada su madre era quince años mayor que ella y padecía una enfermedad crónica que iba empeorando poco a poco. Tres años después de que Jeongja naciera, murió de tuberculosis. Su hermano pequeño heredó la tintorería y Bokrye tuvo que marcharse al mercado, donde abrió un puesto de ropa al lado de la tienda de la abuela Shingeum, y así fue como, gracias al destino, se acabó convirtiendo en la esposa de Jisan.

1. Hansoe significa «un hierro», y Doosoe, «dos hierros», según la etimología coreana. Ilcheol también significa «un hierro», e Icheol, «dos hierros», pero en este caso utilizando los caracteres chinos. (Todas las notas son de las traductoras).

2

Un brote que surgió de una rama seca se había convertido en un retoño joven de un color verde amarillento con unas hojas que crecían a ojos vista, volviéndose de un verde más intenso, y que habían empezado a brillar al reflejar la luz del sol. En lo alto de la chimenea, Jinoh mantenía sus rutinas inalterables. Decían que iban a comenzar las negociaciones firmes, pero estaba entrando el verano y no habían recibido ninguna respuesta por parte de la empresa. Algunos fines de semana, los del sindicato del metal se reunían frente al edificio central de la empresa y se manifestaban con altavoces y pancartas. Alrededor de veinte policías los observaban en las cercanías y desde la empresa no había ningún tipo de reacción. Pasó también sin mayor repercusión la manifestación para conmemorar los cien días de protesta en la chimenea. Lo único que les decían desde la empresa es que actualmente no estaba claro quién era el propietario y que, una vez que la parte que se hiciera cargo de la empresa estableciera su cúpula directiva, se pondrían a tratar los temas de los despidos y el sindicato. Además de despedir a los empleados y vender la empresa, el traslado a una fábrica en el extranjero, donde se contrata a otros trabajadores locales, y la transformación en una nueva empresa son trampas obvias cada vez más frecuentes por todos lados. Sin embargo, Jinoh y sus compañeros estaban totalmente empecinados en que las condiciones no se modificaran fuera quien fuera el dueño. La protesta no había hecho nada más que empezar.

Después de desayunar, estirarse y hacer su entrenamiento, se paseaba yendo y viniendo por los alrededores de la barandilla. Había plantado unas semillas de lechuga en los agujeros del semillero y en solo unos días habían salido unas hojas. Apenas veinte días después, crecieron tres o cuatro hojas que medían un dedo de largo. De entre todas, las que Jinoh veía más frescas y con mejor forma las sacaba del semillero y las sembraba en maceteros que había hecho cortando las botellas de plástico por la mitad. Tenía cinco de esos maceteros. El joven compañero Cha le había hecho llegar un pequeño saco de tierra de una floristería cercana. Por la mañana y por la tarde los regaba con el agua potable que le subían. Se sentaba arrodillado y contemplaba las hojas, el tallo y la tierra. Vio cómo se movían unos insectos pequeños y blancos. ¿De dónde vendrían? Parecía probable que ya vivieran en aquella tierra desde antes. Pensó en cómo se esforzaban por sobrevivir aquellas minúsculas criaturas, más pequeñas que una mota de polvo, que si no se hubieran movido ni se las podría distinguir. ¡Qué largo sería un solo día para ellas!

Más o menos cuando le subieron el almuerzo, el cielo se oscureció por completo y se llenó de nubes negras. El viento empezó a soplar más fuerte y, en cuanto bajó la cesta de la comida, empezaron a caer con fuerza gotas de lluvia. Jinoh primero se aseguró de que estaba bien atada la gruesa tela de la cubierta alrededor de la barandilla y cerró bien la tela de plástico que estaba superpuesta por dentro. Además, en las esquinas de la tienda de campaña, tiró una a una de las cuerdas atadas a los tornillos del interior de la chimenea y la barandilla para comprobar que estaban bien sujetas. Arrastró los maceteros hacia el interior de la cubierta de plástico y ató firmemente con otra vuelta de cuerda más la caja de plástico en la que había guardado sus cosas y las poleas. Nada más empezar a llover con intensidad, se puso un impermeable y un gorro. Aunque llueva, no puede quedarse metido en esa estrecha tienda de campaña todo el tiempo. Por supuesto, hay días despejados, pero también hay días nublados, días de lluvia y días de tormenta. No importa si hace frío o hace calor o lo que sea. Aburrido, enfadado, abúlico, triste o alegre: estos cambios de humor se producen de la noche al día.

Metió únicamente el tronco en el interior de la tienda para comerse la cena que le habían subido. Sobre el guiso y el arroz se extendían unas gotas de lluvia que habían caído de la capucha de su impermeable. Bajó la cesta de la comida y caminó por la zona de la barandilla. Llovía sin cesar y no parecía que fuese a parar pronto. Empezó a dar pasos más despacio y los contó mentalmente. Se imaginó que era un extraterrestre. ¿Y si lo es? Este lugar no es ni el cielo ni la tierra. Aquí no residen personas. Esta estrecha circunferencia parece la cabina de una nave espacial a la que no le afectan ni el tiempo ni las rutinas de la realidad. Él no ha muerto, sigue vivo, pero el mundo no es consciente de que él está ahí. Para el resto de la gente, él parece alguien que está de viaje y volverá en cualquier momento. Incluso cuando habla con su esposa, ella le cuenta las noticias de sus allegados como si él estuviese en el extranjero. Poco a poco a Jinoh ya no le afectaban ni el tiempo ni la realidad, y la rutina de la chimenea ya se había convertido en algo irreal.

En la casa de Saetmal, a última hora de la tarde siempre era el momento de mayor vitalidad. Las calles se llenaban de trabajadores, que salían a raudales de las decenas de fábricas de los alrededores, y de las bicicletas de la gente que terminaba de trabajar en el taller ferroviario y en la fábrica de papel y cuero. Las mujeres que trabajaban en la fábrica textil se quitaban y tiraban al suelo sus uniformes de trabajo y se ponían ropas coloridas para volver a casa o, las que vivían en la residencia, para salir fuera. Las amas de casa sacaban braseros de carbón a la calle frente a las casas y, mientras aventaban el grano, asaban el pescado. Los padres de familia llevaban colgadas del manillar de la bici las tarteras de la comida vacías y entraban tranquilamente en la calle principal de Saetmal. Se escuchaba el tintineo de los palillos golpeando el interior de las tarteras de metal. Como no eran ni una ni dos bicicletas, el tintineo se empezaba a escuchar desde lejos cuando llegaba la hora. Aquel sonido avisaba a los niños de que ya llegaban sus padres o hermanos mayores, así que salían a la calle principal. Poco después de la guerra, casi todas las fábricas estaban destruidas, por lo que todo se quedó en silencio, pero con el paso del tiempo reconstruyeron las grandes fábricas de antaño y también empezaron a construir otras nuevas en los descampados. Los niños de la escuela primaria tenían clase en el molino de harina, en la fábrica de ladrillos y en otros sitios que estaban parcialmente destruidos. La situación se alargó hasta que pudieron reconstruir la escuela.

Jinoh se paró en el borde de la calle viendo a los hombres regresar del trabajo y después volvió a casa. Su madre, Bokrye, todavía no había vuelto del mercado, pero su abuela, Shingeum, ya había salido. Su madre preparaba el desayuno, iba al mercado de Yeongdeungpo a vender ropa, abría la puerta de su tienda y colocaba su puesto. Cuando la abuela salía al mercado, su madre volvía a casa, ponía la mesa para su marido, Jisan, y para el bisabuelo, les dejaba preparada la cena y regresaba a la tienda. Había ocasiones en que la abuela volvía directamente a casa, pero también a veces, si les traían mercancía o había muchos clientes, se quedaba con su nuera y hacía recados hasta la noche antes de regresar a casa. Aquellas veces, en la cesta no solo llevaba comida, sino también golosinas para Jinoh. Ni una sola vez se olvidó de llevarle panes rellenos con pasta dulce de frijoles, caramelos o pasteles de arroz.

El bisabuelo Baekman tuvo por primera vez un taller cuando vivían en la casa del sauce, pero en la residencia oficial no tuvo su propio taller. Ese fue precisamente el motivo para mudarse a Saetmal, y lo primero que hicieron fue construir un edificio independiente delante del jardín. Lo convirtió en una pequeña fábrica de artesanía. Cuando era joven, aprendió el oficio de ayudante en un taller metalúrgico y consiguió trabajo en la empresa nacional de ferrocarriles. Después de aprenderlo todo sobre el uso del torno, lo dejó, pero siguió haciendo cosas pequeñas en casa por afición. Él mismo se enorgullecía de su talento, ya que esos trabajos requerían la habilidad de un artesano, aunque fueran labores nimias. Hizo horquillas para el pelo y anillos de plata con diseños de pequeñas enredaderas para su esposa y para su nuera. Hasta que cambiaron las costumbres, las mujeres al casarse preparaban un baúl y un pequeño armario y sobre la madera insertaban todo tipo de bonitos adornos. Solo las futuras novias de familias ricas tenían armarios con adornos de nácar, pero por lo general los armarios, cajas y otros objetos de casa de madera sencilla y simple se adornaban con piezas de metal de todo tipo. Cuando el bisabuelo entraba en el taller, donde tenía una estufa de coque de la que salía un intenso fuego, el olor del plomo derritiéndose y la goma quemándose inundaba sus fosas nasales. Lo que utilizaba era hierro galvanizado con zinc, hierro negro, estaño, latón, cobre, plomo, plata y laminados de oro y de plata, entre otros. Usaba todos los tipos de metal del mundo, y no solo eso, sino que hacía todo aquello que le encargaran, desde piezas de decoración con cuernos de toro pintados hasta peines e incluso cuchillos ornamentales. En la carpintería, que únicamente recibía artículos del bisabuelo, se insertaban esos ornamentos en los muebles para venderlos en el mercado. Cuando el padre de Jinoh regresó a casa tras perder una pierna, el abuelo le enseñó pacientemente su trabajo, hasta que años más tarde Jisan también consiguió elaborar con destreza aquellas piezas decorativas. Creaban adornos con todo tipo de diseños: el símbolo tradicional, llamado taegeuk, ciervos, fénix, pavos reales, tortugas, peonías, mariposas, caracteres chinos que significaban suerte o felicidad, vida, tranquilidad, comodidad, etc. Los dos solían intercambiar largas historias mientras movían manos y brazos sin cesar.